—¿Sabes en qué te has convertido? —le dijo Jurgen a Otto—. En un grano en el culo.
—¿Porque quiero ser alemán y hablar nuestro idioma, y oírlo hablar?
—Te estás portando como un niño.
Otto sólo hablaba alemán con Walter, cuando lo veía, y con la pareja de ancianos que se ocupaba de la casa y que tenía miedo de él. Los ancianos se limitaban a responder sus preguntas, sin entablar conversación.
Jurgen y Otto estaban sentados a la mesa de porcelana blanca, en la cocina, tomando el café del desayuno.
Si se dirigía a Jurgen en alemán, Otto no obtenía respuesta.
Jurgen insistía en que si sólo hablaban inglés e intentaban pensar en inglés tendrían menos posibilidades de ser detenidos.
—Tú quieres salir. Y yo también. Pero si vas por ahí hablando alemán y poniendo esa pose, desafiando a todo el mundo para que se fije en ti, como si dijeras «Miradme, soy el destructor de tanques británicos del desierto…», o lo que sea, nos cogerán. Y si llamas la atención no tardarás en volver al campo.
—¿Quieres que hable en inglés? ¿Por qué no te tomas por culo?
—Se dice: por qué no te vas a tomar por culo —corrigió Jurgen.
Habían pasado dos años en el campo de prisioneros y ahora vivían otro tipo de reclusión. Llevaban meses en una granja que era propiedad de Walter Schoen. La casa se alzaba desde hacía cien años entre pinos noruegos, y tenía manzanos, un gallinero y un granero transformado en matadero, donde sacrificaban el ganado con un rifle del 22. Otto nunca se acercaba al granero. Jurgen no salía de allí; le fascinaban los procedimientos y disfrutaba de la compañía de los tres carniceros que hablaban alemán entre sí mientras cortaban y afilaban, cortaban y afilaban, despiezando la res de quinientos kilos.
Esa mañana Jurgen esperaba la llegada de Walter en su Ford sedán del 41, gris, de cuatro puertas y siempre flamante. El coche se acercó entre los árboles, por el camino que rodeaba la fachada posterior de la casa de dos plantas que cien años antes estaba pintada de blanco. Walter bajó del vehículo y Jurgen corrió a su encuentro.
—Walter, es de la mayor importancia que lleves a Otto a la ciudad. Quiere ver con sus propios ojos la destrucción que ha causado la Luftwaffe. Dice que si no lo llevas tú, se escapará para verlo por su cuenta.
Walter torció el gesto. Siempre lo hacía. Daba igual lo que le dijesen, Walter torcía el gesto.
—Pero si aquí no ha habido ataques aéreos.
—En el campo de prisioneros —dijo Jurgen—, Otto escuchaba los informativos de onda corta desde Berlín. Abrían el programa con la marcha Badenweiler y a continuación informaban de los últimos bombardeos de ciudades y arsenales bélicos en Estados Unidos llevados a cabo por la Luftwaffe.
—¿Y eso es verosímil? —preguntó Walter.
—No, a menos que los bombarderos pudiesen cruzar el Atlántico y regresar sin repostar —dijo Jurgen—. Pero Otto se lo cree. Sabes que si sale de aquí por su cuenta, lo pillarán en unas horas. Dirá a la policía que es miembro de las SS y exigirá que le traten con respeto militar. Otto no conoce las costumbres americanas. Se pondrá arrogante y les contará que se ha fugado de un campo de prisioneros de guerra, alardeará de su hazaña y asegurará que fue muy fácil, pan comido. Dirá que tiene amigos alemanes aquí. Te delatará, Walter, como el piloto de la Luftwaffe delató al hombre que lo ayudó, a Max Stephan, y lo condenaron por traición. Otto podría delatarte sin darse cuenta de lo que está diciendo.
Walter Schoen, que era mucho más adepto al Reich de lo que Jurgen podría llegar a serlo nunca, respondió:
—Tu camarada es un oficial de las SS, uno de los hombres de honor de Himmler, y un personaje de alcurnia. Su familia es de pura raza aria desde hace siglos. No cabe siquiera la más remota posibilidad de que el comandante Penzler pudiese delatar a un soldado alemán. Deja que te diga, además, que pareces muy americano cuando hablas. Mucho más que yo, y eso que yo llevo más de treinta años viviendo aquí.
—Y tú deja que te explique algo sobre Otto —replicó Jurgen—. Se incorporó a las SS porque en ese momento le parecía un honor, le daba estatus. No porque quisiera convertirse en guardián de la pureza de la raza o liderar la cruzada contra los bolcheviques. Así se lo dijo a sus compañeros de las SS. En más de una ocasión ha confesado que nunca se tomó demasiado en serio el adoctrinamiento político. Y yo lo creo. Consiguió engancharse con Rommel y muy posiblemente fue el único miembro de las Waffen-SS que estuvo en el norte de África. Mientras estuvimos en Oklahoma, en ningún momento se hizo el interesante ni se dio aires de nada. Dirigía los Panzer y se le conocía como el Scharfrichter, el ejecutor de tanques británicos. Walter, Otto quiere volver a experimentar la sensación de la guerra. Es un guerrero. Quiere revivir la excitación de la destrucción de Polonia. Quiere ver los edificios que ha destruido la Luftwaffe. Tú dices que eso no ha ocurrido, que todavía seguís esperando a los bombarderos. No sé, tal vez lo que Otto necesita es dar una paliza a algún desgraciado y dejarlo inconsciente. Sería muy capaz, porque la frustración le está volviendo loco. Entonces lo detienen, y Otto lo confiesa todo. Creo que un paseo por Detroit podría aliviarle un poco la tensión, mostrarle cómo viven los americanos para que vea lo parecidos que somos.
Walter Schoen parpadeó, muy confundido, y dijo:
—¿Tú crees que eso es cierto?
Algo muy extraño estaba ocurriendo desde hacía seis meses: la gente acudía a Walter en busca de ayuda.
Primero Rudi y Madi, los dos de setenta y cinco años, buenos alemanes, aunque arruinados. Lo perdieron todo cuando se incendió su casa. Vivían en Black Bottom, el barrio negro de Detroit. Rudi estaba seguro de que fueron los negros quienes prendieron fuego a la casa para que se marcharan de allí. Madi replicaba que fue culpa de Rudi, que se quedó fumando y bebiendo whisky hasta quedar inconsciente. Walter no tenía elección. Eran parientes suyos. Madi era su tía, hermana de su padre. Los sacó de Grand River y los llevó a la granja que había comprado en una subasta. Les dijo que podían vivir allí si se procuraban el sustento, criando gallinas, sembrando un huerto y cuidando de los manzanos, a ver si podían sacarles algún dinero. Les prometió que les ayudaría en estas tareas en cuanto pusiera en marcha el matadero y se mudase allí para supervisar el trabajo.
Estaba trabajando en el granero, decorando el interior con rampas y ganchos para que pareciese un matadero, pavimentando el suelo e instalando el sistema de drenaje, cuando un día se presentó en la carnicería el siguiente: el hermano de Honey. ¡Dios mío! Le tendió la mano y dijo que era Darcy Deal.
—Siempre he querido conocerte, Walter, pero mi hermana, la muy boba, rompió contigo antes de que tuviera la ocasión. Conozco el oficio. En cuanto me soltaron de la cárcel, donde he pasado una temporada por fabricar alcohol ilegal y he aprendido a cortar carne, se me ocurrió venir a verte directamente para proponerte un negocio. ¿Estás preparado? Yo te proporciono toda la carne que puedas vender, te la ofrezco sin dinero de por medio. ¿Cuánto estás pagando por una ternera en estos momentos, unos diecisiete dólares por cuatrocientos kilos? Lo que yo te suministre no te costará nada. Te ofreceré novillos despellejados, sangrados y congelados. Tú sólo tienes que hacer los filetes y venderlos, y nos repartimos las ganancias al cincuenta por ciento.
—¿Y de dónde piensas sacar la carne gratis?
—De los pastos. Pienso robarla.
Walter le preguntó si estaba al corriente de las normas y las regulaciones del gobierno para la venta de carne. Le explicó que la carne debía pasar una inspección y ser aprobada para que le pusieran el sello correspondiente.
Y Darcy le contestó:
—¡Joder! ¿Es que no te das cuenta de lo que estoy ofreciendo? ¡Qué le den al gobierno! Yo te conseguiré toda la carne que quieras para que la vendas al precio que tú pidas, no al que marque el gobierno. Puedes venderla sin que los clientes tengan que entregar los cupones de racionamiento. ¿No tienes amigos alemanes que se mueren por preparar un buen guiso los domingos? ¿No estás harto de que el gobierno te diga cómo tienes que llevar tu negocio? ¿De encontrarte muchos días con que no tienes carne para vender?
—Estás infringiendo la ley —dijo Walter.
—No me vengas con chorradas.
—Podrías ir a prisión.
—Ya he estado allí. ¿Quieres la carne o no?
—¿Cómo piensas matar al animal?
—De un disparo entre ceja y ceja con un 45. Sacude la cabeza, te mira con los ojos torcidos, y cae al suelo.
—¿Hablas en serio?
—¿No hay que matar a la vaca antes de despellejarla?
—Podría enseñarte una técnica que no le revienta los sesos.
—¿Significa eso que aceptas el trato?
Era tentador para Walter. Además de ganar dinero, podría abastecer a Vera Mezwa y al doctor Taylor. Enviar algunos cortes especiales a Joe Aubrey.
—Pero no te conozco —dijo.
—¿Qué coño estás diciendo? Éramos cuñados, tío. ¿No te confié yo a mi hermana? Si te atreves a levantarle la mano alguna vez, vengo y te rompo la mandíbula. No; tú y yo no tenemos de qué preocuparnos. Somos socios. La única diferencia es que tú eres alemán y yo soy americano.
—Bueno… —dijo Walter. Y quiso saber si Darcy había visto recientemente a su hermana o hablado con ella, por curiosidad; se preguntaba cómo le iría a Honey.
—No la he visto ni la he llamado todavía. Ya me pasaré en algún momento para darle una sorpresa.
—Ah, ¿sabes dónde vive?
Y ahora esos dos prisioneros fugados, los que más necesitaban su ayuda. Se presentaban en el peor momento. ¿O era el mejor, si es que estaban llamados a desempeñar algún papel en su destino?
Los oficiales del Africa Korps entraron en la carnicería y Walter reconoció a Jurgen al instante: joven, sonriente, el mismo chico guapo al que había conocido en 1935. A Walter le dieron ganas de abrazarlo… bueno, de estrecharle los hombros de una manera varonil y darle palmaditas en la espalda. De preguntarle por qué había dejado de escribir después de Polonia. Ah, y Otto Penzler, el oficial de las Waffen-SS, ese grupo de elite que bombardeaba los vagones de carga donde viajaban los judíos como si fuesen ganado. Le dijo a Otto:
—Su apariencia le delata, comandante. Nada más verlo entrar por la puerta he sabido que era usted un Schutzstaffeln, deseoso por deshacerse de ese traje que salta a la vista que es un uniforme retocado.
Walter guardó silencio. No pretendía ser descortés con esta alusión al traje, confeccionado en las duras condiciones de un campo de prisioneros, y añadió:
—Aunque debo reconocer que le ha prestado un buen servicio si ha logrado llegar hasta aquí sin ser detectado.
No podía esconderlos en el apartamento de la carnicería. No; ese mismo día de octubre en que entraron en la tienda supo que los llevaría a la granja y los ocultaría allí, por supuesto, hasta que decidiesen algo.
A menos que el destino los hubiese llevado hasta allí… no para que Walter les ayudara, sino al contrario, para que ellos lo ayudasen a él. ¿Por qué no?
Podía explicarles quién era y lo que se proponía hacer sin desvelarlo todo. Hablarles de su misteriosa relación con Heinrich Himmler y su respectiva misión en la historia del Reich alemán, de su destino. Ellos conocían el destino de Himmler. Para entonces seguramente ya había librado a Europa de los judíos y era el sucesor natural del Führer. Walter, entre tanto, seguía escudriñando su porvenir, y sabía que no tendría que ocuparse del problema judío. La prensa de Estados Unidos retrataba a Himmler como el hombre más odiado del mundo. Incluso algunos antisemitas acérrimos a los que Walter había conocido se mostraban muy aliviados de saber que los judíos tenían un lugar adónde ir. Se hablaba de llevarlos a Madagascar. No se podía exterminar a un pueblo entero. Ellos eran cristianos, y debían soportar la cruz de los judíos. Los judíos eran prepotentes, insolentes, se creían más listos que nadie y aparcaban en doble fila en la puerta de los delicatessens de la calle Doce —también en Linwood—, y ¿qué hacían ellos? Nada. Tomarlo a broma. Alguien dijo: «Pero hacen las películas que vamos a ver al cine». Bueno, Walter no iba a verlas. La última película que había visto era Lo que el viento se llevó. Le gustó Clark Gable, el comerciante sin escrúpulos, pero el resto le pareció una pérdida de tiempo. Walter tenía mejores cosas que hacer: trabajar para llegar a ser tan famoso como Himmler, incluso convertirse en un santo nazi. Finalmente decidió que sí, que les revelaría sus planes a Otto y a Jurgen. Eran oficiales del Afrika Korps, héroes de carne y hueso. Les diría que sólo ellos estarían al corriente de su hazaña antes de que ocurriese. Nadie más.
Nadie más, si exceptuaba a Joe Aubrey, que vivía en Georgia; el amigo que tenía una cadena de restaurantes muy populares allí, esa que se llamaba Mr. Joe’s Rib Joints. Aunque últimamente algunos soldados negros del norte «se estaban dando muchas ínfulas», según Joe. Entraban en sus locales y pretendían que los atendiesen, y Joe estaba pensando en deshacerse del negocio. Joe tenía una avioneta, una Cessna monomotor con la que iba a Detroit y en la que llevaba a Walter de paseo y le enseñaba a manejar los mandos. Walter había llegado a considerar a Joe Aubrey su mejor amigo, porque, aunque era americano, nunca dejaba de simpatizar con la causa nazi. Joe venía a Detroit, llevaba a Walter a dar una vuelta en su avioneta, sobrevolaba la ciudad, pasaba por debajo del puente Ambassador haciendo un tirabuzón, entraba en Canadá, y Walter le decía: «¡Qué lástima que no estés en la Luftwaffe, porque eres un as!». Joe Aubrey creía adivinar lo que Walter tenía en mente, aunque no tenía la menor idea de cómo pensaba hacerlo. La perspectiva le resultaba muy estimulante.
—Maldita sea, Walter. No me hagas esperar más.
¿A qué día estaban? Ocho de abril. Aún faltaban doce días.