Honey telefoneó a su cuñada, Muriel, que seguía viviendo en Harlan County, en Kentucky, para contarle que había dejado a Walter Schoen —ella lo llamaba Valter— y estaba a punto de volver a ser Honey Deal.
—Sinceramente creí que podría cambiarlo, pero sigue empeñado en ser un nazi. No he sido capaz —se explicó Honey.
—¿Y te largaste, sin más? —preguntó Muriel.
—Me largué. Soy libre como un pájaro. ¿Y sabes otra cosa? Ya no tengo que retocarme las raíces cada dos semanas. He pasado un año entero, tonta de mí, haciéndole creer que soy rubia natural.
—¿Y no se ha dado cuenta por otros detalles?
—Cuando Walter quería tema, siempre apagaba la luz antes de quitarse el pijama. Le da vergüenza ser tan flaco, porque se le marcan las costillas, y lo hacíamos siempre a oscuras. Dice que la comida de aquí sólo le da gases. Tuve que aprender a cocinar comida alemana, cenas muy pesadas: sauerbraten con lombarda y salchichas bratwurst. He tenido que controlar el peso por primera vez en mi vida. Walter no cogía ni un gramo. Seguía lleno de gas, sólo que ya no le importaba porque era gas alemán. Soltaba uno y me apuntaba con el dedo como si fuese una pistola. Y yo tenía que fingir que me había matado.
—¿Y te caías?
—Sólo si estaba cerca del sofá. O me tambaleaba y me agarraba a lo que tuviese a mano. La primera vez lo hice porque quise, por hacer el ganso. Pero después, cada vez que soltaba uno y yo lo oía, tenía que fingir que me había pegado un tiro.
—Tú y tu maridito lo pasabais bien.
—Pero Walter nunca sonreía ni se reía. Lo veía apuntarme… —dejó pasar un momento en silencio—. ¿Cómo está mi hermano? ¿Tiene trabajo?
—Darcy ha vuelto a la cárcel. Se metió en una pelea que jura que no empezó él. Le rompieron la mandíbula superior y violó la condicional. Ahora tiene que cumplir la sentencia que le había caído por destilación de alcohol ilegal además de ésta por agresión. Trabaja en la cocina de la prisión, de carnicero, y gana cinco centavos a la hora, mientras yo intento vivir de las propinas. —Puso voz lastimera y añadió—: ¿Y qué hago? Incitar a los chicos para que pidan otra ronda. Esos tíos con los poros llenos de hollín me dicen: «¿Por qué no nos enseñas esas cosas tan ricas que tienes?». Yo pongo los ojos en blanco y actúo un poco. Con eso consigo un pavo y medio. Pero, bueno, quiero saber cómo estás tú. ¿Walter te pegó y eso te hizo abrir los ojos? No has estado ni un año casada con él.
—El día que me largué se cumplía justo un año —dijo Honey—; el nueve de noviembre. Le llevé una bandeja con Limburger y galletas saladas; no come queso americano. Estaba sentado, escuchando la radio con el volumen muy alto. Le dije: «¿Sabes por casualidad qué día es hoy?». Estaba muy atento a las noticias. El ejército alemán había entrado en Polonia como Pedro por su casa. Francia será la siguiente e Inglaterra ya se está preparando. Le pregunté otra vez: «Walter, ¿por casualidad sabes qué aniversario cae en nueve de noviembre?». Y fue como si encendiera un fusible. Me gritó: «Blutzeuge, el día de la sangre nazi, idiota». Se refería al día en que Hitler intentó tomar el poder en 1923, fracasó y terminó en prisión. Pero ese día, el nueve de noviembre, se convirtió después en una fiesta nazi. Por eso lo eligió él para nuestra boda. «El día de la sangre.» Sólo que Walter lo llamó «la noche de la sangre» cuando nos acostamos por primera vez. Le hice creer que seguía siendo virgen a los veinticinco. Se puso encima de mí y fue como un bombardero; tardó menos de un minuto de principio a fin. No se le ocurrió preguntar si yo estaba bien, ni comprobó la sábana; él había terminado. El caso es que yo estaba al lado de la radio, con la bandeja del queso y las galletas, y le dije a Walter: «Qué tonta, yo creía que recordabas el nueve de noviembre como nuestro aniversario de boda». No se molestó siquiera en levantar la vista; me hizo un gesto con la mano indicando que me largara y dejase de molestarle. Lo interpreté como que me daba pie y me largué.
—¿Y no le estampaste la bandeja en la cabeza?
—Lo pensé, pero subí al piso de arriba y cogí mil doscientos dólares, la mitad del dinero que él guardaba en el armario del dormitorio. Creía que yo no lo sabía.
—¿Y te está buscando?
—¿Por qué? ¿Porque me echa de menos? ¿Por lo bien que lo pasamos juntos?
Le explicó a Muriel que ahora que ya no tenía que ocuparse de la casa del Káiser, había alquilado un apartamento en Highland Park y había vuelto a J. L. Hudson’s; «trabajaba con tetas», ayudaba a probarse sostenes a extranjeras gordas que venían a trabajar en el país.
—Con algunas tienes que contener la respiración, porque les canta el ala que no veas. —Le dijo a Muriel que se fuera con ella a Detroit y buscara un trabajo de verdad mientras Darcy cumplía condena. Y luego le preguntó por su madre—: ¿Qué tal le va en la residencia?
—Para mí que no sabe dónde está —respondió Muriel—. Entro, le doy un beso y me mira como si no me conociese. Da mucha pena, porque no es tan mayor.
—¿Y estás segura de que no finge, de que no se hace la «pobrecita»? ¿Te acuerdas de que cuando estuve allí le dije que se viniera a vivir conmigo? Me dijo, ah, hace demasiado frío en el norte. Tenía miedo de resbalar en el hielo y romperse la cadera.
—La otra noche —dijo Muriel— pusieron una película de Errol Flynn y tu madre se puso muy nerviosa. Creía que Errol Flynn era Darcy. —Muriel habló despacio para imitar la voz de la madre de Honey—: «¿Qué está haciendo Darcy en esta película? ¿Desde cuándo se ha dejado bigote?». Pero cuando Darcy va a verla, el único hijo que le queda con vida, no tiene ni idea de quién es. Le conté a Darcy que lo había confundido con Errol Flynn y me dijo: «¿Sí…?». Como si le pareciese lo más normal del mundo. Cree que es idéntico a Errol Flynn, menos por el bigote. Te apuesto a que en este momento se está dejando crecer el bigote en su celda. ¿Tú ves algún parecido entre Darcy y Errol Flynn?
—Puede que un poco —dijo Honey. Y recordó que Walter Schoen le había hecho la misma pregunta. El día en que se conocieron le preguntó a quién creía que se parecía. Muriel dijo entonces que tenía que prepararse para ir a trabajar; cardarse el pelo y rellenar el sujetador. Y Honey se despidió—: Te llamaré pronto.
Esto ocurría en noviembre de 1939.
Colgó el teléfono pensando todavía en Walter un año antes, delante de la Catedral del Santísimo Sacramento, esperándola. Honey salía de misa de once. Walter le compró un ejemplar de Justicia social a un chico que llevaba el tabloide en un saco colgado del hombro. Esperaba entre la gente que pasaba por la calle y, al darse la vuelta, vio a Honey. La miró y al momento se quitó el sombrero.
—¿Te llamas Honey Deal?
—¿Sí…? —dijo ella, sin la menor idea de qué se proponía aquel desconocido.
Él le tendió la mano y se presentó. Valter Schoen, con su acento alemán y una levísima inclinación, y a Honey le pareció que entrechocaba los talones, aunque no estaba segura del todo.
—El domingo pasado —dijo Walter— te vi hablando con una mujer alemana y le pregunté tu nombre. Me dijo que te llamabas Honey Deal. Y yo le pregunté: «¿Qué nombre es Honey? Parece nórdica, con ese pelo tan rubio».
—Soy alemana —dijo Honey—, aunque nacida y criada en Kentucky, en Harlan County.
Se miraron unos momentos. Walter Schoen llevaba unos quevedos pequeños, montados sobre la nariz, las sienes rapadas y el pelo peinado hacia atrás. A Honey le pareció un soldado alemán, a juzgar por las fotos de Adolf Hitler y de sus seguidores que había visto en la revista Life. Walter se parecía mucho a ellos. Se colocó el sombrero, rozando el ala con las palmas de las manos para asegurarse de que quedaba levantada por un lado y hacia abajo por el otro. Honey lo imaginó delante de un espejo hasta conseguir el aspecto perfecto: Walter Schoen con un traje entallado, de cuatro botones, un traje hecho por un sastre, negro y ceñido al esqueleto huesudo. Walter la miraba como si se estuviese formando una opinión acerca de ella, con su ejemplar de Justicia social doblado bajo el brazo.
—Tengo que confesarte —dijo Walter— que desde hace cuatro semanas me paso la misa entera admirando tu pelo rubio. —Estaba muy serio, asintió con la cabeza, y Honey quiso decir: «¿Mi pelo?». Pero él ya había añadido que últimamente no se veía mucho pelo rubio, rubio natural, salvo en los países nórdicos y en Alemania, por supuesto. Honey se tocó la boina para comprobar que seguía en su sitio, cubriendo sus raíces oscuras, mientras Walter seguía diciendo—: Conozco una familia en Múnich que se apellida Diehl.
—¿D-I-E-H-L? —preguntó Honey—. Así escribía mi abuelo nuestro apellido, pero al llegar a Ellis Island, los de inmigración lo cambiaron por D-E-A-L, y con ése nos quedamos.
—Eso es una lástima —protestó Walter—. Pero sigue siendo alemán, porque tú lo eres. Yo tenía catorce años cuando mi padre nos trajo aquí, antes de la Gran Guerra. Abrió una carnicería y me enseñó el oficio. —Se volvió hacia Woodward Avenue y miró hacia el centro de Detroit, a unos siete kilómetros de donde se encontraban—. Sigo teniendo la carnicería; está a sólo unas manzanas de aquí.
—De manera que eres carnicero —dijo Honey. La verdad es que no lo parecía. Era guapo, con un aire extranjero y misterioso, como un profesor, con su acento y sus quevedos redondos—: ¿A cuánto vendes la ternera?
—Esta semana tenemos una oferta especial; un kilo y medio por un dólar. Quiero comprar una planta de envasado de carne cerca del Eastern Market, donde van los ganaderos a vender sus reses. —Le contó a Honey que su padre y su madre estaban los dos enterrados en el Santo Sepulcro, y que su hermana mayor era monja, la hermana Ludmilla, y daba clases de cuarto grado en el Santísimo Sacramento, una escuela que había en Belmont, detrás de la catedral.
—Es la única familia que me queda en América —dijo, y se interesó entonces por la familia de Honey, por los Deal—. ¿Tus antepasados son todos alemanes?
—Sí, todos —respondió Honey, sin mencionar que la abuela de su padre era húngara, una gitana que había ahorrado dinero y le dejó a su nieto lo suficiente para comprar una mina de carbón con la que se arruinó. Aseguró que toda su familia era alemana de pura cepa, porque eso era lo que Walter deseaba oír y porque no le importaba que él fuese carnicero. Su hermano Darcy también lo era, en la cárcel. Le gustó el aire misterioso de Walter, muy distinto de los chicos de Harlan County. En Detroit había un montón de fanfarrones del sur que trabajaban en las fábricas. Si Walter tenía catorce años en vísperas de la Gran Guerra, debía tener treinta y ocho el día en que se conocieron.
Walter le contó que cuando su padre decidió venir a América con la familia, apenas unos meses antes de que estallara la guerra, él se enfadó mucho. Le faltaban sólo tres años para entrar en el cuerpo de granaderos del ejército alemán.
—¿Tenías ganas de combatir contra los americanos?
—No pensaba en quién era el enemigo. Sólo quería servir a la patria.
—Querías llevar un uniforme —dijo Honey—, con una pica en el casco. Pero podrías haber estado entre los veinte millones de muertos o heridos en esa guerra.
Walter hizo una pausa, sin dejar de mirarla.
—¿Cómo sabes eso?
—Leo —respondió ella—. Leo Life y muchas otras revistas. Leo novelas, algunas sobre la guerra, como Over the Top, de Arthur Guy Empey; y mi padre me contó cómo fue. Lo gasearon en el frente occidental. Tenía una forma de hablar muy divertida, era muy tosco hablando. Pero era muy gracioso. —Reflexionó un momento y añadió—: El pozo en el que trabajaba se inundó y murió ahogado.
—¿Y sabías que el año siguiente a la guerra murieron otros veinte millones de personas?
—Por la gripe española —asintió Honey—. Se llevó a mis hermanas y a mi hermano, que era un bebé. Mi hermano mayor vive todavía. Ha trabajado en las minas, pero tiene otros intereses. —No mencionó que Darcy estaba en prisión.
—Eso significa que hay buenas maneras de morir y otras menos deseables —sentenció Walter—. Morir como un héroe o asfixiarse en la cama de un hospital.
Honey miró a la catedral, que se había quedado vacía. Walter se ofreció a llevarla a casa en coche. Ella dijo que vivía a sólo unas manzanas de allí, en Highland Park, y que le gustaba pasear. Notó que él quería continuar la conversación cuando ella dijo que era una ventaja haber nacido en 1900.
—Uno siempre sabe qué edad tenía cuando ocurrieron determinados hechos históricos. Sé que Adolf Hitler tenía treinta y tres años cuando empezó a cobrar relevancia. Si te gusta leer, seguramente hayas oído hablar del famoso golpe de Estado en Múnich. Yo tenía veinticinco años cuando se publicó Mein Kampf, y lo leí un poco después, de principio a fin.
—¿Te gustó?
Walter se quedó mudo.
—¿Si me gustó…?
—¿Y todos los acontecimientos importantes que recuerdas ocurrieron en Alemania?
—Tenía treinta y dos años cuando Roosevelt fue elegido vuestro presidente.
—¿Y no es también tu presidente?
Honey pensó que podía pasarlo bien con Walter. Le gustaba discutir, sobre todo con personas que se tomaban muy en serio las cosas más extrañas y juraban que eran ciertas. Como los que leían Justicia social, un tabloide escrito por un sacerdote al que Honey había oído por la radio, el padre Charles Coughlin. Tenía una voz de lo más almibarada, pero siempre hablaba de la conspiración de los judíos, que eran banqueros internacionales o comunistas ateos, las dos cosas.
—Sí, por desgracia es el presidente —dijo Walter, como si estuviese a punto de emprenderla contra Roosevelt, por quien Honey había votado en las elecciones del 36 para que no venciera Alf Landon, un republicano aburridísimo. Honey miró su reloj.
—Lo siento, Walter, pero tengo que salir pitando. Voy al centro, al cine, con una amiga. —El lugar favorito de Honey para discutir era un bar, con tabaco y un whisky de centeno con soda, no la puerta de una iglesia.
—Espera un momento, por favor —dijo Walter, poniendo una mano en su brazo desnudo—. Tengo que preguntarte algo. ¿Se te ocurre a quién me parezco?
Como si le leyera el pensamiento.
—Tal como me miras, tengo la impresión de que intentas recordar su nombre —dijo Walter.
—La verdad es que sí. Es uno de los mandos nazis, creo que uno de los más cercanos a Hitler. Vi una foto suya en Life hace un par de semanas.
—¿Sí…?
—Iba con uniforme y botas negras. Llevaba unas gafas como las tuyas, montadas sobre la nariz. Es la primera vez que veo unas así de cerca. ¿Hacen daño?
—En absoluto —dijo Walter.
—En la foto aparecía pasando revista a un grupo de soldados muy jóvenes, formados en posición de firmes; iban todos en traje de baño.
Walter asintió y empezó a esbozar una sonrisa. Debía de haber visto la misma foto de la que hablaba Honey.
—Los chicos metían tripa para aparentar que estaban en forma —dijo ella.
—Están en óptima forma, en la mejor de las formas —replicó Walter, esta vez con frialdad—. ¿Sabes cómo se llama o no?
Sí, Honey lo sabía, pero no lograba recordarlo en ese momento, porque Walter la miraba fijamente y parecía tomárselo muy en serio. Pensó: Heinrich…
Y dijo:
—Himmler.
Walter relajó su expresión y dijo entonces:
—Estoy de acuerdo, si me lo permites. Ése es el hombre con el que tengo un parecido extraordinario, Heinrich Himmler, Reichsführer, el máximo rango de las SS.
Era cierto, su parecido con Himmler era asombroso: el bigote ralo, la misma nariz recta y las lentes diminutas apoyadas en la nariz.
—Walter, creo que te pareces a Himmler hasta el punto de poder ser su hermano gemelo —dijo Honey.
—Eso me halaga mucho.
Dio la impresión de que sonreía… pero no, algo le pasó por la cabeza. Apartó un momento los ojos de ella, volvió a mirarla y bajó el tono de voz, de tal modo que lo que estaba a punto de decir quedase entre ellos.
—Heinrich Himmler nació el siete de octubre de 1900. El mismo día que yo.
—¿De veras?
—En el mismo hospital de Múnich.
Ahora sí que estaba impresionada, y exclamó:
—Uauu. ¿Crees que hay alguna posibilidad de que de verdad seas su gemelo?
—El mismo hospital, el mismo día, la misma hora de nacimiento y, como ves, el mismo aspecto físico. Lo que yo me pregunto es: si Heinrich y yo somos de la misma sangre y nacimos de las entrañas de la misma mujer, ¿por qué nos separamos?