Siete

Salieron de la cocina por la puerta lateral. Jurgen iba diciendo:

—Le he dicho que te estabas volviendo loco y que te escaparías si sigues encerrado en esta casa.

—Este encierro es peor que el campo —dijo Otto—. Walter tiene mucho miedo de que alguien nos reconozca. No me parece posible, a la vista de cómo son las fotos de las oficinas de correos.

—Le he dicho que querías ver lo que han hecho nuestros bombarderos.

—Lo que quiero, con desesperación, es salir de aquí y encontrar algo que hacer hasta que termine la guerra. Y me gustaría hablar alemán, pero tú te niegas porque te has vuelto muy americano.

—Habla con Madi y Rudi.

—Sí, de las gallinas.

—Ponte delante con Walter. A él le encanta hablar alemán.

—Walter no conversa, suelta discursos. Dice que el mayor ataque de la historia de la guerra moderna, la ofensiva de Las Ardenas, fue un fracaso. Ellos lo llaman la Batalla del Bulge. Es verdad que tuvimos que retirarnos, pero eso no significa que nos derrotaran.

Jurgen lo cazó al vuelo, y dijo:

—No mientras el fuego del nacionalsocialismo siga ardiendo en nuestro interior.

—Walter dice «arda en nuestro pecho».

—Ha propuesto que veamos una exposición de recuerdos de guerra en Hudson’s, unos grandes almacenes del centro de la ciudad.

—¿Pistolas y espadas de samurái?

—Lo que suelen traer a casa los americanos para demostrar que han estado en la guerra. O lo que le compran a alguien si no han estado. Cascos con agujeros de bala. A lo mejor ves tu Cruz de Hierro, la que te quitó ese yanqui. Walter nos dejará allí y pasará a recogernos un par de horas más tarde. Cree que se hará famoso porque se parece a Himmler.

—Y lo dice en serio —dijo Otto—. Con esos quevedos parece el hermano gemelo lunático. Walter está tan loco como Heinrich, pero no es tan malo. Se muere por ser un nazi de verdad, y yo no lo soporto. Jurgen, tengo que salir de aquí.

Fueron andando hasta la fachada posterior de la casa, Otto con su traje nuevo, gris, cruzado, y su sombrero de fieltro ligeramente ladeado, a la antigua usanza. El traje y el sombrero eran obsequios de Walter. Jurgen llevaba una chaqueta de tweed que a Walter le había costado treinta y nueve dólares, y un sombrero de sesenta y cinco.

Allí estaba, junto al coche gris plomo reluciente bajo el sol, su Ford sedán siempre impecable. Mientras se acercaban al coche, Jurgen pensaba en cómo hacer un duplicado de la llave del motor. Aunque en caso de emergencia siempre podría puentearlo.

En Farmington, donde encontraron el tráfico lento habitual del sábado en una ciudad pequeña, Walter enfiló por la avenida Grand River, y les explicó en alemán que la carretera trazaba una línea recta, en dirección sureste, hasta el centro de Detroit. Había treinta y tres kilómetros hasta Woodward Avenue y la Compañía J. L. Hudson. Desde el asiento trasero, Jurgen contemplaba granjas, pastos y campos sembrados en los que aún no asomaba la cosecha. El Ford circulaba a sesenta kilómetros por hora. Poco a poco la vista se fue animando con estaciones de servicio y algunas tiendas, solares con coches de segunda mano al pasar por Eight Mile Road, en la periferia de la ciudad, mientras Walter le hablaba a Otto, en alemán, del racionamiento de la carne.

Jurgen pensaba que si Otto seguía insistiendo en marcharse, tendría que irse con él, para que no se metiera en líos, si es que lograba evitarlo. O dejar que se marchara, si era eso lo que quería, y no preocuparse más por él. Pero antes, al menos, intentaría convencerlo de que debía quedarse y esperar el final de la guerra. Interrumpió sus pensamientos y prestó atención a lo que Walter le estaba contando a Otto.

Estados Unidos producía 12 millones de kilos de carne al año, de los cuales las fuerzas armadas y sus aliados, Inglaterra y Rusia, recibían 4 millones de kilos, lo que dejaba 8 millones de kilos para los 121 millones de consumidores de carne del país, una cantidad equivalente a entre kilo y kilo y medio por semana y consumidor, teniendo en cuenta que los niños y los enfermos comían la mitad. Walter decía:

—El lema de los carniceros es: «Vende o soporta el mal olor». La carne se estropea. ¿Qué pasa si la reservas para los mejores clientes y luego no vienen a comprar? Que tienes que tirarla. Hay que seguir el criterio de que el primero que llega se la lleva. Pero si tenemos carne suficiente en el país para que cada consumidor pueda disponer de un kilo y medio a la semana, ¿por qué hay escasez? Porque los submarinos alemanes torpedean y hunden los barcos que transportan los cientos de miles de kilos de carne destinados a la guerra en Europa, y entonces hay que enviarles más. ¿Y de dónde la sacan? De los 12 millones reservados para los carniceros. Y me obligan a poner el cartel de HOY NO HAY CARNE. El gobierno no quiere que se sepa que los submarinos alemanes son los culpables de la escasez; es secreto militar. Para los consumidores es un misterio. Protestan y se quejan: «¿Por qué no hay carne para nosotros? ¿Por qué estamos regalando nuestra carne a los rusos?».

»Ve a un restaurante caro o a un club nocturno y pide un filete. No te desmayes si te digo que te costará siete dólares. ¿Crees que hay gente dispuesta a pagar ese precio por un filete del costillar? Pues sí, porque algunos están ganando mucho dinero en las fábricas de armamento. Comen hasta tres veces al día. Puedes comprar carne en el mercado negro casi en cualquier parte. ¿Un corte del cuarto delantero a treinta y un céntimos el medio kilo como tope? Si lo quieres de verdad, llegas a pagar setenta y cinco centavos. Si pagas el precio, no tienes que entregarle al carnicero los cupones de la cartilla de racionamiento. A la gente no le parece mal comprar la carne en el mercado negro. Pasó lo mismo durante la Ley Seca; la gente bebía alcohol ilegal porque el gobierno no era quién para decir si podía beber o no.

—¿Y qué pasa si te cogen vendiendo carne en el mercado negro? —preguntó Jurgen.

Walter lo miró por el retrovisor.

—El gobierno te pone una multa, te cierra el negocio por algún tiempo; treinta o sesenta días. Si quieren pueden cerrarlo hasta que termine la guerra.

Walter hablaba con Otto en alemán y con Jurgen en inglés.

Los llevó hasta el final de la avenida Grand River, se detuvo en un semáforo en Woodward, donde les esperaba el centro de la ciudad: multitudes cruzaban en ambos sentidos por delante del coche; la gente esperaba el autobús en las aceras, o en las zonas de seguridad para los tranvías en el centro de la avenida. Y Walter dijo en inglés:

—Ahí está J. L. Hudson. Creo que son los segundos almacenes más grandes del mundo. Ya veis que ocupan toda la manzana. Cuando se abra el semáforo os dejaré en esa esquina, donde veréis el reloj que hay en la puerta de Kerns, otros almacenes, aunque no pueden compararse con Hudson’s. Estaré aquí dentro de dos horas exactas. Por favor, esperadme ahí mismo. Debajo del reloj. —Y dirigiéndose a Jurgen añadió—: Entra en Hudson y pregunta dónde es la exposición. Y tú, Otto, no hables. ¿De acuerdo?

Deambularon entre mostradores de cosméticos y perfumes, de lencería, bisutería, guantes y cinturones de mujer, llegaron a la sección de paraguas y pasaron a otra sección, donde estaban las corbatas y los tirantes de caballero. Jurgen se detuvo y dijo: «Ahí». Señaló un cartel pegado a una columna blanca que se alzaba en el centro del mostrador de las corbatas. Otto también lo había visto.

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LA EXPOSICIÓN DE RECUERDOS DE GUERRA

ORGANIZADA POR EL DETROIT NEWS

Y J. L. HUDSON’S

En el auditorio de la planta 12

—Mira qué orgullosos están —comentó Otto en alemán—, mostrando lo que han robado a nuestros camaradas muertos.

Jurgen volvió la cabeza y vio que una dependienta de Guantes y Cinturones los observaba. Era imposible que hubiese oído a Otto, pero alguien terminaría por oírle si seguía hablando en alemán.

—¿Sabes lo que es un grano en el culo? —preguntó Jurgen—. Pues eso eres tú. Si no quieres ver los recuerdos de guerra, dímelo en inglés. A mí me da lo mismo verlos o no.

—Me gustaría tomar un whisky, grande, y comer en un buen restaurante. Tengo necesidades sencillas —respondió Otto.

—No te muevas —le advirtió Jurgen, y se acercó al mostrador donde la chica vendía cinturones y guantes.

Otto observó a Jurgen mientras hablaba con la dependienta. La chica agrandó mucho los ojos, para indicar que prestaba atención y que respondería a sus preguntas. Y Otto pensó que no le vendría nada mal una chica así, que le consolase un poco, le sonriera, le acariciase la cara y le dijera que haría cualquier cosa por él, cualquier cosa. Llevaba más de dos años sin estar con una chica, desde aquella italiana a la que conoció en Bengazi.

Jurgen regresaba. Otto esperó.

—Los restaurantes están en la planta trece: el Georgian, el Early American y el Pine Room. Elige.