La pesadilla pasó a formar parte de la vida de Espartaco y se repetía cada semana más o menos. Aunque se esforzaba al máximo por no obsesionarse con ella, era incapaz de apartarla de su mente por completo. Se frustraba al pensar en los posibles significados, pero no volvió a preguntar a Ariadne al respecto. Había llegado a la conclusión de que probablemente se refiriera a su muerte en la arena. Frustrado por su impotencia para cambiar ese destino, hizo todo lo posible por desterrar sus preocupaciones. Ariadne sabía que Espartaco seguía teniendo el sueño, pues la despertaba cada vez con sus movimientos bruscos. La situación se había complicado por el hecho de que él se había tomado su caricia tranquilizadora de una noche por lo que no era y había intentado seducirla. Ariadne se había apartado de él con tanta brusquedad como si le hubiera echado un jarro de agua hirviendo encima. La disculpa inmediata de Espartaco no había producido más que una maldición discreta. Había tardado varios días en deshacer su frígida desaprobación. Él no había vuelto a intentarlo. Sus recuerdos de las violaciones de su época con las legiones eran demasiado oscuros, demasiado asalvajados. Si Ariadne no accedía a mantener relaciones sexuales con él, pues nada. Sin embargo, el yugo de su libido insatisfecha resultaba menos perturbador que el sueño en el que aparecía la serpiente. No obstante, no tenía la menor intención de hacer algo al respecto. Si Ariadne le encontraba alguna explicación, ya se lo diría. Irritado al pensar que ambas vías parecían ser un callejón sin salida, Espartaco continuó con su vida habitual. Se entrenaba con dureza. Estrechaba el vínculo con sus seguidores. Existía.
La tónica de su realidad a lo largo de los siguientes meses se mantuvo sin cambios. Pesadillas. Entrenamiento. Reclutar hombres para su causa. Peleas. Presionado por Phortis, Amarantus empezó a presentarlo en combates únicos en la arena local. Ganó sus primeras peleas con facilidad y el galo respondió presentándolo contra oponentes más expertos, que solían proceder de los ludi de Roma. Espartaco también los venció y con cada victoria fue aprendiendo a ganarse la aprobación del público en cuanto entraba en el círculo de arena, el mundo del gladiador. Gracias a ello también aumentó el número de sus seguidores en el ludus. Los esfuerzos de Ariadne también ayudaron a aumentar su prestigio. Empezó a aceptar ofrendas de Dioniso y a hacer peticiones al dios en nombre de un buen número de reclusos de la escuela.
Los éxitos de Espartaco implicaron que acabaran obligándole a luchar en un combate a muerte. Su contrincante era un germano fornido que pertenecía a otro lanista. La lucha había sido encarnizada, pero Espartaco había vencido. Su recuerdo más destacado del episodio no era haber clavado la espada en el cuello de su oponente, sino el rugido sanguinario del público que había ido a continuación. Si bien conocía de primera mano el subidón de adrenalina que producía matar a un hombre y a una parte primitiva de él le regocijaba esa sensación, a Espartaco le desagradaba la forma en que personas diversas eran capaces de pagar para verle cometer ese acto y disfrutar del espectáculo de forma indirecta. «Que estos hijos de puta bajen a la arena y lo hagan ellos mismos —pensaba con virulencia—. Apuesto a que unos cuantos serían capaces de clavarle la espada a otro.»
No obstante, al comienzo del nuevo año, la opinión de Espartaco sobre el asunto cambiaría, como mínimo sobre un integrante concreto del público.
Por el contrario, la vida de Carbo había mejorado. Había ganado sus dos primeras luchas y, gracias a ello, pequeñas cantidades de dinero que ahorraba en secreto. Aquellos avances le animaban sobremanera. Si los dioses lo mantenían a salvo de las heridas o la muerte, ahorraría hasta que tuviera una cantidad de dinero decente que enviar a su padre. A veces soñaba con vengarse de Craso. Era mera fantasía, pero de todos modos la disfrutaba. La atracción que sentía por Chloris le resultaba más turbadora. No podía evitar desnudarla con la mirada a la menor oportunidad y guardarle rencor a Amatokos, su fornido amante. De todos modos, era habitual que las esclavas del ludus se emparejaran con un gladiador. Sin un guardián, eran víctimas de cualquier luchador sediento de sexo. Como era de esperar, a Batiatus le importaban bien poco tales violaciones. Si las mujeres se quedaban embarazadas, al cabo de nueve meses tendría un niño que se criaría como gladiador o una niña que vendería en el mercado de esclavos cuando tuviera edad suficiente. Ser consciente de ello no aliviaba la frustración de Carbo. Había intentado hablar con Chloris, pero Amatokos la tenía bien vigilada y en una ocasión había tenido la fortuna de librarse de una paliza del tracio.
Carbo no estaba del todo seguro, pero había algo en la forma en que Chloris le devolvía las miradas que le indicaba que no perdiera la esperanza. Sin embargo, mientras Amatokos rondaba cerca, no pasaba gran cosa. El guerrero era duro, rápido y había ganado más de una docena de combates en la arena, incluyendo uno a vida o muerte. Lo único que Carbo podía hacer al respecto era aplicarse al máximo en los entrenamientos y rezar a los dioses. A pesar de sus frustraciones, la vida marcial le resultaba gratificante, más, según su convencimiento, de lo que le habría resultado prepararse para ser abogado. Si no podía ser soldado entonces sería gladiador. Y de los realmente buenos.
Una noche, ya tarde, un mensajero fue a ver a Batiatus. Albinus, uno de los políticos de mayor rango de Capua, iba a recibir la visita nada más y nada menos que de Marco Licinio Craso, supuestamente el hombre más rico de Roma. Al parecer, Craso había mostrado interés por visitar el ludus de Batiatus. Deseoso de impresionar, Albinus había ofrecido una gran cantidad de dinero al lanista para organizar un combate especial en la escuela durante la visita de Craso. Se rumoreaba que sería un combate a muerte. Como es natural, ambos gladiadores procederían de la misma escuela. A la mañana siguiente todos los rincones del patio se llenaron de corrillos de luchadores ansiosos que murmuraban. La misma pregunta estaba en boca de todos: ¿quiénes serían los dos hombres?
Batiatus, Phortis y los entrenadores más antiguos se pasearon por el patio mientras los gladiadores desayunaban. La mayoría de los hombres picoteaban malhumorados las gachas mientras lanzaban miradas furtivas al grupo. Espartaco se propuso dejar su cuenco bien limpio mientras mantenía una conversación en voz alta con Getas, Seuthes y Carbo. Entre las miradas ocasionales que lanzaba por encima del hombro, Espartaco miró al joven romano de reojo. Bajo su protección, Carbo había recuperado las ganas de vivir. Se estaba convirtiendo en un luchador habilidoso. Además parecía leal. «Qué curioso que un romano me siga.»
—¿De verdad crees que Craso va a venir aquí? —preguntó Carbo.
—Eso parece —repuso Espartaco.
Carbo lanzó un juramento.
—Me encantaría tener la ocasión de estar a solas con él.
—¿Qué más te da ese tío? ¿Lo conoces?
—No. —Rápidamente Carbo le contó la historia.
—No me extraña que tengas ganas de darle una buena paliza. —Espartaco pensó en Kotys. «Lo que yo te haría, hijo de puta…»
Carbo exhaló un suspiro.
—Pero nunca tendré la oportunidad de vengarme.
—Pues no —masculló Espartaco. «Ni yo tampoco»—. Vete acostumbrando.
Al captar el tono seco de la voz del tracio, Carbo se quedó callado. «De todos modos me gustaría darle una buena paliza a Craso.»
Phortis empezó a decir nombres. Espartaco se dio cuenta de que no llamaba a ningún novato. Aquel combate tenía que impresionar y por consiguiente era preferible recurrir a gladiadores expertos. El capuano no tardó en escoger a cinco hombres: dos germanos, un par de tracios y un galo. Espartaco también vio que los luchadores de mayor éxito, tipos como Oenomaus y Crixus, no entraban en la selección. Batiatus quería dar un buen espectáculo, pero no tenía intención de perder a uno de sus mejores gladiadores. Espartaco se preguntó si él entraba ya en esa categoría. Su trayectoria no podía compararse ni por asomo con la de alguien como Crixus, con más de treinta victorias en su haber.
Los elegidos se situaron con cara entristecida cerca de Batiatus y Phortis.
—¿Son suficientes, señor?
Batiatus se frotó el mentón.
—No, quiero uno más.
Espartaco se puso tenso. Notaba que Phortis lo perforaba con la mirada.
—¡Espartaco!
Miró a Getas a los ojos y luego a Seuthes. Los dos abrieron y cerraron la boca, como peces fuera del agua. Carbo, además, parecía afligido.
—¡Espartaco! ¡Ven aquí!
Se acercó dando grandes zancadas a donde estaban los otros cinco luchadores. No miró a ninguno.
Batiatus se acercó con Phortis a su derecha y los entrenadores a unos pasos por detrás.
—Habladme de cada uno de ellos.
Los entrenadores informaron al lanista. Phortis soltaba un comentario de vez en cuando. El resto de los luchadores les observaban desde los bancos, entre los que Crixus ocupaba una posición destacada.
—Este no luchará bien. Carece de la seguridad suficiente —sentenció Batiatus, rechazando al galo.
Aliviado, el hombre regresó corriendo a la seguridad de sus compañeros.
También dejaron marchar a otros dos, de forma que solo quedaron el fornido germano, un tracio de pelo negro y Espartaco, el último candidato. La tensión aumentó de forma considerable y los tres intercambiaron miradas de desconfianza. A Espartaco se le atenazaron los músculos de la mandíbula. El germano era una opción difícil. Espartaco le había visto entrenar y había oído hablar de una pelea en la que había derrotado a un galo mucho más experto de otro ludus.
Batiatus iba de un lado a otro sopesando al trío.
—Seguid dándome información —ordenó.
Los entrenadores obedecieron.
Espartaco tenía la vista perdida delante de él. «¿Acaso mi sueño refleja esta situación? —se preguntó—. Respira. Sigue respirando.»
—Un germano y dos tracios —caviló Batiatus—. ¿Por qué será que no me sorprende?
Phortis se rio por lo bajo.
—¿Porque son unos cabrones peleones, señor?
—Probablemente —repuso Batiatus con una sonrisa. Observó al guerrero de pelo negro—. ¿Debería elegirte?
—No, señor —masculló el tracio en latín con un acento muy marcado—. Yo… nuevo recluta. No soy tan bueno… luchador.
—Eso no es lo que me han dicho —replicó Batiatus girándose hacia uno de los entrenadores, que le dedicó un asentimiento vigoroso—. Según parece, eres uno de los mejores tirones que he tenido en años. Además, me he enterado de que tu tribu está enfrentada a los medos, su pueblo. —Movió la cabeza en dirección a Espartaco—. Creo que serías un candidato excelente para este combate. —El tracio no dijo nada y Batiatus sonrió con satisfacción—. ¿Se te ha comido la lengua el gato?
Siguió sin haber respuesta y Batiatus lanzó una mirada a Espartaco.
—¿Y tú? ¿Deberías participar?
—No —respondió Espartaco con firmeza.
—¿Por qué no?
—Porque sería un desperdicio absoluto para mi talento, señor.
Batiatus arqueó las cejas.
—¿Cómo es eso?
—Si mato rápidamente al otro hombre, lo cual es muy probable, habréis perdido a alguno de estos dos excelentes gladiadores. Sin embargo, si se diese la remota posibilidad de que me mataran, nunca tendréis la oportunidad de ver qué tipo de luchador puedo llegar a ser.
—Palabras orgullosas. Palabras seguras —declaró Batiatus—. Pero ¿cómo esperas que me crea que eres capaz de derrotar a alguno de estos dos hombres? Los dos son luchadores valientes y hábiles.
—Lo que creáis es asunto vuestro —repuso Espartaco con expresión acerada—. Pero en mis luchas anteriores para el ludus, apenas he encontrado resistencia. —Detrás de Batiatus, pilló a Phortis burlándose de él. Espartaco lo miró con un odio absoluto. «Con la intervención de los dioses, te pillaré algún día, cabrón.»
Batiatus oyó que el capuano se reía burlonamente.
—¿Qué te hace tanta gracia?
—¡El perro miente, señor! Es un buen gladiador, pero no tiene ni punto de comparación con Crixus, por ejemplo.
—¿Cómo es que estás tan seguro?
—Por su forma de luchar —exclamó Phortis—. Ha ganado todos sus combates, pero no como un campeón.
—Es fácil contenerse. Me he limitado a hacer lo justo para sobrevivir —reconoció Espartaco con sinceridad. Dedicó una mirada desdeñosa al capuano. «¿Por qué iba a emplearme a fondo para un mamón desgraciado como tú?»
A Phortis se le hincharon las venas del cuello.
—Eres un cabrón…
—Basta —dijo Batiatus alzando una mano—. Quizá mienta o quizá no. ¿Por qué iba a extrañar que un hombre en su situación rindiera el mínimo? Probablemente sea la actitud de muchos.
Phortis se sumió en un silencio rabioso, lo cual provocó una débil punzada de satisfacción en Espartaco. El sentimiento se desvaneció cuando Batiatus lo miró a él, luego al germano y a continuación al tracio moreno y vuelta a empezar. Espartaco no bajó la mirada. A pesar del carácter caprichoso de los dioses, se enfrentaría a su suerte como un hombre. Al mismo tiempo, le costaba no sentir que aquello era lo que auguraba el sueño en el que aparecía la serpiente.
Batiatus se colocó delante del germano, quien, por raro que parezca, no lo miró a la cara. Aquello le bastó al lanista.
—¡Lárgate! —bramó—. Cobarde. —Mientras el germano obedecía, Batiatus volvió a centrarse en el tracio moreno—. Tú me valdrás —anunció—. De hecho, creo que serás un adversario digno para Espartaco.
El hombre asintió tembloroso.
Espartaco esperaba que lo desestimara. «El hecho de que la serpiente me rodeara el cuello no implica que no pueda matarla —se dijo—. Sí, necesitaré la ayuda del Jinete, pero no sería imposible.»
—¡Venga! ¡Prepárate! —gruñó Phortis al tracio moreno—. La pelea empieza al mediodía.
Mientras el guerrero se escabullía, la mirada fría de Batiatus regresó a Espartaco.
—Si sobrevives a este combate, más te vale que me impresiones de ahora en adelante. ¡Aquí los holgazanes no tienen cabida! Si no me quedo satisfecho, organizaré una pelea con Crixus. A muerte. Me importa un bledo el dinero que me hayas hecho ganar hasta ahora. ¿Entendido?
—Sí. —No sabía por qué, pero estaba convencido de que la risa burlona que oía era de Crixus.
—¡Pedazo de mierda insolente! Sí, «señor» —gruñó Phortis.
Espartaco apretó los dientes.
—Sí, señor.
—Vale. Ahora lárgate antes de volver a poner a prueba la buena voluntad de Batiatus.
«¿Su buena voluntad?», pensó Espartaco con amargura. De todos modos, mantuvo la boca cerrada. Si se mostraba insolente acabaría llevándose una paliza y era lo último que le faltaba. Tendría que estar en plena forma para derrotar al guerrero moreno.
Poco antes de que Albinus llegara con su prestigioso invitado, los luchadores se vieron obligados a regresar a sus celdas. Aunque a Carbo no le sorprendió —¿para qué dar acceso a la nobleza a casi doscientos hombres peligrosos?— la orden le enfureció. Desde su celda le resultaba imposible causarle algún daño a Craso. A los gladiadores también les sentó mal la orden, pero Phortis ya se esperaba su reacción. Desplegó a todos los guardas armados con arcos y les ordenó que fueran a sus aposentos. Quienes opusieron resistencia se llevaron unos cuantos latigazos. El capuano se llevó una avalancha de insultos en cuanto cerró celda tras celda. Desde las ventanas le lanzaron de todo: monedas, tazas y lámparas de aceite. Los insultos y el lanzamiento de proyectiles no sirvieron de nada. En un cuarto de hora el patio quedó vacío.
La zona de asientos semicircular que llenaba un extremo del patio parecía inmensa. Tenía capacidad para quinientas personas. Ser los únicos ocupantes reforzaría la desmesura del gesto de Albinus para con su invitado, pensó Carbo. Batiatus sabía cómo organizar un espectáculo a lo grande. Sin embargo, la arena de Capua era todavía más impresionante. El enorme edificio circular estaba construido con grandes losas de piedra, decorado con estatuas de los dioses, aparte de alzarse por encima de las viviendas circundantes. Carbo no sabía cuántos ciudadanos se apiñaban para presenciar los combates de gladiadores, pero debían de rondar varios miles. Durante las frecuentes visitas que había realizado al lugar, Carbo nunca había imaginado que un día acabaría luchando en el círculo de arena del interior. Pero el día se acercaba a toda velocidad. Su período de instrucción ya casi había terminado. Carbo anhelaba que llegara el momento. Su época de tiro novato tocaba a su fin.
Poco después aparecieron Espartaco y el tracio moreno. Carbo los observó con detenimiento. Nervioso. Espartaco solo llevaba una greba, mientras que el otro llevaba dos, pero eso tenía poca trascendencia, puesto que la cota de malla y el scutum ofrecían mucha más protección que el casco, manica y pequeño escudo cuadrado. La pareja intercambió miradas cautelosas mientras los entrenadores respetivos les susurraban al oído. Phortis se quedó en segundo plano, observando. No había ni rastro de Batiatus. No iba a aparecer hasta que llegaran las visitas importantes.
A Carbo se le revolvió el estómago de la tensión. Desde que Espartaco lo había acogido bajo su ala, había pasado mucho tiempo viéndolo entrenar. Era bueno. Muy bueno. Pero el otro tracio también. Carbo se sintió culpable de que su preocupación se debiera solo en parte a la admiración que sentía por Espartaco. Si el guerrero de pelo negro resultaba victorioso, Carbo tenía muchas posibilidades de perder la protección de la que había disfrutado los meses anteriores. Si ocurría eso, su vida resultaría tan peligrosa como si estuviera en la arena. Carbo no tenía ningunas ganas de regresar a la vida que había soportado durante la época oscura de sus inicios en el ludus. Espartaco tenía que ganar.
Batiatus apareció en cuanto llegaron Albinus y su grupo. Vestía su mejor toga y llevaba aceite en el pelo. El recibimiento empalagoso y prolijo en halagos que les dedicó repugnó a Espartaco. Observó con detenimiento a Albinus, un hombre robusto y pagado de sí mismo con aire pretencioso, y su invitado, Craso, que era tan ancho de hombros como gordo su anfitrión. El rostro bien parecido de Craso poseía una expresión ligeramente altanera. Tomó asiento en el centro de la primera fila, el lugar de mayor prestigio, con escasa elegancia, quejándose de lo dura que estaba la piedra. Batiatus se disculpó y le susurró una orden a Phortis, que regresó al cabo de un momento con un cojín mullido, lo cual pareció apaciguar un poco a Craso. Se sentó con una mueca en los labios. Albinus ocupó un asiento a su lado con expresión preocupada. Batiatus se sentó con ellos, mientras que el resto del grupo —oficiales de bajo rango y guardaespaldas— fue a sentarse en la hilera de asientos de la parte superior.
A Carbo le resultaba imposible apartar la mirada de Craso. «Se le ve tan arrogante como imaginaba. Gilipollas.»
Espartaco también lo observaba. «Da la impresión de que el hijo de puta lleva una semana sin cagar.» Apartó la mirada antes de que el político se percatara. «No pierdas la concentración. Mantén la calma.» Espartaco recordó que la expresión gélida de Ariadne se había desvanecido en cuanto se enteró de que lo habían elegido para ese combate. Recordó lo que le había dicho. Se aferraba a ello. «Esto no es lo que sale en tu sueño. No puede ser.»
Como no era un munus organizado, no se daba la pompa habitual del espectáculo público. Ningún grupo de trompetistas recorrió la arena tocando a pleno pulmón. Ninguna plataforma portada por esclavos con estatuas pintadas de los dioses que se honraban ese día. Ninguna procesión de los premios en juego para los vencedores: hojas de palma y bolsas de cuero llenas de dinero portadas en bandejas de plata. Cuando Espartaco y su contrincante recorrieron, armados hasta los dientes, la distancia que los separaba de Batiatus y los demás para situarse ante ellos sonó una trompeta solitaria.
En opinión de Carbo, aquello hacía que el combate fuera más ordinario, pero mucho más escalofriante.
Entonces fue cuando Batiatus demostró su valía. Se deshizo en elogios acerca del tracio moreno. Se explayó en sus victorias hasta el momento. Cuando recibió una señal de Phortis, el tracio alzó los brazos y giró en círculo para que Albinus y Craso admiraran su físico musculoso. El lanista hizo lo mismo con Espartaco.
Los gladiadores silbaban y aclamaban a ambos hombres a voz en grito. El ruido fue convirtiéndose en un crescendo ensordecedor que llenó el ludus.
A Ariadne, que observaba desde la celda, le costaba respirar. Tenía que reconocer que admiraba el cuerpo de Espartaco, pero aquella era la última situación en la que le habría apetecido verlo exhibido. «¿Lo preferirías entonces en tu cama?» Apartó ese pensamiento inquietante de su mente.
Una vez terminados los preliminares, Phortis salió a la arena. Actuaría de summa rudis, el árbitro de la contienda. Ordenó a los dos luchadores que se colocaran a quince pasos de distancia antes de mirar a Batiatus. El lanista asintió y Phortis señaló al trompetista. Sonó una serie corta de notas y el capuano se quitó de en medio.
Espartaco no embistió a toda mecha como había hecho en el combate contra Carbo, sino que se deslizó hacia el guerrero descalzo y en silencio por la arena. Su contrincante hizo lo mismo moviéndose como si fuera un bailarín. Espartaco no estaba en absoluto preparado para la velocidad y habilidad del guerrero. Cuando estaba a menos de media docena de pasos de distancia, echó a correr. Abalanzándose hacia delante como un lobo encima de un ciervo, intentó clavarle la sica a Espartaco directamente en la cara. Espartaco no tuvo tiempo de alzar el scutum. Echó la cabeza a un lado a la desesperada. La hoja del guerrero le pasó silbando por el lado y no le dio en la mejilla izquierda por muy poco.
Espartaco profirió un rugido de ira, pero su contrincante ya se había escabullido y había aprovechado el impulso para apartarse con destreza. El movimiento hizo que el guerrero se le colocara detrás. Espartaco se giró para repeler el siguiente ataque, otra cuchillada maliciosa en la cara, que consiguió desviar con el scutum. Su estocada de contragolpe, una embestida que habría atravesado al guerrero, no encontró más que aire. Se separaron el uno del otro entre jadeos.
Craso se inclinó para susurrar al oído de Albinus. Cuando hubo terminado, el político corpulento dedicó un asentimiento de satisfacción a Batiatus.
—Un comienzo impresionante.
—Gracias, señor —dijo con excesivo entusiasmo.
Abajo en la arena y ajenos a su público, Espartaco y el guerrero se movían en círculo el uno frente al otro.
De repente Espartaco lanzó un ataque furibundo a su oponente. Empleando una técnica de dos a uno de empujar hacia delante el tachón del escudo seguido de una estocada brutal con el gladius, hizo que el guerrero retrocediera por la arena. Su contrincante no tenía más opción que retirarse. Nadie era capaz de soportar un ataque tan arrollador. La táctica de Espartaco funcionó. Acto seguido, el guerrero resbaló, se tambaleó hacia atrás y cayó de culo.
Espartaco gritó triunfante. Echó el gladius hacia atrás y se preparó para atravesar al guerrero indefenso. No pensó en Batiatus ni en Craso ni en si querían que matara al otro tan rápido. Se había puesto en situación de batalla y lo único que importaba era aniquilar al enemigo lo antes posible.
Pero la pelea no había terminado.
Desesperado, el guerrero alzó el brazo izquierdo. Balanceando el escudo como si fuera un disco, golpeó a Espartaco en la rodilla derecha con el borde de metal.
El impacto hizo que Espartaco se tambaleara. Rugiendo de dolor, dejó caer el extremo de la espada, lo cual dio una oportunidad a su contrincante. El guerrero se apartó rodando y se puso en pie para contratacar rápidamente, una serie de cuchilladas dirigidas implacablemente al rostro de Espartaco. Lo único que podía hacer era levantar el scutum y desviar los golpes del otro. Y entonces el guerrero cambió de táctica. Girando con la elegancia de una ménade exaltada, volvió a situarse detrás de Espartaco. Con una habilidad consumada, dibujó rápidamente un arco descendente con la sica en la parte posterior del brazo con el que Espartaco sostenía el escudo. La sangre salpicó por todas partes. El aullido que Espartaco profirió como respuesta fue una combinación de sorpresa, dolor y rabia.
Albinus y Craso exclamaron admirados.
—Iugula! Iugula! —gritaron muchos de los gladiadores.
Ariadne cerró los ojos, pero el grito sanguinario seguía resonándole en los oídos. Se armó de valor y volvió a mirar hacia la arena. «Dioniso, no le abandones.»
«Por todos los dioses, no puede acabar así», pensó Carbo, elevando plegarias desesperadas.
Una sonrisa feroz retorció las facciones del guerrero moreno cuando volvió a cercarle. Espartaco le gruñó para hacerle saber que todavía le quedaban fuerzas. Su contrincante inició un nuevo ataque, lanzando estocadas con la sica igual que un niño que intenta pinchar un cangrejo con un palo. No le costó demasiado parar las réplicas de Espartaco con el escudo.
«Qué listo el cabrón —pensó Espartaco—. Intenta calibrar la fuerza que me queda en el brazo herido.» Lo retorció para ver y se dio cuenta de que era una herida larga y superficial. No daba la impresión de que le hubiera cortado ningún músculo o tendón, pero de todos modos le costaba soportar el peso del scutum.
Justo cuando Espartaco alzó la vista, la hoja del guerrero le entró con un silbido. Se apartó rápidamente, pero aun así se llevó un corte feo en la mejilla derecha. Dejó escapar un quejido involuntario de dolor. «¡Jinete, ayúdame! Me falta poco para perder.»
Quedaba claro que el guerrero opinaba lo mismo. Una tenue sonrisa asomó a sus labios. Lo único que tenía que hacer era mantenerse fuera de su alcance y seguir erosionándole.
Espartaco maldijo en silencio. Su contrincante era astuto. Por culpa de la herida del brazo, no le costaría demasiado agotarlo. Pero todavía no estaba acabado. Su vida no pendía de un hilo. No, teniendo a Ariadne a su cargo.
Profiriendo un grito de guerra desgarrador, Espartaco se abalanzó hacia delante. Con un esfuerzo mayúsculo, mantuvo el scutum en alto. Lanzó estocadas continuas con el gladius al guerrero, que se defendía a la desesperada con su pequeño escudo. Era un plan arriesgado, pero a Espartaco no tardarían en fallarle las fuerzas.
Cuando su espada chocó contra el escudo del guerrero por séptima u octava vez, la hoja atravesó el revestimiento de cuero. Astilló la madera de debajo y salió por el otro lado. El guerrero se quedó boquiabierto y le sorprendió que no le hubiera alcanzado. Retrocedió un paso y Espartaco vio una oportunidad de oro. Extrajo el arma y volvió a clavarla en el escudo del otro. Una y otra vez. Al cabo de unos segundos se partió y el guerrero se vio obligado a descartarlo. Siguió retrocediendo con aspecto asustado.
Espartaco tuvo que parar un momento para recobrar el aliento. Sentía oleadas de dolor en el brazo que se extendían por el hombro y más allá. Ya no era capaz de sostener el scutum en alto para protegerse el cuello. Sin embargo, no podía detener el ataque. Apretando la mandíbula, embistió al guerrero como un animal salvaje. Las estocadas que lanzaba con el gladius eran tan encarnizadas que su oponente no tuvo oportunidad de atacarle en el cuello. Precisó de toda su habilidad para esquivar la hoja larga de hierro de Espartaco.
Por suerte, la buena suerte del guerrero se acabó antes de que a Espartaco le fallaran las fuerzas. Su espada entró por el costado del luchador de pelo negro, por los músculos tensos de la zona y salió ensangrentada por el otro lado. Se oyó un sonido húmedo y susurrante cuando Espartaco extrajo el gladius, y el guerrero gritó por el intenso dolor que le produjo. Con la herida sangrante, se tambaleó con la sica colgando entre sus dedos flojos. Cuando Espartaco le siguió, opuso poca resistencia. Dos reveses fortísimos y el guerrero soltó el arma. Espartaco avanzó con dificultad y apartó al otro de la espada curvada, su única posibilidad de salvación.
Así el guerrero quedó desarmado y con la manica de su mano derecha como única defensa. De los dos, él era quien estaba herido de mayor gravedad y por consiguiente estaba desesperado por recuperar la sica. Sin embargo, Espartaco respondió a todo intento con una furia desbocada y el guerrero iba debilitándose a pasos agigantados. Espartaco no esperó. Juguetear con un contrincante quizá fuera del gusto de algunos, pero no era su estilo. La pelea se había prolongado lo suficiente. Necesitaba que le curaran la herida del brazo. Había llegado el momento de acabar.
Presionando el tachón del escudo contra el pecho del otro, Espartaco le clavó la espada en el muslo izquierdo. Cuando deslizó la hoja hacia fuera, el guerrero gimoteó y se desplomó en la arena. No hizo ningún intento de levantarse.
Un fuerte rugido que demostraba la aprobación de los gladiadores emergió de la mayoría de las celdas.
Ariadne cerró los ojos y se apoyó aliviada en los barrotes de la ventana.
«Gracias a todos los dioses», pensó Carbo.
Bajando la mirada hacia su contrincante, indefenso y ensangrentado, Espartaco sintió frío en lo más profundo de su ser. El guerrero era uno de los suyos y estaba a punto de matarlo, por orden de quienes odiaba. Romanos. «En este momento, así tiene que ser», se dijo enfurecido. Lanzó una mirada a Batiatus, que se giró con expresión inquisitiva hacia Albinus y Craso.
—¿Seguís deseando que sea un combate a muerte?
—¿Acaso he dicho lo contrario? —replicó Craso con sarcasmo.
Batiatus se sonrojó.
—No.
—Entonces el perdedor debe morir.
—Será lo que diga mi venerado invitado —dijo Albinus en tono grandilocuente—. Además por eso pagué una fortuna —añadió en voz baja.
—Por supuesto, señor. —Batiatus enseguida recobró la compostura—. Será un honor preguntar a Craso si desea hacer el gesto.
Craso movió la lengua por encima de los labios como si fuera una serpiente.
—Muy bien. —Mirando a Espartaco, clavó el pulgar de la mano derecha en su propio cuello—. Iugula! —ordenó.
Los gladiadores encarcelados enseguida repitieron el grito. Martilleaban con los pies el suelo de las celdas. Golpeaban los barrotes de las ventanas con cucharas. El estruendo era ensordecedor. A Espartaco no le sorprendió que los reclusos del ludus se alegraran de su victoria. Su ansia de sangre se había exacerbado por la intensidad del combate y ahora el guerrero moreno tenía que llevarse su merecido. Igual que le habría pasado a él si la situación hubiera sido a la inversa.
—Levántate —ordenó.
El luchador de pelo negro consiguió incorporarse entre gemidos. Toqueteó el nudo, se desató el barboquejo y se quitó el casco. Cayó al suelo inadvertido. Con otro esfuerzo logró ponerse de rodillas. Espartaco inclinó la cabeza en señal de respeto.
—Has luchado bien. El combate ha estado muy igualado. Pero el Jinete ha decidido ayudarme a mí y no a ti.
—Es cierto —repuso el guerrero, gimiendo de dolor. Levantó la cabeza para que el cuello quedara bien visible—. Que sea rápido.
—Descuida —prometió Espartaco. Alzó la vista al cielo—. Te ofrezco la vida de este hombre, Gran Jinete.
Sin más dilación, apuntó y clavó el gladius en el hueco de la base del cuello del guerrero. El hombre abrió unos ojos como platos por el asombro cuando el hierro afilado se le deslizó por la piel y por los tejidos blandos de debajo. Al cabo de un instante estaba muerto. Como se la había clavado con una fuerza inmensa, la hoja había cortado las arterias principales que pasan por la base del corazón. Con un movimiento fluido, Espartaco extrajo el gladius. Un grueso y airoso arco de sangre salió disparado mientras el cadáver del guerrero caía sin fuerzas a un lado. No paró de brotar durante un corto espacio de tiempo y formó una gran mancha roja alrededor del cuerpo inmóvil.
Craso empezó a aplaudir lentamente como muestra de apreciación. Batiatus, Phortis y el resto de los espectadores le siguieron. Igual que los gladiadores, que bramaron y gritaron de placer desde las ventanas de las celdas.
Impertérrito por una vez ante tal ovación, Espartaco bajó la mirada hacia el cuerpo y la arena escarlata. «Podría haber sido yo perfectamente —pensó—. Y entonces los cabrones romanos le estarían aplaudiendo a él, mientras yo yacería muerto ante ellos. Que les den por saco a todos.»
Alzó la vista al notar el peso de una mirada.
—¡Ven aquí! —indicó Craso.
El tono empleado hizo que a Espartaco se le pusieran blancos los nudillos en la empuñadura del gladius.
—¿Yo?
—No voy a estar hablando con él, ¿no? —Craso señaló al guerrero muerto. Lanzó una mirada a Albinus y Batiatus, que se rieron tontamente.
«Cabrón arrogante.» Espartaco dio un paso adelante.
«Venga —pensó Carbo—. ¡Mata a ese hijo de puta!»
—¡Arqueros! —bramó Phortis.
Espartaco se quedó inmóvil. Sin siquiera volver la cabeza, veía cuatro arcos que le apuntaban desde el anfiteatro. Por lo menos habría otros seis o más fuera de su rango de visión. Si Phortis pronunciaba la palabra, lo convertirían en un blanco perfecto. El capuano quería que siguiera caminando, pero Espartaco no se movía. Había cometido un pequeño acto de rebelión, pero se había acabado.
—¡Suelta la espada! —ordenó Phortis.
—¿Qué, esto? —Espartaco alzó el arma. Le satisfacía ver a Batiatus estremeciéndose ligeramente. Ni el capuano ni Craso reaccionaron. Le sorprendía la calma del político.
—Suéltala —gruñó Phortis—. A no ser que quieras morir ahogado por una docena de flechas con lengüeta.
Espartaco abrió la mano y dejó caer el gladius ensangrentado a la arena.
—¿Contento?
Phortis estrechó las narinas. Miró a Batiatus, que meneó la cabeza de forma significativa. El capuano se tragó la rabia.
—¡Acércate!
Espartaco obedeció.
—¡Ya basta! —gritó Phortis cuando estuvo a diez pasos de distancia.
«¡Qué los dioses los maldigan a todos! Me tratan como a un animal.» Espartaco no logró evitar fulminar con la mirada a Phortis, que sonreía complacido.
—Luchas bien —dijo Craso—, para ser un salvaje.
—¿Salvaje? —replicó Espartaco.
—Sí.
—En el lugar de donde procedo no obligamos a los hombres a matarse entre sí para entretener a… —Hizo especial hincapié en las últimas palabras— visitantes importantes.
Batiatus se levantó de un salto.
—¿Cómo te atreves? —Movió el brazo con furia para convocar a sus hombres—. ¡Guardas! ¡Quiero que atéis a este hombre al palus y le deis cincuenta latigazos!
—Quieto —dijo Craso.
Asombrado, Batiatus lanzó una mirada a su invitado.
—¿Señor?
—Ya has oído lo que he dicho. Al fin y al cabo el esclavo no va tan desencaminado.
Con expresión confundida Batiatus volvió a sentarse.
—Aunque los tracios no organicen luchas de gladiadores, son bárbaros de todos modos. Incluso otros bandidos les consideran bandidos —declaró Craso con petulancia—. Me han contado que cada cinco años la nobleza geta elige a uno de los suyos para que haga de mensajero de los dioses. Lo lanzan al aire para que caiga encima de las lanzas de sus compañeros. —Mientras Batiatus y Albinus chasqueaban la lengua horrorizados, Craso sonreía—. Y a los tribalios les parece normal que los hijos sacrifiquen a sus padres para los dioses. No parecen actos de gente civilizada, ¿no?
Espartaco frunció el ceño.
—¿Me equivoco?
—No —reconoció Espartaco a regañadientes.
—¿Te sorprende cuánto sé sobre los de tu raza?
Espartaco asintió.
—Eres un hombre orgulloso —observó Craso.
Espartaco no respondió.
—¿Te da rabia ser un esclavo? ¿Un gladiador?
—Sí. —Lo dijo antes de poder contenerse—. Por supuesto que sí. —Espartaco fulminó a Phortis con la mirada. El capuano frunció el labio a modo de respuesta—. No debería estar aquí.
—Eso lo dicen todos —intervino Batiatus.
Albinus y Phortis se echaron a reír.
«Hijos de puta», pensó Espartaco.
Craso sonrió educadamente ante el comentario, pero continuó centrado en Espartaco.
—¿Cómo ocurrió?
Espartaco parpadeó de sorpresa ante la pregunta.
—Regresé a mi pueblo después de luchar en las legiones…
—¿Luchaste para Roma?
—Sí. Durante ocho años. Al llegar a casa me enteré de que el legítimo heredero al trono había sido asesinado por el hombre que ahora se hace llamar rey de los medos. Igual que mi padre. Inmediatamente hice planes para derrocar al usurpador, pero me traicionaron.
—¿Quién?
—Un amigo.
—No me extraña que sientas amargura. ¿Y qué habrías hecho si hubieras conseguido tu propósito?
Espartaco vaciló y miró fijamente a Craso mientras se planteaba si debería callarse. Pero estaba demasiado enfadado para parar.
—Después de matar a Kotys y a sus secuaces, habría hecho planes para volver a liderar a mi tribu contra Roma.
Craso arqueó una ceja.
—¿Y con qué objetivo?
—Expulsar a las legiones de nuestras tierras. Para siempre.
—Para siempre.
—Sí.
—Debes de saber poco sobre Roma y su historia —declaró Craso con expresión divertida—. Aunque lo hubieras conseguido, nuestros ejércitos habrían regresado para vengarse. Lo hacen siempre.
—¿Habéis llevado a los legionarios a la guerra? —preguntó Espartaco.
Por primera vez, la confianza de Craso en sí mismo pareció flaquear.
—No en el extranjero.
—¿Adónde entonces?
—Contra mi propio pueblo, en una guerra civil.
«No me extraña —pensó Carbo con virulencia—, no tienes compasión.»
—¡Y yo que pensaba que era el salvaje! —planteó Espartaco.
—Esto es demasiado —protestó Batiatus.
—¡Cállate! Estoy hablando con este… —Craso vaciló— gladiador. —Y añadió con un susurro—: Al menos no le parece imprescindible lamerme el culo.
Batiatus se sonrojó y apartó la mirada. Detrás de él, Albinus, indignado, carraspeó de forma exagerada.
Alentado por aquella pequeña victoria, Espartaco se aprestó a continuar:
—Habría unificado las tribus. ¿Qué habría hecho Roma al respecto? —Le agradaba ver el rastro de temor en los ojos de Albinus y Batiatus. Phortis estaba furioso, pero no osaba hablar mientras Craso, su superior, tenía la palabra. Un hombre que no mostraba ningún tipo de aprecio por las palabras de Espartaco. «No es soldado de carrera, entonces, pero no le falta valor. Me pregunto si sería capaz de liderar un ejército, como yo.»
—Es muy arriesgado por tu parte que reveles esto. Con una única palabra mía, serías hombre muerto —dijo Craso, haciendo caso omiso de la inquietud de Batiatus.
Espartaco se maldijo en silencio por haber permitido que su ira aflorara tan rápidamente. Bajó la mirada hacia la arena. «Gran Jinete, pido tu ayuda una vez más.»
—Sin embargo, no daré la orden. —Craso inclinó la cabeza hacia el lanista, que sonrió agradecido—. ¿Por qué? Porque es más probable que los cielos se desplomen que que lideres un ejército contra Roma. ¡Mírate! ¡Reducido a pelear para entretener al prójimo! —Sonrió con malicia—. Eres poco más que un animal de feria, condenado a realizar el mismo baile primitivo siempre que lo exijamos.
Espartaco bajó la mirada todavía más, como con servilismo. Sin embargo, por dentro bullía de ira.
—Eso es todo lo que soy, sí —dijo. «O eso es lo que te crees. Dame media oportunidad y te demostraré lo contrario.»
Craso se giró, satisfecho.
—Después de tanto derramamiento de sangre, necesito un poco de vino. —Batiatus enseguida intervino para prometer buenas cosechas en el lujo humilde de sus aposentos—. Bien —añadió Craso en voz baja—, si tienes a otros luchadores de calidad parecida podemos hacer negocios. Querría a este tracio, pero necesitaré por lo menos veinte más para mi próximo munus.
Espartaco aguzó el oído, pero Phortis se dio cuenta.
—Lárgate. Ve a que te miren esa herida.
Lo último que oyó fue a Batiatus, que decía:
—¿Todos son combates a muerte?
—Por supuesto. Tengo que impresionar al público —vociferó Craso.
Desde la celda, Carbo carraspeó y escupió en dirección a Craso. «Gran Júpiter, pónmelo algún día cara a cara, por favor.»
Espartaco se dirigió a la enfermería arrastrando los pies. Su cabeza era un hervidero. El desprecio de Craso había puesto de manifiesto más que nunca la insignificancia de su existencia. Si pronto le iban a obligar a luchar otra vez a muerte, ¿qué sentido tenía forjarse una posición de respeto e ir sumando seguidores entre los gladiadores del ludus? No era más que el juguete de un niño. Un entretenimiento para los romanos.
Le embargó una furia irrefrenable. Espartaco reconoció y apreció aquella emoción volcánica. Así era como se había sentido cabalgando hacia la guerra con los medos contra Roma, hacía muchísimo tiempo. Como se había sentido al conspirar para derrocar a Kotys. Esta vez solo tenía a unos treinta hombres que le seguirían, pero ya no importaba.
Vio la serpiente rodeándole el cuello, pero apartó la imagen de su mente.
Había que hacer algo.
Tenía que liberarse como fuera.