Nueve

El ascensor se detuvo dos veces en el trayecto y se llenó de gente. Otto y Jurgen iban apretujados al fondo cuando llegaron a la planta trece. Otto esperó a que salieran los que estaban delante; todos parecían saber a dónde iban, menos dos ancianas. Vio la entrada del restaurante, los clientes sentados a las mesas dispuestas en hileras hasta las ventanas por las que entraba el sol, y pensó que le gustaría ocupar una de las mesas del fondo, para ver la ciudad, los tranvías, la multitud, algunos uniformes entre el gentío, aunque no demasiados. Llamaban a Detroit el arsenal de la democracia. ¿De veras? Nada indicaba que esa gente estuviese en guerra. Jurgen se había separado de él y Otto lo vio hablando con la encargada. Las dos ancianas salieron por fin del ascensor y se pararon delante de Otto. Tuvo que esperar una vez más. Vio que Jurgen miraba hacia las mesas mientras la encargada señalaba con un lápiz: una mujer guapa, bien peinada… Jurgen se volvió hacia el ascensor, levantó la mano para indicarle: Halt, y negó con la cabeza. Otto dio media vuelta y entró de nuevo en el ascensor.

Jurgen había visto a alguien a quien no esperaba encontrarse allí, a quien no quería ver, y con eso bastaba. Regresaba sin traslucir ninguna emoción. Las dos ancianas le cerraban el paso. Otto vio que la puerta del ascensor se cerraba mientras la ascensorista negra giraba la manivela del control circular y anunciaba: «Planta catorce. Salones de belleza, Salón Hudson’s Americana y Barbería para ejecutivos. Oficina de empleados, cafetería de empleados y hospital de la Compañía J. L. Hudson».

Otto le preguntó:

—¿Dónde están los libros?

En el entresuelo, mesas y más mesas repletas de libros, en su mayoría de autores estadounidenses. Otto reconocía que los norteamericanos escribían la mayor variedad de libros entretenidos, novelas de esas que hacen al lector pasar las páginas sin parar. Uno de sus favoritos era el de ese caballero presuntuoso que llamaba a su amigo «mi buen amigo». También le gustaba el autor que escribía esas historias redondas, ambientadas en España y en África, no en el norte de África sino en África oriental, donde el americano alto y apuesto que está de safari en compañía de su esposa se «asusta como un conejo» al ver que un enorme león herido se le acerca. Otto y Jurgen habían leído esa novela en el campo de prisioneros de Oklahoma. Jurgen no entendía por qué la mujer se enfadaba con el pobre hombre y lo insultaba tanto. Otto dijo: «Porque resultó ser un cobarde». Jurgen respondió: «Pero él no se dedicaba a matar leones». Y Otto le replicó entonces: «¿Y qué le dice el cazador blanco de ojos azules y fríos?: “En África ninguna mujer se libra de un león y ningún hombre blanco sale corriendo”». A Otto le gustaba que la mujer utilizase la cobardía del marido como excusa para acostarse con el cazador blanco, Robert Wilson, que cuando iba de excursión siempre llevaba una cama doble, anticipándose al extraño comportamiento de las americanas. Y le gustaban también las armas; el cazador blanco llevaba una enorme Gibbs del 505, y la Mannlicher del 6,5 con la que la mujer se cargó a su marido cuando él ya había redimido su culpa y ella se dio cuenta de que lo había perdido. Le pegó un tiro a Francis Macomber «cinco centímetros por encima de la nuca, ligeramente hacia un lado». Él la llamaba Margot. Otto se imaginó tomando una copa con Margot, sonriendo, brindando con ella.

Llegó a una mesa llena de ejemplares verdes y dorados de un libro titulado Por siempre ámbar, algunos expuestos en vertical. La mujer de la cubierta lo miraba de frente, con los hombros desnudos, aunque no dejaba ver gran cosa de sus pechos. Otto vio entonces que una joven lo observaba desde el otro lado de la mesa mientras él contemplaba a la mujer de la cubierta, que debía de ser Ámbar, pese al aspecto inocente que le daban los rizos dorados.

—Ámbar St. Claire —dijo la joven. Y acto seguido recitó—: Utiliza su ingenio, su belleza y su valor para… bueno, convertirse en la amante favorita del alegre Carlos II.

Otto levantó la vista hacia la joven de traje negro y pantalones, mucho más interesante que la de la cubierta del libro; ésta andaba buscando algo.

—¿Es un buen libro? —preguntó.

Su acento no le hizo vacilar.

—¿Lo prohibieron en Boston y tú no lo has leído?

—No —dijo Otto. Y sonrió. Se sentía muy bien y no podía dejar de sonreír.

La chica llevaba gafas redondas de montura negra y fina, los labios pintados de rojo, ninguna joya, ni blusa bajo la chaqueta ceñida, muy ceñida, del traje negro y caro. Era alta, muy joven, sin llegar a ser infantil; el pelo oscuro y limpio le llegaba hasta los hombros. Le gustaron la soltura y la elegancia de aquella muchacha que según él andaba buscando algo.

—¿Te gusta Vicki Baum? —preguntó ella—. Acaba de publicar Una vez en Viena

—Creo que nunca he leído un libro escrito por alguien que se llamara Vicki. —La chica se apartó el pelo de la cara con las puntas de los dedos. Llevaba las uñas pintadas de rojo brillante, y a Otto le gustó el estilo de este gesto tan simple. Se volvió entonces para coger un libro de la mesa que tenía detrás y se acercó a él diciendo:

Re-educar Alemania, de Werner Richter. ¿Conoces a Richter?

—Era un pre-nazi, de Weimar. De los viejos tiempos. —Y añadió—: ¿Cómo te llamas?

—Aviva Friedman.

—¿De veras? ¿Eres judía?

—¿Y tú un nazi alemán?

—Soy oficial de las SS —respondió, con ganas de sonreír.

—¡Madre mía! —exclamó Aviva.

Y entonces Otto sonrió, sonrió porque se sentía de maravilla hablando con aquella mujer, con aquella joven que se proponía algo.

—Me recuerdas a una mujer a la que conocí en Bengazi. Era italiana. —Volvió a sonreír, se quitó el sombrero y lo dejó encima de los ejemplares de Por siempre ámbar—. Me enamoré de ella.

—Eso está bien. Los italianos están de vuestro lado —dijo Aviva.

—Pues no nos han servido de nada.

—Pareces mucho más joven sin el sombrero.

—Soy joven, y estoy libre —dijo Otto, mirando el reloj—, hasta dentro de hora y media. A esa hora tengo que volver al recinto.

Ella lo miraba fijamente.

—Eres un prisionero de guerra alemán.

—Y si se lo dices a alguien, te echaré encima a la Gestapo. Ya te he dicho que soy de las SS.

—¿Has enviado gente a los campos de la muerte?

—Estuve con Rommel, en el norte de África, al mando de los tanques.

—¿Y la chica italiana a la que crees que me parezco estaba allí?

—Sí, en Libia. Era una enfermera del hospital. Me vendó el pecho, cuando me quemé, y me enamoré de ella.

—Eres como ese personaje de Adiós a las armas, no recuerdo su nombre.

—Frederic Henry —apuntó Otto—. ¿Y tú estás segura de que no eres italiana?

—Ya sabes que la enfermera en la vida real no era inglesa, como en el libro —dijo Aviva.

—No, creo que era polaca.

—Adivino qué libro te gustó —dijo Aviva—. Que el cielo lo juzgue. —Pero rectificó enseguida. Se volvió hacia la mesa que tenía detrás y cogió un volumen, diciendo—: No, El prisionero, de Ernst Lothat. —Dio la vuelta al libro para leer la contracubierta—: «Del desembarco en Normandía a un campo de prisioneros en Colorado: la destitución de un nazi». ¿Qué te parece?

—Dime qué te propones —respondió Otto.

—Tengo curiosidad por saber qué lees —replicó ella con desenfado.

—¿Por qué?

—Desde que te vi supe que eras alemán; mejor dicho, supe que no eras americano y supuse que eras un boche.

—No me importa que me llames así.

—A mí tampoco me importa que me llamen judía. ¿Tú que eres, luterano?

—Lo fui en otra época.

—Y cómo llamas a las mujeres que practican esa religión, ¿luteranesas?

—Tú estás tramando algo. Pero ¿por qué te interesa lo que leo?

—Antes dime cómo te llamas.

—Otto Penzler.

—Sólo quería charlar un poco, Otto, nada más. Tienes un aspecto muy interesante. Luego, al oírte hablar, noté el acento y supe que eras alemán. Y pensé: ¡Uau, vaya!, tengo que conocer a este chico.

—¿Por qué crees que no parezco americano?

—No lo sé; hay algo en tu actitud. No te mueves como un americano.

—¿Y por qué quieres conocerme?

Aviva tuvo que pensar un momento la respuesta.

—No vivo aquí. Pero cuando vengo a Detroit siempre vengo a Hudson’s. Me encanta este comercio y su sección de librería; las mesas llenas de libros. Esta vez he venido a Detroit para comprar una copia mecanografiada de una obra de Bertolt Brecht.

—¿Qué obra?

—¿Conoces a Brecht?

—El dramaturgo comunista.

—Ha estudiado a Marx —repuso Aviva—, pero nunca ha tenido carnet del Partido Comunista. ¿Conoces su obra?

Mutter Courage und ihre Kinder. Vi la representación que hizo con Kurt Weill antes de que quemaran sus libros y lo expulsaran de Alemania, Die Dreigroschenoper. La ópera de los tres peniques. ¿A qué se dedica ahora?

—Está en Hollywood. Trabaja para el cine. Ha trabajado con Fritz Lang en Los verdugos también mueren, protagonizada por Brian Donlevy. Es una película sobre el asesinato de Reinhard Heydrich, el alter ego de Himmler. Brecht escribió el relato, no el guión. Cuando escribes un guión siempre tienes a alguien encima, diciéndote lo que tienes que escribir, y a Brecht no se le da bien escribir por encargo. Ahora mismo está preparándose para estrenar su nueva obra. —Guardó silencio y se acercó al extremo de la mesa donde se exhibía Por siempre ámbar, para estar más cerca de Otto.

—¿Puedo confiar en ti? —le preguntó.

—Aviva —dijo Otto, y no pudo contener una sonrisa—. Puedes confiar en mí… puedes hacer conmigo lo que quieras. No llames a la policía y yo no te denunciaré a la Gestapo.

—Dime una cosa. ¿Te han dejado salir un rato? ¿No me digas que te has escapado? Si puedo confiar en ti, puedo ofrecerte trabajo. Traducir al inglés la obra de Brecht.

—¿Cómo se llama?

El círculo de tiza caucasiano.

Der kaukasische Kreidekreis —murmuró Otto—. ¿De qué trata?

—No tengo la menor idea. Creo que está basada en una obra de teatro china de hace cinco o seis siglos, El círculo de tiza.

—¿Eres amiga de Brecht?

—No, un tío con el que tengo negocios y está en el ejército estuvo husmeando en Hollywood y conoció a Brecht. Creo que Brecht le vendió algo. Se conocieron en su casa, tomando una copa, en una especie de fiesta. Había un ejemplar de la obra de teatro encima de la mesita del café. Brecht se emborrachó y se fue a la cama.

—¿Sí? —dijo Otto, empezando a sonreír.

—Pete no le había quitado ojo al manuscrito desde que llegó a la fiesta. Se lo llevó escondido debajo de la chaqueta y me llamó desde el hotel. Me preguntó si me interesaría comprar la obra.

—¿Por qué pensó que podría interesarte?

—Teníamos un proyecto entre manos. Pete trabaja en el transporte militar; es un mafioso de Detroit y lo han llamado a filas. El año pasado me vendió cuadros y otros objetos de arte que él y sus compinches sacaron de contrabando de Francia. Pete se ha quedado con una buena parte del botín de los nazis.

—¿Obras de arte importantes?

—Algunas, pero todas son vendibles.

—¿A eso te dedicas? ¿A comerciar con objetos robados?

—Busco coleccionistas de arte, les enseño mi catálogo y se les pone dura. Vendo a buen precio pinturas que han estado en el Louvre, a gente que vive en Nueva York y en Palm Beach. Aun así gano un montón de dinero y los coleccionistas me adoran.

—¿Cómo entraste en el negocio?

—Mi padre se dedicaba a eso. Era capitán de la marina mercante; ahora está retirado, tiene casi setenta años. Le llamé para preguntarle si debíamos comprar una obra de Brecht que el mundo no conoce todavía. Me dijo que consultara con los coleccionistas de libros, para ver a cuántos podía interesarles. Creo que le gustó la idea. Me dijo: «Ofrécele a Pete quinientos, y no pases de mil en ningún caso».

—¿Y lo conseguiste por…? —preguntó Otto.

—Doscientos cincuenta. Le dije a Pete que le daríamos un porcentaje si decidíamos que nos interesaba. Con ése hay que jugar limpio.

—Si vas a venderla, ¿por qué quieres traducirla?

—Quiero saber de qué trata.

—Podrías acabar en prisión.

—Todo lo que vendo viene de Europa. Es difícil seguirle el rastro. Los chicos de Pete lo traen aquí. Yo no tengo nada que ver con eso.

—¿Y ahora vuelves a casa?

—Estoy pensando —dijo Aviva— que deberías venir conmigo. Podrías empezar la traducción en el barco.

—¿El barco? —preguntó Otto. Para entonces ya amaba a aquella chica.

—Un Chris-Craft de doce metros de eslora. Está amarrado en el puerto de Belle Isle.

—¿Tienes tripulación?

—Yo lo gobierno. Tengo un chico filipino que me ayuda con los cabos y me sirve las copas con chaqueta blanca. Bajaremos por el río Detroit, pasaremos por Ford Rouge y las acerías y llegaremos al lago Erie; una vez allí, ya casi estamos en casa —le explicó Aviva al sonriente Otto—. ¿Has estado alguna vez en Cleveland?

Lo primero que Walter le dijo a Jurgen, cuando entró en el coche fue:

—¿Dónde está Otto? —Estaba ansioso. Buscaba el sombrero de Otto entre la multitud mientras esperaba que se abriese el semáforo. Los coches de detrás empezaron a tocar el claxon. Walter no se movía. Miró por el retrovisor y gritó—: ¡Callad! —Pero arrancó y avanzó muy despacio hasta dejar atrás la gran manzana de Hudson’s.

—Nos separamos —dijo Jurgen.

—¿Por qué? ¿No tenías que vigilarlo?

—Entró en un ascensor sin mí.

—¿Habíais discutido?

—La puerta se cerró antes de que yo entrara. No hay por qué preocuparse, Walter. Vendrá. Da la vuelta a la manzana, estoy seguro de que lo encontraremos.

—Sabía que pasaría algo así. Por eso no quería que os dejarais ver en público; vuestra foto está en todas las oficinas de correos del país.

—Sí, pero ¿acaso nos parecemos a esas almas perdidas? Espero que no.

Walter tardó diez minutos en recorrer varias manzanas en las que estaba prohibido girar, hasta que llegó a una rotonda donde pudo dar la vuelta. Seguía buscando a Otto entre los transeúntes.

—¿Lo ves? No, porque no está. Lo perdiste de vista y se ha esfumado. Lo veremos en los periódicos. «Prisionero de guerra detenido por la policía.»

—Aunque lo detengan, no te delatará. Sabemos que te traes algo entre manos con la adorable Vera y el doctor Taylor, que nunca abre la boca. ¿Por qué no nos lo cuentas?

—A ti te lo puedo contar, pero a Otto no. Me preocupa que se esté volviendo loco.

—Otto siempre ha estado loco —dijo Jurgen—. Por eso le dieron la Cruz de Hierro en el norte de África. Seguro que con un poco de suerte se las arreglará bien. —Jurgen pensaba que a Walter podía contarle casi cualquier cosa—. Otto puede ser encantador cuando tiene una buena razón. No pienso preocuparme por él.

Con Carl Webster en la ciudad la cosa cambiaba.

El tipo implacable no sólo sabía que Jurgen estaría en Detroit, sino que estaba comiendo en el mismo restaurante elegido por Jurgen y Otto. Ni en el Georgian, ni en el Early American, ni en la cafetería del sótano de la que le habló la ascensorista, sino en el Pine Room.

Carl estrechaba el cerco.

¿Cómo lo lograba?

Lo curioso es que a Jurgen no le sorprendió verlo allí. Se sobresaltó un momento, sí, pero no le sorprendió. Sabía que Carl lo encontraría, tarde o temprano.

Se imaginó sentado con el marshal, charlando amigablemente. Un bar sería un buen escenario, un lugar como el Brass Rail, por donde acababan de pasar para volver a Hudson’s. O un club nocturno que había visto anunciado en el periódico, el Bowery de Fran Barbaro. Ofrecían cena por un dólar y medio con actuación de un barítono romántico. ¿Qué más? El local estaba refrigerado.

Algún día, después de la guerra.

Ahora tenía que andar de puntillas y estar atento al siguiente encuentro con Carl.