10

Marco Licinio Craso salió por las grandes puertas de bronce que enmarcaban la entrada a la Curia, el edificio donde se reunía el Senado y donde acababa de pasar la mañana escuchando los debates. Había grupos y más grupos de senadores vestidos con la toga que también se marchaban. Al ver a Craso, la gran mayoría tenía la deferencia de apartarse para dejarle pasar. Muchos sonreían; la mayoría le murmuraban también un saludo respetuoso. Manteniendo una expresión cordial, Craso devolvía todos los saludos, independientemente del rango social del político en cuestión. «Una palabra amable de reconocimiento hoy puede convertirse en un amigo para mañana.» Como de costumbre, sus esfuerzos dieron buenos frutos. En el tiempo que Craso tardó en llegar a la escalinata de la Curia, recibió la promesa de dos votos a su favor en el inminente proyecto de ley sobre la propiedad de esclavos, le ofrecieron la primera opción de compra de una mina de plata recién descubierta en Iberia y recibió una petición servil de aplazamiento de alguien que debía saldarle una deuda la semana próxima. Como vio cerca a Pompeyo Magno acompañado tan solo de su camarilla de seguidores más cercanos, Craso se permitió regodearse por dentro. «Has vuelto a Roma en una visita relámpago para disfrutar de la adulación del Senado por tus supuestas victorias en Iberia, pero sigues siendo un mocoso arrogante. Observa y aprende, Pompeyo. Así se consigue el éxito político.»

A Craso le había fastidiado Pompeyo desde el momento en que su estrella había iniciado un ascenso meteórico hacia la prominencia. El motivo inicial era sencillo. Craso había tenido un ascenso mucho más accidentado a la cima. Entre sus antepasados se contaban censores, cónsules y un pontifex maximus, el sacerdote de mayor rango en Roma, pero eso no había evitado que la fortuna de la familia de Craso cayera en picado durante el mandato del primer Mario, y luego Cina. Durante varios años los partidarios de Sila habían pasado muchas penurias. «Tú no fuiste de los que perdieron al padre o al hermano en las proscripciones —pensó Craso, observando a Pompeyo con acritud—. Tú no fuiste de los que huyó de Italia con un puñado de seguidores y esclavos, para vivir en una cueva durante ocho meses, como bestias huidizas. No, tú conseguiste no llamar la atención de los cabrones marianos. Sin embargo, por mucho que reclutaras tres legiones cuando Sila regresó, y tus victorias en África desde entonces, tus fuerzas no fueron las que ganaron la batalla de la Puerta Colina, que, con un golpe maestro, restituyó a Sila en el poder. ¡Fui yo!»

Craso dedicó una sonrisa falsa y experta a Pompeyo, que respondió de modo similar. Al igual que el fastidio de la lluvia otoñal, ambos tenían que aceptar la presencia del otro en primera plana. Eso no significaba que tuvieran que caerse bien, pero era importante guardar las formas. Parecer amigos, aunque lo cierto fuera todo lo contrario. «Así funciona la política —pensó Craso—. Es una forma de vida que a mí me sale de forma innata, Pompeyo Magno, mientras que tú no eres más que un provinciano advenedizo.» Lanzó una mirada negativa al puñado de veteranos del ejército que aguardaban la salida de Pompeyo. Al verle, le ovacionaron de forma ruidosa. A Craso le dolió verlo. Había pocos ex soldados que hubieran estado bajo su mando que le esperaran para prodigarle sus alabanzas, pero a Pompeyo le pasaba continuamente.

—¡Mira a ese mamón! A pesar de sus cacareadas credenciales militares, Pompeyo ha hecho una chapuza para poner a Sertorio en su sitio en Iberia. Ya lleva tres putos años —le dijo una voz aguda al oído.

Asombrado, Craso miró a su alrededor. Al reconocer a Saenius, su mayordomo, se relajó. No mucha gente le conocía tan bien como Saenius. Tras veinte años de servicio fiel, Craso confiaba ciegamente en el delgado y afeminado latino.

—Sí, ha sido una campaña excesivamente larga —repuso con acritud.

—Ahora parece que termina porque Perperna asesinó hace poco a Sertorio y asumió el mando de las fuerzas marianas. Es de todos sabido que Perperna es incapaz de organizar una partida de caza, y mucho menos un ejército. Si no hubiera sido por ese golpe de suerte, el tonto de Pompeyo se habría pasado el resto de su vida en Iberia —susurró Saenius—. Tú habrías acabado mucho antes.

—Es lo que me gustaría pensar —dijo Craso con modestia, antes de añadir—: Tendrían que haberme dado el mando desde un buen comienzo.

—Por supuesto que sí.

El discreto mayordomo no mencionó el motivo por el que el Senado había prescindido de su amo, pero Craso le dio vueltas al tema en su interior. «No disponía del ejército permanente que Pompeyo tenía entonces. El Senado no pudo negarle a ese gilipollas la petición de enviarle a Iberia.» Craso sería incapaz de reconocerlo, ni siquiera a Saenius, pero cuando se presentara la siguiente oportunidad de ascenso militar importante, tenía que aprovecharla. Ir a por todas.

A los romanos les gustaban los políticos melosos, que eran amigos de todo el mundo. Honraban a quienes tenían abiertas las puertas de su casa, daban banquetes y donaban una décima parte de lo que tenían a Hércules. Craso sabía que cumplía bien todos esos requisitos, pero todavía no había recibido, a diferencia de Pompeyo, el mayor galardón que Roma concedía a uno de sus ciudadanos.

Un triunfo.

Y la adoración pública que, al igual que la primavera tras el verano, le seguía de forma inevitable.

Craso no podía evitar sentir celos al ver a los veteranos saludando orgullosos a Pompeyo, que respondía con asentimientos magnánimos. Ordenó a Saenius que le siguiera y se preparó para internarse airadamente en el Foro.

Fue entonces cuando un hombre con un caballo sudoroso apareció repiqueteando por los adoquines. La gente profirió gritos de indignación mientras se dispersaba para evitar ser pisoteada. La mirada de Craso se centró en el recién llegado con ojos de lince. «En nombre del Hades, ¿qué pasa aquí?» Tirando de las riendas, el jinete se detuvo en el Graecostasis, la zona de espera reservada para los dignatarios que deseaban dirigirse al Senado. Bajó de la montura, salió disparado hacia delante en dirección a la Curia.

—¿Dónde están los cónsules? —gritó—. ¿Siguen en el interior?

La multitud de senadores se apartó del hombre, que iba sin afeitar y vestía una túnica empapada de sudor. Abrieron un pasillo ante el mensajero, que, soltando una maldición, subió la escalinata a toda prisa. Parecía exhausto, pensó Craso. Y asustado. Debía de traer noticias urgentes. Craso se interpuso en su camino y le obligó a pararse en seco.

—Siguen dentro, creo —dijo con voz queda.

El hombre tardó unos segundos en asimilar sus palabras y le observó con sus ojos azul desvaído.

—Gracias, señor —dijo e hizo ademán de seguir adelante.

Se giró con agilidad y Craso se colocó a su altura.

—¿De dónde eres?

—De Capua.

—¿Y traes noticias importantes de allí?

—Sí, señor —fue la respuesta seca.

—¿De qué se trata?

Los ojos azul desvaído volvieron a mirarle.

—Supongo que da igual que os enteréis antes. Un grupo de gladiadores ha escapado del ludus de Capua.

Craso intensificó su interés.

—¿El ludus? Lo conozco bien. ¿Han huido muchos?

—Unos setenta, solo.

—Entonces no es grave —aseveró Craso de forma abrupta—. No es un asunto por el que molestar a los cónsules de Roma, ¿no?

El hombre le dedicó una mirada nerviosa, pero luego apretó la mandíbula.

—Yo diría lo contrario, señor. Ese mismo día, nosotros, los ciudadanos de Capua, enviamos una fuerza de más de doscientos hombres tras esos cabrones. Vos diréis que se trata de un asunto fácil de zanjar. Pero nuestros hombres fueron prácticamente aniquilados. Menos de una cuarta parte de ellos sobrevivieron.

Craso disimuló la sorpresa.

—Es insólito —dijo a la ligera.

Creyéndose justificado, el mensajero hizo ademán de marcharse.

Un atisbo de reconocimiento cosquilleó la memoria de Craso.

—Espera. ¿Por casualidad sabes el nombre de alguno de los renegados?

El hombre se giró. Hizo la señal de la cruz.

—Al parecer, el líder se llama Espartaco.

—¿Espartaco? —repitió Craso con verdadero asombro.

—Sí, señor. Es de Tracia.

—¿Qué más da cómo se llama el hijo de puta? —gruñó un senador que les había oído—. Entra ahí y díselo a los cónsules. Enseguida organizarán suficientes tropas para ir allí y cargarse a un buen puñado.

—Seguro —susurró Craso con voz melosa—. Capua no tiene de qué preocuparse. Roma se vengará de quienes le causan problemas.

Con un asentimiento de agradecimiento, el hombre se marchó a toda prisa.

«El gladiador al que vi luchar tiene más agallas de las que me pensaba. Lástima que no ordenara su muerte cuando tuve ocasión.» Craso apartó el asunto de su mente. Unos pocos cientos de legionarios al mando de uno de los otros pretores solventarían el problema. Él tenía asuntos más importantes que tratar.

De pie en el extremo mismo del barranco, Espartaco miró por el borde. Entrecerró los ojos para contemplar el brillo del abismo y avistó varias águilas y buitres suspendidos en el aire a más o menos la misma altura de vértigo. Por encima había un cielo azul turquesa lleno de la calidez del sol primaveral. Debajo, la vista era impresionante. Una alfombra tupida de encinas, cornicabra, hayas y fresales se extendía por las laderas del Vesubio desde la fortaleza de Espartaco en la cima. Exhaló un largo suspiro. «Aquí no viven más que las aves rapaces, los animales salvajes y nosotros. Ahora sí que soy un latro, Phortis.»

La mirada de Espartaco siguió la pendiente que iba allanándose mucho más abajo. Allí el terreno cambiaba. Un entramado de fincas, que parecían un mosaico hecho a lo loco, se extendía por la llanura de la Campania hasta donde alcanzaba la vista. Había infinidad de viñedos. Entre ellos había vastos campos de trigo verde. Más allá, a treinta y cinco kilómetros de distancia, se encontraban Capua y el ludus. Al oeste y sudoeste se encontraban las ciudades de Neápolis y Pompeya, y el mar. La Vía Annia, una carretera secundaria que enlazaba Roma con el sur, estaba situada al este del Vesubio, al igual que la localidad de Nuceria. Más allá se encontraban los montes Picentinos, una cordillera de gran altura que podía servir de refugio en caso necesario.

Los recuerdos de lo sucedido hacía tres días llenaron la mente de Espartaco. No le había sorprendido ni a él ni a los demás gladiadores que inmediatamente enviaran a un gran número de hombres desde Capua para machacarlos. Arrogantes y convencidos del éxito, había sido fácil tender una emboscada a las diez veintenas de veteranos y ciudadanos. Los gladiadores habían ido a por ellos como espectros salvajes. Solo una parte de la milicia improvisada había conseguido huir para contar lo sucedido. A pesar de ello, Espartaco estaba cada vez de peor humor. El asunto no acabaría ahí. «Roma no funciona así. Nunca.» La noticia ya habría llegado al Senado de Roma. Los planes de represalia ya estarían urdidos.

Echó una mirada al enorme cráter que formaba lo alto de la montaña. Las paredes circundantes estaban cubiertas de vides silvestres y el espacio verde estaba lleno de vegetación: enebros retorcidos se elevaban por encima de los arbustos de matacabras, plantas de mirto y salvia. Varias charcas grandes recogían el agua de lluvia para beber. El campamento de los gladiadores ocupaba una zona de tamaño considerable. Incluía una docena de tiendas, robadas el día anterior, y el mismo número de cobertizos de madera improvisados. Espartaco frunció el ceño. «Setenta y tres nos escapamos del ludus. Teniendo en cuenta que hay cuatro mujeres, sumamos sesenta y nueve luchadores. Más de un tercio de los hombres de Batiatus. Apenas una banda de guerreros de tamaño decente.» Tuvo una corazonada de inmediato. «El Senado no nos mirará bajo ese prisma. No solo nos hemos armado con armas de gladiador de la caravana de carretas que se dirigía a Nola, sino que hemos machacado a una fuerza militar superior.» Quizá fuera el momento propicio para partir hacia Tracia. Ariadne había mencionado la posibilidad, pero hasta el momento Espartaco se había resistido. No se lo había reconocido a Ariadne, pero le gustaba contar con un grupo de seguidores. Le gustaba ser líder. Si se marchaba a Tracia, solo le seguirían unos cuantos hombres leales.

Un hombre de los que estaban junto a uno de los cobertizos le saludó con la mano y Espartaco le devolvió el gesto. «Por lo menos van llegando nuevos reclutas.» Hasta el momento solo habían sido un puñado de esclavos agrícolas. Esa cantidad tenía que crecer, y rápido. De lo contrario, todas las tropas que enviaran contra ellos los machacarían como un hombre a una mosca. Espartaco apretó los puños. Aunque su número aumentase, ¿qué diferencia supondría? Se tardaban semanas, no, meses, en convertir a los hombres acostumbrados a empuñar un arado en soldados capaces de plantar cara a los legionarios romanos. Tendrían suerte si se les concedía aunque fuera una fracción de ese tiempo. Al ver a Crixus luchando con uno de sus camaradas se frustró todavía más.

Toda apariencia de unidad entre los gladiadores se había disipado en cuanto llegaron al Vesubio. Al igual que el aceite que se separa del vinagre, los distintos grupos se habían vuelto a formar al mando de sus líderes originales. También acamparon aparte: tres grupos de galos, los germanos con Oenomaus y los tracios y otras nacionalidades con Espartaco. La separación física había aumentado sus diferencias todavía más. Desde el primer momento, Espartaco había tenido dificultades para conseguir suficientes centinelas. Como es de imaginar, sus hombres no estaban demasiado contentos haciendo guardia mientras los demás se relajaban en el cráter. Pero por lo menos obedecían sus órdenes, se dijo.

Embriagados por su reciente libertad, Crixus, Castus y Gannicus se habían reído en su cara cuando se había encarado a ellos acerca de este tema la noche anterior.

—¡Ahora somos libres! ¡Relájate y disfruta! ¿No? —había dicho Gannicus.

Castus se había limitado a encogerse de hombros y señalar a sus hombres, que estaban engullendo el vino que les habían arrebatado a los muertos después de la emboscada.

—¿Qué necesidad tenemos de centinelas? —había bramado Crixus—. ¡Mira lo que les hicimos a esos hijos de puta de Capua! Nadie se nos va a acercar. A no ser que quieran suicidarse, claro está. —Dedicó una amplia sonrisa a sus seguidores, que soltaron una carcajada para mostrar su aprobación.

Espartaco había tenido que hacer acopio de todo su autocontrol para no volver a abalanzarse sobre Crixus y darle una paliza. Pero no había hecho nada. Si bien los líderes galos eran exasperantes, poco disciplinados y propensos a la embriaguez, ellos y sus hombres representaban una parte considerable —y vital— de sus fuerzas. Había veinticinco galos, incluida una mujer. Espartaco no podía darles la espalda por completo. Con la reciente incorporación de unos cuantos esclavos agrícolas huidos, disponía de veintinueve hombres y dos mujeres, incluyéndose a él y a Ariadne. Sin embargo, si se producía una verdadera lucha, solo podía confiar en los diecisiete de sus seguidores que eran gladiadores. Oenomaus tenía unos cuantos seguidores más que el total de galos: veintiséis hombres y dos mujeres, pero la unidad de los germanos le proporcionaba la agrupación más poderosa con diferencia.

Por suerte, Oenomaus también era un poco más sensato que los demás. Había oído las quejas de Espartaco sobre los centinelas e inmediatamente había convenido que sus hombres debían compartir la tarea. Sin embargo, su buena voluntad no había ido más allá. Cuando Espartaco le había mencionado el entrenamiento con armas, Oenomaus había fruncido el ceño.

—Ya nos entrenamos bastante en el puto ludus.

El argumento que Espartaco le había dado acerca de enfrentarse a legionarios había caído en saco roto.

—Ya cruzaremos ese puente cuando lo tengamos delante —había dicho el germano.

«Cuando lo tengamos delante.» Un pensamiento ominoso embargó a Espartaco y volvió a dirigir la mirada hacia la llanura de la Campania. Las carreteras que veía eran tan pequeñas como los lazos de un vestido de muñeca, pero aun así distinguía la silueta diminuta de los carros y los bueyes. Por el momento. Tan seguro como que el trigo maduraba al final del verano, algún día vería la columna inconfundible de un ejército romano, marchando hacia el Vesubio. Aunque solo estuviera formado por mil hombres, presentaría el mismo aspecto que los que Espartaco se había acostumbrado a ver durante la conquista de Tracia. Exploradores y escaramuzadores al frente. La caballería y luego el cuerpo principal de infantería. Los agrimensores del campamento y su equipamiento, seguidos del comandante y sus guardaespaldas. Más caballería. Los oficiales de alto rango con su escolta. La retaguardia. Y tras ellos, los zarrapastrosos que seguían la estela de cualquier ejército desde el albor de los tiempos. Prostitutas, comerciantes de todo tipo, adivinos, picapleitos, artistas y tratantes de esclavos. Tal vez incluso el hombre que ocuparía ahora el lugar de Phortis, enviado por Batiatus para recuperar a los pobres desgraciados que tuvieran la mala fortuna de ser capturados con vida.

«Yo no estaré entre ellos. Ni tampoco Ariadne», pensó Espartaco con determinación. La muerte era mucho más atractiva que regresar al cautiverio, sobre todo si se llegaba a ella descuartizando al máximo de legionarios. Si bien ese objetivo le atraía, era imposible negar que fuera inútil. «¿Por qué no marcharse sin más?»

—¿Esta es la montaña con la que soñabas?

La voz de Ariadne al oído le sobresaltó.

—¡Con qué sigilo te me has acercado! —masculló, un poco avergonzado. Observó el entorno con más atención. Dada la sucesión de acontecimientos desde la huida, no se había parado a pensar en su sueño.

»Puede ser. Desde luego es lo bastante remota.

—Y tienes una sica. —Dio un golpecito al arma envainada que colgaba del tahalí.

—Cierto. —Se había puesto muy contento al encontrar una espada tracia en la remesa que se habían hallado en la carretera procedente de Capua.

—Estás a mucha altura.

—Sí, pero no estoy solo. —Señaló el campamento de abajo.

—No todo lo que aparece en un sueño tiene que ser exacto.

A Espartaco se le encogió el estómago y escudriñó el rostro de ella para ver si le ofrecía alguna pista. Pasaba buena parte del tiempo rezándole a Dioniso. Tal vez por fin sus plegarias habían recibido respuesta.

—¿Has llegado a entender lo que vi? —Volvió a ver la tristeza reflejada en los ojos de Ariadne y, de nuevo, notó que la serpiente le rodeaba el cuello. «¿Representa a los soldados que envía Roma? ¿O la suerte que me aguarda si intento regresar a Tracia?» Alzó la vista a los cielos contrariado. «¿Qué fin has planeado para nosotros, Gran Jinete?»

—Quizá no signifique lo que piensas.

—Es difícil pensar lo contrario. —Dándose una palmada en el vientre plano, Espartaco cambió de tema—. Tengo intención de llenármelo con carne. Cualquier carne me va bien. Buey, cerdo, cordero, incluso cabra. También necesitamos provisiones, sobre todo mantas y cuero para hacer sandalias. Reuniré a los hombres y buscaré una granja fácil de saquear. Me llevaré a todos menos a Getas, que se quedará aquí contigo.

Ariadne tuvo la sensatez de no preguntar si podía acompañarle. Como sacerdotisa, su valor para los gladiadores resultaba incalculable. Además, no quería ver las matanzas y violaciones que formarían parte de la expedición.

Espartaco se deslizó al lado de Carbo mientras seguían el sendero dejado por los cazadores a través del bosque. Atheas y Taxacis, los dos escitas, le seguían en silencio, sin mover apenas los gruesos arbustos al pasar. Atheas era el de la barba negra poblada, mientras que Taxacis tenía la nariz rota como una salchicha machacada. Desde la huida del ludus, la pareja se había convertido en su sombra. Incluso dormían en el exterior de su tienda, como fieles perros de caza. Espartaco no sabía por qué los habilidosos guerreros habían decidido convertirse en sus guardaespaldas, pero descansaba más tranquilo gracias a ellos. Getas no podía hacerlo todo solo. El hecho de tener que lidiar primero con los temibles escitas haría que cualquier gladiador contrariado se lo pensara dos veces antes de intentar matarlo.

Miró a Carbo de reojo. Con todo lo que había pasado desde su huida, no había tenido tiempo de hablar con el joven romano. Ahora tenía la oportunidad de sopesar la lealtad de Carbo una vez más. En el interior del ludus no la había puesto realmente a prueba, pero la situación estaba a punto de cambiar.

—Con un poco de suerte, esta excursioncita nos proveerá de unas cuantas ovejas o incluso ganado. Nada como la carne fresca asada en una hoguera, ¿eh?

—La barriga ya me está gruñendo —reconoció Carbo. Ensombreció el semblante—. ¿Habrá muertos?

—Espero que no. Solo nos enfrentaremos a los esclavos agrícolas y al cabrón de su amo.

—No me refería a los nuestros.

Espartaco le lanzó una mirada severa.

—Supongo que habrá unas cuantas bajas, sí. No te extrañe que algunos de los gladiadores huidos se venguen de algunas personas que los trataron como animales.

—Creía que íbamos a buscar comida.

—Así es —repuso Espartaco inocentemente—. Y si resulta que matamos a uno o dos romanos, será un extra.

—¡Eso no está bien! —Las palabras habían escapado de los labios de Carbo antes de que se diera cuenta.

—Ah, ¿no? —Espartaco le clavó un dedo a Carbo en el pecho—. Tus putas legiones han causado un prejuicio mucho mayor a mi pueblo. He visto infinidad de asentamientos saqueados y destruidos. He perdido la cuenta de los viejos y enfermos que fueron asesinados porque no servían de esclavos. ¿Has visto alguna vez destripar a un bebé? ¿O a una mujer a la que han violado tantas veces que ha perdido la cabeza?

Carbo se sonrojó y tuvo la sensatez de no responder. «Probablemente tenga razón.»

—Si no quieres participar, puedes largarte.

Los pies de Carbo continuaron en el sendero.

Se produjo una pausa larga.

—¿Y bien? —preguntó Espartaco.

—Me quedo.

—¿Y cuando llegue el momento de luchar? —inquirió Espartaco en un tono crispado—. Los siguientes que vendrán a por nosotros serán legionarios. ¿Echarás a correr antes de matar a tus compatriotas?

—No. —«¿Adónde iría? ¿A Roma a convertirme en abogado? Prefiero ser un latro

—¿Cómo puedo estar seguro? —Los ojos grises de Espartaco se tornaron amenazadores—. No me hace falta ningún hombre en el que no pueda confiar.

—Tú me protegiste en el ludus. Fuiste el único, así que te soy leal —dijo Carbo apasionadamente—. Aunque implique luchar contra los míos.

La ira de Espartaco se redujo ligeramente.

—Te estaré observando —advirtió.

Carbo asintió con una determinación sombría. «No se diferencia de la arena. Mata o te matarán. Es mi única opción.»

Al cabo de una hora, Espartaco se sentía realmente como un latro. La finca que habían encontrado les había parecido perfecta. Era uno de los típicos latifundios de la zona. Extensos campos llenos de cultivos y de ganado rodeaban un patio, edificaciones agrícolas y una villa enorme. Los gladiadores se habían dirigido hacia esta última antes de dedicarse a las ovejas y al ganado. Era poco probable que alguien acudiera en ayuda del propietario, pero valía la pena ser cauto. También habían reunido a todos los esclavos a los que habían encontrado. Espartaco no lo entendía, pero algunos esclavos sentían que debían ser leales a sus amos. No quería que nadie fuera por ahí a dar la noticia hasta que se marcharan.

La matanza había empezado poco después de llegar a las edificaciones. Al oír la conmoción, el propietario había aparecido por la puerta principal. Era un hombre bajo y robusto de unos cuarenta años con el pelo muy corto, parecía un veterano del ejército. Al ver a los gladiadores, que gritaban, y a sus esclavos gimiendo aterrorizados, había entrado rápidamente en la villa. Al cabo de unos minutos, había aparecido a la cabeza de un grupo de criados armados. Blandiendo un viejo pero útil gladius, el romano había atacado directamente a Crixus. Gritando regocijados, los galos habían rodeado a los atacantes como una manada de lobos hambrientos.

Ahora el hombre, lleno de heridas de arma blanca y con la cabeza casi cortada, yacía en un gran charco de sangre. Habiendo recibido un trato similar, los cadáveres de sus esclavos domésticos yacían a su alrededor. Su esposa y dos hijas adolescentes ya estaban boca arriba gritando con todas sus fuerzas. Encima de cada una de ellas había un gladiador con el culo al aire, embistiendo entre sus piernas abiertas. Riendo y bromeando entre ellos, otros doce aguardaban su turno. Espartaco, que estaba sentado al borde de una fuente junto a la entrada del patio, desviaba la mirada. Esperaba que sus hombres más disciplinados, los escitas y dos de los tracios, regresaran e informaran de lo que habían encontrado en cuanto a armas, grano y otras provisiones.

—¿No puedes detener esto? —Carbo señaló hacia la masa de luchadores que aullaban—. Es asqueroso.

—Lo es —convino Espartaco con aire cansino—. Pero también es inevitable. Además, si intentara evitar lo que está pasando, esos hombres me matarían sin parpadear. Así que les dejo.

—¡Son unos bestias! —espetó Carbo.

—No. Son guerreros que llevan meses, o incluso años, sin estar con una mujer. ¿Acaso tus queridos legionarios se comportan de otro modo cuando saquean una ciudad? Lo dudo ampliamente.

—Los legionarios nunca se comportarían de un modo tan asqueroso. —En cuanto pronunció esas palabras, Carbo se dio cuenta de que eran mentira.

—Créetelo si quieres.

Carbo se sonrojó y se quedó callado.

—¿Por qué no haces algo útil? Entra en la casa y busca armas.

Carbo desapareció con expresión aliviada.

Espartaco oyó otra tanda de gritos agudos. Procedía de los aposentos de los esclavos. «Ahí es donde están los demás guerreros. Imbéciles», pensó. Carbo tenía razón. «Necesitamos más reclutas, no más enemigos. ¿Quién querrá venir con nosotros si nuestros hombres han violado a sus mujeres?» Se dirigió hacia los aullidos llamando a Atheas y Taxacis.

Había que implantar cierta disciplina.

Transcurrieron dos semanas sin que hubiera ni rastro de los soldados romanos. Sin embargo, con cada día que pasaba, Espartaco estaba cada vez más tenso. Era inevitable que el Senado enviara una fuerza a machacarlos. Lo único que no se sabía era cuándo ocurriría. El tiempo iba pasando y, al hacerlo, el resto de los gladiadores no hacían nada para prepararse. Junto con sus líderes, observaban y se burlaban de la instrucción contumaz a la que Espartaco sometía a sus hombres y a un grupo de esclavos que se les habían unido. La mayoría de sus seguidores estaban ahora mejor armados que sus otrora camaradas. Tenían a Carbo para agradecérselo. Él era quien había encontrado un gran alijo de armas —espadas, jabalinas, lanzas y puñales— en la villa. Las armas eran un añadido importante a la causa de los tracios, pero seguían faltándoles escudos y cascos. Afectaría poco al resultado, aunque irritaba a Espartaco. Sus hombres merecían más.

Espartaco también se dedicó en cuerpo y alma a instruir a Carbo. Era un placer tener un discípulo tan ávido de aprender. El joven romano parecía haber aprendido una lección en el latifundio y no había vuelto a mencionar lo ocurrido. «Ya está bien —pensó Espartaco—, porque las violaciones se producirán de todos modos. Por feas que sean, forma parte integrante de la guerra.» La actitud entusiasta de Carbo también ayudaba a Espartaco a olvidarse de sus preocupaciones. Durante este tiempo, tampoco preguntó a Ariadne sobre su sueño. De poco servía. Había llegado a la conclusión de que la serpiente simbolizaba Roma y sus legiones y que su sino era morir en el campo de batalla contra ellos. Espartaco le daba vueltas todos los días mientras se sentaba en el borde del cráter, contemplando el paisaje que se extendía más abajo. No era la peor suerte que un hombre podía correr. Era mejor que morir en la arena mientras miles de romanos pedían su cabeza. Su decisión de quedarse había sido un acierto. Devolvía la lealtad de sus seguidores liderándolos en vez de abandonarlos. Sus hombres también habían sido el motivo por el que había sido preferible no dirigirse a Tracia. «No puedo abandonarlos. Pero ¿qué hago con Ariadne?» Le preocupaba no tener respuesta para ello.

Espartaco estaba en ese mismo lugar un día por la mañana cuando con el rabillo del ojo vio que Atheas se acercaba lentamente. No giró la cabeza.

—¿Qué ocurre?

—Visitante… importante.

Espartaco desvió la mirada del panorama que tenía más abajo.

—Pues entonces suéltalo ya.

—Un esclavo agrícola ha venido… a unirse a nosotros.

—¿Y?

—Ha visto soldados… marchando hacia… montaña.

Espartaco se giró.

—¿A qué distancia de aquí?

—A un día, dice.

«Qué cerca.»

—¡Tráemelo de inmediato!

Atheas se marchó corriendo y regresó poco después con una figura fornida detrás. Espartaco observó con curiosidad al recién llegado desarmado, vestido con una túnica basta que apenas era más que un harapo. Era joven, de ancha espalda, y tenía la piel tostada por haber pasado toda una vida trabajando en el exterior. Su rostro redondo y agradable quedaba empañado por una fea cicatriz púrpura que le cruzaba la mejilla izquierda.

—Para —ordenó Atheas cuando estuvieron a diez pasos de Espartaco.

Mirando a Espartaco con una curiosidad sin disimulos, el esclavo obedeció.

—¿Cómo te llamas?

—Aventianus, amo.

—En este campamento no hay amos, Aventianus. Aquí somos todos iguales. Hombres libres.

—Me dijeron que tratabas así a todo el mundo, pero pensé que era un rumor. Hasta ahora.

—No es ningún rumor. Creo que traes noticias, ¿no?

—Sí. Ayer una gran columna de soldados…

—¿Cuántos? —interrumpió Espartaco.

—Unos tres mil.

Espartaco soltó un improperio moviendo solo los labios. «¿En qué estaba pensando? ¿En que bastaba con ochenta contra tantos hombres? Total, como si son cien mil.»

—Continúa.

—Llegaron al límite de la tierra de mi señor a media tarde. El comandante, un pretor, pidió permiso para acampar durante la noche; mi señor estuvo encantado de ofrecerles cobijo. Invitó a los oficiales de alto rango a cenar con él. Durante la velada, se reveló que el Senado había ordenado el envío de las tropas. Tienen por misión llegar al Vesubio… y sofocar vuestra revuelta.

Espartaco levantó una mano y volvió a interrumpir a Aventianus.

—Hay hombres que necesitan oír esto. —Lanzó una mirada a Atheas—. Ve a buscar a los demás líderes. Diles que es urgente.

A Espartaco le sorprendió que el sentimiento dominante fuera el de alivio. «La espera ha terminado.»

Al poco rato, Atheas regresó con Oenomaus y los tres galos. La expresión de los cuatro hombres era de preocupación y enfado.

«La noticia ya se ha difundido.»

—En nombre de Toutatis, ¿qué ocurre? —inquirió Crixus.

—Cuéntales lo que me has contado a mí —ordenó Espartaco.

Mientras Aventianus hacía lo dicho, Crixus empezó a insultar con fuerza en voz baja. Oenomaus, con rostro impasible, escuchaba en silencio. Castus y Gannicus intercambiaban miradas amargas.

—¡Tres mil putos legionarios! —espetó Oenomaus—. ¿Algo de caballería?

—No.

—De todos modos aquí arriba no serviría de nada —manifestó Crixus.

—¿Se sabe el nombre del comandante? —preguntó Espartaco.

—Cayo Claudio Glabro —repuso Aventianus—. Es un pretor.

—Nunca he oído hablar de ese cabrón —gruñó Castus.

«Su nombre es irrelevante.» Espartaco se pasó un dedo por los labios mientras pensaba.

—¿Tiene experiencia militar?

—No. Pero parecía seguro.

—Por supuesto, menudo mamón —gruñó Castus—. Tiene casi cuarenta hombres por cada uno de los nuestros.

Aventianus se aclaró la garganta.

—No son legionarios normales.

Los galos estaban tan enfadados que no asimilaban las palabras de Aventianus, pero Espartaco sí.

—Repite eso —ordenó Espartaco.

—Glabro dijo que el Senado se negó a clasificar esto como una revuelta y lo consideró una urgencia. No concedió un reclutamiento de tropa en el Campus Martius. Glabro se quejó, pero fue desautorizado, por lo que tuvo que reclutar a sus soldados durante la marcha al sur de Roma. Hay algunos veteranos, pero la mayoría son ciudadanos campesinos o de los pueblos sin mucha experiencia militar.

—¡Buenas noticias! —exclamó Espartaco. «De todos modos, ¿supondrá alguna diferencia?»

Castus emitió un ruido despectivo.

—Me imagino que habrá suficientes hombres para hacer el trabajo.

—Por lo menos podemos acabar cubiertos de gloria. —Crixus imitó una furibunda estocada con la espada y luego otra—. De forma que los dioses tendrán que darse cuenta.

Castus y Gannicus lo fulminaban en silencio con la mirada.

—Lo siento —dijo Aventianus.

—No tienes nada de que disculparte —repuso Oenomaus enseguida—. Has venido aquí a advertirnos, arriesgando tu vida motu proprio. Nosotros somos quienes estamos en deuda contigo.

—Intenté que otros esclavos de la granja también vinieran, pero nadie ha querido. Dijeron que había demasiados soldados. —Aventianus bajó la cabeza.

—Eres un hombre valiente. —Espartaco se le acercó y le agarró por el hombro—. ¿Cuánto has tardado en llegar hasta aquí?

—He corrido durante unas tres horas.

—O sea que llegarán aquí por la tarde —calculó Espartaco.

Aventianus asintió.

—Es con lo que contaba Glabro.

—Está bien saberlo. —Espartaco señaló hacia el norte—. Márchate ahora y llegarás a la finca de tu amo al caer la noche. Quizá no hayan advertido tu ausencia.

—No —protestó Aventianus—. ¡He venido aquí para unirme a vosotros!

—Nos van a matar a todos —advirtió Espartaco en voz baja.

—¡Me da igual! —Aventianus se señaló la cicatriz irregular que tenía en la cara—. ¿Ves esto? Me lo hicieron con un atizador ardiendo. Mi castigo por un delito menor hace dos años. Morir aquí con vosotros, como hombre libre, me resulta mucho más atractivo que volver a eso.

Espartaco lanzó una mirada significativa a los tres galos. «¿Por qué no podéis ser como él, gilipollas?»

—En ese caso, nos enorgullece contarte entre nosotros.

—Gracias.

—Debes de estar cansado y hambriento —dijo Espartaco. Lanzó otra mirada a Atheas—. Lleva a Aventianus a la zona donde se cocina. Encárgate de que coma y beba. Después necesitará un arma y algún lugar donde dormir.

Mientras la pareja desaparecía, se dirigió a los demás. La noticia había hecho resurgir su determinación de vengarse.

—¿Qué opináis?

—Creo que estamos jodidos —espetó Castus.

Espartaco se tragó su ira. «Si tú y tus hombres os hubierais molestado en entrenar, no seríais tan jodidamente pesimistas.»

—¿Oenomaus?

—Es difícil no estar de acuerdo con Castus. Sin embargo, a no ser que queramos acabar solos, deberíamos guardárnoslo para nosotros. Yo no pienso huir ni rendirme. Estoy aquí para luchar.

Crixus se enfureció.

—¡Yo también!

—¡Y yo! —se apresuró a añadir Gannicus.

—Me alegro —repuso Oenomaus—. Lo primero que hay que hacer es preparar un plan de acción. Decidir cuál es la mejor manera de causar el máximo de bajas entre esos hijos de puta antes de que nos invadan.

Castus desplegó una sonrisa cruel.

—Suena bien.

—A mí también me lo parece —convino Espartaco. «Bien hecho, Oenomaus»—. He estado pensando. Teniendo en cuenta que solo hay un sendero decente que sube hasta la cima, es obvio por dónde llegarán. Me he fijado en una buena posición en el punto más empinado. Si apilamos piedras grandes y rocas, será fácil hacer que rueden hacia los atacantes.

—El sendero es muy estrecho —añadió Crixus—. Según mis cálculos, tres hombres con escudos puestos a lo ancho podrían retener a los que vayan llegando.

—¿Escudos? —preguntó Espartaco.

—Lo sé, lo sé. Carecemos de ellos. Pero en cuanto matemos a unos cuantos de esos cerdos, la situación cambiará. —Crixus los fulminó con la mirada, retándoles a cuestionar su idea.

—Estaba pensando lo mismo —reconoció Espartaco. No dijo qué más tenía en mente. «¿A cuántos hombres perderemos durante el enfrentamiento?»—. Los dos nubios tienen hondas. Pueden lanzar piedras a los romanos en cuanto estén al alcance; el resto podemos recoger rocas pequeñas para arrojar. Los escudos protegerán a esos cabrones, pero heriremos a muchos. No podrán hacer nada al respecto. —«No te engañes. Será como intentar detener una columna de hormigas. Es fácil pisotear a unos pocos cientos, pero imposible detenerlas a todas.»

Sin embargo, sus palabras surtieron el efecto deseado. A Castus en concreto se le veía mucho más feliz.

—Pondré a mis hombres a buscar rocas. Cuantas más tengamos, mejor —dijo, marchándose.

Gannicus se marchó con Crixus y se pusieron a discutir quién se situaría en primera línea.

Oenomaus esperó hasta que los galos ya no pudieran oírle.

—¿Y si no atacan?

Espartaco se había planteado a medias esa opción, pero la había descartado. Al fin y al cabo, a los romanos les encantaba la confrontación… la batalla abierta. «Aunque no siempre.»

—¿Crees que harían tal cosa?

—A no ser que Glabro quiera perder a montones de soldados antes incluso de que alcancen nuestras líneas, es la opción más sensata. Yo colocaría a un par de cientos de hombres a vigilar el sendero y me sentaría a esperar.

—Para que nos muramos de hambre aquí arriba, ¿dices? —gruñó Espartaco.

—Sí. Es lento pero eficaz y con un coste mucho menor en vidas humanas.

—Si cargamos hacia abajo para atacarlos, perdemos nuestra única ventaja. La de la altura.

Se observaron el uno al otro sin mediar palabra. Las buenas vibraciones de hacía unos instantes se habían desvanecido. Su causa parecía desesperada una vez más.

Espartaco apretó la mandíbula. «No es el momento de rendirse. Yo decidí estar aquí.»

—Hagamos los preparativos tal como hemos hablado. No tiene sentido preocuparse por cosas que no podemos evitar.

—De acuerdo.

—Hablaré con Ariadne. Tal vez su dios nos dé alguna pauta que seguir.

Oenomaus sonrió.

—Eso estaría muy bien.

«Si no llega pronto, será demasiado tarde.»