20

Los Apeninos, noreste de Pisae, primavera 72 a.C.

Como siempre, fue Atheas quien percibió que algo iba mal. Levantó la mano y se detuvo. Carbo, habituado a sus gestos, hizo lo propio. Se hallaba a una veintena de pasos por detrás del escita barbudo en un estrecho paso que atravesaba por el norte las laderas de los Apeninos, las montañas que formaban la columna vertebral de Italia.

Cuando el ejército abandonó la devastada ciudad de Thurium, eligieron el mismo camino, pero a Carbo pronto le aburrió la rutina de la repetitiva marcha diaria. Además, la imagen de Crixus y el hecho de que no hubiera intentado matarlo le pesaban como una losa. Desesperado por sacudirse esos pensamientos negativos de encima, Carbo rogó a Espartaco que le permitiera acompañar a los rastreadores en sus solitarias patrullas de reconocimiento.

—¿Por qué quieres acompañarles? —inquirió el tracio.

—Para aprender de ellos —respondió Carbo evasivo. «Y para seguirle el rastro a Crixus algún día.» Quizá jamás pudiera llevar a cabo su fantasía, pero anhelaba matar al gigantesco galo. Necesitaba vengar la muerte de Chloris para estar en paz consigo mismo.

—Atheas y Taxacis son los mejores rastreadores del mundo, pero dudo que te quieran a su lado —replicó Espartaco. No obstante, al percatarse de la rabia en los ojos de Carbo, añadió—: Aunque se lo preguntaré por ti.

Para sorpresa de Carbo, Atheas accedió a su petición. No sabía si era por la insistencia de Espartaco, pero poco le importaba. Como era de esperar, la primera vez que abandonó el campamento en compañía del escita, se sintió muy nervioso. Desde su enfrentamiento con el escita por la presencia de Navio, su relación siempre había sido tensa y, pese a que Atheas había matado a Lugurix, Carbo seguía temiendo su espada. No importaba lo mucho que Carbo hubiera hecho por Espartaco, el escita seguía desconfiando de él. No era de sorprender, por lo tanto, que la relación no empezara con buen pie.

Con el propósito de sacar el máximo provecho de la oportunidad que le habían brindado, Carbo trató de emular desde el principio todos y cada uno de los movimientos de Atheas y siempre obedecía sus órdenes sin rechistar, pero el escita jamás le alabó por ello. De hecho, durante las primeras semanas trató de agotarle, haciéndole recorrer más de cuarenta kilómetros al día. El escita comía y bebía de forma muy austera y Carbo no podía por menos que preguntarse de dónde sacaba tanta energía, pero aprendió a vivir con tan poca comida y agua como él. Vivían prácticamente en silencio y solo hablaban cuando era estrictamente necesario.

Con el paso del tiempo, Carbo aprendió a encender hogueras y despedazar la caza con habilidad, incluso era capaz de derribar con gran acierto a un ciervo con el arco. Para su sorpresa, también desarrolló cierta habilidad para el difícil arte del rastreo. Sin saber cómo ni por qué, al final se ganó el beneplácito de Atheas. Una inclinación de cabeza aquí y el ofrecimiento de un trozo de carne allá eran pequeñas muestras de aprobación que representaban mucho para Carbo. Y la leve sonrisa que esbozó el escita cuando le agradeció que matara a Lugurix, todavía significó mucho más para él. Por fortuna, la dura vida de rastreador le ayudó a aliviar la desolación que sentía por la muerte de Chloris y el dolor agudo de la pérdida se tornó en una sorda aflicción.

—Pst.

Carbo parpadeó y volvió a la realidad.

Atheas le hizo señas para que se acercara.

El joven se aproximó arrastrando los pies por el suelo, tal y como le había enseñado el escita.

Atheas señaló un hueco entre los árboles que flanqueaban el camino. Carbo miró a través de las hojas hacia la larga ladera que desembocaba en un valle boscoso que se extendía de norte a sur. Al final había una pequeña carretera que conducía a Mutina, a unos treinta y cinco kilómetros de distancia. De pronto un objeto metálico que refulgía bajo la luz del sol le llamó la atención. A Carbo le subió la adrenalina al distinguir a un nutrido grupo de jinetes con cascos de bronce a través de las copas de los árboles.

—Caballería —susurró.

—Sí —murmuró Atheas—. Ellos… buscarnos.

Carbo llevaba esperando ese momento desde que hacía un mes les llegara la noticia de que G. Cornelio Léntulo Clodiano, uno de los cónsules, había salido en busca de Espartaco con dos legiones, pero ello no impidió que le subiera la bilis a la boca. Había albergado la esperanza de que el tracio pudiera liderarles hasta los Alpes sin enfrentarse a ningún ejército romano, aunque no había sido más que una vana esperanza. La presencia de la caballería ponía de manifiesto que los legionarios habían alcanzado y adelantado a los esclavos. Tampoco era de extrañar si se tenía en cuenta que la marcha con treinta mil esclavos era dolorosamente lenta.

—¿Qué hacemos?

—No poder… luchar. Salvo que… tú todavía… querer morir —respondió Atheas con una sonrisa maliciosa.

Su desazón por la muerte de Chloris era más evidente de lo que creía, pensó Carbo.

—No, sería un desperdicio. Debemos informar a Espartaco.

—Sí, pero… primero ir al norte. Buscar… ejército principal.

—Quizás haya rastreadores enemigos por el camino.

—Sí. Tenemos que ser… fantasmas o acabar… —Atheas emitió un sonido gutural mientras fingía cortarse el cuello.

Carbo lanzó una mirada rápida en dirección al campamento.

Atheas advirtió su reacción.

—¿Tú querer… volver? ¿Decir a Espartaco… lo de caballería?

—No.

Era la primera vez que veían algo en semanas y Carbo no quería perdérselo.

—¿Seguro? —preguntó Atheas con dureza.

—Sí —respondió Carbo decidido.

Una breve inclinación de cabeza. El escita se descolgó el arco de la espalda y, doblando la rodilla, colocó la cuerda en posición. Carbo hizo lo mismo. En cuanto hubo acabado, levantó la cabeza.

—Sígueme —susurró Atheas—. Nosotros ir rápido.

Corrieron por la pista forestal y cruzaron las franjas de luz del sol en el suelo como dos sombras danzantes. El camino bordeaba el valle a lo largo de unos diez kilómetros. Siguieron sus reviradas ondulaciones tan rápido como era humanamente posible y en silencio, siempre atentos a la presencia de enemigos. Para su gran fortuna, no se cruzaron con nada durante más de una hora y, cuando por fin lo hicieron, no fue otro ser humano, sino un jabalí, que, sorprendido ante su rápida aproximación, chilló y huyó en la dirección opuesta con la cola levantada de indignación.

Carbo sonrió ante su reacción, pero Atheas frunció el ceño y se detuvo.

—Ahora nosotros avanzar lento.

Carbo estaba a punto de preguntar por qué cuando él mismo se respondió.

—Si hay alguien en el camino se preguntará qué es lo que ha asustado al jabalí.

—Sí. —Atheas preparó el arco y la flecha—. Presta atención y, si ves algo, no preguntes. Dispara.

—De acuerdo. —Carbo notó la boca seca como la yesca, pero no flaquearía. Espartaco confiaba en él y no le defraudaría.

Avanzaron lentamente por el camino. Tomaron una curva y después otra sin ver nada, pero Atheas se detuvo y Carbo se preparó para disparar. El escita señaló unas pisadas en el suelo del bosque.

—Jabalí ir… por allí. Bien.

Carbo asintió.

Al cabo de un momento, Atheas volvió a pararse. El camino se interrumpía allí para dar lugar a un claro de bosque quemado, con troncos y ramas ennegrecidos por el fuego. No se trataba de algo inusual: en verano se producían incendios y la vegetación tardaba años en cubrir los estragos. Bordearon el claro con lentitud y de repente a Carbo le empezó a latir el corazón con fuerza por la visión que se desplegaba ante sus ojos.

El valle se ensanchaba en su extremo norte y devenía una zona de tierras de cultivo. La carretera a Mutina era más ancha allí y Carbo pudo ver, hasta donde le alcanzaba la vista, que estaba repleta de legionarios, miles de ellos, que marchaban en hileras como hormigas. Entremezclados con estos Carbo distinguió a varios grupos de jinetes.

—Es el ejército consular, no puede ser otra cosa. Nos han rebasado —dijo Carbo con el estómago encogido.

—¿Cuántos hombres? —Los ojos de Atheas contemplaban las tropas como un halcón acechando a su presa.

—Diez mil legionarios. Seiscientos jinetes, quizá más.

—¿Estás seguro?

—Sí. Cada cónsul comanda dos legiones. Este ejército no es lo bastante grande como para incluir los efectivos de Gelio, el segundo cónsul. Quizá tengamos a su ejército en el culo —musitó Carbo preocupado.

Atheas lo miró con reprobación.

—Taxacis ver… nada. Con ayuda de dioses… el otro cabrón… perseguir a Crixus.

—Ojalá sea así —replicó Carbo.

«Que Gelio encuentre a Crixus y haga picadillo a ese mamón. ¿Y qué pasa con el resto? —protestó su conciencia—. Que les jodan», respondió con rabia. Decidieron su destino cuando siguieron a Crixus y no a Espartaco.

Atheas tocó el brazo de Carbo y lo sacó de su ensimismamiento.

—No necesitar… ver más. Nosotros volver. Rápido.

Dicho esto, el escita salió disparado como si el cancerbero le pisara los talones. Carbo le siguió como una flecha, la adrenalina dio mayor velocidad a sus piernas. Cuanto antes supiera Espartaco lo que sucedía, mejor. «¿Qué decidirá hacer?» Carbo no estaba seguro, si bien tenía claro que los esclavos no podían bordear el ejército de Léntulo para escapar. Las legiones eran capaces de cubrir hasta treinta kilómetros al día. La batalla era inevitable, pero cualquier enfrentamiento anterior con las tropas romanas palidecería en comparación.

Carbo se sintió traicionero por pedir a Júpiter que apoyara a Espartaco en contra de sus compatriotas, sin embargo, lo hizo de todos modos. Incluso con su superioridad numérica necesitaría toda la ayuda del mundo. Enfrentarse a un ejército consular nada tenía que ver con lo que habían hecho hasta entonces. A pesar de que eran tropas romanas de reciente formación, los esclavos conocerían de cerca la fuerza letal del puño de Roma.

A Carbo le inquietó la mera imagen de ello. «Debes tener fe en Espartaco —se dijo—. Seguro que tiene un plan.» Pero ¿cuál? La mayoría de nuestros hombres son incapaces de resistir a una línea armada de dos legiones. Saldrán huyendo. Carbo apretó los dientes y se concentró en no perder a Atheas, aunque no pudo evitar que las terribles imágenes de lo que les aguardaba siguieran cruzando su mente.

El sol se estaba poniendo cuando llegaron al campamento rebelde, que se extendía a lo largo de varios grandes claros en el bosque. En cuanto los divisaron, los esclavos comenzaron a interrogarles, pero Atheas fingió no entenderles y Carbo simplemente agachó la cabeza y siguió caminando. De ninguna de las maneras iba a decirle nada a nadie. Una noticia así podía sembrar el pánico.

Encontraron a Espartaco sentado con Ariadne y Taxacis junto a una pequeña hoguera delante de la tienda del líder. Un trípode de hierro sostenía una cazuela sobre las llamas, de la que surgía un delicioso aroma. El estómago de Carbo protestó. No había comido desde el amanecer. «Olvídalo. Ya tendrás tiempo de comer más tarde.»

Espartaco sonrió al verlos.

—Justo a tiempo. El cocido está listo.

—Traemos… noticias urgentes —comenzó a decir Atheas.

—Seguro que pueden esperar, ¿no?

—Yo… —protestó Carbo.

—¿Cuándo fue la última vez que comiste algo? —interrumpió Espartaco.

—Al alba —reconoció Carbo.

—Entonces debes de estar famélico —sentenció Ariadne—. Ven. Siéntate —ordenó, entregándole una manta.

Atheas se encogió de hombros y se sentó delante de Espartaco. Todavía inquieto, pero silenciado por la insistencia de Espartaco, Carbo hizo lo mismo. Se pasaron las cucharas y los cuencos llenos junto con los mendrugos de pan. Comieron en silencio, salvo por el ruido al masticar y los gemidos de apreciación.

Ariadne observó a Carbo y Atheas. Le consumía la inquietud. «Deben de ser malas noticias. ¿Por qué si no tendría Carbo esa cara tan preocupada?» Le resultaba más difícil adivinar lo que pensaba Atheas, pero la tensión en los hombros del escita resultaba inconfundible. Ariadne hubiera zarandeado a gusto a Espartaco para que les preguntara lo que habían visto, pero se contuvo. En lugar de ello, sonrió y ofreció más cocido a todos. «Sus motivos tendrá.»

En cuanto Carbo y Atheas hubieron terminado, Espartaco les ofreció una pequeña ánfora que tenía a su lado.

—¿Un poco de vino?

—Sí —respondió Atheas contento.

Carbo asintió. Ardía de impaciencia por revelar lo que sabían, pero debía esperar a que Espartaco les ordenara hablar. El joven retuvo el vino en la boca y, pese a todo, disfrutó de su sabor.

—¡Así que es cierto! ¡Han vuelto! —exclamó Gannicus acercándose a la hoguera con Castus a sus talones. Ambos parecían inquietos—. ¿Qué noticias hay? —preguntaron mirando a Espartaco, no a Carbo ni a Atheas.

—Todavía no lo sé —respondió.

—¿Cómo? —espetó Castus—. ¿Por qué no?

—Miradlos. Están mugrientos y cansados. Llevaban doce horas o más sin comer, así que primero los he alimentado. Cuidar de mis hombres es una prioridad.

Los galos miraron a Espartaco con respeto y admiración.

—Claro —murmuró Castus.

Ariadne casi soltó una carcajada ante la belleza y simplicidad de la táctica de Espartaco. Él sabía que los demás líderes acudirían corriendo en cuanto fueran informados de la llegada de los rastreadores. Seguro que Espartaco estaba tan impaciente como ellos por conocer las noticias, pero al haber esperado demostraba que sabía mantener la calma bajo presión y que no le asustaba nada de lo que pudieran explicarle. Ariadne miró a Carbo y advirtió que él había llegado a la misma conclusión.

Espartaco sirvió vino a Castus y Gannicus y rellenó las copas de Carbo, Atheas, Ariadne y la suya propia. Levantó la copa y esperó a que todo el mundo hiciera lo mismo antes de brindar.

—¡Por las victorias obtenidas! ¡Por los vínculos de camaradería que hemos establecido! ¡Por Dioniso y el Gran Jinete! —brindó Espartaco.

—¡Por Dioniso y el Gran Jinete! —corearon todos y bebieron a una.

—Ahora —dijo Espartaco a Atheas clavando en él una mirada penetrante—, explicádmelo todo.

Mientras el escita hablaba, los demás guardaron un silencio reverente. Durante su relato, Atheas miró varias veces a Carbo para obtener su confirmación, para gran satisfacción del joven. A pesar de su latín deficiente y fuerte acento, Atheas supo describir a la perfección las legiones que bloqueaban su camino. En cuanto hubo acabado, cruzó las manos sobre las piernas y esperó a que Espartaco hablara.

—Así que no hay ninguna duda —dijo el tracio enarcando la ceja y mirando a Carbo.

—No.

—¿Y qué hay del otro ejército consular? —preguntó Gannicus de inmediato.

Atheas se encogió de hombros.

—No lo hemos visto.

—Quizá lo tengamos detrás y su plan sea aplastarnos entre los dos ejércitos —replicó Castus nervioso.

—No. Nuestros rastreadores a caballo siempre nos siguen a unos treinta kilómetros de distancia y Taxacis también ha estado al acecho. Si nos siguieran, ya lo sabríamos. Quién sabe dónde está Gelio, pero no se halla en las inmediaciones. —Espartaco volvió a mirar a Carbo—. ¿A qué distancia se encuentran?

—A unos seis o siete kilómetros, como ha dicho Atheas.

—Nos toparemos con ellos mañana, entonces —maldijo Castus—. ¡Ya sabía yo que no conseguiríamos llegar a los Alpes!

—Desde un principio sabíamos que iba a ser complicado —dijo Espartaco en tono de reprobación—. De hecho, hemos tenido suerte de llegar hasta aquí sin ningún enfrentamiento.

—Tan cerca, pero tan lejos —se quejó Castus—. A todos los efectos, ¡es como si los malditos Alpes se encontraran a miles de kilómetros!

—Tranquilo —dijo Gannicus—. Tampoco estamos tan mal. Tenemos tres hombres por cada uno de los suyos y son legiones nuevas, así que no han librado nunca una batalla.

—Sí, pero nuestros soldados no son ciudadanos romanos que han crecido oyendo historias de guerra y de conquista. Además, no todos los nuestros llevan cota de malla, apenas la mitad tienen espadas decentes y muchos menos tienen escudo —replicó Castus con miedo evidente—. ¿Realmente crees que serán capaces de resistir y superar una pared de escudos?

—Claro que sí —afirmó Gannicus, aunque no parecía del todo convencido.

Ariadne deseaba hablar, sin embargo, se contuvo. Aquello era asunto de hombres, de Espartaco.

Carbo intentó ignorar las palabras desalentadoras de Castus, pero el galo tenía razón. Le preocupaba que la confianza recién adquirida por los esclavos no fuera suficiente. «No podemos escapar y no podemos luchar contra ellos a campo abierto.» Miró a Atheas en busca de ánimo, pero el rostro del escita era una fría máscara indescifrable, al igual que la cara de Taxacis. Carbo deseó ser tan inescrutable como ellos.

—Nuestros hombres no cuentan con la misma formación marcial que los romanos, Castus, ni tampoco están tan bien equipados como ellos, pero anhelan ser libres. No quieren volver a sufrir el oprobio de la esclavitud, ¿no es cierto?

—Así es —confirmó Gannicus.

—¡Sí! —exclamó Taxacis.

—Cualquier cosa… mejor que ludus —gruño Atheas—. Yo… morir antes de volver a ese pozo de mierda.

—Supongo que tienes razón —admitió Castus.

—Esa será nuestra arma secreta —dijo Espartaco con determinación—. Será lo que nos ayude a ganar.

—¡Pero no podemos enfrentarnos a dos legiones en una batalla campal! ¿O sí? —exclamó Carbo, desesperado por creer lo contrario.

—Nadie ha pedido tu opinión —le reprendió Espartaco.

Carbo se sonrojó.

—Personalmente, creo que sí podríamos luchar contra esos cabrones cara a cara, pero tengo una idea mucho mejor.

—Cuéntanos —instó Gannicus.

—¿Tú también quieres saberlo, Castus?

—Por Taranis, ¡claro que sí!

—Mientras esperaba a Atheas y Carbo, he estado estudiando el terreno alrededor del campamento. Es una pequeña costumbre que me enseñó mi padre —explicó Espartaco con un guiño.

—¿Y qué has descubierto? —preguntó Carbo impaciente.

—Hay un lugar donde la carretera se estrecha y se convierte en un paso estrecho entre las montañas. Más allá, al sur, hay una llanura lo bastante amplia como para albergar a diez mil hombres. Mi idea es apostar allí a nuestros mejores soldados, mientras que otros diez mil se ocultarán, a las órdenes de Egbeo y Pulcro, en un par de caminos adyacentes. Cuando los romanos envíen mañana a sus patrullas de reconocimiento, porque sin duda lo harán, volverán corriendo a Léntulo para contarle la buena noticia de que sus fuerzas son «equivalentes» a las nuestras. Cuando vengan las tropas después, dejaremos que crucen el desfiladero la caballería y una legión. A continuación, unos hombres apostados en lo alto del barranco arrojarán rocas e intentarán aplastar a tantos cabrones como sea posible, pero el objetivo es dividir en dos el ejército de Léntulo. Cuando ello ocurra, el resto de los esclavos y toda la caballería atacarán a la segunda legión por la retaguardia —explicó Espartaco con una sonrisa que le arrugó la cara.

—¿Dónde se ocultará la segunda unidad de ataque? —preguntó Gannicus.

—A ambos lados de la carretera. Hay centenares de lugares donde ocultarse.

—Por todos los dioses, ¡me gusta la idea! —concluyó Gannicus—. ¡Vamos a darles a esos hijos de puta una sorpresa que jamás olvidarán!

Carbo estaba entusiasmado. «¡Espartaco siempre tiene un plan!»

Hasta Castus parecía más tranquilo.

Ariadne sonreía contenta, pero los nervios la consumían por dentro. Era una trampa arriesgada. ¿Qué sucedería si la caballería romana descubría a los esclavos ocultos junto al camino o a los hombres apostados en lo alto del desfiladero? Incluso si funcionaba la emboscada, la batalla subsiguiente sería feroz. Miles de hombres morirían. Cerró los ojos y pidió la protección de Dioniso. Albergaba la esperanza de que su falta pasara desapercibida por el dios y que no la castigara. «Al menos deja que Espartaco sobreviva.»

—¿Dónde estarás tú? —preguntó Gannicus.

—Lideraré a los hombres que actuarán de señuelo para Léntulo —contestó Espartaco.

Aunque no les sorprendió la respuesta, los galos se sintieron levemente decepcionados.

—Destruir la segunda legión es tan importante como atacar a la primera. ¿Me haríais el honor de ocuparos vosotros?

Con orgullo renovado, ambos galos sonrieron contentos.

Espartaco miró a Carbo.

—Necesito a un hombre de confianza apostado en el desfiladero.

Carbo no pudo ocultar su decepción por no haber sido elegido para luchar.

—Si estás seguro…

—Lo estoy —dijo Espartaco con sequedad—. Es imprescindible que el paso quede bloqueado por completo. ¿Crees que puedes encargarte tú de eso?

—Claro —respondió Carbo convencido—. Lo haré aunque me cueste la vida —añadió al tiempo que sentía una ligera punzada de pánico—. ¿Cuándo quieres que empecemos a arrojar las rocas?

—En cuanto la mitad de las tropas romanas haya cruzado el paso.

—¿Cómo lo sabré?

—Debes hacer un cálculo general mientras pasen.

—De acuerdo. —A Carbo se le formó un nudo en el estómago ante la magnitud de la tarea.

Espartaco no pareció darse cuenta y los alentó a todos con una sonrisa.

—Ya tenemos un plan. Que el Gran Jinete nos conceda el éxito.

Los hombres brindaron y Ariadne lanzó una fervorosa plegaria a Dioniso, puesto que iban a necesitar el apoyo de más de un dios. «Que Dioniso también nos proteja.» No obstante, la plegaria no le hizo sentir mucho mejor. El dios al que veneraba era conocido por su carácter caprichoso y un pequeño traspié al día siguiente podía dar al traste con toda la emboscada.

Por algún motivo, Ariadne no pudo dejar de pensar en ello.

Cuando Carbo se retiró esa noche a su tienda, fue incapaz de conciliar el sueño. El día en que ingresó en el ludus jamás pensó que acabaría convirtiéndose en un gladiador fugitivo, pero ese había sido su destino. Desde la dramática fuga del ludus, los acontecimientos habían tomado vida propia. La confianza creciente que Espartaco había depositado en su persona había engendrado en él una lealtad absoluta que le permitía superar los remordimientos que sentía por luchar contra sus compatriotas. A pesar de todo, la idea de tender una emboscada a un cónsul, uno de los dos hombres más poderosos de la República, seguía resultándole cuando menos extraña. Carbo dio vueltas bajo la manta tratando de conciliar un sueño inconciliable. Antes del amanecer, en medio de la oscuridad, expuso sus tribulaciones con Navio, con quien volvía a compartir la tienda.

—Si hago esto, jamás podré volver a tener una vida normal como ciudadano romano.

—¿Cómo dices? —exclamó Navio como si se hubiera vuelto loco—. Tampoco hubieras podido antes. ¡Y yo tampoco!

—¿Por qué no? —Carbo no deseaba reconocer que ya había ido demasiado lejos.

—Piénsalo.

Sabía que Navio tenía razón. Nada volvería a ser lo mismo. Hasta la idea de viajar a Roma en busca de su familia había dejado de atraerle. Aunque sus padres estarían muy contentos, jamás podría explicarles lo que había hecho, y tampoco quería convertirse en un abogado como su arrogante tío. Por otro lado, retornar a la vida civil en cualquier lugar de Italia no le resultaba demasiado atractivo y, además, sería muy peligroso. Si alguien se enteraba de lo que había hecho con Espartaco, sería exiliado, o peor. Carbo frunció el ceño. ¿Qué podía hacer sino ir con Espartaco? Miró a Navio en la oscuridad.

—¿Qué haremos en Tracia?

—¿Quién sabe? ¿Servir a Espartaco? Seguro que no tarda en crear su propio reino. Se me ocurren peores cosas que formar parte de algo así y es mucho mejor que ser perseguido por esos hijos de puta de Roma.

—¿Abandonar Italia?

Aunque pareciera extraño que se cuestionara la idea después de que hubiera sido el objetivo perseguido por los esclavos durante tantos meses, hasta ahora no había tomado visos de realidad para Carbo.

—¿Qué sentido tiene quedarse? —susurró Navio—. ¡A mí aquí no me queda nada!

—Si me voy, no podré llevar a cabo mi venganza sobre Crixus.

—¡Venga ya! Eso lo sabes desde que renunciaste a matarlo en Thurium.

Carbo trató de encontrar otros argumentos a favor de quedarse, pero fracasó.

—Tienes razón. Seguiré a Espartaco, a donde sea que nos lleve.

—No te adelantes a los acontecimientos —advirtió Navio dándole un golpe amistoso en el hombro—. ¡Primero tenemos que ganar esta batalla! Por lo tanto, te recomiendo que duermas mientras puedas.

Dicho esto, Navio se tapó con la manta, se dio media vuelta y comenzó a roncar en cuestión de segundos.

Carbo envidiaba la habilidad que tenía Navio de dormir en cualquier situación. Apenas entraba luz por los resquicios de la tienda, pero Carbo sabía que no lograría volver a dormirse. No era solo él quien tenía ese problema. El joven oía el sonido de hombres tosiendo, sorbiéndose los mocos y susurrando entre sí en las otras tiendas. Se quitó la manta y decidió revisar el equipo una última vez. Seguro que podía afilar un poco más la hoja de la espada. Levantó la solapa de la tienda y se sorprendió al ver una figura de pie junto a las ascuas de la hoguera de la noche anterior. Era Espartaco. El líder se llevó un dedo los labios y Carbo se acercó en silencio.

—¿No puedes dormir? Yo tampoco —reconoció Espartaco en voz baja.

—¿Qué te trae por aquí?

—Quería hablar contigo.

Carbo sonrió como si fuera lo más normal del mundo que su líder acudiera a su tienda a escondidas.

—¿Acerca de qué?

—Necesito pedirte un favor.

«¿Un favor?» A Carbo le empezó a latir el corazón con fuerza.

—Existe un motivo por el cual te he asignado a ti para encargarte de las rocas.

—¡Crees que soy un cobarde! —estalló Carbo—. ¡Crees que no soy capaz de luchar!

—¡No! —exclamó Espartaco agarrándole del hombro—. Nada más lejos de la realidad. Me has dado muestras de valor suficientes como para no dudar de tu coraje y pocas personas hay en las que confíe como en ti.

—¿De verdad? —preguntó Carbo mirándole a los ojos.

—Sí. Y necesito que hagas algo por mí, algo que no le pediría a nadie más. ¿Lo harás?

—Claro —respondió Carbo en el acto.

—Si perdiéramos hoy…

—No perderemos —interrumpió Carbo.

—Tu fe en mí es alentadora, pero el plan es arriesgado. Deben encajar muchas piezas. Si falla el más mínimo detalle, el fracaso estará a la vuelta de la esquina. Soy muy consciente de ello.

La verdad que escondían las palabras de Espartaco quedó flotando en el aire como el hedor putrefacto de una res muerta.

Carbo no tenía ánimos de discutir, así que simplemente asintió.

—Si las cosas van mal, lo verás muy claro. En cuanto tengas la seguridad absoluta de que la batalla está perdida, quiero que abandones a tus hombres y regreses al campamento, a mi tienda, en busca de Ariadne. Atheas estará allí protegiéndola y sabe que tú tomarás el mando. Debes llevártela de aquí y ponerla a salvo.

Aturdido por la enorme responsabilidad que acababa de aceptar, a Carbo se le hizo un nudo en la garganta ante la posibilidad de que tuviera que llevarla a cabo. Eso significaría que Espartaco estaba muerto. «Muerto como Chloris.»

—Toma.

Carbo aceptó la pesada bolsa de piel que Espartaco le entregó.

—Hay suficiente aquí para manteneros a todos durante un año, quizá más.

—¿Adónde quieres que vaya?

Espartaco rio con amargura.

—A cualquier lugar seguro. Busca una pequeña ciudad en la costa de Iliria o de Grecia y llevad una vida pacífica. Quiero tener la tranquilidad de saber que mi hijo se criará con tus consejos y con la protección de Atheas.

—¿Hijo? Ariadne está…

—Sí, está encinta. ¿Entiendes ahora por qué es tan importante la tarea que te encomiendo?

—Sí —susurró Carbo.

—¿Lo harás?

A Carbo le conmovió el tono de humildad en la voz de Espartaco. No le estaba dando una orden, sino pidiendo un favor de hombre a hombre.

—¡Claro! Si las cosas salen mal, pondré a Ariadne a salvo. ¡Te lo juro!

—Gracias, me quitas un gran peso de encima —dijo Espartaco estrujándole el hombro una vez con fuerza—. No puedes decírselo a nadie, evidentemente.

—No lo haré.

—Bien. —Los dientes de Espartaco resplandecieron en la oscuridad—. Ahora será mejor que nos preparemos. Tenemos miles de romanos a los que matar. Nos vemos cuando haya acabado todo.

—Sí.

Dicho esto, Espartaco desapareció en la oscuridad como un fantasma.

«Dioses, permitid que volvamos a encontrarnos.»

—¿Quién era? —preguntó Navio sacando la cabeza por la tienda.

—Egbeo —mintió Carbo—. Quería saber cuántos hombres me llevaré al desfiladero.

—Mejor tú que yo —comentó Navio—. Aunque sea más sanguinolento, prefiero clavar una espada en el vientre de un hombre que aplastarle como un escarabajo.

Carbo sonrió, pero tenía la mente puesta en su misión secreta. Era un gran honor que Espartaco le hubiera elegido, pero esperaba no tener que llevar a cabo la tarea, porque eso significaría que el hombre al que tanto idolatraba habría muerto. «Júpiter, el Mayor y Mejor —rogó Carbo desesperado—. Pase lo que pase, ¡permítenos ganar! ¡Concédenos la victoria!»

A pesar de estar acostumbrado al silencio con el que eran recibidas sus plegarias, esta vez resonó en su cabeza como el vacío con el que se encuentra una piedra cuando es arrojada a un pozo sin fondo.

Partieron antes del amanecer. La noche se llenó de nubes de vaho exhalado mientras las tropas de Carbo avanzaban en la oscuridad. El lugar que había elegido Espartaco para que se apostaran se hallaba a poco más de kilómetro y medio. La anticipación de los hombres se palpaba en el ambiente y, aunque no era necesario que bajaran la voz todavía, conversaban en susurros. Basándose en la descripción proporcionada por Espartaco, Carbo dirigió a sus efectivos —unos doscientos hombres— hacia el norte. Subieron por una ladera salpicada de enebro y encinas de gruesos troncos. A medida que fueron ascendiendo, fue escaseando la vegetación y aparecieron ante sus ojos grandes rocas cubiertas de parches de liquen verde grisáceo.

Al poco rato la ladera se interrumpía y daba paso al desfiladero, de unos veinte pasos de longitud. Carbo se acercó al borde y miró abajo. El barranco era escarpado. Masculló una maldición y retrocedió un paso. Las ráfagas de viento podían provocar fácilmente la caída de un hombre y causarle la muerte. Carbo se tumbó y se arrastró hasta el borde con gran precaución. La vista era impresionante. A unos cincuenta pasos más abajo, la carretera cruzaba el lecho del valle como una fina serpentina. La única señal de vida eran unos cuervos que parloteaban ruidosamente mientras flotaban en el aire mecidos por las corrientes matutinas.

Carbo miró de lado a lado en busca del mejor lugar para la emboscada y eligió, como era natural, la parte más estrecha del desfiladero. La distancia entre ambas paredes de roca podía cubrirse con una jabalina. Decidió atacar desde allí. Toda roca que empujaran desde ese punto aplastaría sin posibilidad de fallo a cualquiera que estuviera abajo. Una luz rosácea en el este le indicó que estaba a punto de salir el sol. Debía actuar con rapidez. Carbo empezó a dar órdenes.

El duro trabajo físico le permitió olvidarse por un rato de la pesada carga que Espartaco le había asignado. Hasta la idea de matar a centenares de sus compatriotas le resultaba más fácil de asimilar que pensar en el cuerpo inmóvil y ensangrentado de Espartaco en el campo de batalla. Si moría, no podría soportarlo.