16

El sol se estaba poniendo cuando Espartaco empezó la ronda del campamento, que ya ocupaba una extensión de terreno muy superior a la marcada por los terraplenes de tierra que habían erigido los soldados de Glabro.

Todos los hombres le saludaban a su paso y Espartaco siempre les correspondía con una sonrisa o se detenía para darles unas palabras de aliento antes de continuar el recorrido, pero por dentro le inquietaba el aspecto demacrado que presentaba la mayoría.

Tras la derrota y muerte de Cosinio, una oleada de nuevos reclutas se había unido a ellos —hombres, mujeres y niños— y el campamento en la cima del Vesubio se había quedado pequeño. Dada la inminente llegada del frío, Espartaco había decidido que todos debían trasladarse al pie de la montaña, a los restos del campamento de Glabro. El cambio de ubicación le había permitido proteger a sus diez mil seguidores de los elementos, pero no les había proporcionado comida.

Además, en el nuevo campamento estaban más expuestos a un posible ataque de Varinio, que había reagrupado a sus efectivos y estaba acampado a unos tres kilómetros de distancia. A pesar de la fuerza creciente de sus tropas, Espartaco no deseaba luchar en campo abierto contra los romanos. Calculaba que unos dos mil de sus hombres habían recibido el entrenamiento apropiado, pero el resto no estaba preparado para el combate cuerpo a cuerpo ni disponía del material adecuado. Las cadenas de los esclavos proporcionaban a Pulcro y el resto de los herreros una cantidad de hierro limitada para forjar espadas y lanzas y, si se enfrentaban a legionarios armados, las estacas con las puntas endurecidas al fuego no les servirían de mucho.

Espartaco se encaminó a su tienda con aire absorto. Ariadne estaba junto al fuego removiendo el contenido de una olla ennegrecida por las llamas. A Espartaco le salía vaho por la boca a causa del frío. Se frotó las manos y las acercó al fuego.

—Huele bien. ¿Qué es?

Ariadne levantó la vista.

—Las sobras del cocido de anoche, a las que he añadido un poco más de agua.

Espartaco se encogió de hombros.

—Los hombres están asaltando todas las granjas y cazando todo lo que pueden, pero los romanos están por todas partes. No es fácil cazar cuando tienes que estar pendiente de si aparece una patrulla enemiga. Al menos tenemos algo que comer, hay muchos que pasan hambre.

Ariadne exhaló un suspiro.

—Perdóname. Ya tienes bastantes cosas de las que preocuparte para que yo encima me queje.

—No pasa nada —replicó Espartaco mientras le rodeaba la cintura con el brazo—, pero debemos irnos de aquí pronto.

Ariadne ladeó la cabeza y lo miró.

—¿Por qué ahora?

—Por mucho que hayamos derrotado dos veces a Varinio y sus hombres y saqueado sus campamentos, han aprendido de sus errores. La fortificación alrededor del nuevo campamento es la más alta que jamás he visto y en el foso defensivo cabe un puto barco. Es más fácil asaltar el Hades que ese campamento —protestó con el ceño fruncido—. Además, se acerca el invierno y cada vez será más difícil encontrar comida. Si queremos evitar que la gente se muera de hambre hay que buscar un lugar más seguro.

—Tampoco debe de ser tan complicado, ¿no? —inquirió Ariadne lanzándole una mirada intuitiva, pues llevaba pensando lo mismo desde que huyeron del ludus—. Deja que lo adivine, a Crixus no le gustará la idea.

—Claro que no. Él quiere luchar contra Varinio. Dice que solo los cobardes huyen del enemigo, y Castus comparte su opinión.

—¡Pero no estaríamos huyendo! Solo nos trasladaríamos a un lugar más seguro.

—Ya se lo he dicho —replicó Espartaco—. No es que no vayamos a enfrentarnos de nuevo a los romanos, pero ese imbécil no quiere ni oír hablar del asunto. Dice que se marchará y se llevará a sus hombres consigo. Quizá Castus le acompañe.

Los líderes galos eran conscientes de que muchos de los nuevos reclutas se unían a sus facciones y que caían bien a centenares de esclavos. Si Crixus y Castus se marchaban, las fuerzas de Espartaco se verían muy mermadas. Ariadne lo observó intranquila.

—¿Qué vas a hacer?

—Voy a disfrutar de este cocido y después me llevaré a mi esposa a la cama, a ver si me caliento y me quito el frío que me cala los huesos —respondió pellizcándole la cadera de manera cariñosa.

A Ariadne le atraía la idea, pero frunció el ceño.

—Hablo en serio.

Espartaco dejó de sonreír.

—Lo sé. He convocado un consejo de guerra para mañana por la mañana.

—¿Y?

—Con la bendición del Gran Jinete, lograré convencerlos de que se queden con nosotros —agregó apretando la mandíbula—. Si tienen dos dedos de frente, ya se habrán imaginado de lo que quiero hablar.

Ariadne se deshizo de su abrazo.

—Come algo —ordenó con tono serio mientras buscaba la capa—. Volveré dentro de un rato.

Espartaco enarcó las cejas.

—¿Adónde vas?

—A pedir el apoyo de Dioniso. Necesitamos toda la ayuda que podamos conseguir.

La perspectiva de mantener relaciones sexuales desapareció por completo de la mente de Espartaco, que contempló pensativo a Ariadne mientras desaparecía en la oscuridad. «Tiene razón.»

Reticente a irse a dormir antes de obtener noticias de Ariadne, Espartaco se quedó junto a la hoguera envuelto en un par de mantas para protegerse del frío. Se sirvió un cuenco de cocido y se puso a comer. La comida se terminó demasiado rápido, pero los lamentos de su barriga eran la menor de sus preocupaciones. Crixus. Al final siempre se topaba con el arrogante galo, tan amigo de las discusiones. «Podría enfrentarme de nuevo a él en un combate.» Espartaco descartó la idea de inmediato. Tras su encuentro anterior, el galo insistiría en usar armas y, si le vencía, seguramente tendría que matarlo, lo cual resultaría contraproducente. Y en tal caso, no había garantía alguna de que Castus se quedara. «¿Y si lucho también contra él? No, no puedo batirme con todos. Tiene que haber una manera de convencerles de que no se marchen.»

Pasaron más de dos horas. Había caído la noche y la luna había iniciado su ascenso desde el horizonte lejano. Cada vez hacía más frío y en el campamento reinaba el silencio. Aparte de los centinelas, el resto se había retirado a sus refugios o tiendas. Gracias a los equipos confiscados tras las victorias sobre Furio y Cosinio, casi todos tenían tiendas de piel. Espartaco encogió los hombros y acercó los pies a la hoguera. «Quizás hiele esta noche.»

—Sigues despierto —constató Ariadne al emerger de la oscuridad.

—Claro.

Espartaco escudriñó su rostro en busca de una pista, pero su expresión no delataba nada.

—¿Queda cocido?

—Sí, te he dejado la mitad.

Ella chasqueó la lengua en señal de desaprobación.

—Tú necesitas la comida mucho más que yo.

—He comido mucho —mintió Espartaco a sabiendas de que ella siempre le servía la ración más generosa. La observó en silencio mientras rascaba el contenido del puchero y se sentaba a comer.

—¿No vas a preguntarme si he visto algo?

—¿Has visto algo?

—Sí.

Como siempre, se le hizo un nudo en el estómago.

—¿Qué has visto?

Ariadne respondió con una pregunta.

—¿Cuáles son tus planes a largo plazo?

—No tengo ningún plan —respondió Espartaco con sinceridad—. En mi mundo es mejor no hacer planes a largo plazo. Un guerrero nunca sabe cuándo su vida tocará a su fin.

—Pero algo debes de haber pensado.

Espartaco reflexionó sobre sus palabras.

—Me gustaría crear un ejército, un ejército de verdad, y ganar a los romanos en una batalla en campo abierto.

—¿Con qué propósito? Esa idea por sí sola no basta —arguyó Ariadne—. Esos capullos nunca se rinden.

—Lo sé. Ni siquiera cuando Aníbal les derrotó en la batalla de Cannas se dieron por vencidos. Tardaron casi veinte años en vencerle, pero al final lo consiguieron. Y Aníbal tenía un ejército de verdad, pero ¿qué tengo yo? ¡Unos millares de esclavos!

Ariadne jamás le había oído hablar así.

—No te rindas.

—No te equivoques —replicó Espartaco con los ojos brillantes a la luz de la hoguera—. ¡Jamás me rendiré! Nunca volveré a ser un esclavo, pero soy consciente de la realidad. No en vano la República de Roma es la potencia que es. Son un pueblo orgulloso, guerrero y valiente, pero sobre todo obstinado. Casi todas las razas aceptan la derrota, incluidos los tracios —añadió con amargura—, pero los romanos no. Prefieren ser borrados de la faz de la Tierra a rendirse. Y este hecho tan simple es lo que no capta alguien como Crixus. Varinio no es más que uno de los muchos comandantes a los que puede recurrir el Senado y su ejército representa tan solo una pequeña facción de los soldados con los que cuenta Roma. Cada vez que los derrotamos, es inevitable que manden más soldados contra nosotros. Por eso es importante no luchar contra Varinio como un animal salvaje defendiendo su territorio, sino que el combate debe producirse en el lugar y el momento que nosotros elijamos. Esta es otra verdad que Crixus no comprende.

—Hay otra opción —intervino Ariadne con voz queda.

Espartaco le clavó la mirada.

—¿Qué? ¿Abandonar Italia?

—Sí, tampoco sería tan difícil. Un pequeño grupo viajando rápido podría esquivar las tropas romanas. Carbo dice que los Alpes no se encuentran a más de quinientos kilómetros de aquí.

—El invierno está al caer. Las montañas no son un buen lugar para refugiarse cuando nieva.

—Aníbal las cruzó en esa época del año —arguyó Ariadne.

—Pero él venía a Italia a luchar contra los romanos, no huía de estos malditos cabrones.

—No estarías huyendo —protestó Ariadne.

—Ah, ¿no? Imagínate que regresamos a Tracia y derroto a Kotys. ¿Crees que podría olvidar lo que estamos haciendo aquí?

Ariadne se notó las mejillas encendidas.

—¿Es eso lo que has visto?

—No.

—Bien, porque ya puedo imaginarme a la gente cuchicheando en mi pueblo. «Espartaco reunió a todo un ejército de esclavos y, justo cuando más le necesitaban, los abandonó a su suerte» —gruñó—. Porque eso sería lo que haría si me marchara, ¿qué crees que le sucedería a la gente del campamento?

—Seguramente se dividirían en pequeños grupos y serían capturados por los romanos.

—Así es. Los más afortunados volverían a ser esclavos, pero el resto moriría de hambre o acabaría siendo pasto de los lobos —dijo Espartaco mirándola fijamente—. No puedo abandonarlos, no puedo.

A Ariadne no le sorprendió su respuesta.

—Mi conciencia tampoco me lo permitiría. —«¡Mentirosa! Si sucediera la otra cosa que has visto, tratarías de marcharte de inmediato, pero no puedes decírselo.»

—Soy un guerrero que no teme luchar, no un maldito cobarde sin agallas que se esconde cuando la cosa se pone difícil y abandona a los más débiles para que se las compongan solos.

—Lo sé —respondió ella con suavidad—. ¿Y si te llevases a todo el ejército a los Alpes?

Espartaco se quedó pensando.

—Eso es otra cosa, pero hay más posibilidades de que se me aparezca esta noche el Gran Jinete que de convencer a los galos de que nos acompañen. Muchos han nacido siendo esclavos, como casi todos los germanos. Odian a Roma y lo que representa, pero Italia es su mundo, una tierra rica que brinda un botín fácil a hombres como nosotros. ¿Por qué querrían abandonarla? —Espartaco la observó caviloso—. ¿Es eso lo que has visto? ¿Al ejército cruzando los Alpes?

—Es una de las cosas que he visto, sí.

—¿Has visto más cosas?

Ariadne asintió.

—Cuéntamelas.

—Pensarás que me lo estoy inventando para obligarte a abandonar Italia.

—No, tus visiones son sagradas. Te las manda Dioniso.

Ella estudió su rostro durante un instante.

—De acuerdo. Voy a darte un hijo.

—¿Un hijo? —Espartaco esbozó una gran sonrisa—. ¡Eso es fantástico!

—Puede que no suceda —interpuso Ariadne con rapidez—. No hay nada certero sobre las visiones.

—Lo sé, lo sé, pero ¡un hijo! —Se inclinó hacia ella y le apretó la rodilla con cariño—. Serás una buena madre.

—Y tú un padre fuerte. —«¿Le hará esto cambiar de opinión?»

—Si lo que has visto es cierto, todavía hay más motivos para quedarse con los hombres —declaró Espartaco—. Imagínate que nos fuéramos ahora a Tracia y nuestro hijo se criara en un entorno seguro. ¿Qué opinión tendría de mí cuando descubriera lo que había hecho? Pensaría que soy un cobarde y con razón.

A Ariadne le sorprendió lo poco que le decepcionaron sus palabras. Se sentía ligeramente avergonzada por plantearse la mera posibilidad de marcharse, pero dominaba en ella el sentimiento de orgullo. Se sentía orgullosa de Espartaco. Era obvio que su elevada posición alimentaba su ego, pero no era este el principal motivo por el que deseaba quedarse, sino el bienestar de sus hombres. De todos modos, una pequeña parte de su ser seguía ansiando escapar.

—Nuestro hijo no pensaría eso si derrotaras a los romanos y abandonaras Italia con todo tu ejército.

—¡Qué buena idea! —exclamó Espartaco con una sonrisa—. Ahora lo único que debo hacer es convencer a Crixus y Castus, pero todo en su debido orden. Para que puedas darme un hijo, primero tenemos que hacerlo —dijo tomando la mano de Ariadne y ayudándola a levantarse—. Vamos a la cama, ¿vale?

Esta vez Ariadne no se resistió.

Carbo fue en busca de Espartaco al amanecer. Casi no había visto a su líder durante las semanas anteriores, aunque él también había estado muy ocupado. Cuando no estaba ayudando a Navio a entrenar a los hombres, estaba en la tienda disfrutando de la compañía de Chloris o en una misión en busca de comida. En su expedición más reciente, de la que él y sus compañeros habían regresado a última hora del día anterior, habían estado espiando la ciudad de Nola, a unos doce kilómetros al noreste del Vesubio. Como estaba lejos, les había pasado desapercibida antes, pero eran evidentes la riqueza de sus tierras y la ausencia de tropas romanas. Nola les ofrecía almacenes llenos de grano, vino, carne seca y otros alimentos, listos para llevar. Era un botín que no podían desperdiciar y Carbo ansiaba explicárselo a Espartaco.

Lo divisó caminando con paso resuelto hacia el antiguo cuartel general de Glabro, que había sido transformado en el centro de reunión de los líderes. Inconfundible desde lejos con su brillante cota de malla y la sica colgando de un dorado cinturón militar romano, también lucía un impresionante casco frigio. Hasta las sandalias de piel estaban relucientes. Presentaba un aspecto magnífico, pensó Carbo con admiración.

—¿Qué quieres? —gruñó Espartaco.

Desconcertado, Carbo comenzó a explicarle lo de Nola.

—Cuéntamelo mientras andamos —ordenó Espartaco—. No puedo detenerme a escuchar.

Carbo tuvo que aligerar el paso para mantener su ritmo mientras avanzaban por la avenida principal del campamento.

Espartaco guardó silencio hasta que llegaron al cuartel general.

—Es una buena idea.

Carbo vislumbró las figuras de Crixus, Castus y Gannicus esperando. «No se les ve muy contentos.»

—¿Organizarás un asalto?

Espartaco clavó la vista en él y Carbo advirtió por primera vez las líneas de agotamiento que se dibujaban bajo sus ojos grises.

—Ya veremos. Dependerá de lo que pase ahora aquí.

—De acuerdo. —Carbo esperó a que le despachara.

Espartaco lo contempló un instante antes de soltar una risita.

—¿Por qué no te quedas conmigo? También es tu futuro el que va a decidirse aquí.

Carbo no entendía nada.

—Pronto descubrirás a lo que me refiero. Recuerda que debes mantener la boca cerrada y los oídos bien abiertos.

Carbo asintió.

Espartaco se acercó a los otros líderes, que también lucían sus mejores galas.

Carbo lo siguió unos pasos más atrás. «Debe de ser una reunión importante.»

—¿Qué demonios hace él aquí? —Crixus señaló a Carbo con uno de sus gruesos dedos—. Nadie te ha dado vela en este entierro.

Crixus jamás se había dirigido antes a Carbo, pero le había dedicado múltiples miradas furibundas que dejaban muy claro sus sentimientos hacia él. A Carbo le costó mantener una expresión neutral. «Bastardo arrogante.»

—Carbo acaba de darme buenas noticias sobre una ciudad llamada Nola que se encuentra al noreste —respondió Espartaco tranquilo—. La ha descubierto en una de las misiones en busca de comida. Es un botín demasiado bueno como para dejarlo pasar. Allí hay comida para alimentarnos durante semanas.

Gannicus sonrió al oír la noticia, pero Castus soltó un gruñido neutral y Crixus lo miró con desprecio.

—Menuda noticia.

—Es importante encontrar nuevas fuentes de alimento —observó Espartaco con voz queda.

—No hemos venido hoy a hablar de eso —espetó Crixus al tiempo que lanzaba otra mirada furiosa a Carbo—. Largo de aquí.

A Carbo le hubiera gustado enfrentarse a Crixus, pero se hubiera jugado la vida. Resentido, dio media vuelta para marcharse.

—Él se queda —replicó Espartaco con sequedad.

Encantado, Carbo se paró en seco.

—¿Por qué? —preguntó Crixus con tono amenazador.

—Tú has traído a algunos de tus hombres —respondió Espartaco señalando a una media docena de gladiadores que aguardaban cerca.

—Son de confianza —interpuso Crixus—, mientras que tu perrito faldero es un romano soplapollas.

Carbo enrojeció de rabia, pero Espartaco habló antes de que pudiera reaccionar.

—Desde que abandonamos el ludus Carbo ha demostrado su lealtad en multitud de ocasiones. Además, no olvides que fue él quien trajo a Navio. No me negarás que su instrucción ha mejorado de manera considerable nuestra capacidad de lucha.

—No hay ningún problema con Carbo —intervino Gannicus apaciguador—. ¿Verdad, Castus?

—Supongo que no —masculló Castus reticente.

—Haced lo que queráis —espetó Crixus con gesto huraño—. Eso tampoco va a cambiar mi decisión.

—¿Qué decisión? —preguntó Espartaco. «Como si no la supiera ya.»

—¡Atacar de nuevo el campamento de Varinio! Tender tantas emboscadas como podamos y acabar con ese hijo de puta lo antes posible.

—Castus, ¿tú irás con él?

—Me lo estoy pensando, sí.

«Cómo han cambiado las cosas. Hace unos meses no le hubieras dado ni agua.» Espartaco miró a Gannicus, que se acariciaba el bigote con aire pensativo.

—¿Y tú?

—No estoy seguro —respondió Gannicus incómodo.

«Justo lo que pensaba. Uno contra mí, otro seguramente contra mí y un indeciso.»

—¿Y tú sigues pensando en huir? —preguntó Crixus burlón.

«Si se hubiera comportado así en el ludus, jamás le habría pedido a este capullo que se uniera a nosotros —pensó Espartaco, obligándose a mantener la calma—. Crixus ha demostrado su valía en el campo de batalla y ahora los hombres están dispuestos a seguirle a donde sea, pero en la guerra no basta con ser valiente y, por lo que he podido ver, Crixus no tiene ni idea de estrategia.»

—Yo también quiero derrotar a Varinio —dijo Espartaco en voz alta—, pero no ahora.

—Tú quieres esperar y trasladarte a otro campamento.

—Sí.

—¿Y eso no es huir? —gritó Crixus.

Acto seguido el galo comenzó a soltar un discurso sobre cómo él y sus hombres arrasarían los alrededores y acabarían con Varinio y sus tropas cobardes, para lo cual no necesitaban a Espartaco ni a sus sibilinos amigos romanos. Castus pronto se unió al discurso, alentado por las voces de aprobación de los gladiadores galos, que los observaban de cerca. Gannicus los contempló con sus pequeños y brillantes ojos de buitre viejo.

Carbo empezó a sentir un gran abatimiento. A pesar de haber sido consciente de la rivalidad existente entre los líderes, no había pensado que fuera tan feroz. Para su gran sorpresa y decepción, Espartaco no dijo nada. Se limitó a escuchar.

Al final Crixus puso fin a su discurso.

—¿Qué pasa? ¿Se te ha comido la lengua el gato? —preguntó burlón a Espartaco.

Castus soltó una risita.

«Ya está —pensó Carbo—, aquí se acaba todo. Van a marcharse y el ejército quedará dividido. Así Varinio no tendrá problemas en aplastarnos.»

Curiosamente, Espartaco sonrió.

—Deja que te haga una pregunta, Crixus.

El galo frunció desdeñoso el labio superior.

—¿Qué?

—¿Cuántos legionarios crees que le quedan a Varinio?

—¿Cómo? ¿Qué más da?

—¿Cuántos? —insistió Espartaco.

—No lo sé —respondió Crixus encogiéndose de hombros—. ¿Tres mil? ¿Tres mil quinientos?

—Ayer se unió a nosotros un esclavo de un oficial de Varinio —comenzó a explicar Espartaco y advirtió complacido que Gannicus y Castus se pusieron rígidos. Hasta a Crixus le cambió la cara. «No lo sabías, ¿verdad?»—. Dispone de casi cuatro mil quinientos legionarios.

—Mil soldados más no suponen ninguna diferencia, ni mil quinientos tampoco —fanfarroneó Crixus—. Seguro que huirán tan rápido como el resto.

«Ha llegado el momento de tender la trampa.»

—Si te vas ahora, ¿cuántos hombres te seguirán?

—Unos mil ochocientos, más o menos —respondió orgulloso Crixus.

—¿Y a ti, Castus?

—Más o menos lo mismo.

—Ya sé que tú tienes unos dos mil hombres, Gannicus —dijo Espartaco y se volvió de nuevo hacia Crixus—. ¿Y cuántos están preparados para luchar contra los legionarios a campo abierto?

Crixus le lanzó una mirada rabiosa.

—Vamos, seguro que lo sabes. Todo buen general conoce la capacidad de sus tropas —insistió Espartaco.

—Menos de la mitad —masculló Crixus.

—A duras penas —comentó Espartaco con sequedad—. Y, si no me equivoco, lo mismo puede decirse de tus hombres, Castus.

Indignado, Castus no respondió.

Carbo volvió a animarse. «¡Espartaco es un genio!»

Espartaco miró primero a Crixus y después a Castus, pero no a Gannicus. «Fingiré que está de mi lado aunque no lo esté.»

—¿Así que pretendes enfrentarte a Varinio y a toda su legión con menos de dos mil hombres preparados para la lucha?

—¿Y qué pasa si es así? —replicó Crixus sonrojándose.

—Nada —respondió Espartaco con tono ligero. Carbo agachó la cabeza para ocultar una sonrisa. En el mejor de los casos, Espartaco había logrado que Crixus quedara como un fanfarrón, por no decir un idiota—. ¿Has pensado que Varinio podría atacar el campamento? —prosiguió Espartaco.

Crixus soltó una risotada confiada.

—Con todo lo que les hemos hecho ya, están demasiado cagados de miedo para intentarlo.

—Puede ser —reconoció Espartaco—, pero es posible que Varinio cambie de opinión cuando se entere de que más de seis mil hombres han abandonado el campamento conmigo y con Gannicus. —«Gran Jinete, ayúdame ahora. Te ruego que me escuches.»

—¿Gannicus? —bramó Crixus indignado—. Tú estás con nosotros, ¿no?

Gannicus se acarició el bigote antes de responder.

—No estoy muy seguro de que sea una buena idea dividir ahora al ejército —contestó con sequedad.

«Ha llegado el momento de la estocada final», pensó Espartaco exaltado.

—Imagínate a cuatro mil quinientos legionarios atacando el campamento. Primero usarán catapultas y balistas para ablandaros un poco antes del combate. ¿Crees que tus hombres podrán aguantar?

Crixus torció el gesto exasperado. Miró a Castus, que no parecía nada contento, y volvió a posar la vista en Espartaco.

—¡Yo no pienso huir!

—Nadie dice nada de huir. Yo tengo muy claro que sois muy valientes y, salvo que sean sordos, tontos o ciegos, también lo tienen claro todos los hombres de este campamento.

Gannicus y Castus sonrieron ante sus palabras. Crixus seguía enojado, pero no interrumpió.

«Gracias Gran Jinete.»

—No olvidéis que yo también quiero derrotar a Varinio. Nuestros hombres son valientes, pero son esclavos, no soldados. Hasta el más novato de los legionarios les da mil vueltas. Hasta ahora hemos vencido gracias al factor sorpresa, pero Varinio no es tonto y no volverá a caer en la misma trampa. Esto no significa que no podamos derrotarle, pero necesitamos más tiempo para entrenar a los hombres, y más armas o más hierro para los herreros. Y más comida. Ya sabéis que quedan pocas provisiones —advirtió Espartaco—. Si no deseamos que Varinio acabe con nosotros y no queremos morir de hambre, debemos actuar.

Gannicus fue el primero en hablar.

—¿Qué propones?

—Demos el esquinazo a Varinio y dirijámonos al sur, donde hace más calor. Allí encontraremos un lugar seguro y comida suficiente.

—Necesitamos vino y mujeres.

—Los tendremos —aceptó Espartaco, consciente de que era una realidad que debía aceptar—. Durante el invierno entrenaremos y nos prepararemos para la batalla. En primavera, localizaremos a Varinio y sus hombres y los mataremos —dijo Espartaco y lanzó una mirada fugaz a Gannicus.

—¡Cuenta conmigo!

Castus no dijo nada, pero miró a Crixus, que se mordisqueaba una uña.

—¿Me das tu palabra de que mataremos a Varinio? —preguntó Crixus.

—Sí.

—De acuerdo. Me quedaré hasta entonces —aceptó Crixus a regañadientes.

—¿Castus? —inquirió Espartaco.

—Yo también, pero más vale que haya muchas mujeres.

«¿Solo piensas con la polla?», se preguntó Espartaco.

—Seguro que las habrá —confirmó en voz alta.

Los líderes se agarraron de los brazos para sellar el acuerdo. Observándoles, Carbo sonrió de oreja a oreja.

Espartaco se permitió esbozar una breve sonrisa. La cosa había ido mejor de lo que esperaba. El ejército permanecería unido por el momento.

Pero, tarde o temprano, acabaría dividiéndose. Era inevitable.

Al caer la noche, Carbo y Chloris se retiraron a su tienda como de costumbre. La atracción física que sentían el uno por el otro no se había atenuado. Carbo ignoraba si Chloris fingía su deseo, pero él no lo fingía en absoluto. Nunca se cansaba de su cuerpo y, después, pasaban horas charlando. Estar tumbados bajo una gruesa capa de mantas con los cuerpos entrelazados era un bálsamo para Carbo. Chloris le había ayudado a perder el miedo a conversar. Desde que pasó la viruela, había perdido la confianza en sí mismo y no se atrevía nunca a hablar con chicas, mientras que ahora era imposible hacerle callar. Deseaba contarle todo a Chloris, lo que había sucedido con su familia y la implicación de Craso, así como que llevaba meses sin ver a Paccius o a sus padres. Al mencionar a sus padres, advirtió una expresión de dolor en los ojos oscuros de Chloris y se sintió culpable.

—Lo siento. Al menos yo tengo alguna posibilidad de volver a verlos algún día, mientras que tu padre y tu madre…

—Están muertos, sí, y nada puede hacerse al respecto.

—Pero seguro que deseas regresar a Grecia para encontrar a tu hermano pequeño.

Chloris ignoró la pregunta.

—Me gusta escucharte hablar. Tienes una voz agradable —dijo al tiempo que repasaba con un dedo los rasgos de su cara.

Muy consciente de las marcas que perforaban sus mejillas, Carbo apartó la cara.

—Eres muy guapo —susurró ella mientras le giraba la cara para que la mirara de nuevo.

Carbo seguía sin atreverse a mirarla a los ojos.

—La primera vez que te vi desnudo en el ludus pensé: «es guapo y con buen cuerpo». —Chloris bajó la mano hasta su miembro y soltó una risita—. Pero esta es la mejor parte.

El tacto de sus dedos le excitó, pero Carbo seguía sin estar convencido del todo.

—¿Y qué hay de mis cicatrices?

—Te imprimen carácter —respondió Chloris mientras le cubría las mejillas de besos—. Son parte de ti, y tú eres un hombre bueno.

Chloris le estaba ocultando algo, pensó Carbo, pero cuando se deslizó encima de él, perdió toda capacidad de pensar.

Pasaron tres semanas y Espartaco guardó el enfrentamiento con los galos en un pequeño recoveco de su mente, aunque el recuerdo le asaltaba de vez en cuando, como el hedor de las cloacas. De todos modos, las cosas estaban yendo bien en general. Ya habían logrado engañar a Varinio una vez, la noche en que abandonaron el campamento de Glabro. Espartaco había insistido en planificar la maniobra con gran meticulosidad y mandó a varias patrullas de reconocimiento a última hora de la tarde para comprobar que no había legionarios espiando el campamento. Más tarde, bajo el manto de la oscuridad, los centinelas de la entrada fueron sustituidos por unos cadáveres vestidos con cota de malla y armados con espadas dobladas o inutilizadas y, a la luz de docenas de hogueras, desmontaron y empaquetaron hasta la última tienda, que cargaron junto con todo el equipo pesado —como los yunques de Pulcro— sobre cientos de mulas. Una hora antes de la medianoche, todos los hombres, mujeres y niños del campamento huyeron hacia el este, hacia los impresionantes montes Picentinos.

Todos menos Carbo, que permaneció en el campamento armado con una trompeta confiscada a los romanos. El joven se había ofrecido como voluntario para la peligrosa misión. Había insistido tanto que, viendo la determinación en sus ojos, Espartaco se la encomendó. Su labor consistía en permanecer despierto durante toda la noche atento a cualquier movimiento enemigo y, de madrugada, debía tocar diana —como mofa de la manera en que se despertaban los soldados romanos— y esperar a ver qué sucedía.

Espartaco sonrió ante el recuerdo del relato de Carbo. Había sido una inyección de moral para todos saber que, cuando Varinio se percató de que el campamento rebelde estaba más tranquilo de lo habitual a las dos horas de haber sonado la trompeta, no se atrevió a enviar una patrulla para investigar, sino que mandó a una unidad de caballería que acababa de incorporarse a la legión a lo alto de una colina cercana para que observaran el campamento desde la altura. Desconcertado ante la desaparición de los esclavos, Varinio condujo sus tropas al noroeste. Por lo tanto, en lugar de tener que escabullirse del campamento sin ser visto, Carbo pudo seguir con toda tranquilidad a las huestes de esclavos hasta darles alcance. Satisfecho con el resultado, Espartaco convocó una reunión general para esa misma noche.

—¡Esos capullos nos tienen ahora mucho respeto! —gritó ante los miles de esclavos que se habían congregado para oírle hablar—. ¡Están tan asustados que ni siquiera se atreven a seguirnos!

En medio de los vítores de respuesta, no le sorprendió que Crixus le plantara cara de nuevo.

—Si esos pedazos de mierda nos tienen tanto miedo, ¿por qué demonios no vamos tras ellos? —gruñó.

—Que Varinio nos tema es positivo —replicó Espartaco contundente—, pero eso no significa que podamos vencerle en una batalla a campo abierto. Además de tener legionarios, cuenta con cuatrocientos jinetes y nosotros no tenemos ninguno. ¡Ninguno! Imaginaos lo que nos pasaría si nos atacaran por la retaguardia en el fragor de la batalla. ¿Habéis visto alguna vez lo que sucede cuando la caballería carga sobre un enemigo desprevenido?

Crixus miró a Espartaco con el ceño fruncido. Todos los presentes sabían que solo él había presenciado algo así, por lo que Espartaco logró su propósito de acallar al galo con el comentario.

—¡Lo hacen trizas! Es como una ráfaga de aire que se lleva por delante un montón de hojas y las esparce a los cuatro vientos. Perderíamos la batalla de inmediato.

Nadie contradijo a Espartaco y se quedó contento. Era consciente de que la táctica que acababa de usar no le funcionaría siempre, pero al menos su terrible predicción le ayudaría a mantener a las tropas a salvo durante un tiempo, pues él sabía que la caballería de Varinio nada tenía que hacer en las empinadas laderas de la montaña.

Varinio se había refugiado en la ciudad de Cumae, a unos treinta kilómetros del Vesubio, lo cual había permitido a los rebeldes llegar sin percance hasta los montes Picentinos, donde montaron un campamento temporal para pasar varias noches. Entretanto, Carbo guio a quinientos hombres de Gannicus a la ciudad de Nola, de donde regresaron triunfantes. Al llegar al campamento fueron aclamados por todos. Llevaban cereales suficientes para alimentarse durante dos semanas y ropa de abrigo y calzado. Otro asalto a la ciudad de Nuceria reportó un botín similar y Carbo se sintió eufórico ante el éxito conseguido. Era sorprendente, pensó, que cada vez le inquietara menos el camino que había elegido. Sin embargo, la idea de convertirse en abogado se le antojaba más ridícula que nunca. La vida con Espartaco era peligrosa, pero ahora Carbo tenía autoridad y el respeto de sus compañeros, además de otra cosa no menos importante: Chloris.

Con provisiones suficientes para un mes aproximadamente, el ejército se dirigió al sur, guiado por esclavos que antes habían trabajado en la zona como pastores. Avanzaron por terrenos elevados, porque era mejor enfrentarse a las inclemencias del duro clima otoñal que a las tropas romanas. Aparte de los habitantes de un pequeño asentamiento de granjeros en Abella, a los que habían sorprendido trabajando en el campo, la única compañía que tuvieron durante el camino fue la de los animales salvajes de las montañas boscosas. Las águilas y los buitres contemplaban la columna de esclavos con altivo desdén desde el cielo; pequeños pájaros piaban enojados a los invasores desde la seguridad de los árboles y los lobos aullaban al caer la noche, todo lo cual reforzaba la sensación de aislamiento y libertad. Los ciervos y los jabalíes permanecían ocultos, solo sus huellas daban fe de su existencia. También habitaban la zona osos y linces, pero solo eran avistados de vez en cuando por las patrullas de reconocimiento.

Espartaco se sintió afortunado al divisar un lince. Era un magnífico ejemplar macho que no se movió al ser descubierto, sino que miró fijamente al tracio unos instantes con sus amarillos ojos almendrados. Si no hubiera sido porque el viento mecía el fino penacho de pelaje de las orejas, Espartaco habría jurado que se trataba de una estatua esculpida por un genio o un dios. Al cabo de un rato, desapareció entre la maleza.

«Así debemos ser nosotros para los romanos —pensó Espartaco—. No deben saber de nuestra existencia hasta que decidamos revelarnos.»

Dos días antes habían cruzado el río Silarus por un pequeño vado, en vez de usar el puente de la Vía Annia, la principal ruta del sur hacia Regio. Dado que la Vía Annia se hallaba cerca de una carretera adoquinada con mucho tráfico, Espartaco ordenó a los dos escitas que se adelantaran a vigilarla de día y de noche. Cuando llegó el resto del ejército, ya llevaban casi una semana allí y no habían visto ni rastro del enemigo. Espartaco convocó una reunión con los otros líderes y por vez primera tomaron una decisión unánime: viajarían por la Vía Annia. Avanzando a paso más rápido que antes, atravesaron la larga y estrecha llanura de Campus Atina, un valle fértil a la vera del río Tanager. Durante la marcha, liberaron, capturaron o mataron a las personas que se cruzaron en su camino, así como a los ocupantes de los grandes latifundios que flanqueaban ambos lados de la ruta. Los habitantes de Forum Annii, la población a la que se dirigían, no podían estar al tanto de su presencia.

«Hasta que entremos en sus casas, vaciemos las despensas, liberemos a los esclavos y les matemos.»

Espartaco pensaba que había dejado todo eso atrás para siempre cuando abandonó el ejército romano, pero no pudo ser. El destino impidió que así fuera cuando Kotys decidió jugársela y Phortis le llevó a Italia, al ludus de Capua. Después un dios le mandó el sueño de la serpiente. ¿Qué podía hacer si semejante oportunidad llamaba a su puerta? De todos modos, no era una situación fácil.

Espartaco miró a su alrededor y vio a cientos, si no miles, de figuras espectrales. Todos los que podían llevar un arma la llevaban, incluso había algunas mujeres armadas. Espartaco podía percibir el hambre de los esclavos, podía palparla. Las miradas perdidas, las manos aferrándose a las armas y el murmullo constante le recordaron emboscadas similares en las que había participado en Tracia hacía mucho tiempo, en otra vida. Los hombres parecían lobos hambrientos a punto de abalanzarse sobre un inocente rebaño de ovejas, pero sus presas no serían animales, sino seres humanos.

Espartaco contempló con aire sombrío la vacía Vía Annia que se extendía ante su vista, cubierta por finas volutas de neblina matinal. El camino atravesaba unos campos recién labrados hasta desembocar en el conglomerado de tejados rojos de Forum Annii, a unos cuatrocientos metros de distancia. Observó las columnas de humo de las hogueras que habían permanecido encendidas durante la noche. Escuchó el canto petulante de los gallos rivalizando entre sí y los feroces ladridos de unos perros que sabían que jamás se verían obligados a materializar las amenazas contra sus compañeros de raza. No había nadie en los campos ni en las calles. No se oía ni una voz. Todo estaba increíblemente tranquilo en Forum Annii. Era un pueblo apacible, incluso hermoso. Muy parecido al pueblo de Tracia que antaño había considerado su hogar.

Apretó la mandíbula. «Pronto cambiará todo.»

Al amanecer Espartaco se había reunido con el resto de los líderes para convencerles de la necesidad de limitar las violaciones y los asesinatos durante el asalto, pero sus palabras habían caído en oídos sordos.

—Mis hombres llevan tres malditas semanas de marcha —protestó Crixus—. Han aguantado el frío, la humedad y las condiciones pésimas. Solo han comido gachas y pan calentado al fuego. Y ahora que llegamos a un lugar indefenso sin un solo legionario en setenta kilómetros a la redonda, mis chicos quieren carne y vino; quieren camas y mujeres para follar. Y todo eso lo tienen allí abajo, en Forum Annii, y no seré yo quien les niegue el placer de disfrutarlo. Nadie se lo va a negar —insistió con una sonrisa desafiante.

Castus había dado saltos de alegría ante la perspectiva de un saqueo descontrolado, y hasta Gannicus parecía ilusionado.

«He tenido que morderme la lengua o el ejército se hubiera escindido en ese mismo instante —pensó Espartaco y cerró los ojos—. Que los dioses se apiaden de la población de Forum Annii y le concedan una muerte fácil.»

Sabía que sus ruegos eran en vano.

El infierno estaba a punto de desatarse sobre Forum Annii.