Carbo se despertó nervioso mucho antes del amanecer. El asalto sobre Nola había sido un éxito sin precedentes que les había reportado una gran cantidad de ropa y comida; la incursión de Nuceria había arrojado un resultado similar y no cabía duda alguna de que lo mismo sucedería en Forum Annii. Antes de revisar las armas, bebió agua y engulló un poco de pan del día anterior untado con miel. A esas alturas, comprobar que la hoja de la espada estuviera afilada, que las puntas de los pila estuvieran fijas y que la cinta de la barbilla que sujetaba el casco de bronce estuviera en posición se había convertido en un acto reflejo. Navio estaba haciendo lo mismo delante de la tienda contigua.
Carbo sintió la primera punzada de inquietud cuando oyó por azar a un grupo de antiguos esclavos de una granja que se jactaban sobre quién mataría a más ciudadanos en Forum Annii. Cuando les amonestó por sus palabras, se le rieron en la cara. Al contárselo a Navio, este respondió con un simple encogimiento de hombros.
—Eso es lo que ocurre cuando se asalta una ciudad. Siempre ha pasado y siempre pasará, lo cual no significa que debas participar en ello, pero tampoco puedes evitarlo. Son cosas que suceden en la guerra.
«La guerra», repitió para sí Carbo con inquietud, por extraño que sonara, en eso parecía haberse convertido la rebelión de Espartaco. «Es inevitable que se derrame sangre inocente.» Carbo se alegró de que Chloris se quedara en el campamento.
Hubiera preferido entrar en la ciudad junto con Espartaco, pero no iba a ser así. Durante la marcha al sur, Navio y él habían sido asignados a unas nuevas cohortes: Navio al mando de una de ellas, como era natural, y Carbo como segundo oficial de la cohorte de Egbeo, un hombre que acataba las órdenes de Espartaco y no autorizaría una matanza indiscriminada.
En su inocencia, Carbo había dado por supuesto que todos seguirían esa orden, pero la fanfarronería de los esclavos le había dejado claro que no sería así. Mientras acudía a ocupar su puesto, oyó otras amenazas similares. Le resultaba difícil aceptar que algunos esclavos sintieran un odio tan profundo por sus antiguos amos, o por los romanos en general. ¿Era eso lo que sentía Paccius? Seguro que no. ¿Y el resto de los esclavos de la casa de sus padres a los que había conocido desde niño? Carbo se negaba a creer que albergaran tal aversión hacia su padre, que, pese a sus defectos, no era un amo cruel. Chloris, por su parte, parecía haber aceptado su suerte con serenidad.
A pesar de todo, si era sincero consigo mismo, no era difícil comprender por qué algunos esclavos estaban tan resentidos. Pensó en los esclavos que habían pertenecido a algunos de sus antiguos amigos en Capua. La vida para ellos había sido distinta que la de sus esclavos: las palizas eran una constante diaria, las violaciones eran habituales y, si se consideraba que un esclavo había robado o cometido un delito grave, era torturado. Carbo también había visto a más de un hombre con la letra «F» de fugitivus grabada a fuego en la frente, el castigo reservado para los que eran capturados tras intentar huir, y aunque las ejecuciones no eran muy frecuentes, también se producían.
«Si mi vida hubiera estado sujeta a semejantes reglas, ¿cómo me sentiría si de pronto se volvieran las tornas?»
Carbo notó un nudo incómodo en el estómago. Solo había una respuesta a la pregunta, pero se negaba a admitirla. Para algunos, la vida de esclavo había sido un infierno y querían aprovechar cualquier oportunidad que se les brindara para vengarse. A Carbo se le helaba la sangre cuando pensaba en lo que iba a suceder en Forum Annii. Aunque no quisiera participar en el asalto, debía hacerlo. Para bien o para mal, era un hombre de Espartaco, tanto si luchaban contra una legión como si estaban a punto de saquear una ciudad.
—¡En marcha! —ordenó Espartaco en voz baja—. No os separéis. Debemos mantener un frente unido mientras avanzamos.
Carbo se pasó la lengua por los labios secos.
—Ya lo habéis oído —dijo entre dientes a los hombres de su lado—. En marcha, a paso lento.
Iniciaron la marcha y miles de hombres fueron surgiendo de detrás de los árboles, armados con lanzas, espadas y estacas afiladas. Espartaco también distinguió guadañas y algún azadón, y hasta un martillo de herrero. ¿Era Pulcro? No estaba seguro. Las volutas de neblina ocultaban el rostro de los esclavos, que caminaban en formación siguiendo las órdenes de sus líderes. «Por ahora se mantiene la disciplina, que siga así.»
Pero sus esperanzas resultaron en vano.
Cuando apenas habían avanzado un centenar de pasos, un puñado de galos de Crixus abandonó sus posiciones y levantó las armas, preparados para cargar contra Forum Annii como una manada de lobos hambrientos.
«Malditos sean», pensó Espartaco y levantó la mano para frenar a sus hombres.
—Tranquilos, tranquilos. Dejad que esos necios se adelanten.
No obstante, Crixus ya trotaba en pos de sus hombres riendo como un loco.
Lo que sucedió a continuación fue como si se retirara de repente la presa de broza que hubiera bloqueado un río durante todo el invierno. Casi todo el ejército se lanzó a correr como un enjambre furioso por los campos arados vociferando gritos y alaridos en una cacofonía ensordecedora que helaba la sangre. Solo los hombres de Espartaco, Navio y Egbeo mantuvieron sus posiciones.
El factor sorpresa carecía de importancia en este caso, pero Espartaco frunció el ceño ante la falta de disciplina de los hombres. De todos modos, como no quería perderse la acción y se imaginaba que podía haber mucho dinero en algunas casas y hasta cartas de Roma en los despachos de los políticos locales, decidió no esperar más.
—¡Tras ellos! —bramó—. ¡No queremos ser los últimos en llegar a la fiesta!
Esa era toda la autorización que precisaba el resto de los esclavos, que se lanzó a la carga con un gran rugido inarticulado.
Al cabo de un cuarto de hora, Carbo cejó en su empeño de controlar a las tropas, era como tratar de llamar al orden a una jauría de perros después de atrapar a una liebre. No le harían caso hasta que la presa hubiera muerto. Perdió la cuenta del número de veces que chilló a sus hombres para que no amputaran la extremidad de algún anciano ni arrancaran la ropa de las mujeres que empujaban al suelo. Las pocas veces que le oyeron, levantaron la mirada sorprendidos y Carbo estaba seguro de que volverían a la carga en cuanto les diera la espalda.
Forum Annii se había transformado en una imagen viviente del Hades. Las calles estaban llenas de hombres que reían enloquecidos con la espada ensangrentada, de cuerpos mutilados y de mujeres y niños chillando. También vio a los amos de algunas casas que, pese a ir armados, eran aniquilados sin miramientos. Varias viviendas eran pasto de las llamas y el tejado de una de ellas se derrumbó. El aire era asfixiante, destilaba un fuerte olor a quemado y un penetrante hedor a sangre y mierda. Carbo no sabía qué hacer. Llevado por un impulso, golpeó y dejó sin sentido a uno de sus hombres para impedir que asesinara a una niña de apenas diez años, pero sus amigos se volvieron hacia él blandiendo las armas con gesto amenazador. Viendo que su vida corría peligro, Carbo soltó el escudo y se llevó a la niña. No era ese el mejor momento para tratar de imponer su autoridad. Si al menos podía salvar la vida de una niña, ya sería algo.
En cuanto se hubieron alejado una cincuentena de pasos, la atención de los esclavos se desvió hacia otro lado y Carbo se dirigió a su acompañante, una niña delicada que lucía una túnica refinada.
—¿Dónde hay un lugar seguro para esconderse? —preguntó.
Ella le clavó la mirada, los ojos negros de terror.
Carbo suavizó su expresión.
—No voy a matarte.
—¡M-m-adre! —sollozó.
Carbo se giró y vio a unos veinte pasos a una mujer echada en el suelo. Varios hombres la mantenían inmovilizada pisándole las manos y los brazos en cruz mientras un gladiador sudoroso la violaba, alentado por más de una docena de esclavos que bebían de un ánfora rota mientras aguardaban su turno. «¡Por todos los dioses!»
—No mires —ordenó Carbo—. Nadie te va a hacer daño, te lo juro.
La niña rompió a llorar y Carbo se agachó para estar a su altura.
—Intenta tranquilizarte —dijo con suavidad—. ¿Dónde puedo esconderte? ¿Dónde puedes estar segura? ¿Hay un templo cerca?
La niña señaló un extremo de la calle.
—¿De qué Dios es?
—Júpiter.
«No servirá. Júpiter es el símbolo de Roma por antonomasia. Ningún esclavo lo respetará.»
Carbo tuvo un momento de inspiración.
—¿Y Dioniso? ¿Conoces a algún esclavo que lo venere?
Ella lo miró sorprendida antes de asentir.
—Padre deja que los esclavos veneren a Baco. Dice que les da esperanzas, un motivo para vivir.
—Es un hombre sabio. Vamos, rápido. Llévame hasta allí.
La niña dejó atrás el degradante final de su madre y caminó calle arriba con paso tambaleante. Carbo la siguió con la espada desenvainada y amenazaba a quienquiera que se acercase con cortarle los huevos y dárselos a los cerdos de una pocilga colindante. Con tanto botín fácil donde escoger, los que se aproximaron se contentaron con proferir cuatro obscenidades sobre la niña y les dejaron pasar sin mayor problema. La niña avanzó sin titubear. Por el camino vieron dos caballos linchados, ropa por el suelo, vasijas de barro rotas y un sinfín de cuerpos sin vida. Por fin llegaron a una casa en el linde de la ciudad. Carbo revisó la zona y sintió un gran alivio al ver que no había ningún esclavo ni gladiador a la vista; lo más probable era que hubieran pasado de largo en dirección al centro.
—¿Es esta tu casa?
—Sí.
Como muchas viviendas romanas, era un edificio rectangular con paredes altas sin aberturas, salvo por algún ventanuco de cristal. La única entrada visible eran dos grandes puertas de madera en una pared lateral que daba a la calle. Una estaba abierta, lo cual era inusual. Oyeron voces y risas procedentes del interior.
«¡Por todos los dioses! Eso cabrones siguen aquí.» Carbo se detuvo y se llevó el dedo a los labios.
—¿Atacaron la casa y tu madre huyó contigo? —preguntó en un susurro.
La niña asintió llorosa.
—¿Y tu padre?
—S-se quedó con mi hermano para que mi madre y yo pudiéramos escapar —murmuró sin mirarlo.
«Seguro que están muertos y ella se lo imagina. Si entramos, correremos la misma suerte.» A Carbo le hervía la sangre por dentro. «Ten fe en Dioniso. Ariadne es su servidora y Espartaco ha sido bendecido por él. Nadie nos hará daño en su presencia.»
—¿Dónde está el altar?
—En el patio trasero. Da al campo.
—¿Se puede llegar hasta allí sin entrar en la casa?
—Sí, hay una pequeña verja en el muro del jardín. Nunca está cerrada. Así es como entraron —explicó con el rostro contraído por el dolor.
—No lo pienses más. Llévame hasta allí.
La niña se enjugó las lágrimas y caminó rápido hasta el final de la calle. Carbo la siguió y echó un vistazo a la casa. Solo vio el vestíbulo, pero el jolgorio que se oía significaba que al menos había dos esclavos dentro. «Ya veremos cómo te las apañas llegado el momento, pero lo primero es poner a la niña a salvo.»
Rodearon la casa, dejaron la calzada atrás y pisaron la tierra recién arada del campo. Carbo divisó la hilera de árboles tras la que se había escondido el ejército hacía poco y vislumbró unas cuantas figuras moviéndose, unos rezagados sin duda. Aunque estaban lo bastante lejos como para no ver a la niña, Carbo se sintió aliviado cuando vio la verja. También estaba entreabierta. La niña se volvió hacia él con expresión aterrorizada.
—No te muevas, entraré yo primero.
Carbo respiró hondo y fue de puntillas hasta la puerta. Echó un vistazo a su alrededor; no había nadie a la vista. Vio un gran huerto romano al estilo tradicional, con la mitad del terreno ocupado por viñas, limoneros, higueras y manzanos; el resto estaba dedicado a hortalizas y hierbas aromáticas. Una pared de ladrillo rojo rodeaba el huerto por tres cantos. El muro posterior de la casa era el cuarto lado, donde una puertecilla daba acceso al jardín, pero por fortuna estaba cerrada.
Carbo vio una construcción que parecía una caseta para las herramientas y un pozo, pero ningún altar.
—¿Dónde está?
—No se ve desde aquí, está en la pared —respondió la niña dando unos golpecitos a la pared de ladrillo.
Carbo comprendió a lo que se refería y se dispuso a entrar. La zona dedicada a Dioniso saltaba a la vista: dos filas de columnas sobresalían una docena de pasos del muro. Los pilares estaban cubiertos por un techo bajo de madera. Aunque no pudiera compararse ni con el más pequeño de los templos romanos, no cabía duda de que se trataba de un lugar de culto. El suelo, mal pavimentado con varias losas, estaba cubierto por múltiples ofrendas, desde docenas de pequeñas lámparas de aceite hasta figurillas de Dioniso y sus ménades, pasando por jarras de vino, montoncitos de aceitunas y espigas de trigo. También había varias monedas de bronce y hasta algún denarius de plata.
Al aproximarse al altar vio las imágenes que veneraban aquellos que habían dejado las ofrendas. La zona del muro que estaba protegida por la techumbre había sido enyesada y encima se habían pintado tres grandes paneles rodeados de hiedra, uno de los emblemas de Dioniso. El panel izquierdo mostraba una bucólica escena de la vendimia con unos jornaleros recolectando la uva y metiéndola en cestos, mientras otros llevaban la fruta morada a una figura que yacía en segundo plano sobre un diván y era abanicada con ramas de parra. El joven Dioniso estaba desnudo y sostenía el típico cántaro empleado en los rituales. De forma instintiva, Carbo inclinó la cabeza. «Tú que eres grande, Dioniso, solicito tu protección para ambos.»
En el panel central Dioniso estaba representado con barba y como un hombre de mayor edad. Lucía una túnica griega y la piel de un fauno encima de los hombros. A su alrededor había varias mujeres, algunas lisonjeándole, otras bailando extasiadas y otras copulando con hombres en el suelo. Pero al llegar al tercer y último panel, a Carbo no le gustó lo que vio: Dioniso aparecía de nuevo como un hombre joven vestido en paños menores que descendía al infierno para estrechar la mano de Hades. «¿Es eso lo que has hecho hoy? ¿Un pacto con Hades? Porque eso es lo que parece.»
Carbo apretó la mandíbula. Fueran cuales fueran las intenciones de Dioniso, al menos la niña estaría segura allí. Dio media vuelta y la encontró mirándole fijamente.
—Pensaba que solo los esclavos y las mujeres veneraban a Baco, o los extranjeros.
—La esposa de mi líder es sacerdotisa de Dioniso y he aprendido a respetarle y venerarle.
—Tú eres romano —dijo en tono acusador—. ¿Qué haces con estos esclavos asesinos?
—No es asunto tuyo —espetó mientras señalaba una puerta—. Esa puerta de ahí, ¿puede cerrarse desde aquí?
—No, solo desde la cocina.
«¡Maldición!» Pero si se quedaba con la niña, no podría rescatar a otros niños.
—Quédate bajo el techo del altar. Nadie se molestará en salir al jardín y, si alguien sale, no te verán —mintió.
—¿Vas a dejarme sola? —La niña rompió a llorar de nuevo.
—Tengo que irme —murmuró Carbo incómodo. En un esfuerzo por tranquilizarla añadió—: Voy a echar un vistazo a la casa y verificar que aquí estás segura. —«¿Segura?»
Sus palabras no surtieron el efecto deseado, pero Carbo ya no sabía qué más decir o hacer. Espada en mano, se dirigió a la pequeña puerta de madera. Puso la oreja y escuchó. Las voces eran audibles, pero difusas. Carbo esperó a contar cincuenta latidos de su corazón antes de entrar. El nivel de ruido no varió. «Bueno. Al menos no hay nadie en la cocina.» Volvió a poner la oreja. Nada. Con un nudo en el estómago, abrió la puerta y miró dentro. La cocina había sido saqueada a fondo. Había vasijas rotas por todas partes y habían arrancado las puertas de los armarios. Había varias bolsas de harina rasgadas y ristras de cebollas y ramilletes de hierbas aromáticas por el suelo. Un espeso charco amarillo de aceite rodeaba un ánfora hecha añicos. No parecía haber nadie cerca. Carbo se aventuró unos pasos más hasta que vio un charco de inconfundible color bermellón y se puso rígido. Avanzó de puntillas y encontró a un anciano echado en el suelo de la cocina. El esclavo —o eso parecía— estaba casi decapitado, con la cabeza inclinada en un ángulo extraño y antinatural. Carbo jamás había visto un charco de sangre tan grande. «Debe de haberse desangrado.»
De pronto oyó el alarido de una mujer y se quedó clavado en el sitio. Le siguió otro grito desesperado, también femenino, y varias risotadas masculinas.
—¿Por qué no nos las follamos en el patio? —rugió una voz.
—Buena idea —dijo la segunda voz.
—Yo iré primero —añadió una tercera voz con tono autoritario—. No pienso follármelas después de vosotros. Seguro que pillaría algo y se me caería la polla.
Sonaron unas risitas nerviosas, pero nadie le contradijo.
«¡Es Crixus! ¿Qué hace aquí?» Carbo se volvió de nuevo hacia la puerta con paso sigiloso. Cuando casi había llegado, la primera mujer volvió a chillar.
—¡No! ¡Por favor! ¡No!
«¿Chloris? Por todos los dioses, ¿cómo es posible? ¿Por qué?» El horror lo paralizó. Chloris volvió a suplicar y Carbo no tuvo duda alguna de que era ella. «Por todos los dioses, ¿qué hago? Si salgo ahí fuera, Crixus me matará.» Pero si no hacía nada, le atormentaría la vergüenza para siempre.
Apretó los dientes y dio media vuelta otra vez. No era posible rodear al anciano sin pisar su sangre. Carbo dudó un instante y decidió mojar los dedos de su mano izquierda en el líquido pegajoso y untarse la cara con él. Si pretendía encararse a Crixus sin sucumbir en el intento, debía aparentar que había matado a media ciudad con sus propias manos.
Aferrándose con fuerza a la espada, entró en el patio, que, al igual que el jardín, estaba lleno de árboles frutales, pero también había una fuente, unos arbustos y unas estatuas griegas de los dioses. Le recordó al patio de su casa. A través de las plantas, a una veintena de pasos, vislumbró a Crixus y a otros dos hombres con el cabello largo. A sus pies pudo ver el tronco inferior de dos mujeres desnudas. Chloris y otra joven. El musculoso trío estaba vestido con cotas de malla y sostenía sendas espadas ensangrentadas. Todos eran galos. «Crixus solo se rodea de los de su raza.» Carbo notó que le abandonaba el valor. Así debió de sentirse Yolao, el sobrino de Hércules, cuando le ordenaron que se enfrentara a la Hidra. «¿Qué puedo hacer? Amenazarles no servirá de nada.» Mientras se devanaba los sesos en busca de una solución, se precipitaron los acontecimientos.
—¡Tenemos compañía! —alertó uno de los amigos de Crixus y adoptó la posición de combate.
Los otros dos dieron media vuelta airados.
—No os preocupéis, soy uno de los vuestros —dijo Carbo esforzándose por adoptar un andar resuelto.
—¿Pretendes distraerme en plena faena? —gritó Crixus con el ceño fruncido, pero adoptó de inmediato un tono burlón—. Pero mira quién es, el pequeño lameculos romano de Espartaco. Al menos veo que has matado a alguien. ¿Qué haces husmeando por aquí?
—Buscando cosas de valor, como todos —mintió Carbo.
—Pues aquí no vas a encontrar ni una mierda. Los ahorros de la familia son nuestros, estaban bajo una losa en el atrio —dijo mientras señalaba con la cabeza a las dos mujeres—. Y estas dos zorritas se habían escondido en el armario de uno de los dormitorios. Son un regalo de los dioses, ¡qué nos han reservado lo mejor para el final! —exclamó frotándose la entrepierna.
Sus hombres rieron a carcajadas.
Carbo dio un paso adelante como si deseara comprobar su belleza. «¿Realmente es Chloris?» Horrorizado, se le encogió el corazón. Era ella. Su delicado rostro y el hoyuelo de la mejilla izquierda —ambos bañados en lágrimas— eran inconfundibles, al igual que sus cicatrices. Cuando vio la cara ensangrentada de Carbo, Chloris gritó.
—No le gustas —rio Crixus con maldad—, pero como me pillas de buen humor, dejaré que te la trajines cuando nosotros hayamos acabado. ¿Qué te parece?
—Bien, gracias —respondió Carbo, que de pronto fingió un grito de sorpresa—. ¡Por todos los dioses! —exclamó dando un puntapié a la sandalia de Chloris—. ¿Eres tú, Chloris?
Como no respondió, Carbo le propinó una patada más fuerte.
—¡Responde!
—S-sí —contestó, pero sus ojos aterrados no parecieron reconocerle.
—¡Es ella! —confirmó con una amplia sonrisa—. ¡Qué coincidencia!
Crixus frunció el ceño.
—Esa puta no hacía más que decir que era de los nuestros, pero pensaba que mentía.
Carbo replicó antes de que el miedo le obligara a tragarse las palabras para siempre.
—No mentía. Chloris es mía, me pertenece —dijo Carbo y vio con el rabillo del ojo que esta le alargaba una mano suplicante—. La muy tonta debe de habernos seguido hasta la ciudad. Deja que me la lleve. Te buscaré a otra mujer que la reemplace o dos, ¡y más guapas!
Crixus agarró la empuñadura del gladius con fuerza y blandió el arma amenazante ante la cara de Carbo, que se vio obligado a dar un paso atrás.
—¡Serás sinvergüenza! ¿Crees que voy a dejar que te lleves este coñito? ¡Me importa una mierda si es tuya o no!
Carbo se sonrojó.
—Yo…
—¡Largo de aquí! —Crixus miró a Chloris—. Así que eres suya, ¿eh? Recuérdame que te corte el cuello cuando hayamos terminado.
—¡No! —gritó Carbo haciendo ademán de desenvainar.
Crixus le pinchó la barbilla con la punta de la espada.
—Estás agotando mi paciencia, romano. ¿Quieres morir ahora?
«Si yo muero, Chloris también morirá.»
—No.
—Veo que tienes cerebro. Voy a contar hasta tres. Si sigues aquí cuando haya acabado, dejaré que mis amigos te trinchen. Uno…
Carbo lanzó a Chloris una mirada de aliento —o eso esperaba— antes de dar media vuelta y salir corriendo. A sus espaldas oyó las risas burlonas de los galos. Pensaba que Chloris gritaría su nombre y le suplicaría que se quedara, pero no fue así.
Eso le dolió todavía más.
Carbo saltó por encima del cadáver de la cocina, abrió la puerta de golpe y salió apresurado al jardín. De pronto vislumbró a la niña, que surgía del altar con la boca abierta, a punto de formular una pregunta.
—Vuelve ahí dentro —susurró—. Esos malditos bastardos no tienen por qué salir aquí fuera.
—¿Adónde vas? —gimió.
—En busca de ayuda —respondió mientras corría hacia la verja tratando de no pensar que estaba dejando sola a una niña indefensa.
Espartaco. Tenía que encontrar a Espartaco.
Si no le encontraba rápido, Chloris moriría.
Los momentos siguientes fueron los más largos de la vida de Carbo. Jamás había sentido tanto apremio ni tanta frustración con cada paso que daba.
En las calles no se veía más que muerte y destrucción y a los responsables de ello. No vio a Espartaco por ningún lado y hasta le costó reconocer a muchos de los hombres armados con los que se topó en su camino. Por fortuna a ellos no les sucedió lo mismo y nadie le agredió, incluso le contestaron cuando preguntó por su líder. Carbo desconocía el motivo, pero tenía la sensación de que la violencia había amainado y, con ella, la sed de sangre. Ahora los esclavos y gladiadores estaban centrados en buscar vino, comida y mujeres, no necesariamente en este orden.
Muchos hombres estaban sentados en enormes ánforas tumbadas y se agachaban para tragar el vino que caía al suelo a borbotones mientras se pasaban trozos de carne que arrancaban con los dientes y cortaban con cuchillos todavía ensangrentados lonchas de grandes quesos redondos. Carbo vio algunas bolsas de piel con monedas abiertas a los pies de algunos soldados. Nada de todo ello le sorprendía, lo que le desconcertaba y enervaba eran los gritos desgarradores de las mujeres, que cortaban el aire como un terrible coro de horror y dolor. Allá donde miraba había mujeres siendo violadas, la inmensa mayoría por hombres, pero a veces era mucho peor. ¿Cómo era posible que obtuvieran placer por penetrar a una mujer con una lanza o una espada? Carbo no lo entendía. No tardó en vomitar los restos de su exiguo desayuno. Aturdido por tanta violencia, deambuló de casa en casa y recorrió todos los templos, tiendas y establos en busca de Espartaco.
Cuando por fin lo encontró, fue por pura casualidad. Mientras iba en su busca, divisó a uno de los escitas, que lo observaba con el ceño fruncido desde el portal de una casa.
—¿Has visto a Espartaco?
—Ahí dentro —respondió con un gruñido—. ¿Por qué?
Carbo se abrió paso impulsado por la desesperación, que era muy superior al miedo que le tenía a Atheas.
—¿Dónde está…?
—Trabajando en… en el patio.
Carbo pasó corriendo por delante del tablinum, donde divisó varias máscaras mortuorias de los antepasados de los propietarios, antes de acceder al espacioso patio central. Espartaco estaba repantigado en un banco de piedra, rodeado de pilas de pergaminos enrollados. Taxacis estaba sentado junto a él en el suelo bebiendo vino de una refinada copa de cristal. Ambos levantaron la vista sorprendidos cuando Carbo irrumpió en el patio. Taxacis torció el gesto.
—Por el Gran Jinete, ¿qué te ha pasado? —preguntó Espartaco.
Carbo se frotó distraído la sangre seca de la cara.
—No es mía.
—Me alegra saberlo —respondió Espartaco contemplándole con ojos inquisitivos, como los de un pájaro—. Pareces asustado, ¿qué sucede?
Carbo le relató todo de manera atropellada, casi sin respirar.
Espartaco se levantó de inmediato al tiempo que maldecía en silencio su mala fortuna. Si deseaba evitar problemas con Crixus, podía —debía— negarse a hacer nada. No obstante, si tenía en cuenta la lealtad incondicional que le profesaba Carbo, eso habría sido una gran traición. Crixus estaba actuando mal, no había más que hablar. De todos modos, ¿qué daño podía hacer su intervención? «Pronto lo sabremos.»
—Démonos prisa o será demasiado tarde.
Carbo notó una enorme bola de plomo en el estómago. «Es probable que ya sea demasiado tarde.»
—¡Taxacis, Atheas! —gritó Espartaco. Se dirigió a Carbo—: ¿Hacia dónde?
Aturdido, Carbo se volvió hacia la puerta con los tres hombres pisándole los talones.
«Dioniso, haz que todavía estén vivas, por favor. Chloris y su compañera, y la niña también.»
No tardaron en llegar a la casa. Carbo hizo ademán de entrar primero, pero Espartaco no se lo permitió.
—Nosotros iremos delante.
Resentido, Carbo se apartó.
—¿Dónde están?
—En el patio.
—¿Y son tres?
—Al menos yo no he visto a más.
Espartaco desenvainó la sica con un sonido vibrante, la larga hoja curvada estaba cubierta de unas inequívocas manchas oscuras. «No sé lo que habrán hecho los demás, pero al menos yo hoy no he matado a ninguna mujer.» Miró de soslayo a los escitas, que estaban pasando el dedo por las hojas de sus espadas.
—No quiero que se derrame ni una gota de sangre salvo que sea necesario.
Ambos sonrieron con malicia.
—Vamos.
Espartaco se adentró en el atrium con lentitud. Los escitas le siguieron con paso felino. Carbo iba el último. Al cruzar el umbral, observó por primera vez la imagen de un perro negro que gruñía en el mosaico del suelo. Parecía de verdad. Una cadena alrededor del cuello era lo único que le impedía saltar sobre Carbo. A sus pies una frase rezaba: Cave Canem. «Cuidado con el perro —pensó preocupado—. No lo he oído en el patio, ¿por qué será?»
La respuesta se encontraba a una docena de pasos más allá, donde yacía el cuerpo de un perro en medio del pasillo. A pesar de tener la boca torcida en un gruñido, los ojos tenían ese brillo cristalino que solo la muerte produce. Tenía el cuerpo lleno de cortes profundos y varias tiras violetas de intestino se habían escabullido del vientre, en un charco de sangre como salchichas en salsa de vino tinto.
—No era rival para Crixus —susurró Espartaco—. Casi nada lo es.
El miedo se apoderó de nuevo de Carbo. No oía nada. ¿Habían llegado demasiado tarde?
El leve gemido que llegó a sus oídos al cabo de un momento —el gemido de una mujer— le alegró el corazón. El sonido iba acompañado del sonoro gruñido de un hombre. «Haz que Chloris siga viva.»
Espartaco hizo un gesto rápido y en el acto tuvo a un escita a cada lado. Sudando a raudales, Carbo se colocó detrás. Al recibir la señal, entraron corriendo en el tablinum y rodearon el impluvium, la piscina donde se recolectaba el agua de lluvia del tejado, y llegaron a las puertas del patio.
Temiendo lo peor, Carbo miró por encima del hombro de Espartaco. Solo había un galo de pie, que distraído se limpiaba las uñas con la punta de la daga y observaba a Crixus y al otro hombre beneficiándose a ambas mujeres. Carbo se secó las lágrimas de rabia de los ojos. No era momento para mostrarse débil.
Espartaco se volvió hacia cada uno de ellos y dijo «perfecto» moviendo solo los labios. A continuación, levantó la mano izquierda y dio la orden de avanzar. Los escitas y él saltaron hacia adelante como dos flechas. Carbo aceleró el paso para no perderles.
Recorrieron en silencio los veinte pasos que les separaban del primer hombre, que, para cuando se dio cuenta de lo que ocurría, ya tenía la espada de Atheas pinchándole el cuello. El galo soltó la daga, que cayó con un sordo sonido metálico en el parterre de flores. Espartaco se llevó el dedo a los labios y, asustado, el soldado asintió. Crixus y su compañero seguían embistiendo con ahínco a sus víctimas, totalmente ajenos a lo que sucedía. Como era de esperar, las mujeres tenían los ojos cerrados. Chloris se mordía un puño.
A Carbo le hervía la sangre. Ya no solo quería rescatar a Chloris, sino matar a los galos. «Por eso Espartaco me ha obligado a ir el último —pensó—. Sabía cómo iba a reaccionar.»
—¡Crixus! —gritó Espartaco.
El galo giró su enorme cabeza y torció el gesto sorprendido. Soltando una maldición, se apresuró a sacar el miembro de la compañera de Chloris y se puso en pie. Su amigo hizo lo propio. Ambos vestían una cota de malla, pero estaban desnudos de cintura para abajo. Carbo observó furioso que ambos tenían el pene ensangrentado.
—¡Malditos animales! —espetó.
Trató de pasar por delante de Espartaco, pero el férreo brazo del tracio le bloqueó el paso.
—Ya me suponía que irías con el cuento a tu amo. ¡Eres un cobarde de mierda! —rugió el galo clavando la mirada en Espartaco. A diferencia de sus compañeros, su rostro no delataba ningún temor. No obstante, Crixus tuvo el sentido común de no alargar la mano para intentar coger el arma—. ¿Y a ti qué se te ha perdido por aquí?
—Carbo me ha pedido que viniera —respondió Espartaco—. Una de estas mujeres le pertenece.
—Dudo que la quiera ya —replicó Crixus burlón—. Ahora lleva mi semilla dentro y la de Lugurix también. Y Segomaros le estaba dando un buen repaso cuando habéis llegado.
Segomaros sonrió y Carbo intentó en vano apartar el brazo de Espartaco.
—Sea como sea, esto se acaba aquí. La chica se viene con nosotros, y la otra también —replicó Espartaco.
—Yo soy uno de los líderes de esta maldita rebelión —bramó Crixus con las venas del cuello hinchadas—, así que puedo hacer lo que me venga en gana.
—En este caso, no. Desde que murió Amatokos, Chloris es la mujer de Carbo. Y tú lo sabes.
Crixus dio un paso hacia Espartaco.
—¿Qué vas a hacer si intento detenerte? ¿Matarme?
—Si no hay más remedio, sí —respondió Espartaco con voz calmada.
Aunque Espartaco tenía la sica enfundada, Carbo sabía que si Crixus hacía amago de coger la espada, sería hombre muerto. Y a sus compañeros les aguardaba una suerte similar en manos de los escitas.
Los galos también lo sabían.
Crixus lanzó una mirada llena de odio a Espartaco antes de responder.
—Como quieras. Tampoco deseo estropear mi espada con estas zorras —declaró antes de dirigirse a sus hombres—: Después de tanto trajín, me ha entrado mucha sed. Vamos a buscar un poco de vino, a ver si nos han dejado algo.
Crixus soltó una risita mientras recogía el licium.
Entretanto, Chloris se incorporó haciendo un gran esfuerzo. Carbo trató de apartar de nuevo el brazo de Espartaco para ayudarla.
—Espera —susurró el tracio—. Deja que se marchen.
Carbo obedeció a regañadientes y grabó en su mente las caras de los acompañantes de Crixus.
«Que los dioses me ayuden. Un día de estos os mataré a los dos, y a Crixus también.»
Nadie hubiera podido prever lo que pasó a continuación.
Chloris se puso en pie vacilante.
A Carbo le dolía el alma de verla así, pero hasta con cortes en la cara y sangre en los muslos, seguía siendo hermosa.
La joven dio un paso adelante, rozó con los dedos las plantas del parterre y, de pronto, tenía una daga en la mano. Segomaros era el que estaba más cerca, pero estaba ocupado metiendo una pierna en el calzón y no vio que Chloris se abalanzaba sobre él. Cuando notó que la hoja atravesaba la cota de malla y su espalda, era demasiado tarde. Soltó un grito desgarrador y se tambaleó por la propia fuerza del golpe. Gruñendo como un perro, Chloris lo apuñaló varias veces atravesando la armadura con facilidad. Segomaros cayó de rodillas con un sonoro gemido.
—La muy puta me ha matado, Crixus —exclamó incrédulo antes de desplomarse boca abajo.
Tras uno o dos estertores, Segomaros se quedó inmóvil.
Chloris se desmayó sobre él.
—¡La muy zorra! —rugió Crixus alzando la espada—. ¡Te voy a matar!
—¡Taxacis, a mi lado! —Espartaco dio un salto adelante sica en mano.
El escita se colocó a su lado, al igual que Carbo. Juntos se interponían entre Crixus y Chloris, mientras que Atheas amenazaba a Lugurix.
—¡Apartaos de una jodida vez! —gritó Crixus.
—Márchate —ordenó Espartaco—. No te vamos a entregar a la chica.
El rostro de Crixus se volvió púrpura de la rabia.
—¿La vida de una sucia esclava vale más para ti que la de uno de mis guerreros?
—En este caso, sí.
—¿Acaso sabe luchar ella como lo hacía Segomaros?
—No.
—¿Para qué puñetas te sirve entonces? ¡Exijo su vida! Es lo que se merece por apuñalar a un hombre por la espalda.
—Un hombre que acababa de violarla —arguyó Espartaco con sequedad.
—De todos modos, quiero que muera.
—Y Carbo quiere que viva.
—¿Y a quién le importa lo que él quiera? ¡No es más que un maldito romano! Lo que importa es lo que yo quiero —gritó Crixus.
—Carbo es uno de mis hombres, y me es fiel, lo cual es más de lo que puede decirse de ti.
—¿Es así cómo funcionan las cosas ahora? —Los ojos rasgados de Crixus eran como dos orificios de orina en la nieve.
—Sí —respondió Espartaco con tono gélido.
Crixus carraspeó y le escupió a los pies.
—Aquí no nos quieren, Lugurix —masculló—. Vámonos.
El silencio reinó en el lugar mientras Crixus y Lugurix se dirigían a las puertas del tablinum.
—¡Esto no quedará así, Espartaco! Jamás olvidaré a quién preferiste sobre mí —vociferó el galo—. Será mejor que esa zorra vaya con cuidado a partir de ahora, y tu mancebo también.
En cuanto Crixus desapareció, Carbo se dio cuenta de que había estado conteniendo la respiración. Soltó la espada, corrió hacia Chloris y le dio la vuelta con cuidado.
—¿Chloris? Estás a salvo. ¿Me oyes? Soy yo, Carbo.
Chloris gimió y parpadeó.
—Has vuelto. Gracias.
—Claro.
—Tengo mucho sueño, quiero dormir —susurró y cerró los ojos.
—Te buscaré una cama —aseguró Carbo echando un vistazo a las habitaciones que rodeaban el patio. Entonces se acordó de Espartaco—. No sabes cuánto te lo agradezco. Le has salvado la vida —dijo ruborizado.
—Me alegra haber llegado a tiempo. ¿Entiendes por qué no podía dejar que mataras a Crixus?
—Porque lidera a demasiados hombres. Todavía le necesitas.
—Así es. Por el momento, le necesito, de la misma manera que necesito a Castus y Gannicus y a sus hombres —añadió con una sonrisa amarga—. De todos modos, esos dos son un poco más fáciles de mantener a raya.
—Es cierto.
«Maldito sea Crixus. Ojalá dé con sus huesos en el Hades y más allá», pensó Carbo.
—Por suerte ese gigantesco bastardo también me necesita y ya le va bien quedarse por ahora. —Espartaco miró a su alrededor—. ¿Crees que puedes arreglártelas solo? Atheas se quedará contigo para ayudarte. —«Y protegerte», fue lo que quería decir pero no dijo—. Te enviaré a Ariadne en cuanto la vea.
—Sí. Gracias.
La jugada de Espartaco había sido peligrosa y Carbo era consciente de ello. Se sentía muy agradecido de que el tracio hubiera sido capaz de llegar tan lejos por él. Atheas comprobó que la casa fuera segura y Carbo fue en busca de la niña para que le mostrara el mejor dormitorio y los baños. Esperaba que Ariadne no tardara en llegar. Chloris necesitaba toda la ayuda posible.
El estado de ánimo de Espartaco al alejarse de la casa era sombrío. A pesar de todas sus amenazas, Crixus no había amenazado con marcharse. Todavía.
«Pero el gilipollas lo hará, me apuesto lo que sea.»
Debía conseguir granjearse el favor de Castus y Gannicus para que permanecieran a su lado cuando se produjera la escisión, pensó Espartaco preocupado.
Carbo cubrió los cuerpos del padre y el hermano de la niña para ocultarlos de su vista y constató aliviado que las tareas que le había encomendado la distraían de lo sucedido. La niña sacó agua del pozo, rasgó telas para hacer vendas y acompañó a la segunda mujer a un dormitorio.
Carbo llevó en brazos a Chloris a otra habitación. Ella le sonrió ausente, pero en cuanto la depositó sobre la cama, rompió a llorar.
—Me duele. Me duele mucho.
Carbo miró abajo y contuvo una maldición. Bajo la cintura del vestido vio más manchas rojas. Chloris seguía perdiendo sangre. Sintiéndose impotente, se sentó en el borde de la cama y le apartó suavemente el cabello que le cubría la cara.
—Aguanta. Ariadne está al caer y te dará algo para el dolor. «Ella sabrá qué hacer.»
Chloris trató de sonreír, pero en lugar de ello le salió una mueca de dolor.
«Esculapio, ayúdala, por favor», rogó Carbo en silencio. Normalmente no rezaba al dios de la salud, pero se trataba de una situación excepcional.
Intentó que Chloris bebiera un poco de vino, pero no quiso. Hasta le costó persuadirla de que tragara un sorbo de agua. La mayor parte del tiempo ella no parecía percatarse de su presencia, por lo que agradeció que abriera los ojos cuando dejó de acariciarle la cabeza.
—Eso me gusta. Continúa, por favor.
—Claro —respondió Carbo acongojado. Siguió acariciándola—. ¿Qué hacías aquí, Chloris?
El rostro de ella reflejó una expresión avergonzada.
Carbo esperó.
—Buscaba dinero. Las dos buscábamos dinero.
—¿Por qué? Si necesitabas dinero, yo te lo hubiera dado.
Silencio.
De pronto la verdad golpeó a Carbo como un mazo.
—Querías dinero para huir, ¿verdad? ¿Chloris?
Ella asintió sin abrir los ojos.
—Me lo podrías haber dicho —murmuró—. Yo te lo hubiera dado.
—¿En serio? Quería regresar a Grecia.
—Yo no te lo hubiera impedido.
—Lo siento. Me equivoqué al juzgarte. —Frunció los labios de dolor—. Cuéntame alguna historia, por favor. Me ayudará a olvidarme del dolor.
Carbo se tragó la pena y la conmoción que le había provocado la noticia y empezó a contarle las anécdotas más divertidas de su vida para animarla. Le explicó la vez que cayó en una pila de excrementos en la granja de la familia y cuando trató de robar miel de un panal y las abejas le persiguieron durante medio kilómetro hasta el río. Para evitar que le picaran, tuvo que soltar el botín robado y saltar al agua. También le explicó la ocasión en que Paccius lo pilló espiando a las esclavas mientras se vestían por la mañana.
Chloris sonrió.
—Los chicos siempre serán chicos. No debes avergonzarte por ello, sobre todo cuando me has salvado la vida.
—Yo no te he salvado, ha sido Espartaco —replicó con amargura.
—¿Qué pretendías hacer? ¿Luchar contra tres guerreros? Te hubieran cortado en pedacitos. ¿Qué me hubiera pasado a mí entonces?
Carbo no respondió. Sentía todo tipo de emociones al mirarla. Llevado por un impulso, se inclinó sobre ella y le dio un beso suave en la pálida frente. Chloris le dedicó otra pequeña sonrisa y él siguió acariciándole el cabello mientras estudiaba su rostro, ese rostro que tanto atesoraba. A pesar de que iba a abandonarle, seguía importándole.
Cuando llegó Ariadne, lo encontró en la misma posición. Tras ser sacado de su ensimismamiento, Carbo se levantó.
—Has venido.
—Claro. En cuanto Espartaco me lo ha dicho. —Ariadne observó la gran mancha roja del vestido de Chloris y contuvo el aliento—. Por todos los dioses. La han violado, ¿no?
—Sí. Han sido Crixus y dos de sus hombres —susurró.
—Malditos perros sarnosos. ¿Cuánto tiempo hace?
—No… no lo sé.
—¿Ha perdido mucha sangre? —preguntó Ariadne mientras le tomaba el pulso en la muñeca izquierda. Movió los labios en silencio mientras contaba las débiles pulsaciones.
Consciente de la importancia de la pregunta, Carbo pensó en la escena del patio.
—No, no creo.
Con el ceño fruncido, Ariadne empezó a subirle el vestido empapado.
Carbo apartó la vista, pero miró enseguida cuando oyó a Ariadne suspirar.
—¿Qué sucede?
—Esto. —Señaló Ariadne.
Carbo se obligó a mirar. Entre los muslos de Chloris había un coágulo de sangre gelatinoso de color negro rojizo, tan grande como dos puños juntos. La cama también estaba empapada de sangre. Sintió miedo.
—¿Qué significa esto?
—Ha perdido demasiada sangre —murmuró Ariadne con profunda tristeza—. No puedo hacer nada por ella.
—¿Se va a morir?
—Ya se encuentra a las puertas de la muerte —respondió Ariadne con voz queda mientras le volvía a tapar las piernas con el vestido.
Carbo contempló el rostro de Chloris, más pálido que antes.
—No —susurró colocando un dedo bajo una de sus fosas nasales. Pasó bastante tiempo hasta que notó un ligero movimiento de aire. Con un nudo en el estómago, supo que Ariadne tenía razón. ¿Quién podía perder tanta sangre y sobrevivir? Una enorme amargura invadió su corazón. ¿Cómo pueden ser tan crueles los dioses?
—Es muy duro, lo sé.
Carbo se encogió de hombros.
—¿Cuánto tiempo le queda?
Ariadne acercó los labios al oído de Carbo.
—Seguramente se irá antes de ponerse el sol. Lo siento.
Carbo le dio las gracias y Ariadne respondió con una leve inclinación de cabeza antes de marcharse. En cuanto se quedó a solas con Chloris, se apoderó de él una honda desesperación. Durante los pocos meses que habían estado juntos, Chloris se había vuelto muy importante para él, pero toda esa felicidad se había esfumado de un plumazo. En ese momento le vino a la mente una imagen de Crixus y sus amigos riendo, pero se la sacó de la cabeza. «Que les jodan. El tiempo que me queda con Chloris es demasiado precioso.»
Volvió a acariciarle el cabello. Y, sin saber qué más hacer, le habló del tiempo que habían pasado juntos, de la magia que había sentido estando con ella y de que jamás la olvidaría. Después le habló de Atenas y repasó todos los pequeños detalles que ella le había relatado: el barrio rico flanqueado de árboles a salto de piedra del magnífico Partenón donde se había criado; el sonido de las plegarias de los sacerdotes al amanecer; Chloris jugando con Alexander, su hermano pequeño; los viajes que solía hacer al centro para comprar provisiones con los esclavos de la cocina o visitar a familiares con su madre; la visión de los cuerpos lubricados de los atletas en un gimnasio cercano mientras hacían combates de lucha libre, corrían y lanzaban el disco.
Carbo le habló con dulzura hasta que se le secó la garganta y no pudo continuar. Guardó silencio y observó la expresión relajada de su rostro. Cayó en la cuenta de que no la había oído respirar en mucho tiempo. «Ha muerto», pensó. Le aliviaba pensar que al menos había muerto en paz. Le dio un último beso en los labios antes de cubrirla con una sábana limpia.
En ese preciso instante notó que una rabia inmensa se apoderaba de todo su ser. Su único deseo era asesinar a Crixus y Lugurix. Sabía que era una misión hercúlea. Quizá lograra matar a Lugurix, pero el enorme líder galo era harina de otro costal. Carbo era consciente de que no tenía ninguna posibilidad contra él, pero le daba igual. La muerte era preferible al dolor que le consumía por dentro. No iba a ser fácil. Mientras pocas personas llorarían la muerte de Lugurix, si por una inesperada intervención de los dioses lograba matar a Crixus, pondría la rebelión en peligro. ¿Podía hacerle eso a Espartaco?
Carbo no estaba seguro.
Espartaco hubiera preferido dormir en el campamento, pero dada la situación candente en Forum Annii, decidió pasar la noche en la ciudad. En teoría, su presencia evitaría que se produjeran mayores atrocidades, aunque en la práctica sabía que no podía estar en todas partes a la vez. Al menos su presencia en el foro central, donde se habían reunido miles de esclavos para celebrar el día, templaría los ánimos, lo cual solo podía tener un efecto positivo en vista del caos generalizado.
Ardían hogueras por todas partes alimentadas por el suministro infinito de los muebles de las casas colindantes. Docenas de ovejas y vacas habían sido sacadas a rastras de sus establos y sacrificadas allí mismo, los pedazos de carne clavados en palos y asados al fuego. Varios músicos —¿acaso hombres que habían sido liberados durante el asalto?— tocaban tambores y liras. La música hizo que Espartaco pensara en Tracia. Grupos de gladiadores y esclavos bailaban tambaleantes de un lado a otro, mientras tragaban el vino a borbotones y cantaban a todo volumen. La diversidad de canciones entonadas provocaba una cacofonía discordante que, sin embargo, no lograba camuflar los gemidos de lujuria y dolor procedentes de todas las direcciones y emitidos al amparo de la oscuridad. Espartaco tomó un sorbo de vino. Aunque le hubiera encantado ahogar esos terribles sonidos trasegando vino hasta perder el sentido, no podía. «Debo permanecer alerta. Las violaciones forman parte de la guerra, y esto es una guerra. Aunque quisiera, no podría impedirlo.»
—Por fin te encuentro —exclamó una voz.
—Gannicus. —Espartaco sonrió al galo de cara redonda que se acercaba a él. En una mano llevaba una pequeña ánfora y, en la otra, un trozo de carne a medio comer—. ¿Te lo estás pasando bien?
—¡Sí, por Belenus! Esto es mucho mejor que tener el trasero congelado en una tienda perdida en medio de la nada —respondió Gannicus antes de soltar un eructo—. ¿Y tú?
—Siempre es agradable estar sentado al calor de una hoguera bebiendo vino —contestó Espartaco evasivo.
Gannicus no se dio cuenta y se desplomó junto a él con un gran suspiro.
—Los hombres necesitaban algo así. Si les hubiéramos obligado a seguir marchando por las montañas sin comida, habrían empezado a desertar.
—Tienes razón —reconoció Espartaco a su pesar.
Gannicus le dio un codazo amistoso.
—Pero ahora muchos más querrán unirse a nosotros.
—Lo que significa que tendremos que seguir moviéndonos para conseguir más provisiones.
—¿Adónde? ¿Otra vez hacia el sur?
—Sí, dicen que la costa del mar Jónico es muy fértil. Seguro que hay muchas ciudades para asaltar. Si esa zona fue lo bastante buena para Aníbal, también lo será para nosotros.
—Suena muy bien. —Gannicus arrancó un pedazo de carne con los dientes y comenzó a masticar feliz.
—Ya me imaginaba que estaríais juntos —resonó la voz de Castus, que emergió de la oscuridad abrochándose el cinturón.
«Cabrón repugnante. Sé lo que estabas haciendo.»
—¡Bienvenido! —exclamó Espartaco.
Sin mediar palabra, Gannicus le ofreció un ánfora. Castus se la acercó a la boca y comenzó a verter el líquido color rubí en su garganta. Casi todo le resbalaba por la cara y el cuello, pero no paró hasta tragar una buena cantidad.
—Por todos los dioses, ¡qué rico está! —declaró limpiándose las gotas del bigote—. Esta noche tengo una sed insaciable.
—Pues búscate tu propio vino —gruñó Gannicus recuperando el ánfora—. No creas que voy a dejarte acabar el mío.
Castus le devolvió el ánfora con expresión ceñuda.
—Toma. —Espartaco le entregó la suya y el galo la aceptó con una sonrisa.
—¿Dónde creéis que estará Varinio ahora? —inquirió Gannicus de repente.
Castus hizo una mueca de asco.
—¿Qué más da? Cerca no está.
—Nos está buscando. De eso estoy seguro —replicó Espartaco.
Para gran satisfacción de Espartaco, los galos se quedaron en silencio pensando en sus palabras. «Tienen que entender que los romanos jamás se olvidarán de nosotros.»
—¿Estáis celebrando una reunión secreta sin mí? —preguntó Crixus, que venía de una callejón cercano.
Castus y Gannicus soltaron una risotada.
—Acércate y bebe con nosotros.
Crixus se aproximó con el semblante furibundo y lanzó varias miradas rabiosas a Espartaco.
—Si no supiera que no es cierto, pensaría que preferís reuniros sin mí.
A Espartaco le entraron ganas de romper un ánfora en la enorme cabeza del galo, sin embargo, se contuvo.
—Pero ¿qué dices? —exclamó Castus—. Si eres tú el que nos evita.
—Sí, pero ya sabéis por qué.
—Tengamos la fiesta en paz —dijo Gannicus, aunque Crixus no estaba dispuesto a callarse.
—No solo nos dice lo que tenemos que hacer, sino que se mete donde no le llaman. ¿No es cierto, tracio?
Espartaco estaba a punto de montar en cólera. El tono de Crixus era más beligerante que nunca. «Este capullo no ha olvidado lo de antes. No es momento para estar sentado.» Espartaco se puso de pie lentamente e hizo ademán de alisarse la túnica.
—Me parece que todos estamos de acuerdo en la estrategia y el destino del ejército, ¿no?
Gannicus asintió, Castus torció el gesto y Crixus escupió con desprecio. «Como era de esperar.»
—Dices que me meto donde no me llaman, ¿te importa explicarte mejor?
—¡Ya sabes muy bien a lo que me refiero!
—Pero ellos no.
Crixus soltó un bufido exasperado.
—Mientras dos amigos y yo registrábamos una casa, hemos encontrado a un par de zorras que estaban muy bien, las dos esclavas. Justo cuando empezábamos a divertirnos, ha llegado esa pequeña rata de cloaca, ¿cómo se llama?
—Sabes muy bien cómo se llama —respondió Espartaco con tono gélido.
—Carbo. Carbo ha irrumpido en la casa y nos ha dicho que una de esas fulanas era suya. Le he mandado a la mierda y ha salido corriendo a buscar a su amo. Entonces se han presentado allí Espartaco y sus dos perros guardianes, los escitas, que nos han pillado en pleno trajín, con los calzones bajados, y nos han obligado a interrumpir la faena. —Castus se rio y Crixus lo miró con ojos asesinos—. Acto seguido, la puta de Carbo se ha hecho de alguna manera con la daga de Segomaros y lo ha matado de una puñalada. Yo he exigido vengar su muerte y Espartaco se ha negado. ¡Pero yo soy uno de los líderes de este maldito ejército!
Castus y Gannicus estaban muy serios.
—¿Es cierto lo que cuenta? —preguntó Castus.
—En parte sí —respondió Espartaco con tranquilidad—, salvo que Carbo no estaba mintiendo. Una de las mujeres era suya. Chloris, se llamaba. Antes era la amante de Amatokos y, desde que murió, estaba con Carbo. Por lo tanto, cuando Carbo me ha pedido ayuda, se ha convertido en asunto mío.
Espartaco los miró fijamente a todos y solo Crixus le sostuvo la mirada desafiante. «Capullo.»
Gannicus frunció el ceño.
—¿Dices que «se llamaba» Chloris?
—Sí. Ha muerto. Después de lo que le han hecho, la pobre ha muerto desangrada.
Crixus se rio y Espartaco sintió que le hervía la sangre.
Gannicus parpadeó.
—Bueno, pues ahí se acaba todo, ¿no? La zorra que ha matado a tu hombre ha muerto. Deja de darle más vueltas y tómate un trago —declaró conciliador ofreciéndole el ánfora.
El galo la tiró al suelo de un manotazo.
—¿Y qué más da que esa puta perteneciera a Carbo? Yo tenía todo el derecho del mundo a follármela. Carbo no es nadie, no es más que un pedacito de mierda en la suela de mi sandalia.
—Carbo es uno de mis hombres y me es leal.
—Y eso es mucho más de lo que puedes decir de mí —masculló Crixus.
—Así es —confirmó Espartaco.
—¡Qué te jodan! —rugió Crixus desenvainando la espada.
Espartaco dejó el ánfora en el suelo y sacó la sica. Al final iban a acabar luchando. El galo se lo había buscado.
Los otros dos se apartaron.
—¡No hace falta que os peleéis! —protestó Gannicus.
—¡Vete al cuerno! —increpó Crixus embistiendo a Espartaco con la espada.
Espartaco detuvo el embate y el galo se dio la vuelta con la inercia propia del golpe. El tracio intentó alcanzarle el brazo de la espada por detrás, pero lo único que cortó la sica fue el aire.
—¿Creías que podías herirme con un movimiento tan sencillo?
Crixus retrocedió unos pasos y volvió a atacar moviendo el gladius adelante y atrás, como la lengua metálica de una serpiente. Tras un largo intercambio de golpes, Espartaco comenzó a temer que la gruesa hoja de hierro de la espada del galo hiciera añicos su sica. Si eso sucedía, sería hombre muerto. Espartaco se echó hacia atrás y obligó a Crixus a seguirle.
—¿Tienes miedo?
—¿De ti? —se mofó Espartaco.
La estratagema funcionó. Crixus lanzó un rugido rabioso y corrió hacia Espartaco blandiendo el gladius como si fuera la típica espada larga de los galos. Si Espartaco hubiera tenido un escudo para frenar el impacto, se habría arriesgado a detenerlo y a clavarle la sica en la axila por encima del escudo, pero sin protección, corría el peligro de perder la cabeza. Retrocedió un poco más y Crixus se rio.
—¿Listo para morir?
Como toda respuesta, Espartaco cogió el ánfora del suelo y se la arrojó a la cara. Cuando el galo se agachó para esquivarla, corrió hacia él y lo atacó lateralmente con la sica. Espartaco sonrió satisfecho cuando hirió a su adversario en la parte superior del brazo izquierdo.
—¡Cabrón! —Crixus miró la herida con desprecio—. ¿Crees que esto va a detenerme?
—Es un principio… —respondió Espartaco con frialdad.
—Ah, ¿sí? ¿Y qué te parece esto?
Moviéndose con sorprendente agilidad para un hombre de su tamaño, Crixus corrió a toda velocidad hacia él. Espartaco trató de detenerle con la sica, pero el galo la apartó de un golpe y chocó contra Espartaco con la intención de darle con la cabeza. De no ser por la rapidez de sus reflejos, Espartaco habría acabado con la nariz partida en dos como una ciruela madura, pero Crixus logró golpearle el pómulo con la frente, empujarle hacia atrás y propinarle un puñetazo en la sien. A Espartaco le retumbaron los oídos. El galo sonrió triunfante y levantó el gladius. «Gran Jinete, ayúdame», rogó Espartaco. El siguiente ataque no sería con el puño, sino con la espada.
El tracio tuvo un momento de inspiración. Acumuló toda la saliva que tenía en la boca y escupió a Crixus en la cara con todas sus fuerzas.
—¡Jódete! —gritó.
Desconcertado, el galo torció el gesto colérico, pero Espartaco lo atacó con la sica, lo cual le obligó a defenderse en lugar de atacar. Tras recuperar el control, Espartaco inició una ofensiva salvaje. Había llegado el momento de matar a ese cabrón. «La hoja de la sica no se romperá. El Gran Jinete no lo permitirá.»
—¡A la de una, a la de dos y a la de tres! —gritó Gannicus.
Él y Castus vertieron el contenido de dos ánforas sobre Espartaco y Crixus a la vez.
Farfullando indignados, ambos hombres se separaron.
—En nombre de Hades, ¿a qué viene esto? —bramó Crixus.
Los dos galos avanzaron con las espadas desenvainadas.
—Esto se ha alargado demasiado —respondió Gannicus—. Vais a acabar matándoos.
—¡Querrás decir que yo acabaré matándole! —gruñó Crixus.
Espartaco soltó una risa burlona.
—Ni en sueños.
—¡Dejaos ya de tonterías! —gritó Castus—. Si empezáis otra vez, os clavaremos la espada en la espalda.
Espartaco se tranquilizó y trató de pensar con frialdad. «Esto es obra del Gran Jinete.» ¿Por qué?
—¿Por qué? Porque sois demasiado valiosos para perderos —respondió Gannicus—. El ejército os necesita vivos, no a uno de vosotros muerto y al otro tan maltrecho que no pueda luchar. Y eso es lo que seguramente pasaría si os dejáramos continuar.
Crixus lo miró con los ojos entrecerrados.
«Gannicus tiene razón —pensó Espartaco—. Solo los dioses saben cuál de los dos hubiera muerto.»
—¡Bebed un poco y olvidaos de todo esto! —Castus sacó otra ánfora y se la lanzó a Crixus.
El enorme galo la cogió con una mano, la miró un momento y Espartaco se preparó para agacharse, pero en lugar de arrojarla, Crixus se rio después de lanzar una mirada hostil a Espartaco.
—Podemos retomar la pelea en otro momento, ¿no? —Dio varios tragos y le tendió el ánfora.
Castus y Gannicus se miraron aliviados.
«¡Estos galos están locos!» Sin bajar la guardia, Espartaco aceptó el vino y bebió.
—¡Brindo por que encontremos a Varinio y le borremos de la faz de la Tierra! —exclamó.
Hasta Crixus se unió a los vítores que siguieron al brindis. No obstante, todos los que habían sido testigos del enfrentamiento sabían que el asunto no iba a quedar así.
Simplemente se había pospuesto.