15

El tiempo no pasaba. A Carbo le latía el corazón con fuerza como a un animal atrapado. «¿Dónde están?» Vislumbró un movimiento con el rabillo del ojo y miró a la derecha. A través de las ramas vio las túnicas rojas y la cota de malla plateada de filas y filas de legionarios que pasaban por su lado. Carbo volvió a sentir unas náuseas tremendas. Se mordió el labio inferior hasta notar el sabor de la sangre. Para su gran alivio, el dolor alejó las náuseas. Volvió a centrarse en el enemigo. «El enemigo, porque eso es lo que son.» Pasaron diez filas, quince y veinte. Treinta. Cincuenta. Seguían pasando sin mirar a los lados. Tan cerca estaban que podía distinguir sus voces. Algunos entonaban canciones irreverentes, otros se quejaban de la distancia que habían recorrido, y muchos más maldecían a Espartaco y a sus cobardes esclavos, a los que iban a machacar. Se oyeron vítores ante la perspectiva.

La espera era insoportable. Carbo miró a Espartaco, que sujetaba el silbato entre los labios, y a Navio, cuyo rostro también delataba tensión. Hasta Atheas y Taxacis estaban inclinados hacia delante como galgos impacientes que aguardan a que el cazador suelte la correa. Detrás de ellos, los esclavos estaban todavía más nerviosos. Carbo tenía ganas de gritar a Espartaco: «¿Vas a dar la maldita señal o qué?»

Ajeno a la ansiedad de sus hombres, Espartaco todavía no había decidido lo que iba a hacer. Si tomaba la decisión incorrecta, serían masacrados. No dispondría de la información que tanto anhelaba —cuánto romanos eran— hasta que todos hubieran pasado y entonces ya sería demasiado tarde. Apareció otra fila de legionarios. Ninguno aparentaba más de veintiún o veintidós años. «Por muchos que sean, no parecen veteranos.» Al caer en la cuenta de ello, sus dudas se disiparon. Espartaco respiró hondo y pitó con todas sus fuerzas.

¡Piiiiiiiiip!

El estridente pitido llegó hasta el cielo. Era imposible que alguien que estuviera en las inmediaciones no lo hubiera oído.

¡Piiiiiiiiip! ¡Piiiiiiiiip! ¡Piiiiiiiiip!, sonaron los silbatos de los galos.

El instinto se apoderó de Carbo y lanzó el pilum. Junto a él, notó que Navio y los dos escitas hacían lo propio con los suyos. Cientos de jabalinas se unieron a las suyas de ambos lados y, por un instante, los arbustos quedaron cubiertos por una extraña capa de madera y metal. A continuación, los proyectiles desaparecieron de su vista y cayeron como una afilada lluvia mortal sobre los desprevenidos legionarios.

¡Piiiiiiiiip!

Espartaco comenzó a apartar las ramas y Carbo y Navio corrieron a ayudarle.

Los alaridos de confusión llegaron hasta sus oídos en una sonora cacofonía.

—¡Moveos! ¡Moveos! —gritó Espartaco—. ¡Tenemos que actuar rápido!

En un abrir y cerrar de ojos se abrieron paso entre los arbustos. Carbo contempló pasmado el caos causado por las jabalinas. La pulida formación de la columna romana se había desmoronado. En lugar de filas exactas solo veía en derredor una enorme masa de hombres que gritaban confusos. Los legionarios yacían por doquier, muchos muertos, pero la mayoría heridos. Estos últimos chillaban agonizantes mientras agarraban la jabalina que les había atravesado el cuerpo. Carbo no vio a ningún oficial.

Espartaco golpeó el escudo con la sica. Una, dos y tres veces.

—¡AL ATAQUE! —bramó y desapareció como un velocista olímpico de los de antaño.

Aullando como dos locos, Atheas y Taxacis salieron en pos de él.

«No puedo permitir que Navio llegue antes que yo», pensó Carbo. Sus pies comenzaron a moverse con vida propia. «Júpiter, el Mayor y Mejor, protégeme.» Ya había desenvainado el gladius y lo agarraba con fuerza cerca del costado derecho. Con solo los ojos visibles por encima del borde metálico del escudo, Carbo se lanzó al ataque. Otros hombres le emularon. Los legionarios se hallaban a unos diez o quince pasos y lo que más le llamó la atención fue su expresión de sorpresa. «¡No tienen ni idea de lo que está sucediendo!»

Admirado, observó a Espartaco.

—¡Por Tracia! —gritó este golpeando con su escudo el de un soldado que aparentaba menos edad que Carbo.

El impacto le hizo retroceder varios pasos y caer al suelo. Espartaco se abalanzó sobre él como un rayo. La sica resplandeció a la luz del sol y un chorro de sangre salpicó el aire. Las piernas del joven legionario se estiraron espasmódicas hasta relajarse.

—¡Cuidado! —advirtió Navio con un grito.

Carbo apartó la vista de Espartaco para mirar al frente demasiado tarde. Apenas tuvo tiempo de distinguir a unos tres pasos de él el rostro furioso de un legionario sin afeitar que le apuntaba con el gladius a los ojos. Carbo se agachó detrás del escudo y la hoja de la espada silbó por encima de su cabeza. El escudo del legionario retumbó contra el suyo y Carbo se tambaleó. Desesperado, dio un paso atrás y logró resistir el siguiente embate. El legionario rodeó el escudo de Carbo y le rozó con la espada la cota de malla. Carbo levantó la cabeza, consciente de que si no conseguía responder al ataque, pronto se acabaría el juego. Justo en ese momento la espada de Navio atravesó por un lado la armadura del legionario. El hombre se desplomó en el suelo y Navio le arrancó la espada con un gruñido. De pronto, Carbo sintió que su pánico se transformaba en rabia y se acercó a él para clavarle el gladius por la boca abierta, que seguía profiriendo gritos. El brazo de Carbo se vio frenado cuando la empuñadura de la espada chocó contra los pocos dientes que le quedaban al soldado.

Carbo liberó la espada con un bufido y apenas tuvo tiempo de fijarse en el lacerado estómago rojo y en los ojos vidriosos de su víctima cuando Navio le propinó un golpe en el casco.

—¡Muévete! ¡Quédate cerca de Espartaco!

Lo que sucedió a continuación fue una sucesión de imágenes borrosas que Carbo rememoraría más tarde. Entonces recordaría haberse abierto paso con Navio entre los hombres para luchar junto a Espartaco, a cuyo lado ya se encontraban Atheas y Taxacis. Recordaría el fragor de las armas y los alaridos de los hombres, que eran tan desgarradores que no le permitían oír sus propios pensamientos. Recordaría que tuvo que caminar sobre los cuerpos en el suelo, algunos todavía retorciéndose y gritando. Recordaría que había formado una pared de escudos con varios hombres para avanzar hacia delante y que vio el miedo reflejado en el rostro de los legionarios. Recordaría el impacto sordo de los escudos y la voz profunda de Espartaco instándoles a continuar. Recordaría los gritos ululantes de Atheas y Taxacis, como los gritos de los demonios del Hades. Recordaría los ataques constantes con el gladius y cómo iban cayendo los legionarios, uno tras otro, con la espada clavada en la cara, el pecho, el estómago o la ingle mientras él reía como un poseso al tiempo que avanzaba segando más vidas. Recordaría que la sangre de los hombres a los que había matado no solo cubría la hoja de la espada, sino también todo su brazo derecho, insensible al hecho de que los hombres contra quienes luchaba eran sus compatriotas.

—¡Allí! ¡Allí! —gritó Espartaco.

Carbo miró en la dirección señalada y vio el penacho escarlata del casco de un centurión que iba apareciendo y desapareciendo entre las cabezas de los legionarios más cercanos. Detrás del oficial, un hombre con un casco forrado de piel de león portaba un estandarte dorado. Desesperado, el centurión bramaba órdenes para que todos sus hombres se arremolinaran en torno al portaestandarte y lo protegieran. Espartaco señaló la mano plateada rodeada por una corona de laurel.

—¡Si lo tomamos serán nuestros!

Espartaco se lanzó al ataque sin comprobar si alguien le seguía. No tenía ni idea de cómo iba la batalla en las otras secciones, pero la suya estaba resistiendo bien. Solo necesitaban un último empujón para conseguir tornar el combate a su favor. Ya había visto con anterioridad el efecto que tiene sobre los legionarios que les arrebaten su estandarte: el valor se diluía en sus venas tan rápido como les fluía la sangre al cortarles el cuello; les flaqueaban las piernas y huían como cobardes. Pero apoderarse del estandarte no era tarea fácil. Los legionarios eran capaces de cometer actos de valentía suicida por protegerlo. No obstante, en vista del estado de la lucha, Espartaco tenía claro que ese era el próximo paso. Solo esperaba que los galos también estuvieran venciendo.

Como si le hubiera leído el pensamiento, un legionario se abalanzó sobre Espartaco empuñando un gladius partido. El tracio no tuvo problemas para frenar con el escudo el ataque con el arma rota y sacó la sica por el lateral para embestir al soldado en la ingle, bajo la cota de malla. La espada se deslizó en su carne como un cuchillo caliente en el queso. Espartaco ni se molestó en asestarle una segundo estocada. Sabía que había cortado una arteria principal.

El escudo de Atheas resonaba a su izquierda. Sus dientes manchados relucían dentro de la boca abierta y sonriente.

—¿Nosotros coger estandarte?

—¡Sí!

Avanzando juntos, se deshicieron primero de un par de legionarios y después de un soldado solitario. Lo único que se interponía ya entre ellos y el portaestandarte era el centurión, un hombre bajo con nariz aguileña. El arnés de piel que cubría su cota de malla estaba repleto de phalerae y lucía una argolla dorada en la parte superior del brazo derecho.

—¡Lucharé contra vosotros de uno en uno! —gritó el centurión.

Espartaco percibió la mirada de Atheas sobre él y notó que el escita empezaba a retirarse. Le invadió una rabia profunda.

—¿Qué te has creído que es esto? ¿El puto ludus? No eres más que otro jodido romano. Conmigo, Atheas.

Se dividieron a derecha e izquierda, arrastrando los pies con cuidado sobre el suelo recubierto de sangre derramada.

El centurión era un hombre valiente. No se echó atrás. No podía avanzar sin poner en peligro al portaestandarte, así que levantó el escudo y se preparó para el combate con expresión seria.

—¡Venga, cabrones! —espetó—. ¡He matado a hombres mejores que vosotros!

Espartaco no estaba de humor para enzarzarse en una guerra dialéctica.

—¿Listo?

El escita inclinó la cabeza en señal de asentimiento.

—¡Ahora! —gritó Espartaco. «Tratará de matarme a mí primero. Sabe que soy el cabecilla.»

En efecto, el centurión dirigió su ataque contra Espartaco empleando el clásico golpe derecha-izquierda con el escudo seguido de una fuerte embestida con el gladius, pero Espartaco estaba preparado para la táctica e iba parando con el escudo sus arremetidas y esquivando la hoja letal de la espada, dejando que la propia inercia del centurión le llevara hacia la izquierda, donde le esperaba Atheas. Sin equilibrio, el romano no tuvo tiempo de reaccionar y defenderse bien. La espada de Atheas cortó de cuajo la pieza de la mejilla del casco y le reventó un ojo antes de aplastarle el cráneo. Atheas arrancó el arma del centurión, que cayó como cae una piedra en un pozo, y pequeños trozos de materia gris salieron volando de su cabeza.

Espartaco se abalanzó sobre el portaestandarte, que solo disponía de un pequeño escudo circular para defenderse. A pesar de que sabía que estaba mirando a la muerte a los ojos, no salió corriendo. Comenzó a echarse atrás poco a poco, llamando a gritos a sus compañeros, y Espartaco vio con el rabillo del ojo a varios legionarios que se giraban en su dirección. El tracio sintió la adrenalina en las venas. Si no se apoderaba ahora del estandarte, no lo conseguiría nunca. Y sería hombre muerto. Con expresión salvaje, fintó con el escudo y, acto seguido, levantó la espada, giró el brazo de repente y golpeó en dirección opuesta a la habitual: de izquierda a derecha. El soldado le vio venir y no pudo evitar levantar el estandarte. Si no lo hubiera hecho, habría perdido la cabeza. El resultado fue que la sica cortó de cuajo el asta del estandarte e hizo un profundo corte en el cuello de su portador.

El soldado profirió un grito agudo y penetrante, pero Espartaco no le prestó atención. Miró extasiado la mano plateada que colgaba del palo y que, inclinándose hacia un lado, cayó con estrépito al suelo. Al instante oyó gritos de consternación a su alrededor. Agarró la parte del estandarte con la mano y se la entregó a Atheas.

—Protégelo como me protegerías a mí.

Taxacis, Carbo y Navio llegaron un instante después.

—¡Formad un círculo alrededor del estandarte! —ordenó Espartaco.

Rápidamente, los cuatro rodearon a Atheas y se prepararon para defenderlo a toda costa.

Al menos diez legionarios se aproximaron. Carbo se dispuso a defender su vida con todas sus fuerzas.

Entonces sonó un rugido desgarrador que helaba la sangre.

Carbo contuvo el aliento. Castus había irrumpido en escena con cuatro galos que emitían gritos de guerra a pleno pulmón. Los cinco hombres estaban cubiertos de sangre escarlata de la cabeza a los pies. Tenían los cascos, caras, brazos y cotas de malla bañados en sangre. Era imposible discernir si era sangre romana o la suya propia, pero el efecto era el mismo. Su aspecto era espeluznante, parecían diablos salidos del mismísimo infierno. Los legionarios se detuvieron en seco. Riendo, Castus y sus hombres se abalanzaron sobre ellos, que encogieron los rostros de pavor. Sin dudarlo, dieron media vuelta y huyeron corriendo.

—¡Tras ellos! —rugió Espartaco—. ¡No dejéis que se paren a pensar!

Aullando como una jauría de lobos, Carbo y los otros le siguieron.

Al cabo de una hora todo había acabado. Espartaco divisó las figuras de centenares de legionarios que huían hacia el norte. Apenas había sitio para moverse en la carretera, cubierta como estaba de cuerpos mutilados en charcos rojos, faltos de extremidades y con pila clavados en las barrigas. Los equipos que habían abandonado los romanos cubrían el suelo hasta donde alcanzaba la vista.

—Lo hemos conseguido. —Con esas tres palabras Carbo transmitió su asombro e incredulidad.

—Así es —corroboró Espartaco satisfecho—. A veces solo se necesita un pequeño elemento para sembrar el pánico, pero cuando surge, es como una plaga: imparable.

—El momento clave fue cuando les arrebataste el estandarte.

—Y el ataque maníaco de Castus. Es una lástima que no matásemos a más legionarios, pero era de esperar. —Espartaco señaló con el pulgar a unos esclavos que caminaban exultantes entre los romanos heridos, matando a los que encontraban vivos y entregándose al saqueo de los equipos—. Si tenemos en cuenta que todavía no son soldados y, dadas las circunstancias, lo hemos hecho bien.

«¿Bien? —pensó Carbo—, ¡ha sido increíble!»

—¿Cuántos crees que han escapado?

—Es difícil saberlo. La mitad, quizá más, pero tampoco importa. ¡Lo que importa es que hemos ganado! —Los dientes blancos de Espartaco relucieron en medio de la cara ensangrentada—. Hemos ganado, Carbo, y eso es lo que recordarán los hombres y eso es lo que oirán los esclavos en un radio de ciento cincuenta kilómetros a la redonda. Recuerda lo que te digo: doblaremos nuestros efectivos a lo largo de la próxima semana.

El entusiasmo de Espartaco resultaba contagioso y Carbo se sintió eufórico.

—¿Cuál es el siguiente paso?

—Seguir entrenando a los hombres —respondió Espartaco e hizo una pausa antes de mirar fijamente a Carbo con sus ojos grises como el acero—. No he olvidado el día en que trajiste a Navio al campamento. Hace tiempo hubiera ejecutado a un hombre por semejante transgresión.

Carbo notó que le brotaba el sudor del entrecejo.

El rostro de Espartaco se suavizó levemente.

—Pero me alegro de no haberlo hecho. Hoy lo he observado mientras luchaba. Navio no es ningún amigo de Roma y, además, es un excelente instructor militar.

—Yo…

Espartaco lo interrumpió alzando la mano.

—Estoy convencido de que los hombres han luchado mejor hoy gracias a lo que Navio les ha enseñado. Tienes mi agradecimiento, y el suyo también.

Carbo sonrió como un tonto.

—Pero no podemos caer en la autocomplacencia. Lo de hoy ha sido una victoria menor. Debemos localizar al resto de los seis mil legionarios. Quiero saber lo que traman.

—¿Vamos a enfrentarnos a ellos?

—¿En una batalla a campo abierto? No, si puedo evitarlo. Intentaremos sorprenderles como hicimos aquí. —«Como habría hecho en Tracia, de haber tenido la oportunidad.»

A Carbo le entusiasmó la idea de tender una nueva emboscada a sus compatriotas. «¿Por qué no me siento como un traidor?», se preguntó. Su corazón le dio la respuesta: Espartaco creía en él, confiaba en él.

Aparte de Paccius, nadie había confiado ni creído en él antes.

Durante el camino de regreso al campamento Carbo estuvo conversando con Egbeo, un enorme gladiador tracio y uno de los más fieles seguidores de Espartaco, que le explicó que en la batalla contra las tropas de Furius había muerto Amatokos, el amante de Chloris.

—Al parecer, había matado a más de media docena de legionarios cuando se le quebró la espada —relató Egbeo con amargura—. Y eso fue todo, el pobre diablo no tuvo ninguna posibilidad después de eso.

Una oscura alegría se apoderó de Carbo al oír la noticia, pero fingió tristeza.

—Seguro que va directo al Elíseo.

—¿Al paraíso de los guerreros? Sí, no lo dudo. Estoy seguro de que el Jinete en persona le dará la bienvenida.

Carbo murmuró su asentimiento, pero ya tenía la mente puesta en Chloris. Si no actuaba con rapidez, otro podía adelantarse, pero no quería parecer desconsiderado. El cuerpo de Amatokos todavía no yacía bajo tierra, por lo que decidió esperar. Era probable que el funeral se celebrara esa misma noche y no era previsible que alguien reclamara a Chloris antes del día siguiente.

No obstante, Carbo no pudo hablar con ella a la mañana siguiente. Aunque ya se habían hecho con las armas y armaduras de muchos romanos muertos, todavía había partes de sus equipos desperdigadas por el campo de batalla. Espartaco ordenó a todos los hombres que no estuvieron heridos que ayudaran haciendo guardia, por si aparecía Varinio, o recogiendo gladii, escudos y pila. Carbo ayudó al resto de la tropa a cargar las mulas que habían robado del campamento de Glabro, y que habían resultado ser muy útiles. Se alegró cuando el trabajo tocó a su fin, sobre todo por las moscas que se arremolinaban formando negras nubes zumbantes y por el hedor de muerte que invadía sus fosas nasales, una potente mezcla putrefacta de sangre, mierda, vómito y orina.

De regreso al cráter, lo primero que hizo Carbo fue desnudarse y lavar la suciedad incrustada en su cuerpo. A continuación, se puso su única túnica limpia y se encaminó a la tienda que Chloris había compartido con Amatokos. Al aproximarse, oyó varias voces hablando alto y se le aceleró el pulso.

Distinguió la voz de Chloris.

—¡Déjame en paz!

—Pensé que querrías un poco de compañía.

Carbo no sabía a quién pertenecía esa voz grave.

—Pues no. Lárgate y déjame en paz.

La actitud del hombre cambió de repente.

—Sigue así, preciosa. Me gusta cuando las cosas se ponen difíciles.

Chloris gritó y Carbo salió a la carrera. «Gracias a los dioses que llevo la espada.» Carbo llegó al instante y vio a Chloris con la espalda contra la tienda y las manos levantadas para apartar de sí a un hombre delgado que vestía una cota de malla.

—¿No vas a resistirte? Me gusta más cuando hay resistencia.

—¡Eh, tú, gilipollas! —gritó Carbo desenvainando la espada casi sin pensar—. Yo lucharé contigo.

El hombre se volvió hacia él con lentitud. Tenía la cara estrecha, como la de una comadreja. Carbo le reconoció. Era uno de los pocos samnitas que había escapado del ludus. Al ver a Carbo frunció el labio y se llevó la mano a la espada.

—Ah, ¿sí?

—¡Aléjate de ella! —ordenó Carbo—. No le interesa un saco de mierda como tú.

—No se ha quejado demasiado —respondió el hombre burlón.

—¡Eres un pedazo de mierda! Te excita violar a mujeres, ¿no?

Furioso, Carbo se acercó y apuntó con el gladius a la barriga del samnita. Asustado, el hombre se apartó a un lado.

—¡Estás loco! ¿Vas a matarme por una puta?

—¡No es ninguna puta! —espetó Carbo pinchándole con la espada una y otra vez sin darle la oportunidad de desenvainar la suya.

—De acuerdo, de acuerdo, ya lo he captado. No discutiré con uno de los amigos de Espartaco —concedió el samnita al tiempo que alzaba las manos y le lanzaba una mirada feroz antes de retirarse.

Carbo escupió tras él y no se calmó hasta que hubo desaparecido. Cuando dio media vuelta, vio a Chloris mirándole con sus ojos oscuros llenos de lágrimas.

—Siento no haber llegado antes.

Chloris dio un paso adelante.

—Has llegado justo a tiempo. Gracias.

—No ha sido nada.

—Desde luego que sí. Me iba a violar.

—Si siente alguna estima por sus pelotas, ese imbécil no volverá por aquí.

—¿Por qué no? —preguntó Chloris sonriente.

Carbo se sonrojó, consciente de que al echar al samnita había hecho una declaración muy pública. Curiosamente, sentía más miedo en esos momentos que antes de la emboscada. Chloris se aproximó a él, mirándole con esos profundos ojos negros. «¡Maldita sea, di algo!»

—¿Te gustaría…? —titubeó.

—¿Ser tu mujer? Sí, me gustaría —respondió mientras se le acercaba y apoyaba la cabeza en su pecho.

—Bien.

Carbo la abrazó con torpeza, pues todavía sostenía la espada en la mano derecha. Le acarició la espalda con los dedos y ella se apretó contra él. Estuvieron así unos instantes. Carbo no sabía qué debía hacer a continuación. Actuaba con timidez, como si fuera virgen. Cuando Chloris levantó la cara para besarlo, sintió un enorme alivio y una sensación electrizante le recorrió todo el cuerpo hasta los talones. Jamás había imaginado que besar pudiera ser tan placentero. Abrió la boca y notó la lengua de ella rozando la suya. Respondió con torpeza, muy consciente de que jamás había besado así. Chloris no pareció darse cuenta y, poco a poco, Carbo fue cogiendo confianza. Le apretó un pecho y este se amoldó de forma deliciosa a su mano; buscó el pezón y lo pellizcó con ternura. Chloris emitió un gemido de placer y Carbo volvió a pellizcarlo. Empezó a dejar caer la mano izquierda más abajo, hacia el muslo, y ella se apartó ligeramente.

—Sígueme —dijo mientras lo tomaba de la mano y lo conducía al interior de la tienda.

Dentro, con la solapa de piel de la tienda cerrada, Carbo no acertó a pronunciar palabra cuando Chloris se agachó para tomar el borde del vestido, se lo sacó por la cabeza con ambas manos y lo dejó caer en el suelo. Estaba desnuda ante sus ojos, salvo por un trozo de tela raída que le cubría las caderas.

A Carbo se le fueron los ojos a sus tersos pechos y pezones marrones. Empezó a recorrer su cuerpo con la mirada hasta que de pronto se detuvo horrorizado. Una maraña de cicatrices se extendía desde su espalda hasta las axilas y la delicada piel del tórax y la barriga.

—¡Por todos los dioses!

Como si se lo hubiera ordenado, Chloris dio media vuelta y le mostró todas sus heridas. Tenía la espalda destrozada. Carbo clavó la mirada en la peor de las cicatrices, un largo verdugón púrpura que parecía una quemadura.

—¿Quién te ha hecho esto?

—El capitán pirata que me raptó en Grecia —susurró.

—Menudo salvaje. ¿Por qué lo hizo?

—Le daba placer. Solo se le ponía dura si me pegaba. Entonces me… —Chloris guardó silencio.

Carbo sintió náuseas. «El samnita era igual que el pirata, pero yo también estoy aquí por sexo.»

Chloris recogió el vestido del suelo y se cubrió.

—Seguramente piensas que soy repugnante. Todo el mundo lo piensa.

—¡No! —protestó Carbo—. Eres muy hermosa, como una estatua viviente de Diana o Juno.

—¿De verdad?

—Sí —respondió Carbo con pasión.

Chloris dejó caer de nuevo el vestido al suelo y alargó la mano para acariciarle el brazo. Carbo sintió una descarga eléctrica por toda la piel. Ella soltó una risa gutural ante su reacción.

—Además de valiente, eres romántico. Me gustas.

—Ah, ¿sí?

—Claro. Me gustas desde el primer momento que te vi en el ludus, pero yo estaba con Amatokos, así que…

—Es una lástima que haya muerto —mintió Carbo.

—Ha sido designio de los dioses, pero ahora has entrado tú en mi vida.

Estaba tan cerca que Carbo notaba su aliento en los labios. Ninguna joven había querido antes estar tan cerca de él por voluntad propia y tembló nervioso, preso del deseo.

—¿Así que me encuentras atractiva?

Carbo notaba la lengua espesa e inútil, como un trozo de madera en la boca seca.

—Sí.

—¿Estás seguro?

Carbo la miró a los ojos.

—Por todos los dioses, ¡sí!

—Entonces, bésame.

Carbo obedeció. Nada le importaba el hecho de que Chloris deseara que la protegiera de otros hombres o que hubiera podido aproximarse antes a otros y que la hubieran rechazado por las cicatrices. Él parecía gustarle, eso es lo único que importaba. No sería él quien protestara y se arriesgara a romper la magia del momento. Había soñado con esto toda la vida. Cuando la mano de ella buscó su entrepierna, perdió en cuestión de segundos toda capacidad para pensar.

Lucio Cosinio suspiró de placer mientras se echaba hacia atrás con los ojos cerrados, disfrutando del agua templada. Después del calor y el polvo de la marcha desde Roma, se sentía en la gloria. Al divisar la gran piscina exterior mientras sus hombres buscaban un lugar para acampar, no pudo resistir la tentación. Como era de esperar, el propietario había estado encantado de abrir sus puertas a uno de los oficiales enviados por el Senado para liberar al pueblo de la amenaza de Espartaco. «Me lo merezco», pensó Cosinio. Chamuscado por el sol, le dolía la espalda y tenía el interior de los muslos enrojecido por la silla de montar. Si bien era cierto que había montado a caballo y no había caminado como sus dos mil legionarios, Pompeya se encontraba a más de ciento cincuenta kilómetros de la capital, lo cual representaba mucho más ejercicio del que estaba acostumbrado. Salir de caza de vez en cuando con los amigos era muy distinto de estar sentado sobre el lomo de un caballo del amanecer al atardecer durante cinco días seguidos. Ese era su primer año como pretor, pero llevaba mucho tiempo viviendo en Roma y siempre se trasladaba en litera de un lugar a otro. «Como corresponde a mi rango.»

Consciente de la necesidad de mostrar su voluntad de liderar las tropas hasta el campo de batalla, Cosinio aprovechó la ocasión y se unió a su amigo Publio Varinio como asesor en la misión de localizar y destrozar a esa chusma que había aterrorizado de algún modo a las tropas de Cayo Claudio Glabro. Cosinio frunció el labio superior. Había oído el relato de Glabro de su propia boca, pero le seguía resultando difícil de creer. Era ridículo. ¡Tres mil legionarios vencidos por un grupo reducido de gladiadores y esclavos fugitivos! La semana anterior se había producido otra derrota sorpresa, pero Cosinio restó importancia al asunto. Lucio Furio, el legado al mando de un tercio de las tropas de Varinio, también era un idiota. El hecho de que le tendieran una emboscada cerca del Vesubio y perdiera a centenares de soldados solo podía significar que era un incompetente redomado. Tras escuchar su explicación y haber absorbido el remanente de sus tropas, Varinio lo había enviado de regreso a Roma como castigo. «¡Qué se pudra! Los cinco mil legionarios restantes son más que suficientes para lidiar con unos pocos centenares de esclavos. Así Varinio y yo nos repartiremos toda la gloria.»

Cosinio abrió los ojos. Excelente. La esclava, una atractiva joven que lucía una larga melena negra y una reveladora túnica, seguía allí. Antes le había ordenado que le quitara la capa y la armadura polvorienta, y eso le había excitado. Levantó el brazo.

—Más.

La joven se acercó al borde de la piscina con una pequeña ánfora y rellenó con cuidado la copa que le tendía.

Cosinio bebió el vino de un trago. El propietario de la casa —¿cómo se llamaba?— le había dicho que era su mejor cosecha y, por todos los dioses, no había mentido. Sabía a ambrosía, al vino de los dioses. Cosinio volvió a tenderle la copa.

—Más. —Se giró en el agua y obtuvo una excelente vista de los pechos de la esclava cuando se inclinó a servirle. Fue una visión muy gratificante. Dejándose llevar por un impulso, la agarró de la muñeca—. ¿Te gustaría bañarte conmigo?

—Sí, señor.

La voz de la esclava no reveló emoción alguna ante la perspectiva, pero a Cosinio le dio igual. Había sido un día largo y estaba caliente. Era una esclava y a su amo no le importaría que se la follara. Y aunque le importara, ese gordo idiota no se atrevería a decirle nada. En cuanto a los soldados que montaban guardia a unos veinte pasos de distancia, no osarían mirar en su dirección cuando se dieran cuenta de lo que sucedía. Al fin y al cabo él, Lucio Cosinio, era uno de los ocho pretores de Roma. Solo los cónsules le superaban en rango. Por lo tanto, era libre de hacer lo que le viniera en gana. Depositó la copa en el borde de la piscina y se alejó unos pasos para gozar mejor de la vista.

—Desnúdate, poco a poco.

La chica dejó el ánfora en el suelo y se incorporó con expresión resignada. Ajeno a ello, Cosinio la contempló con admiración. Nunca le habían gustado las típicas mujeres romanas de tez pálida. La luz del atardecer dotaba a la piel de la joven de un delicioso tono aceitunado. Podía distinguir sus pezones a través del fino tejido del vestido y notó una presión en la entrepierna. Por fin iba a ver recompensado el infierno que habían supuesto los últimos cinco días a caballo, antes incluso de aplastar a Espartaco y a su pandilla de marginados.

La joven se levantó poco a poco el vestido y se detuvo justo debajo del pubis. Cosinio contuvo el aliento mientras seguía sacándoselo hasta revelar una prenda interior de lino. «Maravilloso.» No le gustaba cuando las mujeres iban desnudas bajo la túnica. Tener que esperar un poco más acrecentaba su deseo.

La esclava reveló a continuación un vientre plano, cuya delicada piel era ligeramente más pálida que la de los brazos y las piernas. Los huesos de la cadera sobresalían a ambos lados, incitándole a agarrarlos por detrás. Cosinio se pasó la lengua por los labios al vislumbrar la parte inferior de los pechos bajo el tejido.

—Espera. Quédate así.

La esclava obedeció en silencio.

Cosinio contempló embelesado su belleza unos instantes más.

—Quítatelo.

La joven se quitó el vestido por la cabeza, lo dejó caer en el suelo y clavó la mirada en la distancia.

—Mírame.

La chica lo miró con desgana. Cosinio observó sorprendido que tenía los ojos de un azul intenso, lo cual acrecentó aún más su deseo.

—Ahora, la ropa interior.

La joven empezó a tirar de la prenda hacia abajo con sus finos dedos.

Cosinio estaba cada vez más excitado.

Ella volvió a clavar la vista a lo lejos, en el paisaje que se extendía a sus espaldas, y se detuvo en seco.

Él frunció el ceño.

—¿Qué haces? ¡Continúa!

Una expresión de miedo cruzó su rostro.

Cosinio comenzó a impacientarse.

—Por el amor de Júpiter, no voy a pegarte. Quítate la ropa y métete en el agua.

En lugar de obedecer, la esclava abrió la boca y profirió un grito.

Por fin Cosinio fue consciente de que el pavor y los gritos de la esclava no se debían a él. Cuando giró la cabeza hacia los magníficos campos que rodeaban la piscina, vio una imagen surrealista: una veintena de hombres armados corría hacia él por el prado, y varios más aparecieron por detrás de los árboles en el otro extremo del jardín, con sus líderes a unos veinte pasos por detrás. Muchos de los intrusos llevaban escudos y cascos de bronce con penacho, pero era obvio que no eran legionarios. Ningún soldado romano llevaría bigote o el pelo largo y ningún soldado romano lucharía a pecho descubierto o lanzaría semejantes gritos de guerra. A Cosinio se le heló la sangre. «Los hombres de Espartaco.»

Sin dejar de gritar, la esclava dio media vuelta y salió corriendo hacia la casa.

Desaparecida su erección, Cosinio salió lo más rápido que pudo de la piscina y apenas acertó a agarrar la capa roja del banco en el que había dejado la ropa antes de correr a ponerse a salvo. Dejó atrás todo lo demás, desde la brillante coraza hasta el gladius con empuñadura de marfil, el magnífico casco con penacho, la refinada túnica y el subarmalis acolchado. Y estaba claro que no tendría tiempo de ponerse ni abrocharse las botas, que iban descubiertas por delante.

Cosinio vio su consternación reflejada en los rostros de los diez soldados que le habían acompañado para protegerle durante el baño. El oficial al mando, un optio de barbilla estrecha, se quedó boquiabierto al ver a su superior correr hacia él con el pene y los huevos al aire, botando arriba y abajo. A Cosinio le dio igual.

—¡Forma a los hombres! —chilló—. Preparaos para repeler un ataque por la retaguardia mientras yo doy la alarma.

La orden era una sentencia de muerte y el optio lo sabía. El soldado pestañeó ante sus palabras y se recompuso.

—¡Sí, señor! —Clavó la mirada en los diez legionarios, algunos de los cuales habían empezado a dar unos pasos hacia atrás—. ¡Ya habéis oído al pretor! ¡A formar! ¡Doble fila!

Cosinio postergó su huida el tiempo suficiente para comprobar que los legionarios obedecían la orden. Suspiró aliviado y corrió a los establos, donde tenía el caballo. Con suerte, esos salvajes no habrían pensado en atacar la casa desde más de un flanco. Todo lo que necesitaba era unos minutos de gracia para montar y marcharse. El campamento tan solo se hallaba a quinientos pasos de distancia. Cosinio rogó con toda su alma que Espartaco no lo hubiera asaltado al mismo tiempo que la casa.

El corto trayecto hasta el campamento fue el más largo de su vida. Al mirar desesperado por encima del hombro, vio que le perseguían. Docenas de hombres armados habían asaltado el camino y varios más surgían de los terrenos de la casa. Muy consciente de que llevaba una capa como todo vestido, Cosinio azuzó con los talones su ya cansada montura para que fuera más deprisa. No tardó en ver a un lado del camino a centenares de legionarios que formaban un semicírculo alrededor de un terraplén de tierra rectangular, la defensa del campamento temporal. Jamás se había alegrado tanto de la rutina militar. La mitad de los hombres a su mando —mil soldados— hacía guardia mientras el resto montaba las defensas para la noche. Serían más que suficientes para derrotar a los esclavos.

—¡Alarma! —chilló con voz ronca—. ¡Alarma!

Nadie le oyó. Cosinio maldijo a los muertos de sus legionarios y decidió no malgastar más aliento. Estaban demasiado lejos. Además, seguro que esos cabrones perezosos estaban chismorreando en lugar de estar atentos a posibles peligros. El hecho de que se hallaran en zona segura, a tan solo unos kilómetros de Pompeya, era irrelevante, pensó. En cuanto hubieran derrotado a los esclavos, mandaría azotar al oficial al mando hasta que solo le quedara un aliento de vida o quizá lo mandara torturar.

—¡Enemigo a la vista! ¡Haced sonar la alarma! —gritó de nuevo.

Por fin se volvieron algunas cabezas y Cosinio observó que sus rostros se contraían al reconocerle, primero de sorpresa y luego de hilaridad. Los soldados rompieron a reír y los oficiales hacían esfuerzos por contener la risa. Cosinio se sonrojó hasta las orejas. Podía imaginarse la imagen que daba: un pretor en pelotas montando a caballo con la capa roja volando al viento, pero no tuvo más remedio que seguir cabalgando hasta sus hombres.

—¿Estáis sordos o qué? —rugió al acercarse—. ¡Dad la alarma!

El centurión que tenía más cerca dejó de reír de inmediato.

—¿La alarma, señor?

—¡Sí, idiota! Han asaltado la casa. Mis guardias han muerto y los hombres de Espartaco están en camino. ¡Prepara a las tropas para luchar!

A diferencia de los soldados, el centurión era un veterano.

—¡Ya habéis oído al pretor! —gritó al trompeta—. ¡Haz sonar el toque de alarma! ¡YA MISMO! ¡El resto, a formar! Veinte hombres a lo ancho, cuatro filas. ¡Rápido! —Se volvió hacia Cosinio—. Pase dentro, señor. Su equipaje ya está allí. Contendremos a esos cabrones hasta que regrese usted.

Cosinio asintió con una leve inclinación de cabeza y siguió cabalgando. En cuanto la trompeta emitió una serie de notas breves y seguidas, le satisfizo ver que todos los legionarios a la vista eran llamados a formar por los oficiales. Ahora nadie se reía de su desnudez. «Pronto estaré vestido y ya me oirán entonces esos cabrones. —Se permitió esbozar una pequeña sonrisa—. Además, les pediré que me traigan esta noche a la esclava a la tienda. Puestos a elegir, es mejor follar con comodidad.»

Quince minutos más tarde, toda idea de sexo se había esfumado de su mente. Cosinio se vistió rápido con un uniforme de repuesto, se calzó las sandalias, se acomodó su segunda mejor espada sobre el hombro derecho y se colocó el casco. Una vez estuvo vestido, el terror que había sentido en la piscina desapareció y dio paso a una sensación de rabia profunda. ¿Cómo se atrevían?, se preguntó enfurecido. «Mierda de esclavos, me las pagarán.» Cosinio se dirigió a la entrada del campamento acompañado por un par de suboficiales que le habían esperado junto a la tienda con expresión confusa. Gracias al muro de defensa, que ya superaba la altura de un hombre, el terreno de enfrente quedaba oculto a la vista, pero oyó el nada familiar sonido del fragor de la batalla, que aumentaba de intensidad a medida que se acercaba. Distinguió el eco de las espadas chocando entre sí, el toque incesante de las trompetas y órdenes incomprensibles que eran vociferadas por doquier. Entre toda esa cacofonía reconoció el alboroto inconfundible de hombres gritando.

A Cosinio no le gustó nada cómo sonaba aquello.

—¿Qué sucede?

—No estoy seguro, señor —murmuró el más joven de los dos suboficiales, un chico arrogante que había accedido al cargo por la fortuna de su padre. A pesar de proceder de entornos similares, Cosinio lo detestaba.

—En nombre de Hades, ¿cómo es posible que no lo sepas? ¡Es tu maldito trabajo informarme de lo que sucede en la batalla!

—Disculpe, señor —dijo el segundo suboficial—. La última vez que hemos echado un vistazo hemos visto que nuestros chicos estaban aguantando bien.

—¿Aguantando bien? —repitió Cosinio indignado.

—Sí, señor. Seguro que en cuanto salga usted repeleremos el ataque enseguida.

—¡Por supuesto!

Cosinio desenvainó la espada y se encaminó a la entrada del campamento, un estrecho pasaje de diez pasos de longitud especialmente diseñado entre dos extremos superpuestos del terraplén de tierra. De pronto, un legionario con la mirada enloquecida entró como una exhalación y empujó a Cosinio. El pretor le lanzó una mirada furiosa. El soldado no llevaba ni escudo ni espada.

—¿Qué significa esto? —espetó Cosinio.

Más calmado, el legionario advirtió la armadura ornamentada de Cosinio y los uniformes de los dos suboficiales.

—Yo… nosotros… los tenemos encima, señor. Cientos de ellos… cientos.

—Así que ¿has huido? —acusó Cosinio.

El legionario movió los ojos de un lado a otro como una rata acorralada.

—Yo…

Cosinio hizo una mueca y, acto seguido, atravesó con la espada la ingle del soldado por debajo de la cota de malla. El legionario se desplomó hacia atrás con un alarido y los dos suboficiales contemplaron al pretor con el horror dibujado en sus caras.

—¡Esto es lo mínimo que se merece este pedazo de mierda! Ahora, seguidme.

Cosinio salió al exterior decidido a poner fin a toda esa farsa de una vez por todas. Sus subordinados le siguieron como dos cachorros castrados.

El pretor jamás hubiera podido imaginar la escena de caos absoluto que se desplegó ante sus ojos. En lugar de filas ordenadas de legionarios repeliendo el ataque bajo las órdenes tranquilas de sus oficiales, divisó a varios grupúsculos aislados de soldados luchando desesperados contra numerosos esclavos que los rodeaban y proferían gritos feroces. En el tiempo que tardó en recorrer con la vista el campo de batalla, Cosinio vio al menos a seis soldados muertos a hachazos. De forma lenta pero irremediable, sus tropas estaban siendo acorraladas o aniquiladas. Varios asaltantes se habían abierto paso entre los huecos de las filas romanas y avanzaban hacia el campamento sin que hubiera nadie para detenerles.

El suelo estaba sembrado de soldados heridos, agonizantes, tullidos y ciegos. Los legionarios se batían en retirada de tres en tres o de cuatro en cuatro, o simplemente abandonaban la lucha. Aquí y allá algún centurión valiente intentaba recuperar el control en vano. Cosinio no divisó a ninguno de los soldados que construían antes el terraplén. Echó un vistazo a la zanja defensiva y descubrió que estaba llena de herramientas abandonadas. Además, había varias pilas de escudos y pirámides de jabalinas junto a la trinchera. De pronto comprendió lo que había sucedido. «Esos cabrones han abandonado las armas y se han dado a la fuga.» Cosinio sintió la boca tan seca como el lecho de un riachuelo en plena sequía. No era posible que a él le sucediera algo así. No podía creer que la mitad de sus hombres hubiera huido. Era imposible que unos esclavos derrotaran a unos legionarios. «El mundo se ha vuelto loco.»

—¿Señor?

Cosinio no se había dado cuenta de que alguien le tiraba del brazo.

—¿Cuáles son sus órdenes, señor?

Miró desconcertado al suboficial de mayor rango.

—¿Eh?

El joven señaló la masacre con el brazo tembloroso.

—¿Qué hacemos, señor?

A Cosinio le vino a la mente la imagen de Glabro dejándose caer sobre la espada. No deseaba sufrir un final tan vergonzoso y manchar con semejante oprobio el buen nombre de su familia. Era mucho mejor morir luchando, enfrentándose al enemigo espada en mano. Sintió una pequeña punzada de arrepentimiento. Ahora jamás podría follarse a la guapa esclava.

—Vamos a atacar —declaró Cosinio con calma.

—¿Atacar, señor?

—Ya me habéis oído. ¡Los senadores y los nobles no huyen de los esclavos!

Cosinio se agachó a coger un escudo abandonado y manchado de sangre por detrás. «La sangre de su dueño», pensó.

—Buscad unos escudos, los dos. Vamos a enseñarles a estos cabrones cómo mueren los romanos.

—¡Sí, señor! —El primer suboficial agarró un escudo.

Avergonzado, su compañero hizo lo mismo y prepararon los gladii.

—Colocaos junto a mí, uno a cada lado —ordenó Cosinio—. Manteneos cerca.

Los suboficiales obedecieron. Un grupo de esclavos cercano advirtió la patética pared de escudos y no dudó en lanzarse a la carga gritando y agitando las armas para mostrarles el tipo de muerte que les aguardaba.

—¡Preparados para el ataque enemigo! —ordenó Cosinio.

«Craso tenía razón —pensó con ironía—. Espartaco debía ser tomado en serio.»