9

Al día siguiente, Espartaco ni se molestó en desayunar. El hecho de tener el estómago vacío quizá le otorgara una ventaja frente a Crixus. Incluso un pequeño detalle como ese podía decantar la balanza entre el éxito y el fracaso. Antes de salir de su celda había calentado y lubricado los músculos con aceite. Se sentó con Getas, Seuthes, Carbo y otros seis tracios a observar al galo y sus secuaces mientras engullían las gachas. «Come hasta que revientes, cerdo.»

A Espartaco le había sorprendido ligeramente que Ariadne no pusiera objeciones a su decisión. No sabía si se debía o no al calvario sufrido a manos de Phortis. Fuera cual fuera el motivo, había sido un alivio. Teniendo en cuenta que no dejaba de pensar en la huida, le había satisfecho no tener otro asunto más en el que pensar. Ya era lo bastante nefasto que por la noche se le hubiera repetido el sueño de la serpiente. Inquieto, Espartaco apartó de su mente una imagen de él estrangulado por Crixus, no la serpiente.

—Deseadme suerte —dijo. La expresión conmocionada de todos ellos dejó claro a Espartaco que pensaban que podían fallar. Redobló su determinación—. Vamos —instó, encabezando la marcha.

Hubo prisas para seguirle. Todos sabían qué tenían que hacer. Ya habían acordado que tenían que asegurarse de que los hombres de Crixus no intervinieran. Al notar el subidón de adrenalina y las palmas sudorosas que acompañaban la entrada en batalla, Espartaco asintió con determinación hacia Getas y Seuthes, que tenían que vigilar a Ariadne. Acto seguido, se acercó pavoneándose a donde estaba sentado Crixus.

Sus seguidores se levantaron de un salto, pero Crixus no se movió del asiento. Fulminó con la mirada a Espartaco.

—¿Qué coño quieres?

«Guíame, Gran Jinete.»

—Tengo una propuesta que hacerte.

Crixus arrugó el labio.

—¿Qué te hace pensar que me interesaría?

—Porque solo tienes que aceptar si te gano en un único combate, sin armas.

Crixus desplegó una sonrisa de oreja a oreja.

—Escupe.

Alzando los brazos en son de paz, Espartaco se le acercó más.

—Muchos de nosotros estamos planificando huir del ludus —dijo en voz baja—. Quiero que vengas con nosotros.

El rostro de Crixus reflejó una mezcla de emociones. Incredulidad, susto, celos, ira.

—¿Y qué, contigo como líder?

—No. Cada luchador sigue al hombre al que es leal.

—¿Quién más participa?

—Oenomaus, Gavius y casi todos los tracios. Alrededor de unos ciento veinte hombres.

—¿Castus? ¿Gannicus?

Espartaco negó con la cabeza.

—Es comprensible, la verdad —dijo Crixus con desprecio—. ¿Quién iba a querer juntarse con una panda de salvajes?

Sus hombres se rieron divertidos de forma burlona.

—Eso es lo que pensaba que dirías —respondió Espartaco con ecuanimidad—. ¿Cambiaría tu respuesta si te gano en una pelea?

—Si eso pasa, te sigo a una cloaca. —A Crixus le salió la risa de lo más profundo del vientre.

—Eso no te lo voy a pedir. Luchamos hasta que uno de los dos se rinda, ¿vale?

—Me parece bien. Hace siglos que espero este momento —gruñó Crixus, que se puso de pie. Agitó los brazos—. ¡Salid de en medio, joder!

Mientras los galos cercanos se levantaban como podían para obedecer, Espartaco corrió de un tirón hasta Crixus. Había recorrido la distancia que los separaba en un abrir y cerrar de ojos. Antes de que Crixus pudiera reaccionar, Espartaco le golpeó el vientre con la cabeza. Se produjo un zumbido audible cuando el aire escapó de los pulmones de Crixus. Cayeron a la arena en una maraña de extremidades, con Espartaco encima. Se levantó con desesperación. Con o sin aire, Crixus era muy peligroso. Ya estaba intentando rodearlo en un círculo con sus enormes brazos. Si lo lograba, la pelea habría terminado.

Apartando los antebrazos de Crixus, Espartaco empezó a alejarse dando vueltas. Antes de levantarse tuvo tiempo de plantarle un puño en la entrepierna al galo. El fuerte gemido le indicó que había dado en el clavo. Se agachó preguntándose si sería capaz de darle una patada en la cabeza, pero Crixus ya se había incorporado. Su hermoso rostro estaba contraído por una verdadera furia.

—¡Cabrón, hijo puta de tracio! ¡La pelea no había empezado!

—Aquí no hay summa rudis. Ni reglas tampoco —se mofó Espartaco. Quería enojar realmente a Crixus. Un hombre enfadado tenía más posibilidades de cometer errores.

Getas y Seuthes soltaron varios alaridos para animar.

—Con que esas tenemos, ¿eh? Te arrancaré los putos ojos —gritó Crixus—. Entonces sí que te rendirás enseguida.

Sus hombres rugieron entusiasmados.

—¿Tú crees? ¡Ven a probar!

Furioso, Crixus se abalanzó hacia delante como un jabalí que arrasaba y se quedaron abrazados como dos amantes. De repente Espartaco agradeció las llaves de lucha libre que le había enseñado un mercenario griego con el que había servido en Bitinia. Crixus era mucho más fuerte que él. La habilidad de Espartaco y el aceite resbaladizo con el que se había untado la piel fueron lo único que le salvó de la derrota en los momentos que siguieron. Forcejearon adelante y atrás, con los brazos inmovilizados y con una mueca salvaje en el rostro. Empeñado en vengarse, Crixus dirigió una rodilla a la entrepierna de Espartaco, pero él se la bloqueó levantando rápidamente el muslo.

—¿Todavía te duelen los huevos? —se burló Espartaco.

—¡No tanto como te dolerán a ti cuando te los pille! —Con un gran empujón, Crixus tiró a Espartaco a un lado.

El tracio perdió el equilibrio, tropezó y cayó. Crixus se abalanzó sobre él como una bestia enfurecida al tiempo que le daba puñetazos que provocaban un intenso dolor a Espartaco en todo el cuerpo. Intentó hacer caso omiso del dolor y plantó rápidamente una pierna en el vientre musculoso de Crixus. Agarrando al galo por los hombros de la túnica, Espartaco lo tiró al suelo.

Por increíble que parezca, Crixus se levantó más rápido que Espartaco. Él seguía de rodillas cuando el galo se le echó encima y le golpeó en la cara con uno de sus enormes puños. Espartaco notó cómo se le partía la nariz como una ciruela demasiado madura, oyó el crujido del tejido que se rompía en el interior. Caído en la arena por la fuerza del golpe, aulló de dolor. Crixus se dedicó a propinar unas cuantas patadas más a Espartaco y se le volvió a subir encima. Acercó los dedos como garras al rostro de Espartaco.

—¡Voy a arrancarte los putos ojos de la cara!

Espartaco estaba medio cegado por la sangre y sentía un dolor intensísimo. También era consciente de que si Crixus le introducía los pulgares en las cuencas de los ojos, la pelea habría acabado. Él mismo había usado esa táctica en otras ocasiones y resultaba de una efectividad brutal. Espartaco se preguntó si Crixus pararía en cuanto le hubiera arrancado los ojos. Probablemente no. La idea de pasar el resto de su vida como un ciego lisiado o de morir en ese preciso instante le resultaba sumamente desesperante.

Levantó los brazos por dentro de los de Crixus y los golpeó hacia los lados con toda la fuerza de su cuerpo. Crixus, que no se lo esperaba, cayó encima de él. Espartaco hincó los dientes en la primera parte de carne que encontró. Resultó ser la nariz. Espartaco mordió con todas sus fuerzas, acosándolo como un perro a una rata. Era ligeramente consciente de que Crixus gritaba y le propinaba puñetazos más débiles en el abdomen desprotegido, pero no lo soltó. «¡Chúpate esa, cabrón!»

De algún modo la sensatez penetró en la neblina roja que enturbiaba la conciencia de Espartaco. «Si le arranco de un mordisco la mitad de la nariz, el capullo no se unirá nunca a nosotros.» Desenganchó las fauces y Crixus se echó hacia atrás dejando encima de Espartaco sangre por doquier. Espartaco se echó hacia el costado y se liberó de la sujeción del otro. No hubo resistencia. Se puso en pie como pudo y se secó la sangre de los ojos. A tres pasos de distancia Crixus se levantaba, sujetándose la nariz destrozada con una mano.

—¡Te mataré! —gruñó.

Aquella era su mejor oportunidad. A pesar de sus bravuconadas, Crixus lo estaba pasando muy mal. Espartaco giraba y bailaba, apuntando con el puño al vientre del galo. Crixus lo bloqueaba y lanzó un par de golpes inmensos con la mano que tenía libre. Espartaco encajó uno y gruñó de dolor. Le siguió otro rápidamente que le golpeó el brazo herido. El dolor era abrumador y a Espartaco se le nubló la vista durante un instante. «¡Vamos!» Meneando la cabeza, se quedó donde estaba. Había que soportar el castigo. Al cabo de un momento consiguió agacharse bajo los puños oscilantes de Crixus y rodeó al galo con ambos brazos. Apoyó todo el peso del otro en la cadera derecha y, haciendo caso omiso del intenso dolor que le irradiaba la herida, Espartaco lo lanzó en volandas a la arena.

Crixus aterrizó de cara y le tocó a Espartaco saltarle encima. Sentado en la espalda del galo, rodeó con el brazo derecho el cuello del otro. Sujetándole la mano derecha con la izquierda, lo inmovilizó para estrangularlo. A medida que apretaba con más fuerza, su brazo formó una V alrededor de la tráquea del galo que se la bloqueaba por completo. Un horrible sonido escapó de los labios de Crixus mientras agitaba los brazos para intentar coger a Espartaco. Sus intentos resultaron en vano y no transcurrieron más de doce segundos hasta que empezó a perder fuerzas. La carne de la nuca se le puso rojo oscuro.

Espartaco imaginaba cómo debía de tener la cara.

De todos modos, el galo seguía sin rendirse.

«Imbécil, imbécil cabrón», pensó Espartaco. Miró rápidamente al otro lado. Los galos que miraban tenían una expresión horrorizada mientras que sus hombres se mostraban triunfantes. «¡Matar a este pedazo de buey no ayudará a la causa!» Por todos los dioses, no se había planteado esa opción. «Pero no puedo dejar que viva. Intentará matarme a las primeras de cambio.» Espartaco apretó todavía más con habilidad. «Pues entonces, escoge tu propia muerte. Tendré que convencer a Castus y a Gannicus de alguna otra forma.»

Entonces la mano izquierda de Crixus se alzó débilmente en el aire. Estiró el índice hacia arriba, pidiendo clemencia. Espartaco apenas daba crédito a sus ojos, no se fiaba de Crixus ni en esas circunstancias.

—¿Te rindes? —bramó.

Levantó el dedo un poquito más, antes de que el brazo entero se desplomara encima de la arena.

—¡Suéltalo! —gritó un galo.

—¡Lo has matado! —gritó otro.

Con sumo cuidado, Espartaco aflojó el brazo alrededor del cuello de Crixus. El galo se desplomó y no se movió. «¡Gran Jinete, mantenlo con vida!» Se bajó de encima de él y le dio la vuelta a su contrincante. El aspecto de Crixus lo dejó boquiabierto. El galo tenía la cara de un asombroso color púrpura. Un chorro de sangre continuo le caía de la horrible herida que tenía en la nariz, llena de arena. Tenía los ojos vidriosos y los blancos se le habían puesto escarlata. La lengua hinchada le sobresalía por entre unos labios gruesos como salchichas y tenía un círculo rojizo alrededor del cuello, la marca de donde Espartaco le había sujetado.

—¡Traed un poco de agua! —gritó Espartaco. Dio un par de cachetes a Crixus en las mejillas.

No hubo respuesta inicial, pero al cabo de un instante el galo tosió ligeramente.

A Espartaco le entraron ganas de gritar de entusiasmo.

Alguien, a Espartaco le sorprendió ligeramente que fuera Restio, el corredor de apuestas, porque no lo había visto en un principio, le tendió un odre con agua y se lo vació a Crixus en la cabeza.

El galo volvió a enfocar la mirada. Tosió de nuevo y se frotó el cuello.

—Un dolor horrendo, diría yo —dijo Espartaco, que por primera vez se dio cuenta de que la herida que tenía en el brazo derecho le sangraba—. Tenías que haberte rendido antes. Eres terco como una mula.

—Nunca he perdido una pelea —reconoció Crixus asombrado. Había adoptado un tono de voz distinto, más áspero.

—Siempre hay una primera vez —repuso Espartaco, que seguía calibrando cuál sería la reacción del galo—. No sé muy bien cómo lo he hecho.

—Siendo el cabrón más sucio de Italia —replicó Crixus, que se tocó la nariz con mucho tiento.

—Ha sido la pelea más difícil de mi vida —reconoció Espartaco. No estaba seguro de si era cierto, pero aquello no era lo importante. Lo que sí lo era, era que Crixus cumpliera con su palabra—. Eres como Hércules personificado.

—Hércules no perdió. —Crixus soltó un gruñido de irritación.

A Espartaco el corazón le latía un poco más rápido y se acercó más a él.

—La propuesta que te he hecho —dijo en voz baja.

Restio le dio un codazo al galo que tenía al lado.

—¿De qué está hablando?

No le hicieron caso.

—Soy un hombre de palabra. He perdido la pelea, así que los míos y yo nos apuntamos —masculló Crixus.

—Bien. —«No me fío ni un pelo», pensó Espartaco. «Pero al menos el cabrón acepta la idea.» Notó un silencio especial y recorrió el patio con la mirada. No le extrañó ver que todas las miradas estaban puestas en ellos, incluso las de los guardas. Phortis estaba a apenas veinte pasos de distancia—. Nos están observando. Haz lo mismo que yo —susurró—. ¡Así aprenderás a no insultar a mi pueblo! —gritó—. ¡Cuidado con lo que dices a partir de ahora! ¿Entendido?

—Entendido —masculló Crixus enfurecido. Resultaba totalmente convincente y Espartaco hizo una señal con la cabeza a sus hombres—. Vamos.

Le satisfizo ver que Phortis, con aspecto enfurecido, daba media vuelta y retomaba su conversación con uno de los entrenadores. Con un poco de suerte, el capuano vería la pelea como poco más que una refriega entre dos de los mejores gladiadores.

Ahora lo único que tenía que hacer era convencer a los demás galos de participar en su trama.

Ensimismado, Espartaco no se fijó en que Restio se escabullía de entre la muchedumbre.

En vez de ir al médico para que le examinara la herida, Espartaco se encaminó a los baños. Había visto a Castus y a Gannicus dirigiéndose allí con un puñado de sus hombres.

—Carbo, acompáñame —ordenó cuando llegaron a la puerta—. El resto quedaos aquí.

A Carbo le emocionó que le eligiera, pero se le revolvió el estómago de la tensión.

«Esto podría ponerse muy feo.»

—En cuanto estemos fuera, ¿cuál es el mejor sitio al que dirigirnos? —Espartaco ya había centrado su atención en los hombres que había en el vestuario. Se apartaron de su camino y él sonrió, consciente de que, con buena parte de la cara cubierta de sangre, debía de presentar un aspecto extravagante. No había ni rastro de los líderes galos, lo cual significaba que ya habían entrado en la zona de baños embaldosada.

«¡Yo puedo resultarle útil! Conozco la región.»

—¿Qué buscas?

—Algún lugar seguro. De difícil acceso. Fácil de defender. Una montaña o quizás un bosque. «Cuando estemos allí, ya decidiremos qué hacer.»

—Vesubio.

Espartaco lo miró sin comprender.

—El pico plano que resulta visible desde aquí en dirección sur. La parte inferior de las laderas está cultivada, pero no hay mucha gente que vaya a la cima. Se supone que es uno de los lugares de descanso de Vulcano.

Un recuerdo parecía querer asomar a la mente de Espartaco, pero como estaba impaciente, no se dio cuenta.

—Suena perfecto. ¿Y el campo de los alrededores?

—Está lleno de latifundios en su mayor parte. —Vio el interés de Espartaco—. Sería un terreno fácil.

—Bien. —Espartaco le hizo una seña para que se acercara—. Hay que convencer a Castus y a Gannicus de que unirse a nuestra causa es buena idea. Tienes la misión de venderles el Vesubio. ¿Te ves capaz?

—Sí —respondió Carbo convencido. No era el momento de mostrarse indeciso.

Espartaco le dio un golpecito en el brazo.

—Sígueme.

Sin hacer caso de las miradas curiosas del resto de los presentes, la pareja entró en el frigidarium. La sala fría estaba vacía, por lo que pasaron al caldarium, que estaba abarrotado. El ambiente bochornoso estaba lleno de cotilleos y bromas procaces. Los hombres se hallaban recostados en los azulejos o en el agua caliente, deleitándose con el calor. Era uno de los pocos placeres de la vida de los gladiadores. Castus, un hombre bajito con el pelo rojo vivo, estaba en uno de los extremos de la piscina con varios de sus seguidores, mientras que Gannicus, con la cara redonda y jovial, ocupaba el extremo opuesto con una manada de los suyos. Se ignoraban mutuamente con toda la intención.

Espartaco se plantó en medio de la piscina para que los dos líderes lo vieran.

Todas las conversaciones se apagaron.

Espartaco tenía una mirada lasciva. La sangre le había corrido de la nariz hasta la boca y le manchaba los dientes de rojo. «Es como una especie de demonio delirante», pensó Carbo con una punzada de temor.

—¿Me veis mala cara? —La mirada de Espartaco pasó de Castus a Gannicus y viceversa—. ¡Ja! Echadle un vistazo a Crixus la próxima vez que veáis a ese capullo.

—¿En nombre del Hades, por qué te has peleado con él? —preguntó Castus.

—Para que el imbécil entrara en razón.

—¿En razón? ¿Crixus? —Gannicus se dio un golpecito en la sien—. No es muy probable. —Se echó a reír, pero no había comicidad en sus ojos.

—Mi táctica ha funcionado.

En el silencio subsiguiente, Carbo vio que los dos líderes se inclinaban hacia delante interesados. Lanzó una mirada a Espartaco, y se dio cuenta de que se había callado a propósito.

—Crixus ha aceptado venir conmigo y Oenomaus —dijo al final.

—Y quieres que nosotros también participemos —dijo Gannicus con voz queda—. Por eso estás aquí.

—Sí.

—¿Qué harás si nos negamos? —preguntó Castus.

—Mataros a los dos.

Carbo lanzó una mirada a Espartaco. «¿A qué juega? Hay por lo menos veinte galos delante.»

A Castus se le pusieron blancas las narinas.

—¿Te atreves a amenazarnos delante de nuestros hombres?

—Te podríamos matar aquí mismo —amenazó Gannicus. Parpadeó y varios galos avanzaron hacia ellos.

Espartaco ni siquiera se volvió y a Carbo le maravilló su frialdad. Reprimía un deseo incontenible de orinar.

—Sería fácil que nos matarais. Lo sabía cuando he entrado por la puerta —reconoció Espartaco—. Pero he venido solo con Carbo porque sé que no os vais a querer perder nuestra oportunidad. —Hizo una pausa—. ¿Sabíais que Craso va a comprarle veinte gladiadores a Batiatus? ¿Para que luchen en combates a muerte?

—¿Qué? —exclamó Castus. A pesar de ser menudo, era uno de los mejores luchadores del ludus. A Gannicus tampoco le hizo ninguna gracia. Su expresión era la misma que la de muchos de los hombres que rodeaban la piscina.

—Preguntad a cualquiera de los guardas.

—Suponiendo que es verdad —dijo Castus—. ¿Por qué íbamos a querer seguir tu propuesta? No tenemos armas y todos los hombres de Batiatus tienen arcos. Sería una carnicería.

—¡No! ¡No lo será! —respondió Espartaco con desprecio—. ¿Qué pueden hacer cuarenta guardas si casi doscientos gladiadores se les echan encima? ¡A tomar todos por culo! ¡Les venceremos!

Castus y Gannicus intercambiaron una mirada. Carbo se dio cuenta de que ninguno de los dos quería dar el primer paso. Sin embargo, los murmullos ansiosos que corrían en boca de sus hombres se merecían una respuesta. Notó que Espartaco le daba un codazo.

—Ahora tenéis vuestra oportunidad —declaró Espartaco en voz alta—. Escuchad al nuevo auctoratus. Es de la zona.

Carbo carraspeó.

—Hay una montaña enorme cerca de aquí. Se llama Vesubio. Tiene la cima plana y es difícil ascender por ella. Sería un buen lugar donde esconderse. La tierra de alrededor está formada por grandes fincas agrícolas, lo cual nos proveerá de alimentos y equipamiento.

—¡Y mujeres! —exclamó un galo.

Carbo se quedó boquiabierto. No se había planteado esa opción y no sabía qué responder.

Espartaco sí. No lo había incluido en su estrategia, pero era imprescindible que Castus y Gannicus le dieran su apoyo.

—Habrá montones de mujeres por ahí. Rellenitas. Delgadas. Esclavas del campo, domésticas. ¡Más de las que os podéis follar!

Sus palabras recibieron un grito estridente de aprobación.

—Hombre, visto así… —dijo Gannicus con una mirada lasciva—, es difícil de rechazar.

Sus hombres empezaron a lanzar vítores.

«¡Sí!» Espartaco desvió la mirada hacia Castus, que se encogió de hombros.

—Estoy convencido de que los míos no querrían perdérselo. ¿Verdad que no, chicos?

El estruendo de una veintena de hombres gritando al unísono retumbó en las paredes.

Espartaco alzó las manos y, para sorpresa de Carbo, el ruido disminuyó de inmediato.

—Si Batiatus o Phortis se enteran de esto, estaremos bien jodidos.

—Mis chicos saben tener la boca cerrada —dijo Gannicus.

—Los míos también. —A Carbo los ojos de Castus le recordaban a los de una serpiente—. El que no sepa acabará con el cuello cortado.

—Excelente. Ya hablaremos luego, antes de que nos encierren para la noche.

—¿Cuándo damos el paso? —preguntó Castus.

En la estancia se hizo un silencio sepulcral.

—No tiene ningún sentido prorrogarlo —respondió Espartaco—. Mañana o pasado.

—Vas rápido —dijo Castus.

—Es peligroso retrasarlo. Siempre hay algún soplón en el grupo.

—Entiendo —farfulló Castus—. Yo voto por mañana.

—Yo también —añadió Gannicus con entusiasmo.

—No voy a llevaros la contraria. Pues entonces que sea en cuanto entregan las armas para entrenar —respondió Espartaco con una sonrisa tensa. «¡Gracias, Gran Jinete!»

Carbo esperó a hablar hasta que estuvieron seguros en el exterior.

—¡Les has prometido violaciones indiscriminadas!

—Por supuesto que sí.

—¡Eso es una barbaridad!

Espartaco se paró de golpe.

—Si no quieres, no vengas, chico.

A Carbo le latía el corazón con fuerza. No quería que lo dejara atrás.

—No, cuenta conmigo —murmuró.

—De acuerdo. La próxima vez que quiera consejo sobre tácticas, ya te preguntaré.

Carbo se sonrojó y no dijo nada.

—Si te sirve de consuelo, a mí tampoco me agrada la idea. Pero va a pasar de todos modos, independientemente de lo que diga. Yo no lo alentaré, pero así es la guerra. Lo único que he hecho es utilizar la idea para ponerlos a mi favor. Si no lo hubiera hecho, es probable que Castus y Gannicus se hubieran negado a acompañarme. —Espartaco le dio una palmada en el hombro—. Acompañarnos.

—Lo entiendo —dijo Carbo, que se sintió mejor.

Espartaco sonrió.

—Bien.

Las horas que siguieron se le hicieron muy largas a Espartaco. No le apetecía entrenar ni correr por el patio, sino que ardía en deseos de estar al otro lado de las murallas que le rodeaban. Respirar con libertad. Ver el Vesubio con sus propios ojos. Incluso se imaginó regresando a Tracia. Sin embargo, tenía que conformarse con imaginárselo todo e intentar no obsesionarse con el sueño de la serpiente.

Espartaco esperó hasta que la sesión de entrenamiento de la jornada acabó antes de hablar con los escitas que habían viajado con él desde Iliria. Si bien no podía decirse que fueran amigos, Espartaco no quería que el cuarteto quedara totalmente al margen de lo que iba a pasar al día siguiente. Los abordó a la hora de cenar. Para su sorpresa, los guerreros tatuados lo saludaron con gestos afables. Espartaco no sabía si habían aprendido suficiente latín para entenderle, pero sus gruñidos entusiastas de aprobación enseguida le demostraron que sí.

Después de la cena Espartaco apenas pudo intercambiar algunas palabras con Oenomaus y Crixus antes de que Phortis empezara a ordenar a los gladiadores que regresaran a sus celdas mucho más temprano de lo normal. Se pusieron a protestar y maldecir. El motivo que dio el capuano, y que gritó repetidamente, fue que habían encontrado tres cadáveres en los lavabos. Estaba claro que algunos hombres habían dado a Castus y Gannicus motivos de preocupación.

Lo único que Espartaco logró fue lanzar una mirada cargada de significado en dirección a Oenomaus, Gavius y Crixus. En cierto modo le tranquilizaron las sonrisas fieras que le devolvieron, pero no había habido tiempo de hablar sobre quién haría qué cuando empezara todo. «Tendrán que limitarse a cumplir mis órdenes», pensó, rezando para que los otros cinco líderes obedecieran. Si uno o más se mostraba en desacuerdo, podría resultar desastroso.

Ariadne corrió a su lado en cuanto entró.

—¿Qué ha pasado?

—Muchas cosas. Casi todos me seguirán. Deberíamos ser unos ciento ochenta. —Le dedicó una sonrisa—. Más que suficiente.

—¿Y el resto?

—No los hemos implicado. Hay demasiado en juego. No tienen líderes claros, hablan distintos idiomas. Hay muchas posibilidades de malentendidos.

—Tienes razón. ¿Cuándo va a ser?

—Por la mañana, en cuanto repartan las armas para entrenar. No tiene sentido esperar.

—Es cierto. Hay que aprovechar el momento —declaró Ariadne, aunque por dentro estaba aterrada. «Oh, Gran Dioniso, protégenos a todos. Permítenos escapar sanos y salvos.»

—Cuando empiece, te quedarás aquí hasta que te diga que salgas —ordenó Espartaco—. ¿Está claro?

—Yo…

—¡No, Ariadne! Sería demasiado peligroso.

Al ver la severidad de su mirada, Ariadne asintió dócilmente.

—Muy bien.

—Mañana por la noche estaremos sentados alrededor de una hoguera, disfrutando de nuestra primera noche de libertad —dijo Espartaco con seguridad, negándose a imaginar otra situación.

A Ariadne le entraron náuseas. «¿Y si sale todo mal?»

—¿No estás contenta? —«¿Has visto algo?», es lo que quiso preguntar.

—Estoy ansiosa por que llegue el momento —alcanzó a responder. «Los dioses quieren que así sea.»

Espartaco no preguntó por qué estaba desasosegada. «Si voy a morir mañana, no quiero saberlo.»

A la mañana siguiente, el cacareo diario del gallo fue muy bien recibido. «La espera casi ha terminado.» Espartaco se dio la vuelta y se encontró con la mirada de Ariadne.

—¿Preparada?

—Sí. —Escudriñó su rostro para ver si encontraba alguna pista—. ¿Se te ha aparecido algo?

—No, nada —respondió ella a la ligera. «Las preocupaciones me han tenido dando vueltas toda la noche. No obstante, en este día tan especial tengo que mostrarte mi rostro más seguro»—. ¿Y tú?

—No recuerdo ningún sueño, gracias al Jinete. —Hizo una mueca con los labios—. He pasado despierto buena parte de la noche. Me he dormido justo antes de que el dichoso gallo empezara a cantar. De todos modos, me he alegrado de oírlo. Me estaba costando mucho hacer pasar el tiempo.

—A mí me ha pasado lo mismo. —«Hasta que no estemos fuera del ludus no me creeré que los dioses nos acompañan.»

—Si me matan…

—No digas eso. —Enseguida se le llenaron los ojos de lágrimas.

—Es una tontería no plantearse la posibilidad de que muera. Si Getas y Seuthes no mueren, cuidarán de ti. Si eso falla, coge el dinero de mi monedero y vete a la costa este. Coge un barco hasta Iliria y regresa a Tracia.

—¿A Kotys y el recibimiento que me brindará? —replicó Ariadne con más dureza de la intencionada—. No, gracias. Me entregaré a la serpiente.

—Eres una verdadera tracia —dijo él con respeto—. Me enorgullece tenerte por esposa.

Ariadne se puso roja como un tomate.

«Clac, clac, clac.» La espada de Phortis repiqueteaba en los barrotes de las celdas del extremo opuesto del patio.

—¡Despertaos, hijos de puta! Hace un día espléndido.

Espartaco se levantó de la cama de un salto. Se enfundó la túnica y esperó pacientemente a que el capuano llegara a los barrotes de su ventana.

—¡Saca la polla del coño de tu mujer, latro! Es hora de levantarse.

Ariadne se estremeció. El hombre era vil, con menos sangre fría que su serpiente pero, a su manera, igual de venenoso.

Espartaco no dio a Phortis la satisfacción de una respuesta.

—¿Ya me has preparado el desayuno? —gritó.

Un coro de risas se alzó de entre los luchadores que oyeron el comentario.

—¡Date por satisfecho si queda algo de comida! —espetó Phortis. Abrió la puerta con llave y siguió adelante.

—Que los dioses te protejan —susurró Ariadne.

—Gracias. —Espartaco desplegó una amplia sonrisa, que enmascaraba el nerviosismo que le atenazaba el estómago. «No me abandones, Gran Jinete.» Abrió la puerta de par en par y salió al patio.

Docenas de gladiadores salían de las celdas a su alrededor. Era una fría mañana de primavera. En la zona de cielo enmarcada por los muros altos del ludus no se veía ni una nube. Espartaco lo admiró. Notaba una sensación positiva en su interior.

—¿Tienes hambre?

Espartaco se giró y vio a Restio apoyado en la pared. El rostro del íbero tenía un color gris poco saludable y unas ojeras muy marcadas.

—Tienes muy mal aspecto. ¿No has dormido?

—Nada de nada —murmuró Restio—. ¿Y tú?

—Bastante —mintió Espartaco. Restio era uno de los pocos hombres a quienes no se había informado del intento de fuga. «¿Qué más te da cómo haya dormido?» Notó que un recuerdo quería aflorarle en la memoria, pero Carbo, Getas y Seuthes se reunieron con él y lo dejó de lado—. Vamos —dijo a Restio—. Con unas pocas gachas en el estómago te sentirás mejor.

Al salir al patio propiamente dicho, Espartaco notó una punzada de desasosiego. El anfiteatro estaba lleno de guardas. Miró de soslayo a Restio, que parecía despreocupado. No le sorprendió que Carbo no se hubiera percatado, pero Getas y Seuthes tenían el ceño fruncido.

—Prácticamente todos los tíos mierdosos con los que cuenta Batiatus están ahí arriba —le susurró Getas al oído—. Y hay muchos más hombres en la puerta de lo normal.

Espartaco gruñó. «Alguien ha alertado a Batiatus o a Phortis.»

Se pusieron en fila para las gachas. Oenomaus estaba en el extremo de la fila con sus secuaces de mayor confianza. Uno de ellos enseguida entabló conversación con Restio sobre dinero. Espartaco se acercó más a Oenomaus y se sintió aliviado al ver que el íbero ya no podía oír lo que decía.

—¿Has visto la compañía extra que tenemos? —gruñó el germano.

—Sí.

—¿Qué opinas?

—No sé. Ahora mismo ya no podemos hacer nada. Comamos y a ver qué pasa.

Con una mirada evasiva, Oenomaus les dio la espalda.

Espartaco frunció el ceño. ¿Los germanos estaban todavía de su lado? Los hombres de Oenomaus se agolparon a su alrededor y evitaron que la conversación continuara.

—¿Has visto a Crixus?

—Está ahí —dijo Getas, señalando con la cabeza hacia los bancos más lejanos.

Espartaco estaba a punto de dejar la fila cuando algo le hizo mirar a su alrededor. Phortis le observaba con una agresividad sin disimulos. «Aquí pasa algo.» En vez de acercarse a Crixus, siguió adelante arrastrando los pies con el resto.

—¡Mirad, es el latro! ¿Vienes a por unas gachas? —exclamó Phortis.

Espartaco cogió un cuenco en silencio y lo tendió.

Phortis se inclinó y se lo cogió antes de que el esclavo de la cocina tuviera tiempo de levantar el cucharón de la olla.

—Yo lo cojo —dijo. Carraspeó y lanzó un escupitajo de flema al recipiente—. Llénaselo —ordenó. Al cabo de un momento, le tendió el cuenco humeante a Espartaco—. Con mis mejores deseos.

A Espartaco la sangre le palpitaba en los oídos y todos los sonidos quedaron amortiguados. Estaba tan indignado que todo su mundo se convirtió en un túnel estrecho que se extendía ante él. Al final estaba Phortis sonriendo con desprecio, moviendo los labios para pronunciar más insultos. Espartaco notó que la boca se le retorcía en una mueca de desdén. «Qué fácil sería tirarle el cuenco a la cara, saltar encima de la mesa y machacar a ese hijo de puta hasta hacerlo papilla.»

Se obligó a parpadear y volvió a la realidad de golpe.

—Gracias. —Sin mirar al capuano, Espartaco cogió el cuenco. No vio que los dos guardas del anfiteatro situados detrás de él bajaban los arcos ni la fugaz mirada de decepción en el rostro de Restio.

—Puto cobarde —gruñó Phortis.

«Eso ya lo veremos.» Por fuera, a Espartaco el insulto ni siquiera le afectó. Se marchó y se sentó al lado de los cuatro escitas, que le dedicaron sonrisas entusiastas. Carbo, Getas y Seuthes se dejaron caer a su lado. Su mesa estaba lejos de la de Crixus u Oenomaus, pero no se atrevió a acercarse a ellos. Con el rabillo del ojo vio que Phortis seguía fulminándole con la mirada. Espartaco hundió la cuchara en la capa superior de las gachas y tomó una cucharada. Se tragó el líquido sin ni siquiera probarlo.

—¿Por qué ha hecho eso? —Aunque parezca raro, Restio se había juntado con ellos otra vez.

—Al cabrón le gusta provocarme. —«Pero ¿a ti qué más te da?»

—¿Por qué?

—Ya ha intentado violar a Ariadna en una ocasión —dijo Espartaco—. Si los guardas me dejan inconsciente de una paliza, no podré impedírselo cuando vuelva a intentarlo. —«Lo más probable es que frustre el intento de huida antes incluso de que empiece. Si los tracios ya no quisieran participar en el plan, ¿los otros líderes arriesgarían la vida de sus hombres? Lo dudo.»

—Puto cabrón —dijo Restio mostrándose comprensivo.

Espartaco comió más gachas de la parte superior del cuenco. Cuando por fin Phortis estuvo distraído, vació el resto a sus pies, en la arena. Espartaco tenía los nervios a flor de piel y había perdido el apetito por completo. Hizo caso omiso de los intentos de Restio por entablar conversación y se sentó en silencio hasta que dejaron de servir el desayuno.

«Ha llegado la hora de que aparezcan los entrenadores y abran el cuarto que contiene las armas de entrenamiento.» El tiempo transcurrió con lentitud y no pasó nada. Cargado con la olla de gachas vacía, el esclavo se esfumó a las profundidades de la cocina. A Phortis no se le veía por ningún sitio. «No es más que un pequeño retraso.» De todos modos, Espartaco veía su desasosiego reflejado en el rostro de muchos gladiadores.

Hacía rato que no había lanzado una mirada a los guardas. Sentado bajo el pasadizo, solo veía a los que estaban en el extremo del anfiteatro. Miró hacia arriba y se le paró el corazón. ¿Por qué tenían flechas colocadas en los arcos? Quedaba claro que no se les había ocurrido a ellos solos. Notó que la bilis se le acumulaba en la garganta. «No hay duda de que nos han traicionado.»

De repente todo empezó a suceder muy rápido.

Batiatus apareció en el anfiteatro con Phortis al lado. Ambos rostros tenían una expresión dura. Fría.

Espartaco apretó los puños. No pensaba echarse atrás entonces. «Aunque los germanos y los galos no se sumen.» Se puso tenso, preparado para dar un salto y bramarles a los tracios que fueran corriendo a las escaleras.

Notó un atisbo de movimiento con el rabillo del ojo. Miró a su izquierda y le sorprendió ver a uno de los escitas lanzándose sobre la mesa hacia él. No había tiempo para moverse. El guerrero barbudo se abalanzó sobre él y los dos cayeron hacia atrás, a la arena. En ese mismo instante Espartaco notó que el escita recibía un golpe en la espalda. El hombre gruñó de dolor y se quedó flácido. «¿Está muerto?» Sonaron unas voces airadas y Espartaco oyó ruido de pelea por encima.

De repente le quitaron el cuerpo de encima. Getas y otro de los escitas ocuparon su campo de visión. El guerrero le ofreció la mano.

—¡Rápido! ¡Nos vamos ahora! ¡Rápido!

Espartaco se puso en pie como pudo.

—¿Qué demonios ha pasado? —exclamó.

El guerrero que le había saltado encima yacía a sus pies. Una barra de hierro afilada le sobresalía de la mitad de la espalda. Restio yacía a su lado, con un arma similar clavada en el pecho. La boca se la abrió lentamente y de ella brotó un fino hilo de burbujas sangrientas. Tenía una expresión de ligera sorpresa en el rostro.

—Íbero quiere… matarte —farfulló el segundo escita—. Mi amigo impedir. Se llevó la barra… era para ti. Cuando los otros vean… atacar a los guardas. ¡Tenemos que irnos!

—¿Eh? —«¿Por qué querría matarme Restio?» Pero Espartaco no podía negar lo que le decían los ojos. Se arrodilló al lado de Restio—. ¿Nos has delatado? —El íbero no respondió. A Espartaco le consumía la ira y movía la base de la barra de hierro a un lado y a otro.

Un grito animal escapó de la garganta de Restio.

—¿Se lo has contado a Batiatus?

Asintió levemente.

—En nombre de todos los dioses, ¿por qué?

—Nadie me pidió que me apuntara —susurró Restio—. Pero Batiatus me prometió la libertad. Iba a convertirme en uno de los corredores de apuestas oficiales de la arena.

—¿Por eso estabas dispuesto a matarme? —preguntó Espartaco con dureza.

Restio ensombreció el semblante.

—¡Tenemos que movernos! —Seuthes sonó muy alarmado.

—¡Espartaco! —gritó Carbo. Toda duda que hubiera tenido acerca de sumarse al intento de huida se había esfumado. Los guardas abatían sin contemplaciones a hombres a los que conocía y le caían bien. «¡Cabrones!»

—No hay nada peor que el hombre que traiciona a un compañero —gruñó Espartaco, pensando en Medokos—. Y solo existe un castigo posible para tal bazofia. —Colocó ambas manos en la barra de hierro y la hundió hasta el fondo.

Restio abrió unos ojos como platos de la conmoción y se le quedó la boca abierta. Un último aliento entrecortado escapó de sus pulmones y cedió bajo su propio peso en la arena, muerto.

Espartaco dio un salto, rezando para que no fuera demasiado tarde. Getas, Seuthes y los tres escitas se habían apiñado a su alrededor para protegerle, pero el patio estaba sumido en un caos absoluto. Los gladiadores corrían de aquí para allá, gritándose entre sí, y sin rumbo. Una lluvia de flechas caía vertiginosamente desde arriba y abatía hombres al azar. Desde las celdas se oían los gritos de las mujeres que observaban. «¡Ariadne!»

—Chloris —dijo Carbo, alarmado.

—Amatokos cuidará de ella —bramó Espartaco—. Mira los dos tramos de escaleras.

Le alegró ver a Gavius y a los tres líderes galos al pie de una de ellas, empujando a sus guerreros hacia el primer piso y el arsenal, lo cual era esencial. Sin embargo, la otra estaba vacía. «No me extraña. Mis compatriotas no van a actuar a no ser que alguien los lidere.» Espartaco lanzó una mirada a la puerta principal y se quedó horrorizado. Ya había una gran pila de cuerpos atravesados por flechas amontonados. Los ocho guardas ahí emplazados se estaban luciendo. Rodeado de seis hombres, Oenomaus estaba de pie en el espacio abierto, gritando palabras de aliento al resto de sus seguidores. Muchos de los guardas del anfiteatro también apuntaban a esa zona crítica, así que había pocos preparados para obedecer. «Esto es una puta matanza. Tenemos que entrar en el arsenal como sea o no hay nada que hacer.»

—¡Seguidme! —bramó a los hombres que le rodeaban.

Luego Espartaco repitió el grito en tracio y salió disparado de la protección que le ofrecía el pasadizo. Cruzó el patio a toda prisa en dirección a la segunda escalera y notó que había luchadores que le seguían. Sonaron gritos ahogados cuando algunos fueron abatidos por las flechas de los guardas.

—¡Ahí está! —chilló Phortis—. ¡Abatidle!

Apretando los dientes, Espartaco aceleró el paso. Se puso a cubierto y se sintió aliviado durante una fracción de segundo. Le alentaron los rostros resueltos y duros que le rodeaban. Aparte de Carbo, Getas, Seuthes y los tres escitas, había unos treinta tracios.

—Tenemos que subir rápido y sin contemplaciones. Somos suficientes para arremeter contra los guardas. En cuanto algunos estemos armados, tendremos más posibilidades. Quiero que sepáis que no pediré a ningún hombre que haga lo que yo mismo no haría. Yo iré en cabeza —gritó Espartaco. «Protégeme, Gran Jinete»—. ¿Quién me sigue? —Se enorgulleció sobremanera cuando todos los presentes profirieron un rugido de aprobación.

—Tú no irás primero —declaró Getas.

—Eres demasiado importante —añadió Carbo enfervorizado.

—Él… razón —añadió uno de los escitas—. Si matarte… nosotros… fatal.

Para asombro de Espartaco, el resto de los guerreros mostraron que estaban de acuerdo a grito pelado.

Lo empujaron a un lado y el escita y sus camaradas subieron las escaleras en masa. Les seguían Carbo, Getas, Seuthes y una marea de tracios.

Espartaco tenía otra posibilidad de calibrar la situación a grandes rasgos. Lo que vio le llenó de temor. Oenomaus estaba junto a la puerta pero a solas. Una piña de sus germanos resultaba visible bajo el pasadizo; de vez en cuando uno o dos intentaban abalanzarse hacia él, pero no daban más de doce pasos antes de que les interceptaran. Daba la impresión de que Crixus y Gavius habían cargado contra la otra escalera, pero Castus y Gannicus permanecían al pie. Los ojos desorbitados y la expresión de desespero indicaron a Espartaco que no habían tenido demasiado éxito en el anfiteatro de encima. «Tengo que hablar con ellos. Debemos poder hacer algo más.» Agachándose al máximo, Espartaco corrió hacia donde estaba la pareja.

—¡Están masacrando a mis hombres ahí arriba! —bramó Castus.

—Lo mismo les pasará a los tuyos —añadió Gannicus—. Los cabrones de los guardas tienen aljabas de flechas de reserva detrás. Sabían exactamente qué iba a pasar.

—Ha sido Restio.

—¿El íbero? —exclamó Castus.

—Sí. Está muerto. Olvídale —instó Espartaco—. Necesitamos otro plan.

—¡Y que lo digas, joder!

—Sin escudos ni espadas nuestros hombres poco pueden hacer, aparte de morir en el sitio —dijo Gannicus—. ¿Qué plan tienes ahora?

Espartaco recorrió el patio con la mirada. La arena estaba llena de hombres heridos y moribundos. Algunos hombres pedían ayuda a gritos, pero no la recibían. Otros maldecían o lloraban llamando a su madre. La mayoría yacían inmóviles. Caían pocas flechas, pero las que caían daban en el blanco. Un nubio fue abatido mientras proclamaba a gritos su inocencia con una flecha en el vientre. Otros dos germanos intentaron reunirse con Oenomaus, que había conseguido un escudo y una espada y atacaba ahora heroicamente a los guardas de la puerta. Seguía solo, sus hombres resultaban abatidos mucho antes de que se acercaran.

«Estamos acabados.» La esperanza de Espartaco se había esfumado cuando vio al esclavo que había servido el desayuno atisbando desde la profundidad de la cocina con expresión horrorizada. Entonces cayó en la cuenta como si le hubieran dado con un mazo.

—¡Ahí hay armas!

Castus lo miró con ojos desorbitados.

—¿Dónde?

—¡En la cocina! Cuchillos. Espetones para la carne.

—¡Por Belenus, tienes razón! —exclamó Gannicus.

«Ha llegado el momento de asumir el mando.»

—El intento de asaltar el arsenal es inútil. Dejémoslo de inmediato —dijo Espartaco secamente.

—Alguien tendrá que bloquear el pie de las dos escaleras —intervino Castus—. En cuanto se dé cuenta de lo que está pasando, Batiatus enviará a los guardas para impedírnoslo.

—Cierto. Me llevaré a un grupo a la cocina para arramblar con lo que podamos. El resto puede utilizar las mesas para bloquear las escaleras. En cierto modo la madera también les protegerá.

—Eso haremos —gruñó Gannicus.

—En cuanto los míos estén armados, atacaremos la puerta. —Espartaco frunció los labios en forma de sonrisa—. Cuando la abramos ya lo oiréis.

Castus sonrió, un poco más animado.

—¡Hasta entonces!

—¡Hasta entonces! —respondió Espartaco a sus hombres. Para entonces, la base de las escaleras estaba abarrotada de luchadores heridos. Se abrió camino y empezó a subir, pero resbalaba por los peldaños llenos de sangre. Al llegar a la primera planta, Espartaco no vio más que una masa de tracios que gritaban y empujaban a los guardas de un lado a otro. Había cuerpos por todas partes, emplumados de flechas o con unas horripilantes heridas de espada—. ¡Retiraos! —gritó en tracio y en latín—. ¡Retiraos!

Carbo giró la cabeza y Espartaco hizo un gesto apremiante.

—¡Vamos, tengo otro plan!

Para su alivio Carbo le oyó. Le entendió y empezó a decírselo a sus compañeros.

En cuestión de minutos Carbo y los demás se batieron en retirada. Les siguieron unos gritos triunfantes mientras los guardas sacaban el máximo partido de su ventaja. Espartaco tropezó escaleras abajo a la cabeza de los luchadores y le satisfizo encontrar a seis galos armados con mesas al pie de las mismas. Cuando los últimos hombres —dos de los escitas— bajaron en tropel de las escaleras, Espartaco sonrió. Siguiendo sus órdenes, pusieron cuatro de las mesas en posición vertical contra la abertura y la bloquearon por completo.

—¡Retenedlos ahí! —bramó Espartaco—. El resto, seguidme hasta la cocina.

Sin dar más explicaciones, cruzó el patio. Aunque ya no caían flechas desde arriba, el recorrido resultaba letal. Por culpa de la gran cantidad de muertos y heridos, apenas había espacio para pisar la arena. Sin embargo, mirando rápidamente por encima de ambos hombros, Espartaco se dio cuenta de que tenía mucho apoyo. Carbo, Getas y Seuthes estaban justo detrás de él. «Los guardas no pueden abatirlos a todos.»

—¡Buscad cualquier cosa que sirva de arma! —gritó Espartaco mientras entraban en tropel en la cocina con ojos desorbitados y el corazón a cien por hora.

Con un grito de terror ahogado, el chico de las gachas se refugió en un rincón. Al igual que animales salvajes que descienden sobre su presa, los gladiadores se apoderaron de todo lo que pudieron: cuchillos de carnicero con la hoja bien grande, cuchillos para filetear y gruesos espetones de hierro. Unos cuantos incluso cogieron las pesadas manos de mortero que servían para moler la cebada.

—¡A la puerta! —Espartaco giró sobre sus talones y salió al exterior—. ¡Rápido!

Atisbó a Oenomaus bajo el pasadizo cercano. No le sorprendió que se hubiera echado atrás. «Sigue vivo de milagro.» El rostro del germano se iluminó al ver a Espartaco y sus hombres cargando hacia delante. Profirió un grito de batalla y salió corriendo para unirse a ellos. Le siguió un grupo de compatriotas.

Espartaco se centró en los guardas que protegían la puerta. Estaban petrificados. «Por fin han girado las tornas.»

—¡Preparaos para el Hades, mamones! El barquero os espera —gritó.

Dos de ellos intentaron huir enseguida. Encabezados por Carbo, Getas y Seuthes, media docena de hombres que iban detrás de Espartaco se separaron y fueron a por ellos como perros rabiosos. La pareja desapareció, gritando, bajo un alud de golpes. El resto de los guardas que había junto a la entrada eran más duros de pelar que quienes habían huido. Cuatro de ellos se acercaron arrastrando los pies, sosteniendo los escudos juntos mientras sus compañeros se quedaban en la retaguardia, disparando flechas que formaban arcos bajos por encima de ellos. Espartaco sintió, más que vio, varias flechas que pasaban silbando por su lado y que se clavaban en luchadores que estaban detrás de él. El corazón le palpitaba con fuerza en el pecho, pero no flaqueó. A diez pasos de los guardas, alzó la tajadera al máximo. En la otra mano llevaba una sartén grande y pesada.

—¡Por Tracia! —gritó a pleno pulmón—. ¡Por Tracia!

No podía haber escogido palabras mejores.

Un rugido amenazador y primitivo —el titanismos— llenó el aire que rodeaba a Espartaco cuando los guerreros respondieron al grito de guerra. Con el rostro contraído por la furia, se estrellaron en masa contra el muro de escudos de los guardas. A un par de luchadores les clavaron una espada en el vientre, pero el impacto hizo que sus enemigos retrocedieran varios pasos y dos guardas tropezaron y cayeron. Quedaron atrapados en la arena y fueron descuartizados como pedazos de res.

Espartaco estaba enfrente de uno de los que no había perdido el equilibrio, un tipo con ojillos de cerdo al que conocía y detestaba. Preso del pánico, el hombre cometió el error garrafal de blandir el gladius hacia la cabeza de Espartaco.

Cuando Espartaco paró el golpe con la sartén de metal saltaron chispas.

—Chúpate esa —susurró, moviendo la tajadera de un lado a otro de la cara del guarda.

La hoja afilada como una cuchilla abrió la carne con facilidad. Alimentada por la rabia de Espartaco, le partió los dientes, le cortó la lengua y le desgarró la otra mejilla. Un manto de sangre cubrió la tajadera, que llenó el aire de finas gotas rojas. Profiriendo un chillido de dolor indescriptible, el guarda mutilado cayó al suelo. «Está acabado.»

Espartaco soltó la sartén y cogió la espada del hombre. Saltó por encima del deshecho que gritaba y se abalanzó sobre uno de los guardas provisto de un arco. El arquero aterrorizado intentaba desesperadamente colocar una flecha en la cuerda de arco. Fue lo último que hizo. Con un golpe demoledor de la tajada, Espartaco le quitó el arma sin miramientos. Fue más allá y acuchilló al hombre en el pecho con tanta fuerza que el gladius lo dejó clavado en las maderas de la puerta.

Jadeando, Espartaco miró a ambos lados. No veía a ningún guarda con vida, sino a una masa de gladiadores sonrientes y ensangrentados. Getas estaba a dos pasos de distancia. Se preguntó dónde estaba Seuthes. No había tiempo para mirar.

—¡Abrid la puerta! Salid a la calle, fuera del alcance de las flechas. Esperadnos ahí —bramó Espartaco—. ¡Castus! ¡Gannicus! ¡Gavius! ¡Oenomaus! La entrada está controlada. —A través del alboroto, oyó la respuesta a su llamada. «Bien. Por fin algunos saldrán. Ya se verá si yo, o Ariadne, lo conseguimos»—. Getas, ven conmigo. —Espartaco cogió a uno de los escitas del brazo—. Tengo que ir a buscar a mi mujer. ¿Vienes? —Agradeció que el hombre asintiera de inmediato.

—Mi amigo también viene. Nosotros proteger —farfulló el escita.

Un fuerte gruñido de aprobación del segundo hombre lo puso de manifiesto.

Espartaco se giró y arrancó el gladius del cuerpo inerte del guardia, que se deslizó puerta abajo dejando un rastro ancho y rojo en la madera.

—¡Seguidme! —Abriéndose paso entre la muchedumbre, corrió hacia su celda a toda velocidad. Nunca había sentido tal apremio por correr. En cuanto los hombres que sujetaban las mesas al pie de las escaleras abandonaran sus puestos, los guardas entrarían en tropel en el patio. Si él, Getas y los escitas no rescataban a Ariadne muy rápido, los matarían a todos.

Sin embargo, lo que hizo que se le parara el corazón no fue la avalancha de guardas, sino ver a Phortis, espada en mano, dirigiéndose hacia su celda. «Va a matarla.»

—¡No! —gritó Espartaco. Pero estaba demasiado lejos. Demasiado lejos para hacer otra cosa que no fuera mirar.

Phortis llegó a la puerta. Sujetó la manilla con la mano izquierda y la abrió.

—¿Dónde está tu hombre, pedazo de puta?

Se produjo una breve pausa y entonces algo delgado y negro fue lanzado desde el interior de la celda, a la cara conmocionada de Phortis. Un grito quebrado escapó de la boca del capuano, que se tambaleó hacia atrás, sujetándose el cuello. La espada se le cayó al suelo sin que se diera cuenta.

«¡La serpiente! ¡Le ha tirado la dichosa serpiente!» Espartaco estaba exultante cuando alcanzó a Phortis, que se había caído de rodillas. La cara ya se le había puesto violeta y la lengua hinchada le sobresalía por entre los labios negros y engrosados. Espartaco carraspeó y escupió al capuano. «Bien merecido.»

—Vigila la puerta —ordenó a Getas. Esquivó cuidadosamente la serpiente, que había adoptado una posición elevada y amenazadora, y entró en la celda de un salto—. ¿Ariadne?

—¡Espartaco! —Se lanzó a sus brazos sollozando.

—Todo va bien. Estoy aquí. Phortis se está muriendo.

—¿Qué ha ocurrido? Todo ha salido mal.

—Ahora no —masculló—. Tenemos que salir de aquí.

—Por supuesto. —Rápidamente cogió un hatillo y un cesto de mimbre de encima de la cama—. Estoy lista.

«Cielos, qué valiente es.» La tomó de la mano y la guio al exterior. Se sintió aliviado al ver que, aunque los guardas habían salido al patio, avanzaban muy despacio. Sujetando las mesas, Crixus y sus últimos hombres tenían montada una feroz acción de retaguardia, lo cual permitía la huida de más gladiadores. «Ganar tiempo sigue siendo primordial.»

—Un momento.

—¡Ariadne!

Ariadne se soltó y empezó a hablarle a la serpiente con voz suave y calmada. Cuando estuvo a escasos pasos de ella, le puso una tela encima y la cogió rápidamente por detrás de la cabeza. La introdujo en el cesto y dedicó una mirada de satisfacción a Espartaco.

—No puedo dejarla atrás. Me ha salvado la vida.

—¡Vamos!

Junto con Getas y los escitas, echaron a correr y dejaron atrás el cadáver de Phortis, siguiendo el pasadizo que conducía hasta la puerta en vez de cruzar el patio. Espartaco estaba a punto de gritarle a Crixus que se retirara cuando el galo se giró y lo vio.

—¿Dónde está Gavius? —preguntó Espartaco.

—Muerto. El resto de sus hombres se ha desperdigado.

Espartaco ocultó su decepción.

—Pues entonces es hora de marcharse. —Rápidamente condujo a Ariadne a la calle, que estaba llena de gladiadores. Entre ellos se encontraban Castus y Gannicus. Vio el rostro de Carbo y también los de Amatokos y Chloris. «Bastante menos de cien. Qué pocos»—. ¡Todos los hombres que vayan armados, al frente! Cuando Crixus y sus muchachos salgan, quiero una carga falsa contra los guardas. Demostradles que esto va en serio. Les recordará que Batiatus no ejerce ningún poder fuera del ludus. ¿Está claro?

Lanzaron un rugido de aprobación. Bien armados o no tanto, el ansia de sangre de los gladiadores era mucha. Espartaco se sentía igual, pero se tranquilizó.

Esperaron a ambos lados del portón mientras los galos se retiraban de forma ordenada hacia ellos.

—¡Crixus! Di a tus hombres que se separen por el medio a medida que salís —gritó Espartaco—. Haremos que los cabrones se batan en retirada.

Crixus bramó algo en galo.

Con rostros ansiosos, los gladiadores que rodeaban a Espartaco avanzaron un paso.

—¡Aguantad! —Levantó el gladius—. ¡Aguantad!

Hicieron lo que les decía.

Crixus y sus hombres fueron saliendo del ludus arrastrando los pies de espaldas.

Los guardas hicieron caso del instinto y enlentecieron su avance.

Los galos se separaron y abrieron un pasillo central.

—¡Enseñémosles que vamos a arrancarles el corazón! —bramó Espartaco—. ¡Ya! —Embistió hacia delante, seguido de la masa palpitante de gladiadores.

Los guardas les echaron un vistazo y se pararon en seco. Entonces, como si fueran uno, empezaron a retirarse de vuelta al ludus.

Espartaco ardía en deseos de seguirles. Pero aminoró el paso y se paró.

—¡Alto! —exclamó—. Ya están bastante asustados. ¡Volvamos a la calle! —Mirando al frente, Espartaco empezó a dar marcha atrás. Vio a Batiatus en el anfiteatro insultando a sus hombres. «Grita todo lo que quieras, mamón. No son tan tontos como para morir sin razón.» En parejas y tríos desesperados, los luchadores que se habían quedado atrás observaban la retirada de los gladiadores. «Han tenido su oportunidad», pensó Espartaco con dureza.

»Cerrad los portones. Esos perros no se atreverán a abrirlos hasta dentro de un rato.

Los otros cuatro líderes le aguardaban. Intercambiaron una mirada breve y cautelosa.

—¿Por dónde? —preguntó Oenomaus.

—¿Carbo? —llamó Espartaco.

—El Vesubio está por allí. —Carbo señaló con seguridad calle abajo—. Si rodeamos las murallas llegaremos a la carretera principal situada al sur de la ciudad.

—Bien —dijo Espartaco.

Oenomaus ya estaba dando órdenes a sus hombres. Los tres galos hacían lo mismo.

Espartaco lanzó una mirada a Ariadne, que asintió para demostrar que estaba preparada. Unos veinte hombres esperaban sus órdenes. La mayoría eran tracios, pero también estaba Carbo. También vio a por lo menos un griego y a un par de nubios. A otra mujer aparte de Chloris. Y, por supuesto, a los dos escitas restantes. «Ni siquiera sé cómo se llaman.»

Echó un vistazo rápido a su alrededor.

—¿Dónde está Seuthes?

Getas ensombreció el semblante.

—No ha sobrevivido.

—¿Qué ha pasado?

—Uno de los guardas del portón se ha hecho el muerto. Ha acuchillado a Seuthes desde abajo. —Getas se tocó la entrepierna con los dedos—. Seuthes no tenía ninguna posibilidad. Se ha desangrado delante de mí. —Contrajo el rostro por el dolor.

La mirada de Espartaco regresó al portón. «Descansa en paz, hermano.»

—Ha llegado el momento de moverse —dijo en voz alta.

Echó a andar dando grandes zancadas. Ariadne corría a su lado. Detrás de ellos iban Getas, Carbo y sus hombres. Los demás les seguían como una marea.

Desde el huerto el gallo volvió a cacarear.

Espartaco olvidó su pesar durante unos instantes. Por lo menos no tendría que volver a oír a la dichosa ave.