Jurgen vio alejarse el Pontiac sigilosamente: un coche verde, de cuatro puertas. Se perdió de vista unos instantes y apareció al final del edificio y de los árboles, en el patio, para tomar la pista que Darcy había abierto campo a través en sus idas y venidas con el remolque. Se acercó al granero y pasó despacio junto al redil. Se detuvo y dio marcha atrás. ¿Para ver las vacas? La ventanilla del pasajero se abrió despacio, enmarcando el rostro de una mujer joven que iba fumando un cigarrillo; una cara preciosa. No logró ver al hombre que conducía. Sólo un sombrero.
Recordó haber visto un Pontiac verde de cuatro puertas en el campo de prisioneros de Oklahoma. Lo observó desde el otro lado de la alambrada para ver quién iba dentro. Y ahora lo estaba mirando desde el pasadizo que comunicaba el redil con el matadero, por donde esa misma noche meterían a las vacas y las terneras para arrancarles patas, cabezas y pezuñas hasta descuartizarlas por completo.
El coche trazó una curva amplia y se fue campo a través, siguiendo las rodadas de Darcy; giró para tomar la carretera principal, regresó hacia la granja y otra vez se perdió de vista por detrás de la fachada principal. Jurgen esperó unos momentos. No lo veía salir. Seguramente había tomado la avenida que rodeaba la casa y sus dependencias. Pensó que sus ocupantes habían dado una vuelta para ver las vacas antes de pasar a hacer una visita.
No creía que fuesen amigos de Walter.
Walter sólo tenía tres amigos y hablaba de ellos a todas horas: Vera Mezwa, la condesa ucraniana; su mayordomo, Bohdan, y Michael George Taylor, el médico que le proporcionaba la tinta invisible; además de Joe Aubrey, el miembro del Ku Klux Klan, propietario de varios restaurantes y una avioneta. Unos meses antes Jurgen le preguntó a Walter:
—¿Les has hablado de Otto y de mí?
A lo que Walter respondió:
—Ya sabes lo que les ocurrió a Max Stephan y el piloto de la Luftwaffe.
—Labios entrometidos, barcos hundidos.
—¿Qué has dicho? —preguntó Walter.
La mujer que iba en el coche era demasiado joven para ser Vera Mezwa. Del hombre que conducía no pudo ver más que el sombrero, detrás de la preciosa muchacha; pero había algo en la manera de llevar el sombrero —entre todas las maneras posibles de calarse un sombrero de fieltro— que le recordó a ese marshal de Oklahoma, Carlos Huntington Webster, a Carl, que estaba en el restaurante de los grandes almacenes en compañía de otro hombre y de una chica que podía ser… sí, muy posiblemente podía ser la misma que iba en el coche fumando un cigarrillo. A Jurgen le gustó la boina. Si la chica era la misma, el que iba al volante muy bien podía ser Carl, que cada día se acercaba un poco más. Jurgen ya se había preguntado en alguna ocasión: «¿Dónde volverás a verlo la próxima vez?».
Allí, junto al redil, en la puerta del matadero de Walter. Jurgen entró en la nave.
Los matarifes llegarían nada más caer la noche, para tener las piezas colgadas antes del amanecer. Darcy pasaría a recoger la carne con la camioneta refrigerada que había comprado en una subasta, antes de que los inspectores fueran a sellarla. La dejaría en la carnicería, donde las piezas esperarían veinticuatro horas colgadas en la cámara frigorífica antes de que Walter las adobase. Siempre había carne en la sala de refrigeración del matadero, piezas de ganado comprado legalmente, por si recibían una inspección sin previo aviso.
—Se dedican a eso —decía Darcy—, a fastidiar a la gente que intenta ganarse la vida.
Jurgen nunca había conocido a nadie como Darcy Deal, un ex convicto —tenían en común el hecho de haber estado presos— que ahora trabajaba como cuatrero, con su sombrero de cowboy siempre sudado y unas botas muy viejas, con espuelas. Darcy era fuerte, fibroso y le gustaba parecer malo. Jurgen tuvo algunos recelos la primera vez que lo vio.
—¿Montas a caballo?
—¿Me preguntas si sé?
—Cuando vas a robar el ganado.
—Trabajo a pie. Cazo a la vaca con un lazo, le pongo un saco en la cabeza y la meto en el camión, cuando no llevo un remolque.
—Entonces ¿por qué llevas espuelas?
—Cuando entro en un bar y oyen el tintineo de mis espuelas saben quién soy. —Darcy sonrió; llevaba barba de tres o cuatro días—. Tengo las botas casi agujereadas; no les he quitado estos abrelatas ni una sola vez.
—Me gusta como suena; ese tin… tin cada vez que das un paso.
—Lo oyes y dices: «Mira, ahí viene un vaquero».
Jurgen sonrió y dijo:
—¿Te gusta intimidar a los clientes?
—Algo así.
—¿Sabes quién soy?
—Uno de los alemanes fugados de no sé dónde. Walter dice que robaste una furgoneta y saliste por la puerta tranquilamente. Yo nunca intenté escapar. Me propuse salir en dos años y lo conseguí; me dieron la condicional, pero entonces le rompí la mandíbula a mi capataz. Trabajábamos en una mina y se puso impertinente. Me trincaron otra vez y tuve que cumplir la condena completa. La prisión está en una colina, a dos kilómetros del río Cumberland. No sé si llegarás a conocerla por dentro. Se llama Eddyville, por un general de la guerra civil.
«¿El general Eddie Vill?», pensó Jurgen.
—El general H. B. Lyon —dijo Darcy—. Era de Eddyville.
—Bueno, los dos sabemos lo que es estar preso, ¿verdad?
—Casi no tienes acento —observó Darcy.
—Intento mejorar mi inglés.
—¿Qué hiciste en la guerra?
—Estaba al mando de un tanque en el desierto, en el norte de África. Me apostaba en la torreta con unos prismáticos y dirigía el combate. Nuestro cañón de sesenta milímetros podía destruir un Stuart británico a más de mil metros de distancia. Otras veces pilotaba un monomotor de reconocimiento aéreo, para localizar los tanques británicos. Los camuflaban debajo de las tiendas de los beduinos.
—¿No me digas? —preguntó Darcy, que parecía interesado, aunque Jurgen dudaba de que el vaquero supiese de qué le estaba hablando—. Has debido de matar a unos cuantos.
—Bueno, cuando alcanzamos un tanque suele incendiarse. A veces los que van dentro consiguen salir. —Hizo una pausa y añadió—: Entonces abrimos fuego con las ametralladoras. —Otra pausa—. Aunque no siempre.
—A mí me pegaron un tiro. Cuando salía de un prado. Selecciono los novillos de los ganaderos que fijan los precios más altos y busco compradores a los que no les importe pagar esa cantidad.
Jurgen tuvo que pararse a pensarlo un momento.
—¿Quieres decir que al carnicero se le dice cuánto puede cobrar por medio kilo de carne, pero el ganadero puede pedir lo que se le antoje?
—Así funciona.
—No parece justo.
—Por eso trabajamos en el mercado negro y sacamos una buena pasta.
—Me sorprende que Walter se atreva.
—¿Estás de coña? Walter está jodiendo al gobierno, quebrantando la ley en nombre de A-dolf Hitler, porque Walter es cien por cien alemán.
—¿Y no te importa que sea tu enemigo?
—¿Walter? El enemigo está al otro lado del mar. Walter es mi socio.
—El caso es que no te importa infringir la ley.
Darcy pareció desconcertado.
—Me dedico a esto. Me gano la vida así. Sorprendo a las vacas en la oscuridad de la noche. A mí el gobierno me importa un bledo; me estoy vengando por mi estancia en prisión. Yo soy un forajido, tío. Lo he sido desde pequeño. He robado coches, he vendido alcohol ilegal, he repartido algún que otro golpe, y el puto tribunal lo ha llamado «agresión con propósito de causar graves daños corporales». ¡Qué coño! ¿Un tío me insulta y se supone que tengo que tragármelo?
Jurgen asintió.
—Está claro que eres un forajido. No necesitas ninguna motivación para robar vacas a media noche, al margen del dinero que te proporciona.
—Con eso puedo comer —replicó Darcy—. Ven a dar una vuelta conmigo en el camión. Te enseñaré a echar el lazo y a meter a la vaca en el remolque. Te contaré lo que tienes que decirle para que no se ponga a mugir. Hay que estar siempre atento a la casa: ves luz en una ventana del piso de arriba; no estás nervioso, pero te preguntas qué estarán haciendo a esas horas, en lugar de dormir.
—A lo mejor están en la cama y les gusta intimar con la luz encendida —dijo Jurgen.
—Mi lugar favorito para tirarme a Muriel —dijo Darcy— era el balancín chirriante del porche de la casa de su madre. Eso antes de que nos casáramos. ¿Conoces a Honey?
Jurgen negó con la cabeza.
—Pues deberías. Es la chica más lista que he visto en mi vida, y es mi hermana. Mejor dicho, era la chica más lista hasta que se casó con Walter. ¿No te ha hablado de ella?
Jurgen volvió a negar con la cabeza y preguntó:
—¿Estás casado?
—Más o menos. Casi nunca veo a Muriel.
—¿Tienes hijos?
—Me pasé un año entero follando a Muriel todas las noches. Debe de tener algún problema de mujeres que le impide tener hijos. Pero, si alguna noche quieres salir conmigo y convertirte en el mejor ladrón alemán del mundo, dímelo.
—No tengo un sombrero como el tuyo.
—Yo tengo sombreros, amigo. ¿Qué talla usas?
Darcy se detuvo en un bar de Farmington y se tomó unos chupitos de whisky con cerveza mientras pensaba en su hermana. ¿Por qué habría ido a ver a Walter? ¿Y quién era el tipo que iba con ella? No la había llamado desde que llegó a Detroit y seguía posponiéndolo. Y pensó: «Pasa a saludar a tu hermana y averigua si ese tío es un poli».
Era de noche cuando salió del bar y volvió a la granja.
El coche en el que había visto a Honey ya no estaba en la puerta. Atajó por el campo hasta el matadero. Allí no había más coches que los de los matarifes alemanes de Walter. Mierda. Le diría a Walter: «¿Ha venido a verte mi hermana, eh?». Quería saber qué estaba pasando. Primero echaría una meada y pasaría por el matadero. A ver a los matarifes y a bromear un poco con ellos. Esos tíos, con sus cuchillos de veinte centímetros, siempre perfectamente afilados, eran capaces de desollar una vaca como si le quitaran un traje. Darcy sólo discrepaba en un detalle del procedimiento: en cómo mataban al animal.
Jurgen estaba observando al que se ocupaba esa noche de sacrificar las reses. Les apuntaba en la frente con un rifle del calibre 22, a unos centímetros del extremo del cañón, disparaba, y el animal caía al suelo, no muerto, sino aturdido, inconsciente.
Darcy llegó diciendo:
—¿Ves cómo lo mira la vaca? Está pensando: «¿Qué cojones haces con un 22? Usa un arma de hombre. ¿Quieres matarme, tío? Termina de una vez».
Se acercó a Jurgen sin dejar de hablar.
—Se supone que para no ser cruel hay que dejar a la vaca inconsciente, para que no se entere cuando la cuelgas boca abajo y le cortas las arterias. Te apartas enseguida. No llevas puesto el delantal de plástico, porque fuera está lloviendo. La abres en canal desde el culo hasta el pecho, le sacas las tripas, la vejiga y los riñones. Tiras del esófago a través del diafragma para soltar los órganos enganchados. Sacas toda la porquería.
—Las asaduras.
—Exacto, con lo que se hace el pastel de ternera. ¡Joder!, viendo la cantidad de tiempo que pasas aquí mirando, yo diría que quieres hacerte carnicero cuando estés libre.
—Ya lo estoy —dijo Jurgen—. Lo que quiero es irme al oeste y hacerme vaquero.
Walter entró mientras Jurgen y Darcy planeaban una salida en una noche oscura. Darcy lo llamaba «seguir el rastro del ulular de la lechuza». Jurgen estaba muy serio y preguntó si podían ir a caballo, como en el oeste. Estaba serio, pero parecía que estaba de coña.
Vio llegar a Walter, con aspecto alterado, para variar. Walter dijo sin preámbulos.
—Honig ha estado aquí.
—¿La chica que iba en el coche era tu ex mujer? —preguntó Jurgen.
—Sí, Honig. —Y le dijo a Darcy—: ¿La has visto?
—La vi pasar por la carretera, pero no estaba seguro de que fuese ella.
—Pasaron por detrás de la casa —dijo Jurgen, recordando el momento en que vio el Pontiac— y dieron la vuelta.
—Era mi hermana. Ya te he hablado de ella. Esa señorita tan mona. Era la mujer de Walter. —Y le preguntó a Walter—: ¿Qué quería? ¿Saber si ya te has vuelto americano? No reconocí al tío que iba con ella.
—Es un agente federal, pero no es del FBI —dijo Walter. Se metió una mano en el bolsillo mientras se volvía hacia Jurgen. Os está buscando a Otto y a ti.
—¿Te dijo su nombre?
Walter sacó del bolsillo la tarjeta de Carl, con la estrella de oro grabada.
Jurgen notó el relieve al tomarla entre los dedos y leyó: MARSHAL CARLOS HUNTINGTON WEBSTER. Y pensó: «Me has encontrado».
Sabía que volvería a ver a Carl y le gustó la idea de charlar con él, pero no quería volver a Oklahoma antes de que la guerra hubiese terminado. Entonces buscaría a ese otro marshal que trabajaba con Carl Webster, el que montaba toros en los rodeos antes de ser agente de la ley. Y pasaría el tiempo con tíos como ellos. Los observaría y aprendería a escupir. Lo de mascar tabaco exigía escupir mucho.
—¿No quiso registrar la casa ni las otras dependencias?
—Era la hora de cenar —respondió Walter—. Tenía hambre, y se marchó… con Honig.
Jurgen pensó que Walter había estado a punto de decir, «con mi Honey».
—Pero volverá —sentenció Jurgen.
—Probablemente. Te conoce. Debiste decirle en algún momento que habías vivido aquí y que tenías amigos.
Jurgen asintió.
—Sí, volverá. Voy a hablar con Helmut —dijo Walter, mirando a los matarifes. Estaban junto a una res colgada cabeza abajo, afilando los cuchillos—. Helmut, Reinhard y Artur, tres hombres excelentes. Te irás con Helmut cuando se vaya.
—¿Voy a vivir con Helmut? —preguntó Jurgen.
—No, te quedarás con la condesa Vera Mezwa. Helmut te dejará en su casa. Voy a Farmington. Llamaré por teléfono para avisar de tu llegada. No creo que le importe cuidar de ti; hacer algo por Alemania en estos momentos tan deprimentes. Le gustará.
—Lo dices como si yo fuera un regalo que le haces para animarla un poco. —Le pareció que Walter sonreía, aunque no estaba seguro—. ¿De verdad es una condesa?
—Es ucraniana. Se casó con un conde polaco.
—Que murió en la guerra.
—Sí, era un héroe. La enviaron aquí y la entrenaron en misiones de inteligencia militar. Es la agente alemana más importante de Estados Unidos.
—¿Cuántos años tiene?
—No lo sé. Es mayor que tú.
—¿Es atractiva?
—¿Y eso qué importa? Te esconderá.
Jurgen pensó que una mujer que se llamase Vera Mezwa, condesa y agente de espionaje, seguramente no sería tan aburrida como Walter. Estaba listo para irse de allí.