21

Espartaco alzó la vista al cielo, que estaba cubierto de negros nubarrones. No tardaría en empezar a llover y, a esa altura, incluso podía granizar o nevar. El tracio no era el único que se había fijado en las nubes. Los hombres miraban nerviosos el cielo mientras susurraban descontentos. «Maldita sea. Hemos tenido varias semanas de buen tiempo. ¿Por qué debe cambiar ahora?» Espartaco se negó a creer lo que pensaban sus tropas: que los dioses estaban enfadados. «El plan es bueno. Funcionará.» Esas fueron las últimas palabras que Ariadne le susurró al oído esa mañana antes de partir.

No obstante, Espartaco era consciente de que su suerte pendía de un fino hilo. Si no quería que cundiera el pánico, sería mejor que hablara con los esclavos. Y la maldita lluvia debía esperar o no habría ninguna batalla. Las patrullas de reconocimiento del enemigo habían venido y se habían ido hacía mucho rato. Léntulo ya debía de estar al corriente de la ubicación de los esclavos, pero si el terreno se convertía en un lodazal, no daría la orden de avanzar. Solo un idiota lucharía en tales condiciones y Espartaco dudaba de que un hombre que había llegado a cónsul fuera un idiota. Espartaco confiaba en que Léntulo fuera tan arrogante como Craso, que tuviera ese abrumador sentido de la superioridad de los romanos que le condujera a pensar, pese a los éxitos cosechados por los esclavos, que un gladiador fugitivo solo podía trazar un plan de batalla rudimentario. Si Espartaco mostraba de esa manera todos sus efectivos, ¿qué otra cosa podía pretender sino librar una batalla campal?

«Funcionará —se dijo Espartaco—. Carbo logrará bloquearles el paso en el desfiladero y mis hombres resistirán la acometida. Pulcro y Egbeo caerán sobre ellos cuales martillos de Vulcano y las tropas de Castus y Gannicus también vencerán.» Espartaco se volvió a hablar con sus tropas, que le brindaron una gran ovación. Levantó los brazos en señal de agradecimiento y, en cuanto cesó el clamor, les habló del coraje que habían demostrado al decidir seguirle en el ludus o al abandonar a sus amos. También alabó sus esfuerzos y sudores durante el arduo entrenamiento bajo la mano férrea de Navio.

—Para ser romano, Navio no es mala persona —bromeó y sonó una carcajada general.

El ambiente se relajó en cuanto el líder empezó a pasar por las filas recordándoles las increíbles victorias que habían obtenido, empezando por el modo en que él y otros habían conseguido escapar del ludus pese a haber sido traicionados, pasando por la manera en que lograron la misión imposible de derrotar a los tres mil soldados de Glabro descendiendo por un barranco y sembrar el pánico en el campamento romano y finalizando por la forma en que triunfaron después contra Furio y Cosinio. Y por si todo ello fuera poco, también habían dado esquinazo a Varinio y, cuando finalmente el pretor dio con ellos en Thurium, aniquilaron a casi todas sus tropas. Y, si bien era cierto que el idiota sobrevivió a la batalla, el Senado le había ordenado que se cayera sobre la espada tras informar de su derrota en Roma.

Los hombres gritaron entusiasmados con cada uno de los detalles que explicaba Espartaco.

El tracio agitó los brazos para alentarles. Era importante fomentar su confianza antes de la batalla. La iban a necesitar.

Cuando cesó el clamor, Espartaco volvió a levantar la vista al cielo. Por obra de algún milagro, los nubarrones habían pasado de largo sin empaparles en su recorrido. La lluvia o el granizo que portaban acabarían cayendo sobre los picos del sur, calculó Espartaco. «Gracias, Gran Jinete.» Desenvainó la espada y señaló al cielo.

—¡Mirad! Los dioses nos favorecen. La tormenta ha pasado de largo.

—¿Hay algo que no seas capaz de hacer? —inquirió una voz.

—Hago lo que puedo, Aventianus —respondió Espartaco con un guiño—. Los hombres rieron divertidos.

«Ha sido un comentario afortunado. Debo recordar dar las gracias a Aventianus después.» Pero en cuanto el pensamiento cruzó su mente, Espartaco se corrigió. «No debo tentar a la providencia. Se lo agradeceré si sobrevive. Si yo sobrevivo.»

Un hombre se acercó al líder para decirle algo al oído.

—¿Cómo dices?

Los esclavos aguardaron en silencio.

La tensión podía palparse en el ambiente. De pronto el viento llevó consigo el inconfundible sonido de las trompetas.

—¡Ya están aquí!

Un escalofrío recorrió las filas de soldados.

Los temores de Espartaco se esfumaron como la neblina matutina con los primeros rayos de sol. Este había sido siempre su objetivo: luchar contra Roma. Aunque no iba a enfrentarse a los romanos en su tierra natal como hubiera deseado, no importaba. Se le había brindado la oportunidad de luchar contra un ejército consular. ¿Qué más podía pedir? «La victoria —pensó—. Eso es lo que quiero. Cualquier otra cosa no me basta.»

Espartaco respiró hondo, echó la cabeza atrás y se dirigió a las tropas a voz en grito.

—Esos hijos de puta son solo diez mil hombres. ¿Cuántos somos nosotros?

—¡Treinta mil! —contestó Aventianus.

—¡Exacto! ¡TREINTA MIL! —bramó Espartaco—. Somos tres por cada uno de esos perros pestilentes. ¡VICTORIA O MUERTE!

Los hombres repitieron la frase casi al instante, que resonó por todas las montañas. ¡VICTORIA O MUERTE! ¡VICTORIA O MUERTE!

Espartaco cogió el scutum y empezó a golpear el borde de hierro con la espada.

—¡Vamos! —ordenó—. Haced lo mismo. Los romanos deben tragar el anzuelo y entrar en el desfiladero sin pensar.

Los soldados que le oyeron sonrieron maliciosos y le emularon de inmediato. Se fueron uniendo más esclavos hasta que el estruendo se propagó como el fuego y olvidaron por un instante el temor infundado por los nubarrones y la incertidumbre del enfrentamiento contra una legión al completo. Algunos hombres empezaron a proferir gritos de guerra hasta enrojecer, mientras que otros comenzaban a moverse y reír eufóricos. Las primeras filas se adelantaron unos pasos, pero los oficiales pronto les obligaron a volver a la formación.

Espartaco no oía semejante algarabía desde que luchó por primera vez contra los romanos en Tracia y su pueblo perdió. Tenía la sensación de que había transcurrido un siglo desde entonces. Ahora contemplaba con orgullo a su ejército de esclavos, que mostraban el coraje de unos guerreros natos. Si al final tenía lugar la batalla, sabía que pelearían. No le cabía la menor duda. Quizás hoy podría borrar para siempre de su mente la vergüenza de la derrota sanguinolenta de Tracia.

Se oyeron varios toques de trompeta furiosos al otro lado del desfiladero.

Espartaco sonrió satisfecho. Léntulo había decidido luchar.

Ahora le tocaba a Carbo aguarle la fiesta al cónsul.

Apostado en lo alto del desfiladero boca abajo, Carbo también oyó las bucinae de los romanos mientras observaba los movimientos de la primera legión que había girado la curva de la carretera. Por delante cabalgaban varios escuadrones de caballería, los mismos que antes habían informado a Léntulo de la posición de los esclavos. De pronto, un gran grupo de jinetes se separó del resto y cruzó el desfiladero. Carbo los contempló alarmado. «En nombre de Hades, ¿qué están haciendo?» Entonces comprendió que querían cerciorarse de que Espartaco no hubiera bloqueado la salida. Léntulo no era ningún tonto, pensó Carbo con la vista fija en la legión. Quizá no fuera esa la única comprobación que deseara realizar el cónsul.

De repente oyó el sonido de varias piedras rodando por la ladera y alargó el cuello para ver qué sucedía. Por suerte estaba tumbado y su perfil no resultaba visible a contraluz para los cuatro, cinco, seis hombres con barba y tez oscura que habían empezado a ascender por la ladera desde el lugar en que estaban las tropas a la espera. Los hombres iban descalzos y ataviados con túnicas de manga corta. Como única arma llevaban unas hondas colgadas del cuello. Carbo había visto una vez en Capua a los honderos baleáricos: eran escaramuzadores rápidos que también realizaban labores de reconocimiento. Estaba claro que habían sido enviados por el cónsul para inspeccionar el terreno en lo alto del desfiladero. A Carbo se le secó la boca de miedo.

Debía acabar con ellos de inmediato si no quería que fracasara el plan de Espartaco y la misión de salvar a Ariadne se convirtiera en una terrible realidad.

Se alejó rodando del borde del barranco y corrió hasta el grupo de soldados más cercano para explicarles la situación. El pánico se apoderó de sus rostros.

—No podemos dejar que escapen o estamos todos jodidos. ¿Lo habéis entendido?

Los hombres asintieron nerviosos.

—Esos honderos se darán cuenta del plan en cuanto suban y vean las rocas apiladas. Debemos matarlos enseguida y fuera de la vista de las legiones.

Un hombre le mostró un arco de caza.

—Yo puedo abatir a dos, incluso a tres.

—Bien —dijo Carbo. «¡Ojalá tuviera a más arqueros!»—. Que sean dos, para asegurar el tiro. Tú te ocuparás de los dos últimos en subir.

Carbo señaló a continuación a otros tres esclavos.

—Nosotros nos esconderemos detrás de esas pilas de rocas. Tú matarás al primer hombre, tú al segundo y tú al tercero. Yo me encargaré del cuarto. Que nadie se mueva hasta que yo lo diga. ¿Está claro?

—Sí —murmuraron.

Carbo ordenó al resto de los esclavos que permanecieran ocultos y en silencio y corrió a esconderse detrás del montón de rocas más cercano al lugar por el que deducía que aparecerían los honderos. Apenas había lugar para esconderse. Carbo rogó que fuera suficiente. De pronto cayó en la cuenta de que el éxito de su plan dependía de que el primer hondero no se percatara del significado de las pilas de rocas. De lo contrario, si adivinaba su propósito y huía, tendrían que perseguir a todos los hombres ladera abajo a plena vista del ejército y se iría a pique toda esperanza de sorprender a los romanos. Carbo notó el sabor de la bilis en la garganta y tragó saliva con fuerza para evitar tener arcadas. Su improvisada emboscada solo funcionaría si los honderos subían hasta lo más alto del desfiladero para inspeccionar el terreno a fondo.

Carbo lanzó una súplica desesperada a Júpiter. «Construiré un altar en tu honor y sacrificaré un toro cada año, el mejor que encuentre, mientras la salud me lo permita.»

Al cabo de un rato oyó varios susurros guturales y se le aceleró el pulso. Trató de mantener la calma mientras apretaba con fuerza la empuñadura de la espada. Miró por encima de las rocas con precaución. Nada. «¿Dónde puñetas se han metido?» Carbo esperó y esperó. La espera se le hizo eterna, pero no debía moverse ni un ápice. El más mínimo ruido alertaría de su presencia a la patrulla de reconocimiento.

Cuando por fin divisó una mata de pelo negro y rizado a unos quince pasos de distancia, parpadeó sorprendido. Aguardó agazapado mientras una cara morena aparecía por la ladera del barranco y miraba con atención de lado a lado. Tras una breve espera, el hondero subió hasta la cima, seguido de dos hombres más. Caminando agachados, comenzaron a aproximarse al escondite de Carbo.

«En nombre de Hades, ¿dónde está el resto? ¿Acaso esperan una señal de sus compañeros para continuar?»

El resto de los honderos apareció al instante, mientras que los tres primeros estaban casi encima de Carbo.

—¡AHORA! —rugió saltando de detrás de la rocas.

Carbo apenas tuvo tiempo de ver las expresiones pasmadas y de oír las maldiciones del último par antes de salir corriendo en pos del trío inicial. Cuando lo vieron, los dos últimos se giraron para darse a la fuga. «¡Zum!» Una flecha pasó por delante de Carbo y se clavó en la espalda de uno de los hombres, que se desplomó con un doloroso gemido.

—¡Apunta al de la derecha! —ordenó Carbo.

Albergando la esperanza de que el arquero le hubiera oído, se dispuso a atacar a la figura de la izquierda, un hombre bajo de pómulos marcados.

La suerte estuvo de su lado. El hondero estaba tan desesperado por huir, que tropezó y cayó al suelo. Carbo se abalanzó sobre él como un animal salvaje sobre una presa. Le golpeó con el gladius y le abrió la espalda desde el hombro hasta la cintura. La sangre salió a borbotones y el hombre emitió un grito agónico que Carbo interrumpió brutalmente clavándole la espada entre las costillas y perforando un pulmón y el corazón. Tras varios estertores, el cuerpo del hombre dejó de moverse.

Carbo arrancó la espada del cuerpo y miró a su alrededor para ver lo que estaba pasando. El arquero no había exagerado acerca de su habilidad. Otro cadáver yacía boca arriba. El primero tenía una flecha clavada en la boca. Carbo miró las rocas que les habían servido de escondite. Todos los honderos habían caído menos uno, el último, que había matado a uno de sus hombres y ahora sostenía una espada en la mano. El hondero dio media vuelta y corrió hacia Carbo gritando a todo pulmón.

Si no lo detenía, Carbo sería el responsable del fracaso de la emboscada.

«¡Zum!»

Una flecha pasó por encima del hombro del hondero y casi le arranca el ojo a Carbo.

—¡Deja de disparar! —gritó y se interpuso en el camino del hondero con la espada levantada.

Pero el hombre no tenía ningún interés en combatir y esquivó a Carbo con la intención de correr hasta lo alto de la ladera.

Carbo soltó una maldición. Se había equivocado sobre sus intenciones.

—¡Acaba con él! ¡Rápido! —gritó y se agachó rogando que la flecha no le diera a él.

Carbo dio un salto hacia delante. La flecha le pasó por encima del hombro y se clavó en la espalda del hondero. El hombre se tambaleó, pero después se incorporó. Soltó la espada, se arrancó del cuello uno de los dos pañuelos que llevaba y se acercó al borde del desfiladero agitando la tela negra sobre su cabeza.

De pronto Carbo se dio cuenta de lo que pretendía hacer. El pañuelo significaba «enemigo a la vista» y si alguien del ejército de Léntulo lo veía, habría fracasado.

Carbo corrió hacia él a una velocidad vertiginosa y le embistió con el gladius en la espalda, levantó el brazo y le arrancó el pañuelo de la mano izquierda. Logró rodear con el brazo el cuello de su víctima y lo arrastró hacia atrás mientras gritaba clavándole la espada más adentro. Los lamentos del hondero pronto se convirtieron en meros gemidos y, al cabo de un instante, había muerto. Carbo arrancó la espada del cuerpo y añadió un nuevo cadáver ensangrentado a la pila.

Miró a su alrededor. Todos los miembros de la patrulla de reconocimiento habían muerto o estaban moribundos. Sus hombres sonrieron victoriosos, pero Carbo no devolvió la sonrisa. No estaba seguro de su éxito. Quizás alguien había detectado la pelea. Se tiró al suelo y se arrastró hasta el borde del desfiladero. Con un nudo en el estómago, examinó la enorme columna romana en busca de señas de alarma o inquietud. Para su gran alivio, no vio nada.

—¿Nos han visto? —preguntó el arquero.

Carbo retrocedió un poco.

—Creo que no. —«Gracias, Júpiter.»

El arquero exhaló un largo suspiro.

—Buen trabajo —dijo Carbo.

—Debería haber abatido al último cabrón con una sola flecha.

—Era fuerte y estaba desesperado —replicó Carbo—. De todos modos, ahora ya está muerto.

Carbo contempló el cuerpo del hondero y reparó en el segundo pañuelo que llevaba al cuello: era de color rojo, el mismo color que el pendón vexilla usado por las legiones. De pronto el pánico se apoderó de Carbo. El pañuelo solo podía tener un objetivo: indicar que no había peligro alguno en lo alto del desfiladero. Si no lo agitaba, los romanos enviarían a más hombres a investigar. Carbo se miró la túnica y soltó una maldición. Estaba empapada de sangre. Se desabrochó el cinturón, se sacó la prenda ensangrentada y la tiró al suelo.

—¡Rápido! Necesito la túnica menos manchada de sangre.

El arquero lo miró con unos ojos como platos.

—Tengo que agitar el pañuelo rojo o los romanos empezarán a sospechar que algo va mal.

Por fin el arquero comprendió la situación y juntos revisaron las túnicas de los muertos. La más limpia era la del hondero que tenía la flecha clavada en la boca. Le desnudaron y Carbo se puso su túnica sudorosa. A continuación, le arrancó el pañuelo rojo del cuello y caminó hasta el filo del precipicio. Con el corazón latiendo como un tambor, levantó el brazo y agitó el pañuelo de lado a lado.

—¡Aquí no hay nada! —gritó en latín emulando un acento extranjero—. ¡No hay ni un alma a la vista!

No detectó ningún movimiento abajo.

Carbo se alegró. Eso significaba que la lucha de los honderos por sobrevivir no había sido detectada. Redobló sus esfuerzos haciendo bocina con la mano para que lo oyeran mejor. Por fin sus esfuerzos se vieron recompensados. Un oficial de una cohorte se acercó a la primera fila seguido de un signifer. Al cabo de un momento, izó y bajó el estandarte varias veces. Después, el oficial volvió a ocupar su posición sin ni siquiera mirar arriba otra vez. Carbo se sintió eufórico.

—¡Lo hemos conseguido! —susurró al arquero.

—Bien hecho, señor.

No acostumbrado a que se dirigieran a él de ese modo, Carbo parpadeó, pero acto seguido sacó pecho orgulloso.

—Será mejor que estemos al acecho por si otro de esos cabrones decide venir a husmear por aquí. Quédate con el resto. Si detectas una piedra rodando, dímelo.

El arquero sonrió en señal de asentimiento.

Carbo inclinó la cabeza y empezó a llamar a los hombres, que recibieron órdenes estrictas de no moverse hasta que él lo dijera.

Los dos mayores temores de Espartaco en cuanto las fuerzas de Léntulo empezaran a cruzar el desfiladero era que Egbeo y Pulcro atacaran demasiado rápido y el alcance de los daños que podría provocar la caballería romana. Los jinetes enemigos se apartaron a un lado para que los soldados pudieran maniobrar y colocarse en posición, proceso que requirió un tiempo considerable. Sentados sobre sus monturas a unos trescientos pasos de distancia, los jinetes parecían inofensivos, pero Espartaco sabía por su amarga experiencia que no lo eran. Había tomado la decisión ponderada de dejar a sus jinetes con Castus y Gannicus porque, a pesar de haber entrenado con intensidad desde que capturaron a los caballos salvajes en las montañas de los alrededores de Thurium, carecían de experiencia en la batalla, por lo que tendrían más posibilidades de éxito si actuaban juntos como un bloque.

Además, Espartaco quería que sus mejores hombres, aquellos que le rodeaban, conocieran la victoria frente al enemigo al completo. Le satisfizo oír la retahíla de insultos que sus soldados lanzaban a los romanos. Como era natural, uno o dos esclavos ansiosos habían lanzado sus jabalinas antes de tiempo, pero el resto mantenía la formación, como prueba fehaciente de que la instrucción que él había iniciado y que Navio había continuado estaba dando buenos resultados y que los esclavos habían dejado de lado la mentalidad de esclavos.

Estaba seguro de que Carbo desempeñaría bien su papel. El joven romano era tan leal como cualquiera de sus hombres, incluidos Atheas y Taxacis. «Gran Jinete, no permitas que Carbo tenga que llevar a cabo la misión que le he encomendado.» A partir de ese momento, Espartaco se olvidó de todo lo demás y se preparó para la batalla. Rememoró en su mente las imágenes de las aldeas de Tracia que habían sido arrasadas por los romanos. Las pilas de cadáveres mutilados. Los pedazos de cuerpos ensangrentados que cubrían el suelo. Las cabezas sin ojos que habían sido clavadas en el suelo sobre las puntas de las jabalinas. Los ancianos que habían sido crucificados en sus casas, las innumerables mujeres que yacían inmóviles como muñecas abandonadas, con charcos de sangre recorriéndoles los muslos, y las pequeñas formas inertes de los bebés cuyas cabezas habían sido machacadas contra las paredes y cuyo recuerdo todavía le daba náuseas.

Espartaco sintió que le embargaba una rabia furiosa. Notaba que le palpitaban los ojos y que tenía el pecho aprisionado por bandas de hierro. Hacía años que no se sentía tan furioso. Había llegado el momento que había soñado, que tanto había anhelado. «La venganza será mía.» Lo único que deseaba hacer era matar, mutilar, aplastar y despedazar a todo hijo de puta que se acercara a su espada.

Llamó a los trompetas.

—Recordad la señal. Tocadla en el momento que os lo ordene. Si la jodéis, os cortaré los huevos. ¿Entendido?

El trío asintió temeroso sin rechistar.

Con un movimiento de la mano, Espartaco les mandó de nuevo a la seguridad de la retaguardia. Echó un último vistazo a las tropas. Las había ordenado en tres filas y organizado en cohortes como los romanos. Casi todos los soldados llevaban pila y la mayoría estaban equipados con un gladius y un scutum y llevaban un casco de bronce con penacho, al igual que los legionarios. Presentaban un aspecto magnífico.

—¡Os miro! —gritó Espartaco—. Os miro, mis soldados, y el corazón se me llena de orgullo. ¿Me oís? ¡DE ORGULLO!

Los soldados le aclamaron hasta quedarse roncos.

—Hoy será la primera vez que luchemos contra una legión al completo. ¡Debemos dar gracias por ello y disfrutarlo! ¡Demos gracias a los dioses! ¿Por qué tenemos que dar gracias?, os preguntaréis. Porque vamos a atacar a esos legionarios y cortarles en pedazos. —Espartaco rio triunfante—. En cuanto Carbo bloquee el desfiladero, comenzará la batalla. Cuando esos cabrones nos ataquen, sonarán las trompetas y diez mil compañeros más saldrán de su escondite y atacarán su flanco izquierdo. Nosotros haremos lo mismo desde nuestra posición. Para cuando acabe el día, os juro que este campo de batalla estará repleto de los cadáveres de los enemigos. Mataréis hasta quedaros sin fuerza en el brazo y todos podréis haceros con buenos equipos. En el campamento romano hay más comida y vino del que podamos consumir y plata suficiente para llenarnos los bolsillos, pero, lo mejor de todo —dijo Espartaco señalando con la sica el águila de plata del estandarte que sobresalía en el centro de las filas romanas—, conseguiremos dos de esos estandartes. ¿Qué mayor prueba podemos tener del favor de los dioses?

—¡ES-PAR-TA-CO! —bramaron los esclavos—. ¡ES-PAR-TA-CO!

Siguiendo el ritmo de su cántico, el líder comenzó a golpear el scutum con la espada.

«¡Pum, pum, pum!»

Entretanto, los soldados romanos avanzaron en silencio, una táctica habitual que solía intimidar al adversario. «Que les jodan —pensó Espartaco y golpeó el escudo con más fuerza—. Que Léntulo oiga mi nombre, que tiemble ante la rabia feroz de mis hombres y que sus soldados se caguen de miedo».

—¡ES-PAR-TA-CO! ¡ES-PAR-TA-CO! ¡ES-PAR-TA-CO!

El tracio sonrió con gesto grave y volvió a ocupar su lugar entre las tropas.

El ruido ensordecedor continuó sin pausa.

Espartaco contempló las líneas enemigas. «Bien. Debe de haber casi unos cinco mil romanos. Carbo actuará en cualquier momento.»

Cualquier otra espera en emboscadas anteriores palidecía en comparación con la de esa mañana. Cada fibra de su ser le instaba a arrojar la primera piedra por el borde del precipicio. Los hombres también estaban ansiosos. Carbo había tomado conciencia de la inmensidad de la tarea y del terrible efecto que tendría, pero sus hombres estaban impacientes por iniciar la batalla y no era fácil guardar la disciplina.

—Tengo instrucciones precisas de Espartaco sobre cuándo atacar, ¿lo habéis entendido? —repitió una y otra vez—. Debemos dividir las legiones en dos. Si atacamos demasiado rápido, dejaremos a Castus y Gannicus con todo el trabajo. Todo depende de nosotros y debemos hacerlo bien.

Al final, los hombres perecieron captar el mensaje y se tranquilizaron un poco. No obstante, Carbo seguía teniendo un nudo en el estómago. Llevaba más de media hora observando a los legionarios mientras marchaban por el desfiladero. A pesar de ser el enemigo, era una visión magnífica, y una pequeña parte de su corazón se lamentaba por no haber podido formar parte de la legión. «Esos capullos no me aceptaron —pensó Carbo con rabia—. Espartaco fue el único que vio algo en mí.» Carbo se volvió para mirar las rocas apiladas, algunas de las cuales eran más grandes que un carro de bueyes. Ese sería su castigo.

Llegó hasta sus oídos el clamor de voces y un estruendo metálico. Carbo levantó la cabeza. No logró descifrar las palabras, pero seguro que eran los hombres de Espartaco. «Que los dioses les acompañen.»

Miró abajo de nuevo y vio que la columna romana se interrumpía. En las siguientes unidades vislumbró el brillo del estandarte con el águila. La segunda legión de Léntulo estaba a punto de entrar en el desfiladero.

—Bien —dijo con voz queda y sonrió, porque ya no era necesario que bajara la voz—. A la de tres… —gritó—. Pasad la orden.

Carbo aguardó a que la orden fuera transmitida a todos los hombres. Al cabo de un momento, los esclavos que se encontraban en el otro extremo del precipicio levantaron las manos en señal de confirmación. Carbo se humedeció los labios con la lengua y apoyó las manos sobre una roca casi de su mismo tamaño.

»¡UNO! ¡DOS! ¡TRES! —bramó.

Con un gran esfuerzo, empujó la roca por el borde del barranco. Pasmado ante la velocidad que alcanzó al instante, contempló a sus hombres hacer lo mismo con multitud de rocas, piedras y losas. El aire se llenó de polvo a medida que los proyectiles golpeaban las paredes del desfiladero y provocaban pequeños desprendimientos de roca. El atronador estrépito hizo temblar el suelo.

Carbo no se detuvo a contemplar el efecto del aluvión de rocas. No era necesario. Seguro que sería devastador. Numerosas ringleras de legionarios estaban a punto de ser exterminadas. Como era natural, sus hombres tenían la vista clavada en el fondo del desfiladero.

—¡No os detengáis! —gritó Carbo—. ¡Quiero más piedras! Tenemos que bloquear ese desfiladero por completo.

—¡Acabad con todos! —rugió el arquero—. ¡Matad hasta al último de esos cabrones hijos de puta!

—¡Muerte! ¡Muerte! ¡Muerte! —corearon los esclavos al tiempo que retomaban la actividad con vigor renovado.

Carbo cerró los ojos un instante. «Que los dioses se apiaden de los pobres mamones de ahí abajo y les concedan una muerte rápida.»

Acto seguido, se puso manos a la obra como el resto.

Cuando las rocas comenzaron a rodar por las paredes de piedra, el estruendo ahogó cualquier otro ruido. Los gritos de los esclavos dejaron de resultar audibles; era como si los hombres de Espartaco estuvieran jugando a abrir y cerrar la boca y a golpear los escudos con las armas en silencio, pero lo que estaba a punto de suceder no era ningún juego. Una enorme nube de polvo cubrió el desfiladero. Romanos y esclavos miraron a su alrededor, los unos horrorizados y los otros encantados. A Espartaco le embargó una enorme alegría. Ese estruendo infernal solo podía significar una cosa: que Carbo había cumplido su cometido.

—¡Esperad! —ordenó Espartaco—. ¡Dejad que el miedo haga mella en el enemigo! Ahora se darán cuenta de que se han quedado solos.

Espartaco lanzó una mirada al valle lateral donde se ocultaban Egbeo y Pulcro con sus tropas y no vio nada. «Bien. Están aguantando con disciplina.»

El alboroto causado por las rocas que rodaban por el precipicio cesó y dio paso al escalofriante sonido de los lamentos de los que habían quedado atrapados entre las rocas sin morir. El desfiladero se llenó de sus aullidos y gemidos. La mayoría pedía que les mataran para poner fin a la terrible agonía de tener las extremidades, la pelvis o la espalda rotas o aplastadas. Los soldados de Espartaco chillaron eufóricos y golpearon los escudos con renovada energía.

Léntulo actuó con rapidez. Consciente de que ese ruido haría cundir el pánico entre los legionarios, ordenó que tocaran las bucinae. Los soldados comenzaron a marchar de forma ordenada y la caballería se desplazó a la derecha, con el claro objetivo de acometer a los esclavos por detrás.

A pesar de que ya había previsto esa posibilidad, Espartaco masculló una maldición. Esperaba que los esclavos de la retaguardia recordaran lo aprendido en la instrucción. Se les había enseñado a sujetar las jabalinas juntas para formar una impenetrable red de extremos de hierro, pero una cosa era la teoría y otra la práctica en el fragor de la batalla. Espartaco se confió a los dioses y ordenó a los trompetas que tocaran la señal de avanzar.

—¡Mantened la formación! ¡Moveos juntos! —Sus palabras fueron transmitidas por toda las filas y los esclavos empezaron a avanzar en bloque.

—¡ES-PAR-TA-CO! ¡ES-PAR-TA-CO! ¡ES-PAR-TA-CO! —rugieron los esclavos.

Estaba demasiado lejos para distinguir la expresión en los rostros de los legionarios, pero Espartaco estaba seguro de que alguno había empezado a temblar. A diferencia de sus tropas compactas, las filas enemigas presentaban varias brechas. «¡Podemos conseguirlo! Gran Jinete, concédeme la fuerza de tu brazo derecho para aplastar a esos cabrones contra el barro del que provienen.»

Un centenar de pasos separaba a los dos bandos. La tensión y el miedo se palpaban en el ambiente. Pese a su bravuconería, muchos hombres morirían. Los esclavos murmuraban plegarias o se animaban entre sí con el semblante serio y las mandíbulas apretadas, pero sin dejar de gritar. De hecho, comenzaron a clamar el nombre de su líder incluso con más fuerza.

«¡ES-PAR-TA-CO! ¡ES-PAR-TA-CO! ¡ES-PAR-TA-CO

Espartaco los escuchó satisfecho. «Quieren luchar. Quieren sangre romana, al igual que yo.»

—Las tres primeras filas, ¡preparad las jabalinas! —gritó.

A su alrededor, miles de brazos se inclinaron hacia atrás y un bosque de puntas metálicas señaló al sol.

—¡Esperad! ¡Esperad! —Espartaco contó los pasos mientras se acercaban a los romanos. Diez. Veinte. Cuarenta. Por fin vislumbró sus rostros. Al igual que sus hombres, tenían la cara tensa, pero no de impaciencia, sino de miedo. La única excepción eran los legionarios alrededor del águila de plata, que sí parecían preparados para la batalla. A lo lejos oyó a los oficiales romanos ordenar a sus hombres que arrojaran la primera oleada de jabalinas.

»¡Ahora! ¡Uno! ¡Dos! ¡Tres! ¡ARROJADLAS! —gritó Espartaco como respuesta.

Los hombres obedecieron y las jabalinas volaron con un zumbido sibilante. En las filas romanas resonó la misma orden y dos gráciles nubes de pila surcaron los aires y oscurecieron el cielo durante un instante. La visión resultaba tan magnífica como aterradora, pensó Espartaco. A partir de ese momento su ejército debería poner en práctica lo aprendido durante la instrucción.

—¡Alzad los escudos! —rugió levantando el brazo izquierdo—. ¡Alzad los escudos!

«Clang, clang, clang.»

Una pared de scuta apuntó al cielo.

Las jabalinas de los romanos retumbaron con fuerza letal contra los escudos de los esclavos. Era inevitable que alguna de las puntas metálicas encontrara una pequeña fisura entre los escudos o bien atravesara la madera endurecida del scutum y el brazo que lo sostenía. Los heridos lanzaron lamentos y maldiciones, mientras que los que salieron ilesos rieron y agradecieron su fortuna a los dioses.

Espartaco estaba ileso. Miró a su alrededor y vio que las bajas eran razonablemente pocas. Cuando examinó a las tropas romanas, llegó a la misma conclusión. El principal objetivo de las jabalinas era clavarse en los scuta para inutilizarlos.

—Si alguien de las dos primeras filas precisa un escudo, que lo pida a las filas posteriores —ordenó—. ¡Avanzad!

En cuanto iniciaron la marcha, los soldados de las primeras filas que se habían quedado desprotegidos solicitaron con rapidez los scuta de sus compañeros.

Hubo otro intercambio de jabalinas y cayeron algunos soldados más. Los dos bandos se encontraban a tan solo treinta pasos de distancia. Espartaco se llevó el silbato a la boca y vio que un centurión hacía lo mismo. Sin embargo, en lugar de tocar la orden de ataque, Espartaco produjo una serie de notas extrañas que provocaron miradas de sorpresa entre sus hombres, pero no entre los trompetas, que soplaron con todas sus fuerzas un agudo «tan-tara-tara». Repitieron el toque dos veces y, al finalizar, el sonido de las trompetas fue sustituido por un largo pitido del silbato de Espartaco, repetido a continuación por sus oficiales.

La llamada fue respondida por el enemigo con un pitido indignado.

—¡A la carga! —ordenó Espartaco.

El tracio comenzó a correr hacia el enemigo, con la vista clavada en los legionarios que devendrían sus primeros rivales. El primero de ellos era un joven de diecinueve o veinte años que lo miraba aterrorizado, mientras que el segundo estaba en la veintena y tenía las facciones duras y la mandíbula apretada, seguramente fuera un veterano. Espartaco se abalanzó sobre el segundo soldado por ser el más peligroso.

De pronto en el campo de batalla se oyó el rugido atronador de miles de gritos de guerra lanzados al unísono y el clamor desvió la atención en la lucha por un instante. El griterío procedía de la derecha de Espartaco y la izquierda de los romanos. «Gracias, Gran Jinete.»

Egbeo, Pulcro y sus hombres habían iniciado el ataque.

Como captaron el significado del tumulto, los esclavos comenzaron a gritar con todas sus fuerzas.

«¡ES-PAR-TA-CO! ¡ES-PAR-TA-CO! ¡ES-PAR-TA-CO

—¡Manteneos juntos! —ordenó Espartaco—. ¡Cubríos las espaldas!

Esas fueron las últimas órdenes que dio. A partir de ese momento, sería imposible que le oyeran. El mundo se cerró alrededor de Espartaco mientras recorría los últimos pasos hasta la primera fila enemiga. Solo era consciente de los hombres que tenía al lado y de los ojos temerosos de los romanos que asomaban por encima de los scuta. El corazón le latía con fuerza y el sudor le irritaba los ojos. Parpadeó.

Espartaco lanzó un grito de guerra y empujó su escudo contra el del legionario de facciones duras. La fuerza del impacto hizo tambalear a su adversario y, antes de que pudiera replicar, le clavó la sica en el cuello. La hoja de la espada atravesó músculos y cartílago hasta clavarse en la espina dorsal. Cuando arrancó el arma, el soldado aulló de dolor, pero el grito fue interrumpido por el torrente de sangre que le brotó de la parte posterior de la garganta.

Espartaco observó movimiento con el rabillo del ojo y se agachó de forma instintiva. En lugar de arrancarle el ojo con el gladius, el romano le dio una estocada en el penacho del casco de bronce. Aturdido, el tracio se tambaleó hacia atrás. La hoja de hierro estaba clavada en el metal del casco y el romano zarandeó la cabeza de Espartaco de un lado a otro mientras trataba desesperado de arrancarla. El tracio no tenía intención alguna de desabrocharse la cinta de cuero de la barbilla que lo mantenía en su sitio. Con un chirrido metálico, el legionario consiguió arrancarlo a medias y sonrió satisfecho. Desesperado, cuando el soldado volvió a tirar de la espada, el líder se dejó arrastrar en lugar de resistirse, lo cual provocó que el romano se tambaleara y aflojara la presión sobre la empuñadura. Espartaco comenzó a proferir gritos como un loco y el romano, asustado, soltó el gladius.

Espartaco levantó la sica y se la clavó en el ojo izquierdo. Se oyó un «pop» audible y un líquido acuoso le salpicó el escudo.

El legionario soltó un alarido de dolor cuando la espada atravesó el hueso y le llegó hasta el cerebro. Se convirtió en un peso muerto en la punta de la espada. Espartaco arrancó el arma de su cuerpo y lo dejó caer al suelo, donde fue aplastado de inmediato por una estampida de soldados.

El líder se detuvo un instante para deshacer el nudo de la cinta de la barbilla. Tiró al suelo el casco inservible.

—¡Vamos! —rugió a los legionarios de la siguiente fila—. ¡Hades os espera!

«¡ES-PAR-TA-CO! ¡ES-PAR-TA-CO! ¡ES-PAR-TA-CO!» —tronaron sus hombres.

Los romanos se acercaron arrastrando los pies y, unas filas más atrás, Espartaco divisó a un oficial que azuzaba a los soldados con una caña para que avanzaran. Era un indicio inequívoco que le causó una gran alegría.

—¡Los capullos están asustados! —chilló—. ¡Están aterrorizados!

Espartaco clavó la vista en el estandarte, a una treintena de pasos a la izquierda y lo señaló con la sica.

—¡Tomad el águila!

Gritando, los esclavos que estaban más cerca embistieron con los scuta a los legionarios y les obligaron a retroceder. Colisionaron los escudos y los gladii se hundieron en la carne del enemigo. Estaban tan cerca de sus adversarios que los esclavos les propinaron cabezazos y atravesaron el cuello con las espadas mientras les escupían en la cara, insultaban y maldecían. Aturdidos por la furia violenta de sus rivales, los legionarios retrocedieron otro paso.

En ese instante, el mundo cambió.

Sonó un ruido atronador y las filas romanas temblaron ante el impacto. Eran Egbeo y Pulcro, pensó Espartaco.

—¡AHORA! ¡EMPUJADLES! —bramó el tracio escupiendo saliva.

Con la cabeza descubierta, el líder se abalanzó sobre los romanos más cercanos y sus hombres le siguieron como una jauría de perros salvajes.

«¡ES-PAR-TA-CO! ¡ES-PAR-TA-CO

Los legionarios no pudieron resistirlo más. Con los rostros encogidos por el terror, se empujaron entre sí como animales atrapados, desesperados por huir de los locos que se les tiraban encima. En cuestión de segundos, las filas centrales dieron media vuelta y se retiraron en bandada soltando los escudos y las armas. Los heridos y los más débiles cayeron al suelo arrastrados por sus compañeros y murieron aplastados.

Los esclavos los persiguieron y aniquilaron sin piedad.

El aquilifer, el legionario que portaba el águila de la legión, y los soldados asignados para protegerlo fueron los únicos que permanecieron en su sitio. Formaban un grupo reducido de escudos y espadas que imprecó y maldijo a sus compañeros por huir y exigió que lucharan, pero sus palabras se las llevó el viento y sus compañeros desaparecieron como una ola que se aleja de la orilla.

En vista de ello, Espartaco acometió al grupo del estandarte bramando como un toro bravo.

Cuando el aquilifer fue consciente de lo que iba a ocurrir, ya era demasiado tarde. La preciada águila estaba a punto de caer en manos del enemigo.

—¡Retirada! —gritó el portaestandarte a pleno pulmón.

Pero el grupo fue atacado por Espartaco y varios esclavos y no tuvieron más remedio que luchar. El aquilifer y sus compañeros no pudieron resistir los embates de las espadas. El portaestandarte dejó caer la valiosa carga, pero antes de que tocara el suelo, Espartaco lo cogió.

—¡Mirad, pedazos de mierda! —chilló en latín.

En medio de la confusión, varios romanos aterrorizados lo miraron.

—El águila es nuestra. Los dioses están de nuestro lado. —Espartaco agitó el estandarte en actitud desafiante—. ¡Cobardes!

El enemigo no respondió y sus hombres gritaron de felicidad.

Espartaco echó un vistazo a su alrededor. Los legionarios del flanco izquierdo también habían iniciado la retirada y los de la derecha, que habían resistido hasta entonces, ya empezaban a flaquear y no tardarían en quebrarse, predijo Espartaco. No tenía ni la más mínima idea de dónde estaba la caballería, pero no debían de haber causado demasiados estragos, porque la retaguardia de esclavos se mantenía sólida. La batalla en ese lado del desfiladero estaba prácticamente ganada y tuvo la intuición de que, con la ventaja adicional de los jinetes, Castus y Gannicus habrían conseguido el mismo resultado en el otro lado.

«Que así sea, Gran Jinete.»

A Ariadne la consumía la preocupación desde el momento en que Espartaco partió del campamento. Pasó horas rezando y haciendo ofrendas a Dioniso, pero no consiguió ver nada que la tranquilizara.

Sabía que no podía enfadarse con el dios caprichoso, así que decidió invertir su energía en instruir a las mujeres del campamento en los cuidados que requerirían los heridos tras la batalla, pero esa idea también despertó su inquietud. Si los esclavos perdían, no necesitarían vendas ni cataplasmas. Era algo en lo que no quería pensar, como la muerte de Espartaco. Por otro lado estaba Atheas, que la seguía como una sombra. Su presencia le enervaba. Antes de partir, había preguntado a Espartaco lo que sucedería si las cosas iban mal.

—Eso no pasará —respondió el tracio rozándole los labios con el dedo.

Sin embargo, ante la insistencia de Ariadne, acabó por explicarle que Atheas y Carbo la llevarían a algún lugar seguro.

Ariadne miró a Atheas, que trató de tranquilizarla con una sonrisa de afilados dientes marrones, pero se sintió peor. De todos modos, prefería interactuar con el escita a hablar con el resto de las mujeres, que no hacían más que llorar o gemir al oír el fragor de batalla y, pese a haberse amortiguado el sonido, no abandonaron sus lamentos. Ariadne miró al cielo. ¿Cuánto hacía que Espartaco había partido? ¿Cuatro horas? ¿Cinco?

—¿Qué crees que está pasando? —susurró a Atheas—. ¿Habrá acabado ya?

Él la miró inclinando la cabeza.

—Imposible de… decir. Quizás… o quizás ellos descansar y continuar luchando.

La agonía de no saber lo que sucedía se le hizo insoportable.

—Voy a acercarme al barranco para ver qué sucede.

Atheas se puso en pie de inmediato, antes de que Ariadne acabara de hablar.

—Eso… muy mala idea.

Ariadne le lanzó una mirada gélida.

—¿Acaso vas a impedírmelo?

—Sí —respondió el escita con expresión de disculpa.

A Ariadne no le sorprendió la respuesta, pero sentía la necesidad de discutir.

—Puedo hacer lo que quiera.

—No —respondió Atheas con firmeza—. Demasiado peligroso. Tú… quedar aquí.

—¿Acaso no luchan las mujeres de tu pueblo?

—Sí —concedió Atheas con una sonrisa.

—Entonces, ¿por qué no puedo ir yo a ver lo que sucede en el campo de batalla?

—Porque decirlo Espartaco… —Atheas dudó un instante antes de continuar—. Por el niño…

—Te lo ha dicho.

—Sí —respondió el escita incómodo.

Ariadne contuvo el aliento al pensar en Espartaco dando las últimas instrucciones a Atheas. «Que los dioses le bendigan y le protejan para siempre.»

—Esperemos que tú y Carbo no tengáis que cumplir la misión que os ha encomendado.

—Yo también pedir eso… a mis dioses —respondió Atheas en un tono de voz inusualmente grave.

Las lágrimas asomaron a los ojos de Ariadne. Durante los caóticos meses posteriores a la fuga del ludus, no había prestado mucha atención a la devoción inquebrantable que Atheas y Taxacis sentían por Espartaco, ni tampoco había sido consciente hasta ese momento del cariño que ella sentía por el guerrero tatuado de expresión seria.

—¿Por qué le seguís?

—¿A Espartaco? —preguntó Atheas enarcando sus gruesas cejas.

Ariadne asintió.

—Nadie antes… preguntar nunca a mí —respondió el escita con una breve sonrisa.

—Me gustaría que me lo explicaras.

—Cuando Taxacis y yo fuimos capturados… otros esclavos no… hablar con nosotros porque pensar… que todos escitas… salvajes —explicó Atheas y escupió en el suelo con desdén—. Pero Espartaco… diferente.

—Sigue —instó Ariadne.

—En ludus… él comportar… como líder —dijo encogiéndose de hombros—. Como no poder… regresar a Escitia, nosotros decidir… seguirle.

—Espartaco se siente muy agradecido por vuestra lealtad. Y yo también.

Atheas asintió con la cabeza.

—Habéis elegido el camino correcto —agregó Ariadne—. Cuando crucemos los Alpes, podréis regresar a Escitia.

—Yo esperar impaciente… ese día. —Atheas sonrió.

«Yo también», pensó Ariadne haciendo un esfuerzo por ignorar la inquietud que invadía su corazón.

En lo alto del desfiladero, Carbo corría de un lado a otro sin apartar la vista de la contienda que se desarrollaba a ambos lados de las rocas.

A vista de pájaro, estaba claro que la batalla concluiría a favor de Espartaco y los líderes galos. Intimidada por los jinetes, la segunda legión de Léntulo cayó en manos de Castus y Gannicus. Al menos una tercera parte de los legionarios había perecido en la batalla y el resto había huido, aunque muchos también cayeron durante la fuga. El resultado en el bando de Espartaco era muy similar.

En cuanto la victoria estuvo clara, los hombres de Carbo comenzaron a celebrarlo bailando y cantando y dando gracias a todos los dioses del panteón por su ayuda. Carbo se sentía feliz por la victoria, pero también le avergonzaba la derrota de los romanos. Le enfurecía sentirse así, aunque no podía evitarlo. Cuanto antes cruzaran las montañas y abandonaran Italia, mejor. Al menos dejaría de preocuparse por el enemigo y podría seguir a Espartaco sin sentir que estaba traicionando sus orígenes. Quizás abandonar Italia también le ayudaría a olvidar a Crixus y lo que hizo a Chloris.

De todos modos, si tenía que volver a luchar con Espartaco contra las legiones, sabía que lo haría sin dudarlo. Habían pasado demasiadas cosas y había derramado demasiada sangre desde que abandonó su hogar como para dar marcha atrás.

Sucediera lo que sucediera, Carbo era uno de los hombres de Espartaco y, pese a la incertidumbre del futuro, la sensación le resultaba agradable.

Pasaron más de dos horas antes de que por fin se oyera un clamor de alegría en el campamento. Con el corazón encogido, Ariadne corrió con el resto de las mujeres hasta el camino del norte y esperó. Estaba temblando, pero no a causa del aire frío de la montaña. El hecho de que los esclavos hubieran ganado la batalla no implicaba que Espartaco hubiera sobrevivido. Ariadne percibió el mismo temor en los ojos de todas las mujeres. Todas tenían a seres queridos en el ejército, pero era probable que muchos de ellos no regresaran jamás. Ariadne deseó que fueran otros los que hubieran muerto en la batalla en lugar de Espartaco, no quería quedarse sola para siempre. Se sintió culpable al pensarlo y miró en derredor. Hasta Atheas parecía preocupado. Al percatarse de que todos pensaban lo mismo, se sintió mejor.

«¡ES-PAR-TA-CO! ¡ES-PAR-TA-CO! ¡ES-PAR-TA-CO

Ariadne sintió una infinita alegría al oír a los soldados corear el nombre de Espartaco y comenzó a correr hacia la multitud desorganizada de esclavos que giraba la curva sin pensar. Buscó el rostro de Espartaco en vano y no pudo evitar reparar en la docena de estandartes que llevaban los hombres y abrió los ojos como platos al ver las dos águilas plateadas. Acto seguido vio a Espartaco y lanzó un grito de alegría. A pesar de no llevar el casco y estar cubierto de sangre de la cabeza a los pies, caminaba por su propio pie.

Ariadne corrió a su encuentro y se lanzó a sus brazos. Los hombres gritaron con más fuerza.

«¡ES-PAR-TA-CO

—Estás vivo, estás vivo —murmuró.

—Claro que sí —replicó abrazándola con fuerza—. ¿Acaso estabas preocupada?

Aturdida, Ariadne se apartó para mirarlo a los ojos. El tracio estaba bromeando. Ella no sabía si reír, llorar o besarle. Al final, hizo las tres cosas por ese orden. No le importaba que Espartaco apestara a sudor o a la sangre de otros soldados, ni que todos estuvieran mirándolos ni que pensaran que no era un comportamiento propio de una sacerdotisa de Dioniso. Lo único que le importaba a Ariadne era que el hombre al que amaba no había muerto y que el niño que crecía en su vientre seguía teniendo un padre. Con eso le bastaba.

Sonaron nuevos gritos de alborozo cuando el resto de los hombres vieron a sus mujeres. Los esclavos se reunieron con sus seres queridos y dejaron a Espartaco y Ariadne allí en medio, abrazándose como una isla en medio de un río, ajenos a todo.

—Has ganado —dijo Ariadne por fin.

—Hemos ganado —declaró Espartaco—. Todo ha salido de acuerdo con el plan, benditos sean los dioses: Léntulo se ha tragado el anzuelo y ha pasado por el desfiladero y Carbo ha dividido a las legiones, lo que ha minado la confianza de los romanos. En cuanto ha empezado la batalla, Egbeo y Pulcro han atacado el flanco izquierdo con sus tropas. Hemos cogido a esos bastardos romanos por sorpresa y han acabado corriendo como un rebaño de ovejas perseguidas por el lobo.

—¿Y Castus y Gannicus?

—También les ha ido muy bien.

—¿Dónde están ahora?

—Persiguiendo a los romanos. Van a matar a todos los que se encuentren para evitar que se reagrupen, aunque es muy difícil. El resto de los hombres está buscando armas y equipos y robando las provisiones del campamento romano.

—¿Habéis conseguido capturar o matar a Léntulo?

—Por desgracia, no. Cuando ha visto que tenía la batalla perdida, ha huido a caballo. ¡Pero no importa! —Espartaco sonrió—. Así podrá informar él mismo al Senado de su derrota. ¿Has visto que les hemos arrebatado las águilas de plata? A Roma le va a doler más la vergüenza de este deshonor que las muertes de tantos hombres. Léntulo tendrá suerte si conserva la cabeza.

Ariadne le dio un beso en los labios.

—Eres un gran general y Dioniso te protege.

—El Gran Jinete también me ha acompañado hoy y me ha prestado su fuerza —replicó Espartaco reverencial.

Ambos guardaron silencio un instante mientras expresaban su agradecimiento a sus deidades.

—¿Ahora qué? —preguntó Ariadne con miedo renovado—. ¿No estarás tentado de salir en busca del otro ejército consular?

—¿Tentado? ¡Claro que sí! ¡Incluso es posible que Crixus agradezca la ayuda! —Espartaco vio la preocupación en los ojos de Ariadne y suavizó el tono—. No, los romanos son como las langostas. Sus ejércitos son infinitos. Si aparece Gelio, lucharemos contra él, pero el plan sigue siendo marchar hacia el norte, a los Alpes.

—Ya no queda mucho —musitó Ariadne—. Quizá nuestro hijo nazca en la Galia.

—Quizá —concedió Espartaco, temeroso de tentar a los dioses y muy consciente de las duras lecciones que le había deparado el destino en el pasado—. Primero debemos alcanzar las montañas —dijo sonriendo para disipar la preocupación del rostro de Ariadne—. Pero hoy celebraremos la victoria y la lección que hemos dado a Roma.

—¿Qué lección? —preguntó Ariadne con una sonrisa.

—Que los esclavos también pueden ser soldados y que pueden resistir el embate de un ejército consular y vencerlo. Yo sabía que era posible y hoy lo hemos demostrado.

«Un hombre puede irse feliz a la tumba tras haber logrado algo así.»