18

Durante los días siguientes, Carbo evitó todo contacto humano. Cumplió con su deber como segundo oficial de la cohorte, agrupó a los hombres y se aseguró de que estuvieran listos para abandonar las ruinas humeantes de Forum Annii. Siguió las órdenes de Egbeo, mantuvo las filas de esclavos durante la marcha y les supervisó mientras montaban el campamento cada noche. También siguió con su instrucción. Pero todo lo hacía de forma automática, por obligación. Por dentro, no había límites a su rabia y dolor. Navio fue la única persona con la que habló, una sola vez, el día en que murió Chloris.

Navio le apretó el hombro comprensivo.

—Es muy duro.

Consciente de que su amigo había perdido a muchos seres queridos, Carbo se tragó la rabia y la guardó en un lugar profundo de su ser para poder seguir funcionando. Solo la visión de Crixus o Lugurix hacía aflorar a la superficie las emociones volcánicas que guardaba en su interior. Por fortuna, Navio siempre había estado presente para contenerle.

—Acabarás muerto.

—¿Y qué? —susurró Carbo.

Mientras consiguiera vengarse, no le importaba morir. Pensaba en la muerte a cada instante. Todas las noches soñaba lo mismo. No obstante, había una pequeña parte de su ser que todavía conservaba el juicio, por eso había dejado que Navio le contuviera, aunque tuviera que apretar los dientes de pura frustración y rabia. Agradecía que la gran envergadura del ejército le impidiera ver a los galos con asiduidad. De todos modos, saber que estaban vivos y sin castigo le carcomía el alma.

Una noche, unas tres semanas después del asalto de Forum Annii, le sorprendió ver a Espartaco acercarse a su tienda. El recuerdo de Crixus volvió a su mente y Carbo agachó la cabeza con la esperanza de que el tracio anduviera buscando a otra persona.

—Carbo.

El joven levantó la cabeza con reticencia.

—Espartaco.

—¿Puedo sentarme?

—Claro —respondió Carbo sintiéndose culpable. Señaló la roca donde se sentaba Navio, que en esos momentos estaba supervisando a sus hombres—. Te ofrecería vino, pero no tengo. ¿Un poco de pan?

—Ya he cenado, gracias. —Espartaco miró fijamente a Carbo con sus ojos grises—. Hace tiempo que no te veo.

—No. He estado ocupado. —Carbo maldijo la mala elección de sus palabras en cuanto salieron de su boca.

Espartaco sonrió.

—Sé lo que se siente.

Carbo se sonrojó hasta las orejas y bajó la mirada.

—Tengo noticias para ti.

Carbo levantó la vista un poco.

—Ah, ¿sí?

—Lugurix ha tenido un terrible accidente.

El corazón de Carbo se llenó de una oscura alegría.

—¿De verdad?

—Sí. Esta mañana ha resbalado en un tramo estrecho del camino. Ha caído unos doscientos pasos por el barranco y ha aterrizado en un saliente encima del río. No ha muerto al caer, pero parece que se ha roto la espalda, porque gritaba como un hombre al que han disparado una flecha. Era imposible rescatarle, así que hemos tenido que dejarle allí. Si no ha muerto ya, estará muerto por la mañana. Es una muerte muy desagradable —comentó con tono ligero.

A Carbo le latía el corazón con fuerza de rabia y felicidad.

—¿Se ha caído?

Espartaco le guiñó un ojo.

—Bueno, tuvo un poco de ayuda de Atheas, pero nadie lo ha visto, así que Crixus no sospecha nada.

Carbo lo miró sin entender nada.

—Sé lo que Chloris significaba para ti y también quería que supieras que no había olvidado a Lugurix ni lo que hizo. Siempre tuve la intención de castigarlo, pero debía esperar el momento adecuado.

A Carbo se le hizo un nudo en la garganta.

—¿Y Crixus?

—Como ya te dije, es demasiado importante para la rebelión. Al menos, por ahora. ¿Puedes vivir con eso?

Carbo tragó saliva. Le alegraba sobremanera que Lugurix hubiera sufrido una muerte lenta, pero le amargaba lo que Espartaco le acababa de pedir.

—¿Me estás pidiendo que no mate a Crixus?

—Así es —respondió Espartaco serio. Aun a sabiendas de que Carbo tenía muy pocas posibilidades de lograr su objetivo, las personas desesperadas o que tienen pocos deseos de vivir a veces tenían éxito donde otros fracasan.

Carbo ignoraba que su líder fuera tan perceptivo y le agradecía que le mostrara tanto respeto. Se quedó pensando unos instantes, consciente de que no podía hacerle esperar mucho tiempo, pero no podía aceptar el trato si no le pareciera correcto.

—Antes has dicho «por ahora» al hablar de Crixus. ¿Qué querías decir con eso?

«El cachorro los tiene bien puestos», pensó Espartaco con ironía. Jamás hubiera permitido que nadie le hablara así, pero Carbo había llevado a Navio al campamento y su instrucción había sido mano de santo para el ejército. Por ello decidió no ser muy duro con el chico.

—Si llega el día en que Crixus decide marcharse, podrás hacer lo que quieras.

«Cuando» llegue el día, añadió Espartaco para sus adentros.

—Muy bien —aceptó Carbo satisfecho—. Te juro que no haré nada hasta entonces.

—Bien. —Espartaco se levantó.

—Gracias por matar a Lugurix —balbució Carbo levantándose al mismo tiempo.

—Es a Atheas a quien debes agradecérselo.

—Ya sabes lo que quiero decir —replicó Carbo—. Significa mucho para mí.

—Lo sé. —Espartaco le dio una palmada en el brazo—. El dolor se hace más soportable con el paso del tiempo. Ya lo verás.

Carbo siguió con la vista a Espartaco mientras se marchaba. Sentía una gran admiración por su líder. «Sabe qué decir en cada momento.» A partir de ese instante, la idea de no atacar a Crixus le pareció menos grave y se sintió mejor. Volvió a sentarse junto a la hoguera y empezó a silbar una melodía alegre que a Paccius y a él siempre les había gustado.

Espartaco contemplaba el brillante azul turquesa del mar Jónico sentado en la ladera de la montaña, en un claro del bosque. Ariadne estaba a su lado. Más abajo, en una llanura junto al mar, se extendía el campamento. Era enorme. Ocupaba la misma extensión que seis u ocho legiones. Además, seguía un diseño ordenado, pensó Espartaco orgulloso. Las tiendas estaban dispuestas en hileras bastante rectas y estaba rodeado por un alto terraplén y un dique profundo. Los centinelas patrullaban el perímetro y, en el exterior, miles de hombres recibían su instrucción de manos de los oficiales: marchaban arriba y abajo en formación, formaban paredes de escudos y luchaban entre sí. Los honderos estaban colocados en filas y disparaban piedras a dianas de paja situadas a cientos de pasos de distancia. Escuadrones de jinetes montados sobre peludos caballos de montaña cabalgaban y giraban todos a una, las lanzas relucientes al sol.

—Esto sí que es un ejército —declaró satisfecho—. Un ejército muy grande.

—Sí, y todo gracias a ti —replicó Ariadne.

Espartaco la atrajo hacia sí.

—Tú también has tenido algo que ver. Los hombres hacen cola para escuchar a la sacerdotisa de Dioniso, anhelan oír de su boca las palabras del dios.

Ella le sonrió agradecida.

—Quizá, pero los treinta mil hombres que se han unido a la causa desde el asalto a Forum Annii no han venido para escucharme a mí, sino para seguirte a ti, a Espartaco, el gladiador. Al hombre que se atreve a desafiar a Roma, al hombre que da esperanzas a los esclavos.

—La esperanza puede ser peligrosa —comentó Espartaco con sequedad.

«Está claro que algo le preocupa —pensó Ariadne—. Ahora está preparado para hablar.»

—¿Por qué lo dices?

—Por fuera, las cosas no podrían ir mejor. Hemos cuadriplicado los efectivos, esquivado a Varinio y encontrado un lugar remoto donde pasar el invierno. Esta tierra es fértil, el talón de la bota de Italia, y contiene muchas granjas y ciudades que podemos asaltar. En Metapontum conseguimos cereales para dos meses, Heraclea también resultó ser muy rica y podemos atacar Thurium cuando nos plazca. Hemos capturado y domado cientos de caballos salvajes y Pulcro tiene a un sinfín de herreros que fabrican armas desde el amanecer hasta el anochecer. Y siguen llegando más esclavos. Hasta Crixus está calmado —comentó con una amarga sonrisa.

—Desde la pelea de Forum Annii va muy a la suya, ¿verdad?

—Lo más probable es que ese pedazo de mierda esté reclutando a gente. Así, cuando llegue el momento, dispondrá de un gran número de seguidores, pero al menos no anda buscando pelea en todo momento. De todos modos, vivimos en una burbuja.

Ariadne dejó de gozar de la calidez del sol.

—Quieres decir que Roma no nos ha olvidado, ¿verdad?

—Así es —replicó en tono grave—. Ahora estamos en el paraíso, pero todo se acabará en cuanto la nieve se funda en las montañas del norte. En la primavera, con el deshielo, las legiones saldrán en nuestra busca. —Sonrió irónico—. Aníbal sobrevivió en estas tierras más de una década y seguramente es el mejor general que ha existido nunca. Burló a los romanos de forma constante, pero esos bastardos obstinados jamás se dieron por vencidos, ni siquiera tras la batalla de Cannas. Simplemente reclutaron a más hombres y siguieron luchando. Necesitaron casi toda una generación para conseguirlo, pero al final derrotaron a Aníbal —dijo Espartaco y soltó un suspiro—. Y él contaba con soldados profesionales, pero yo tengo esclavos.

—Ya no son esclavos —replicó Ariadne con brusquedad—. Son hombres libres, todos lo son.

—Es cierto —reconoció Espartaco—. Aunque no son legionarios.

—Llevan meses entrenando como cualquier recluta de la legión.

—Tienes razón, pero la mayoría no ha nacido con esa actitud guerrera que tienen los romanos desde la cuna. Ni tampoco son veteranos de guerra. Cuando Roma envíe a sus mejores hombres, como sin duda hará, ¿crees que mis soldados lucharán o saldrán corriendo?

Ariadne señaló a la multitud de figuras en la llanura.

—¡Esos hombres te adoran! ¡Te seguirían hasta el fin del mundo!

El orgullo se hizo visible en los ojos de Espartaco.

—Es cierto. No estoy siendo justo con ellos, pero el resultado será el mismo. Por mucho que venzamos a los romanos una y otra vez, jamás les derrotaremos. No se puede matar a todas las hormigas de un hormiguero, es imposible —concluyó con gesto sombrío.

A Ariadne se le aceleró el pulso. No habían vuelto a hablar del tema de abandonar Italia desde la última conversación hacía unos meses, si bien la idea seguía rondándole la cabeza. Y a él también, pensó. Pero no quería ser ella quien lo mencionara primero. Espartaco no sabía que estaba embarazada y no quería que pensara que trataba de influir en él.

Espartaco inclinó la cabeza y la miró.

—¿Qué estás pensando?

—Me estaba preguntando lo que pensabas tú —respondió evasiva.

—No tengo miedo de morir en la batalla —respondió pensativo—, pero, si hubiera otro camino, un camino que no evitara el enfrentamiento con el enemigo, lo tendría muy en cuenta.

Ariadne esperó. «Guíale, por favor, Dioniso.»

—Aunque los romanos no dejarán que nos escapemos tan fácilmente. —Rio con amargura—. Apostarán a todas sus tropas en el camino de aquí a los Alpes.

Ariadne sintió náuseas solo de pensar en ello.

—No obstante, si nuestro ejército fuera capaz de superar esta dura prueba, entonces… —Espartaco vaciló antes de continuar—, fuera de Italia podríamos ser libres de verdad.

Ariadne quería saltar de alegría.

—Crixus no me seguiría, nunca ha sido esa su intención, pero creo que Castus y Gannicus sí. Creo que saben que soy mejor general que su compatriota.

—Después de ver cómo has organizado el ejército, hay que ser tonto para pensar lo contrario.

Él le lanzó una mirada inquisitiva.

—No has dicho nada sobre mi propuesta, pero fuiste tú quien lo sugirió hace tiempo. ¿Sigues creyendo que es una buena idea?

Ariadne sonrió.

—Sí. Roma es una presa demasiado grande para poder abatirla. Además, creo que tu destino es regresar a Tracia. Por eso señalas al este en tu sueño.

«O al menos eso quiero creer yo.» Ariadne acalló las protestas de su conciencia.

Espartaco parecía satisfecho.

«Debo decírselo ahora.» Ariadne le apretó la mano.

—Tengo que decirte una cosa.

Espartaco enarcó una ceja.

—Ya llevo dos faltas. —Chasqueó la lengua ante la mirada confusa de Espartaco—. Estoy embarazada.

A Espartaco se le iluminó la cara.

—¿Embarazada?

Ariadne sonrió y le dio un beso.

—Eso he dicho.

—¡Qué gran noticia! ¡Alabado sea el Gran Jinete!

—Creo que debes alabarte a ti mismo, que cada mañana sin excepción me obligas a quedarme en el lecho contigo —replicó Ariadne en tono seco, pero el brillo de sus ojos la delató. Le estaba tomando el pelo.

—Un hombre tiene sus necesidades —replicó Espartaco con una amplia sonrisa—. ¿Será un niño como dijiste?

Ariadne se acarició la barriga.

—Sí, así creo. Tu primer hijo debería ser un varón, ¿no?

—Me gustaría que así fuera. —Espartaco hizo un rápido cálculo mental—. Nacerá para la vendimia.

—Eso he calculado yo.

—Es buena época. Hace calor y tendrá tiempo de crecer y estar fuerte para el invierno. Y también nos da tiempo hasta tomar rumbo al norte.

—¿Cuándo hablarás con el resto de los líderes? —preguntó Ariadne. «Cuanto antes, mejor.»

—Ahora mismo —respondió Espartaco poniéndose en pie—. La primavera está al caer y quiero estar preparado para movernos cuando llegue.

Ariadne advirtió movimiento con el rabillo del ojo. Miró hacia abajo y vio a un jinete que cabalgaba al galope hacia el campamento desde el oeste. La forma en que azuzaba a su montura con el látigo hablaba por sí misma. «Los dioses siempre tienen que interponer algún obstáculo en el camino.» Ariadne intentó no preocuparse.

—Creo que la conversación tendrá que esperar hasta más tarde.

Espartaco siguió su mirada y apretó la mandíbula al ver al jinete.

—Quizá, pero de todos modos tendremos que hablar.

—¿De qué crees que se trata? —preguntó Ariadne con voz queda sospechando la respuesta.

—Varinio —masculló Espartaco—. Nos ha encontrado.

—El capullo de Varinio ha tenido unos meses para lamerse las heridas y reclutar a más hombres —espetó Espartaco.

El mensajero, empapado de sudor y con semblante cansado, observaba desde un lado de la tienda a Espartaco hablar con Castus, Gannicus y Crixus.

—Tenía claro que saldría en nuestra busca. No puede volver al Senado habiendo fracasado por completo, le hubieran colgado de los huevos.

—Por ahora solo ha acumulado derrotas —se mofó Gannicus.

—Y pronto sufrirá otra —intervino Crixus.

—Según el mensajero, Varinio tiene más de seis mil hombres —advirtió Castus—. Ha estado muy ocupado reclutando en Cumae.

—¿Eso es todo? ¡No es más que una gota en el océano en comparación con nuestros efectivos! —se burló Crixus.

—No debemos subestimarles —replicó Espartaco—. Es más de una legión.

—¿Acaso la vida fácil te ha hecho perder las ganas de luchar? —preguntó Crixus con afán provocador.

Espartaco le lanzó una mirada dura.

—¿A ti qué te parece?

—Yo… —comenzó a decir Crixus.

Espartaco lo interrumpió.

—Ya te dije que lucharíamos contra Varinio y soy un hombre de palabra, pero son muchos legionarios. Por mucho que superemos en número a esos hijos de puta en una relación de uno a seis o uno a siete, he visto a muchas tropas romanas luchar contra ejércitos más grandes y salir victoriosas.

Castus lo miró ansioso. Gannicus se frotó la nariz y no dijo nada.

—¡Eso no nos pasará a nosotros! —replicó Crixus furioso.

—¡Tienes razón! —Espartaco miró al mensajero—. ¿A cuántos días de Thurium dices que se encuentran?

—A unos dos días de marcha, señor.

—Dos días…

—¿Se te ha ocurrido algo? —inquirió Gannicus al advertir su expresión pensativa.

—Podríamos tender una pequeña trampa a Varinio, algo que no se espere de unos esclavos.

—Suena interesante —comentó Castus en tono más alegre.

—Escúpelo ya —instó Crixus de mala gana.

—Carbo ha trabado amistad con uno de los centinelas que vigila la muralla de Thurium —reveló Espartaco—. De vez en cuando le lleva carne de ciervo y jabalí que ha cazado. Si le pide que abra las puertas por la noche para darle más, el tonto lo hará.

Castus enarcó las cejas.

—¿Pretendes apoderarte de la ciudad?

—¿Por qué no? La defienden tan solo unos pocos centenares de ciudadanos, la mayoría hombres ancianos o en baja forma. Si vamos esta noche, la ciudad será nuestra al amanecer.

—¿Con qué finalidad? —inquirió Crixus.

—Acércate un poco más y os lo explico —respondió Espartaco con una sonrisa maliciosa.

Publio Varinio sintió un escalofrío. Se recolocó la capa alrededor de los hombros huesudos y se acercó más al brasero situado en el centro de la tienda. La leña estaba húmeda y chisporroteaba sin cesar, pero apenas daba calor. Varinio se secó las lágrimas provocadas por el humo y soltó una maldición. Desde que abandonó la comodidad de Cumae, no hacía más que pasar frío. No importaba lo que hiciera o cómo se vistiera, no lograba quitarse el frío de encima. Tampoco era de sorprender si tenía en cuenta que cada día era una maldita repetición del anterior. Se despertaba en una tienda helada. Comía un desayuno frío. Recogían el campamento. Enviaba a las patrullas de reconocimiento. Seguía su estela cabalgando bajo la lluvia invernal en un terreno fangoso e inhóspito cubierto de granizo. No encontraban nada. Volvían a montar el campamento. Cenaba gachas con carne medio cruda y medio quemada. Dormía el sueño de los exhaustos, o de los muertos. Se levantaba al día siguiente y todo volvía a empezar. «Maldito Espartaco», pensó mientras le sobrevenía otro ataque de tos.

Varinio y sus hombres llevaban semanas persiguiendo rumores y chismorreos, pero, para su gran frustración, todas las pistas habían sido infructuosas. Aunque Espartaco estaba en boca de todos, no había ni rastro del gladiador fugitivo en la región de la Campania. Y las cosas no habían cambiado en Lucania. Localizar a Espartaco era más difícil que llegar al centro de un laberinto sin la ayuda de una madeja, pensó con amargura. Al menos al día siguiente llegarían a Thurium. Allí requisaría una casa y dormiría bajo un techo de verdad con mantas secas y calientes. Varinio soñaba con el día en que no tuviera que dormir más en una tienda.

Miró de reojo el pergamino encima de la mesa que había llevado un mensajero durante el día. Seguro que en esos momentos su autor, Marco Licinio Craso, dormía plácidamente en su lecho caliente. «Si ese capullo arrogante me viera ahora, se moriría de la risa.» A Varinio le daba mala espina recibir una carta personal de uno de los hombres que guiaba el rumbo de la República. Si hubiera tenido éxito en su cometido, se habría apresurado a abrirla, pero desde que partió de la capital, la misión parecía haber estado abocada al fracaso. A Varinio no le gustaba pensar demasiado en ello, pero seguro que Craso estaba al corriente de sus infortunios. Los informes vagos e imprecisos que había mandado a Roma no engañaban ni a un tonto, y mucho menos a uno de los políticos más ricos y astutos del país. Lo que más atormentaba a Varinio era el hecho de no poder achacar sus desgracias a la mala suerte. En retrospectiva, se daba cuenta de que dividir las tropas había sido una decisión equivocada.

Después de los sorprendentes éxitos cosechados por Espartaco contra Lucio Furio primero y Lucio Cosinio después, los esclavos habían osado atacar dos de los campamentos de Varinio. Además de causar numerosas bajas, los asaltos habían dejado por los suelos fangosos de la Campania la moral de los legionarios. La enfermedad también había debilitado a las tropas. Dada la situación, era un milagro que no hubieran desertado más soldados, pensó Varinio.

Cuando supo que los esclavos habían abandonado el antiguo campamento de Glabro, no se le pasó por la cabeza asaltarlo ni perseguir a Espartaco tierra adentro. Si bien la retirada a Cumae podía interpretarse como un acto de cobardía, la única opción sensata había sido replegarse para reagruparse y reclutar a más soldados. Si hubiera hecho cualquier otra cosa, habría tenido un amotinamiento entre manos.

Era obvio que Craso y el Senado no opinarían lo mismo. Un comandante romano nunca se retiraba más allá del alcance del enemigo, sobre todo si el enemigo no era más que un grupo de gladiadores y esclavos fugitivos.

Varinio renegó en silencio y agarró la carta. Rompió el lacre con la uña del pulgar y desenrolló el pergamino.

A Publio Varinio, pretor de la República de Roma: saludos. Espero que esta carta te encuentre bien de salud y con buenos augurios de los dioses.

Varinio hizo una mueca. «Empieza con sarcasmo», pensó. Recorrió con la vista la pulida escritura de la carta, obra de un escribano profesional.

Hace casi cuatro meses que tus oficiales y tú partisteis de Roma en una gloriosa misión encomendada por el Senado.

«Así me gusta, restriégamelo todavía más por las narices», pensó Varinio.

No obstante, las últimas noticias que han llegado a la capital son cuando menos inquietantes. Ya nos sobrecogieron en su momento la emboscada sufrida por Lucio Furio y la trágica muerte de Lucio Cosinio junto a muchos de sus hombres. También se dice que los esclavos atacaron posteriormente algunos de tus campamentos. Salvo por las revueltas sufridas durante la guerra civil, hacía generaciones que Italia no se enfrentaba a semejantes agravios. La situación no puede continuar así. No dudo que tuvieras buenos motivos para replegarte en Cumae, pero no todos en Roma ven con buenos ojos tu decisión. Con acciones de esta clase jamás conseguirás exterminar a los que han osado desafiar a la República de manera tan flagrante. Por lo tanto, no pueden repetirse. Por mucho que me duela hacerlo, me veo en la obligación de recordarte la suerte que corrió tu predecesor, Cayo Claudio Glabro. De todos modos, estoy convencido de que tu futuro será más brillante.

La mera idea de dejarse caer sobre la espada le provocó un sudor frío. Varinio se obligó a seguir leyendo.

No cejes en tu empeño. Ruego a Diana, guía de los cazadores, que te ayude a dar caza a Espartaco. ¡Y que el escudo de Marte os proteja a ti y a tus hombres! El éxito pronto será tuyo y la paz volverá a reinar en la Campania. Espero con impaciencia tu regreso victorioso a Roma.

Recibe un saludo fraternal,

Marco Licinio Craso

Por si no era consciente de ello antes, la misiva lo dejaba muy claro: si no tenía éxito o no moría en el intento, el Senado le ordenaría que se suicidara. Ese era el mensaje que le transmitía Craso con tan dulces palabras. «¿Qué he hecho yo para merecer semejante destino? ¿Cómo es posible que un cometido tan fácil se haya transformado en una tarea tan ardua?» Arrugó el pergamino y lo arrojó al brasero. Observó con cierta satisfacción cómo se ennegrecía y comenzaba a arder.

Pero el mensaje estaba grabado en su mente.

Una tos discreta le sacó de su triste ensimismamiento.

—¿Señor?

Varinio dio media vuelta.

—¡Ah, Galba! —Fingió alegrarse de ver a su centurión más veterano, un hombre con calvicie incipiente, piernas arqueadas y cara de pocos amigos—. ¿Qué sucede?

—Traigo buenas noticias, señor.

Varinio prestó atención.

—¿De verdad? Pasa, pasa. Ahí fuera sopla un vendaval de mil demonios.

Galba entró y cerró la solapa de la tienda tras de sí.

—Tal y como me ordenó, esta mañana he enviado a un jinete a Thurium y acaba de regresar.

Decepcionado, Varinio frunció el ceño. Ya sabía que él y sus hombres serían bienvenidos en la ciudad. ¿Qué sentido tenía recordárselo ahora, cuando tenía tanto frío y se sentía tan desgraciado?

—¿Eso es todo?

—No lo entiende, señor. El mensajero no pudo entrar en la ciudad porque Espartaco y sus hombres la han asediado.

Varinio no daba crédito a sus oídos.

—Por las pelotas de Vulcano, ¿es eso cierto?

—Eso dice el mensajero, señor, y es un hombre de fiar. Lleva más de cinco años en el ejército.

—¿Thurium sigue siendo nuestra?

—Al parecer, sí. Hay muchos centinelas defendiendo la muralla.

—¡Ja! Una banda de ratas de cloaca no puede apoderarse de una ciudad. ¿Qué se han pensado esos imbéciles? —exclamó Varinio recuperando la confianza—. ¿Cuántos son?

—Es difícil de decir, señor. El mensajero tampoco podía entretenerse demasiado, pero más que una legión. Calcula que unos seis o siete mil hombres, quizá más.

—Espartaco no ha perdido el tiempo —musitó Varinio con los ojos entrecerrados—. Pero no son más que esclavos, ¿no?

—No tienen nada que hacer contra nuestros hombres, señor —aseguró Galba.

—¿Disponen de catapultas o de otras armas de asedio?

—No, señor.

—Claro que no —dijo para sí Varinio—. ¿Qué tipo de terreno hay alrededor de la ciudad?

—Son casi todo llanuras, señor. Como ya sabe, el mar se encuentra a unos kilómetros hacia el este. En el norte hay una gran zona boscosa, es probable que Espartaco viniera de allí. La carretera principal se halla al oeste y atraviesa varios campos de cultivo, que se extienden hacia el sur.

—¿Significa eso que solo pueden retirarse por donde han venido?

—Así es, señor.

—¡Magnífico! —exclamó Varinio golpeándose la mano izquierda con el puño derecho—. Si salimos al amanecer, ¿cuándo podemos estar allí?

—Según el mensajero, son unos veinticinco kilómetros, señor.

—Así que llegaremos a primera hora de la tarde, eso nos da tiempo más que suficiente para librar una batalla. Yo lideraré las tropas en el ataque frontal para liberar la ciudad y la caballería les cortará la retirada. Vamos a acabar con esos cabrones.

—No saben lo que les viene encima —convino Galba con una sonrisa malvada.

—Ordena que toquen diana una hora antes del amanecer. Quiero a todos los hombres listos en cuanto salga el sol. Solo necesitan llevar armas y comida para un día —ordenó Varinio.

—¿Y las catapultas y las balistas, señor?

—No las necesitaremos.

—¿Y el equipaje y las provisiones?

—Ordena a una cohorte que nos siga con todo el equipaje y las provisiones. Otra cosa, Galba. Haz correr la voz de que el ataque de mañana será pan comido.

—Muy bien, señor. —Galba saludó al pretor con una amplia sonrisa y giró sobre sus talones.

Hacía semanas que Varinio no estaba tan contento. Se sirvió una copa generosa de vino, que curiosamente sabía mejor ahora que antes. «Ese cabrón de Craso tendrá que tragarse sus palabras. Seguro que ahora hará todos los esfuerzos posibles por granjearse mi amistad.» Varinio empezó a redactar mentalmente el texto exacto de la carta que dirigiría al Senado para informar de su victoria. “Espartaco ha muerto.” «Ese sería un buen principio.»

El pretor durmió como un bebé y comenzó el día con buen pie. En cuanto el sol empezó a teñir el cielo de rosa, su adivino —un anciano de dientes salidos originario de Latium— cortó el pescuezo a una gallina y examinó sus entrañas. Para gran satisfacción de Varinio, los augurios fueron excelentes. Al final del día brindaría a Roma una victoria aplastante: los esclavos serían aniquilados, Espartaco acabaría muerto o preso y los ciudadanos de Thurium colmarían de presentes a los legionarios. Y algo mejor todavía: Varinio tendría asegurado el futuro de su carrera política, su cursus honorum.

Como estaba eufórico, el trayecto de veinticinco kilómetros hasta Thurium se le antojó mucho más corto. Además, las tropas tenían la moral alta. En los últimos meses se había acostumbrado a sus caras largas y maldiciones susurradas cada vez que le veían. El número de deserciones y de soldados que fingían alguna enfermedad se había disparado. Ese día, por primera vez en mucho tiempo, Varinio les oyó cantar en lugar de quejarse. Los legionarios marchaban ligeros, y no solo porque hubieran dejado atrás el pesado hatillo. Marchaban con entusiasmo, era como si tuvieran ganas de luchar. Después debía acordarse de dar las gracias al veterano Galba, que desde el inicio de la campaña había realizado una gran labor.

Tan impaciente estaba por llegar a Thurium, que abandonó el protocolo y cabalgó a la cabeza de las tropas en vez de en el lugar habitual reservado a los oficiales, en la retaguardia, a cierta distancia. Únicamente la unidad de caballería, unos cuatrocientos soldados germanos, cabalgaban por delante de Varinio y los oficiales superiores. Los jinetes se habían adelantado desde el principio para reconocer el terreno y alertar sobre la posible presencia de tropas enemigas. «Esclavos estúpidos. No tienen ni idea de lo que les viene encima.»

Los fértiles campos de cultivo que bordeaban Thurium por el oeste eran idénticos al resto de las tierras de labranza del sur de Italia: grandes viñedos y trigales limitados por árboles y arbustos. Los trigales habían quedado vacíos después de la cosecha. Varias bandadas de grajos protestaron cuando los soldados pasaron junto a las ramas desnudas de los árboles que anidaban. A cado lado del camino se extendían innumerables filas de vides sin hojas, tristemente enjutas tras el glorioso follaje de otoño. Varinio, enólogo entusiasta, había probado varios vinos locales y siempre había deseado comprar una finca en la zona, pero los precios desorbitados le habían hecho desistir. «Sin embargo, después de hoy, eso ya no será un problema», pensó triunfante.

Una docena de germanos apareció ante ellos y se le hizo un nudo en el estómago. Fingió no verlos y siguió charlando animadamente con Toranius, uno de los cuestores, hasta que llegó un punto en que no pudo ignorar el galope de los caballos.

—Ah, parece que traen noticias —dijo Varinio con desenfado.

Cuando vieron su capa escarlata y el casco decorado con crin de caballo, los jinetes se detuvieron ante él. El jefe de los germanos saludó de forma somera al romano.

—Pretor, hemos divisado el ejército de esclavos —explicó en un latín con un fuerte acento germano.

—¡No es un ejército! ¡No son más que chusma!

—Desde luego, señor —admitió el germano con una leve inclinación de cabeza.

—¿Dónde están?

—Esparcidos alrededor de las murallas. No hemos visto tropas en la retaguardia.

—¿Os han visto?

—Había unos cuantos centinelas, pero hemos acabado con ellos —dijo haciendo un gesto revelador con el dedo como si se cortara el cuello—. El resto no nos ha visto.

Varinio ya saboreaba las mieles del éxito, más dulces de lo que jamás había imaginado. Se acabó marchar por el barro en el duro frío invernal. La batalla sería breve y contundente con una sola conclusión.

—Muy bien. Ya sabéis qué hacer.

—Debemos bordear la ciudad y dirigirnos al norte, donde esperaremos junto a los árboles a los esclavos que se batan en retirada. Debemos caer sobre ellos como martillos de Hades —replicó el germano.

—¡Sin cuartel! Quiero que tus hombres los maten hasta que les duela el brazo derecho y no puedan sostener más la espada —ordenó Varinio.

—Sí, señor. —El germano sonrió entusiasmado.

El jinete tradujo las órdenes de Varinio y cabalgó hacia Thurium seguido de sus hombres.

—¿Cuáles son las órdenes, señor? —inquirió Toranius.

—Quiero una formación en triplex acies en cuanto avistemos las murallas de la ciudad. —No había razón alguna para no emplear el mismo método de eficacia probada usado por generaciones de generales romanos—. Nos acercaremos a esos perros y lanzaremos la primera carga a una distancia de cien pasos.

—¿Cree que entrarán en combate, señor?

—¡Lo dudo mucho! En terreno llano, nadie supera a las legiones romanas, y mucho menos una pandilla de jodidos esclavos. Acuérdate de lo que te digo, Toranius, van a salir corriendo en cuanto nos vean. Quizá no tengamos ni la oportunidad de aproximarnos lo suficiente para arrojar los pila.

Media hora más tarde, la adrenalina pulsaba con fuerza por las venas de Varinio. Había vuelto a colocarse detrás de los hombres —al fin y al cabo, tampoco hacía falta arriesgarse de manera estúpida— y gozaba sobre su montura de una excelente vista central del campo de batalla. Toranius y los cuatro tribunos permanecieron cerca, listos para transmitir sus órdenes durante la batalla. A derecha e izquierda de Varinio se extendían en ordenadas filas las doce cohortes completas: cinco filas formando la primera línea, cuatro la segunda y tres la tercera. Una corta distancia separaba las tres líneas. Sonaron las trompetas y los soldados ocuparon sus posiciones. Varinio los contempló orgulloso. «Por todos los dioses, presentan un aspecto imponente.» Los centuriones tocaron el silbato y vociferaron sus órdenes desde la primera fila de cada cohorte; junto a cada oficial sobresalía, a la vista de todos, el estandarte dorado de la unidad. Los optiones se apostaron detrás de las últimas filas, estacas en mano. Su tarea consistía en pegar con la estaca a cualquier hombre que pretendiera retirarse. «Pero hoy nadie se retirará.»

Satisfecho con el aspecto de sus tropas, Varinio dirigió la mirada a Thurium, situada a casi un kilómetro. El mensajero había calculado bien la distancia. Una mancha negra rodeaba las murallas de la ciudad: eran los esclavos. Eso significaba que eran mucho más numerosos que sus legionarios. «¿Qué más da?», pensó el pretor con desprecio. La enorme masa de hombres que se extendía ante sus ojos no tenía ni orden ni concierto. Además, en lugar de gritos de guerra, emitían alaridos asustados. «Excelente.»

—Nos han visto. ¡Tocad la señal de avanzar! —ordenó Varinio.

El músico que estaba a su lado se llevó la trompeta a los labios y tocó unas notas cortas y seguidas. El resto de las trompetas le imitaron. Acto seguido, los legionarios comenzaron a marchar con paso decidido. «Pum, pum, pum.»

Cada vez más exaltado, Varinio cabalgó una veintena de pasos más atrás.

—¡Guardad las filas! —bramó un centurión—. ¡Preparad el primer pilum!

—¡No os precipitéis! —ordenó Galba—. La intención es atacar y golpear a todos esos bastardos a la vez.

—¡Por Lucio Furio y sus hombres! —rugió una voz.

—¡Y por Lucio Cosinio! —añadió otra.

¡VENGANZA!

El grito recorrió toda la línea ahogando los lamentos de desesperación de los esclavos.

—¡SI-LEN-CIO! —gritó Galba golpeando con la espada plana los cascos que le rodeaban—. ¡Debemos aproximarnos en silencio!

Al cabo de un rato, los centuriones y suboficiales lograron acallarlos. Los legionarios se sumieron en un extraño silencio. Varinio no había estado en muchas batallas, pero percibió el ambiente. En el aire dominaba el olor a cuero y a sudor de los hombres. Volvieron a retumbar en el suelo embarrado los clavos de las caligae tachonadas, sonido que se entremezcló con el choque de las astas de las jabalinas contra los escudos y el tintineo metálico de las cotas de malla. Había hombres carraspeando y escupiendo por doquier; murmurando plegarias a sus dioses predilectos y frotando discretamente los amuletos que les colgaban del cuello. El nerviosismo se alojó en el estómago de Varinio. Inspiró aire con fuerza y lo soltó. «Ver avanzar al enemigo en silencio produce un efecto devastador. Por eso lo hacemos.»

La distancia con respecto a los esclavos se acortó unos doscientos cincuenta pasos. Varinio estaba cada vez más ansioso. Todavía estaban demasiado lejos para arrojar las jabalinas, pero lo bastante cerca para deducir que se enzarzarían en un combate. Los legionarios, percibiendo el temor de los esclavos, estaban cada vez más impacientes. Los centuriones veteranos se ocuparon de mantener la calma y asegurarse de que nadie rompiera filas.

Cuando se encontraron a doscientos pasos de distancia del enemigo, ordenaron a los soldados que comenzaran a golpear el borde metálico superior de los escudos con sus pila.

«Clac, clac, clac.»

Era un sonido estremecedor, ideado para infundir temor en el corazón de los hombres. Era la promesa de un beso de la muerte a manos de la punta de una jabalina o la hoja de un gladius, la promesa de un viaje por la laguna Estigia al encuentro de Caronte, el barquero.

Pocos enemigos eran capaces de resistir el terror provocado por este tipo de aproximación.

Los hombres de Espartaco profirieron una oleada de gritos incomprensibles y Varinio vio cómo la masa central se partía en dos. La mitad se lanzó a la carrera hacia el sur y el resto huyó hacia el norte, al bosque.

Varinio contuvo un grito de alegría.

—¡Dos cohortes a la izquierda y tres a la derecha!

Esperó a que la trompeta transmitiera sus instrucciones antes de ordenar a las cuatro cohortes de la segunda línea que fueran en pos de sus compañeros y que las tres filas restantes permanecieran en el centro.

—Toranius, quiero que tú dirijas la persecución hacia el sur. Son campos de labranza, así que estos malditos folla-ovejas no tendrán dónde esconderse. Persíguelos hasta la muerte. ¡Mátalos a todos si puedes!

—Sí, señor. —Los dientes blancos de Toranius resplandecieron en su cara morena.

—Vosotros, quedaos aquí —ordenó a dos tribunos—. El resto, seguid a las cohortes de la izquierda. Perseguidles hasta que caigan en manos de los germanos. Llegado el momento, la caballería cargará contra ellos y los empujará contra vuestra pared de escudos. —A continuación se dirigió al trompeta—: Toca la orden de ataque. ¡Jabalinas a discreción!

Varinio comprobó satisfecho que sus órdenes se obedecían al instante. Los legionarios comenzaron a lanzar nuevos gritos de guerra y esta vez los centuriones no les silenciaron.

«¡Muerte! ¡Muerte! ¡Muerte!»

A la izquierda del pretor el cielo se oscureció con los cientos de pila arrojados contra los esclavos que se batían en retirada. Las jabalinas trazaron un grácil y letal arco en el aire. Varinio contó los latidos de su corazón. Uno. Dos. Tres. Cuatro. Las puntas de los proyectiles giraron al este. Seis. Siete. Ocho. Se oyeron los primeros gritos y Varinio dejó de contar y sonrió. «No hay nada como unas jabalinas para sembrar el pánico entre una multitud que se da a la fuga.»

Varinio se volvió hacia la derecha y el mismo escenario se repitió ante sus ojos. Toranius haría un buen trabajo. Era joven, pero juicioso.

Miró de nuevo al frente. La puerta principal de la muralla se estaba abriendo. Sus defensores querían vivir la acción de cerca, pensó divertido. Debían apresurarse si no querían perdérselo todo. «O quizá deseen agradecerme que les haya salvado sus miserables culos.»

Cientos de hombres armados salieron en tropel de Thurium vestidos con cotas de malla romanas y los típicos cascos de bronce con plumas. Corrían en silencio, directos hacia las tres cohortes.

Varinio parpadeó.

—En nombre de Júpiter, pero ¿qué hacen?

Miró en derredor, pero Toranius y los tribunos hacía tiempo que se habían marchado. Cuando volvió a mirar al frente, los hombres se habían acercado una veintena de pasos. A Varinio le sorprendió ver que algunos llevaban bigote y el pelo largo. Recorrió todas las filas con la vista y casi se le paró el corazón. En la primera fila había un nubio y un hombre con el rostro tatuado que solo podía ser un escita o algo similar.

—¡N-no son romanos! ¡Es una trampa! —chilló.

El trompeta lo miró ansioso con el instrumento medio levantado.

—¿Cuál es la orden, señor?

—¡Cerrad filas! —bramó Varinio—. ¡Preparaos para arrojar las jabalinas a cincuenta pasos!

«Tan-tara. Tan-tara-tara.»

Los legionarios juntaron los escudos con estrépito.

—¡Brazo derecho atrás! —ordenaron los centuriones—. ¡Jabalinas preparadas!

Varinio desmontó y entregó al ordenanza las riendas de su montura para que mantuviera al caballo alejado de todo peligro. Levantó el escudo y desenvainó la espada. Era la segunda vez que usaba el arma en una batalla, pero la firmeza de la empuñadura de marfil le infundió confianza.

—Muy bien. Vamos a enseñar a esos cabrones lo que significa el valor. ¡POR ROMA!

—¡POR ROMA! —rugieron los hombres a modo de respuesta—. ¡POR ROMA!

Varinio se envalentonó.

—¿Es esto todo lo que tienes para mí, Espartaco?

No lo era.

Varinio abrió los ojos horrorizado. La oleada de hombres que surgía de la ciudad no se había detenido, sino que se había vuelto más densa. Superaban en número a las tres cohortes y la balanza se inclinaba cada vez más a favor de los esclavos. Además, Varinio percibió en los ojos de los hombres que corrían hacia ellos la misma determinación inquebrantable que transmitía la mirada de los veteranos guerreros romanos. El enemigo seguía corriendo en silencio. Solo cincuenta pasos separaban ya a ambos bandos. Los centuriones dieron la orden de arrojar las jabalinas. En respuesta a lo cual, los esclavos frenaron el paso y lanzaron su propia lluvia de proyectiles. A continuación, Varinio contempló pasmado cómo los esclavos levantaban los escudos para protegerse.

—¡Levantad los escudos! —gritaron los centuriones.

Como un tonto, Varinio miró hacia arriba. Cuando vio que algo volaba en su dirección, se agachó detrás del escudo. El movimiento le salvó la vida. Oyó un silbido y el pilum surcó el aire por donde había estado su cabeza y se clavó en el suelo a no más de un palmo de distancia. Dos pila más aterrizaron a su izquierda. Un alarido desgarrador a sus espaldas le indicó que el ordenanza había sido alcanzado. Varinio sacudió incrédulo la cabeza como un borracho que intenta encontrar el camino a casa.

—Esto no puede estar pasando.

Pero estaba pasando.