Ambos bandos intercambiaron una nueva lluvia de jabalinas antes de chocar entre sí con un estrépito atronador. Los legionarios de Varinio no se esperaban la rotundidad del impacto. Al menos dos cayeron al suelo sin oportunidad de levantarse porque varios gladii veloces atravesaron sus cuerpos con ferocidad. Por regla general, cuando se producía una baja en la formación el hueco era cubierto de inmediato, pero esta vez no. Escupiendo espuma por la boca, los galos que Varinio había avistado se lanzaron sin miedo y vociferando gritos sobre las brechas que se abrían en las filas romanas; empujaron a los soldados con los escudos y esgrimieron las espadas como posesos hasta que la segunda fila de legionarios retrocedió varios pasos. Un centurión que se interpuso en su camino murió en el acto, su cuerpo cercenado por varios golpes atroces de espada. También cayó uno de los signifer y un escita alzó el estandarte con gesto triunfante.
Las tropas de Varinio, que tan seguras habían estado hacía unos instantes del éxito de la misión, se encogieron ante la brutalidad del enemigo. La realidad a la que se enfrentaban era muy distinta a la que les habían prometido. Los esclavos no actuaban como hombres asustados y fáciles de matar, sino como fieras hambrientas e indestructibles.
Los legionarios retrocedieron un paso más.
Sedientos de sangre, los hombres de Espartaco avanzaron con fuerza renovada.
—¡Guardad las filas! —rugió Galba—. ¡Guardad las filas, malditos perros sarnosos!
Con un ágil movimiento de espada, el veterano centurión amputó el brazo de un esclavo que lucía un casco oxidado; lo apartó con un golpe de scutum y corrió hacia el siguiente esclavo, al que asestó una estocada en el pecho. Al arrancar el arma del cuerpo, la sangre le salpicó la cara y soltó una carcajada.
—¿Es esto lo único que sabéis hacer, mamones miserables?
Se produjo una pausa momentánea y los legionarios más próximos se miraron.
«Escuchad a Galba —rogó Varinio—. ¡Escuchadle!»
—¡Vamos, mamones! —berreó Galba.
Dio un salto adelante y empujó con el escudo a otro galo, que cayó hacia atrás en brazos de sus compañeros. Entonces, Galba sacó el gladius por el lateral del scutum y se lo clavó en el vientre. El hombre profirió un grito desgarrador. Al verlo, los legionarios se enfervorizaron y juntaron los escudos para avanzar hacia el centurión, que se había quedado solo tras su ataque heroico.
—¡ADELANTE! —ordenó Varinio—. ¡ADELANTE!
Pero alguien más se había percatado de la posición vulnerable de Galba.
Una figura surgió de entre las filas enemigas. Los esclavos que le rodeaban le cedieron el paso y Varinio contuvo el aliento. Era un hombre de mediana estatura, pero su magnífico casco frigio daba a entender que se trataba de alguien importante. Vestía de manera similar a sus compañeros, llevaba cota de malla y sostenía un scutum, pero en vez de un gladius empuñaba una sica. «Es tracio. Tiene que ser él.» Sin mediar palabra, el recién llegado señaló al centurión con el arma ensangrentada.
Galba frunció el ceño.
—¿Crees que puedes conmigo? ¡Ven aquí, entonces! —Miró hacia atrás por encima del hombro—. Quedaos donde estáis, chicos. Voy a abrirle a este capullo otro agujero en el culo.
Sonriendo confiados, los legionarios obedecieron.
«¡Zas!»
El tracio guardó la espada y alargó el brazo derecho.
—¡Jabalina!
Un escita de aspecto fiero depositó el arma solicitada sobre la palma de su mano.
—¿Qué pasa? ¿Te da miedo la espada? —se mofó Galba—. ¡Esclavo de mierda!
—Para nada —respondió Espartaco en latín con un marcado acento extranjero.
Levantó la jabalina, echó el brazo atrás y la arrojó con todas sus fuerzas. El arma cubrió la distancia hasta Galba en un abrir y cerrar de ojos, atravesó el scutum, le desgarró la cota de malla y se hundió en su pecho. El centurión abrió los ojos como platos del intenso dolor y una espuma sanguinolenta comenzó a bañar sus labios. Tambaleante, cayó al suelo de espaldas con el escudo adherido al cuerpo.
—Simplemente se me da mejor la jabalina —replicó el tracio con voz queda.
Varinio no daba crédito a sus ojos. Jamás había visto un lanzamiento igual.
Y los legionarios tampoco. El miedo y la desesperación se apropiaron de sus rostros como las ondas en el agua cuando se lanza una piedra a un estanque.
El tracio desplegó una amplia sonrisa, desenvainó la sica y señaló a los romanos.
—¡ES-PAR-TA-CO! —rugieron sus hombres—. ¡ES-PAR-TA-CO!
Un miedo atroz se apoderó de Varinio. «Por todos los dioses. Este hombre no es ningún insurgente idiota».
Aterrados, los legionarios empezaron a mover la cabeza de un lado para otro en busca de una escapatoria. Los soldados de la primera fila fueron retrocediendo y empujando a los que estaban detrás sin apenas ofrecer resistencia.
Espartaco dio un salto adelante y profirió un rugido perturbador.
Los esclavos le siguieron en tropel con una furia devastadora.
Varinio se quedó petrificado. Fascinado, vio desintegrarse ante sus ojos la cohorte central. Algunos legionarios trataron de frenar desesperados el ataque, pero fue en vano. En cuanto se rompió el muro de escudos, ya no hubo vuelta atrás. Los soldados de la primera fila fueron los primeros en exponer sus espaldas al girarse para huir y los primeros en morir. En el tiempo que Varinio tardó en soltar el escudo, agarrar las riendas del caballo y montar, numerosos legionarios perdieron la vida. El suelo estaba repleto de cuerpos mutilados y ensangrentados. Los esclavos pisaban a los muertos sin miramientos en pos de sus próximas víctimas, que mataban levantando y bajando las espadas con un espantoso ritmo hipnótico. No podían haberlo tenido más fácil. Desgarrados por el miedo, los romanos huían a empellones profiriendo gritos ensordecedores.
Un escalofrío recorrió el cuerpo de Varinio. «Esta cohorte está acabada.»
Dirigió la vista a las dos cohortes de los extremos y su desesperación se acrecentó. Al ver, oír y sentir lo sucedido a sus compañeros, ambas unidades se habían dado a la fuga.
Varinio notó una mano que le agarraba la pierna. Bajó la vista y contempló horrorizado el rostro ensangrentado de un legionario que no llevaba ni escudo ni espada.
—¡Ayúdeme, señor!
Sin pensarlo, le aplastó la cara con la empuñadura de la espada y oyó claramente el crujido de la nariz al romperse. Acto seguido, hincó los talones en los flancos del caballo y dio media vuelta.
Nervioso ante semejante caos, el animal respondió sin dilación.
«¿Qué habrá sucedido con las otras cohortes?», se preguntó Varinio. Al sur divisó las unidades de Toranius luchando contra los esclavos que, al parecer, habían dado media vuelta y se habían reagrupado. Era imposible que Toranius le echara una mano. «Por todos los muertos del Hades.» Sus peores temores se confirmaron cuando, al mirar hacia la zona boscosa del norte, vislumbró a cientos de jinetes, demasiados para ser los germanos, que giraban alrededor de un enorme grupo de hombres armados. Varinio no lograba entender lo que veían sus ojos. ¿Cómo podía disponer Espartaco de una unidad de caballería? Además, no era posible que hubiera ahuyentado a los jinetes germanos.
¿O sí?
De repente un objeto golpeó con violencia el anca del caballo. Varinio miró por encima del hombro. «¡Una jabalina!» Mientras intentaba dilucidar su procedencia, el caballo se encabritó por el dolor y lo tiró al suelo. El pretor cayó de espaldas y la caída le dejó sin aliento. Permaneció tumbado un instante mirando el cielo. Estaba totalmente despejado, observó.
—¿Está usted herido, señor?
A través de los ojos entrecerrados Varinio vio que se inclinaba sobre él un optio al que Galba siempre había elogiado.
—¿Qué?
—Si desea vivir, señor, ¡levántese!
Una mano mugrienta apareció ante sus ojos. Varinio la agarró y el optio tiró de él. Una oleada de legionarios pasó corriendo por su lado, ajenos a la presencia de su comandante.
—¿Está bien, señor?
—S-sí —murmuró Varinio.
—Pase usted primero, señor. Yo le guardo las espaldas.
—¿Hacia dónde?
—Hacia donde sea, señor —contestó el optio dándole un empujón—. ¡Rápido!
En circunstancias normales, Varinio no hubiera tolerado semejante atrevimiento y hubiera castigado al optio en el acto, pero en ese momento se alegraba de dar media vuelta y correr como todos. Era eso o morir. No obstante, era claramente consciente de que la huida no garantizaba su supervivencia.
«Marte, portador de la guerra, perdona mi error de juicio. Permíteme vivir.»
A media tarde la batalla ya había finalizado. Había sido una victoria espectacular para los esclavos, que habían ahuyentado a los romanos y causado enormes bajas. A juzgar por el número de cuerpos esparcidos en el campo de batalla, Espartaco calculó que habían liquidado a más de dos terceras partes del ejército de Varinio. Varios oficiales yacían entre los muertos. Antes del anochecer morirían varios centenares de soldados más a manos de Crixus y sus hombres, que les perseguían por la Vía Annia hacia el norte. Otros fallecerían durante los próximos días a causa de las heridas. «Los cabrones se lo tienen merecido.» A Espartaco le embargó una enorme satisfacción mientras observaba el campo de batalla desde una de las torres de la muralla.
Sonrientes y exaltados, sus hombres descendieron sobre la ciudad como una nube de langostas. Para ellos había llegado el momento del saqueo que se les había negado la noche anterior durante el asalto triunfante a Thurium. Habían acabado con los defensores de la ciudad, pero Espartaco había impedido que mataran a alguno de sus habitantes, que desde entonces se ocultaban temerosos en sus casas.
Espartaco aguardó a sus tropas en la puerta principal de Thurium con media docena de tracios a su alrededor, que sostenían las fasces que los lictores de Varinio habían abandonado en la huida.
Los esclavos aclamaron a Espartaco como a un héroe conquistador, gritando vítores hasta quedarse sin voz.
—Habéis luchado muy bien —dijo a los primeros en llegar—. Estoy orgulloso de vosotros. Los senadores gordinflones de Roma temblarán en cuanto vuestra hazaña llegue a sus oídos.
—¡ES-PAR-TA-CO! —bramaron encantados.
Espartaco alzó la mano y guardaron silencio.
—Antes de entrar en la ciudad a reclamar vuestra justa recompensa, debéis tener en cuenta dos cosas.
—¿Qué cosas, Espartaco? —preguntó Pulcro, el herrero.
—No quiero que matéis a niños ni bebés. Ya murieron suficientes en Forum Annii. —Espartaco recorrió con la vista las caras de todos los presentes y muchos no se atrevieron a devolverle la mirada—. Cualquier hombre que haga daño a un niño o un bebé será ejecutado en el acto. Sin excepción. ¿Me habéis oído?
Se hizo un silencio incómodo.
—Alto y claro —respondió Pulcro lanzando una dura mirada en derredor—. Verdad, ¿chicos?
Los hombres soltaron un gruñido de asentimiento o inclinaron la cabeza.
Espartaco se sintió satisfecho.
—Lo segundo que debéis recordar es que esta derrota servirá a Roma de acicate para mandar nuevos ejércitos contra nosotros. Hoy no hemos ganado una guerra, ni siquiera una campaña. Para los parásitos del Senado, esto no es más que una desagradable sorpresa. La próxima vez enviarán a más soldados, seguramente a un ejército completo comandado por un cónsul y no por un mero pretor.
—¿Qué nos quieres decir con esto? —inquirió Pulcro torciendo el gesto.
—Que no podemos quedarnos aquí para siempre. Pensad en ello mientras celebráis la victoria.
Espartaco observó con satisfacción la expresión pensativa de muchos hombres al entrar en la ciudad. Era muy probable que olvidaran sus palabras bajo el influjo del vino trasegado durante la noche, pero al menos la semilla estaba plantada.
Espartaco permaneció junto a la puerta principal recibiendo los elogios de sus hombres y repitiendo el mismo mensaje una y otra vez hasta que cayó la noche y Crixus regresó. Salpicado de sangre de la cabeza a los pies al igual que sus hombres, el galo levantó el puño al ver a Espartaco.
—Tendrías que habernos acompañado. Ha sido una buena cacería.
Algunos de sus hombres aullaron como perros.
—Los romanos no olvidarán a Crixus con facilidad.
—¿Por qué? —indagó Espartaco.
—Hemos arrancado los ojos y amputado las manos de los últimos veinte legionarios a los que hemos capturado —reveló Crixus con una sonrisa cruel—. Y les he ordenado que llevaran mi nombre a Roma y que advirtieran al Senado de que todos los soldados que manden contra nosotros correrán la misma suerte.
Los hombres del galo rugieron en señal de aprobación y Crixus clavó la mirada en Espartaco.
«Está haciendo maniobras para asumir el control.» Espartaco se alegró de haber hablado con los esclavos antes de entrar en la ciudad.
—Un mensaje potente —concedió.
Crixus sonrió triunfante.
—Yo hice cosas similares en Tracia y el resultado fue que los romanos volvieron a la carga con todavía más soldados.
Crixus frunció el ceño.
—¿Es eso cierto? Tú lo sabes todo, ¿no?
«Jamás secundará mi plan.» Al percatarse de ello, Espartaco perdió los estribos.
—No lo sé todo, no —replicó con sequedad—. Pero en lo que respecta a la lucha contra los romanos, he olvidado más de lo que tú jamás aprenderás.
—Eso ya lo veremos —espetó Crixus con las venas del cuello hinchadas—. Verdad, ¿chicos?
El clamor que siguió a sus palabras ahogó su voz.
Espartaco esperó a que cesara el alboroto.
—Mañana convocaré una reunión con todo el ejército. Tengo algo que anunciar.
—¿Y de qué se trata? —indagó Crixus.
—Quiero tomar rumbo al norte, a los Alpes, y abandonar Italia.
Crixus abrió unos ojos como platos.
—¿Lo saben Castus y Gannicus?
—Todavía no.
«Pero creo que preferirán permanecer a mi lado a seguirte a ti, capullo.»
—¿O sea que vas a preguntar a los hombres si quieren seguirte a ti o a mí?
—Así es —confirmó Espartaco—. Salvo, claro está, que tú desees acompañarme.
—¿Cómo? —Crixus lo miró incrédulo—. ¿Por qué iba a querer yo abandonar las riquezas de esta tierra? Es una tierra perfecta para el saqueo. Nada nos impide hacernos con toda su riqueza.
—Nada, no —puntualizó Espartaco—. Dos ejércitos consulares tratarán de pararte los pies.
Los silbidos y gritos de protesta de los seguidores de Crixus ahogaron sus palabras.
Espartaco se encogió de hombros y se apartó. Observó al galo entrar en Thurium seguido de sus hombres. «Cada hombre elige su propio destino. Yo no soy nadie para intentar cambiarlo.» No obstante, no pudo evitar que le asaltara cierta inquietud. ¿Quién le escucharía al día siguiente? ¿Cuántos hombres apoyarían a Crixus? ¿Qué harían Castus y Gannicus? Quizá se había precipitado al mencionar el asunto a Crixus.
Espartaco apretó la mandíbula. Ya no podía esperar más. «Ahora es un momento tan bueno como cualquier otro.» Alzó la vista al cielo nocturno. «Gran Jinete, te agradezco tu ayuda hoy y te ruego que me ayudes mañana de nuevo.»
Espartaco esperó hasta última hora de la mañana para convocar la reunión en el exterior de las murallas. Debido a la cantidad de vino consumido durante la noche, se necesitaron varias horas para sacar a los hombres de su estupor y que acudieran a la reunión. Egbeo, Carbo y sus tropas fueron los desafortunados encargados de llevar a cabo este cometido, una labor que no les granjeó demasiadas simpatías. Registraron las casas y los pasajes de la ciudad en busca de sus camaradas durmientes y, además de ser objeto de maldiciones varias, les arrojaron cascos, vasos y platos, y hasta alguna que otra ánfora. La actitud de los esclavos había cambiado de forma radical en los últimos meses, pensó Carbo. Eran como el perro que descubre que puede ladrar y, por lo tanto, morder. Semejante cambio de actitud le hubiera asustado en el pasado, pero ahora le entusiasmaba. Espartaco había logrado forjar un verdadero ejército.
Al final no hubo que llegar a las manos y los hombres fueron acudiendo con ojos somnolientos y aspecto mugriento a la puerta principal de la muralla. Solo unos pocos se habían molestado en lavarse la sangre del día anterior. Dominaba en el ambiente un fuerte olor a sudor y vino, entremezclado con el hedor de los centenares de cadáveres romanos que se pudrían en el suelo. El nauseabundo miasma acarició las fosas nasales de Espartaco, que estaba apostado en las almenas. «Por fortuna la primavera acaba de empezar», pensó. Si fuera verano, el mal olor habría resultado insoportable.
Espartaco había elegido esa posición para que todos los esclavos pudieran verlos bien. Crixus también estaba allí, furibundo como un toro rabioso. A su lado, Castus y Gannicus parecían irritados. Espartaco masculló una maldición. La noche anterior fue a buscarlos para explicarles su plan, pero Crixus se le había adelantado. Debería haber manejado la situación mejor, pensó. Pese a ello, les dedicó una sonrisa. Gannicus respondió con una inclinación de cabeza, para gran aliento de Espartaco, pero Castus apartó la vista sin responder. Las dudas se apoderaron del tracio. «Gran Jinete, ayúdame. No permitas que me abandonen ahora.»
Carbo subió las escaleras corriendo.
—Ya están todos aquí, salvo alguno al que no hemos podido encontrar y que estará durmiendo la mona en algún rincón. —Carbo lanzó una mirada cargada de odio a Crixus, pero el galo no se dio cuenta.
—Buen trabajo.
Espartaco hizo una señal al trompeta y se volvió hacia la multitud. Al ver a tantos miles de hombres reunidos, le embargó un enorme orgullo. «Que los dioses hagan que me sigan», rogó.
«Tan-tara-tara-tara.»
Se hizo un silencio expectante.
—¡Amigos! ¡Camaradas! ¡Yo os saludo! —gritó Espartaco y esperó a que sus palabras llegaran a todos.
—¡ES-PAR-TA-CO!
El clamor empezó como un lento murmullo, pero fue aumentando de intensidad hasta resonar por toda la ciudad.
—¡ES-PAR-TA-CO!
Al oír los gritos, Crixus le lanzó una mirada enfurecida, pero Espartaco no le hizo caso. En cuanto el tracio empezó a hablar, los hombres guardaron silencio.
—Ayer logramos una victoria histórica, ¡por primera vez vencimos a los romanos en una batalla campal! Y ello gracias en parte a Castus, Gannicus y Crixus —dijo señalando a los galos. Castus y Gannicus alzaron rápido los brazos, pero no así Crixus, que los levantó con lentitud y expresión agria.
Los esclavos les dedicaron una enorme ovación.
—¡Pero sobre todo te lo debemos a ti, Espartaco! —exclamó Pulcro desde la primera fila, justo debajo de los líderes.
—¡ES-PAR-TA-CO! ¡ES-PAR-TA-CO!
Los esclavos volvieron a corear su nombre alzando las armas y golpeando los escudos con las espadas. El ruido era ensordecedor.
La expresión de Crixus se agrió todavía más, Gannicus tensó la sonrisa y Castus hizo una mueca de desagrado. Espartaco agradeció la ovación de la multitud inclinando la cabeza sonriente y saludando con las manos. «Esto pinta bien», pensó. Al cabo de un rato, cesó el jaleo.
—Os he convocado aquí hoy porque debemos tomar una decisión. No podemos quedarnos aquí durante más tiempo.
—¿Por qué no? —protestó una voz—. Mira cuántas ciudades hemos saqueado: Metapontum, Heraclea y, ahora, Thurium. ¿Por qué debemos marcharnos y abandonar algo tan bueno?
Muchas voces se agregaron a la suya a modo de protesta.
—¡Buena pregunta! —intervino Crixus.
—Por tres motivos —respondió Espartaco—. En primer lugar, estamos de espaldas al mar y, si los romanos bloquean el camino al norte, estaremos atrapados.
Sonaron varios murmullos de descontento.
—¿Atrapados? ¡Ja! —se mofó Crixus.
—¿Y el segundo motivo? —preguntó Pulcro.
—Según los últimos cálculos, nuestro ejército cuenta con más de cuarenta mil hombres. Tras la victoria de ayer, miles de esclavos más se unirán a nosotros y pronto no habrá comida suficiente para todos, lo cual supone un grave problema, pero la última razón es la más importante de todas. —Espartaco hizo una pausa antes de proseguir—. Roma no se toma ninguna derrota a la ligera. Cuando los gobernantes de la República sean informados de lo sucedido con Varinio y sus hombres, estarán indignados.
—¿Y qué? —Crixus rio—. ¡Eso es bueno!
Varios esclavos apoyaron con silbidos las palabras del galo.
—Los soldados que han mandado hasta ahora para acabar con nosotros no son más que una mera gota en el océano del poder militar de la República. Cuando Roma envíe a los cónsules en nuestra busca, como es inevitable que haga, lo harán al frente de cuatro legiones, es decir, veinte mil legionarios y, por mucho que las mejores unidades de la República se hallen en el extranjero, tantos hombres bien armados es algo que merece tomarse en serio. Tan solo unos pocos miles de vosotros estáis tan bien equipados.
—¿Acaso insinúas que perderíamos? —inquirió Crixus beligerante al tiempo que agitaba los brazos para incitar las protestas de la multitud.
—No. Lo que digo es que, después de esos soldados, vendrán más y, al final, recurrirán a los veteranos destinados en Iberia y Asia Menor. Hablamos de seis, ocho, diez legiones de hombres que llevan años luchando juntos. ¿Creéis que también podremos con ellos?
Cesaron las protestas y Espartaco percibió un primer atisbo de duda en las caras de los esclavos. «Bien.»
Carbo le escuchó abatido. Había oído el mismo discurso docenas de veces, pues era el tema de conversación predilecto de Navio cuando bebía.
—¿Quién dice que no podemos ganarles? —soltó Crixus con bravuconería—. Y si fracasamos, moriremos luchando. Tendremos una muerte gloriosa.
Sus hombres le aclamaron, pero sus palabras no convencieron a muchos esclavos.
—Todos los que me habéis visto luchar sabéis que no temo la muerte —declaró Espartaco—, pero existe otro camino. ¡Un camino honroso!
Un rayo de esperanza iluminó el corazón de Carbo.
—¿Qué sugieres que hagamos? —gritó Pulcro.
—Tomemos rumbo al norte. Los romanos harán todo lo posible por frenarnos el paso, pero si no abandonamos la ruta de las montañas, podemos llegar a los Alpes a finales de la primavera. Y no tengáis ninguna duda de que si tenemos que luchar por el camino, lucharemos. En cuanto hayamos librado todas las batallas habidas y por haber, abandonaremos Italia, la tierra que os esclavizó. ¡Yo os llevaré hacia una libertad que jamás debieran haberos arrebatado!
Sonaron varios murmullos de satisfacción. Los rostros de los esclavos se iluminaron esperanzados.
—¿Adónde iríamos? ¿A la Galia? —preguntó Gannicus en voz alta.
—Si es allí a donde deseáis ir, estoy seguro de que el pueblo de vuestros ancestros os acogerá —contestó Espartaco con una sonrisa—. Todo el mundo podrá ir a donde quiera. Habrá quien desee viajar a Germania, Iberia o Escitia. Yo deseo volver a Tracia.
—¿Y qué hay de los Alpes? Cruzarlos es peligroso —arguyó una voz.
—Aníbal cruzó los Alpes con sus elefantes y más de veinte mil hombres, al igual que el galo Brennus, que los cruzó dos veces con su ejército. ¡No dejaremos que unas montañas nos detengan! Además, si partimos ahora, llegaremos a los Alpes cuando todavía sea verano.
Sus palabras se extendieron por la multitud y estalló un clamor confuso.
«Llegado ese día, ¿qué haré yo?», se preguntó Carbo indeciso. Jamás se había planteado abandonar su tierra natal.
—¡Pues yo opino que eres un necio y un cobarde, Espartaco! —interpuso Crixus enfurecido—. Italia tiene todo lo que necesitamos: comida, dinero, mujeres e innumerables esclavos que se unirán a nosotros. En nombre de todos los dioses, ¿por qué vamos a marcharnos? ¿Por qué debemos huir?
—¡CRI-XUS! —gritó un galo y numerosas voces se unieron a la suya.
«Hijo de puta», pensó Carbo indignado. Anhelaba desenvainar la espada y atacar a Crixus, pero no podía. Había dado su palabra.
En respuesta a los gritos de los galos, los seguidores de Espartaco empezaron a corear su nombre.
«Sabía que la cosa acabaría así.» A Espartaco le entristeció ver la enorme cantidad de hombres que apoyaba al galo, más de un tercio del ejército. «¿Acaso no ven más allá de las riquezas que les promete Crixus? Es obvio que no.» Se volvió a mirar al gigantesco galo, que se aproximaba a él con cara encrespada. Castus y Gannicus se apartaron de su camino. Espartaco tensó el cuerpo y posó los dedos sobre la empuñadura de la sica. «Ya volvemos otra vez a las andadas. Gran Jinete, no me abandones ahora, protégeme como siempre has hecho.»
—Estoy harto de esta mierda. Debería matarte ahora mismo y dejarme ya de tantos miramientos —masculló Crixus—. Así pondremos fin a esta discusión de una vez por todas.
—¡CRI-XUS! ¡CRI-XUS! —gritaron sus hombres.
—Ya intentaste vencerme una vez y fracasaste. Si quieres probarlo de nuevo, adelante —espetó Espartaco elevando la voz para que todos le oyeran—. Tu último recuerdo de este mundo será la hoja de mi espada cortándote el cuello y enviándote al Hades.
—Lo dudo mucho —susurró Crixus con la mano en la empuñadura del gladius y los nudillos blancos.
—¿No? ¡Veámoslo! —Espartaco adoptó la posición de lucha. No sería un combate fácil. Las almenas apenas tenían seis pasos de ancho. Un paso en falso y ambos acabarían con los sesos esparcidos por el suelo adoquinado. Agradeció la pequeña ventaja de tener el brazo derecho en el lado del muro. Cada golpe de espada le brindaría la oportunidad de hacer tambalear y caer a Crixus.
—¿Cómo osas mencionar a los dioses, Crixus, si tú no eres el elegido? —exclamó de repente Ariadne en tono autoritario.
Había esperado al pie de las escaleras desde el principio aguardando el momento apropiado para hablar a favor de Espartaco, pero eso no era lo que había planificado. El corazón le latía con fuerza del miedo. «Dioniso, no permitas que luchen. ¡Por favor!»
Pasmado, Espartaco contempló a Ariadne interponerse entre él y Crixus, que había enmudecido de la sorpresa. Castus, Gannicus y Carbo también se quedaron petrificados. Al verla, Espartaco sintió una punzada de felicidad y preocupación a la vez.
Ariadne presentaba un aspecto magnífico. Vestía su mejor túnica y llevaba el cabello negro recogido con una filigrana de oro decorada con piezas de cristal azul. Alrededor del brazo derecho llevaba enroscada la serpiente. La visión de esta provocó una oleada de murmullos supersticiosos entre la multitud.
—Yo… —comenzó a decir Crixus, pero Ariadne lo interrumpió.
—Yo soy sacerdotisa de Dioniso. Y tú… ¡tú no eres nadie!
Crixus la miró furibundo y dio un paso hacia ella.
—¡Cuidado con la serpiente de Dioniso! Un mordisco, y morirás aullando de dolor.
Ariadne blandió la serpiente ante él y el galo retrocedió.
Espartaco se alegró para sus adentros, al igual que Carbo. Crixus parecía un niño pequeño al que acababan de amonestar.
Ariadne se acercó al borde de la muralla y levantó el brazo para que todos vieran la serpiente.
—Esta serpiente es la prueba de que he sido elegida por el dios.
—¡Dioniso! ¡Dioniso! ¡Dioniso!
Ariadne sonrió.
—Dioniso os agradece vuestra devoción.
—¿Qué dice Dioniso que debemos hacer? —inquirió una voz entre la multitud.
—¡Dínoslo! —exigió otra voz.
—Anoche tuve un sueño —replicó Ariadne.
Los hombres pidieron silencio y el ejército calló. Espartaco seguía con la vista puesta en Crixus, pero parecía que al galo se le habían quitado las ganas de pelear.
—¡Dioniso desea que todos seáis libres! ¡Realmente libres! No debe daros miedo cruzar los Alpes. Como muchos ya sabéis, el dios nació en unas montañas lejanas del este. Él nos protegerá en nuestro viaje a tierras no conquistadas por Roma. Esto es lo que he visto, ¡y así os lo explico! —gritó Ariadne alzando el brazo. La serpiente se desenroscó ligeramente, levantó la cabeza y miró desdeñosa a los esclavos.
La multitud profirió una exclamación reverencial.
Carbo también sintió un escalofrío de respeto y temor.
Ariadne miró a Espartaco y este se puso a su lado.
—¿Recordáis la visión que tuvo Espartaco de la serpiente?
—¡SÍ! —rugió la multitud.
—Él también ha sido elegido por Dioniso.
—¡ES-PAR-TA-CO! —bramaron los esclavos una vez más.
Ariadne retrocedió un paso para que Espartaco volviera a ocupar el centro del escenario.
El tracio ahuecó las manos en torno a la boca para formar bocina y los esclavos volvieron a callar.
—¿Quién me seguirá al norte, rumbo a la libertad?
—¡Yo! —gritó Pulcro.
—¡Y yo! —exclamó Carbo apasionado. Toda duda se había disipado de su mente. Al fin y al cabo, su futuro había sido determinado por un dios.
El ambiente se llenó con las voces de todos aquellos que le apoyaban. Espartaco se sintió más animado. Una gran mayoría secundaba el plan. Miró agradecido a Ariadne antes de dirigirse al resto de los líderes:
—¿Qué me decís?
—Hasta ahora nos has dirigido bien —declaró Gannicus—, así que creo que permaneceré a tu lado.
Espartaco asintió satisfecho.
—¿Castus?
—Lo que dices acerca de los romanos tiene sentido —dijo encogiéndose de hombros—. ¿Y qué hay de malo en abandonar Italia? Siempre he querido saber cómo es la Galia.
—Excelente —convino Espartaco antes de clavar la vista en Crixus—. ¿Y tú?
—Yo no voy a ningún lado contigo —gruñó el enorme galo—. Miles de hombres estarán encantados de seguirme, y tú lo sabes.
Al oírle, Espartaco se relajó. Ya no tendría que seguir lidiando con él y, al parecer, tampoco iban a enfrentarse en un combate. «¿Por qué no desearle lo mejor?»
—Es natural que te sigan. A pesar de que tú y yo tenemos opiniones divergentes, eres un gran guerrero.
Dicho esto, Espartaco se volvió hacia Carbo e hizo una leve inclinación de cabeza para indicarle que Crixus era todo suyo.
Carbo se quedó paralizado. Tenía al galo muy cerca, pero de pronto fue consciente de su fuerza y poderío. Atacarle sería un suicidio. «¿Es esto lo que quiero? ¿Es esto lo que Chloris hubiera querido?» No, respondió su corazón. Ella hubiera querido que viviera. Yo quiero vivir.
Espartaco percibió su indecisión. «Le he brindado su oportunidad.»
—Que los dioses te acompañen y que te concedan la victoria sobre todos los ejércitos romanos que encuentres en tu camino —deseó Espartaco a Crixus.
El galo abrió los ojos como platos y esbozó una media sonrisa.
—¡Joder! Jamás había pensado que diría esto, pero lo mismo te deseo a ti. Que los dioses te acompañen.
«Ojalá sea así», rogó Ariadne, tratando de ignorar el nudo que se le había formado en el estómago. No había visto ningún mal augurio, pero ninguno de los detalles de su «sueño» era cierto. Se lo había inventado todo para ayudar a Espartaco y evitar la pelea con Crixus. «Perdóname, Dioniso, no pretendía faltarte al respeto. Nadie te es más leal que yo.»
Mientras Espartaco y Crixus se saludaban con seriedad, Ariadne redobló sus plegarias.
Solo el tiempo le diría si su invención había ofendido al dios.
Craso estaba desayunando pan con aceitunas cuando Saenius apareció en el patio. Craso se limpió la boca con gran meticulosidad mientras esperaba que el esclavo se aproximara a la mesa.
—¿Qué ocurre?
—Publio Varinio está aquí.
«¿Antes de presentarse ante el Senado? Esto sí que no me lo esperaba.» Craso disimuló su sorpresa limpiándose de nuevo la boca.
—¿Qué desea? —indagó en tono neutro.
Saenius percibió el fingimiento de su amo y soltó una risita.
—¡Ha venido para ver si puede salvarlo!
—Está claro que el hombre necesita ayuda.
La noticia de la derrota de las tropas de Varinio no había tardado más de tres días en llegar a la capital. «Varinio sigue la estela de la noticia, como un perro que se ha escapado de casa y busca el camino de regreso a sabiendas de que le espera una paliza.»
—¿Le digo que se marche?
—No. Quiero que me explique lo sucedido.
Saenius se marchó presuroso y regresó enseguida con un avergonzado Varinio pisándole los talones.
—El pretor Publio Varinio —anunció.
Craso le hizo esperar un momento antes de saludarlo. Y, cuando lo hizo, fue con fingida y gélida sorpresa.
—Ah, pretor, has vuelto con nosotros.
—Sí.
—Demos gracias a los dioses. Es una lástima que muchos de tus hombres no hayan podido volver —añadió Craso apenado.
—Sus muertes me pesan como ruedas de molino al cuello —replicó Varinio apesadumbrado.
—¡Cómo debe ser! También deberían pesarte las muertes de Furio, Cosinio y sus hombres —espetó Craso—. Todo lo que he oído acerca de tus acciones contra Espartaco denota una incompetencia extrema.
Sin atreverse a contestar, Varinio agachó la cabeza avergonzado.
—Explícame lo que sucedió en Thurium. Quiero oírlo de tu boca.
Las palabras salieron como un torrente de su boca. Empezó por la retirada a Cumae tras la desaparición sorpresa de Espartaco y del largo proceso de reclutamiento de nuevos soldados, así como de los problemas con las deserciones, la amenaza de amotinamiento, las enfermedades y la escasez de equipos. Describió la vana búsqueda de Espartaco durante el otoño y el invierno y las malas condiciones meteorológicas. Explicó que, tras semanas de marcha infructífera, recibieron la inesperada noticia del asedio de Espartaco a Thurium. Detalló su plan para aplastar a los esclavos con las tropas de infantería y caballería y la inesperada emboscada, así como la abrumadora superioridad numérica de las tropas de Espartaco. Narró la muerte de Galba a manos de Espartaco, la increíble aparición de la caballería enemiga, sus intentos de reagrupar a los hombres para el contraataque y el modo en que los legionarios se negaron a seguir luchando. Contó la manera en que reunió a los supervivientes y obtuvo tratamiento para los heridos y mutilados y, finalmente, se refirió a su regreso a Roma. Cuando Varinio acabó su relato, parecía exhausto.
«Varinio no es tan tonto como parece —pensó Craso con cierto remordimiento—. ¿Quién habría podido predecir que la ciudad ya estaba en manos de Espartaco?» Pero eso no era algo que pensara reconocer ante el pretor.
—Está claro que has venido para explicar esta triste historia al Senado. De hecho, pensaba que te vería más tarde allí —espetó Craso, aunque suavizó el tono antes de añadir—: ¿Por qué has venido a verme antes de cumplir con tu deber?
Varinio levantó la vista. Sus ojos revelaban una terrible desesperación.
—Soy un fiel servidor de la República y, cualquiera que sea mi castigo, lo aceptaré.
—Me alegra oírlo —replicó Craso con acidez.
—Pero pensaba, después de recibir tu carta, que quizá podrías brindarme tu apoyo.
—¿Mi apoyo? —preguntó Craso con voz queda.
—Los senadores van a exigir mi sangre. Si tú pudieras hablar en mi favor e inclinar la balanza… —Varinio estaba a punto de decir algo más, pero se interrumpió.
Craso sopesó las opciones. ¿Le servía de algo la lealtad de un pretor fracasado? No. ¿Le favorecería apoyar a un hombre que había sido derrotado en repetidas ocasiones por un gladiador fugitivo? Desde luego que no. Contempló a Varinio de soslayo y sintió cierta simpatía por el pobre desgraciado, pero ¿le beneficiaría en algo defenderlo? Craso tomó su decisión.
—Has fracasado de manera estrepitosa en la misión que te ha encomendado el Senado. ¿Por qué, en nombre del Hades, voy a hablar en tu favor?
—Yo…
—No obstante, no soy insensible a tu situación y, si tu familia necesita un préstamo cuando tú ya no estés aquí para ayudarles, estaré encantado de dárselo. Cobro unos intereses muy bajos.
A Varinio le tembló un nervio en la mejilla y tragó saliva con dificultad. Con un esfuerzo, se recompuso.
—Gracias, pero eso no será necesario.
—Muy bien, entonces. Si eso es todo…
Craso cogió una aceituna y la examinó con detenimiento antes de metérsela en la boca. No volvió a mirar a Varinio.
Saenius apareció detrás del pretor.
—Si hace el favor de seguirme, señor.
—Sí… yo… —A Varinio le falló la voz—. Claro.
El pretor siguió a Saenius con los hombros hundidos. Craso lo observó mientras se marchaba. En cuanto hubiera finalizado su informe, el Senado solo le ofrecería una salida, pensó. Varinio era un cadáver andante, pero eso no le preocupaba. Lo que realmente preocupaba a Craso era el hecho de que Espartaco, el gladiador al que había visto luchar y con el que había hablado, se había convertido en un enemigo temible. Los éxitos de Espartaco ya no podían achacarse solo a la suerte, a la mala fortuna o a la falta de juicio de los comandantes romanos. Eran demasiadas derrotas, demasiados legionarios perdidos.
«Espartaco no mentía cuando hablé con él —reflexionó Craso—. No es un hombre que podamos tomar a la ligera. Qué lástima que no muriera aquel día en el ludus. Si hubiera sido derrotado entonces, ahora no sería más que comida para los gusanos en lugar de una espina clavada en el costado de Roma.»
Craso albergaba la esperanza de que los senadores reconocieran ahora el peligro que representaba Espartaco. Por su parte, haría todo lo posible por convencerlos. No podían seguir tolerando ese insulto contra el honor de la República. Los cónsules deberían partir a la guerra.
«Espartaco debe morir. Y pronto.»