Walter entró en la cocina por la puerta lateral y fue hasta el fregadero pensando en Otto, sin dejar de pensar en él desde que intentó localizar su sombrero entre la multitud. Jurgen se quedó con Darcy; lo ayudó a sacar las tres vacas y un novillo del remolque y a meterlas en el redil que había junto al granero transformado en matadero. Darcy estuvo un rato charlando con Jurgen y se marchó con el remolque. Jurgen seguía en el granero y no representaba ningún problema. El problema era Otto.
Cuando entraban en casa sin él, Madi preguntaba en inglés: «¿Dónde está el nazi?». Para ella eran «Jurgen y el nazi». El nazi les exigía a Rudi y a ella que le hablasen siempre en alemán y no paraba de hacerles preguntas, como si fuese un oficial de inmigración, para hacerles hablar. A Rudi no le importaba charlar con él; se sentaban los dos a la mesa de la cocina con una botella de whisky y hablaban de la guerra. El nazi le contaba cómo eran el norte de África y las italianas.
Madi le preguntó a Walter:
—¿Dónde está ése, el nazi?
Walter detectó un brillo de esperanza en los ojos de la anciana. En tono razonable, puesto que era su tía, le dijo que tendrían que esperar a ver si Otto lograba volver de la ciudad.
—Si acude a la policía y dice que se ha perdido, ¿lo encerrarán en prisión? —preguntó Madi—. Deberías haberle puesto un cartelito con su dirección en el abrigo.
De esto hacía un rato.
Unas patatas peladas aguardaban en un cuenco con agua a que Madi encendiese el fuego. Walter notó el olor del cerdo asado en el horno. Llenó un vaso de agua en el fregadero, abrió la puerta del horno y regó el asado. Madi volvió del comedor, donde estaba poniendo la mesa, y lo pilló in fraganti. No era la primera vez. Le preguntó en inglés por qué regaba el asado. Walter dijo que se estaba quemando. Y Madi replicó que si no la creía capaz de hacer un asado. Llevaba casi cincuenta años guisando a diario y jamás se le había quemado un asado.
—¿Quieres que cocine para tus invitados? Pues, sal de mi cocina. Vete con ellos.
Walter se estaba secando las manos con un trapo.
—¿Qué invitados?
—Ha llegado un coche mientras tú regabas el asado.
Walter salió de la cocina, con el trapo en la mano, rodeó la mesa puesta para dos, Jurgen y él, y se acercó a mirar de soslayo por la ventana del comedor. Retiró las cortinas y vio un Pontiac aparcado en la puerta, vacío.
Sonó el timbre.
Mientras pasaba al cuarto de estar, Walter pensó que aquella visita tendría que ver con Otto. Lo han encontrado. Quieren saber si vive aquí. ¿Aquí? No, le comunican —esto era mejor— que vieron a Otto y le dieron el alto, pero echó a correr y tuvieron que disparar; quieren que Walter identifique el cadáver. Son del FBI. Ya le han preguntado si conocía a Otto, y él ha dicho mil veces que no. Quizá esta vez intenten algún truco. Muy bien, él se limitaría a decir, como siempre: «¿Quién?». Y negaría con la cabeza. «Nunca he oído hablar de ese hombre».
Quitó el cerrojo pensando que si le pedían que identificase el cadáver de Otto diría una vez más que no lo conocía. Y no tendría que volver a preocuparse por él, nunca más.
Abrió la puerta.
No venían por Otto.
No, porque vio a Honig a medio metro, sonriente, diciendo: «Hola, Walter». El hombre que la acompañaba se identificó y mostró una placa que llevaba en una cartera de piel —no era del FBI—, con una insignia y una estrella en el interior de un círculo. Su nombre, Carl algo, no le decía nada a Walter. No, por Dios; estaba viendo a Honey por primera vez en cinco años.
Carl miró a Honey y dijo:
—¿Estás bien? —Y miró de nuevo a Walter—. En la vida he visto dos personas más parecidas. Señor Schoen, es usted el vivo retrato de Heinrich Himmler. —Se sacó entonces un ejemplar de la cubierta de Time que llevaba doblado en el bolsillo del abrigo. Lo desplegó. Miró el retrato de Himmler y se lo pasó a Walter—. Esto se publicó hace dos meses. Empieza a parecerse menos a usted. Cada vez se parece más a un cadáver. Creo que no había necesidad de ponerle esas tibias cruzadas debajo de la barbilla.
Walter no dijo ni media palabra. Miró la foto y dobló el papel.
—Es asombroso —comentó Carl, consciente de que Walter seguía doblando la cubierta sin parar, hasta formar un cuadrado pequeño—. Honey me ha contado que es usted el hermano gemelo de Himmler. Ahora que lo veo, señor Schoen, no tengo más remedio que creerlo.
Walter asintió y dijo:
—Es cierto —y miró de nuevo a Honig—. Heinrich y yo nacimos en el mismo hospital de Múnich, el mismo día y exactamente a la misma hora; por alguna razón que no puedo explicar, nos separaron.
—Tenían la misma madre —dijo Carl—. En el caso de que sean gemelos.
—Sí, Heinrich debió nacer de mi madre.
—¿Y qué ha sido de su madre?
—Querrá decir de la mujer que se hace pasar por su madre. Heinrich dijo en cierta ocasión que si el Führer le pedía que matase a su propia madre, como un acto de lealtad incondicional, no dudaría. ¿Por qué? Porque no es su verdadera madre. —Miró a Honig—. ¿Te acuerdas de que hablamos de eso? ¿Qué nos preguntábamos quién sería?
—Muchas veces —dijo Honey.
—¿Ha intentado localizarla? —preguntó Carl.
—Escribí varias veces al hospital de Múnich. Les pregunté si tenían algún informe sobre el nacimiento de Heinrich Himmler. Nunca recibí respuesta.
—¿Su madre no salió del hospital con los dos?
—¿Cómo voy a saberlo yo?
—¿Nunca se lo preguntó?
—Cuando crecí y me enteré de cómo fue el nacimiento de Heinrich ella ya había muerto.
—¿Y no le preguntó a su padre?
—Claro que sí. Y me dijo: «¿Estás loco?».
—¿No recuerda que jugara a dar patadas a las latas con Himmler cuando eran niños?
—Mire usted —dijo Walter—, hay preguntas que no puedo responder. La prueba de que somos gemelos es que tenemos un aspecto idéntico, además de que nacimos el mismo día y a la misma hora.
—Pero usted no se acuerda de él.
—No lo he visto nunca.
—Walter, a mí no me importa que sea usted el hermano gemelo de Himmler. Lo que me he preguntado, al ver su finca, es si tiene intención de engordar a ese novillo que está en el redil. ¿Andará por los cincuenta kilos? Dele seis kilos de maíz al día, mezclado con tres kilos y medio de alfalfa en grano, y a finales del verano habrá ganado otros cincuenta. Conozco a familias de Oklahoma que tienen mataderos y les va muy bien.
Carl cambió el peso del cuerpo al otro pie y se inclinó haciendo fuerza sobre el muslo izquierdo.
—Walter, ¿le importaría que nos sentáramos un momento? Le hablaré de mi negocio con las vacas cuando era muy joven. Tengo una herida de guerra que me molesta cuando paso mucho tiempo de pie. Me pegaron dos tiros, pero logré trincar a ese hijo de puta.
Walter lo miraba de un modo extraño, parecía desconcertado.
A Carl le gustaba cómo se estaba desarrollando el encuentro. Y dijo:
—Relájate, Wally, no era un boche al que me cargué. Era un japo que me apuntaba con intención de matarme.
Honey no dijo nada hasta que se sentaron en el cuarto de estar, decorado con unos muebles tapizados de terciopelo rojo que le parecieron deprimentes. Walter no le quitaba los ojos de encima. Honey dijo entonces:
—¿Por qué no enciendes una luz, Walter? Para que podamos vernos. O abre un poco las cortinas.
—Claro —asintió Walter. Encendió primero una lámpara y luego otra, las dos con bombillas de 25 watios, las que usaba siempre el muy tacaño, según recordaba Honey. Se sentía bien en compañía de Carl. Disfrutaba con sus alardes de ingenio, como cuando se refirió al japo que lo apuntaba con intención de matarle. Se sentaron en un sofá, enfrente de Walter, que se acomodó en una silla en la que había un almohadón de más para parecer más alto; el respaldo, con filigranas de madera, se alzaba como una torre a sus espaldas. Era su asiento de magistrado. Mucho más grande que la silla que tenía Walter cuando vivían juntos, donde se sentaba encorvado junto a la radio. Así continuaría siendo todo si Honey hubiese seguido con él: llevaba el mismo suéter de lana gris abotonado hasta el cuello, el mismo corte de pelo nazi que a ella le pareció tan mono, las mismas… no, las gafas ya no se montaban en la nariz… y sabía que si le dejaba acercarse notaría el mismo mal aliento. Pero no había saludado entrechocando los talones, como hizo en la puerta de la iglesia.
—¿Cómo está tu hermana, sigue siendo monja?
—La hermana Ludmilla —dijo Walter—. Ahora es cisterciense de estricta observancia. No habla.
—Creía que pertenecía a las Hermanas de la Caridad. ¿No es maestra en Detroit?
—Sigue aquí, pero dejó esa orden para llevar una vida muy distinta como cisterciense. Yo la felicité por tener la fortaleza de escoger una vida de silencio y oración.
—Parecía normal —observó Honey—, las veces que la vi. ¿Dejaste que ingresara en esa orden para no tener que volver a hablar con ella nunca más, Walter? Recuerdo que te decía que Jesús es más importante que Hitler.
—Pregúntale por tu hermano —dijo Carl.
Honey seguía mirando a Walter, que no cambió de expresión al oír este comentario. Honey dijo:
—Vimos a Darcy salir de la finca con un remolque de ganado.
—Sí, claro. Darcy Deal es tu hermano. Vino a la carnicería y se presentó; se ofreció a suministrarme carne para el matadero. Tu hermano es un hombre muy directo, ¿verdad?
—Es un ex presidiario —replicó Honey—. ¿Te lo ha dicho?
—Sí, por supuesto. Me pidió una oportunidad para entrar en un negocio legal.
—¿De dónde saca las reses? —preguntó Carl.
Walter se encogió de hombros.
—De los corrales, ¿de dónde si no? Siempre me entrega la factura de compra.
—Supongo que los inspectores les volverán locos con sus requisitos.
Walter volvió a encogerse de hombros.
—Bueno, la carne tiene que pasar unos controles. Es la ley y hay que cumplirla.
Honey interpretó sus encogimientos de hombros como una señal de que no estaba preocupado; podían preguntarle lo que quisieran.
—Un tío al que conocí en un matadero procesaba unas cuantas cabezas ilegalmente entre inspección e inspección. Y vendía la carne rápidamente a los hoteles de Tulsa —dijo Carl.
—¿Es usted agente de la ley? —preguntó Walter.
—Soy un marshal, Wally. No estoy en el FBI.
—Pero ¿podría detener a ese individuo si quisiera?
—No me dedico a eso.
—Sin embargo, ha venido aquí para interrogarme, ¿verdad? Para saber si estoy vendiendo carne en el mercado negro.
—No, señor. Estoy investigando tinglados de estafas. Ford Highland Park, Dodge Main, en Hamtramck, y Briggs Body. El crimen organizado envía a sus hombres a las fábricas a recoger el dinero de las apuestas y a vender fantasías. Me acordé de que Honey vivía aquí y la llamé —explicó Carl.
Honey le estrujó el brazo con las dos manos, sonriendo a Walter.
—Nos conocimos en un tren.
—Honey me dijo que su hermano estaba trabajando para usted… y pensé que me gustaría echar un vistazo a su instalación. He trabajado con vacas. Mi padre tiene una plantación de pecanes.
—¿No me está investigando? —preguntó Walter.
—Sólo me interesa ver cómo procesan las reses. No en este momento. Es casi la hora de cenar. Cuando pueda dedicarme un rato.
Walter seguía observándolo.
—No estoy aquí como marshal —dijo Carl—. El setenta por ciento de la gente, de las amas de casa, compra carne sin cupones y paga lo que pida el carnicero. Al diablo con el precio fijo. Verá, Walter —Carl se tomaba su tiempo—. Yo llevaba un año engordando mis reses. Un día cargué unas cuantas en el camión y las llevé a Tulsa. En el camino de vuelta me paré a tomar un helado. La finca de mi padre no estaba lejos de un campo donde tenían encerrados a algunos prisioneros del Africa Korps. Dicen que se rindieron porque se quedaron sin gasolina. —Se permitió sonreír—. Pero parecían muy a gusto en cautividad. El gobierno les permite realizar tareas de granja. Mi padre contrató a una cuadrilla para recolectar los pecanes; varean las ramas con unas cañas de bambú hasta que caen las nueces. Se traían el almuerzo del campo y se sentaban a la sombra de los árboles a tomar su salchichón, sus encurtidos y sus sándwiches de bratwurst fríos. Yo pasaba por allí de vez en cuando y charlaba con ellos. Les preguntaba: «¿Por qué no os escapáis, qué os lo impide? Podéis esperar a que los guardas se queden dormidos. Claro que aunque lograrais escapar, estaríais de vuelta al día siguiente para cenar. Con todos los alemanes que viven en Estados Unidos, ¿no tenéis algún pariente que os esconda?».
—¿Les invitaba a fugarse para poder pegarles un tiro? —dijo Walter.
—Vamos, Walter. Sólo bromeaba un poco con ellos; intentaba comprender cómo se sentían en cautiverio. Los ves comer como lobos en la sala de despiece tres veces al día y te das cuenta de lo importante que es la comida. Por eso, cuando se fugan, no tardan en dar media vuelta para volver al campo.
—Supongo que algunos —señaló Walter, y a Honey le pareció que se mostraba cauto, que escogía las palabras con cuidado— se fugarán con intención de regresar a Alemania si se les presenta la oportunidad.
—Sé de un piloto alemán que llegó casi hasta México, en el 42. Es el único que me viene a la cabeza.
—Leí en el periódico que dos oficiales se escaparon de un campo —dijo Walter, con la misma cautela—. ¿No fue hace cuatro o cinco meses?
—A finales de octubre —corroboró Carl—. Sí, los pillaron.
Honey notó que Walter se quedaba helado.
—¿Está seguro?
—Se fugaron de Deep Fork. El campo que linda con la finca de mi padre.
—¿Eso está en Oklahoma?
—Sí, lo llaman Deep Fork por un arroyo que pasa por allí. Uno de los oficiales tenía una novia que vivía cerca. Se escabullía del campo para ir a verla de vez en cuando, para follar, ya sabe, y confiaba en que ella los escondiera. Y así lo hizo, durante unos días, pero debió de ponerse nerviosa, metió la pata y los cazaron.
—Yo hablaba de otros dos —dijo Walter—. Según el periódico, los estaban buscando por todo el país.
—Eso vende periódicos —replicó Carl—, pero son los mismos que le digo. Se hicieron unos trajes con los uniformes, para pasar por dos pazguatos cualquiera, y salieron del campo en una furgoneta de reparto.
Walter dijo: «Bueno». Y a Honey le pareció que se daba por vencido. Pero enseguida añadió, como quien no quiere la cosa.
—¿Por casualidad sabe cómo se llaman?
—Ha pasado mucho tiempo —dijo Carl—. La chica tenía un apellido raro; no lo había oído nunca. Y de los otros tampoco me acuerdo.
—¿Y por qué no se dijo en los periódicos que los habían detenido?
Walter no se rendía, cuando podía evitarlo. Honey esperó que Carl le diese alguna explicación, si es que la tenía.
—Creo que al principio pensaron presentar cargos contra la chica, por dar cobijo al enemigo, ya sabe a qué me refiero. Pero como al final los entregó, el fiscal decidió no acusarla, para que los vecinos no le lanzaran huevos y le raparan el pelo. Lo mejor para la chica era que no se hablase más de la fuga. Los periódicos enseguida se olvidaron del caso.
—Y usted vio cómo los detenían —concluyó Walter—. ¿Dónde están ahora?
—En el mismo campo. Uno de ellos pertenece a las Waffen-SS. Son el cuerpo militar de las SS, según tengo entendido. Los otros son los que dirigen los campos de exterminio y meten a la gente en las cámaras de gas. ¿Estoy en lo cierto, Wally?
—¿Por qué me llama así?
—¿Cómo? ¿Wally?
—Mi nombre es Walter.
—¿Alguna vez le han llamado Walt?
—Me llamo Walter.
—Cuando yo le llamaba Walt —dijo Honey—, le daba un ataque.
—¿Nunca ha tenido un apodo? —insistió Carl—. ¿Cómo le llamaba su madre cuando era pequeño?
Honey lo sabía, pero esperó a que Walter respondiera. Walter negó con la cabeza y Honey dijo entonces:
—Su madre lo llamaba Buzz.
—¿Por qué?
—Porque era como un moscardón con su hermana, la que ya no habla. La hermana estaba aprendiendo inglés y le costaba pronunciar «hermano». Su padre nunca le llamó por otro nombre que no fuese Valter.
—Estaba pensando —dijo Carl—. ¿Me ha preguntado si sabía cómo se llamaban los fugados?
Walter vaciló.
—¿Sí…?
—¿Cómo se llaman los dos en los que está usted pensando?
Honey le estrujó el brazo mientras Carl metía la mano en un bolsillo del abrigo.
Creyó que Walter estaba a punto de atragantarse, de sonarse la nariz o de toser, como mínimo de carraspear.
No hizo nada. Se limitó a decir:
—Se lo he preguntado —dijo— porque lo leí hace mucho tiempo. He pensado que si usted me lo decía tal vez me refrescara la memoria. Pero veo que no puede ayudarme.
Se encogió de hombros. Carl se levantó y se acercó a él, con una tarjeta en la mano.
—Aquí tiene mi tarjeta de Oklahoma. He anotado el número de la oficina del FBI en Detroit. Por si recuerda los nombres de esos dos. Ya le he dicho que vivo allí. Los conocía muy bien.