8

En cuanto abrieron con llave las puertas de las celdas, Ariadne corrió al encuentro de Espartaco. Como sombras fieles, Getas y Seuthes le siguieron. Estaban tan preocupados como ella. Ariadne encontró a su esposo en la enfermería, situada al lado del depósito de cadáveres. Intentó no pensar demasiado en el significado de tal proximidad. «Ha ganado. Está vivo. De todos modos, ¿cuánto le durará la suerte? —se preguntó al cabo de un instante—. ¿Qué pasa si su sueño significa que su muerte es inminente?»

Ariadne consiguió esbozar una sonrisa al entrar en la sala encalada, amueblada con varios camastros y una mesa de operaciones llena de manchas de sangre resecas. En una pared había estanterías repletas de una aterradora variedad de sondas, ganchos, depresores y bisturíes. Había frascos azul oscuro de medicinas colocados con esmero en hileras al lado de los instrumentos metálicos.

El médico, un griego encorvado de edad indeterminada, se cernía sobre Espartaco, por lo que no se le veía desde la puerta.

—No te muevas —ordenó, vertiendo el contenido de un frasquito encima del corte—. Acetum —dijo con satisfacción mientras Espartaco susurraba de dolor—. Pica como doce avispas.

—Yo diría que como veinte —repuso Espartaco con sarcasmo.

—Pero es excelente para evitar la gangrena y la septicemia —dijo el médico—. Así que vale la pena aguantar el dolor.

—El dolor no es nada —espetó Espartaco—. ¿La herida es grave?

Ariadne se contuvo para no gritar. Se notaba el pulso acelerado en la base de la garganta. «Dioniso, no le abandones», suplicó.

—Déjame ver.

El médico se dispuso a examinar el tajo tras coger una sonda de la bandeja que tenía al lado. Pinchó y presionó y Ariadne vio que Espartaco cerraba con fuerza el puño de la mano que tenía libre. Le dolía el alma verlo así, pero no dijo nada. Estaba demasiado preocupada.

—No es profunda —dictaminó el médico al cabo de un momento—. La hoja ha atravesado la piel y el tejido subcutáneo, pero el músculo de debajo no ha resultado dañado. Tienes suerte. Te cerraré la herida con una hilera de grapas metálicas. Debería cicatrizar en dos semanas. Dentro de un mes podrás volver a luchar.

—Fabuloso —dijo Espartaco lacónicamente—. Batiatus se alegrará.

El cirujano se acercó al estante más próximo y entonces advirtió la presencia de Ariadne.

—Oh, tienes visita.

Ariadne se acercó corriendo. De cerca, la sangre del corte superficial de la mejilla presentaba un aspecto horrible. Sin darse cuenta ni siquiera, le tocó la cara.

—¿Estás bien?

Él sonrió.

—Pronto lo estaré, sí.

Se miraron de hito en hito y entonces Espartaco le tomó la mano entre la suya.

Ariadne se mordió el labio, pero no se movió. Notó una calidez extraña y placentera en el vientre. Se recuperaría. «Gracias, Dioniso.»

El médico se acercó con un cuenco lleno de grapas metálicas y la magia se desvaneció, como una pluma arrastrada por el viento.

—Luego habrá tiempo de sobra para esto. Lo que necesita ahora es que la herida se cierre antes de que se le infecte. Déjanos tranquilos.

Espartaco hizo una mueca.

—Ya has oído al hombre. Nos vemos dentro de un rato en nuestra celda.

—Sí. —Reacia a perder de vista a Espartaco, Ariadne retrocedió. Permaneció junto a la puerta hasta que el médico le hizo un gesto impaciente para que se marchara. Sintiéndose más feliz de lo que se había sentido en mucho tiempo, Ariadne se encaminó a los baños. Era un buen momento del día para lavarse.

Los gladiadores solían lavarse al caer la tarde, cuando concluía su jornada de trabajo. Getas y Seuthes comprobarían que la zona estaba vacía y entonces podría relajarse. Y pensar en Espartaco, se dijo con una punzada de placer culpable.

Sonrió a los dos tracios cuando desaparecieron en el interior. Por una vez, la vida le sonreía.

—Vas a lavarte para luego celebrar la victoria con un polvo, ¿no?

Ariadne se giró horrorizada y se encontró con Phortis a tres pasos de ella, con media docena de guardas a la espalda. Varios de ellos llevaban trozos de cuerda. El capuano chasqueó los dedos.

—Ya sabéis qué hacer. —Sonriendo ampliamente, los hombres entraron sin contemplaciones en los baños.

Ariadne maldijo demasiado tarde su decisión de no llevar la serpiente. No había pensado ausentarse de la celda más que unos minutos.

—¿Qué-qué estás haciendo? —Recorrió el patio con la mirada, buscando desesperadamente a Carbo o a cualquiera de los tracios que se habían aliado con Espartaco. No vio a ninguno de ellos.

Phortis actuó con rapidez, porque sabía lo que ella estaba haciendo. Se le acercó y le puso la cara delante de las narices. El aliento le apestaba y Ariadne retrocedió.

—Pues nada. Solo quería que pasáramos un ratito juntos sin ese pedazo de mierda que tienes por esposo.

Ariadne intentó apartarse, pero Phortis la inmovilizó contra la pared. Una mano fue directa a su entrepierna. Profiriendo un suspiro lascivo, le tomó el pubis en la mano ahuecada.

—Divino —le susurró al oído—. Divino.

Ariadne le dio un buen mordisco en el cuello.

Con un grito de dolor salvaje, Phortis se soltó. Ariadne tuvo una breve visión de la sangre que rezumaba de las marcas de los dientes antes de que le propinara un bofetón en la mejilla con todas sus fuerzas. Medio aturdida, notó que las rodillas le fallaban, pero entonces Phortis la rodeó por los hombros y la llevó en volandas al otro lado de la puerta, que cerró de un puntapié.

Con unos ojos que apenas podía enfocar, Ariadne vio a Getas y a Seuthes tumbados y atados el uno junto al otro. Los dos tenían la cara llena de cortes y magulladuras por culpa de la agresión que acababan de sufrir y que los había dejado indefensos. Los guardas lascivos se cernían sobre ellos. «Estaba todo planeado», pensó ella con pesadez. Con estas, Phortis la tiró al suelo. La cabeza le chocó contra el mosaico y otra oleada de dolor le inundó la cabeza. Apenas estaba consciente cuando el capuano le arrancó la ropa y se bajó la ropa interior. Sin embargo, los viejos y terribles recuerdos de su padre volvieron a renacer cuando él se arrodilló y vio su erección palpitante.

—¡No! —masculló Ariadne—. No, por favor.

—Eso significa que sí que quieres, so puta —rugió Phortis—. ¡Sois todas iguales!

—¡No! —repitió, subiendo el tono al máximo. «¡Dioniso, ayúdame!»

—¡Déjala en paz, cabrón! —gritó Getas.

Uno de los guardas le dio una patada en el vientre y Phortis propinó otra bofetada a Ariadne.

Cayó al suelo, incapaz de impedirle que le separara las piernas. Phortis se movió para encorvarse sobre ella, que notó la rigidez de su miembro en la entrepierna.

—Llevo esperando este momento desde que te puse los ojos encima. —Dicho esto, se inclinó para besarla en los labios.

Ariadne cerró los ojos mientras el capuano le introducía la lengua a la fuerza en la boca. Hizo acopio de toda su fuerza de voluntad para intentar morderle el apéndice de carne, pero no tenía fuerza en la mandíbula. Al cabo de un momento, la magnitud de su calvario se multiplicó por mil cuando Phortis empujó con la pelvis e intentó penetrarla.

A Ariadne le embargó una avalancha de náuseas y repugnancia, como tantas veces durante su infancia. De repente, sintió la necesidad irrefrenable de vomitar. Le entraron arcadas; Phortis retrocedió y entonces ella se vomitó encima. Unas cuantas salpicaduras de vómito le saltaron a Phortis en la cara.

«Ojalá te ahogaras en ellas, hijo de puta.»

Phortis utilizó la manga de la túnica para quitarse buena parte de los trozos antes de mirarla con lascivia.

—¡Zorra asquerosa! ¡No has hecho más que abrirme el apetito todavía más! —Con un profundo gruñido, la penetró y empezó a embestirla adelante y atrás.

Ariadne soltaba gritos ahogados de conmoción y dolor. Cuando volvió a mirar hacia arriba no le sorprendió ver el rostro de su padre en vez del de Phortis. La misma lujuria le contraía las facciones. El mismo brillo en los ojos fríos e inertes. Oía los mismos ruidos animales de placer saliéndole por la boca.

—Te odio —dijo con voz susurrante—. Siempre te he odiado y siempre te odiaré.

—¿Cómo?

Ariadne parpadeó, Phortis había reaparecido.

—Invoco una maldición sobre tu miserable cabeza —dijo con voz queda—. Que las ménades de Dioniso te acechen a cada paso. En cuanto tropieces, se abalanzarán encima de ti y te harán jirones. No quedará nada de ti salvo una calavera sonriente y un revoltijo de huesos roídos. —Ariadne advirtió el temor que asomaba a los ojos de Phortis, notó que se estremecía en su interior y sin saber muy bien cómo logró arrancar una risa histérica del fondo de los pulmones—. ¿Y tú te consideras un hombre? ¡No eres más que un cerdo con la picha floja!

Entonces quien retrocedió fue Phortis. Sin embargo, el respiro de Ariadne no duró más que escasos segundos. Él echó el brazo derecho hacia atrás para golpearla otra vez. Ariadne cerró los ojos y se preparó para soportar el dolor subsiguiente.

—¡Phortis!

Ariadne notó que el capuano se ponía tenso. El golpe nunca llegó.

—Phortis, ¿dónde coño te has metido? Craso está a punto de marcharse. Tendremos mucho de que hablar. —Batiatus sonaba enfadado.

Phortis agarró a Ariadne por la mandíbula y la obligó a mirarle.

—Estás de suerte, zorra. La próxima vez no serás tan afortunada. ¡Y no te creas que no habrá una próxima vez! Te vigilaré, de la mañana a la noche. Espartaco y sus patéticos compinches no pueden protegerte a todas horas. Con una mordaza en la boca no podrás escupir veneno. Si mueres ahogada en tu propio vómito mientras te follo, nadie se alegrará más que yo.

—¡Phortis! —gritó Batiatus.

—¡Ya voy, señor! —Arreglándose la ropa, el capuano se puso en pie. Fulminó con la mirada a los guardas—. Desatad a esos dos. Seguidme al exterior cuando oigáis que me voy con Batiatus. —Con una última mirada malévola a Ariadne, se marchó.

Embargada por el dolor, la vergüenza y el terror, Ariadne quedó sumida en la inconsciencia que había amenazado con superarla.

Cuando Ariadne despertó, notaba la cabeza como si se la hubiesen golpeado con un par de martillos enormes. Notaba una ligera palpitación en la parte posterior de los párpados. Abrió los ojos y la embargó una oleada de náuseas. Tuvo arcadas y de inmediato alguien —¿el médico?— la hizo girarse sobre el costado y le colocó el borde frío de un recipiente en los labios.

—Sácalo. Sácalo todo.

Al cabo de un instante, quedó claro que en el estómago de Ariadne quedaba bien poco por salir. Se llevaron el cuenco y volvieron a colocarla boca arriba.

—Espartaco —masculló.

—Estoy aquí —dijo él con suavidad.

Hizo girar los ojos y lo encontró a un paso de distancia, justo detrás del médico.

—Gracias a los dioses —susurró ella.

La sonrisa de Espartaco se suponía que debía ser tranquilizadora, pero tenía la preocupación grabada en el rostro cuando se dirigió al griego.

—¿Está bien?

—No he notado ninguna rotura en el cráneo, pero es demasiado pronto para determinar si ha habido daños duraderos —murmuró el médico—. Necesita guardar cama durante por lo menos un día y una noche.

«¿Daños duraderos?», pensó Ariadne sorprendida. Notaba un borde borroso en la visión y el dolor de cabeza era insoportable, pero sentía que iba recuperando fuerzas.

—¿Cuánto tiempo he estado inconsciente?

—Demasiado. ¡Phortis es un animal! —repuso el médico con virulencia. Le pasó un frasco de cristal a Espartaco—. Debe tomar un sorbo de esto cada hora. Hazme llamar si empeora. Más tarde vendré a visitarla. —Desapareció de su vista.

—Por todos los dioses. —Ariadne reconoció al fin el interior de su celda—. ¿Me has traído aquí?

—Sí. Después de que Getas viniera a buscarme gritando como un loco. Me ha contado lo ocurrido. —Espartaco estaba abrumado por la vergüenza y bajó la cabeza—. Lo siento. Te he fallado. Tenía que haber estado allí.

—Te estaban curando el brazo —le reprendió—. ¿Cómo ibas a saber que Phortis me agrediría entonces? Getas y Seuthes tampoco tienen la culpa. —La embargó el pánico—. No les has hecho nada, ¿verdad?

La furia desbocada de Espartaco le contrajo las facciones agradables y le hizo adoptar una expresión bestial. Algo primitivo. Resultaba realmente aterrador.

—Todavía no —dijo chirriando los dientes—. Pero pagarán por ello, no te quepa la menor duda.

—No. —Sobreponiéndose a su debilidad, Ariadne le tomó del brazo—. No hagas nada. Han obedecido tus órdenes, comprobar que no hubiera peligro en los baños antes de que yo entrara. Phortis ha enviado a seis hombres a atarlos mientras me agredía.

—¿Y qué? —espetó—. Deberían haberte protegido de todos modos.

—Getas y Seuthes no son dioses, son hombres. Igual que tú. Además son tus seguidores más leales. Y tus amigos. —Al ver que se estremecía, Ariadne suavizó la voz—. Saber que te han fallado les hará tener el doble de determinación para no volver a cometer el mismo error.

Él asintió lentamente.

—Han jurado morir antes de permitir que te vuelva a pasar una cosa así.

—Entonces perdónalos —le instó ella.

—Tengo que perdonarme a mí mismo por lo ocurrido. —Espartaco exhaló un fuerte suspiro—. O sea que supongo que puedo darles una segunda oportunidad a esos imbéciles. —Bajó las cejas—. Y por lo que respecta al cabrón de Phortis, morirá llamando a su madre a gritos. Pronto.

—Bien. Yo también quiero verle sufrir, pero…

—Lo sé. —La tristeza sustituyó a la ira—. No puede haber una venganza rápida. Seguro que se lo espera. Igual que esperará la siguiente oportunidad para… —Espartaco apretó la mandíbula—. ¿Te ha llegado a…? —preguntó sin mirarla—. Getas y Seuthes no podían ver, pero han oído…

A Ariadne se le hizo un nudo en la garganta, pero lo deshizo. Espartaco se merecía saber la verdad.

—Sí, poco rato.

—¡Será cabrón el hijo de puta podrido y follacabras! —Las venas del cuello de Espartaco se le hincharon peligrosamente—. ¡Le cortaré la polla y se la haré tragar!

—Estoy viva. Me recuperaré —murmuró, olvidando su propio dolor durante unos instantes—. Tampoco es que sea la primera vez.

Espartaco se quedó pasmado.

—¿Quién? ¿Cuándo? ¿Cómo?

Ariadne se resistía a mirarle.

—Mi padre. Durante toda mi niñez. No se acabó hasta que fui a formarme a Cabila.

—Lo siento —dijo, acariciándole la mano—. No lo sabía.

—Nadie lo sabe. Eres la primera persona a la que se lo digo. —Alcanzó a mirarlo fugazmente antes de que la vergüenza le hiciera apartar la vista.

—¿Qué clase de monstruo era? —Espartaco alzó el puño derecho y lo apretó hasta que la piel se le puso blanca—. ¡Si ese cabrón estuviera aquí, se lo haría pagar! —Volvió a mirar a Ariadne. Percibió parte del sufrimiento que destilaban sus ojos—. No hablemos de él, ni de Phortis.

—No —susurró—. Tómame de la mano, por favor.

—Por supuesto. —Le apretó los dedos.

Más tranquila, cerró los ojos.

Espartaco la observó mientras se sumía en un sueño profundo. A solas de nuevo con sus pensamientos, fantaseó con que mataba a Phortis y al padre de Ariadne. A pesar de su arrollador deseo de venganza, sabía que asesinar al capuano resultaría mucho más difícil de lo que habría sido antes. A partir de ahora, procuraría por todos los medios no estar desprotegido. Sin embargo, a Espartaco le preocupaba más que Phortis volviera a intentar violar a Ariadne. Hizo un juramento silencioso al Jinete. No podía pasar. No pasaría.

Incluso mientras juraba, Espartaco notaba que las dudas le corroían. Aunque ahora muchos hombres le eran leales, no era omnipotente. Por mucho que intentara asegurarse de que Ariadne estaba protegida, Espartaco no podía garantizar que al cabo de una semana, un mes o un año, el capuano no encontrara otra oportunidad para atacar. Y no se reprimiría. Getas le había contado que había amenazado a Ariadne.

«No soy solo yo quien es un pedazo de carne para ser contemplado mientras peleo y muero», se dijo con amargura. Ariadne también, para abusar de ella. Para violarla. Para desecharla.

La rabia volvió a consumir a Espartaco. Le entraron ganas de saltar y golpear la pared, pero Ariadne seguía sujetándole los dedos. La miró con ternura. «No puedo permitir que corra esa suerte —se prometió—. No lo permitiré.» Aparte de matarla o de suicidarse juntos, que eran opciones que Espartaco descartaba, solo quedaba otra vía. La que se le había ocurrido justo después de la lucha ante Craso.

«Huiré de este pozo de mierda —decidió—. ¡Y me llevaré a Ariadne y a todo gladiador que quiera seguirme! Los tracios que me han jurado su lealtad seguro que me acompañan y, con la bendición del Jinete, también vendrán otros. Phortis será el primero en morir antes de que nos marchemos. Batiatus también, si puedo. Es una pena que Craso no vaya a estar aquí. A ese cabrón también me lo cargaría.»

Al final una sonrisa fue asomando a los labios de Espartaco.

Estaba bien tener por fin un plan.

En ese mismo instante, Espartaco tuvo una visión fugaz de la serpiente enrollada en su cuello. De repente, sintió mucho frío. ¿Acabaría muerto durante la huida? La frustración que había intentado combatir ante el hecho de que Ariadne no encontrara una explicación para el sueño volvió a hacer mella en él. La flaqueza de su determinación fue momentánea. Sacó pecho. La muerte era un destino mejor y más atractivo que esperar a que Phortis actuara. Llegado el caso, lo convertiría en la muerte de un guerrero. Ariadne también lucharía.

Tendrían un final digno de todo tracio, fuera hombre o mujer.

Ariadne no se despertó por completo hasta la mañana siguiente. Espartaco sintió un gran alivio al ver que parecía estar mucho mejor. Hasta al médico le satisfizo la mejora y accedió a que se sentase fuera bajo el cálido sol en vez de obligarla a guardar cama.

—No pienso esconderme —aseguró Ariadne—. Quiero que el animal de Phortis vea que no va a hundirme… ni a poseer mi cuerpo.

—Si estás segura —dijo Espartaco, impresionado por su valor y determinación.

—Lo estoy.

La ayudó a salir por la puerta con cuidado. Getas y Seuthes ya les esperaban. Igual que Carbo. Acompañaron a Ariadne hasta un taburete y los tracios se colocaron a uno y otro lado de ella, alerta como un par de perros guardianes. Carbo le sonrió e intentó no pensar en cómo se sentiría si le hubiera pasado lo mismo a Chloris.

Espartaco dedicó una mirada inquisitiva a sus amigos.

—Estamos dispuestos a morir antes de permitir que le pongan la mano encima —prometió Getas.

—También nos oirás gritar tu nombre —masculló Seuthes.

—Nadie te hará daño —prometió Carbo—. Lo juro.

—Bien —dijo Espartaco satisfecho—. ¿Y el otro asunto que tratamos? —Ahora que estaba a punto de actuar para poner en práctica su decisión, quería una garantía definitiva.

Carbo no se había planteado huir del ludus, ¿por qué iba a hacerlo si la cosa iba bien? Pero, si Espartaco iba a liderarlos, tendría que seguirle. Para bien o para mal, ahora era un tracio más. Si no le era leal, nunca más sería capaz de ir con la cabeza bien alta. Carbo odiaba reconocerlo, pero también había otro motivo. Si Espartaco se marchaba, volvería a ser una presa fácil para los luchadores depredadores que quedaban en el ludus.

—Todos estamos contigo, igual que los demás. Somos treinta y dos.

—A muerte —añadió Getas.

A Espartaco le brillaron los ojos peligrosamente. «Eso es lo que quiero escuchar.» Todavía no estaba cien por cien seguro de Carbo, pero no le parecía que el joven romano fuera un chivato.

—¿De qué estáis hablando? —preguntó Ariadne.

Espartaco se agachó a su lado y los demás se alejaron para que pudieran hablar en privado. En un susurro, le explicó lo que había decidido la noche anterior.

—Hoy voy a abordar a los demás líderes. —Le satisfizo el gesto de aprobación vehemente que ella hizo con la cabeza.

—Tenemos que hacer algo —convino ella—. Le pediré a Dioniso que te proteja.

—Gracias. —Al levantarse, Espartaco volvió a ver la serpiente que se le enrollaba en el cuello. «Tengo que hacer esto, cueste lo que cueste.»

—¿Qué ocurre?

—Nada. —Le sorprendió que se hubiera percatado.

«Mentiroso.»

—¿A quién preguntarás primero?

—Oenomaus —repuso Espartaco enseguida—. Es quien tiene más seguidores.

—Si une su suerte a la tuya, otros le imitarán —dijo ella, tanteando la situación.

—Es lo que espero, sí.

—¿Cómo le convencerás?

—Ya buscaré la manera.

Ariadne percibió la leve incertidumbre de su voz. Lo miró fijamente largo y tendido.

—¿Has vuelto a soñar con la serpiente?

Él asintió a regañadientes. «Ve demasiado.»

Durante un brevísimo instante, Ariadne se planteó decirle una mentira y contarle que Dioniso le había enviado una explicación a su visión. No, decidió. Quizás enfureciera al dios. Quizás empeorara la situación todavía más.

—¿Y crees que podría significar tu muerte?

—Nuestras muertes —respondió con voz queda.

Ariadne se lo quedó mirando. El ruido de la actividad del patio fue apagándose mientras el mundo se volvía más denso a su alrededor. Incluso Getas y Seuthes, que estaban a escasos pasos de distancia, parecían menos reales.

—Si la cosa sale mal, no puedo dejarte atrás para ese puto secuaz. Yo, o uno de nosotros, te pondré fin antes.

Ella le sujetó la mano.

—No querría que fuese de otro modo. Permaneceremos juntos… en la vida o en la muerte.

Él sonrió sombríamente.

—Que así sea.

Ariadne observó a Espartaco cuando se marchó en solitario. Asintió para dar la bienvenida a Getas, Seuthes y Carbo cuando volvieron a ocupar su posición, pero, por dentro, las dudas la asediaban. Tras lo ocurrido el día anterior, era demasiado fácil suponer el peor resultado posible para su sueño. «Dioniso, ayúdame —suplicó—. Siempre he sido tu fiel servidora. No nos abandones ahora, ni a mí ni a mi esposo.»

Espartaco se dirigió directamente a Oenomaus, que estaba sentado a una mesa comiendo con sus hombres. La certeza que había tenido la noche anterior seguía ahí, pero no tenía ni idea de si el germano, o cualquier otro, ya puestos, estaría de acuerdo con él. Nunca había hablado con Oenomaus y su plan era de locos. «Gran Jinete, apóyame. Te pido que guíes mi camino.» Espartaco estaba a doce pasos de Oenomaus cuando un hombre robusto de pelo largo y barba poblada se interpuso en su camino. Unos cuantos más hicieron lo mismo con la mano dentro de la túnica para palpar las armas que escondían.

—Párate aquí mismo —farfulló el primer hombre en un precario latín—. ¿Qué quieres?

Espartaco levantó las manos en son de paz.

—Nada del otro mundo. Solo quiero hablar con Oenomaus.

—Lárgate. Él no quiere hablar contigo.

Espartaco atisbó más allá del corpachón del hombre.

—¡Oenomaus!

El germano giró la cabeza.

—¿Quién me llama?

—Yo —respondió Espartaco. Lanzó una mirada al barbudo que le impedía el paso—. Este amigo tuyo tan educado dice que no quieres hablar conmigo.

—¿Educado, él? —Las comisuras de los labios de Oenomaus se alzaron un ápice—. De todos modos, tiene razón. ¿Por qué iba a molestarme en hablar con alguien como tú?

—Lo que quiero decirte podría interesarte.

—¿Eres el que luchó ante Craso?

—Sí.

—Muchos hombres habrían sucumbido a las heridas que sufriste. Te merecías ganar.

—Gracias.

Oenomaus indicó el banco del otro lado en su misma mesa.

—Siéntate.

Los hombres que estaban delante se apartaron rápidamente.

Espartaco siguió su camino y dejó atrás al enfurecido germano. Miró a su alrededor al sentarse para cerciorarse de que ninguno de los guardas mostraba interés. Se sintió aliviado al ver que ni siquiera miraban en su dirección. A Phortis tampoco se le veía por ningún sitio. Razón de más para actuar con rapidez.

—¿Qué quieres? —preguntó Oenomaus sin rodeos.

«Es directo. Eso está bien.» Espartaco lanzó una mirada a los luchadores de ambos lados.

—Lo que tengo que decirte es privado.

—Estos son mis hombres de confianza —masculló Oenomaus—. Di lo que tengas que decir o lárgate.

—Como quieras. —Espartaco se le acercó más—. Voy a escaparme del ludus con mis seguidores. Me preguntaba si te unes a nosotros.

Todos los rostros que le rodeaban reflejaron una tremenda sorpresa. Oenomaus fue el primero en recuperarse.

—¿Cómo dices?

Espartaco echó un vistazo rápido a su alrededor. Seguía sin haber ni rastro de Phortis. Repitió lo que acababa de decir con toda tranquilidad.

—No me conoces ni sabes de qué soy capaz. ¿Cómo puedes estar tan seguro de que no me daré la vuelta y le contaré a Batiatus lo que planeas? —inquirió el germano.

—No lo sé —repuso Espartaco encogiéndose de hombros con despreocupación—. Pero, por mi experiencia, un hombre que lidera a otros cincuenta hombres no suele ser un canalla.

Oenomaus se mostró satisfecho.

—Tienes razón en eso. Continúa.

Espartaco aprovechó la oportunidad.

—Somos doscientos en el ludus. Batiatus tiene… ¿cuántos? ¿Treinta o treinta y cinco guardas? —Golpeó una mano contra la otra, en silencio, para que nadie le oyera—. Si fuéramos un número suficiente, es imposible que pudieran impedirnos que nos apropiáramos del arsenal.

Oenomaus lanzó una mirada al anfiteatro de la parte superior.

—Los guardas van bien armados. Morirían muchos hombres antes de que les pusiéramos las manos encima a las armas.

—Es probable —reconoció Espartaco—. ¿Acaso no es mejor eso que morir en la arena ante el rugido de una muchedumbre de romanos?

—Algunos dirían que no, sobre todo si han sobrevivido un año o dos entre estos muros. —Oenomaus tenía una mirada astuta—. Si sus mujeres estuvieran amenazadas por Phortis, por supuesto que lo verían distinto.

—No es el único motivo por el que quiero escapar.

—Ah, ¿no?

—Cuando ayer maté a ese guerrero vi la reacción de Batiatus y de Craso. Para ellos no era más que un número de circo. Craso llegó a decirlo.

—¿Te crees que no lo sé? Luchamos. A veces resultamos heridos. A veces morimos. De vez en cuando recibimos el dinero de un premio. Los mejores tenemos mujer. No difiere mucho de ser guerrero en una banda de guerra.

«¿Es que no tienes amor propio?», quiso gritar Espartaco. Tuvo la sensatez de no hacerlo. Aquello seguro que habría puesto al germano en su contra. Bajó la voz. Con energía.

—Si huimos, no solo recuperaremos nuestra independencia y el derecho de decidir nuestra propia suerte sino nuestro orgullo. ¡Nuestro orgullo!

Oenomaus se pasó un dedo por los labios mientras cavilaba.

Espartaco aguardó. No quería presionarle demasiado.

—Es arriesgado, muy arriesgado —declaró Oenomaus al cabo de un momento—. ¿Quién más está contigo?

Había demasiado en juego como para mentir, pensó Espartaco.

—Eres el primero a quien he acudido.

—Entonces, ¿nadie más te ha dicho que sí?

—Cuento con treinta y un hombres que me seguirán hasta la muerte.

—Sin duda es lo que se encontrarán si no sois más —repuso Oenomaus con acritud.

—Entonces, ¿no te apuntas?

—Si consigues convencer a alguien más, ya hablaremos. —Oenomaus hizo un gesto de despedida.

Espartaco elevó los ojos al cielo. «¿Eso es todo?», gritó en silencio.

El bruto barbudo que había intentado impedirle hablar con Oenomaus ya estaba a su espalda.

—Hora de marcharse.

Enfurecido, Espartaco se puso en pie. No tenía sentido montar una escenita. Aquello quemaría los puentes que pudiera haber tendido.

Oenomaus se giró para deliberar con uno de sus secuaces.

—Vamos —gruñó el germano barbudo. Le puso una mano en el brazo a Espartaco.

—No me toques —le susurró Espartaco entre dientes. Le satisfizo que obedeciera su orden.

Había dado doce pasos quizá cuando un recuerdo le cosquilleó la mente. ¿Por qué no se le había ocurrido antes? Giró en redondo y asustó al barbudo.

—Un momento. Tengo que volver a hablar con Oenomaus.

—Ni por asomo. Ya has tenido tu oportunidad. —Unos puños como garrotes se dispusieron a agarrar a Espartaco por la túnica.

Espartaco le esquivó echándose hacia atrás y entonces se abalanzó hacia delante para darle un puñetazo al otro en el plexo solar. Empleó toda su fuerza. El barbudo abrió la boca y formó una gran «O» de sorpresa cuando el aire le salió de los pulmones y clavó las rodillas en el suelo como un buey aturdido.

Enseguida se armó un alboroto considerable. Los bancos cayeron al suelo. Una docena de germanos se pusieron en pie de un salto. Las armas brillaban al ser extraídas y Espartaco se dio cuenta de que tenía escasos segundos para hablar antes de que se las clavaran.

—¡Oenomaus! Lamento haber derribado a tu hombre, pero no me ha hecho caso. Hay algo más.

Para su sorpresa y alivio, Oenomaus alzó una mano. Sus seguidores encolerizados se contuvieron. Él arqueó una ceja.

—Más vale que sea bueno.

—Lo es —prometió Espartaco—. Ayer cuando Craso subía, le oí decir que necesitaba a veinte luchadores habilidosos para un munus. Parecía interesado en comprarlos aquí.

—Eso no tiene nada de especial —espetó Oenomaus.

Sus hombres dieron un paso hacia Espartaco y, esta vez, no se lo impidió.

—Todos lucharán en un combate a muerte. —Volvió a captar la atención de todos. Lo que Espartaco no dijo, pues no hacía falta, era que por lo menos la mitad de los hombres serían germanos.

—¡Mientes!

Espartaco miró directamente a Oenomaus.

—Te juro por la tumba de mi madre, y por Dioniso y el Gran Jinete, que no.

Oenomaus frunció el ceño.

Espartaco elevó otra plegaria para pedir la ayuda de los dioses.

—¿Quién encabezaría esta aventura?

Otra pregunta cargada de significado, pensó Espartaco. Gracias al Jinete que ya había pensado una respuesta con antelación.

—Ningún hombre. Cada uno de nosotros cuidará de sus seguidores. Lo mismo en el caso de Gavius y los líderes galos, si es que quieren participar.

Oenomaus gruñó.

—¿Adónde iríamos?

—Todavía no lo sé. Pero uno de mis hombres es el nuevo auctoratus. Conoce la zona y puede darnos algunas ideas. —«Ya está. He hecho lo que he podido.»

Se produjo un largo silencio.

Entonces Oenomaus adoptó una expresión lasciva. Era todo dientes, como un lobo.

—Cuenta con nosotros. —Hizo un guiño a quienes le rodeaban y, como una manada que hubiera avistado una presa más fácil que abatir, mostraron su acuerdo con un gruñido.

A Espartaco le dio un vuelco el corazón. Hizo un breve asentimiento, como si no hubiera esperado otra cosa.

—Bien.

—¿Puedes convencer a los demás para que también se sumen a nosotros?

Dedicó una sonrisa segura al germano.

—Déjamelos a mí.

—Mantenme informado.

—Descuida. Ni una palabra a nadie. —Espartaco notó movimiento con el rabillo del ojo. Le bastó una mirada rápida para saber que se trataba de Phortis. «¡Mierda!» Pronunció el nombre del capuano moviendo los labios.

Oenomaus le guiñó el ojo para demostrarle que había entendido.

Espartaco le dio un puntapié al germano barbudo.

—Dile a este idiota que mire por dónde anda.

—¡Vete a tomar por culo! —gritó Oenomaus.

Espartaco retrocedió lentamente como si temiera ser atacado. Los germanos le lanzaron una retahíla de insultos al pasar. Cuando Espartaco volvió a mirar, Phortis sonreía complacido ante la supuesta enemistad entre él y Oenomaus. «Ha mordido el anzuelo. Bien.»

Alentado por el éxito inicial, Espartaco se pasó el resto del día tanteando a otros líderes del ludus. Cuando Gavius, el luchador bajo y robusto que lideraba a más de cuarenta samnitas, oyó hablar de la participación de Oenomaus, le prometió su apoyo rápidamente. Igual que la mayoría de los tracios. Espartaco no tuvo tanta suerte con Castus y Gannicus, líderes respectivamente de dos grupos distintos de galos. Daba la impresión de que ninguno de los dos lo delataría, pero la pareja no era capaz de dejar a un lado las sospechas de las demás facciones y mucho menos del uno del otro. No hizo ningún esfuerzo por hablar con el resto de los luchadores. Eran de demasiadas nacionalidades distintas. Espartaco tampoco se molestó en intentar ganarse a Crixus. La mirada furibunda del hombretón le seguía por el patio y le hacía intuir lo que probablemente le respondería.

Preocupado por sus fracasos, pidió consejo a Getas y Seuthes. Carbo se mantuvo al margen, aunque se sentía honrado de ser incluido en el grupo.

—Tal vez deberíamos olvidarnos de los galos —dijo Getas, frunciendo el ceño—. La mayoría de las veces se comportan como unos cabrones problemáticos.

Seuthes se rio por lo bajo.

—No se equivoca en eso.

—Sí, pero son unos luchadores aguerridos y sanguinarios —añadió Espartaco—. En cuanto estemos fuera, estaremos completamente solos, sin amigos. Todo el mundo se volverá contra nosotros. Pensadlo. —«Si conseguimos salir de aquí, ¿adónde iremos?» Sintió un atisbo de esperanza. «Podría volver a Tracia. Buscar a Kotys.»

—Es verdad —dijo Getas sombríamente.

—Cincuenta galos aumentaría de forma considerable nuestra capacidad —reconoció Seuthes—. Pero si no has logrado convencer a Castus ni a Gannicus y Crixus está descartado, ¿qué más podemos hacer?

Espartaco frunció el ceño.

—Tiene que existir la manera de sortear este obstáculo.

—¿Te seguirían si les vencieras en un combate a dos? —preguntó Carbo de repente.

—¿Cómo? —Seuthes se volvió contra él—. ¿Pretendes que Espartaco se enfrente a tres luchadores campeones, uno detrás del otro? ¿Por qué no lo haces tú, imbécil?

Carbo se sonrojó y cerró el pico.

—Creo que no vas desencaminado.

Espartaco ignoró las expresiones de asombro de Geta y Seuthes y la cara de sorpresa de Carbo.

—Por supuesto, no quiero luchar contra ellos tres. Aunque les venciera, probablemente acabaría pasando un mes en la enfermería. Ni Castus ni Gannicus se apuntarían necesariamente si el otro sí lo hace.

—Por supuesto que no. Se odian entre ellos —dijo Getas.

—Pero si derrotara a Crixus y se uniera a nosotros, quizá los otros cambiaran de opinión.

—¿Te has vuelto loco? —susurró Seuthes—. Todavía no tienes bien el brazo y ese hombre es una bestia.

—Déjalo correr —aconsejó Getas—. Podemos hacerlo sin los galos.

—Ah, ¿sí? —Espartaco inclinó la cabeza ante los guardas que patrullaban—. Piensa en las bajas que esos hijos de puta podrían causar en los primeros instantes. Ya hemos visto cómo abortan los ataques con una ráfaga de flechas. Aquí podría pasar lo mismo.

Se hizo un silencio desalentador y Carbo deseó haber mantenido la boca cerrada. Todos habían visto a los guardas entrenando en el patio. La mayoría eran capaces de emplumar a un objetivo con media docena de flechas en sesenta segundos.

Si había algún momento propicio para luchar contra Crixus, era entonces, pensó Espartaco. Hasta el momento, había evitado la confrontación porque habría sido un sinsentido. Ahora había mucho que ganar. Si prácticamente todos los hombres del ludus participaban, tenían muchas más posibilidades de éxito. Su instinto le decía que debía hacerlo y si lo reconocía era también porque quería que lo considerasen como el hombre que había unificado a los gladiadores. Independientemente de lo que ocurriera cuando huyeran, aquello no lo olvidarían.

—¿Qué es lo peor que puede pasar? Crixus quizá me rompa unas cuentas costillas —bromeó.

Getas abrió la boca para protestar, pero la volvió a cerrar.

—¿Cuándo?

—Por la mañana —repuso Espartaco—. Después de haber dormido bien por la noche.

—Pero… —dijo Carbo, preocupado.

—Déjalo —advirtió Seuthes—. He visto esa expresión en sus ojos muchas otras veces.

—Pones en peligro tu vida.

—Y es una decisión personal —contratacó Espartaco.

Carbo bajó la mirada. «¿Y si fracasa? —pensó angustiado—. ¿Y si Craso lo mata? No tendré quien me proteja.» Le embargó una sensación de culpabilidad por ser tan egoísta que no lograba evitar.