12

Una hora después de la salida del sol, Espartaco apareció trotando por el sendero que conducía al cráter. No había habido ni rastro de los romanos en la llanura y le complació dejar a los gladiadores recogiendo armas y pertrechos para cargar en las mulas. Ya le seguirían más tarde. Crixus había sugerido que se apropiaran del campamento romano, pero Espartaco lo había desaconsejado.

—Somos demasiado pocos para defender el dichoso campamento. Mejor que nos quedemos en la cumbre. Es más fácil de controlar y los centinelas pueden avistar a cualquiera que se acerque a kilómetros a la redonda.

Con ojos de sueño y flaqueando donde estaba, Crixus había soltado un gruñido, pero no había protestado más. Castus y Gannicus parecían lo bastante satisfechos con la decisión, por lo que Espartaco no esperó más. Dar la noticia a Ariadne era lo más importante que tenía en mente en esos momentos.

La encontró dormida junto a la hoguera que habían compartido. Al ver los huesos, reprimió el «hola» que estaba a punto de pronunciar. «Es posible que se haya pasado despierta la mitad de la noche, rezando.» Se acercó con cautela donde yacía y se puso en cuclillas. Unos mechones de pelo negro le cruzaban la mejilla. Se la veía muy sosegada. «Y también hermosa.» Espartaco se enorgulleció de que fuera su esposa. Era fuerte y fiera. Además de valerosa. Ariadne no quería acostarse con él, pero por el momento podía soportar la frustración sexual porque era muy buen partido.

Cambió de postura y arrastró un poco de gravilla con el talón.

Ariadne parpadeó y abrió los ojos. Una breve expresión de perplejidad cruzó su rostro, pero enseguida se levantó de un salto. Lo abrazó.

—¡Estás vivo! ¡Oh, gracias a los dioses!

—Sí, aquí estoy. —La apretó contra él, con cierta torpeza, porque nunca habían estado tan juntos—. Estoy lleno de sangre.

—Me da igual. —Enterró el rostro en el hueco de su cuello—. Estás aquí. No estás muerto.

Espartaco se alegró doblemente de que Getas le hubiera salvado la vida.

Permanecieron así durante un buen rato antes de que Ariadne se apartara.

—Cuéntamelo todo —ordenó.

Espartaco respiró hondo y empezó. Ariadne no le quitó los ojos de encima mientras hablaba.

—Getas murió para que yo viviera —concluyó—. Fue un gran regalo y debo honrarle por ello.

—Era un buen guerrero —dijo Ariadne entristecida. Por dentro se alegraba. «Gracias, Dioniso, por llevarte a Getas en vez de a él.»

—Oenomaus también ha muerto.

Ariadne se llevó la mano a la boca.

—¡No!

—Sí. Pero no murió en vano. Los germanos me han convertido en su líder. —Le dedicó una sonrisa fiera—. Ahora cuento con más hombres que cualquiera de los galos. Estoy en una posición de fuerza.

Ariadne se llenó de júbilo. Ciertos elementos que habían aparecido en su visión empezaban a tener más sentido.

—El dios me visitó anoche —dijo.

Él le clavó la mirada.

—¿Qué viste?

—Te vi ahí, en lo alto de la montaña. Tenías una serpiente enrollada en el cuello. En la mano derecha sostenías una sica.

—Continúa. —«Aceptaré lo que tenga que decir. Cualquier cosa que me envíen los dioses.»

—La serpiente se te alzaba delante de la cara, pero no te mordía —reveló, sonriendo—. Sino que se te enrollaba en el brazo izquierdo. Te girabas hacia el este y alzabas la espada. Gritabas, como si honraras a alguien. Y luego desaparecías.

—Qué…

Le selló los labios con un dedo.

—Todavía no he terminado. Cuando volvías a mirar el cráter, estaba lleno de tiendas. —Hizo un gesto para incorporar lo que había a su alrededor—. Ahí había cientos de hombres. Eran tus seguidores.

—¿Qué me estás contando?

—Estoy diciendo que Dioniso te ha elegido. Era la serpiente que tenías en el cuello. Estás rodeado de un poder grande y temible. Los hombres lo verán. Acudirán a ofrecerte su lealtad.

—¿Estás segura de todo eso? —preguntó con voz queda.

—Sí. —La voz de Ariadne destilaba seguridad—. Tanto como que soy sacerdotisa de Dioniso.

—Pensé que quizás eso me pasaría en Tracia, si conseguía derrocar a Kotys —declaró Espartaco pensativo—. Pero mi trayectoria no fue por ese camino, sino que estoy en Italia, en el corazón del peor enemigo de nuestro pueblo. Así son las cosas. La voluntad de Dioniso es que lidere a los hombres contra los romanos. ¿Cómo voy a discutir con un dios?

—Yo estaré a tu lado.

Espartaco sonrió y ella notó mariposas en el estómago.

—Bien, ahí es donde me gustaría tenerte.

—Es el lugar que corresponde a una esposa. —Antes de impedírselo a sí misma, Ariadne se obligó a mover los pies. Se acercó a Espartaco, se inclinó y le dio un beso en los labios.

Él respondió con un entusiasmo feroz.

Por primera vez en su vida, Ariadne notó una avalancha de deseo sexual. No lo reprimió.

Al cabo de un buen rato, Espartaco se apartó.

Ariadne notó que el pánico se le concentraba en el bajo vientre. «No le gusto.»

—¿Qué ocurre?

—Nada. Por mucho que me encantaría quedarme aquí, hay mucho por hacer. —Sonrió—. Podemos retomar el asunto más tarde justo donde lo hemos dejado.

Más tranquila, le dio un último beso tímido.

—Bien. —A Ariadne se le revolvía el estómago solo de pensar en acostarse con él, pero no hizo caso de esa sensación—. ¿Qué planes tienes?

—Subir todo el equipamiento que hemos cogido aquí arriba. Armar a todos los hombres de la forma adecuada. Luego explicaré a los demás líderes que nuestra victoria de anoche fue una excepción. Los romanos no volverán a cometer ese error. Si no queremos que el siguiente ejército que envíen contra nosotros nos machaque, los gladiadores tienen que empezar a entrenar, como soldados. Los tracios harán lo que yo les diga, igual que los germanos, pero también necesito a los galos.

—Ahora te harán caso.

—Más les vale. Luchar como una unidad disciplinada es nuestra única esperanza —repuso Espartaco con determinación—. ¿Puedes encargarte de las mujeres? Nos iría bien hacer un inventario de la comida y el vino.

—Por supuesto.

—Muchas gracias. —A pesar de la preocupación por su futuro, Espartaco se marchó con paso alegre—. «Cielos, qué ganas tengo de que llegue la noche.»

Consciente de que lo único que muchos gladiadores querían hacer era beberse el vino de los romanos, del que quedaban cantidades ingentes, Espartaco colocó a Atheas, Taxacis y a media docena de tracios para hacer guardia ante la mayoría de las ánforas. Tomando el pelo a los luchadores acerca de cuánto serían capaces de beber por la noche, hizo todo un espectáculo para ayudar a cargar una reata de mulas con fardos llenos de armas y luego ascender lentamente hasta el cráter con ella. Al regresar, Espartaco volvió a hacer lo mismo. Su táctica funcionó. Aunque los hombres seguían quejándose, siguieron sus órdenes. Aquello ya bastaba. «De todos modos, cierta dosis de queja resulta saludable. Significa que van dejando atrás la mentalidad de esclavo.» Había tomado la decisión de no decir nada acerca de entrenar hasta el día siguiente. La cuestión podía llegar a ser mucho más polémica que negarles vino a los luchadores y sería más fácil proponerla cuando todo el mundo estuviera con resaca.

Tardaron todo el día en transportar la parafernalia militar y las provisiones hasta el campamento. El respiro entre la marcha de una columna de mulas y la llegada de la siguiente ofrecía suficiente margen para contar y apilar el cargamento recién llegado. Espartaco armó a Carbo con un estilo y un pergamino, lo cual aceptó encantado, y le hizo llevar el registro. Los montones de pila —jabalinas—, gladii y escudos acabaron siendo más altos que un hombre y más del doble de su altura de largo y ancho. Tenían armas suficientes para miles de hombres. Esta constatación volvió a ensombrecer el buen humor de Espartaco. «Seguimos siendo menos de cien hombres.»

El pesimismo le duró poco. «Sí y mira lo que hemos conseguido.»

Espartaco hizo que subieran las ánforas al final expresamente. Se produjo una gran escandalera cuando las mulas y su preciada carga llegaron al borde del cráter. Sin esperar a que la columna alcanzara las tiendas, los luchadores más ávidos corrieron a descargar uno de los grandes recipientes de arcilla. Todos miraron mientras lo abrían y lo cargaban al hombro de uno de los hombres. Lo sostuvo mientras sus compañeros hacían turnos para colocarse con la boca abierta bajo el chorro de líquido rojo rubí que caía. Los aplausos y las risas llenaron el aire nocturno mientras los luchadores empapados alzaban los brazos con aire triunfante.

—¡Aquí está, chicos! —gritó Espartaco—. ¡Más vino del que sois capaces de beber!

—¿Quieres hacer una apuesta? —bramó un galo de ancho pecho—. Si por mí es, al amanecer no quedará ni una gota.

Su comentario se recibió con silbidos y risotadas.

Espartaco sonrió.

—Es todo vuestro. Después de lo de anoche, os lo habéis ganado.

Los gladiadores bramaron encantados ante el comentario.

Espartaco esperó a que los hombres llevaran ya un rato bebiendo para abordar a Castus y a Gannicus. Unidos quizá por su hazaña, los dos hombres estaban sentados junto a una hoguera en la que asaban trozos de jabalí. No había ni rastro de Crixus y sus hombres.

—Mira, el olor le atrae —bromeó Gannicus.

—Huele tan bien que despierta a los muertos —dijo Espartaco.

—Sí. Hay pocas cosas más apetecibles que el aroma del jabalí asado. —Castus señaló amablemente una roca que había a su lado—. Toma asiento, ¿un poco de vino?

Espartaco aceptó la copa de plata asintiendo agradecido.

—Bonito vaso.

—Son de la mesa de Glabro —se regodeó Castus, alzando la propia—. No le importó que me las llevara.

Espartaco se rio por lo bajo.

—Por el buen trabajo de anoche. Por Getas, Oenomaus y los demás caídos. —Alzó la copa en alto.

Los dos galos brindaron con él y todos apuraron la copa. Charlaron despreocupadamente sobre lo que había ocurrido durante el ataque. Aunque debían de saberlo, ninguno de los galos mencionó el hecho de que ahora Espartaco fuera el líder de los germanos. No le sorprendió. Sin duda estaban resentidos. Intentó calibrar cuándo sería el mejor momento para mencionar a los hombres la necesidad de instrucción. Si se precipitaba, quizá se ofendieran pensando que era su único objetivo al ir a hablar con ellos. Quería dejarlo hasta que el vino les embotara los sentidos, pero no tan tarde que se pusieran pendencieros o demasiado borrachos para entender su propuesta.

Una voz conocida y burlona se interpuso en su conversación.

—Vaya, vaya. ¿Qué tenemos aquí? ¿Una reunión de líderes a la que no se me ha invitado?

—No es nada de eso. —Espartaco se fijó en que Crixus tenía las mejillas sonrojadas. Debía de habérsele pasado un poco la borrachera al subir la montaña, pero no del todo.

«Maldita sea. ¿Por qué ha tenido que aparecer? Dio una palmada al suelo que tenía al lado.»

—Siéntate con nosotros.

—Eso mismo voy a hacer. —Crixus se dejó caer con una mueca desdeñosa—. ¿Qué habéis estado haciendo? ¿Apuntándoos el mérito de la victoria en la batalla de anoche?

—No, eso te lo dejamos a ti —respondió Castus con severidad.

Crixus estaba que trinaba mientras Gannicus se desternillaba de la risa.

—¡Mira que eres gracioso!

—Eso dicen algunos. —Castus hablaba a trompicones, pero tenía los ojos tan planos y fríos como los de una serpiente.

—Un hombre sabe cuándo no es bien recibido. Beberé en otro sitio —gruñó Crixus. Hizo ademán de levantarse.

—Espera —dijo Espartaco. «Ya puestos, mejor que los aborde a todos ahora. Tal vez su antagonismo les impida unirse en mi contra»—. Tengo algo que decir.

—¿Por qué será que no me sorprende? —pinchó Crixus.

El rostro de Castus adoptó la habitual expresión suspicaz.

—¡Pues venga, suéltalo ya! —exclamó Gannicus.

«Por lo menos uno de ellos suena amable», pensó Espartaco.

—Lo que conseguimos anoche fue excepcional.

—¡Puta razón que tienes! —exclamó Crixus en tono beligerante, como si hubiese sido idea suya desde un buen principio.

Mencionó la interpretación que Ariadne había hecho de su sueño y el trío de galos vociferaron que estaban de acuerdo.

—Pero no podemos fiarnos de eso. La suerte que tuvimos contra Glabro no volverá a repetirse con tanta facilidad.

Las miradas de los tres hombres se posaron en él como halcones que se cernían sobre un ratón.

—¿Por qué no? —inquirió Castus.

—Porque muchos legionarios huyeron. Informarán de nuestro ataque sorpresa. El siguiente comandante al que nos enfrentemos tendrá tantos centinelas de guardia que tropezarán entre sí.

—¿Y estás convencido de que enviarán otra fuerza? —Gannicus captó las reacciones incrédulas de sus compañeros y suspiró—. Vale. No es más que una ilusión.

—Eso mismo —declaró Espartaco con dureza—. Y también habrá más de tres mil cabrones de esos. Contad con ello.

—Este vino está agrio —espetó Castus, vertiendo el contenido de su copa en el suelo. Se sirvió otra ración generosa de la jarra y lo volvió a probar. Hizo una mueca.

Espartaco enarcó una ceja.

—Ahora no sabe tan dulce, ¿no?

Castus soltó un gruñido irritado.

Gannicus se inclinó hacia delante.

—¿En qué estás pensando?

—Si queremos tener alguna posibilidad de sobrevivir… —Espartaco dejó las palabras suspendidas unos momentos— tendremos que aprender a luchar como los romanos. Como infantería disciplinada.

—Oh, ya estás otra vez con lo mismo, ¿no? —se burló Crixus—. Quieres que los hombres hagan instrucción.

«Será imbécil. ¿No se da cuenta?»

Espartaco empezó a sulfurarse, pero se obligó a guardar la calma.

—Eso mismo. Todos los días, con escudo y espada, hasta que sepan estar en fila como los legionarios y responder a las órdenes en vez de atacar como posesos. —«Como galos», es lo que le habría gustado añadir.

Los ojos de Crixus brillaban a la luz de la hoguera.

—Ya te digo ahora mismo que los míos no lo harán.

—Mis chicos tampoco estarán muy entusiasmados —añadió Castus, a quien parecía saberle mal estar de acuerdo con Crixus.

Espartaco giró la cabeza.

—No sé… —dijo Gannicus.

—Por el Jinete, ¿no os dais cuenta de lo que pasará si no lo hacemos? ¡En un campo de batalla abierto las legiones son invencibles! Sin una preparación adecuada, nos aplastarán como cucarachas pisoteadas. —Los fulminó con la mirada.

—¿Qué más da? Nos aniquilarán tarde o temprano —masculló Crixus—. Ya puestos, podemos vivir como señores hasta ese día.

—¿Quién ha dicho que nos van a aniquilar? —desafió Espartaco—. Tenemos mucha más movilidad que los romanos. Emboscada y a otro sitio, eso es lo que tengo en mente. Permanecer en las montañas siempre que nos sea posible. Si hacemos eso, se necesitará mucho más que un ejército de mera infantería para encontrarnos siquiera. —No le satisfacía la imagen de fugitivos que evocaba, pero su posición era mucho mejor de lo que había sido hacía muy poco tiempo. Por ahora se conformaba con ello. Espartaco los miró de uno en uno, a la espera.

Crixus frunció el labio.

«Serías capaz de cortarte la nariz para estropearte la cara. Lástima que no lo hiciera yo por ti.»

—¿Castus?

Castus parpadeó incómodo, pero no respondió.

Gannicus carraspeó y luego habló.

—La idea de entrenarse no tiene nada de malo, supongo. Un poco de rutina evitará que los chicos holgazaneen. Se mantendrán en forma.

—Bien. —Alentado, Espartaco se giró hacia Castus.

—¡No le hagas caso, Castus! —advirtió Crixus—. Este cabrón está obsesionado por el poder. ¿No te das cuenta?

—No tiene nada que ver con eso —espetó Espartaco.

—Ah ¿no? —le retó Castus.

—¿Te gustaría liderarnos a todos? —preguntó Castus.

—Espartaco.

Reconoció la voz de Aventianus y giró la cabeza.

—¿Qué pasa?

—Tienes que ver una cosa. —Aventianus señaló el punto en el que el camino procedente de abajo llegaba al borde del cráter.

Espartaco se levantó. Iluminadas por los rayos del sol poniente, distinguió las siluetas de hombres que iban apareciendo. Había docenas más que ya pululaban por el extremo del campamento.

—¿Quién demonios son?

—Esclavos —se limitó a decir Aventianus—. Cabreros, pastores y trabajadores del campo en su mayoría. Se han enterado de lo que le hiciste a Glabro y sus hombres y han venido a unirse a tu causa.

«Lo que le hice.» Espartaco no cabía en sí de orgullo.

—¿Cuántos son?

—Los centinelas han perdido la cuenta.

—¡Excelente! —Espartaco se giró hacia los galos—. Tenemos la comida y las armas para equipar a un ejército. Lo único que necesitan esos hombres es instrucción y eso se lo podemos dar. ¿Verdad?

—Suena bien —declaró Gannicus.

Castus vaciló durante unos segundos y luego asintió.

—Que así sea.

—¿Te apuntas, Crixus? —preguntó Espartaco en tono amable.

—Supongo que sí —dijo a regañadientes—. Alguien tendrá que ocuparse de esos imbéciles o echarán a correr en cuanto vean a un legionario.

—Tú serás excelente para ponerlos en forma.

Crixus sonrió por primera vez.

—Vale.

—Podemos empezar mañana. Yo comenzaré la instrucción de los gladiadores. —Entonces sus expresiones eran más inquisidoras que rebeldes. «Gracias, Gran Jinete»—. Pasé años luchando con los romanos, así que tengo claro cómo les enseñan.

Nadie se opuso y Espartaco volvió a dar gracias en silencio. Por el momento, los demás aceptarían su liderazgo.

—Gracias por el vino. —Apuró la copa y la dejó al lado de Castus—. Nos veremos por la mañana.

—¿Adónde vas? —preguntó Castus—. Tenemos toda la noche por delante para beber.

—Para vosotros, quizá. Yo voy a hablar con los recién llegados. —«Y Ariadne me está esperando.» Haciendo caso omiso de sus protestas, Espartaco se marchó. Se alegró de que ninguno de los galos le siguiera. Si les importaba más emborracharse que dar una buena impresión a los esclavos que habían huido de sus amos para ir hasta allí, peor para ellos.

Los cuatro centinelas se alegraron de verle. Aunque habían estado intentando evitar que los esclavos se desperdigaran, era misión imposible. Era como intentar contener la marea, pensó Espartaco, mientras contemplaba a la chusma mal vestida y nerviosa que tenía delante. Por encima, calculó que eran unos cien y con cada segundo que pasaba aparecían más hombres por el borde del cráter y también alguna que otra mujer.

—¡Bienvenidos! —saludó en latín.

Enseguida se convirtió en el centro de atención.

—¿Quién eres? —La pregunta procedía de un hombre fornido con quemaduras por todo el brazo curadas desde hacía tiempo.

«Un herrero. Justo lo que necesitamos.»

—Soy Espartaco. —El hombre mostró incredulidad.

—Ya. Pero…

—¿Qué?

—Pensaba…

—¿Qué mediría dos metros y medio y escupiría fuego por la boca? ¿Es eso?

Se produjo una risotada y el herrero se sonrojó visiblemente aunque tuviera la piel tostada por el sol.

Espartaco se le acercó y le clavó la mirada al hombre.

—Soy Espartaco el tracio, quien luchó como gladiador en el ludus de Capua. Anoche, lideré a ochenta hombres a un campamento en el que dormían más de tres mil legionarios. Matamos a cientos de esos hijos de puta e hicimos que los demás se marcharan corriendo y llamando a sus madres a gritos. Si crees que miento, quizá quieras enfrentarte a mí. Cuerpo a cuerpo o con armas. Tú eliges.

El herrero miró a Espartaco a los ojos y vio la muerte. Su confianza se desvaneció como la neblina matutina.

—No pretendía ofenderte.

—No me he ofendido —repuso Espartaco con amabilidad—. ¿Por qué estás aquí?

—He venido a unirme a ti. Si me aceptas —añadió el herrero rápidamente.

—¿Eres herrero?

—Sí. Ha sido mi oficio desde joven.

—¿Quieres luchar contra los romanos? ¿Matarlos?

—¡Sí!

—¿Y el resto de vosotros? —preguntó Espartaco—. ¿Por eso habéis venido? ¿Para convertiros en luchadores?

El rugido que le respondió envolvió el cráter en un manto de sonido.

Espartaco esperó a que se apaciguara.

—Bien. Os daré de comer y tiendas en las que dormir. Os armaré e instruiré. Y os lideraré contra los romanos. —Desenvainó la sica y lanzó una estocada al aire—. ¿Eso es lo que queréis?

—¡! —bramaron.

Espartaco sonrió. Las palabras de Ariadne se estaban cumpliendo.

«De la menor de las semillas puede crecer un roble bien fuerte.»

Servía para empezar.

Ariadne había estado ajetreada todo el día, pero eso no había impedido que la cabeza le bullera. Mientras contaba sacos de trigo, trozos de cerdo desecado, recipientes de sal, especias y otros alimentos, lo único que se le pasaba por la cabeza era el beso que había compartido con Espartaco. Y lo que inexorablemente ocurriría cuando se acostaran por la noche. El pensar en «eso» la llenaba de expectativas y de terror. «Puedo decir que no.» Ariadne descartó la idea de inmediato. No había pasado por todo lo que había pasado con Espartaco, le había ayudado, había ido aumentando sus sentimientos hacia él para renunciar en el último momento. En lo más profundo de su ser, Ariadne sabía que si no mantenía relaciones sexuales con Espartaco pronto, no lo haría con nadie. Al menos por voluntad propia.

Una vez tomada la decisión, Ariadne seguía sintiéndose nerviosa. Era una mujer adulta, ¿no? Sin querer, descargó parte de su irritación en Chloris y las otras mujeres, reaccionando de forma exagerada cuando se equivocaban al contar algo o no pasaban lo bastante rápido a la siguiente tarea. Ya le tenían recelo —una sacerdotisa de Dioniso— y, por tanto, en vez de replicarle, correteaban por ahí intentando evitar su mirada y cometer más errores.

«Me estoy comportando como una abusadora.» Esta constatación hizo que Ariadne suavizara el tono. En vez de criticar a las mujeres cuando terminaban cada tarea, empezó a alabarlas. El ambiente se aligeró y el ritmo de trabajo aumentó. Para cuando el sol había caído por el borde del cráter, prácticamente toda la comida estaba revisada y registrada.

—Parece que has estado muy ocupada.

Ariadne se sobresaltó al oír la voz de Espartaco. De repente, consciente de las marcas de sudor en el vestido y del pelo enmarañado, se giró.

—No hemos parado en todo el día.

—Yo tampoco. Pero eso no me ha impedido pensar en ti.

Se sonrojó.

—A mí me ha pasado lo mismo.

Hizo un gesto para señalar por encima de su hombro.

—Han venido cientos de esclavos, deseosos de unirse a nosotros.

—¿Cómo en mi sueño?

Espartaco asintió dedicándole una mirada de satisfacción.

—Bendito sea Dioniso. ¡Es una noticia excelente!

—Desde luego. Y no me preguntes cómo, pero he conseguido que los galos acepten instruir a los hombres. Empezaremos por la mañana.

Ariadne se puso en marcha.

—Los recién llegados necesitarán comida y bebida.

Desconcertado, Espartaco la observó mientras ordenaba a las otras mujeres que se prepararan para la llegada de hombres hambrientos.

Ariadne reapareció a su lado.

—Por ahora bastará.

—Supongo que se contentarán con todo el vino que hay disponible.

—Ayudará —convino ella—. Pero, se me olvidaba, ¿tienes hambre?

—No de comida. ¿Y tú?

—N-no —dijo Ariadne, consciente de que la voz se le había puesto grave.

—¿Regresamos a la tienda?

A modo de respuesta, tomó a Espartaco de la mano y se alejaron de allí.

Ariadne se tumbó de costado, mirando fijamente la silueta dormida de Espartaco. Bajo la luz gris previa al amanecer, costaba discernir los rasgos en detalle. Moviéndose con sumo cuidado, cambió de postura bajo la manta hasta que estuvo pegada a su lado. Ahí estaba, en la cama con un hombre con el que había decidido copular. Se sentía bien, igual que la noche anterior. A Ariadne le había sorprendido. Había deseado, ansiado incluso, mantener relaciones sexuales con Espartaco, convencida de que les uniría todavía más, que cimentaría el vínculo entre ellos. Pero no se había imaginado que disfrutaría con ello.

Espartaco había sido cuidadoso y seguro a la vez, y muy atento. Había parado varias veces, al notarla tensa. La había mirado para ver cómo estaba y, en cada ocasión, Ariadne había asentido con fuerza para indicarle que continuara. Su lujuria había ido aumentando poco a poco, si bien no tanto como la de él, por lo menos para elevarla por primera vez por encima del dolor que la había socavado durante tanto tiempo. En su globalidad, la experiencia le había resultado reparadora, lo cual no era poco. Una leve sonrisa cohibida había asomado a sus labios. Al final, se había sentido bastante licenciosa.

—Me estás mirando. Desnudando con la mirada, vamos.

Ariadne salió sobresaltada de su ensoñación.

—Tal vez sí —repuso—. Una mujer puede admirar a su hombre, ¿no?

—Por supuesto. Siempre y cuando a mí se me permita hacer lo mismo contigo —murmuró, alargando el brazo para cogerla.

Ella se retorció entre sus brazos.

—No espero menos de ti. —Sorprendiéndose de nuevo por su osadía, Ariadne desplazó la mano derecha hasta la cintura de él… y más abajo.

—Necesito levantarme —protestó él sin mucho convencimiento.

—Yo te necesito más —replicó Ariadne—. He esperado mucho tiempo momentos como este. A los hombres que tienen que hacer la instrucción no les viene de media hora.

Espartaco sonrió y la atrajo hacia sí.

—Cierto.

Dos días después, en Roma…

Cuando Saenius hubo acompañado al último cliente obsequioso de su sencillo pero elegante patio, Craso chasqueó los dedos al esclavo situado detrás de su silla.

—Llévate este meado de mula —ordenó, señalando el vino de la mesa resistente que tenía ante él—. Tráeme un buen reserva. Acuérdate de aguarlo.

—Sí, amo. —El esclavo estaba habituado a la rutina de Craso. Quienes acudían en busca de sus favores recibían muchos refrigerios, pero no de los caros. Una vez concluidos los quehaceres de la mañana, a su amo le gustaba relajarse con una copa de vino de buena calidad.

—Y también pan y queso.

—Sí, amo. —El esclavo se guardó de ocultar su media sonrisa. Habría llevado todo eso de cualquier modo. En muchos sentidos, Craso era tan predecible como la marea. A fin de que los esclavos supieran sus gustos, los instruía él mismo.

Saenius volvió caminando con suavidad por el tablinum, pasando junto a las máscaras de los antepasados de Craso y el lararium, el santuario de los dioses de la casa. Encontró a Craso pasando una mano por el canal de ladrillo que conducía agua a los limoneros y parras que llenaban el patio.

—El último temblaba de miedo —comentó.

—Lo único que he hecho es recordarle que su deuda vence dentro de un mes —dijo Craso con suavidad.

—Ya vale. —Saenius le dedicó una sonrisa sarcástica—. Sabe que eres un toro con los cuernos envueltos en paja.

Craso asintió satisfecho. Nunca se cansaba de oír la expresión popular que usaban para describirle. Todos los romanos que se preciasen sabían que solo se envolvía de este modo los cuernos de los toros peligrosos. Había que evitar a tal animal en la medida de lo posible. Era una buena, por no decir excelente, fama, caviló.

El esclavo doméstico regresó con una bandeja de bronce en la que llevaba una jarra, dos copas azules y un plato con pan y queso. La depositó con cuidado, antes de servirle el vino a su amo.

—¿Te apetece acompañarme, Saenius? —preguntó Craso.

—Sí, gracias.

Tal como era habitual en ellos, amo y criado bebieron juntos en amistoso silencio. Por encima de ellos, el sol caía a plomo desde el cielo totalmente despejado. A pesar de la sombra que le ofrecían las plantas y los árboles, la temperatura del patio ascendía con firmeza. Craso notó las primeras gotas de sudor que le resbalaban por la frente.

—Gracias a los dioses que hoy no hay sesión en el Senado. Hoy no quiero salir, ni siquiera en litera.

Saenius murmuró que estaba de acuerdo. Caminar por Roma al mediodía en pleno verano era igual que pasarse demasiado tiempo sentado en un caldarium: hacía calor, se sudaba y era incómodo.

Craso cerró los ojos, deleitándose con la ligera brisa que le acariciaba el rostro. Al cabo de un instante arrugó la nariz. El calor en aumento había exacerbado el tufo constante a deshechos humanos. Si bien él, como es natural, disponía de la comodidad un sistema de saneamiento, la mayoría de los residentes de Roma carecían de ellos. Los aseos públicos tampoco eran lo bastante abundantes.

Por consiguiente, el entramado de callejuelas que conectaban la ciudad albergaba una ingente cantidad de estercoleros humeantes, cuyo olor cargado de amoníaco llenaba ahora las fosas nasales de Craso. Frunció el ceño. Podía ordenar que quemaran un poco de olibanum, pero no haría más que enmascarar el olor y le dejaría un sabor desagradable y empalagoso en la garganta.

—Quizás haya llegado el momento de tomarse un respiro —caviló—. Un mes en la costa no estaría nada mal.

—Vuestra villa está siempre preparada —dijo Saenius, claramente contento ante la idea de salir de la capital—. Y la brisa marina hace que el calor se soporte mejor.

Craso estaba a punto de convenir con él cuando notó un olor totalmente distinto: humo. Giró la cabeza en la dirección de dónde provenía.

—¿Lo hueles?

Saenius se inclinó hacia delante y olisqueó.

—Ah, sí. —Disimuló bien su decepción, pensó Craso divertido.

—Se está quemando algo —dijo.

—Sin duda hace el tiempo propicio para ello —repuso Saenius—. Hace semanas que no cae ni una gota de lluvia en la ciudad y siempre hay algún idiota que deja un brasero sin vigilar.

Craso tiró lo último que le quedaba de vino y se levantó.

—La costa puede esperar. Vamos a echar un vistazo.

Saenius sabía que no le convenía discutir.

—Reuniré a los esclavos. —Llamó a quienes formaban el séquito de Craso y desapareció en las profundidades de la casa.

Craso respiró hondo y se llenó los pulmones con el fuerte olor penetrante de la madera ardiente. Resultaba de lo más eficaz para disimular el olor a mierda, pensó irónicamente.

Enseguida se puso a la expectativa. El fuerte olor significaba que en algún lugar no muy lejano había dinero que ganar.

No costó encontrar el origen del fuego. La casa grande pero sencilla de Craso estaba situada en las laderas inferiores del Palatino. Le bastaba caminar hasta el siguiente cruce para disfrutar de una vista parcial del centro de Roma. Aquello le indicó que el incendio estaba en la colina Aventina. La veintena de esclavos que seguía a Craso, una mezcla de guardaespaldas, obreros y arquitectos, también vio la gran humareda enseguida. Por encima del barullo de la vida corriente también se oían unos gritos débiles. Los hombres empezaron a debatir sobre el alcance del fuego, qué lo había iniciado y cuánta gente podía llegar a morir antes de que lo extinguieran.

Craso ignoró su parloteo. Todo se aclararía en cuanto llegaran allí. Bajó la calle dando grandes zancadas e indicó a sus esclavos que le siguieran.

—Da mala suerte vivir en el Aventino —dijo con voz queda, repitiendo el viejo dicho.

Los guardaespaldas enseguida se situaron delante de él. Armados con porras y navajas, bramaban y utilizaban los puños para abrirse camino por las calles estrechas y abarrotadas.

—¡Dejad paso a Marco Licinio Craso, pretor y el hombre más generoso de Roma! —gritaban—. Descendiente de una de las familias más antiguas de la República, hijo y nieto de cónsul, que regularmente dona una décima parte de todo lo que tiene a Hércules.

Craso sonreía con benevolencia.

—¿Y qué coño importa? ¡Craso es tan asquerosamente rico que podría permitirse el lujo de entregar cinco veces más y ni siquiera notaría la diferencia! —gritó de repente una voz de entre la multitud.

Los guardaespaldas se giraron enfadados para buscar al culpable.

—Déjalo. No hay tiempo que perder —ordenó Craso. «Además, es verdad.» Allá donde iba era objeto de comentarios similares. Igual que las lascivas pintadas de temática política y sexual que decoraban los muros de las casas por toda la ciudad, se trataba de una molestia que tenía que soportar igual que un perro sufre a las pulgas. Se sacó un pesado monedero del interior de la túnica y se lo tendió a Saenius.

»Dáselo a la muchedumbre —dijo en voz alta.

Una oleada de entusiasmo embargó a quienes lo oyeron. Numerosos rostros hambrientos y sucios se giraron hacia ellos.

—¿Todo? —exclamó Saenius, representando el ritual que habían interpretado infinidad de veces.

—¿Por qué no? Los virtuosos ciudadanos de Roma no se merecen menos —repuso Craso antes de añadir en voz baja—: lo recuperaré multiplicado por mil allá donde vamos.

Saenius esbozó una sonrisa lobuna como respuesta. Se llenó el puño con monedas y se separó de sus acompañantes lo suficiente para llenar el aire con una lluvia de asses de bronce, sestertii de plata y denarii. Craso volvió la vista hacia la muchedumbre, que había enloquecido. «Excelente.» Para añadirle más emoción a la situación, había incluido algún que otro aureus de oro en el monedero. Uno de esos no era más que una gota de agua en el océano para él, pero para los residentes empobrecidos de Roma, esa moneda poco habitual suponía comida para semanas, por no decir meses.

Tardaron quizás un cuarto de hora en llegar al Aventino. Los edificios de varias plantas apretados entre sí creaban un mundo oscuro y claustrofóbico que impedía distinguir la ubicación exacta del incendio. Sin embargo, el problema se solucionó rápidamente. Hordas de personas histéricas y con ojos desorbitados huían del barrio. Lo único que Craso tuvo que hacer fue ordenar a sus guardaespaldas que fueran en el sentido contrario de la muchedumbre. Porra en mano, tres de ellos formaron una cuña y empujaron hacia delante. A partir de ahí, cualquiera que se interpusiera en su camino recibía un porrazo en la cabeza. Como por arte de magia, el centro de la calle se abrió. Obligado a desviarse, el populacho pasaba en masa a ambos lados de Craso.

Algunos ciudadanos cargaban sus pertenencias, envueltas en sábanas, a la espalda. Otros no tenían más que la ropa que llevaban puesta. Los niños que habían sido separados de sus padres gritaban. Los maridos soltaban juramentos bajo el peso de lo que sus esposas les habían hecho cargar. Irritados por el alboroto, los bebés añadían sus gimoteos al caos generalizado. Craso no prestó ninguna atención a las masas presas del pánico y sí se centró en cambio en los rostros de los tenderos enmarcados en las entradas de los establecimientos que flanqueaban ambos lados de la calle. Sus preciadas existencias, ya fueran carne, cerámica, objetos de metal o ánforas de vino, significaban que cada uno de ellos corría el peligro de perder mucho más que el ciudadano medio si el fuego se propagaba. También significaba que a los comerciantes no les entraba el pánico innecesariamente. Las expresiones de los hombres que veía ahí no denotaban una gran preocupación. Todavía.

—Seguid adelante —ordenó Craso a sus guardaespaldas—. El incendio todavía está lejos.

Lo encontraron a una docena de calles colina arriba.

Allí un humo denso y parduzco llenaba el ambiente que les rodeaba y la temperatura había ascendido de forma considerable. En la zona ya casi no quedaba nadie y las únicas personas visibles se escabullían en la dirección contraria. A Craso no le extrañó. Aparte de los dueños de los edificios afectados, en Roma no había nadie que extinguiera incendios. Los bajos de la mayoría de las estructuras estaban hechos de ladrillo, pero por encima muchos se elevaban tres, cuatro o incluso cinco plantas de insulae de madera con apartamentos diminutos y miserables. Ahí es donde vivía la mayoría de la población. «Existía» sería una descripción más precisa, pensó Craso, agradecido por su estatus en la vida. Construidas con escasa consideración hacia la seguridad y el buen diseño arquitectónico, las insulae eran un verdadero peligro y tenían muchas probabilidades de derrumbarse o incendiarse. Los incendios eran el más habitual de los dos desastres. Y en cuanto se declaraba un incendio en un edificio, era prácticamente imposible de extinguir. Debido a que todo se construía ya fuera directamente adjunto o tocando las estructuras circundantes, lo habitual era que las llamas se propagaran con una rapidez letal. Cualquiera que permaneciera en las proximidades corría el peligro de morir quemado. Durante los meses de verano eran habituales los incendios en los que barrios enteros eran destruidos y morían cientos de personas.

Atisbó a dos siluetas angustiadas que iban por delante: un hombre de mediana edad que llevaba un mugriento delantal de tendero y una mujer atractiva de una edad similar. Craso sonrió. Debían de ser el dueño y su esposa. A aquellos cuyo sustento corría peligro siempre les costaba marcharse y esperaban al último momento.

Ahora ya se oía el crepitar de las llamas. Alzando la vista hacia los remolinos de humo, Craso vio unas lenguas de un brillante amarillo anaranjado que lamían ávidas la tercera planta de un bloque de apartamentos con la fachada de madera.

—Se ha iniciado en una cenacula. Ahora ya está descontrolado.

—¿Acaso ocurre algo distinto en alguna otra ocasión? —preguntó Saenius.

—Muy pocas veces —reconoció Craso lacónicamente. Apartó a un lado a los guardaespaldas—. ¡Hola, amigo!

El hombre al que había espiado no oyó su saludo. Haciendo caso omiso de las advertencias de su esposa, entró rápidamente en la tienda de frente abierto que formaba la base de la estructura. Salió enseguida, cargando un gran recipiente de cerámica. Lo colocó al lado de una docena más y se dispuso a entrar otra vez corriendo.

—Arriesgas mucho, amigo —dijo Craso en voz alta—. Muchos hombres han sido enterrados vivos cuando se ha derrumbado un edificio.

El tendero lo miró con expresión aturdida.

—No me queda otra —dijo con voz monótona—. Destiné los ahorros de mi vida a construir este bloque de apartamentos. Estoy arruinado, lo sé, pero sin ninguna reserva moriremos de hambre. —Se giró, distraído por los sollozos de su esposa.

—No tiene por qué pasar —declaró Craso—. Lo creas o no, hoy los dioses te sonríen.

—¿Estás loco? —exclamó el hombre—. En todo caso, se estarán burlando.

—Te compro el edificio y todo lo que contiene, amigo.

—¿Cómo?

—Ya me has oído.

El tendero hizo una mueca cuando cayó en la cuenta de la amarga realidad.

—Debes de ser Marco Licinio Craso —dijo con voz quebrada.

—Eso es. —Miró a Saenius—. Mi fama me precede.

—Como siempre.

—No quiero tu dinero —gruñó el tendero—. Merodeas por aquí con tus secuaces para ver cómo toda mi vida queda reducida a cenizas. —Hizo ademán de entrar en la tienda justo cuando un crujido ensordecedor hizo trizas el aire. Maldiciendo, se quedó parado junto a la entrada.

Craso observó con cierta satisfacción cómo se derrumbaba el techo de la tienda y lo enterraba todo en un amasijo de vigas en llamas.

—Tendrás que conformarte con estas pocas piezas —dijo con suavidad, señalando la patética pila de vajilla—. Me parece que no se venderá por mucho.

El tendero apretó los puños de rabia y dio un paso impulsivo hacia Craso, cuyos guardaespaldas se sonreían maliciosamente los unos a los otros.

—¡No! —gritó la mujer—. ¡No puedo perderte a ti también!

El hombre dejó caer los hombros con gesto derrotado.

—¿Cuánto? —Su voz apenas resultaba audible por encima del crepitar y chasqueo de la madera que ardía.

—Iba a ser generoso —dijo Craso con frialdad—, pero tu actitud agresiva me ha hecho cambiar de opinión. Quinientos denarii por el lote.

—Construirlo me costó veinte veces más —dijo el tendero con incredulidad—. Y las existencias son…

—Es mi primera y última oferta —espetó Craso—. Lo tomas o lo dejas.

El hombre se quedó contemplando a su mujer, que se encogió de hombros levemente con expresión impotente.

—No esperaré mucho —advirtió Craso. Se giró como para marcharse.

—¡Acepto! Acepto… —La voz del hombre fue apagándose y un sollozo ahogado escapó de sus labios.

—Sabia decisión. Firmarás el traspaso de propiedad antes de que anochezca y se te pagará mañana. Ahora, si me disculpas, hay trabajo por hacer. —Y Craso se dirigió a sus hombres—: ¡Manos a la obra! Más vale que os mováis rápido o el fuego quizá se propague a los edificios de ambos lados.

—No sería tan malo, ¿no? —preguntó Saenius.

El dedo que blandía Craso contradecía la sonrisa que demostraba que estaba de acuerdo.

—Mejor que salgáis de en medio —aconsejó Saenius, empujando al tendero y a su esposa calle arriba—. En cuanto la estructura empiece a caer, puede resultar muy peligroso.

Craso les siguió a paso tranquilo.

—¿Queda alguien en el interior?

—Creo que no, señor —repuso el tendero.

—Bien. —Craso hizo el gesto de cortar con el brazo. Era la orden que habían estado esperando sus esclavos. Moviéndose con la facilidad que otorga una larga experiencia, empezaron a hacer trizas la primera planta del edificio en llamas con unos ganchos largos de hierro diseñados especialmente para ello. La estructura era endeble y no tardaron en aparecer boquetes en la madera. Los hombres de Craso redoblaron sus esfuerzos y acabaron arrancando la fachada de la primera planta y sacando los escombros a la calle. Las vigas del edificio empezaron a emitir unos fuertes crujidos.

Entonces empezaron los gritos.

—¡Socorro! ¡Por favor!

Craso alzó la vista hacia la nube de humo. No vio nada durante unos instantes, pero al final advirtió el rostro pálido y aterrorizado que miraba desde la abertura de una ventana en la planta superior.

—¡Por todos los dioses! —gimió la esposa del tendero—. Creo que es la hija de Octavia. Solo tiene ocho años. Su madre trabaja en otra zona de la ciudad y suele dejarla sola. La pobrecilla debía de estar dormida.

Saenius no se esforzó demasiado en mostrarse compasivo.

A Craso le importaba bien poco, pero valía la pena guardar las apariencias.

—¡Comprobad la escalera! —ordenó.

Saenius corrió a las escaleras de madera que subían por el lateral del edificio. En cada planta una puerta daba acceso a las cenaculae del interior. Regresó, negando con la cabeza con una pena fingida.

—Está ardiendo.

—¿Qué podemos hacer? —gritó la mujer, hecha un mar de lágrimas.

Había hecho un gesto simbólico. Cualquier otra cosa resultaría sumamente peligrosa. Craso no estaba dispuesto a arriesgar la vida de sus hombres por una rata de alcantarilla de ocho años. Se encogió de hombros.

—Reza para que traspase con facilidad al otro lado.

La mujer empezó a chillar y su esposo la abrazó.

—Calla. No podemos hacer nada.

Craso no quería escuchar los chillidos ni de la niña condenada ni de la mujer consternada así que caminó calle arriba. Escudriñó las tiendas de ambos lados con ojo experto. Se llevó una agradable sorpresa. No se trataba de los típicos comercios cochambrosos que vendían restos de carne, herramientas de mala calidad o prendas de vestir mal tejidas, sino que había un platero, un prestamista y un médico griego. Se trataba de un barrio con un futuro próspero, caviló. Sería rentable reconstruirlo.

Ensanchó la sonrisa. A pesar del calor, había sido un buen día.

A Craso no le duró mucho el buen humor. Al llegar a casa, cansado y apestando a humo, le apetecía darse un baño fresquito y cambiarse de ropa. Por consiguiente, le molestó sobremanera encontrarse con un mensajero del Senado esperándole en el patio que le abordó de inmediato.

Craso fulminó al hombre con la mirada por encima de su larga nariz.

—En nombre de Júpiter, ¿qué quieres?

—Se ha convocado una reunión urgente del Senado para esta tarde, señor.

—¿Por qué puto motivo?

El mensajero se retorcía bajo su mirada.

—Cayo Claudio Glabro ha regresado.

Craso seguía pensando en su nueva adquisición en el Aventino y en darse un baño.

—¿Quién?

—El pretor que fue enviado a Capua.

—Ah, sí. Tenía por misión encontrar y matar a los gladiadores huidos. Tenía tres mil hombres, si no recuerdo mal. Era un asunto sencillo. Marchar hasta allí, zanjar el asunto y regresar a Roma. —Craso captó la expresión asustada de su interlocutor. Tenía las cejas bien arqueadas—. Queda claro que eso no es lo que has venido a contarme.

—No, señor. Los gladiadores atacaron el campamento de Glabro por la noche. Mataron a los centinelas y asaltaron a los legionarios mientras dormían… —El mensajero vaciló.

—Continúa —ordenó Craso con incredulidad.

—Según Glabro, reinaron el caos y la confusión más absolutos. A sus hombres les entró el pánico y huyeron.

—¿Tres mil hombres huyeron de setenta y pico gladiadores de mierda?

—Sí-sí, señor.

—¿Mataron a muchos soldados de Glabro?

—A cuatrocientos o quinientos, señor. El resto huyó indemne.

—¿Huyeron? ¡No puede decirse que los derrotaran en una batalla! Putos cobardes —bramó Craso—. ¿Y de este fiasco es de lo que Glabro ha venido a hablarnos?

—Sí, señor —susurró el mensajero. Estaba aterrorizado. No era raro que quienes daban malas noticias fueran castigados o incluso que los mataran.

Craso se mordió el labio concentrado. «Espartaco es más que un luchador habilidoso. Queda claro que es un hombre de gran talento. Un estratega.» Su orgullo romano se impuso de inmediato. «¿Qué más da si es capaz de reunir a unos cuantos hombres para atacar por la noche como un cobarde?», dijo para sus adentros.

—Esta humillación no puede tolerarse. ¡No se tolerará! Enviaremos un ejército del doble de tamaño. —Ni siquiera esa perspectiva aplacaba la ira de Craso y caminó a un lado y a otro, cavilando cómo enfrentarse a tal situación.

El mensajero esperó, temblando, a que dictara sentencia.

Al cabo de un momento, Craso volvió a prestarle atención.

—¿Qué estás haciendo aquí todavía? Lárgate. Dile a quienquiera que te haya enviado que asistiré al debate del Senado.

—Sí, señor, gra-gracias, señor —tartamudeó el mensajero, retirándose.

Craso se encaminó al complejo de baños, situado junto al patio. Pensaría sobre el tema mientras se relajaba en la frescura del frigidarium.

Sin embargo, una cosa estaba clara.

Glabro tendría que pagar por su error.

Más tarde, Ariadne recordaría aquellos días y semanas que siguieron como una época feliz. La primavera cedió paso al verano y se permitió olvidar su atormentada niñez, a Kotys, su viaje a Italia y el ludus. Incluso expulsó a Phortis de su mente. No se planteaba el futuro ni la idea de regresar a Tracia. ¿Qué sentido tenía? Nunca había sido tan feliz. Y era todo gracias a un hombre: Espartaco. Tenía ganas de estar con él a todas horas. Quería saberlo todo de él y él parecía sentir lo mismo por ella. Realmente los dioses debían de haberlos unido, pensó Ariadne. Ahí estaba ella, libre como el viento, viviendo en lo alto del Vesubio con su hombre y con su cada vez mayor grupo de seguidores.

En el plazo de un mes había quedado claro que no habría represalias inmediatas por la humillación infligida a Glabro y sus soldados. Para empezar, no había tropas en la zona. Para continuar, tal como había dicho Espartaco, el Senado tardaría en elegir a un nuevo comandante y el mejor plan de ataque. Igual que reclutar a un nuevo ejército de legionarios. A no ser que hubiera una gran necesidad, Roma no mantenía legiones en su territorio. En tercer lugar, no podrían realizar un ataque sorpresa a los gladiadores. La posición elevada del campamento les proporcionaba unas vistas estupendas en todas direcciones y en todas las fincas a ochenta kilómetros a la redonda había esclavos que se reventarían los pulmones para informar a Espartaco del acercamiento de una columna romana.

Espartaco se aplicó con dureza. Aquel período de tregua tenía que aprovecharse de forma inteligente. Era el momento de instruir a los gladiadores sin compasión, preparándolos para ser soldados de infantería. De convertir a los cientos de nuevos reclutas, que en muchos casos nunca habían empuñado un arma, en soldados. Para organizar partidas de caza y bandas capaces de desplazarse lejos del Vesubio en busca de cereales recién segados y reservas de hierro y bronce. Liderados a menudo por Crixus o Castus, que aprovechaban para evitar la instrucción, los merodeadores transmitían la idea de que cualquier hombre acostumbrado a trabajar en el campo o a ocuparse del ganado sería bien recibido en el Vesubio. No querían esclavos domésticos. Necesitaban a hombres acostumbrados a la dura vida al aire libre. Hombres capaces de luchar.

Para Ariadne era una época de alegría pura, absoluta. Aunque la amenaza de represalias siempre estaba presente, resultaba bastante fácil olvidar a Roma y sus legiones en los días cálidos. Para regocijarse con el hecho de que por primera vez en su vida Ariadne estaba enamorada.

No era de extrañar que pasara las horas del día ocupada en trabajos duros. Organizar a las mujeres, que ya ascendían a más de doscientas, le salía de forma natural. Igual que comportarse como oficial de intendencia del campamento. También le encantaba ser el talismán de los rebeldes. Desde el comienzo, Ariadne se había asegurado de que Espartaco hablara a menudo de su sueño y de cómo ella lo había interpretado. Los gladiadores y esclavos se deleitaban con él. No solo habían encontrado la libertad al escapar de sus amos y un líder carismático, sino una portavoz de su deidad más venerada, la que Roma había conseguido prohibir hacía más de un siglo. A sus ojos, Ariadne era una sacerdotisa de Dioniso, y Espartaco, su elegido. Los contemplaban a los dos impresionados y las noticias de la pareja se propagaban por todas partes.

Espartaco también ocupaba buena parte del tiempo entrenando a los gladiadores y a los nuevos reclutas, o consultando a Pulcro, el herrero que lo había desafiado. Pulcro era ahora uno de sus hombres de confianza y el armero de facto de los rebeldes. Junto con otros varios herreros, su misión consistía en fundir las cadenas de los esclavos y convertirlas en puntas de flecha y espadas. Resecar estacas afiladas hasta que las puntas endurecidas al fuego fueran capaces de atravesar a un hombre con facilidad. Aplanar a martillazos chapas de bronce hasta convertirlas en cascos útiles. Un grupo heterogéneo de esclavos trabajaba con Pulcro para hacer escudos.

Periódicamente, Espartaco lideraba a un grupo de ataque para recabar información, pero la mayor parte del tiempo permanecía en el campamento. Cada día al atardecer, tostado por el sol y sudoroso, se dirigía con paso desenfadado a su tienda. Su sonrisa animaba el corazón de Ariadne. Igual que las palabras que le susurraba al oído cuando se sentaban el uno junto al otro a contemplar la llanura de la Campania y la forma en que hacía que se sintiera cuando se retiraban a sus camas. Quedarse dormida en sus brazos bajo una bóveda de estrellas resplandecientes parecía ser lo único que había deseado en la vida.

No era de extrañar que Ariadne esperara ansiosa la llegada de la noche con una avidez desaforada. Se aferraba a las horas como si fueran las últimas que fuera a pasar. El amanecer se convirtió en su enemigo, porque su llegada significaba el fin del tiempo que pasaba con Espartaco. Hasta el atardecer siguiente.

Deseaba que el verano, la fantasía, durara para siempre.

Pero por supuesto no fue así.