Era media tarde cuando avistaron a Glabro y sus soldados. Al oír el grito del centinela, todos los que estaban en el campamento dejaron lo que tenían entre manos y subieron al borde del cráter. A media distancia se veía una fila negra larga y serpenteante en la carretera procedente de Capua. Estaba demasiado lejos para distinguir las siluetas individuales de hombres o bestias, pero después de las noticias de Aventianus, la columna solo podía ser una cosa. El instrumento de su condena. Durante un buen rato, nadie de los que observaban habló o miró a otro. Todas las miradas estaban fijas en la tropa que se acercaba. El silencio amenazador solo quedaba interrumpido por el débil silbido del viento.
Al final, Espartaco se movió. No solo era inútil observar a los romanos, sino que era peligroso. Notaba que la moral de los gladiadores disminuía con cada momento que pasaba.
—¡De vuelta al trabajo! Todavía queda mucho por hacer —gritó—. Quiero cientos de rocas grandes preparadas para hacer rodar hacia el enemigo. Miles de piedras que arrojar y para que utilicen los honderos. Todas las espadas y puñales necesitan un buen filo que sea capaz de rasuraros los pelos del brazo. ¡Esos hijos de puta van a arrepentirse de haber venido hasta aquí!
Todos los hombres hicieron lo indicado, pero pocos sonreían. Menos incluso reían.
Espartaco lanzó una mirada inquisidora a Ariadne. El pequeño y escéptico movimiento de cabeza que recibió le sentó como un puñetazo en el plexo solar. «¿Eso es todo, Gran Jinete?» Negó con la cabeza y apartó sus preocupaciones.
—Atheas, Taxacis, seguid el sendero montaña abajo. Acercaos el máximo posible a los romanos sin ser vistos. Quiero conocer todos sus movimientos. Saber cómo disponen el campamento. La cantidad de centinelas. Regresad antes del atardecer.
Sonriendo con fiereza ante su nueva misión, los escitas se marcharon al trote.
Espartaco fue a rezarle al Gran Jinete.
Y a afilar la sica.
Debido a los árboles que cubrían las laderas superiores del Vesubio, la columna romana se perdió de vista en cuanto llegó al pie de la montaña a última hora de esa misma tarde. Más que nada, su desaparición aumentó la tensión. Los ánimos se iban caldeando y los hombres saltaban irritados a la mínima. A cierta distancia del campamento, un gladiador germano que recogía piedras huyó en cuanto sus compañeros le dieron la espalda. Se oyeron gritos airados cuando lo avistaron, pero Oenomaus ordenó que no persiguieran al fugitivo.
—¿Quién quiere a un hombre como ese a su lado cuando empiece la lucha? —bramó.
El sol estaba bajo en el cielo cuando Atheas y Taxacis reaparecieron. Espartaco hablaba con Oenomaus y los tres galos, pero su conversación cesó en cuanto se acercaron los guerreros.
—¿Y bien? —preguntó Espartaco.
—Han levantado un… campamento. Del estilo típico —empezó a decir Atheas.
Espartaco vio la confusión de los demás. Habiendo nacido esclavos, nunca habrían visto las fortificaciones temporales que los romanos erigían cada noche en marcha.
—Será rectangular, con una entrada a cada lado —explicó—. Todo él estará rodeado de un terraplén de la altura de un hombre, coronado con estacas. Por fuera habrán excavado una zanja protectora de hasta la cintura de profundidad.
Atheas asintió.
—Hemos contado… una estaca delante de… cada muro. De cien pasos.
—¿Eso es todo? Cabrones arrogantes —dijo Crixus con desprecio.
—¿Alguna actividad en el camino a la cumbre? —preguntó Espartaco, con el estómago encogido.
—Sí. Trescientos legionarios… apostados de lado a lado. Y varios grupos pequeños han subido… un buen trecho de montaña. Se han escondido… a ambos lados del sendero. Sin tiendas.
—Entonces son centinelas —dijo Gannicus crispado.
Espartaco maldijo con furia. «Oenomaus tenía razón.»
—¡Esos hombres están ahí para evitar que huyamos esta noche! Los hijos de puta atacarán por la mañana, ¿no? —supuso Crixus. Miró a cada hombre. Algo en la expresión de Espartaco y Oenomaus le hizo endurecer el semblante—. Ninguno de vosotros lo piensa.
—Tiene más sentido sitiarnos —reconoció Espartaco—. Pueden esperar ahí abajo con relativa comodidad hasta que nos quedemos sin comida.
—¡Pedazos de mierda entogados, son unos hijos de perra folla-cabras! —bramó Crixus encolerizado. Dio zapatazos arriba y abajo, lanzando más improperios subidos de tono. Cuando se tranquilizó un poco, clavó la mirada en los demás—. Como he dicho, optemos por una muerte heroica. Bajaremos ahí por la mañana y atacaremos sus líneas. Acabemos de un modo que sea recordado para siempre por los esclavos.
Con el ceño fruncido, Castus y Gannicus se quedaron mirando el suelo.
—Podemos hacerlo mejor —dijo Oenomaus.
—¿Cómo? —preguntó Crixus.
Oenomaus no tenía ninguna respuesta inmediata.
Espartaco se estrujó el cerebro. No tenían armadura ni escudos. Les superaban en número de forma bárbara. Las provisiones se les acabarían en tres días como mucho. Tal vez su única opción fuera un ataque suicida. Alzó la vista al cielo enfurecido. «Muy bien. Me someto a tu voluntad, Gran Jinete.»
—Gannicus, ¿estás conmigo? —preguntó Crixus.
—No tengo nada mejor que hacer.
—Bien. ¿Y tú, Castus?
—Maldita sea, ¿por qué no? —fue la respuesta gruñida.
—Contad conmigo también —dijo Oenomaus con dureza.
—¿Espartaco?
No respondió. «Qué forma tan inútil de morir.»
—¿Espartaco? —La impaciencia se mezclaba con la ira en el tono de Crixus.
Bajó la mirada de los cielos y se fijó en las viñas que cubrían las laderas empinadas del cráter. De repente, la semilla de una idea empezó a brotar en su interior.
—¿Vas a contestar a la puta pregunta?
—Ahora mismo no. —Espartaco se marchó y dejó a los demás boquiabiertos detrás de él.
—Ha perdido la chaveta —declaró Crixus—. Sabía que pasaría.
—¿Qué coño está haciendo? —preguntó Castus—. ¡No es momento de dar paseos!
A Espartaco le satisfizo oír el gruñido de Oenomaus:
—Volverá.
Al regresar junto a los demás líderes al cabo de un rato, Espartaco extendió las manos.
—Lo hemos tenido delante de nosotros durante todo este tiempo.
—Es un trozo de vid silvestre —dijo Gannicus con voz incrédula.
El desdén de Crixus resultaba obvio.
—¿Qué vamos a hacer con ella? ¿Estrangular a los soldados romanos?
Castus se echó a reír.
—¿Puedes explicarnos qué pasa? —preguntó Oenomaus, desconcertado—. Este sitio está lleno de vides. ¿Y qué?
—Está tan claro como el agua de un manantial.
Crixus frunció el labio.
—Ahórranos la espera.
—Estos sarmientos son excelentes para tejer cestas, ¿verdad?
—Sí —repuso Oenomaus, reprimiendo claramente su irritación.
—En vez de cestas, podemos tejer cuerdas. Cuerdas lo bastante fuertes para soportar el peso de un hombre. En cuanto oscurezca, podemos descender por una de las caras del barranco hacia las laderas inferiores. No creo que los romanos esperen ser atacados desde algún otro punto que no sea el sendero. —La sonrisa confiada de Espartaco contradecía a su estómago revuelto. «Seguimos teniéndolo todo en contra, pero esto supone un panorama mucho mejor que suicidarse por la mañana.»
—¡Qué idea tan fantástica! —Oenomaus le dio una palmada en el brazo.
—Nos dará la oportunidad de luchar —reconoció Gannicus.
Espartaco lanzó una mirada a Castus. La expresión de amargura había disminuido.
—Pensaba que te habías vuelto loco, pero no —reconoció—. Es un buen plan.
—Podría funcionar —dijo Crixus meneando la cabeza no demasiado convencido—. Y también es posible que acabemos todos con el cuello partido.
—Vale la pena intentarlo —dijo Oenomaus.
Para satisfacción de Espartaco, Castus y Gannicus mostraron que estaban de acuerdo con un gruñido.
Crixus frunció el ceño.
—Muy bien.
«Gracias, Gran Jinete. Será más fácil con él a favor.» Espartaco hizo cálculos rápidos.
—Por lo menos hay unos cien pasos desde la parte inferior de los barrancos hasta el suelo. Necesitaremos un mínimo de dos cuerdas. Más si podemos tejerlas a tiempo.
—¿Y luego? —preguntó Oenomaus.
A Espartaco le alegró ver que esta vez los cuatro aguardaban su respuesta. Ofreció más agradecimiento a los cielos en silencio.
—Esperad a que sea casi medianoche. Rezad para que haya nubes que nos oculten. Nos ennegreceremos el rostro y las extremidades con ceniza de las hogueras. Descenderemos hasta su campamento. Mataremos a los centinelas en sus piquetes. Atacaremos las tiendas en silencio.
—¡Los cabrones no sabrán de dónde les caen los golpes! —exclamó Gannicus.
—Eso mismo. Mataremos al máximo de hombres posible antes de que se corra la voz de alarma —dijo Espartaco.
Oenomaus frunció el ceño.
—¿Qué pasará a continuación?
—¿Quién sabe? ¡A lo mejor huimos! —No vocalizó la otra opción, más probable. Sin embargo, ninguno se veía desanimado, lo cual satisfizo a Espartaco—. Ahora es imprescindible que realicemos una ofrenda a Dioniso. Estas viñas son suyas.
Nadie le discutió la idea.
Para cuando cayó la noche, los gladiadores tenían tres cuerdas, de 120 pasos de largo cada una. Todos los hombres y las mujeres presentes habían trabajado para terminar las cuerdas. Algunos habían arrancado sarmientos de las paredes del cráter mientras otros los habían recortado hasta dejar el tallo central. Trenzados en grupos de tres y sujetos por cuatro partes, probaron las cuerdas haciendo que un par de los hombres más pesados tiraran de cada extremo con todas sus fuerzas. Para deleite de Espartaco, ninguna se rompió. Ordenó a los luchadores que se prepararan, pero tenían que esperar hasta que diera la orden antes de empezar a moverse.
Mientras los demás líderes bebían vino con sus seguidores, Espartaco se sentó junto a la hoguera con Ariadne. No hablaron mucho, pero había un nuevo ambiente de intimidad entre ellos. «Esta quizá sea la última vez que la veo», pensó entristecido. Delante de él, al otro lado del fuego, a Ariadna le bullía la mente. «Estas viñas pertenecen a Dioniso. ¿Se las hizo ver a Espartaco? Parece demasiada coincidencia para ser otra cosa.»
A pesar de la manta que tenía sobre los hombros, Espartaco empezó a tener frío. Alzó la vista. La esquirla de luna del cielo había quedado cubierta por un manto de nubes. Hacía poco viento.
—Ha llegado el momento de actuar.
—He pedido a Dioniso que extienda un manto de sueño por encima de su campamento.
—Gracias. —Se frotó un último trozo de ceniza en los brazos y se levantó—. Al amanecer habrá terminado. Entonces nos veremos. —Rechazó una punzada de incertidumbre. «Gran Jinete, que así sea.»
—Sí. —Ariadne no deseaba confiar más en su voz. «Regresa a mi vera sano y salvo.»
Sin mediar palabra, Espartaco se internó en la oscuridad.
—Ahí está el piquete —susurró Espartaco, señalando un montón de siluetas situadas a no más del alcance de tiro de una jabalina.
Estaba enormemente satisfecho de lo que habían logrado hasta el momento. Habían bajado por el barranco sin apenas problemas. Un hombre se había roto el tobillo y lo habían dejado atrás, pero los demás se habían movido en silencio como espectros ansiosos, bajando por la oscuridad hasta su posición actual. Unos cien pasos más allá los centinelas romanos preparaban el terraplén meridional del campamento de Glabro. Espartaco estaba tumbado boca abajo encima de la maleza, los escitas a su derecha y Getas y otro tracio a su izquierda. El resto, incluidas las nuevas incorporaciones, aguardaban a cierta distancia por detrás. Teniendo en cuenta lo pocos que eran, Espartaco había decidido no molestarse en atacar los demás flancos. Su mayor esperanza radicaba en un ataque salvaje y frontal empleando todas sus fuerzas. A los demás líderes la idea también les había parecido bien.
—Vamos allá —masculló Atheas, alzando el puñal.
Taxacis soltó un gruñido para demostrar que estaba de acuerdo.
—Que sea rápido. Y silencioso —advirtió Espartaco—. El menor sonido podría fastidiarlo todo.
—¿Lo has olvidado? —susurró Getas—. Llevo haciendo esto desde que tuve edad suficiente para empuñar un cuchillo. Igual que los escitas.
—Lo sé. —Espartaco intentó relajarse. Sin embargo, no podía evitar que se le encogiera la garganta mientras los cuatro avanzaban y desaparecían en la oscuridad absoluta de la noche. Esperó, contando los latidos e intentando calcular cuánto tardarían en alcanzar a los centinelas romanos. Ya casi había contado hasta quinientos cuando el frufrú de un movimiento le llegó a los oídos. Espartaco se quedó paralizado. El sonido de una lucha encarnecida acabó rápidamente en un par de gritos cortos y ahogados. «Lo han hecho. ¿Les ha oído alguien?» La frente de Espartaco quedó bañada en un sudor frío, pero el silencio subsiguiente permaneció intacto.
Sus hombres regresaron al poco rato, sonriendo de oreja a oreja. Enseguida se unieron a ellos los tres líderes galos y Oenomaus.
—Es hora de moverse —dijo Espartaco.
—Volvamos a dar las gracias a Dioniso —susurró Oenomaus—. Que continúe protegiéndonos. Lo que tenemos por delante podría costarnos la vida.
«Ochenta de nosotros estamos a punto de atacar un campamento compuesto por tres mil legionarios. Es una locura absoluta.»
—No me gustaría estar en ningún otro sitio —susurró Espartaco—. Ni por todo el oro de Craso. Sea cual sea el resultado, enseñaremos a esos cabrones que no somos unos latrones cualquiera.
En vez de discutir, Crixus emitió un gruñido bajo con la garganta. La dentadura de Castus brillaba en la oscuridad, lo cual mostró que estaba de acuerdo.
—Les enseñaré que somos algo más que carne para sus juegos —añadió Gannicus.
Dicho esto, regresaron arrastrando los pies a buscar a los gladiadores.
Espartaco hizo que los hombres le siguieran en una fila larga mientras caminaban con suavidad hacia el campamento romano. Ninguno de los demás se opuso. Sentía la satisfacción sombría de que estaban dispuestos a entregarle el liderazgo. Se paró junto a los centinelas muertos y permitió que algunos de los luchadores que iban peor armados arrebataran las armas a los cadáveres. Luego continuó con cuidado, satisfecho de que quienes le seguían apenas hicieran ruido. Alcanzaron el foso sin que nadie les diera el alto y a Espartaco el corazón empezó a palpitarle en el pecho con tal fuerza que se preguntó si resultaba audible. «Respira.»
Vio los terraplenes. Sin duda habría centinelas haciendo guardia. Espartaco no sabía cuántos, pero no habría menos de dos por lado. Los más cercanos tendrían que ser neutralizados igual que habían hecho con los piquetes. Trepó por el otro lado del foso y se agachó.
—Quedaos donde estáis —susurró a los hombres que tenía detrás. A medida que se difundió la orden, los gladiadores detuvieron el avance.
No estaban lejos de las fortificaciones de tierra, que eran poco más que un montículo largo que discurría de izquierda a derecha delante de ellos. Espartaco escudriñó la parte superior de la muralla y al final distinguió la silueta de dos cascos a su izquierda. Aguzó el oído, pero no oyó más que el murmullo de sus voces.
—¿Los veis?
—Sí —susurró Atheas.
—Quiero que los silenciéis igual que a los piquetes. ¿Crees que podréis?
—Por supuesto.
—Imitad el sonido de un búho cuando acabéis. —Mientras los guerreros se marchaban sigilosamente, Espartaco respiró hondo y exhaló el aire poco a poco. La tensión era tan grande como los últimos momentos de todas las batallas que había librado. «Cálmate, mantén la calma.» Se centró en la respiración y cerró los ojos.
Cuando oyó el sonido sobrecogedor, Espartaco sintió un gran alivio. Los romanos quizá pensaran que el grito de un búho era una señal de mal agüero, pero él no. Un obstáculo menos.
Se acercaron furtivamente a la entrada —poco más que un hueco entre dos partes superpuestas del terraplén— sin dificultad. Espartaco se dirigió inmediatamente a los otros líderes.
—Los hombres deberían salir en fila al espacio abierto situado detrás del terraplén cuando entren. Deben guardar silencio absoluto. Esperad mi señal. Cuantas más tiendas ataquemos a la vez, mejor, ¿entendido?
—Vale —repuso Oenomaus—. Yo tomaré el flanco izquierdo.
—Vosotros tres a la derecha —dijo Espartaco—. Y yo tomaré el centro.
Los galos asintieron.
—Intentad que vuestros hombres no se dispersen. Si atacamos en grupo, parecerá que somos una fuerza mucho mayor. —Esperó, pero nadie se lo discutió. «Excelente»—. Aguardad mi señal: una espada en alto y un grito de búho.
Espartaco se quedó observando mientras los cuatro se esfumaban para informar a sus hombres. De repente le asaltó una duda. «¿Qué estamos haciendo? Esto es una puta locura.» Pero entonces los dedos apretaron la empuñadura de su sica. «Mucho mejor morir así que ser arrollados por miles de legionarios por la mañana.» Empezó a caminar hacia las tiendas.
Las filas regulares que empezó a ver le resultaban extrañamente familiares. Durante su servicio en las legiones, Espartaco había dormido en muchos campamentos como aquel. Se había sentado alrededor de la hoguera, cantando y bebiendo vino con hombres como los que estaban a punto de atacar. «Todo eso pertenece al pasado. Estoy aquí para matar. Estamos aquí para matar.» Espartaco masculló instrucciones a los tracios que le seguían. En silencio, se colocaron a uno y otro lado de él. Detrás, vio las siluetas tenues de hombres, galos y germanos, que trotaban a izquierda y a derecha.
Y entonces estuvieron preparados.
Espartaco alzó la sica y miró a ambos lados. Al ver las espadas alzadas de sus compañeros, hizo bocina con la mano e imitó la llamada del búho que había ensayado de niño. Las figuras lejanas empezaron a moverse y Espartaco hizo un gesto a los hombres que tenía detrás, a los que ordenó que actuaran en parejas, permaneciendo en la misma hilera de tiendas. Se fijó en que Aventianus estaba cerca, sujetando un garrote con fuerza. Carbo estaba a su lado con expresión tensa. Al ver la mirada de Espartaco, el joven asintió con determinación. «Le saldrá bien.»
Se acercaron cada vez más. Todavía no había saltado la alarma, ningún ruido aparte de la tos de algún legionario dormido o un gruñido en sueños. A diez pasos de la tienda más cercana, Espartaco ya no soportaba más la espera. Aceleró el paso y fue al trote. Getas le pisaba los talones. En cuanto estuvo lo bastante cerca, Espartaco atacó con el arma y atravesó los paneles de cuero con facilidad. La trayectoria de la hoja acabó en seco cuando se hundió hasta el fondo en carne humana. Al cabo de un segundo, el silencio quedó roto por un grito terrible. Getas atacó a varios pasos de distancia con un éxito similar.
—¡Rápido! —susurró Espartaco, echando el brazo atrás y balanceándolo en una dirección distinta. Se oyó un golpe carnoso cuando la sica penetró en otro hombre. Otro bramido de dolor. «¡Chúpate esa, cabrón romano!»
Ariadne estaba sentada a solas junto a la hoguera contemplando las ascuas encendidas y dándole vueltas a la situación. ¿Acaso el sueño de Espartaco anunciaba su muerte a manos de los soldados romanos? ¿Se produciría esa noche? No le sorprendió no encontrar nada que le inspirara en las llamas rojo anaranjado, pero se quedó insatisfecha. La lluvia ocasional de chispas que se alzaba perezosamente hacia el cielo nocturno tampoco le ofrecía nada. Dioniso nunca antes le había revelado algo por medio del fuego. Tampoco iba a empezar ahora, pensó ella. Ariadne intentó no amargarse, pero no lo consiguió. Solo recordaba una ocasión en la que había necesitado orientación tanto como ahora: en Tracia, cuando Kotys la estuvo amenazando.
«No pierdas la fe.» El dios había aparecido al final y le había traído a Espartaco a su vida. Rememoró la imagen que tenía de él. Le resultaba fácil, ¿acaso no lo miraba en secreto siempre que tenía oportunidad? Sobre todo cuando se desvestía. Ariadne se alegraba de que no hubiera nadie presente para dar testimonio del rubor repentino que le enrojeció las mejillas. De todos modos, hacía tiempo que había dejado de negarse a reconocer lo atractivo que era Espartaco. Cielos, ¡era humana! Era apuesto y tenía un físico portentoso. Le costaba enfadarse, era de risa fácil y mortífero con una espada o con solo las manos. Era un líder nato. Lo más importante de todo era que se había preocupado de ella sin tener nada que ganar a cambio. No había protestado la vez que ella lo había rechazado. Además, no había vuelto a intentarlo.
«Ahora quiero que lo intente.» Asombrada por su osadía, Ariadne se levantó rápidamente de donde estaba sentada. Volvió a sentarse mientras el corazón le palpitaba con fuerza en el pecho. «¿Por todos los infiernos, por qué no? Con la bendición de Dioniso, borrará los otros recuerdos que tengo de sexo. Para que ocurra algo entre nosotros, Espartaco tiene que sobrevivir esta noche. Y si su sueño…»
—¡Basta! —exclamó Ariadne. Vio que las demás mujeres giraban la cabeza de las hogueras y rápidamente se serenó. «Sobrevivirá», pensó con vehemencia. Pero sin una señal de los dioses en el sentido contrario, era perfectamente posible que la serpiente que Espartaco había visto predijera un destino terrible para él.
Ariadne decidió hacer todo lo posible para que Dioniso la orientase. La deidad ya había demostrado su buena voluntad al instar a Espartaco a utilizar los sarmientos. ¿Tal vez podía convencerse de enviar más ayuda? Con determinación renovada, Ariadne fue a buscar sus dos estatuas de Dioniso. Espartaco, su esposo, estaba luchando a vida o muerte en la llanura de más abajo. Lo mínimo que podía hacer era pasarse el resto de la noche de rodillas en busca de inspiración divina.
Espartaco no había asestado más de cuatro golpes fuertes con la espada cuando se percató del efecto que había tenido lo que Getas y él habían hecho. Los supervivientes del interior, algunos de los cuales estaban heridos, gritaban y los insultaban mientras intentaban librarse de la tienda que se había desplomado. «Aunque los hijos de puta salgan, no querrán pelear. ¡Están absolutamente aterrados!»
—No podemos matarlos a todos. No hay necesidad —le susurró a Getas—. Díselo a los demás: atacad y seguid adelante, atacad y seguid adelante.
Moverse entre los gladiadores empezaba a ser increíblemente difícil. Lo único que se veía en la oscuridad era la silueta de las tiendas y las sombras de en medio que eran sus hombres. Los gritos y chillidos que ahora llenaban el ambiente aumentaban la confusión. Espartaco optó ya por no actuar en silencio.
—Soy yo, Espartaco —bramó—. Dad una docena de machetazos a cada tienda y seguid adelante. ¡La rapidez es primordial! —Espartaco se giró—. ¿Getas?
—Estoy aquí.
—¿Te acuerdas del grito de guerra de los medos?
—¡Por supuesto!
—¡Dalo ahora! ¡Hagámoslo por Seuthes! —Echando la cabeza hacia atrás, Espartaco dejó que un rugido primitivo le brotara de la garganta. Getas se hizo eco del mismo. Se trataba del mismo sonido ululante que todos los guerreros tracios utilizaban cuando iban a la guerra. Los griegos lo habían llamado titanismos, y helaba la sangre de las venas de un cobarde. «Tres mil hijos de puta se están despertando con él —pensó Espartaco con determinación—. No se me ocurre un modo mejor de morir que así.» Hizo trizas una nueva tienda con una ráfaga de golpes. Un, dos, tres, cuatro. Cada golpe daba en un blanco, hacía que una nueva víctima gritara con todas sus fuerzas. Espartaco notaba además a Getas a su lado, cuya espada destellaba arriba y abajo imitando la de él.
Pasaron a la siguiente estructura cuya silueta se recortaba. Y a la siguiente.
Hasta que Espartaco no llegó a la quinta tienda no vio al primer legionario. El hombre se desplazaba a trompicones en medio de la noche. Solo llevaba la ropa interior e iba desarmado.
—¿Qué pasa? —gritó en latín.
—¡Ha llegado el Hades, eso es lo que pasa! —Espartaco balanceó la espada con un golpe cercenador que cortó la cabeza del romano por el cuello.
Un chorro de sangre oscura salió disparado del muñón al que le había quedado reducido el cuello. La pierna derecha del hombre llegó a dar otro paso hacia delante y entonces, como una marioneta cuyos hilos han cortado, el cuerpo decapitado se desplomó en el suelo.
—¿Gaius? —dijo una voz. Otra figura salió de la tienda. Este hombre iba armado.
Antes de que Espartaco reaccionara, Getas le clavó la espada hasta el fondo en el pecho. El soldado murió antes de que Getas le empujara otra vez al interior de la tienda. A Espartaco le llegó la inspiración y cortó los vientos. La parte delantera de la tienda se desplomó y dejó atrapados a quienes estaban en su interior. Situados encima del montículo de piel que tiraba de ellos, siguieron cortando con la espada a diestro y siniestro. Los gritos de confusión de los romanos enseguida se convirtieron en gemidos de dolor y agonía.
—¡Basta! —ordenó Espartaco. Vio a Atheas y a Taxacis cerca—. ¡Adelante! ¡Adelante!
Como maníacos, se internaron más en el campamento romano, cortando tiendas y destrozando a todo legionario que se interpusiera en su camino. «Esto no puede seguir así —acabó pensando Espartaco—. Lo único que hace falta es que un oficial experimentado reúna a veinte o treinta hombres. Se plantarán ante nosotros y nuestro ataque acabará de inmediato.»
Fue como si los dioses le hubieran oído.
Espartaco oyó el grito característico.
—¡A mí! ¡A mí! —La bilis se le acumuló al fondo de la garganta—. ¿Dónde está?
—¡Ahí! —Getas señaló a su izquierda.
Espartaco distinguió un corro de figuras a unos veinte pasos entre la penumbra. «¿Cinco, seis hombres?» En medio había una silueta que gesticulaba y que llevaba un casco con el penacho transversal.
—¡Es un puto centurión! —Salió disparado como un perro de caza tras una liebre.
—¡Solo estamos tú y yo! —gritó Getas.
—¡Y qué! Si no silenciamos a ese cabrón, será nuestro fin. —A Espartaco no le sorprendió que Getas no aflojara el paso. «Si tengo que morir, me alegro de que sea él quien esté a mi lado.»
—Gran Jinete, protégenos con tu espada y escudo —pidió Getas solemnemente.
No lo sabían, pero Carbo iba atacando detrás de ellos. «No puedo permitir que maten a Espartaco. No después de todo lo que ha hecho por mí.»
Tenían muchísimos factores en contra, pensó Espartaco. Dos soldados más se habían unido al centurión. Ahora eran siete o incluso ocho. La mayoría también tenían escudos. Espartaco visualizó a sus hombres, los gladiadores que le habían mostrado su confianza huyendo del ludus. Imaginó a Ariadne en el campamento allá en lo alto. Si él y Getas fracasaban, sus hombres serían masacrados. Sus mujeres sufrirían un destino degradante. Le embargó una furia fría y calculadora. «Triunfaré aquí o moriré en el intento.»
—¡Vamos, chicos! —bramó a sus compañeros inventados—. ¿Preparados para enviar a estos romanos mierdosos al Hades? —Soltó alaridos y gritos a su propia llamada y, comprendiendo lo que hacía, Getas le imitó.
Espartaco creyó oír una tercera voz haciendo lo mismo, pero no estaba seguro. En la locura del momento, le daba igual. Lo único que quería era pegarle un buen tajo al centurión en el cuello y dejar que se desangrara. Acallarlo para siempre.
Se acercaron al grupo de legionarios. «¿Por qué demonios no forman un muro de escudos?», se preguntó Espartaco. Si lo hacían, estarían jodidos. Le embargó una esperanza ciega. «A lo mejor les ha entrado el pánico.»
—¡Por Tracia! —bramó—. ¡Por Tracia!
Alcanzó al primer soldado, que le embistió con el gladius. Espartaco esquivó la torpe estocada, le apartó el scutum al hombre con una mano y lo ensartó por el cuello. Un sonido horrible y burbujeante escapó de los labios del otro cuando las vías respiratorias se le fueron llenando de sangre. Espartaco sacó su hoja y le arrancó el escudo de las manos al soldado moribundo. Dejó que cayera hacia delante y se agachó para coger la empuñadura horizontal. Lo alzó para protegerse el cuerpo y avanzó hacia el siguiente legionario, que ya había desperdiciado la oportunidad de abatirle.
—¡Matad a ese cabrón! —gritó el centurión—. ¡Matadlo de una puta vez!
Un segundo soldado se unió al primero, pero Espartaco no vaciló. Oyó a Getas lanzando un grito de guerra detrás de él. ¿Y una tercera voz? Espartaco seguía sin tener tiempo de planteárselo. Se abalanzó hacia el par de legionarios como un toro embravecido y ellos retrocedieron. Se animó. Colocando el hombro detrás del scutum, le dio un porrazo al primer hombre y le hizo perder el equilibrio. Espartaco no se molestó en rematarlo. Se limitó a pisotear al soldado que gritaba y se abalanzó sobre el centurión.
—¡Malditos latrones! —El centurión alzó el escudo y dio un paso adelante—. ¡Atacándonos a hurtadillas como los animales que sois!
Espartaco no se dignó en contestar. Golpeó el escudo contra el del otro, pero no iba a ser un encontronazo fácil como había pasado con el legionario. La espada del centurión aparecía tanteando por el lateral del escudo como la lengua de una serpiente. Espartaco levantó el scutum el máximo posible y fue golpeando la hoja a un lado y a otro para quitarla de en medio. Continuó con una estocada brutal a la cara del otro, pero el centurión se apartó a un lado y el hierro afilado dejó una raya marcada en la protección lateral del casco.
—¡Tendrás que esforzarte un poco más! —Quiso cortarle los pies a Espartaco.
Espartaco tuvo que retroceder para evitar perder varios dedos.
—¡Bazofia! —Gruñendo de gusto, el centurión avanzó. La hoja apenas rozó la parte superior del escudo de Espartaco.
Espartaco se agachó para que el rostro no le quedara hecho trizas. Al levantarse, se preparó contra el ataque que seguiría.
El centurión se estampó contra él, pero Espartaco se mantuvo firme. Con los rostros a dos palmos de distancia, se miraron el uno al otro con un odio profundo. Alzaron las espadas al unísono. «Ya está —pensó Espartaco—, le mataré, pero él me hará lo mismo.» Todo acontecía muy rápido. Tenía que lanzar la estocada primero y esperar que el golpe del centurión no le alcanzara o por lo menos que solo le hiriera.
—¡Por Tracia! —Getas apareció abriéndose paso por el lado, embistiendo con el arma a lo loco.
Espartaco no pudo hacer más que observar horrorizado cómo el centurión movía el brazo suavemente y atravesaba a Getas con la hoja. Se la hundió en el vientre hasta la empuñadura, un golpe mortífero como pocos. Getas jadeó de dolor y dejó caer la espada.
Unas lágrimas calientes de dolor y rabia cegaron a Espartaco, pero las reprimió con virulencia. Antes de que el centurión reaccionara, o extrajera el gladius del vientre reventado de Getas, Espartaco había dado la vuelta para hacerle un buen tajo en la rodilla izquierda. Con un dolor agónico, el centurión cayó al suelo como una barra de plomo. Espartaco le saltó encima, soltando saliva por la boca.
—¿Animal? ¿Quién es el puto animal? —Pasó la sica por la base del cuello del centurión, riendo cuando las yugulares cortadas bombearon gotas de sangre oscura. No se detuvo ahí. Con una serie de hachazos poderosos, Espartaco decapitó al oficial. Se deshizo del escudo y le quitó el casco con el penacho transversal y cogió la cabeza por el pelo. El rostro del centurión todavía tenía una expresión de asombro.
Cuando se enderezó, Espartaco vio cómo cambiaba el comportamiento de los tres legionarios que tenía delante. Su temor se transformó en un terror absoluto y luego en pánico.
—Fijaos en esto, ¡cabrones desgraciados! —gritó en latín. Les lanzó la cabeza todavía sangrante hacia ellos—. ¡Vosotros seréis los próximos!
Se giraron y echaron a correr a la vez.
Espartaco miró a uno y otro lado con ojos desorbitados. Había cadáveres de legionarios por todas partes. Se fijó en Carbo, que estaba de pie cerca, con la espada preparada. «La tercera voz.» Más allá, unas llamas de un brillante color rojo anaranjado iluminaban el cielo nocturno. Los hombres corrían de aquí para allá, acompañados por gritos y el choque de armas.
—Alguien ha incendiado una tienda. Buena idea. Mejor luz para matar —masculló.
Oyó un gemido cerca y Espartaco tuvo que prestarle atención.
Getas yacía a varios pasos de él, sujetándose con ambas manos una herida horrible en la parte superior del vientre. Espartaco se arrodilló. Incluso con poca luz, veía que la sangre brotaba con profusión por entre los dedos de Getas.
—¿Cómo puedes ser tan tonto? —le reprendió.
—Iba a matarte. —Getas tosió debilitado y el chorro de sangre que le salía de la herida se convirtió en un torrente—. Mejor yo que tú.
A Espartaco se le encogió el corazón de pena.
—Oh, hermano mío —susurró—. No tenías que haberlo hecho.
—Sí, sí que debía. Tú eres el líder. Yo no soy más que un guerrero.
—El mejor guerrero salido de Tracia.
Los labios de Getas esbozaron una leve sonrisa.
—No digas tonterías.
—No son tonterías —protestó Espartaco—. El Gran Jinete en persona te dará la bienvenida en el paraíso.
—El Gran… —Getas se calló. Se le desorbitaron los ojos e inspiró de forma irregular.
Espartaco lo sujetó por el hombro.
—Te está esperando. Descansa en paz, amigo mío.
A Getas se le quedó la boca floja, lo cual permitió que saliera su último aliento. Su cuerpo cayó hacia atrás, tan flácido como un juguete desechado.
«Acepta a este hombre valiente en tu presencia, Gran Jinete. Si alguna vez ha habido un guerrero digno de servirte, sin duda es Getas.» Espartaco alargó la mano y le cerró los párpados. Se levantó desconsolado. En cuanto se dio cuenta de lo que estaba pasando, su dolor se sublimó en una alegría funesta y desasosegante. Veía a legionarios corriendo por todas partes. ¡Corriendo!
—¡Los mamones se han dispersado!
—Sí —afirmó Carbo estremecido—. Ha pasado poco después de que mataras al centurión. Todos los hombres que lo han visto, han dado media vuelta y han huido. Iban gritando que había unos locos y demonios sueltos. Que no había esperanza.
—Locos y demonios, ¿eh? —Espartaco se echó a reír—. Bueno, no me gustaría decepcionarles. Reunamos a los hombres y aterroricémosles un poco más. ¡Echemos a todos esos cabrones del campamento!
«¿No se arredra ante nada?», se preguntó Carbo mientras seguía a Espartaco.
Parecía que no.
Pronto resultó obvio que el éxito de los gladiadores había sido total. Aplastados como una muchedumbre rebelde atacada por la caballería disciplinada, los legionarios habían huido al amparo de la noche. Lo habían dejado todo tras de sí: ropa, armas, comida y pertrechos. Las mulas que habían cargado su pesado equipo desde Roma seguían atadas en fila junto a una entrada. Para colmo, encontraron los estandartes dorados de las distintas unidades e incluso las fasces de los lictores en una tienda al lado de los aposentos de Glabro. La magnífica armadura que hallaron dentro puso de manifiesto que él también había huido a toda prisa. Ver abandonados los bienes más preciados de los romanos hizo que Espartaco se diera cuenta realmente de la hazaña que habían conseguido. Mientras los gladiadores victoriosos se dedicaban a saquear, él se quedó solo en el lujoso pabellón de Glabro maravillado. «Si no señala mi muerte, por el amor del Jinete, ¿qué significa mi sueño?»
—¡Espartaco! ¿Dónde está Espartaco?
Se encontró a Carbo en el exterior haciendo frente a un germano de barba negra. Era el mismo hombre que le había negado una audiencia con Oenomaus.
—Estoy aquí. ¿Qué ocurre?
El germano dejó a Carbo atrás.
—Tienes que venir.
Espartaco tuvo un presentimiento.
—¿Por qué?
—Es Oenomaus. —El rostro salpicado de sangre del germano hizo una mueca indescifrable—. Está herido.
—¿Es grave?
—Se está muriendo. Ha pedido que vengas.
—Llévame hasta él. —Espartaco miró a Carbo—. Ven tú también.
Sin más preámbulos, corrieron por una de las largas avenidas rectas que dividía el campamento por la mitad. El germano los condujo a un grupo de figuras silenciosas que formaban una especie de círculo junto al contorno irregular de una tienda caída. Había como mínimo doce cadáveres de legionarios por esa zona. Maldiciendo, el hombre barbudo se abrió camino entre la multitud. Espartaco y Carbo le siguieron.
Oenomaus yacía boca arriba dentro del corro. Estaba pálido y tenía los ojos cerrados. Alguien le había puesto una capa encima, pero la enorme mancha roja de la tela a la altura del pecho era lo bastante reveladora. «Nadie puede perder tanta sangre y sobrevivir», pensó Carbo.
Espartaco miró al germano de barba negra, que le hizo un gesto para que se acercara. Se arrodilló y tomó la mano de Oenomaus. La tenía fría. «¿Ya está muerto?»
—Soy yo, Espartaco.
Oenomaus no respondió.
—Espartaco está aquí —anunció el barbudo en voz alta.
Oenomaus parpadeó unos instantes y luego abrió los ojos. Enfocó con dificultad a Espartaco, que se le acercó más.
—¿Querías verme?
—Tu plan… ha funcionado.
Espartaco apretó la mano de Oenomaus.
—Cierto, gracias a ti y a tus valientes hombres.
Los labios de Oenomaus parecieron querer moverse hacia arriba.
Espartaco sabía que la vida del germano se escapaba rápidamente.
»¿Qué querías decirme?
Oenomaus abrió la boca, pero en vez de palabras le salió un torrente de sangre. Le cubrió la mano a Espartaco y goteó hasta el suelo mientras Oenomaus se relajaba por última vez. Espartaco miró su puño enrojecido antes de cerrarlo y alzarlo en el aire.
—¡Oenomaus ha derramado su sangre por nosotros! Era un buen hombre y un líder fuerte. ¡Honremos su muerte!
Los gladiadores germanos profirieron un gran rugido. Carbo también participó, sintiéndose curiosamente más cómodo entre aquellos bárbaros melenudos que con los de su estatus en Capua.
Espartaco se sentía totalmente extenuado. «Getas ha muerto. Oenomaus, mi único aliado entre los demás líderes, está muerto. Es un precio muy alto que pagar por una victoria.» Una mano carnosa se le puso delante de la cara y Espartaco se la quedó mirando, sorprendido. Entonces aceptó el agarre y permitió que el hombre de barba oscura lo levantara.
—Me llamo Alaric.
—Esta noche habéis perdido a un gran hombre.
Alaric asintió.
—El hilo de su tejido ha llegado a su fin. Le he visto matar por lo menos a seis romanos antes de recibir esta herida mortal.
Espartaco no se anduvo por las ramas.
—¿Quién será ahora vuestro líder?
Frunciendo el ceño, Alaric se volvió hacia los hombres allí reunidos y bramó unas cuantas frases en su idioma gutural.
Espartaco apretó la mandíbula. «Probablemente sea Alaric. Dentro de poco ninguno de los demás líderes me hará caso.»
Se produjo un rugido de aceptación por parte de los germanos. Alaric sonrió.
Espartaco se preparó para lo inevitable.
—Estamos todos de acuerdo. Debes ser nuestro líder.
Espartaco parpadeó.
—¿Yo?
—Eso es. Somos luchadores, no estrategas ni generales. A ninguno de nosotros se le habría ocurrido utilizar los sarmientos, ni siquiera a Oenomaus. Ha sido una idea genial.
Espartaco recorrió las caras adustas de los hombres. Vio la misma certeza en todos.
—Muy bien. Será un honor ser vuestro líder. —«¡Gracias, Gran Jinete! Ahora tengo la mayor facción. Es más probable que Crixus y los demás me sigan también.»
En ese momento, la pérdida de Getas y Oenomaus le pareció un poco menos dura de sobrellevar.
Los gladiadores sufrieron pocas pérdidas, teniendo en cuenta la situación: habían muerto ocho hombres y una docena habían resultado heridos. De esos, cuatro nunca podrían volver a luchar. Los muertos fueron enterrados donde habían caído. Era un lugar tan bueno como cualquier otro, pensó Espartaco sombrío, mientras se encontraba junto a la tumba de Getas. Habría sido mejor reposar en suelo tracio, pero eso era imposible. «Descansa en paz, hermano mío.»
Una vez presentados sus respetos, se dedicó a asuntos más prácticos. Tenían que coger todas las armas y comida que hubiera en el campamento. Crixus y sus hombres habían encontrado las reservas de vino y ya habían empezado a bebérselo. Espartaco ni siquiera intentó hablar con él. Necesitó toda su capacidad de persuasión para conseguir que Castus y Gannicus impidieran a sus seguidores que hicieran lo mismo. Trasladar las provisiones a oscuras ya era lo bastante difícil sin que estuvieran todos como una cuba. Esperar al amanecer significaba arriesgarse a que los legionarios volvieran, aunque a Espartaco le parecía poco probable. De todos modos, apostó a varios hombres de vigilantes. Después de aquella victoria arrolladora, sería estúpido dejar que las tornas cambiaran.
Los gladiadores que no estaban borrachos se organizaron. Con unas reservas de antorchas que encontraron para iluminar la escena, cachearon de forma sistemática todos los cadáveres romanos. Como era de esperar, muchos legionarios seguían con vida: heridos, inconscientes o sencillamente haciéndose el muerto con la esperanza de huir más tarde. Por orden de Espartaco, había que ejecutar a todos los hombres. Se produjo una ovación generalizada al oír este anuncio.
—Es un trato mejor del que nos dispensarían estos cabrones —espetó, captando la punzada de angustia en los ojos de Carbo—. Lo único que nos darían sería una cruz. A las mujeres igual. ¿Alguna vez habéis visto morir en una de ellas?
—Sí. Cuando era pequeño mi padre me llevó a presenciar la crucifixión de un criminal local.
Si se concentraba, Carbo todavía era capaz de oír los alaridos penetrantes del hombre mientras le clavaban los tobillos al poste de madera. Al cabo de poco tiempo, los ruidos se habían convertido en un borboteante gimoteo animal. Solo subió de volumen cuando intentó evitar la presión de los brazos atados irguiéndose sobre los pies inmovilizados y destrozados. El criminal había durado hasta la tarde siguiente, pero tardaron semanas en retirar su cuerpo. Pasar junto a aquella cosa apestosa y ennegrecida, ver todas las etapas de la descomposición antes de que acabara convertido en un esqueleto sonriente había sido casi peor que ver la crucifixión, pensó Carbo. Casi.
—Fue horripilante.
—Exacto. Es mucho mejor que te claven una espada entre las costillas y acabes en un abrir y cerrar de ojos.
—Supongo —reconoció Carbo. Había matado al menos a dos legionarios aquella noche. No tenía ganas de matar a más a sangre fría. Se sorprendió de lo que pensó a continuación: «Lo haría si fuera necesario.»
«Debe de ser difícil para él —caviló Espartaco—. Pero ha luchado bien durante el ataque. Es prueba suficiente de su lealtad.»
Ariadne intentó lanzar sus huesos una y otra vez, pero no veía nada relevante en las combinaciones que presentaban. Por consiguiente, se sintió aliviada cuando la meditación la llevó mucho más allá de los niveles alcanzados en semanas anteriores. Aunque estaba habituada a largos períodos durante los que Dioniso no le daba indicación alguna de sus intenciones, nunca le había resultado tan frustrante. El sueño de Espartaco sobre la serpiente revestía gran importancia. Sin embargo, ¿era un buen o un mal presagio? Al igual que Espartaco, Ariadne ardía en deseos de saberlo. La preocupación al respecto la consumía, no obstante sabía que no era nada comparado con el desasosiego que debía de sentir Espartaco. Lo ocultaba bien, pero ella lo percibía de todos modos. Por lo que a ella respectaba, la situación había llegado a un punto en que sería mejor saberlo, aunque las indicaciones fueran malas. Un enemigo con nombre era un enemigo contra el que se podía luchar. Sin nombre, era como una enfermedad que iba corroyendo desde el interior.
De todos modos, fue horrible cuando tuvo una visión de Espartaco con la serpiente alrededor del cuello. «No me extraña que tuviera miedo.» Ariadne notaba que el corazón le latía más rápido. Esperó. La serpiente se desenrolló y se alzó frente a la cara de Espartaco, que estaba aterrado. Ariadne se preparó para lo peor. El dibujo característico de su piel era el mismo que el de su serpiente de veneno mortífero. Si mordía a Espartaco, moririría igual de rápido que Phortis.
Ariadne apenas daba crédito a sus ojos cuando Espartaco alzó el brazo izquierdo. La serpiente no atacó, sino que se le desenrolló suavemente del cuello y se deslizó hacia su brazo, como hacía la de Ariadne. Espartaco alzó el brazo derecho y, con un estremecimiento, Ariadne le vio la sica en la mano. Armado así con espada y serpiente, se giró hacia el este, la dirección hacia la que se encontraba Tracia. Hablaba con voz solemne, pero no era capaz de distinguir las palabras. Después de eso, desapareció.
«Esto solo puede significar una cosa. Ha sido elegido por Dioniso. Un poder grande y terrible le rodea.»
Sin embargo, la visión de Ariadne no había terminado. La cima de la montaña que había ocupado no era otra que la del Vesubio. Y el cráter estaba lleno de tiendas. Cientos de ellas.
«¿Pertenecen a sus seguidores?»
Ariadne esperó un buen rato, pero no apareció nada más. Ofreció una última plegaria sentida por la seguridad de Espartaco y entonces se tapó con la manta y se tumbó. Si el dios deseaba enviarle más pistas, podía hacerlo mientras soñaba. Sin embargo, no se durmió con la facilidad que habría deseado. La cabeza le bullía sin parar. ¿Qué estaba pasando en el campamento romano? ¿Había funcionado el plan de Espartaco o habrían masacrado a todos los gladiadores? Ariadne le dio vueltas a las distintas posibilidades hasta que se quedó exhausta. El hecho de que Dioniso lo hubiera elegido no significaba que no pudiera acabar con una espada perdida clavada en el pecho, lo cual concluiría el sueño incluso antes de empezar. «No permitas que eso ocurra.» Cuando por fin la asaltó el sueño, los primeros retazos de color rojo rosáceo teñían el horizonte por el este.