Honey estaba atónita viéndolos hablar como si ella no estuviese allí: Kevin Dean, el agente del FBI; y Carl Webster, el marshal, algo mayor, aunque no tanto, sentados a la mesa frente a frente, recordando anécdotas de una isla del Pacífico sur llamada Los Negros, donde al parecer los dos habían prestado servicio, pero no al mismo tiempo. Kevin en el Primero de Caballería. Estuvo sólo dos días en tierra, antes de resultar herido por una granada japonesa. Carl en la marina, con el cuerpo de ingenieros, Batallón de Construcción de la Unidad de Mantenimiento 585, herido de bala en dos ocasiones. Le reprochaba a Kevin que hubiese dejado a dos japos ocultos entre la maleza.
Honey estaba sentada frente a la entrada del Pine Room, repleto de clientes a la hora de comer. Al principio los miraba alternativamente al uno y al otro, pero ahora se fijaba más en Carl, un profesional veterano, de facciones angulosas, que aún no había cumplido los cuarenta.
—No entiendo cómo recibiste un disparo, si la isla estaba protegida —dijo Kevin.
—¿Sabes lo que es un Pato? No de los que se comen sino de los que se conducen. Puede circular por agua o por tierra, es una especie de lancha terrestre de diez metros de largo, con neumáticos. Volvíamos del almacén de suministros de Manus, la isla principal, con provisiones y ciento cincuenta cajas de cerveza. Metimos el anfibio en el agua para regresar a Los Negros. Al momento oímos fuego de fusiles, cuatro disparos salieron de la selva y uno me alcanzó. Aquí, en el costado, en la parte más carnosa; fue la primera vez en la vida que me pegaban un tiro. Los dos chicos que iban conmigo se tiraron al suelo, sobre la cubierta. Uno de ellos, George Klein, se había enamorado de Lauren Bacall la noche anterior cuando vimos Tener y no tener en un proyector de dieciséis milímetros. Es esa película en la que Lauren le dice a Humphrey Bogart: «¿Sabes silbar, Steve?». Le dice: «Si alguna vez me necesitas para algo, junta los labios y sopla». El otro se llamaba Elmer Whaley, era de Arkansas; íbamos los dos mascando tabaco. Al recibir el disparo me tragué la bola. Recuerdo que dije: «Chicos, esa selva es muy cerrada. Tenemos que esperar a que vengan a por nosotros».
—¿Ibais armados?
—Teníamos carabinas.
—¿Por si os encontrabais con los japoneses?
—Los de vuestra unidad nos dijeron que la isla estaba protegida, y les creímos. Llevábamos las carabinas para divertirnos un rato, disparando unas rondas. El problema es que estaban en la proa. No podíamos alcanzarlas sin que nos viesen. Pero yo llevaba también mi 38, el que había usado siempre cuando estaba de servicio desde hacía diecisiete años.
—Un 38 montado en un bastidor del 45 —dijo Kevin—, con el cañón recortado.
—Recortado para que dispare como la seda.
—Eso salía en el libro. El mismo revólver que usó tu mujer para abatir a Jack Belmont cuando andaba acechándote —dijo Kevin. Y le preguntó a Honey—: ¿Recuerdas que te lo conté?
—Creo que sí —dijo, no del todo segura.
—Lo estuve investigando —continuó Kevin—. Jack Belmont figuraba en la lista de los más buscados por el FBI en 1934. —Y dirigiéndose a Carl, preguntó—: ¿Era el que tenía un padre millonario?
—Oris Belmont —asintió Carl—, abrió pozos en Glenn Pool, al sur de Tulsa, y se hizo multimillonario. Jack Belmont fue un tarambana desde que nació. Intentó chantajear a Oris, porque tenía una amante. Como no sacó nada con eso, prendió fuego a uno de los tanques de almacenamiento y Oris lo envió a prisión. Cuando salió de MacAlester, empezó a atracar bancos, para demostrarle a su padre que sabía valerse por sí mismo. Nunca sabré por qué la tomó conmigo, pero un día se presentó en casa de mi padre, cerca de Okmulgee. Me apuntó con un 45, yo estaba distraído, y Louly, bendita sea, le pegó tres tiros.
Honey recordó que Kevin se lo había contado, aunque sin mencionar los detalles, como por qué tenía ella el revólver de Carl. Y también le había dicho que Louly era la novia de Pretty Boy Floyd. Pensó que debería leer ese libro que hablaba de Carl.
—¿Y no mató a otro también? ¿A un atracador de bancos? —preguntó Kevin.
—Sí, a Joe Young. Al que llamaban Booger. Se suponía que había estado en la banda de Pretty Boy Floyd, según le contó a Louly, pero no era cierto. Ella estaba casualmente con Joe Young en un bar cuando fuimos a detenerlo.
Honey se preguntó: «¿Cómo que estaba casualmente con Booger?».
Carl siguió diciendo:
—Abrió fuego nada más vernos. No quería volver a prisión. Respondimos y empezó el tiroteo. Louly estaba con él; no tenía nada que ver en el caso. Vio que podía recibir un disparo, porque las balas reventaban puertas y ventanas. Mientras yo intentaba que los agentes de la policía local dejasen de disparar, Louly sacó un revólver de un bolso de ganchillo y se cargó a Joe Young; lo libró de su miseria.
—¿Llevaba un revólver?
—Joe se lo había dado. Le dijo a Louly que le enseñaría a atracar bancos.
Honey no se creía ni media palabra.
—Después le comuniqué a Louly que la Asociación de Banqueros de Oklahoma quería darle una recompensa de quinientos dólares por quitar a su amigo de la circulación. Dijo que Joe no era su amigo, aunque reconoció que había estado enamorada de Pretty Boy Floyd. Lo conoció cuando era una niña, el día en que él se casó con su prima Ruby. Le escribió algunas cartas mientras él cumplía condena en Jeff City. Se inventó la historia de que Joe Young había robado el coche de su padrastro, el de Louly, la secuestró y la llevó al hotel. Yo le aconsejé que se ciñera a esa versión si no quería terminar en la cárcel. Pero entonces la prensa metió las narices: «Chica de Salisaw mata a su secuestrador». Los periodistas empezaron a entrevistarla y pronto salió otro titular: «La novia de Pretty Boy mata de un disparo a un delincuente peligroso». Al cabo de un tiempo, Louly se hartó de que la gente creyera que era la novia de Floyd y no parase de molestarla.
—Y tú te casaste con ella —concluyó Kevin.
—Unos años después. Ahora es instructora de los marines; enseña a disparar una Browning.
—No nos has contado cómo terminó lo del Pato —dijo Kevin.
—Oí que el japo se acercaba entre la maleza. Vi un rostro asiático, con una gorra sucia, que asomaba por la borda. Disparé y él sacó su fusil. Creí que estaba solo, pero entonces vi a otro que también me apuntaba, con la mejilla apoyada en la culata. Conseguí disparar un segundo antes que él y lo abatí. Le di justo entre ceja y ceja.
—¿Y te mandaron a casa?
—Ya había servido a mi país y me había tatuado; me condecoraron con el Corazón Púrpura. A ti también tendrían que habértelo dado.
—Sí, señor. Y me lo dieron. Después me invitaron a entrar en el FBI.
—¿Y nada más? ¿No te dieron una medalla?
—No, porque terminé en un hospital para veteranos.
—A mí me dieron la Cruz de la Marina —dijo Carl—, por cargarme a esos dos japos. Creo que en realidad me la dieron porque en ese momento no pasaba nada, porque la isla estaba protegida, como tú dices.
Carl no vio que Kevin se encogía de hombros. Se volvió hacia Honey.
—Tengo mucho interés en que me hables de Walter.
A Honey le gustaban sus ojos, y cómo la miraba, de un modo tan distinto a Walter.
—Si ya habéis terminado de contar batallitas, ¿qué tal si pedimos la comida? Tengo que volver al trabajo con mi sonrisa de dependienta.
—Esperaba que tuviéramos tiempo para charlar.
—Podemos vernos después para tomar una copa —propuso Honey. Y vio cómo los ojos castaños de Carl se iluminaban.
—Cuéntame cuándo viste a Walter por última vez.
—El día que lo dejé. El nueve de noviembre de 1939.
—¿Te acuerdas de él?
—Casi nunca.
—¿Querrás venir conmigo cuando vaya a verlo?
La propuesta desconcertó a Honey. Se imaginó la reacción de Walter. Walter abre la puerta y Honey está de nuevo en su vida. Parece perplejo. Como mínimo confundido.
—¿Eso quieres? —respondió. Quiso sonreír, pero se contuvo—. ¿Qué os presente?
—Creo que tu presencia le pondrá nervioso —dijo Carl—. Quiero hacerle hablar. Tú te limitas a observar y cuando creas que miente intervienes.
—Supongo que cuentas también conmigo —dijo Kevin.
—El problema es que tú ya has hablado con Walter, y te ha dicho que nunca ha visto a Jurgen y Otto. Creerá que es eso lo que quiero saber y dirá lo mismo. Mi intención es evitar alusiones a esos boches, para pillar a Walter por sorpresa y que confiese sin darse cuenta, mientras Honey lo mira y él se pone nervioso. Pero podrías hacer algo por mí: averigua si Walter está en la carnicería o en la granja.
El pobre Kevin no supo si echarse a llorar o reaccionar con sangre fría, como corresponde a un agente federal. Pensando en la misión dijo:
—Tú no conoces la ciudad.
—Yo sé dónde está la carnicería —dijo Honey—. Dame la dirección de la granja y yo llevaré a Carl.
—De acuerdo —aceptó Kevin, mirando a Carl—, si es lo que quieres.
Honey pensó que Kevin había hablado como un hombre, y miró a Carl como si dijera: «¿Verdad que podemos trabajar bien juntos?». Pero en voz alta dijo:
—¿Comemos o no?
Carl pidió hojaldre de pollo estofado.
Kevin le preguntó a la camarera si sería posible tomar la sopa de queso canadiense, a ver qué más, y un sándwich club tostado, ¿sin mayonesa?
Honey tenía hambre, pero se contentó con una ensalada Maurice. Se imaginaba con Carl a todas horas hasta que él regresara a Oklahoma.