Cinco

Narcissa Raincrow, la mujer con la que Virgil convivía desde hacía treinta y nueve años, les avisó de que la cena estaba lista. Les sirvió pollo frito con arroz y salsa en la mesa redonda que había en un rincón de la cocina. Narcissa tenía cincuenta y cuatro años y llegó allí con dieciséis, cuando la contrataron como nodriza de Carl cuando la madre de éste, Graciaplena, murió en el parto. Esto sucedió en 1906. Virgil se casó con Grace y la trajo de Cuba cuando terminó la guerra. Bautizaron a Carl con el nombre de su abuelo paterno, Carlos. Narcissa, que estaba soltera, dio a luz un hijo muerto, y podía ofrecer su leche a un recién nacido. El día en que Carl llevó a casa por primera vez a Louly, su mujer, le contó que cuando él dejó de interesarse por los pechos de Narcissa su padre ya había empezado a apreciarlos. Primero la conservó como ama de llaves y cocinera, y finalmente se casó con ella. Según Virgil, Narcissa se parecía a Dolores del Río, sólo que era más gorda.

—He recibido carta de Louly. Puedes leerla si quieres. Siempre contesta a mis cartas —dijo Narcissa.

Carl respondió que hablaba con Louly por teléfono todas las semanas.

—¿Le has contado al agente del FBI que tu mujer es marine? —preguntó Virgil.

—Se lo cuento a todo el mundo. Que Louly es instructora de tiro en una base aérea de marines. Enseña a disparar una Browning desde el asiento trasero de un bombardero sin destrozar la cola del avión. Lo está pasando muy bien.

—Carl echa de menos la guerra —señaló Virgil.

—Podría seguir en el frente si no le hubiesen herido —dijo Narcissa, y dirigiéndose a Carl añadió—: Tuviste suerte, ¿lo sabes? ¿Te ha dicho Virgil que ha llamado el agente del FBI?

—Lo llamé, pero había salido —contestó Carl, que parecía muy ocupado con su arroz y su pollo—. Lo veré mañana.

—¿Cómo es que preguntó por Carlos Webster? —preguntó Narcissa.

Virgil dejó de comer para mirar a su hijo.

—Le dije a Kevin que me llamaba Carlos. Creo que voy a usar ese nombre mientras esté en Detroit.

—Nadie te llama así desde que eras pequeño —dijo Virgil—. Cuando entraste en los marshal empezaron a llamarte Carl. Tú les decías que te llamabas Carlos, y si el jefe no te tranquilizaba te liabas a puñetazos. ¿Recuerdas por qué querías seguir llamándote Carlos?

—¿Porque es mi nombre? —dijo Carl.

—Siempre tan ingenioso —observó Narcissa.

—Para ti era como una china en el zapato —dijo Virgil—. ¿Y sabes por qué?

—Sé lo que vas a decir.

—Porque hace mucho tiempo, ese tarado de Emmett Long te quitó tu helado de cucurucho y te llamó cholo grasiento. Yo te dije que si ese tío supiera leer o escribir, no andaría por ahí atracando bancos.

—Dijo que era medio salvaje por parte de madre —recordó Carl—. Le expliqué que mi abuela era cheyene del norte y le pregunté si el hecho de tener sangre india me convertía en algo más que en un cholo grasiento.

Narcissa miró a Carl y dijo:

—¿No te dan ganas de comértelo a besos?

—Y entonces dijo que éramos unos engendros, yo más que tú. Seis años después de eso, cuando ya llevabas en el pecho la estrella de oficial, le pegaste un tiro por insultar a tus antepasados. Así se lo cuento a los soldados en el bar, los que vienen del campo de prisioneros. Y luego les digo: «¿O fue que el tipo implacable de los marshal liquidó al atracador de bancos por quitarle su helado?».

—Los soldados pagan los chupitos y las rondas de tres por dos —explicó Narcissa, sosteniendo en cada mano una botella de cerveza mexicana fría—. Tu padre se va a ese bar, se pone a contar historias y vuelve a casa fuera de combate.

—Lo primero que cuenta siempre es cómo volaron el Maine y que estuvo prisionero en el Morro, por espía —dijo Carl.

—Y después cuento cómo derribaste del caballo a ese cuatrero a cuatrocientos metros de distancia, con un Winchester.

—¿Te acuerdas de cómo se llamaba? —preguntó Carl.

—Wally Tarwater. Tengo todos los nombres apuntados —respondió Virgil.

—Vi que se estaba llevando las vacas y le advertí.

—Tenías quince años —dijo su padre—. Y los marshal ya querían contratarte.

—Me pareció que manejaba el ganado con mucha soltura.

—Yo te pregunté después si lo miraste cuando lo viste en el suelo. Al parecer bajaste de ese caballo pardo que montabas entonces y le cerraste los ojos. Te pregunté si sentiste lástima de él. ¿Sabes cuál fue tu respuesta?

—Han pasado veinticinco años.

—Dijiste que se lo habías advertido, que si no se marchaba dispararías. Supongo que el cuatrero sólo vio a un chaval encima de un caballo. Después añadiste: «Sí, pero si me hubiera hecho caso no estaría muerto, ¿no crees?». Y yo pensé: «¡Qué piel tan dura tiene este chico!».

Narcissa, que había criado a Carl desde sus primeros meses de vida, dejó las cervezas sobre la mesa y se inclinó para abrazarlo. Le acarició el pelo y dijo:

—Pero es un chico muy dulce, ¿verdad? Ya lo creo que sí; es un bomboncito.

Carl pudo abandonar al fin la jefatura en funciones del distrito Este de Oklahoma y dejar el cargo en manos de un marshal de Arkansas, un veterano llamado W. R. «Bill» Hutchinson. Carl y él habían trabajado juntos siguiendo el rastro de algunos delincuentes y habían compartido muchas botellas de alcohol de destilación ilegal a lo largo de los años, seguros los dos de que el otro le cubría las espaldas. Ese día, en la central, Carl lo veía por primera vez sin una bola de tabaco en la boca, tras su bigote de agente de la ley. Bill Hutchinson le preguntó si estaba seguro de que quería ir a Detroit.

—Ya sabes que allí todavía es invierno. Dicen que hay nieve hasta el mes de mayo.

Carl observaba el rostro anguloso de Bill y las arrugas en las comisuras de los ojos. Algunos agentes decían que Carl se parecía un poco a Hutchinson, que tenía el mismo aspecto, sólo que sin ese bigote anticuado que tanto gustaba al veterano de Arkansas.

—Pienso ir a por esos boches —dijo Carl—. Podemos hacer dos cosas; o das la orden, o pido un permiso sin sueldo y lo hago por mi cuenta. Si decides enviarme, quiero que me des suficientes cupones de gasolina y que me dejes el Pontiac. Era el coche que usaba antes de pasarme cinco meses y medio aquí sentado, con los pies encima de la mesa.

—¿Qué más quieres?

—Dinero para gastos.

—Ya sabes que esos oficiales del norte no se parecen a nosotros. Ni en cómo actúan ni en cómo visten.

—El agente con el que he tratado es de Bixby, de Oklahoma. No sé si sabes dónde está Bixby. Justo al otro lado del río.

—Supongo que respetarás el límite de velocidad de ochenta por hora. No tardarás más de dos o tres días. ¿Puedes decirme dónde piensas alojarte?

No podía, hasta que Kevin Dean le encontrase un sitio.

Mil seiscientos kilómetros de Tulsa a Detroit, pasando por San Luis, Indianápolis y Fort Wayne; de allí hasta Toledo, siguiendo la fila de vehículos que circulaban a ochenta por una carretera de dos carriles, harto de intentar adelantar, hasta que cayó la noche y puso el Pontiac a ciento cuarenta mientras atravesaba la zona de granjas de Indiana, con un bidón de veinte litros de gasolina en el maletero, por si acaso. Salió de Tulsa a las 6.40 h., con la esperanza de hacer el viaje en veinticuatro horas, pero eran las ocho de la mañana siguiente cuando entraba en Detroit desde el suroeste y casi las nueve cuando llegaba al centro de la ciudad y buscaba la calle Lafayette Oeste. Se había hecho un mapa mental de la ciudad. Había memorizado el trazado general de las calles del centro y la sede del FBI, además de algunos hoteles, en previsión de que Kevin Dean no estuviese al corriente de su llegada. Giró en la calle Lafayette y entró en el edificio federal, que lo esperaba exactamente donde suponía.

Kevin lo llevó por las oficinas del FBI, presentándolo a todos como el agente de Oklahoma, el tipo implacable del que tanto se había escrito. Carl sacudía la cabeza ante los comentarios de Kevin, que parecía su agente de prensa. Le sorprendió ver que todo el mundo lo conocía.

Tuvieron que esperar unos minutos para reunirse con John Bugas, agente especial al mando. Lo estaba entrevistando un periodista del Detroit News. Cuando el periodista salió por fin, seguido de un fotógrafo, se acercó a Carl, le tendió la mano y se presentó como Neal Rubin.

—¿Sabía que John Bugas es el mayor de sus admiradores?

—Me está tomando el pelo —dijo Carl.

—Está deseando conocerlo. Le he preguntado si ha leído el libro sobre usted y ha dicho: «De pe a pa». Entonces me preguntó si yo también lo había leído y tuve que recordarle: «John, fui yo quien hizo la reseña para el News y te envié mi ejemplar». De eso hace diez años, y se había olvidado. También le he preguntado qué estaba haciendo el Tipo Implacable en Detroit. Me ha dicho que está sólo de visita. Pero yo estoy seguro de que ha venido tras la pista de algún delincuente en busca y captura o de algún preso fugado, ¿no es cierto?

—No quiero desvelar nada que pueda ponerlo sobre la pista; se me escaparía.

—¿Sabe cuál es mi parte favorita del libro? Cuando apunta a ese tío del Klan, Nestor Lott, y él saca sus dos automáticas del 45. Era un bicho raro, ¿verdad?

—Era una víbora —replicó Carl.

Neal Rubin miró su reloj.

—Se me hace tarde. Almuerzo con Esther Williams en el Chop House, y antes tengo que cambiarme de camisa. —Llevaba una camisa de aire hawaiano—. Compre el News mañana. Hablaré de usted en mi columna.

A Carl no le pareció una buena idea, pero el periodista y el fotógrafo ya se marchaban.

Kevin le contó a John Bugas que Carl había salido de Tulsa el día anterior y a primera hora de la mañana ya estaba en Detroit. John Bugas no pareció impresionado. Le preguntó a Carl qué le hacía pensar que los dos prisioneros fugados seguían en Detroit, en el supuesto de que hubiesen ido allí.

Carl tenía preparada la respuesta:

—Jurgen Schrenk vivió aquí, y no hay noticia de que los hayan pillado. —Le explicó a Bugas que en Tulsa hicieron un buen trabajo para encontrar a Peter Krug, el aviador nazi fugado, y enviar a Max Stephan a Atlanta.

—Eso estuvo muy bien —asintió Bugas—. Creo que alguien que figura en su lista de enemigos extranjeros está ayudando a Jurgen y Otto; la diferencia es que éste no anda alardeando por ahí como ese aviador de la Luftwaffe. Creo que están escondidos en alguna parte, a la espera de que termine la guerra.

Bugas tenía muchas ganas de conocer a Carl, según el periodista, pero a Carl no le daba esa impresión. Se quedó de pie junto a su escritorio desde que entraron en su despacho, como si quisiera que se marchasen cuanto antes. Le deseó suerte a Carl, le estrechó de nuevo la mano y le dijo que si localizaba a los fugados se lo comunicara de inmediato para ver cómo procedían.

—Llame a Kevin; él será su hombre —concluyó.

Cuando se dirigían al vestíbulo, Kevin dijo:

—Tenía muchas ganas de conocerte, aunque no lo parezca. Ayer me pidió que te buscara una habitación en el Statler o en el Book. Y dijo: «Que este hombre vea que lo respetamos».

—¿De veras?

—Cuando empezamos a hablar por teléfono —dijo Kevin—, yo no sabía que eras famoso. He reservado habitación en el Book Cadillac, en Washington Boulevard. Está aquí al lado, y a dos manzanas tienes el Stouffer, la mejor cafetería que conozco. Es incluso mejor que la Nelson’s Buffeteria de Tulsa.

El chico de Bixby estaba resultando mejor de lo que Carl esperaba.

—Pero seguro que aquí no sirven muslo de pollo frito —respondió. Le dijo a Kevin que se registraría en el hotel y dormiría un par de horas—. Llama a Honey y dile que comeremos en el restaurante de su trabajo. A ver si quiere acompañarnos. No tendrá necesidad de ponerse el abrigo.

—¿Y si no puede?

—¿Por qué no?

—Porque esté ocupada.

—¿Con qué? Dile que la esperamos allí.

—¿A qué hora?

—A eso de la una y cuarto. Que te diga dónde nos vemos.

Kevin se coló en un despacho vacío para llamar por teléfono.

El fotógrafo del News estaba haciendo fotos de la vitrina que mostraba a algunos de los fugitivos más buscados por el FBI. Se hizo a un lado, con su gran Speed Graphic, al ver que Carl se acercaba. Carl le saludó con la cabeza. Era un hombre de unos cincuenta y tantos años.

—¿Ha terminado?

—Tengo tiempo. Eche un vistazo si quiere.

Todas las caras de las fotos eran familiares para Carl, y conocía todos los nombres. Allí estaban Jurgen y Otto, FUGADOS DE UN CAMPO DE PRISIONEROS DE GUERRA, los dos con sus rótulos de evasores en busca y captura. Un destello de luz rebotó en el cristal de la vitrina y Carl se volvió al instante, justo cuando el fotógrafo bajaba su cuatro por cinco.

—Como vea mi foto en el periódico tendrá usted problemas.

—Lo he sacado de espaldas. Podría ser cualquiera mirando a los chicos malos. Es imposible identificarlo.

—¿Ha terminado? —preguntó Carl una vez más.

—Creo que sí —respondió el fotógrafo, y se alejó hacia los ascensores.

Kevin llegó minutos después.

—Son las mismas fotos de los archivos del campo —señaló Carl—. Una vez le dije a Jurgen que había salido fatal. Parece que está esperando el fin del mundo. Me contestó que ser prisionero de guerra era terrible al principio. Ésa fue la palabra que usó: terrible. Dijo que había que aprender a aprovechar el tiempo ocioso. Aprender un idioma o algo constructivo. Y yo le dije: «¿Cómo escapar y conocer chicas?». Al parecer se refería a aprender un oficio. Reparar coches, salir del campo y encontrar trabajo en un taller. Creo que por eso no lo habéis encontrado, porque está haciendo algo, trabajando en alguna parte, haciéndose pasar por veterano de guerra. ¿Quién va a preguntarle de qué lado estaba? No parece extranjero y es posible que haya encontrado un empleo. —Carl siguió mirando la foto de Jurgen a través del cristal—. No es fotogénico.

—Parece un fugitivo —dijo Kevin. Eran las fotografías típicas, que no favorecían en nada al personaje—. Pero tiene pinta de ser simpático.

—Teniendo en cuenta que es nazi.

—¿Así es como lo ves?

—No es que lo vea. Lo es.

Kevin rompió el silencio diciendo:

—He hablado con Honey. Pregunta por Better Dresses, en la planta séptima. Honey dice, como si lo estuviera leyendo: «Es un comercio para mujeres de Detroit conscientes de la moda y con criterio propio». Ya te he dicho que me recordabas a ella. Hemos quedado en el Pine Room, en la planta trece. Honey no tiene problema para salir. Ha propuesto que pasemos a las doce por el auditorio para ver la exposición de Recuerdos de la Guerra, si tenemos tiempo.

—¿Qué tipo de recuerdos? ¿Hombres disecados?

—Supongo que lo de siempre. Espadas japonesas y Lugers alemanas, esas pistolas semiautomáticas. En la guerra conocí a algunos que compraban dentaduras japonesas. Los empastes eran de acero.

—Nunca he disparado una Luger —dijo Carl—. Cruces de hierro y brazaletes con la esvástica se encuentran en cualquier campo de prisioneros, sin necesidad de salir del país. No te lo había preguntado, ¿has estado en la guerra?

—En el Pacífico, hasta que intenté esquivar una granada japonesa. La vi venir y se me ocurrió cogerla y lanzarla de nuevo, pero cambié de opinión porque no sabía de cuánto tiempo disponía. Me metí en un agujero.

—¿Dónde fue eso?

—No muy lejos del norte de Nueva Guinea, en una de las islas del Almirantazgo que se llama Los Negros. ¿Has oído hablar de ella?

Carl se paró en seco.

—¿Estuviste con el Quinto de Caballería?

Esta vez fue Kevin el sorprendido.

—¿Has leído algo sobre nosotros?

—Estuve allí —respondió Carl.