Una mañana, poco después de cosechar el grano, Ariadne se despertó helada hasta los huesos. Durante los meses calurosos, se había acostumbrado a dormir al aire libre con apenas sábanas. Habría que cambiar esa costumbre, pensó, tiritando. Las briznas de hierba que la rodeaban estaban cubiertas de una fina capa de rocío y había una humedad en el ambiente que no había aparecido la madrugada anterior. La embargó una tristeza inexplicable. En cierto modo, el descenso de la temperatura se asemejaba al enfriamiento de un cuerpo tras la muerte. Casi notaba la dulce descomposición.
—El otoño está a la vuelta de la esquina —dijo Espartaco desde su montón de mantas.
—Cierto. —Le dedicó una brillante sonrisa fingida.
Él enseguida se dio cuenta.
—¿Qué ocurre?
—No sé. Algo ha cambiado. Noto el aire distinto.
Espartaco endureció el semblante.
—Deben de ser los romanos, entonces. Tenían que venir tarde o temprano.
—¿Estás seguro? —Ariadne notaba la fría verdad en el vientre, pero no quería ser quien lo dijera.
Espartaco se encogió de hombros.
—Si no es hoy, será mañana o pasado mañana. Tal vez tengamos una semana de gracia. Da igual.
—¿Por qué? —«¡Yo quería que lo nuestro no acabara nunca!»
—Al final tendremos que enfrentarnos a nuestro destino, Ariadne —dijo con suavidad, incorporándose—. Lo sabes tan bien como yo.
—Si la espera es demasiado larga los hombres perderán las fuerzas.
—Más que eso. Empezarán a negarse a entrenar. Se convertirán en unos verdaderos latrones. Quizá se vuelvan en mi contra.
Ariadne le dedicó una mirada horrorizada.
—¡No se atreverían!
—Eso lo dices tú. Crixus está contento porque ha estado recorriendo la zona como un pirata cilicio en el Adriático, atacando cuando le parece. Castus, lo mismo, y hay un par de germanos que han empezado a mirarme mal cuando les ordeno que hagan algo. Quienes eran esclavos están aprendiendo a amar su libertad, lo cual está bien, pero… —Espartaco entrechocó los puños— ha llegado el momento de liderarlos en la batalla. Eso calmará la situación. Les bajará un poco los humos.
—¡Podrían matarte! —Ariadne no fue capaz de contenerse.
—Así es, amor mío.
Era la primera vez que había empleado esas palabras y a Ariadne le dio un vuelco el corazón.
—Pero no pienso rehuir esta lucha. Yo no soy de esos. No olvides que Dioniso me ha honrado con su bendición.
—Lo sé —dijo ella, intentando que su orgullo resultara más evidente que su preocupación.
Se le acercó y la besó.
—Tampoco pienso echar a perder mi vida como un imbécil. Los hombres han estado entrenando duro, pero todavía no están preparados para enfrentarse a miles de legionarios. Y aunque ellos quizá lo piensen, ninguno es seguidor de Crixus ni de Castus. No vamos a enfrentarnos a esos cabrones en una batalla abierta.
El dolor que Ariadne notaba en el vientre se mitigó.
—¿Qué vas a hacer?
—Tenderles una emboscada. Atacar la columna por el bosque si podemos. Hacer que rompan filas. Sembrar el pánico, igual que en el campamento de Glabro. Es la forma de abordar la lucha contra ellos.
—La lucha —repitió ella lentamente.
—Sí —confirmó Espartaco—. Eso es lo que es. Salvo que estamos en Italia, no en Tracia.
El temor de Ariadne resurgió. «¿Es esto lo que querías decir, Dioniso?» Al ver la pasión que ardía en sus ojos, Ariadne respiró hondo y exhaló.
—Es tu camino.
—Por el momento, lo es. —Se dio un golpe en el pecho—. Lo noto aquí dentro.
—Entonces también es el mío. —«Pase lo que pase.»
—Eso me alegra el corazón. —La apretó con fuerza—. Tengo que marcharme. Hay que mandar a varios hombres a buscar a ese nuevo ejército romano.
Cuando los exploradores regresaron, dijeron no haber visto nada más que el tráfico habitual por los caminos locales. Habían visto a comerciantes con sus mulas, granjeros con carretas repletas y pequeños grupos de viajeros. Habían avistado a un mensajero; igual que a un adivino itinerante y un grupo de leprosos. Incluso habían visto a un hombre rico en su litera, acompañado por una comitiva de guardaespaldas y esclavos.
Pero a ningún soldado.
Impasible, Espartaco llamó a Carbo, Aventianus y a otros dos esclavos. Los cuatro intercambiaron miradas de curiosidad mientras se reunían delante de él. No se conocían demasiado bien entre ellos.
—¿Os preguntáis por qué estáis aquí? —preguntó Espartaco.
Todos murmuraron con un asentimiento. Carbo no había visto mucho a Espartaco en los meses anteriores. Tampoco pasaba nada. Se sentía un privilegiado por el mero hecho de haber sido instruido por él. En realidad, se había dedicado a entrenar incluso más. Subía y bajaba corriendo las laderas de la montaña dos veces al día. Cargando peso y haciendo peleas de entrenamiento con quienquiera que quisiera enfrentarse a él. Todavía no estaba preparado para pelear con Amatokos, pero tenía la impresión de que Chloris le lanzaba miradas de aprobación. Por lo menos era lo que esperaba. Sin embargo, el esfuerzo de Carbo le había compensado también de otras maneras, porque Espartaco había asentido para mostrarle su aprobación el día anterior cuando había golpeado a un germano del doble de su tamaño dos veces en el culo. Ese pequeño gesto había animado a Carbo sobremanera. Aceptaría cualquier misión que se le ofreciera. Cuánto había cambiado su vida, caviló. Ahora vivía y luchaba acompañado de esclavos. Realmente era un marginado, pero le daba igual. Carbo se enorgullecía de aquello en lo que se había convertido. De la transformación que él mismo se había buscado.
—Ariadne, la sacerdotisa que reveló que gozo del favor de Dioniso —añadió Espartaco para ser más efectista—, ha tenido una sensación extraña esta mañana al despertar. He aprendido a prestar atención cuando me dice estas cosas. Como sabéis, los exploradores no han encontrado nada de nada en los campos circundantes, pero ya hace meses que no les vemos el pelo a los romanos. El hecho de que no haya ni rastro de esos perros no significa que no pase nada. Quiero que vayáis por separado a los pueblos cercanos a ver qué información sois capaces de extraer. Un hombre puede descubrir muchas cosas por el mero hecho de pasearse por el mercado un día o dos. —Advirtió la mirada inquisidora de Carbo—. Todos vosotros sois hablantes nativos del idioma. Encajaréis mucho mejor que yo, con mi acento tracio, o Atheas o Taxacis, que ni siquiera son capaces de pedir una copa de vino en latín. Nadie se fijará en vosotros especialmente.
—¿Y si alguien pregunta qué nos ha llevado allí? —preguntó Aventianus.
Espartaco se agachó y cogió cuatro monederos pequeños que tenía a los pies. Le lanzó uno a cada hombre.
—Tú eres un obrero a sueldo que ha acabado el trabajo de la temporada de verano y regresa a casa con su mujer o su familia. Aquí tienes la paga.
Aventianus sonrió. Era una historia totalmente plausible.
—¿Adónde vamos? —preguntó Carbo. «Por favor, no me pidas que vaya a Capua.»
Fue casi como si Espartaco notase su renuencia.
—Tú irás a Neápolis, en la costa. El resto podéis decidir adonde queréis ir: al norte hacia Nola y Capua, por la Vía Appia, y Nuceria, hacia el sur. Si circulan rumores, allí los descubriréis. —Alzó un dedo a modo de advertencia—. Me da igual que os gastéis el dinero antes de regresar, pero ¡id con cuidado! No os emborrachéis demasiado. El vino suelta la lengua. Si os descubren, acabaréis vuestros días clavados en una cruz.
Los hombres asintieron con determinación.
—Una cosa más. Dejad las espadas atrás. Llevad solo una navaja y un bastón. —Se rio ante el ceño fruncido de Carbo—. Ya sé que os habéis acostumbrado a ir armados, pero no hay nada que llame más la atención que un campesino con un gladiu. —Espartaco hizo un gesto de rechazo con la mano—. Regresad lo antes posible. Que Dioniso y el Gran Jinete os acompañen.
Carbo fue a buscar su esterilla para dormir y un recipiente para el agua. Si salía de inmediato, llegaría a Neápolis antes del anochecer. «Cómo he cambiado.» En otros tiempos, se habría sentido insultado si le hubieran llamado «campesino» y le hubieran deseado la bendición de unos dioses extraños. Ahora le molestaba más no poder llevar un arma.
Carbo sabía a cuál de las dos personas prefería.
Anochecía cuando Carbo llegó cerca de Neápolis. Había corrido parte de los quince kilómetros desde el Vesubio para asegurarse de llegar a tiempo. Pero le había ido por los pelos. Los tres guardas ya habían cerrado uno de los impresionantes portones y se movían hacia el segundo. Echó a correr.
—¡Un momento!
Los centinelas giraron la cabeza. Eran los típicos vigilantes de ciudad: dos eran de mediana edad con una barriga prominente y el otro era un mozalbete con las mejillas más suaves que las nalgas de un recién nacido.
—¿Quién anda ahí? —gritó uno. La phalera de plata solitaria de la túnica indicó a Carbo que había sido legionario. «Es el líder.» Solo los hombres valientes recibían tal condecoración—. Cuando se tiene tanta prisa, un hombre solo puede ir detrás de una de estas dos cosas: vino o una puta.
—O ambos —añadió el segundo hombre adulto con una sonrisa lasciva con la que enseñó todos los dientes.
—Tenéis toda la razón, amigos. Ambos —mintió Carbo, que agradeció haber llegado—. He estado trabajando en un latifundio durante las últimas seis semanas, viviendo con poco más que acetum y pan seco. Ni una mujer a la vista. Por lo menos ninguna a la que fuera seguro acercarse.
—El vílico te tenía bien vigilado, ¿eh? Es lo que suele pasar. ¡Debes de estar empalmado como Príapo! —El veterano le guiñó el ojo—. A mí me pasaba lo mismo a tu edad. Aquí mi amigo Neleus desearía ser también así, pero es tan tímido que ni siquiera se acerca a las putas que hay junto al mercado. ¡Y mira que serían capaces de tirarse a un cadáver a cambio de una moneda! —Rio con placer mientras el joven bajaba la cabeza abochornado.
«Cielos —pensó Carbo encantado—. Ni siquiera me han mirado las cicatrices. Y me han creído de buenas a primeras.» Se sintió orgulloso. «Ya soy un hombre.»
—Pasa, amigo. —Con un gesto elocuente, el veterano indicó a Carbo que podía entrar—. A quienquiera que elijas, échale uno por mí.
—Descuida. —Carbo sonrió—. ¿Hay alguna posada en la que pueda encontrar un rincón para dormir?
—Varias. El Toro es donde tienes menos probabilidades de que te acribillen las pulgas y las chinches. Y también es menos probable que te roben. Está junto a una calle que sale de esta entrada. El tercer callejón a la derecha. No pagues más de un as por una cama en el establo.
—Gracias.
Así fue como pasó por debajo del gran arco de piedra y entró en la ciudad. Carbo nunca había estado en Neápolis. Observó con curiosidad los bonitos edificios mientras quedaban difuminados por la creciente oscuridad. La mayoría eran de nueva construcción. Tras siglos de lealtad a Roma, Neápolis había sido elevada a la categoría de municipium hacía casi dos décadas, pero su fortuna había sufrido un duro revés durante la brutal guerra civil acaecida hacía apenas unos años. Carbo recordaba que de pequeño su padre le contaba a su madre entre susurros el saqueo sufrido por la ciudad. Bajo Sila «el carnicero» un ejército había quemado su gran flota, que estaba anclada, y matado a varios cientos de civiles. Al final, le habían prendido fuego a Neápolis. El crimen de los residentes había sido oponerse a Sila. «¿Y a Espartaco le llaman latro?»
Carbo se aprestó a encontrar el Toro. La estrecha vía pública se vaciaba ante sus ojos; no tenía ningunas ganas de permanecer en el exterior más de lo necesario. No había alumbrado público. En el exterior de algunas casas grandes colgaba un farol, pero no iluminaban demasiado. Las sombras se hacían cada vez más largas. En cuanto se acercó a una callejuela, una silueta se movió en la penumbra de su interior. Carbo sujetó con más fuerza la empuñadura del puñal. Si Neápolis se parecía a Capua, entonces solo un imbécil se aventuraría a salir de noche. Un imbécil o un matón.
Se sintió aliviado cuando encontró la posada poco después. El murmullo de las conversaciones en tono elevado, los gritos y los cánticos desentonados le indicaron que había llegado. El hedor del estiércol, orines malolientes y el sudor humano le llenaron las fosas nasales al acercarse al local de frente abierto. Una escalera de madera se elevaba por el lateral del edificio hacia los apartamentos de las plantas superiores. Unas lámparas de aceite decoraban las paredes llenas de pintadas, por dentro y por fuera. Su brillo amarillo anaranjado iluminaba un revoltijo de mesas y bancos toscos que invadían el callejón desde el interior sombrío de la posada. Habían esparcido paja por todas partes; a juzgar por lo empapada que estaba, parecía haber absorbido más vino del recomendable. O sangre.
El local estaba abarrotado. «No soy el único con la garganta seca.» No le sorprendió. Hacía poco que se había acabado la cosecha y aunque la Vinalia Rustica había terminado, las temperaturas seguían siendo agradables. Los hombres hacían bien en tomarse unas cuantas copas de vino con sus amigos por la noche. Carbo observó a la clientela, una selección de comerciantes, viajeros y lugareños. También había multitud de prostitutas, sentadas en las faldas de los hombres, enseñando los pechos a cualquiera que mostrara el mínimo interés o buscando clientes por las mesas. También había infinidad de maleantes: hombres evasivos y mal vestidos solos o en pareja cuya mirada recorría constantemente a la clientela como lobos hambrientos enfrente de un rebaño de ovejas. «¿Amigos? No tengo ninguno. Al menos, no aquí.»
Se abrió camino hasta la barra. Carbo habló con el propietario, un hombre de ojos saltones con una densa barba incipiente en la larga mandíbula. Tal como había prometido el guarda del portón, con una moneda de bronce le bastó para asegurarse un rincón en uno de los establos. Dejó la esterilla para dormir y regresó para comprar una jarra de vino y un poco de pan con queso. Con las manos llenas, Carbo se encaminó a una mesa vacía situada junto a la pared. El mejor lugar, y el más seguro, desde el que observar el panorama era estando de espaldas al fresco enladrillado. Al sentarse, el estómago le gruñó con fuerza, lo cual le recordó que no había comido desde el mediodía. Carbo se olvidó del resto de los clientes y atacó la comida sin miramientos.
No tardó demasiado en dejar el plato limpio y engullir dos copas de vino aguado. Carbo se sentía mucho mejor y eructó. Volvió a llenarse la copa y lanzó una mirada despreocupada a la sala. Un par de mesas más allá cuatro comerciantes jugaban a los dados armando cierto escándalo. Haciendo caso omiso de las peticiones de quienes les rodeaban para que se callasen, un hombre con manchas de vino por toda la túnica berreaba una tonadilla desentonada sobre el viaje de Odiseo. Un par de ancianos discutían por las fichas de un tablero de «Ladrones». A su lado, un comerciante de rostro colorado manoseaba con avaricia la entrepierna de una prostituta. Tres veteranos que miraban se reían burlonamente y lanzaban sugerencias procaces acerca de lo que la pareja podía acabar haciendo.
Carbo pensó en Chloris y le palpitó la entrepierna. Palpó el pequeño monedero, que llevaba colgado de una correa alrededor del cuello, y se planteó llevarse arriba a una de las putas. Era habitual que esas mujeres utilizaran una habitación encima de la taberna. Las observó una por una y cambió de opinión. «Son baratas y repugnantes. Pillaré alguna enfermedad.» Un establecimiento de más clase sería mucho mejor. Ahí por lo menos se lavarían entre un cliente y el otro. «No desvaríes. No estás aquí para eso.» Carbo decidió acabarse la jarra de vino e irse a la cama. Los mercados empezaban a funcionar al amanecer y quería estar allí desde el comienzo.
—¿Vienes de lejos?
A su derecha había un hombre sentado con la espalda apoyada en la pared, igual que Carbo. Tenía el pelo castaño, cortado al estilo militar, ojos de colores distintos y unos pómulos marcados y anchos. Aparentaba ser unos diez años mayor que Carbo.
—¿Hablas conmigo?
—Sí. Te he visto entrar. Da la impresión de que has estado viajando. Debes de haber llegado justo antes de que cerraran los portones. —Su acento ponía de manifiesto que era un hombre educado, lo cual desentonaba con la clientela.
«Está siendo amable.»
—Has acertado. Unos minutos más y me habría tenido que quedar fuera a pasar la noche. Qué contento estoy de que no haya sido así.
El otro señaló la jarra.
—¡Para empezar te habrías quedado sin esta especie de pis!
Carbo se rio por lo bajo.
—Sí.
—¿Estás tentado de probar también a alguna de las putas?
—Las de aquí no. Seguro que están sifilíticas.
—Probablemente. Me llamo Navio. —Se acercó y entrechocó su copa con la de Carbo. El movimiento le dejó a la vista la cintura, en la que llevaba un cinturón dorado. Navio vio que Carbo se fijaba en él—. Sí, soy soldado. —Agrió la expresión—. O lo era.
—Yo me llamo Carbo. —El otro esperó, pero no recibió más información.
—Debes de ser hijo de un granjero, ¿no? ¿Has venido en busca de los antros de lujuria y perdición de la ciudad?
Carbo lanzó una mirada recelosa a Navio.
Navio sonrió.
—Venga ya. Llevas una túnica de confección casera y una navaja barata, pero no tienes acento de agricultor. Eres de buena familia, como yo.
Carbo se asustó. «Por todos los dioses, no había pensado en mi forma de hablar.» Escudriñó el rostro bronceado de Navio, pero no advirtió nada sospechoso. «Cualquier historia servirá.»
—¿Tan obvio es?
—Sí. —Navio tomó un sorbo de vino.
Con la intención de encajar mejor en su nuevo rol, Carbo adoptó un tono huraño.
—He estado trabajando en la granja todo el verano sin descanso. Mi padre ni me lo ha agradecido, por supuesto. He decidido tomarme unos días libres. Me lo tengo bien merecido.
—¿Eso es lo único de lo que tienes que quejarte? ¿Sabes lo afortunado que eres? —preguntó Navio con acritud.
—Tengo muchas más preocupaciones —repuso Carbo abruptamente, pensando en su misión—. Como tú, seguro.
—Lo siento —dijo Navio con expresión avergonzada—. Últimamente las cosas no me han ido demasiado bien.
—¿Te han licenciado?
Navio hizo una mueca llena de amargura.
—Fue un poco más definitivo que eso. —Al notar el interés de Carbo pareció cerrarse en banda—. De todos modos, no es asunto tuyo.
—No —dijo Carbo con rigidez. «Deben de haberlo echado del ejército»—. Como quieras.
—Disculpa mis modales. Toma un poco de vino. —Navio llenó la copa de Carbo hasta arriba antes de alzar la suya—. ¡Por un nuevo amigo y la buena compañía!
Carbo cedió y repitió el brindis.
—El casero me ha hablado de una casa de putas una calle más allá —le confió Navio con un guiño—. Me ha dicho que las mujeres de allí son verdaderas Venus comparadas con las de aquí. Y además limpias. ¿Te apetece probarlas?
De repente Carbo se imaginó a una mujer distinta a Chloris, con facciones griegas. Una belleza de pechos generosos y piel cremosa, tumbada boca arriba, instándole a tirársela. «¿Qué hay de malo en eso?»
—Suena bien.
—¡Bebamos por ello!
Los dos apuraron sus copas. Carbo sirvió más vino para ambos y entablaron una conversación más neutral, bromeando entre sí sobre los clientes de la posada. Cuál de los cuatro comerciantes ganaría la siguiente partida de dados. Si alguien acabaría silenciando al cantante maullador. Qué prostituta cazaría antes a un cliente. Si la discusión entre dos hombres acabaría en pelea. Pasaron el tiempo de un modo admirable.
Después de dos jarras de vino más, Carbo contemplaba el mundo con mucha más benevolencia. Tenía una sensación cálida y borrosa en la cabeza. Las putas incluso le parecían apetecibles. Navio lo pilló comiéndose con los ojos a la más joven y se echó a reír.
—¡Ha llegado el momento de encontrar ese burdel! ¡Vamos!
Se abrieron paso haciendo eses por entre las mesas. Carbo aprovechó la oportunidad para pellizcarle las nalgas a una prostituta y desplegó una amplia sonrisa cuando ella chilló fingiendo estar horrorizada. Se giró de inmediato y se levantó la falda para enseñarle el triángulo oscuro de vello que tenía en el pubis.
—¿Quieres un poco de esto? Dos sestertii y es tuyo durante una hora.
—¿Una hora? ¡Le bastan dos o tres embestidas para acabar! —exclamó Navio. Ya casi estaba en el callejón—. Venga, Carbo. Vámonos.
A regañadientes, Carbo apartó la mirada de la entrepierna de la prostituta y se dirigió a la entrada.
Satisfecho, Navio se marchó dando grandes zancadas.
—Un momento, necesito mear. —Pero Navio no le oyó murmurar. Para cuando Carbo salió, el soldado ya se le había adelantado veinte pasos—. Que le den, no me aguanto. —Carbo se acercó como pudo a la pared más cercana y se levantó la túnica. Tras cierta dificultad con el licium, orinó. Con un suspiro de alivio, observó el chorro de orina salpicando desde los ladrillos.
Cuando se dio la vuelta, el callejón que conducía a la calle principal estaba vacío. Maldiciendo entre dientes, Carbo corrió detrás de Navio. Estaba a punto de llamarle, de decirle a su amigo que esperara, cuando oyó un golpe seco, como el que emite un cuerpo al caer al suelo. A Carbo se le secaron las palabras en la boca. «Así es como me atacaron cuando salí de la taberna en Capua.» Se tocó el puñal y le tranquilizó notar el hueso frío del mango. Se quedó parado unos segundos para que la vista se le acostumbrara a la oscuridad estigia y se deslizó por el suelo polvoriento de la forma más silenciosa posible.
Unos veinte pasos más adelante, en contraste con la tenue luz de la farola que había en la pared de una casa, distinguió la silueta de un hombre agachado sobre una forma inerte. «¡Navio!» La rabia más ardiente borró el embotamiento que Carbo tenía en la cabeza. Ni siquiera se planteó regresar a la posada para estar seguro, sino que sacó el cuchillo, sujetándolo con el puño con la hoja apuntando hacia el suelo. Era el método que le había enseñado Espartaco. «Así, ningún cabrón te quitará el arma de la mano y tú sigues pudiendo clavarla donde quieras.»
El agresor de Navio le dio la vuelta y empezó a palparle la ropa.
—¿Dónde está el puto monedero?
Navio gimió y a Carbo le dio un vuelco el corazón. «No está muerto.» Entrecerrando los ojos, calculó que la distancia que los separaba era de unos quince pasos. No parecía que el maleante fuera acompañado, pero Carbo no estaba todavía lo bastante cerca.
Sonaron monedas y el ladrón emitió un sonido de satisfacción.
—¿Algo más? —masculló, inclinándose de nuevo encima de Navio.
Dando las gracias a los dioses por la avaricia del maleante, Carbo corrió hacia delante.
Diez pasos. Ocho. Seis. Cuatro.
El ladrón le desabrochó el cinturón dorado y se lo quitó de la cintura.
—Por esto me darán un buen dinero. —Cogió un garrote y entonces se incorporó.
Se oyó un clic cuando Carbo rozó una piedra con las sandalias.
El ladrón se giró a medias sorprendido.
—Qué…
Fue lo último que dijo. Carbo le clavó el puñal en un lado del cuello. Lo clavó con tanta fuerza que lo hundió hasta el mango. Carbo lo sacó con tal virulencia que salió un chorro de sangre que le salpicó en la cara. Indiferente, apuñaló al ladrón una, dos, tres veces en el pecho. La hoja le rozó las costillas y penetró en la cavidad pectoral, por lo que destrozó órganos vitales. Carbo lo retorció para asegurarse cada una de las veces. Cuando el ladrón se le cayó encima, inmóvil, y el garrote se le resbaló de los dedos inertes, Carbo se dio cuenta de que estaba muerto o casi. «Es lo que te mereces, cabrón.» Con un gruñido de satisfacción, empujó al ladrón a un lado.
Se agachó en la oscuridad, con el cuchillo preparado, por si había alguien más.
El único sonido era la respiración fatigosa de Navio.
Carbo se puso de rodillas.
—¡Navio! ¿Me oyes?
No hubo respuesta. «¿Con qué fuerza le habrá golpeado el hijo de puta?» Carbo estiró la mano y le palpó la cara y el cuero cabelludo para ver si notaba las heridas. Encontró una mata de pelo pegajosa, levantó la mano y se la miró en la penumbra. El fluido que tenía en los dedos era oscuro. «Sangre.» Carbo volvió al punto y apretó con suavidad tal como había visto hacer al médico del ludus.
—¡Hades, cómo duele, coño! —masculló Navio—. ¿Intentas matarme?
Carbo exhaló un largo suspiro de alivio.
—Perdona.
—Como si esa rata de alcantarilla no me hubiera dado lo bastante fuerte —se quejó Navio.
—¿Puedes incorporarte?
—Creo que sí. Ayúdame.
Carbo rodeó a Navio por los hombros y lo levantó.
—¿Por qué demonios no me has esperado? Solo iba a mear.
—Pensaba que ibas a gastarte el dinero en esa puta con cara de mula.
—Pues no.
—La próxima vez no la cagaré de esta manera. —Navio le clavó la mirada—. Te debo una. Gracias.
—De nada —repuso Carbo, en tono conciliador.
—Bueno, ¿dónde está ese burdel? No puede estar muy lejos. —Navio giró la cabeza para mirar y gimió.
—Creo que no es muy buena idea —advirtió Carbo—. Si tú apenas puedes levantarte, ¿cómo se te va a levantar la polla?
Navio se rio por lo bajo con voz gutural.
—Me parece que tienes razón.
—Volvamos a la posada.
—El cinturón. ¿Dónde está?
Carbo palpó alrededor hasta que tocó con los dedos el metal dorado y el cuero.
—Aquí. Ya te lo llevo yo.
Navio se levantó con ayuda de Carbo. Le propinó una débil patada al ladrón.
—Has despachado a este pedazo de mierda enseguida. ¿Has recibido formación en el manejo de las armas?
Carbo pensó con rapidez.
—Teníamos un esclavo, un samnita que había luchado en la guerra de los aliados. Me enseñó mucho.
—En la guerra de los aliados, ¿eh? —La débil sonrisa de Navio tenía un deje amargo.
—¿Qué? —Carbo avanzó sujetando a Navio.
—Nada.
Carbo no insistió y ayudó a Navio a regresar a la posada. Poca gente les prestó atención cuando volvieron a entrar, lo cual Carbo agradeció. Aunque a nadie le importaría que hubiera matado a un ladrón, no quería dar explicaciones a los vigilantes de la ciudad.
—Voy a llevarte a la cama —le dijo a Navio en un susurro—. Tienes que dormir para recuperarte de la herida.
—Ni hablar. Te debo una copa. Es lo mínimo que puedo hacer.
—Pero tienes sangre en la cabeza…
—A tomar por culo. He tenido heridas peores. Quiero vino, mucho vino.
La voz de Navio dejaba clara su determinación.
—De acuerdo.
Carbo se dirigió con él a la mesa donde habían estado sentados. Pidieron otra jarra. Cuando llegó, Navio sirvió sendas copas con el brazo tembloroso.
—¡Por la amistad! —dijo, alzando la copa. Carbo repitió el brindis con una sonrisa y engulleron la primera copa de un trago. Navio volvió a hacer los honores y vertió un poco en el mantel—. ¡Qué el hijo de puta que ha intentado robarme tenga un cálido recibimiento en el Hades! —Carbo asintió y se bebió la segunda copa. Eso le templaría los nervios. «El ladrón me habría matado en un abrir y cerrar de ojos. No hay que lamentar su pérdida.»
Sin vacilar, Navio volvió a llenar las copas.
—¡Por el valor y la lealtad!
—Brindo por eso —dijo Carbo con fervor.
—No me extraña —dijo Navio con expresión astuta—. Eres un buen hombre.
Carbo se sintió cohibido y bajó la mirada.
—La mayoría de los hombres no habrían arriesgado el pellejo como acabas de hacer tú.
—Puede ser. —Carbo empezó a sentirse orgulloso.
—Te lo aseguro. —Navio se inclinó sobre la mesa, transpirando vapores etílicos por todos los poros—. Apuesto a que eres capaz de guardar un secreto.
—Si es necesario —repuso Carbo con tiento.
—Acabo de regresar de Iberia.
—Y… —dijo Carbo sin comprender.
—Era soldado allí.
—¿Luchaste contra Sertorio y sus hombres?
—No exactamente, no. —Navio vaciló.
El vino recorría las venas de Carbo y le otorgaba seguridad.
—Suéltalo, hombre.
Navio exhaló un fuerte suspiro. Miró despreocupadamente a uno y otro lado y bajó la voz hasta convertirla en un susurro.
—En realidad fue lo contrario. Yo fui uno de los oficiales de Sertorio.
Carbo no se esperaba aquello. Estuvo a punto de soltar la copa.
—¿Cómo?
—No es tan extraño —se defendió Navio—. Soy de Neápolis y era natural que mi padre apoyara a Mario contra Sila. Tras la muerte de Mario, Sertorio, su mano derecha, huyó a Iberia. Mi padre también fue y se llevó a toda la familia. Mi madre murió poco después de nuestra llegada y crecí en un mundo en el que todo giraba en torno a luchar contra lo que Roma se había convertido. Lo único que conocía de la vida era la guerra. —Navio carraspeó y escupió—. Nos fue bien durante mucho tiempo.
Como todo el mundo, Carbo sabía a grandes rasgos lo que había ocurrido en Iberia a lo largo de los siete años anteriores. Que Sertorio había derrotado a muchas de las fieras tribus de la península y que había demostrado ser un maestro en la guerra de guerrillas, puesto que había vencido a todos aquellos a los que Roma había enviado para que lucharan contra él. Había tenido la osadía de ponerse en contacto con otro enemigo de Roma, Mitrídates del Ponto. A cambio de dinero y barcos, Sertorio había enviado a oficiales militares para instruir al ejército de Mitrídates. Sin embargo, al final las cosas se habían torcido. Cerca del año anterior más o menos, Carbo sabía que la situación se había echado a perder para Sertorio, ya que Pompeyo Magno y sus generales por fin habían vuelto las tornas contra él.
—¿La situación ha empeorado? —preguntó vagamente.
Navio frunció el ceño.
—¿No te has enterado?
—Nuestra finca está en el quinto pino —mintió Carbo.
—Sí, se me había olvidado. Bueno, pues Sertorio ha muerto.
—¿Muerto en la batalla?
—Ojalá —repuso Navio con amargura—. No, Perperna lo apuñaló y lo mató hace tres meses. Ese cabrón traidor.
—¿Perperna?
—¿Te acuerdas de la rebelión fallida de Emilio Lépido hace cuatro años?
—Sí, intentó tomar Roma, pero el procónsul Cátulo lo derrotó en el puente Milvio. Huyó a Cerdeña, ¿no?
—Eso es. Cuando Lépido murió poco después, sus principales seguidores, entre ellos Perperna, fueron en barco a Iberia con lo que le quedaba del ejército. Sertorio los recibió con los brazos abiertos. Incluso montó un Senado en la oposición con ellos.
—Recuerdo que mi padre se preguntaba por qué el Senado de Roma no ofreció el perdón a Sertorio tras la muerte de Sila —dijo Carbo—. No había motivos de peso para continuar con la guerra en Iberia y Sertorio era un general con mucho talento. ¿Por qué no volvieron a aceptarlo en el redil?
—No era más que por culpa de su dichosa arrogancia y orgullo —exclamó Navio. Hizo una mueca de dolor.
—Tranquilo.
—Ya me tranquilizaré cuando me muera. —La ira palpitaba en la voz de Navio—. Sertorio era mejor hombre que cualquiera de los seguidores de Mario. Siempre hacía frente a los extremistas del partido y no participó en ninguna de las masacres autorizadas por Mario. Tenían que haberle dado la oportunidad de recuperar su honor. Sin embargo, murió desangrado en un banquete de algún lugar de mierda en Iberia.
—¿Perperna asumió el mando de las fuerzas de Sertorio?
—Sí.
—¿Y te quedaste con él?
Navio estaba enfurecido.
—Fui un perfecto idiota, ¿verdad? Mi padre dijo que debíamos esperar a que Perperna derrotara a Pompeyo antes de atacarle. Seguí su consejo. —Tragó saliva de forma audible—. Lo lamentaré hasta el día de mi muerte.
—¿Qué ocurrió?
—Fue sencillo. Perperna no le llegaba a la suela del zapato a Sertorio como líder, así que Pompeyo nos hizo picadillo. Acabó con nosotros en menos de dos meses. Mi padre y mi hermano pequeño murieron en la última batalla. Yo conseguí escapar, pero la mayoría de los supervivientes fueron tomados prisioneros. Supongo que debo estar agradecido por una cosa. Pompeyo ofreció el perdón a todo hombre que jurara lealtad a Roma. Salvo a Perperna. Lo ejecutó.
—Parece que recibió su merecido —dijo Carbo sintiéndolo—. ¿O sea que aceptaste la oferta de Pompeyo y volviste a casa?
—¿Eh? —replicó Navio indignado—. ¿Aceptar el perdón después de cómo el Senado trató a Sertorio? Antes prefiero que me aten en una bolsa con un perro, un gallo, un mono y una víbora y me arrojen al Tíber.
—¿Por qué no intentaste seguir luchando en Iberia?
—Pompeyo ofreció unas condiciones tan generosas a las tribus ibéricas que no tenían ningunas ganas de seguir luchando. Sertorio era un buen orador y podría haberles hecho cambiar de opinión, pero yo no soy más que un soldado raso. No sabía qué hacer, así que regresé a Neápolis, mi hogar. —Navio escupió la última palabra—. Donde todo el mundo se apresura a besarles el culo a hombres como Pompeyo y Craso.
—¿Qué piensas hacer?
—Voy a librar una guerra contra el Senado. Contra Roma. Quiero vengar la muerte de Sertorio. Y la de mi familia.
—¿Y piensas hacerlo solo?
Navio soltó una carcajada quebrada.
—¿Me has tomado por loco?
—Loco no. —«¿Enloquecido por el dolor y la culpabilidad, quizá?»—. Tu causa está perdida, lo sabes, ¿no? Nadie puede atacar a la República en una batalla abierta y ganar.
—¿Y qué? Prefiero mantener mi orgullo a arrodillarme ante tipos como el puto Pompeyo. Se suponía que era el mejor general de la República, pero Sertorio lo derrotó, ¡no una sino dos veces! —Navio sujetó a Carbo por el hombro—. Ya está. Seguro que cuando has entrado en la posada no te esperabas oír una historia como esta. Y si quieres recibir un buen pellizco de dinero, lo único que tienes que hacer es delatarme a las autoridades por la mañana. Creo que la recompensa actual por los oficiales rebeldes que no se han rendido es de doscientos denarii. No está mal, ¿eh?
—No pienso hacer una cosa así.
—¿Por qué no?
—¡No necesito el dinero! —bromeó Carbo—. No, es mucho más que eso.
—¿Tú también odias a Roma? —preguntó Navio alegremente—. ¿Todavía quedan seguidores de Mario?
—Tampoco es eso. —Carbo escudriñó el rostro de Navio para calibrar su honestidad. «Ha depositado su confianza, y su vida, en mis manos. Y podría irnos bien.» Respiró hondo—. Pero sigo a un hombre que sí la odia.
—Me estás tomando el pelo.
—No. —Carbo miró a Navio a los ojos—. Te doy mi palabra.
—Debe de serle leal a Mario.
—No es seguidor de Mario.
—No te entiendo.
—Júrame que no se lo dirás a nadie.
—Por mi vida.
—Es gladiador —dijo Carbo.
—¿Gladiador?
—Sí, es de Tracia. Hace unos seis meses lideró la evasión del ludus de Capua. Al comienzo solo éramos setenta y tres, pero miles de esclavos se han unido a nosotros desde entonces. Espartaco los está preparando para luchar.
—¡Estás tan loco como yo! —Al notar el orgullo en los ojos de Carbo, la expresión de Navio cambió—. No, hablas en serio.
—Más que nunca.
—¿Cómo demonios has acabado al servicio de un gladiador fugitivo?
—Es una larga historia —dijo Carbo—. Entré en el ludus como auctoratus. El interior es otro mundo. No hay diferencia entre un hombre que es ciudadano y un esclavo. Joven e inexperto como era, la vida era dura para mí. Espartaco me ofreció protección, así que me convertí en su hombre. Escapé con él.
—Bonita historia, pero los gladiadores no son lo mismo que los soldados instruidos. Os aniquilarán en la primera batalla.
Con discreción, Carbo le contó a Navio la historia del ataque al campamento de Glabro.
—¿Ochenta de los vuestros vencieron a tres mil legionarios? Es una hazaña prodigiosa. —Navio silbó para mostrar su respeto. Acto seguido frunció el ceño—. No es la primera vez, ahora que lo pienso. Los esclavos que se rebelaron en Sicilia obtuvieron unas cuantas victorias antes de ser derrotados.
Carbo volvió a tentar a la suerte.
—¿Por qué no te unes a nosotros? Espartaco es el único de los nuestros con experiencia en la instrucción del ejército romano. Pero hay demasiados esclavos para instruirlos como es necesario.
—¿Me estás ofreciendo un trabajo?
—No puedo hacer tal cosa. Pero te llevaré ante Espartaco. Se lo puedes pedir tú mismo.
—¿Has venido a reclutar hombres?
—No. —Carbo explicó su misión—. Obviamente, no debía contárselo a nadie.
Navio frunció los labios.
—En ese caso, ¿no nos crucificará a los dos?
—No creo.
—¿No crees? —Navio rio suavemente—. Hummm. ¿Tengo que arriesgar mi vida para preguntar a un esclavo fugitivo si puedo luchar para él?
A Carbo le palpitaba el corazón en el pecho. Si Navio se negaba, era probable que tuviera que matarle. De lo contrario, quizá su historia estuviera en boca de todos al día siguiente.
—¿Y por qué no? —exclamó Navio—. Suena más atractivo que librar una guerra yo solo.
Carbo sintió un gran alivio.
—Bien. Bebamos por ello —declaró. Su alivio no duró más que unos cuantos segundos. Por entre la neblina etílica que lo rodeaba, tuvo un pensamiento cristalino. «Cielos, ¿y si he cometido el mayor error de mi vida?» A pesar de su bravuconería, había muchas posibilidades de que Espartaco los matara a los dos. Engulló otro buen sorbo.
En vez de actuar con sensatez y retirarse a la cama, Carbo y Navio siguieron bebiendo. Durante ese rato cimentaron su amistad y se juraron lealtad eterna bebiendo copa tras copa de vino. Para cuando cayeron rendidos en sus camastros del establo, las primeras luces del día teñían el cielo por el oeste. Los despertó demasiado temprano el extremo afilado de la horca del mozo de cuadra. En cuanto se despertaron, los echó al patio del establo. Con los ojos enrojecidos y la cabeza como un bombo, la pareja se miró con ojos de sueño.
—Me encuentro fatal —gimió Carbo.
—Esto solo tiene una solución —anunció Navio. Se quitó la túnica y se encaminó al abrevadero de las mulas, que un esclavo acababa de llenar. Cogió un balde y lo arrastró por el agua antes de vaciárselo encima de la cabeza—. Cielos, ¡pero qué fría está! —Repitió el procedimiento varias veces antes de lanzarle el cubo a Carbo—. Ahora te toca a ti.
Tiritando ante la expectativa, Carbo se sometió al mismo proceso.
—¿Te sientes mejor? —preguntó Navio, sacudiéndose el agua de la piel.
—Un poco.
—La venganza de Dioniso, así es como la llamaba mi padre.
—Mejor que vaya al mercado a ver qué descubro. —Intentando no hacer caso del martilleo que notaba en la cabeza, Carbo se secó con una mata de paja y se enfundó la túnica.
A Navio se le iluminó el semblante.
—Allí podemos comprar pan y queso. No hay nada como un poco de comida para apaciguar al estómago, ¿eh?
—Puede ser. —Bajo la fría luz del día, el plan de Carbo de llevar a Navio al campamento de Espartaco le parecía bastante menos atractivo. Pero ahora no podía echarse atrás. Le había dado su palabra a Navio. Varias veces.
El mercado de Neápolis estaba situado en el foro principal, una gran zona abierta en el centro neurálgico de la ciudad. La multitud de puestos, tiendas y corrales portátiles estaba rodeada por todas partes por templos, edificios gubernamentales y las mansiones de los ricos. A pesar de que era temprano, ya estaba abarrotado. Se vendían todos los alimentos imaginables.
Había puestos que crujían bajo el peso de calabazas, cebollas, zanahorias, achicoria y pepinos. Encima de unas mesas bajas había unos manojos enormes de salvia, cilantro, hinojo y perejil colocados con esmero. Enjambres de avispas revoloteaban alrededor de las peras, manzanas y ciruelas maduras. Incluso se vendían melocotones. Los insectos se sentían atraídos por ellos tanto como hacia los tarros de miel cerrados que estaban cerca. Las rodajas de queso, cubiertas con una tela para mantenerlas frescas, estaban apiladas una encima de la otra. Los panaderos vendían hogazas de pan plano recién salido del horno. Los niños pequeños miraban con glotonería los pastelitos que estaban a la venta. Los carniceros estaban junto a los enormes tajos de madera, tajaderas en mano, ensalzando las virtudes de la carne recién sacrificada. Las vacas, los corderos y los cerdos bramaban infelices desde los rediles cercanos.
Atraídos por el olor, Carbo y Navio se acercaron a un puesto en el que una mujer rechoncha freía salchichas. Compraron dos cada uno. Carbo se quedó rezagado y se puso a hablar con la mujer mientras comía. El mero hecho de mencionar que los hombres de Espartaco habían saqueado una finca vecina provocó una retahíla de insultos, pero no mencionaron para nada a los soldados.
Sucedió lo mismo por todo el mercado. Mientras compraba varios panes y fruta, Carbo fue charlando despreocupadamente con los vendedores, mencionando a Espartaco a propios y extraños. No era de extrañar que ninguno tuviera una palabra amable que dedicar a su líder, pero, para satisfacción de Carbo, nadie mencionó la existencia de una fuerza punitiva enviada desde Roma.
Al cabo de una hora estaba lo bastante satisfecho como para marcharse. Había tomado varios vasos de zumo de fruta y notaba la cabeza mucho mejor. A Navio también se le veía más despejado.
—¿Sigues estando dispuesto a venir conmigo? —preguntó Carbo.
—Por supuesto —respondió Navio con una sonrisa torcida—. Como he dicho, no soy más que un soldado raso. Yo solo no llegaría a ninguna parte. Así que si tu líder me conduce contra Roma, le seguiré hasta el Hades.
Carbo sonrió con seguridad fingida. No le cabía la menor duda de que a Espartaco le desagradaría lo que había hecho, antes del final del día estarían colgados de una cruz. «Esperemos que vea en Navio lo mismo que vi yo.»