Craso se volvió ligeramente para que los senadores de las gradas de enfrente no vieran cómo se acomodaba la toga. Comprobó que la prenda caía formando el ángulo correcto sobre el brazo izquierdo doblado. Cuando le tocara el turno de hablar, debía hacer un buen papel. Llevar bien la toga era un requisito indispensable en el Senado, puesto que los senadores debían ser la viva personificación de la virtus romana. En cuanto estuvo listo, ocupó su asiento junto al resto de los seiscientos senadores de la Curia, el sagrado edificio oblongo que acogía al gobierno de la República desde hacía medio milenio. Con unos sesenta pasos de ancho y ochenta de largo, la Curia era una sencilla construcción de hormigón recubierta de ladrillo y estuco. En la parte superior de los muros varias ventanas de cristal —un lujo poco habitual— dejaban pasar la luz a raudales. El friso triangular de la entrada contenía unas finas tallas pintadas de Júpiter, Juno y Minerva —la tríada capitolina— flanqueados en un lado por Rómulo y Remo, los fundadores de Roma, y en el otro por Marte, el dios de la guerra.
El único mobiliario en el interior del edificio eran las tres gradas de mármol que recorrían cada lado de la Curia y los dos asientos de madera de palisandro situados sobre una tarima baja en un extremo de la sala. Allí se sentaban —escoltados por lictores— los dos cónsules, los hombres elegidos una vez al año para gobernar la República. Craso observó de soslayo a Marco Terencio Varrón y a Cayo Casio Longino. A pesar de la grandiosidad de sus cargos, no podía evitar contemplarlos con desdén. Ambos eran hombres complacientes y manipulables que habían sido propuestos por otros políticos más poderosos: Varrón por Pompeyo Magno y Longino por Marco Tulio Cicerón. Craso frunció los labios. «Podría ser yo quien ocupara su lugar, pero hay que reconocer que este par son una perfecta representación de los tiempos que corren.»
En comparación con su época de apogeo en siglos anteriores, la República era como un animal debilitado. La antigua ley que estipulaba que solo podía ejercerse el cargo de cónsul una vez cada diez años había sido descartada por líderes como Mario, Cinna y Sila, y era probable que volviera a implantarse en un futuro próximo. Los deseos expresados por Sila al abandonar el poder habían sido ignorados por completo. «De todos modos, su plan no habría funcionado —pensó Craso—, sobre todo cuando hay tantos senadores corruptos y advenedizos como Pompeyo que se niegan a disolver sus ejércitos para intimidar al Senado. Roma necesita a hombres como yo, lo bastante fuertes como para plantar cara a matones y estafadores.»
El martilleo de las fasces sobre el mosaico del suelo interrumpió el sinfín de conversaciones murmuradas y atrajo la atención de Craso. «Ahora hablarán de Espartaco y su banda de asesinos y de los pretores a los que pretenden mandar para aniquilarlos. Seguro que también aprovechan la ocasión para borrar la humillación de Glabro de las actas.» Como era de esperar, el imbécil de Glabro había muerto hacía tiempo, cuando se le ordenó morir bajo la espada a modo de castigo por su estrepitoso fracaso. Además, el Estado había embargado sus propiedades y exiliado a su familia, y los oficiales a sus órdenes habían sido degradados. Pero eso no significaba que el asunto hubiera quedado zanjado, ni mucho menos.
—¡Silencio! —rugió el lictor de mayor rango, una figura imponente con una docena de phalerae decorándole el pecho—. Todos en pie para saludar al cónsul Marco Terencio Varrón.
Los seiscientos senadores se levantaron de inmediato.
Varrón, un hombre de baja estatura con una barba cuadrada pasada de moda, saludó primero a su homólogo con una breve inclinación de cabeza antes de repasar con la mirada las gradas llenas de senadores.
—Honorables amigos, todos sabéis por qué nos hemos reunido aquí hoy. No es mi deseo rememorar los vergonzosos acontecimientos del Vesubio hace unos meses. Ya hablamos de esto en su momento y los responsables han sido castigados.
Un enfurecido rumor de conformidad se elevó hasta el techo abovedado.
—Hemos asignado a dos de nuestros senadores más ilustres la tarea de borrar de la faz de la Tierra al renegado Espartaco y a sus secuaces. Publio Varinio tomará el mando de la misión acompañado por Lucio Cosinio y el legado Lucio Furio.
Varrón hizo una pausa lo bastante larga como para que los senadores pudieran inclinar la cabeza en gesto de aprobación ante los tres hombres uniformados que aguardaban de pie junto a las sillas de los cónsules.
—Hemos realizado varios sacrificios y los augurios nos son favorables. El ejército partirá mañana. Varinio llevará a seis mil legionarios…
—¿Veteranos? —inquirió Craso.
Varrón abrió unos ojos como platos y una oleada de murmullos escandalizados recorrió las gradas.
«Al infierno con los buenos modales —pensó Craso impaciente—. Todo el mundo sabe cuál es la respuesta, pero es necesario hacer la pregunta para que conste en acta.»
—¿Son legionarios veteranos, cónsul? —repitió.
—N-no, pero no sé qué tiene que ver eso con nada —replicó Varrón irritado—. El más novato de los legionarios vale por diez gladiadores fugitivos.
—¡Eso! —exclamó una voz.
—¡Esa chusma se cagará de miedo cuando vea llegar a nuestros soldados! —gritó otro.
Varrón parecía satisfecho.
—Así es.
—Según estos cálculos, eso significa que Espartaco atacó el campamento de Glabro con unos, veamos, treinta mil hombres —intervino Craso en voz alta.
Se hizo un silencio incómodo.
—No obstante, se nos dijo que Espartaco no usó seis legiones para atacar a Glabro, sino a un miserable centenar de adeptos.
—Vamos, Craso —interrumpió Varrón tratando de recuperar el control—. Glabro fue atacado de un modo cobarde, en plena noche. Eso no volverá a suceder, te lo aseguro —declaró al tiempo que miraba a Varinio, que asintió con vehemencia—. Esta vez enviaremos a seis mil hombres. ¿Cómo pueden resistirse unos esclavos a una fuerza superior a una legión? ¡Vamos a aplastarles!
Los senadores lanzaron varios vítores en respuesta a sus palabras y Varrón relajó la expresión de su rostro.
Craso aguardó paciente a que cesara el alboroto.
—Probablemente lo que dices sea cierto. Además, quisiera dejar claro ante todos que no dudo de la calidad de los soldados que irán al Vesubio ni de la habilidad de Varinio y sus compañeros.
—Entonces, en nombre de Júpiter, ¿qué pretendes decir? —preguntó Varrón.
—Lo único que digo es que Espartaco no es ningún esclavo descerebrado inepto para luchar. No debemos subestimarle, yo le he visto en acción.
Un silencio estupefacto se apoderó de la sala.
—¿Dónde? —preguntó Varrón.
—En el ludus de Capua. Pagué por ver una lucha a muerte y Espartaco fue uno de los dos hombres seleccionados por el lanista. Evidentemente, venció. Después del combate hablé con él y, pese a ser un salvaje, es inteligente.
—Te agradezco el consejo, pero Publio Varinio no es ningún recluta imberbe —arguyó Varrón—. Está más que capacitado para batir a un gladiador rebelde. Se trata de un cometido muy sencillo para él y estoy seguro que dentro de un mes habrá vuelto tras haber cumplido la misión con éxito.
Varinio hizo un guiño a sus compañeros, que sonrieron como niños, y Lucio Cosinio, un hombre de anchas espaldas, sacó pecho.
—Si se presenta la ocasión, yo mismo lucharé contra Espartaco y lo mataré.
El comentario fue recibido con una risotada y vítores de aprobación.
—Espero con impaciencia tu regreso —concluyó Craso al tiempo que retomaba su asiento—, pero no digáis que no os avisé.
Cosinio soltó una risita.
«Imbécil engreído —pensó Craso—. Ruega por que tus hombres acaben con Espartaco primero, porque no tienes ni la más mínima posibilidad contra él.»
Carbo se alegró de no cruzarse con ninguna patrulla de rebeldes antes de alcanzar el Vesubio y empezar a atravesar los campos de trigo cortado que cubrían las laderas más bajas. Cuando finalmente se encontraron con una sección de diez hombres, estos le reconocieron y el jefe de la patrulla aceptó su palabra de que Navio era otro esclavo que deseaba unirse a Espartaco. Carbo y Navio prosiguieron su ascenso hasta el cráter.
—¿Entiendes ahora por qué te he pedido que te quitaras el cinturón?
—De lo contrario habrían sabido que soy un soldado.
—Exacto. Y ahora serías pasto de los buitres —dijo Carbo señalando a un par de aves que les sobrevolaban en círculos.
—Tienes razón, sería estúpido morir antes de poder exponer mis argumentos —reconoció Navio al tiempo que observaba la cima que se erigía por encima de ellos—. Es un buen lugar para acampar, de difícil aproximación y fácil defensa.
—Pero no podemos quedarnos aquí. El próximo comandante romano que venga estará al tanto del truco que empleamos con Glabro. Simplemente nos dejará morir de hambre.
—¿Adónde tiene previsto ir Espartaco después?
—Al sur, diría yo. Lejos de Roma.
—Tiene sentido. ¿Ha mencionado Sicilia?
—¿Por qué lo dices? ¿Por las rebeliones de esclavos que hubo allí? —Carbo no había pensado en Sicilia, pero tampoco era soldado como Navio.
—Sí. Yo diría que dos grandes rebeliones en un plazo de treinta años la convierten en un terreno abonado para el reclutamiento, ¿no crees?
Carbo se ruborizó.
—¿De dónde sacaríamos los barcos para transportar a miles de hombres?
—Los piratas cilicios surcan esas aguas. Seguro que habría algún capitán dispuesto a negociar.
—Un pirata vendería a su propia madre como prostituta si le ofrecieran un buen precio por ella.
—No estamos en situación de elegir. No habrá demasiados barcos dispuestos a trasladar a un ejército de esclavos.
Irritado e impresionado a la vez por Navio, Carbo no respondió. Se aproximaban al cráter y los nervios comenzaban a apoderarse de él. «¡No lo pienses más! Navio es una gran baza para cualquier líder.»
Encontraron a Espartaco instruyendo a un grupo numeroso de esclavos que luchaban por parejas con scuta y espadas. Él los supervisaba, alentaba y reprendía por igual.
Apostados bajo la sombra de un árbol cercano, Atheas y Taxacis ojearon a Navio con evidente recelo. Al percatarse de ello, Carbo temió lo peor y se paró en seco.
Navio lo miró preocupado.
Carbo hizo acopio de valor.
—¡Espartaco!
El líder se volvió hacia él y posó la mirada en Navio antes de dirigirse a Carbo.
—Has vuelto. —Se aproximó a ellos con paso tranquilo, no sin antes detenerse a corregir el modo en que agarraba el escudo un esclavo de tez oscura. Los escitas lo seguían como dos sombras—. ¿Qué noticias me traes?
—Ni rastro de tropas romanas en Neápolis.
—Supongo que era de esperar. No creen que sea necesario atacar desde más de una dirección —dijo Espartaco. Se percató de que Carbo se sorprendía de sus palabras—. No eres el primero en regresar. Aventianus llegó anoche. Al parecer, pronto partirá de Roma un gran ejército con dos pretores, un legado y seis mil legionarios. El pretor al mando es Publio Varinio y estará aquí en menos de una semana.
—Mierda. —«¿De qué nos servirá Navio ahora?»
—Pues sí. —Espartaco sonrió, pero tenía los ojos gélidos como dos esquirlas de sílex—. ¿Has recogido a este por el camino? —preguntó señalando con la cabeza a Navio.
—He pensado que podía sernos útil.
—Claro que sí. No nos sobran espadas, incluso si las blanden hombres más habituados a manejar una azada o una pala —comentó Espartaco mientras estudiaba a Navio con detenimiento, clavando la vista en su peinado. La inquietud de Carbo se multiplicó por mil—. ¿Has empuñado un gladius alguna vez? —preguntó Espartaco.
—Muchas veces —respondió Navio impasible.
—¿De verdad? —Espartaco lanzó una mirada rápida a los escitas.
Sin mediar palabra, Atheas y Taxacis se colocaron a ambos lados de su líder.
Espartaco clavó la vista en Carbo.
—¿Te importaría explicarme de qué va esto?
A Carbo no se le ocurrió otra cosa que decir la verdad.
—Es un soldado romano.
Antes de que tuviera tiempo de añadir que Navio deseaba unirse a ellos, Atheas y Taxacis dieron un salto hacia delante a la vez y desenvainaron las espadas. En un abrir y cerrar de ojos, Navio tenía dos hojas pinchándole el cuello. Con cuidado de no mover ni un músculo, miró a Carbo.
—¡Cuéntale mi historia!
Los escitas miraron a Espartaco.
—¿Lo matamos? —preguntó Atheas esperanzado.
—Dentro de un rato —respondió Espartaco con la expresión más feroz que Carbo le había visto jamás—. Y tú, Carbo, te reunirás en el Hades con este gilipollas si no consigues convencerme de lo contrario. Como comprenderás, no me hace ninguna gracia que un soldado romano entre en el campamento, y menos de la mano de uno de mis hombres.
—No es lo que parece —balbució Carbo desesperado—. Navio no es amigo del Senado. Lleva años luchando contra Roma, era uno de los hombres de Sertorio.
—¿Sertorio?
—¿Sabes quién era Mario?
—Claro.
—Sertorio era uno de los suyos.
Las fosas nasales de Espartaco se tornaron blancas de la rabia.
—Vas a tener que esforzarte un poco más, Carbo. Recuerdo muy bien la estela de destrucción que dejó Mario tras de sí cuando atravesó Tracia de camino al Ponto.
—Sertorio no era así —protestó Carbo, pero al ver que la expresión de Espartaco no cambiaba, se apresuró a continuar—: Tras la muerte de Mario, Italia se puso en contra de sus seguidores, así que Sertorio huyó a Iberia, al igual que Navio y su familia. Allí formó un ejército con las tribus íberas. Llegó a dominar una gran parte del territorio y batió a las numerosas legiones que el Senado envió contra él. Aguantó así casi una década, pero hace unos meses fue asesinado por un traidor. A partir de ese momento, el general Pompeyo Magno no tuvo grandes problemas para liquidar a sus seguidores. Navio sobrevivió a la batalla final y regresó a Neápolis, su ciudad natal.
—¿Y por qué no te dejaste caer sobre la espada? —gruñó Espartaco—. ¿No es eso lo que hacen los romanos cuando son derrotados?
—Así es —respondió Navio antes de añadir con tono feroz—: pero eso pondría fin a la lucha. ¡Y yo quiero vengarme de Roma! Todavía no he cobrado en sangre las muertes de mi padre, mi hermano y Sertorio.
—Por muy cierto que sea lo que dices, solo eres un hombre más, una espada más. ¿Por qué debo arriesgarme a aceptarte? —Espartaco hizo el gesto de cortarle el cuello con el dedo—. Mis hombres podrían matarte ahora, lanzar tu cuerpo al barranco y yo tendría una cosa menos de la que preocuparme.
—¡Porque Navio puede ayudarte con la instrucción! —gritó Carbo, muy consciente de que si Navio era condenado a muerte, él compartiría su suerte. Sabía que Atheas y Taxacis le matarían sin pestañear. «Júpiter, protégeme por favor»—. Navio es un oficial y soldado veterano con muchos años de experiencia en el entrenamiento de legionarios.
Espartaco caminó alrededor de Navio como una serpiente a punto de atacar.
—¿Es eso cierto?
—Sí, casi todos nuestros soldados eran miembros de las tribus íberas. Eran guerreros muy valientes, que no tenían ni la más mínima idea de lo que significa la disciplina o luchar como una unidad. Las órdenes de Sertorio eran que todo nuevo recluta debía aprender a luchar al estilo de los romanos, y yo enseñé a cientos de hombres.
Espartaco adoptó una expresión calculadora y Carbo contuvo el aliento.
—¿Qué harías con ellos? —preguntó señalando al grupo de esclavos detrás de él.
—¿Cuánta instrucción han recibido? —inquirió Navio con sequedad.
—Depende. Algunos bastante, porque llevan varias semanas aquí, pero llegan nuevos hombres cada día. La mayoría ha recibido una o dos semanas de instrucción con el gladius y el escudo, pero otros tan solo un par de días.
—¿Cuántos hombres son?
—Poco más de tres mil en total, de los cuales un centenar son gladiadores o luchadores con experiencia.
Con gesto resuelto, Navio apartó de su cuello la espada de Atheas y la de Taxacis después.
Los escitas miraron a Espartaco, pero este no intervino.
—¿Quieres saber lo que yo haría? —preguntó Navio.
Espartaco asintió con una leve inclinación de cabeza.
—Distribuiría la tropa en cohortes romanas, media docena de unidades de unos quinientos hombres, divididas en seis centurias. Necesitarás oficiales, al menos dos por centuria.
—Continúa —instó Espartaco con voz pausada.
Una vez metido en materia, Navio se explayó sobre la manera en que enseñaría a los esclavos a luchar juntos manteniendo los escudos unidos y usando las espadas como armas ofensivas; a responder a órdenes básicas transmitidas con la trompeta o el silbato; a avanzar tan solo cuando se les diera la orden y a retirarse de una manera ordenada. Al cabo de un rato, hizo una pausa.
—Si hubiera más tiempo, les obligaría a correr montaña arriba y abajo cargando con todo el equipo y les haría entrenar en el palus. Si ganamos, puedo enseñarles los fundamentos básicos.
Espartaco sonrió.
—¿Si ganamos?
Navio se sonrojó.
—Quería decir, si ganáis.
—Humm. —Espartaco miró a Carbo con frialdad—. Pensaba que me eras leal.
—¡Lo soy!
—Pero has desobedecido mis órdenes.
—Yo…
—Has revelado tu identidad y tu misión en Neápolis a otra persona —interrumpió Espartaco—. Y, por si eso fuera poco, has osado traer a un soldado romano a mi campamento.
—Porque pensé que podía ayudarnos —replicó Carbo, enfadado ante la injusticia de la situación—, pero está claro que no puede, ni yo tampoco. —Lanzó una mirada furiosa a Taxacis y Atheas—. ¿Por qué no nos matáis ya? Hacedlo de una puñetera vez y se acabó.
Los escitas alzaron las armas y miraron expectantes a Espartaco. Carbo tenía el corazón en un puño mientras se preparaba para lo peor. Navio sacó barbilla.
—Así que ¿tú respondes por este romano… Navio? —preguntó Espartaco.
—Sí —repuso Carbo al tiempo que clavaba la vista en Navio. «No me traiciones.»
—¿Con tu vida?
—Sí.
—Bien. En tal caso, Navio puede empezar a instruir a los hombres conmigo. Tú también puedes ayudar. Atheas y Taxacis os vigilarán. A la menor señal de traición, tienen mi permiso para mataros a los dos del modo que ellos prefieran. —Los escitas sonrieron con malevolencia y Carbo sintió que le volvían las náuseas—. ¿Queda claro?
Ambos asintieron con la cabeza.
—Si demostráis vuestra lealtad, os recompensaré bien.
Carbo se notaba la lengua pesada y la boca seca.
—Gracias —dijo con voz ronca.
—No se arrepentirá, señor —corroboró Navio.
—Me alegra oírlo. —Espartaco se acercó y le dio una palmada en la mejilla—. No hay necesidad de que me llames «señor». ¡No estamos en la maldita legión!
—¿Cómo debo llamarte?
—Espartaco, como todo mundo —respondió mientras se alejaba y les hacía un gesto con la mano para que le siguieran—. Vamos, ¡no podemos perder ni un minuto!
—No me he equivocado contigo, ¿verdad? —preguntó Carbo a Navio en un susurro.
—No —respondió solemne—. Te juro por todo los dioses que no soy un espía, que odio a Roma con todo mi ser y que haré todo lo posible por ayudar a Espartaco. ¿Te basta con eso?
—Sí, gracias.
—Soy yo quien debe darte las gracias. No solo me has salvado la vida, sino que me has dado un nuevo motivo por el que vivir —replicó Navio dándole un puñetazo amistoso en el pecho—. Vamos, Espartaco nos espera.
En cuanto se pusieron en marcha, los escitas siguieron sus pasos.
Carbo pensó que tampoco le molestaba tanto como se había imaginado.
Seis días después…
Alertado con un susurro, Espartaco trepó la encina de rama en rama hasta encontrar a medio camino al centinela, un joven pastor que acababa de unirse a la causa.
—¿Firmus? Te llamas así, ¿no?
—Sí, señor —respondió Firmus orgulloso de que recordara su nombre.
Espartaco estaba harto de decir que no le llamaran «señor», pero se había dado por vencido.
—¿Qué has visto?
—Una columna romana, señor.
Espartaco miró a través del hueco que había entre las gruesas hojas de color verde oscuro del árbol, situado en el linde de una enorme explanada cubierta de matorrales, a unos seis kilómetros del campamento. La atravesaba la carretera que conducía de la Vía Appia a los latifundios colindantes. Era un lugar perfecto para una emboscada. Si es que valía la pena intentarlo, pensó Espartaco cuando divisó la polvareda levantada por la columna a casi un kilómetro de distancia, aunque quizá les superaran en número.
En cuanto habían recibido la noticia la tarde anterior de que el enemigo se aproximaba, Espartaco se había reunido con los tres líderes galos. En tan solo cinco días, la instrucción de Navio había marcado una diferencia notable en la resolución de los nuevos reclutas, pero eso no significaba que la mayoría no fuera a salir corriendo en cuanto se enfrentaran a un muro de scuta romanos. Espartaco había propuesto a los otros líderes que realizaran un ataque sorpresa con los reclutas mejor entrenados, incluidos los gladiadores, unos mil trescientos hombres en total. Como era de esperar, Crixus se opuso al plan, porque prefería una ofensiva a gran escala, pero por fortuna el resto de los líderes apoyó a Espartaco. Al parecer, su idea de usar cuerdas hechas con sarmientos y el éxito obtenido en el ataque contra el campamento de Glabro ayudaron a inclinar la balanza.
Según los últimos esclavos que se habían unido a ellos, el comandante romano había dividido el ejército en tres unidades, pero si se equivocaban y en realidad se dirigía hacia ellos el ejército al completo de Varinio con sus seis mil legionarios, Espartaco y sus hombres podían volverse por donde habían venido escabulléndose entre los matorrales y abandonar el Vesubio esa misma noche en dirección a las montañas del este. Espartaco sabía que, si luchaban en terreno conocido, podían ser un incordio para los romanos durante meses, incluso años. Esa había sido su intención en Tracia. De pronto Espartaco sintió un gran orgullo por lo que había conseguido hasta el momento. A pesar de las reticencias de Crixus y Castus sobre la instrucción, ahora los gladiadores estaban mejor entrenados que cuando atacaron a Glabro.
«Ojalá la información de los esclavos sea cierta —suplicó Espartaco en silencio—. Si es así, solo nos enfrentaremos a unos dos mil soldados bajo el mando del legado Lucio Furio.»
Espartaco y sus hombres llevaban en sus puestos desde antes del amanecer. La espera había sido larga y era un alivio saber que pronto pasaría algo, fuera lo que fuera. Espartaco observó las primeras tropas que aparecieron a la vista, eran de infantería. Los legionarios marchaban en filas de seis con los escudos a la espalda y con un hatillo sobre el hombro con el resto del equipo. Todos llevaban dos pila, uno en cada mano, que durante la marcha hacían las veces de bastones.
—No llevan caballos. Por todos los dioses, ¿por qué? —Espartaco vio la expresión confusa de Firmus—. Glabro tampoco tenía caballos y ese es el peor error que puede cometer un comandante. Pocos soldados son capaces de resistir el ataque de la caballería, sobre todo si son hombres como los nuestros, con apenas experiencia militar. La presencia de jinetes incrementaría de forma considerable las posibilidades de ganar de los romanos, pero son tan arrogantes que ni se han molestado en traerlos.
—No somos más que esclavos, señor —declaró Firmus encogiéndose de hombros.
—¿Qué?
—Solo somos esclavos. ¿Para qué necesitan la caballería?
—Tienes razón, chico. —Espartaco rio ante su explicación tan sencilla—. Seguro que eso es lo que piensan. —«¡Y cuanto más tiempo lo piensen, mejor!» Espartaco volvió a fijarse en los soldados. Seguía sin haber rastro de los caballos. Vislumbró el final de la polvareda y tuvo la impresión de que la legión que avanzaba hacia ellos constaba de menos de cinco mil hombres, muchos menos. «Gracias, Gran Jinete»—. Debes esperar lo máximo posible antes de bajar y, hagas lo que hagas, asegúrate de que no te vean regresar a la línea de ataque.
—Sí, señor.
Espartaco descendió hasta la carretera, que no era más que un camino de tierra ancho que atravesaba la arboleda y el matorral. Echó la vista atrás hacia los romanos y corrió a paso ligero al Vesubio, que apenas se distinguía por encima de las copas de los árboles. A unos mil pasos más adelante Espartaco distinguió varios rostros impacientes entre las matas de espino y enebro.
—¡Agachaos, idiotas! —gruñó—. ¡Esto no es un puto juego!
Las cabezas desaparecieron de inmediato.
Espartaco se detuvo junto al retorcido tronco de un arrayán, que estaba cubierto de florecillas blancas en forma de estrella. Sonrió irónico. Las flores de ese árbol tenían poderes curativos, al igual que sus hojas perennes de color verde oscuro. Quizá pudiera usarlas después para los heridos. «Si sobrevivimos.» A la izquierda del camino había apostado a sus hombres y a los de Gannicus —la mitad de los efectivos— y a la derecha al resto. Todos estaban organizados por centurias. Después de que Navio hubiera iniciado la instrucción, parecía lo más lógico. Los líderes galos protestaron al principio, pero les atrajo la idea de nombrar oficiales a algunos de sus seguidores. Todos los gladiadores que sabían luchar estaban allí, entremezclados con los nuevos reclutas, una media docena por centuria. También habían podado los matorrales para que pudieran lanzarse al ataque grupos de cuatro hombres cada vez y habían rellenado los huecos con las ramas cortadas, que podían apartarse en un segundo.
—¡Gannicus, Castus, Crixus!
Los galos acudieron de inmediato. Los tres llevaban cotas de malla y lucían cascos de bronce con penachos de crines blancas o rojas. Todos sostenían scuta y gladii romanos. Espartaco esbozó una amplia sonrisa al verlos: si no fuera por el pelo largo y los bigotes, habrían podido pasar por legionarios.
—¿Ya vienen? —preguntó Crixus.
—Sí.
—¿Cuántos son? —inquirió Gannicus preocupado.
—No son seis mil, ni siquiera cinco mil, de eso estoy seguro. Quizá sean la mitad, o menos. Tampoco he visto a ningún jinete.
Gannicus apretó los puños.
—¿Vamos a atacarles?
—¿Qué? —preguntó Crixus lanzándole una mirada hostil—. ¡Claro que vamos atacar!
Castus no dijo nada.
—Se lo preguntaba a Espartaco, no a ti, Crixus —replicó Gannicus.
—Menudo perrito faldero… —se mofó Crixus.
—¿Qué has dicho? —preguntó Gannicus rojo de la rabia llevándose la mano a la espada.
Crixus enarcó las cejas.
—¿Quieres pelea? ¡Adelante!
—Dejad de discutir —intervino Espartaco con firmeza—. Ahora tenemos cosas más importantes de las que ocuparnos.
Como niños reprendidos por su padre, los galos callaron, pero no dejaron de lanzarse miradas de reprobación.
—Lucharemos si yo lo digo, pero no tomaré esa decisión hasta el último momento. Si veo que podemos fracasar, no usaré esto. —Espartaco mostró un silbato de hueso de los centuriones que le colgaba del cuello. A petición de Navio, habían registrado el campamento de Glabro en busca de varios silbatos. Ahora todos los galos tenían uno—. Todos sabéis cómo suena. Salvo que oigáis un silbido largo, debéis ordenad a vuestros hombres que permanezcan agazapados y ocultos hasta que los romanos se hayan marchado. ¡Es imprescindible que lo comprendan bien! Si alguno de esos malditos romanos nos ve, estamos jodidos. ¿Entendido?
Todos asintieron, pero a Castus no se le veía muy convencido.
—Si oís el silbato, debéis tocar el vuestro y arrojar los pila de inmediato.
—¿Cuándo tocarás el silbato? —preguntó Gannicus.
Espartaco señaló una curva en la carretera, a unos trescientos pasos en dirección al Vesubio.
—En cuanto la vanguardia haya doblado esa curva —dijo mirando a Crixus—. Tú eres quien está más cerca de la curva, ¿te parece bien encargarte de que ninguno se escape?
Crixus esbozó una sonrisa feroz.
«Bien. El idiota se piensa que tiene la tarea más importante.»
Espartaco no podía estar más equivocado.
—Asegúrate de tocar el silbato rápido. De lo contrario, quizá no pueda contener a mis hombres —comentó Crixus con desdén.
Espartaco apretó los dientes rabioso.
—Si salen de su escondite demasiado pronto, fracasará toda la emboscada.
—Pues será culpa tuya por no haber tocado el silbato antes —replicó Crixus con ojos maliciosos.
Espartaco sintió una rabia inmensa. Crixus había sido muy astuto eligiendo ese momento para discutir. Espartaco decidió seguirle el juego.
—¿Qué pasa? —preguntó arrancándose el silbato del cuello y arrojándoselo al galo—. ¿Es esto lo que quieres? Si es así, será mejor que empecemos a cambiar ya las posiciones.
El resto de los líderes protestaron enseguida consternados.
—Es demasiado tarde —dijo Gannicus—. Los romanos están al caer. Déjalo, Crixus. ¿Qué más da quién toque el dichoso silbato? Espartaco sabrá elegir el momento adecuado, ¿verdad, Castus?
Espartaco contuvo el aliento.
—Sí —gruñó Castus.
Crixus apretó la mandíbula enfadado.
—Hazlo tú, entonces —rugió a Espartaco—. A mí me da igual.
Espartaco asintió con una breve inclinación de cabeza.
—Lanzad una única descarga de jabalinas. Apuntad bajo y cerca.
La mayoría de sus hombres jamás había arrojado un pilum, pero Espartaco había insistido en que todos se armaran con algunos de los cientos de proyectiles que habían quedado abandonados en el campamento de Glabro. Incluso si los arrojaban unos novatos, sembrarían la confusión y causarían numerosas bajas, al igual que las hondas de los nubios.
—Cuando oigáis el segundo pitido, atacad.
Castus seguía sin estar satisfecho.
—¿Qué pasará si se agrupan y resisten el ataque en formación? No podremos penetrar un muro de escudos romanos.
—Tienes razón —convino Espartaco encogiéndose de hombros—. En tal caso, nos batiremos en retirada y desapareceremos entre los matorrales, pero solo debéis retiraros si oís tres pitidos cortos y repetidos de mi silbato. De lo contrario, debéis continuar con el ataque.
—Me sigue pareciendo una locura —protestó Castus.
—¿Por qué te parece una locura? —preguntó Crixus.
—Nos superan en número. Casi todos nuestros hombres son esclavos con poco entrenamiento y, aun así, pretendemos atacar a miles de legionarios a plena luz del día.
«Gran Jinete, no permitas que se retire ahora.»
—Es fantástico, ¿no crees? —replicó Espartaco con una gran sonrisa que rezumaba seguridad—. Es mucho mejor que luchar en cualquier mierda de circo romano para la diversión del populacho.
Castus le sostuvo la mirada un instante antes de sonreír.
—Tienes razón.
—Vamos a dar a esos hijos de puta una lección que jamás olvidarán —prometió Crixus, con optimismo renovado.
Espartaco se percató de la inseguridad en los ojos de Gannicus. «Crixus es demasiado testarudo para percatarse de la situación y he logrado convencer a Castus, pero Gannicus sabe que nuestra suerte pende de un hilo. Por todo los dioses, cómo desearía que Getas y Seuthes estuvieran aquí con doscientos guerreros de nuestra tribu.» Pero no era el caso.
—Recordad que Ariadne ha confirmado esta mañana los buenos augurios.
Gannicus parecía aliviado.
—Es cierto, y ella sabe mucho.
—¡Así es! —Espartaco dedicó un agradecimiento silencioso a Dioniso. Desde que Ariadne había interpretado su sueño, todos la tenían en gran estima.
Espartaco sujetó a Gannicus por el hombro.
—¿Estás listo para repetir lo que hicimos con Glabro?
—¡Sí!
—Entonces, a vuestros puestos. Recordad, esperad a que suene el silbato.
Espartaco aguardó a que todos desaparecieran antes de echar un último vistazo a la carretera. Nada. Desenvainó la sica y fue detrás del arrayán, donde Carbo esperaba nervioso y Navio reía de la emoción. Atheas y Taxacis también estaban cerca. «Ya no será necesario que los vigilen —pensó Espartaco—. Si Navio es un traidor, eso significa que no sé juzgar el carácter de las personas, y Carbo tampoco.»
—¿Preparados?
—Sí —respondió Carbo—. ¿Ya vienen?
—Pronto estarán aquí.
Carbo sacó pecho.
—Estoy listo.
—Que Marte nos proteja con su escudo y su lanza —dijo Navio impaciente.
—Y el Gran Jinete también —añadió Espartaco. «Acompáñame, Gran Jinete, como has hecho hasta ahora.»
Espartaco fue recorriendo todas las filas de hombres a paso ligero, parándose para murmurar palabras de aliento al oído de los hombres y darles palmadas en la espalda. A todos dijo que eran unos soldados valientes y que sus actos serían recordados durante cien años. También les mintió sin reparos al decirles que los legionarios eran unos cobardes que huirían al ver a unos esclavos blandiendo una espada. El comentario fue recibido con una carcajada casi unánime, pero era una risa nerviosa. Espartaco sabía que olvidarían sus palabras en cuanto comenzara la batalla. Entonces todo dependería, como siempre, de la resolución de cada hombre y de la de sus compañeros, así como del impacto de la descarga de las jabalinas; del grado de sorpresa y miedo que el ataque generara en los romanos y del número de legionarios que mataran en los primeros momentos. Si todos esos factores actuaban a su favor, quizá tuvieran alguna posibilidad.
Espartaco sujetó la sica con fuerza. «Si todo se vuelve en nuestra contra…»
Había estado las suficientes veces en el lado de los vencedores para saber lo que sucedía con el enemigo: lo machacaban. Un soldado asustado era la más fácil de las presas: cuando le invadía el miedo, perdía el juicio y la disciplina, y lo primero que hacía era soltar el escudo y, acto seguido, la espada. Los soldados que tropezaban o caían eran ignorados o bien aplastados contra el suelo y pocos eran capaces de defenderse. Solo corrían. Los legionarios estaban entrenados para dar caza a hombres así. Lo habitual era que por cada baja romana cayeran diez enemigos y, si sus esclavos huían, la cifra podía ser superior.
«No le des más vueltas. Esto es por lo que he rezado durante muchos años. La posibilidad de liderar a un ejército contra Roma una vez más. Una oportunidad de vengar la derrota de mi tribu y la muerte de Maron.»
Al oír el sonido de unos pies corriendo, Espartaco se enderezó.
Firmus apareció entre la maleza.
—¡Ya vienen!
—¿A qué distancia se encuentran?
—He caminado a su ritmo mientras cruzaba los matorrales. A no más de quinientos metros, señor.
Espartaco aguzó el oído y distinguió el estruendo de los clavos de miles de sandalias tachonadas que golpeaban el suelo al unísono.
—¿Has avistado algún jinete?
—No, señor.
—¿Cuántos crees que son? —rugió Espartaco.
Firmus se sobrecogió.
—No estoy seguro, señor. Más de los que podía contar.
Espartaco se mordió la lengua para no soltar un gruñido furioso. «No es más que un pastor, al igual que el resto de los ojeadores. No están acostumbrados a calcular los efectivos del enemigo.»
—Buen trabajo. Cruza la carretera y di a Castus y Crixus que preparen las jabalinas, ¡pero no deben arrojarlas hasta que suene el silbato!
Firmus asintió y se esfumó. El hueco en la maleza quedó cubierto de inmediato con ramas.
—¡Preparad las jabalinas! —ordenó Espartaco—. Transmitid la orden.
La orden fue murmurada de fila en fila.
—¿Vamos a luchar? —preguntó Carbo, agradecido de que sus retortijones de estómago no resultaran audibles.
—Todavía no lo sé —reconoció Espartaco con un guiño—. Depende de cuántos sean.
—Ya veo —respondió Carbo con una sonrisa tratando de sonar tranquilo.
—Es normal que estés nervioso —dijo Espartaco en voz queda—. Esta es tu primera batalla. Casi todos los hombres están temblando como pajaritos o rezando como locos a todos los dioses bajo el sol. Muchos vomitan o se mean encima. Pero tú no, tú te mantienes firme, listo para la lucha.
Agradecido, Carbo se tranquilizó.
—Buen chico. Sé que lo vas a hacer bien. —Espartaco se giró para observar el camino a través de las ramas.
—Sabe elegir muy bien sus palabras —susurró Navio al oído de Carbo.
Carbo se volvió hacia él, pero en la mirada de Navio no había ni un atisbo de malicia.
—Es una de las características de un gran líder.
—Le seguiría hasta el fin del mundo —corroboró Carbo con pasión.
—¡Silencio! —susurró Espartaco.
Agazapados, se mantuvieron a la espera.
Pronto lo único que pudo oírse fueron los pesados pasos de los legionarios al acercarse.
Pese a las palabras de Espartaco, Carbo tenía el estómago hecho un nudo. «Es fácil que nos acaben aplastando sin más.» Notó la saliva que se acumulaba alrededor de la lengua e hizo un esfuerzo por no vomitar. Un graznido desgarrador le distrajo y miró hacia arriba. Un mirlo les contemplaba desde el árbol con la cabeza ladeada mientras ojeaba sospechoso las filas de hombres que se ocultaban entre los arbustos. Graznó otra vez. Y otra vez.
«Debemos de estar en su territorio. Este maldito pájaro nos va a delatar.»
Espartaco levantó el brazo y agitó la mano. Para gran alivio de Carbo, el mirlo levantó el vuelo y se marchó graznando furioso. Si algún legionario se había percatado del pájaro, pensaría que era su presencia la que le había molestado. Carbo se secó las palmas de las manos, primero una y luego la otra, en el borde de la túnica, y sujetó de nuevo la jabalina con la mano derecha. Todavía no estaba familiarizado con su peso, pero había entrenado todos los días y ahora casi siempre daba en el blanco. Trató de no pensar que esta vez la jabalina se hundiría en el cuerpo de un romano.
«Este es el camino que he elegido. La legión no me quiso.»
«Ahora estoy con Espartaco.»