La puerta principal del ludus se abrió con un sonoro crujido. Aquello bastó para llamar la atención de la mayoría de los gladiadores. A los entrenadores, Amarantus entre ellos, tampoco les pasó desapercibido. Un guarda entró dando grandes zancadas seguido de una figura alta con una buena túnica que había visto días mejores. En cuanto los dos estuvieron dentro, la puerta se cerró con un fuerte ruido metálico.
—¿Alguien que busca luchadores? —se preguntó Getas.
—No —repuso Espartaco—. Es un muchacho. No debe de tener más de dieciocho años.
—Mira el porte que tiene. Debe de ser de buena familia.
—Lleva la ropa empapada —comentó Espartaco—. Qué raro.
El joven fue conducido a los aposentos de Batiatus, arriba. Los gladiadores allí congregados aventuraron distintas teorías sobre el motivo de su visita al ludus.
—¡Volvamos al trabajo! —gritó Amarantus—. Moveos, boñigas perezosas. No tenemos todo el día.
—¡Atención! —La voz de Phortis rasgó el aire como un látigo.
Espartaco alzó la vista y vio al capuano en el anfiteatro junto al hombre al que habían escoltado arriba. El joven tenía la tez amarillenta, con la cara enjuta y picada de viruela.
—Este joven caballero responde al nombre de Carbo —anunció Phortis—. Ha pedido a Batiatus si puede entrar en el ludus como auctoratus.
—¡Pero si parece que todavía chupa de la teta de su madre! —bramó un luchador.
—¡Si está esquelético! —exclamó otro—. Se partirá en dos si le dan un trompazo.
Se oyeron todo tipo de burlas desde el patio y Carbo se puso rojo de furia.
—¿Por qué está aquí? ¿Se ha tirado a la amante de su padre? —preguntó Crixus.
Un murmullo de interés sustituyó a las risas de los gladiadores. Era raro, aunque no inverosímil, que un ciudadano pasara a engrosar las filas del ludus como gladiador a sueldo. A algunos les motivaba la emoción, la cercanía de un peligro que quizá nunca llegaran a experimentar de otro modo. Sin embargo, la mayoría entraban bajo sospecha. A veces era porque habían infringido la ley de alguna manera, pero a menudo eran las deudas de juego lo que les hacía cruzar la puerta.
Phortis sonrió complacido por encima de ellos.
—No ha sido eso. O por lo menos es lo que él dice. No he querido preguntar más.
—¿Qué ha sido entonces? —preguntó Crixus—. ¿Has perdido todo el dinero en una carrera de cuadrigas?
Carbo estaba cada vez más furioso.
—No es asunto tuyo.
—Un tema espinoso, ¿no? —replicó Crixus, que le devolvió una mirada iracunda.
—Vete a tomar por saco —espetó Carbo.
—¡Ven aquí abajo y repítemelo! —gritó Crixus. Teniendo en cuenta que era Carbo quien había pedido entrar en el ludus, la enorme diferencia social que los separaba significaría muy poco y lo sabía.
Carbo maldijo en silencio.
«¿Por qué no me he quedado callado? Acabo de cabrear a un hombre del tamaño de Hércules. Aunque le ganara gracias a un milagro, querrá matarme.»
—Antes de que Batiatus lo acepte desea juzgar la destreza de Carbo con las armas —dijo Phortis en voz alta—. Necesito un voluntario que pelee contra él uno o dos asaltos. —Sonrió ante el interés animal que suscitaron sus palabras—. Con espadas de madera. Ya sé cómo sois. De lo contrario, Carbo se pasaría el primer mes en la enfermería. ¿Quién se ofrece?
Por lo menos la mitad de los hombres del patio dieron un paso adelante con la mano levantada. Espartaco los observaba ligeramente divertido. Darle una paliza a un noble, sobre todo si estaba mojado y abatido como aquel, era lo último que le apetecía. Sin embargo, para muchos resultaba de lo más apetecible, aunque fuera con un arma de entrenamiento con el extremo romo.
Phortis bajó la mirada en silencio para observar a los luchadores.
Crixus estaba muy ocupado murmurando a todos los galos que podían oírle.
—¡Retroceded! ¡Bajad la mano! ¡Esta pelea es mía! —Con mirada hosca, algunos de sus compatriotas obedecieron. Como no querían ganarse su antipatía, varios gladiadores hicieron lo mismo. Sin embargo, muchos no hicieron caso a Crixus.
—Parece ser que algunos tienen más ganas de pelear contigo que otros —declaró Phortis, lanzando una mirada sardónica a Carbo.
—Bueno —espetó Carbo—. Me da igual. —Y era verdad. Se le habían acabado todas las ideas excepto una: aprobar el examen de entrada.
—En ese caso —dijo Phortis con un tono suave como la seda—, no te importará que… —posó la mirada en Crixus antes de seguir. Señaló a Espartaco— un compañero recién llegado, que todavía no ha probado la arena, tenga el honor de darte la bienvenida al ludus.
Carbo miró al tracio. A pesar de los comentarios despectivos de Phortis, tenía un cuerpo robusto y se notaba que sabía manejarse. Se le revolvió el estómago.
—Venga, hagámoslo —dijo, intentando mostrar seguridad.
Espartaco notaba la ira de Crixus a veinte pasos de distancia. La ira le circulaba por las venas. Phortis lo había hecho a propósito, no para ver a Carbo derrotado, sino para poner al galo en su contra, como si no lo estuviera ya, después de lo ocurrido la noche anterior. Apretó la mandíbula. No había nada que hacer al respecto.
—¿Adónde voy?
—Sígueme —le indicó Amarantus.
Se encaminó al recuadro acordonado del centro del patio. Ya había hileras de tres y cuatro luchadores alrededor. Espartaco y sus compañeros le siguieron. Igual que el escita. Se abrieron paso entre la multitud hasta las cuerdas, que les llegaban a la altura de la cintura y delimitaban el perímetro de la zona.
—Entra —dijo Amarantus levantando la cuerda.
Cuando Espartaco entró en el recuadro, notó una punzada de emoción. Una pelea era una pelea.
—¿Quién apostará por Carbo? —gritó una voz—. El chico no parece nada del otro mundo, pero no habría entrado aquí si no supiera manejar una espada.
Espartaco miró a su alrededor y reconoció a Restio, que le había visto matar al galo. «O sea que también hace apuestas.»
—¿Cuál es la apuesta? —preguntó un germano.
—Veinte a uno.
—Bien vale una apuesta. —El germano esbozó una sonrisa salvaje—. Apúntame con cinco denarii.
Se oyó un clamor de voces que apostaban cantidades incluso mayores por el recién llegado. El negocio de Restio no quedó interrumpido hasta que Phortis y Carbo llegaron al cuadrilátero. El capuano llevaba dos espadas de entrenamiento bajo un brazo. Ordenó a Carbo que se quitara la túnica y las sandalias e hizo que la pareja se colocara a diez pasos de distancia.
Espartaco miró a Carbo con dureza, y sorprendentemente el joven no apartó la vista. Los espectadores veían el pecho y parte superior de los brazos bien musculosos del romano.
—¿Seguro que había que hacer una apuesta tan alta? —preguntó el germano.
—Comparado con Espartaco, parece un pollo desplumado —replicó Restio con aplomo—. Espera y verás.
Acto seguido, Phortis lanzó un arma a cada hombre: a Espartaco, un gladius, y a Carbo, una sica. Espartaco sujetó la hoja como si fuera una amante y deseó que le hubiera entregado la otra espada. Poco habituado al peso de la sica de madera, Carbo movía el arma adelante y atrás. «Maldita lástima que no diera más clases con Paccius.»
—¡Cascos y escudos! —bramó Phortis.
Se produjo una pausa antes de que aparecieran dos esclavos. Uno llevaba un scutum mientras que el otro portaba un escudo pequeño y cuadrado y un casco frigio característico. El primero se dirigió a Espartaco y el otro a Carbo. Les entregaron las protecciones y corrieron a cobijarse.
Phortis alzó la vista hacia el anfiteatro, donde esperaba Batiatus. Un silencio expectante se apoderó del patio.
—El combate durará hasta que un hombre quede desarmado o reconozca la derrota —anunció el lanista—. ¡Empezad!
Phortis se quitó de en medio y Espartaco se movió hacia adelante al trote.
Para entonces, Ariadne se había enterado de lo que estaba pasando. Se subió a un banco y atisbó desde el ventanuco de la celda. «Que acabe rápido —rezó—. Que Espartaco no sufra ningún daño.»
Carbo se las ingenió para evitar el ataque frontal de Espartaco. Con un movimiento rápido, regateó a un lado. Al instante el ambiente se llenó de burlas. Espartaco giró en redondo y fue a por él a una velocidad vertiginosa. Lo alcanzó con seis zancadas. Chocó el escudo con el del otro y dirigió el gladius directamente a la cara de Carbo. El romano apartó la cabeza frenéticamente a un lado y el extremo de la espada de madera resbaló por el lateral del casco.
La velocísima reacción de Carbo pilló a todos por sorpresa, sobre todo a Espartaco. Incluso mientras Carbo se echaba hacia atrás, iba moviendo el lateral del escudo y clavó el extremo de su arma en el diafragma, que Espartaco llevaba al descubierto. El tracio se dobló de dolor. Tuvo la buena idea de acercar el escudo e ir hacia atrás arrastrando los pies, pero, aun así, Carbo se le echaba encima como un perro a una rata. Asestó un torbellino de golpes a Espartaco en la cabeza. «¡A lo mejor puedo ganar!»
—¡No! —susurró Ariadne horrorizada. Era fácil imaginar que el combate fuera real.
Unos cuantos hombres empezaron a animar a Carbo.
—¿Qué apuestas haríais ahora a favor del romano? —preguntó un samnita.
Restio recuperó rápidamente su gesto de corredor de apuestas.
—El novato está perdiendo el tiempo. Es de todos sabido que los tracios tienen el cráneo muy duro. Probablemente Espartaco ni se haya enterado de que Carbo le está golpeando. —Sonrió mientras los hombres que le rodeaban se partían de risa.
Espartaco no oía ninguna de esas conversaciones. Estaba concentrado en recobrar el aliento del que Carbo le había privado con el primer golpe. En cuanto el joven romano enlenteciera el ataque, lo atacaría como una serpiente. De forma rápida y letal. Acabaría con esa farsa de una vez por todas.
Al darse cuenta de que su ataque surtía poco efecto, Carbo balanceó el brazo derecho hacia abajo. Intentó repetir su éxito anterior y lanzó una estocada desesperada al abdomen de Espartaco. Sin embargo, en esta ocasión el tracio estaba preparado. Con un potente barrido lateral con el escudo, alzó el arma de Carbo y se la arrebató. En ese mismo instante, Espartaco le lanzó una estocada descomunal en la cabeza. Su gladius golpeó con un clang fuerte y metálico y Carbo se tambaleó, con la visión borrosa y con una abolladura enorme en el casco de bronce.
«Toma ya, cabrón», pensó Espartaco.
Muchos gladiadores gritaron entusiasmados. Ariadne también.
Carbo se ajustó el casco y movió los hombros. «¿Qué demonios debería hacer ahora?» Era imposible vencer a Espartaco. «De todos modos, puedo causarle buena impresión a Batiatus.»
—Se acabó —anunció Restio satisfecho—. ¿Por qué molestarse en ser diestro en el manejo de la espada cuando basta con la fuerza bruta?
Espartaco se acercó con aire despreocupado a su contrincante.
—¿Estás listo para rendirte?
Carbo levantó la espada y el escudo con determinación.
—No —repuso, con la voz amortiguada por el casco. «Júpiter, ayúdame.»
—No seas imbécil —gruñó Espartaco en voz baja.
—Vete a la mierda. —Carbo ni retrocedió ni soltó el arma, sino que se deslizó descalzo por la arena en dirección a Espartaco con tanta concentración como antes.
Sin embargo, no era consciente de lo peligroso que llegaba a ser el tracio. Abalanzándose sobre él, Espartaco neutralizó la estocada de Carbo con la misma facilidad con la que espantaría una mosca. Bajó el hombro derecho y presionó el escudo contra el hombro del otro, lo cual hizo que Carbo acabara despatarrado en el suelo. Espartaco se encorvó y presionó el extremo de su espada justo por debajo del borde inferior del casco de Carbo.
—¡Ríndete!
Carbo negó con la cabeza. «Batiatus tiene que darse cuenta de que no soy ningún cobarde.»
—¿Qué está haciendo? —susurró Retio—. ¿Acaso ese imbécil quiere morir?
Espartaco sospechaba el motivo por el que no quería rendirse. «Su orgullo no se lo permite. A veces la muerte es preferible al deshonor.»
—¡Ríndete! —repitió.
Carbo volvió a negarse moviendo la cabeza.
—¡Acaba con ese cabrón estúpido! —bramó Crixus.
—Iugula! Iugula! —gritaban muchos gladiadores—. ¡Mátalo!
Espartaco alzó la vista hacia el anfiteatro. Ya no había ni rastro de Batiatus. Phortis se limitó a encogerse de hombros. Le daba igual si Carbo vivía o moría.
El rugido de iugula se fue acrecentando hasta que resonó en las mismísimas murallas del ludus.
Espartaco miró alrededor del cuadrilátero y vio las ansias de sangre de los luchadores. Él mismo las sentía. La decisión dependía de él. Su fuerza y la proximidad del ataque significaban que, incluso con una espada de madera, Carbo corría un riesgo real de morir. Se endureció. «¿Acaso es culpa mía?» El imbécil había tenido dos posibilidades y las había rechazado. Si él no hacía lo que tocaba, los demás gladiadores le considerarían un debilucho. «Al fin y al cabo no es más que un puto romano.» Con un gruñido, Espartaco echó hacia atrás el brazo derecho.
De repente, Carbo se dio cuenta de que quizás había ido demasiado lejos. Apretó los dientes en una muestra de aceptación amarga.
—No —susurró Ariadne—. No puedes matar a un hombre desarmado.
—Iugula! Iugula!
Espartaco cerró el ojo izquierdo y apuntó al pequeño hueco que Carbo tenía en la base de la garganta. Si le clavaba la espada de madera ahí con la suficiente fuerza, mataría al romano. «Que así sea.»
—¡Para! —bramó Batiatus por entre el griterío.
Espartaco apenas le oyó. Acertó a contenerse. Confundido, alzó la vista hacia el lanista con ojos entrecerrados.
—¿Se puede saber qué estás haciendo?
—No piensa rendirse —replicó Espartaco—. Y Phortis no me ha puesto ninguna objeción.
Batiatus se revolvió contra el capuano.
—¡Idiota! Me alejo del anfiteatro un momento, ¿y pasa esto? ¿Por qué no has concluido la pelea? Carbo ha luchado lo bastante bien para ser tiro. Será inexperto, pero como cadáver no me sirve de nada, ¿verdad?
—No, señor —murmuró Phortis. Lanzó una mirada vengativa a Espartaco.
—Aléjate de él —ordenó Batiatus.
Espartaco obedeció.
Ariadne sintió una oleada de alivio. El romano viviría. Volvió a mirar a Espartaco y sintió admiración y un poco de miedo. «Cielos, mira que es duro, el cabrón.»
Poco a poco, el romano se incorporó. «Gracias, Júpiter.»
—No esperaba que lucharas tan bien, Carbo. Pero tu inexperiencia resulta obvia. Tienes mucho que aprender —dijo el lanista—. Lo primero es que si te plantas en una pelea que vas a morir, seguro que lo consigues. —Sonrió ante las carcajadas que provocó el comentario.
Carbo asintió cansado. Hizo un esfuerzo para quitarse el casco.
—Vuelve mañana. Recibirás tu cuota de alta y podrás empezar a entrenar enseguida. Para entonces mi abogado habrá redactado el contrato. —Batiatus se giró y se marchó.
—Se acabó el espectáculo. ¡A entrenar otra vez! —gritó Phortis. Lanzó otra mirada envenenada a Espartaco, pero el tracio no le hizo ni caso.
La voz de Carbo interrumpió su ensoñación.
—Ibas a matarme.
—Por supuesto que sí, imbécil. ¿Qué esperas que haga si no quieres rendirte? ¿Intentar convencerte?
Carbo se sonrojó.
—No. —«No hay compasión en este mundo.»
—Ha sido una estupidez que no te rindieras cuando te he derribado —dijo Espartaco con dureza, sintiendo un atisbo de remordimiento. «Es poco más que un niño.»
—Ahora lo entiendo. Intentaba… —Carbo vaciló.
—¿Quieres morir? No tienes necesidad de venir aquí. ¿Por qué no te tiras delante de una cuadriga en las carreras? ¿O desde un puente a un puto río?
—No es eso. Quería demostrarle a Batiatus que soy lo bastante valiente —masculló Carbo.
—¿Eh? —bramó Espartaco—. Pues ya lo has hecho. También has mostrado una gran habilidad.
Carbo parpadeó sorprendido.
—¿Habilidad? —repitió.
—Eso es lo que he dicho. ¿Por qué no buscarle una buena utilidad?
Carbo se encontró con la mirada fija de Espartaco y vio que no bromeaba. Levantó la mandíbula.
—De acuerdo. Eso haré.
—Bien. —El romano era humilde y valiente a partes iguales, pensó Espartaco. A pesar de que la animosidad de Crixus y Phortis hacia él había aumentado, se alegró de no haber matado a Carbo—. Mantén la boca cerrada. Escucha a tu entrenador. Ándate con cuidado con hombres como Crixus, el galo grandote. Fíjate en cómo luchan. Si eres capaz de hacer todo esto, a lo mejor dentro de seis meses sigues vivo. Eso es lo máximo a lo que podemos aspirar quienes estamos aquí.
—Gracias.
Espartaco se marchó airado a donde se encontraban Getas y Seuthes con Amarantus. Con el rabillo del ojo advirtió que otros gladiadores le dedicaban asentimientos de aprobación. «Excelente.» El hecho de haber estado dispuesto a matar a Carbo era lo que tocaba.
Ajeno a los entresijos del lugar, Carbo miró en derredor para ver si veía a Phortis. Tenía que preguntarle si se podía quedar ya. No tenía mucho sentido regresar a la buhardilla, porque el alquiler se le acababa de nuevo en una semana. Podría emplear parte de la cuota de alta para pagarla, pero sería un desperdicio. En el ludus el contrato incluía alojamiento y comida. Sin embargo, sería duro. Ya había advertido las miradas lascivas que le dedicaban unos pocos luchadores. Carbo se puso recto. «Que les den. Yo lo intentaré.»
Ariadne también se fijó en las miradas favorables que recibía Espartaco. Le sorprendió el orgullo repentino que sintió. Su esposo también se estaba forjando un nombre. Sin duda, aquella había sido su principal motivación al estar dispuesto a matar a Carbo, pensó. Conocía lo bastante a Espartaco como para saber que no era un asesino a sangre fría. Su nueva situación también haría que su vida fuera más segura en el ludus. Entonces Ariadne vio a Phortis mirándola con expresión lasciva y sus temores regresaron.
Por lo menos, segura con respecto a los gladiadores.
A lo largo de los días siguientes, otros dos gladiadores buscaron pelea con Espartaco. Él fue a matar en ambos casos, dejó inconsciente a uno de ellos, un nubio, y al otro, un corpulento germano, le dio una buena tunda hasta que le suplicó clemencia. Después de eso, fue como si Espartaco hubiera superado una especie de prueba. Los luchadores empezaron a evitarle. Poco después, varios tracios le abordaron. Fueron a ofrecerle lealtad. Aquel ofrecimiento le resultó de lo más grato. Espartaco se había dado cuenta de que la supervivencia y el estatus en el ludus dependían de la pertenencia a un grupo. El resto de los hombres del ludus, un grupo dispar de nacionalidades, era el único que carecía de líder. Bajo el mando de Oenomaus, los germanos estaban bien organizados en un solo bloque. Los samnitas eran leales al carismático y peligroso Gavius. Incluso los belicosos galos tenían a Crixus, Castus y Gannicus. Tres facciones en vez de una, pero todos ellos eran mucho más fuertes que los diez puñados de tracios o más que se habían ido formando.
Por consiguiente, Espartaco aceptó de buen grado el vasallaje de los guerreros. El hecho de saber que lo consideraban su líder le producía una sensación cálida en el vientre, como en la época en que había reclutado bandas de guerra en Tracia. No era más que un comienzo, pero un comienzo al fin y al cabo. Sin duda, le hacía sentir mejor que limitarse a esperar que lo mataran en la arena. Aunque había corrido la voz de que Ariadne era sacerdotisa, lo cual hacía que los hombres la miraran con más veneración, no significaba que estuviera segura. El aumento del número de seguidores significaba que podía estar seguro de que cuidarían mejor de ella. También implicaba que Crixus, que claramente seguía buscando pelea, se mantendría a una distancia prudencial. Espartaco sabía que aquello era retrasar lo inevitable, pero cuando llegara el momento de enfrentarse al gigantesco galo, quería que fuese con sus condiciones. «A menudo, el general que escoge el campo de batalla gana la contienda», le había dicho su padre muchas veces. Para ello, Espartaco se volvió muy exigente en los entrenamientos y siguió corriendo alrededor del patio y levantando pesas mucho después de que Amarantus diera por concluida la jornada. Aunque Getas y Seuthes se quejaban con amargura, ellos también siguieron su rutina.
Una tarde, Espartaco se alegró de verdad de poner fin al ejercicio físico. Por culpa de las nubes oscuras y amenazadoras que llenaban el cielo, estaba oscureciendo antes de lo habitual. Un crudo viento otoñal azotaba el patio y se le colaba por la túnica con facilidad. El sudor que le cubría el cuerpo se enfriaba al tiempo que se formaba. Espartaco no quería resfriarse por dar unas cuantas vueltas más.
—Concluyamos la jornada —dijo.
—Gracias al Jinete —dijo Getas, con el rostro enrojecido—. Pensaba que no ibas a decirlo nunca.
—¿A los baños? —preguntó Seuthes.
—¿Adónde si no? —Espartaco encabezaba la marcha.
Cuando se acercaron a las puertas de la zona de baños, vio a Carbo ocultándose en las sombras bajo el pasadizo. El joven romano vivía en el ludus, pero Espartaco no sabía dónde. Le bastó una mirada rápida para darse cuenta de que el joven no estaba bien. Tenía un ojo morado, un corte en el labio inferior y la túnica rasgada a la altura del hombro derecho. La carne que se veía debajo tenía una fuerte magulladura. «Pobre desgraciado.»
—Ven aquí.
Carbo miró alrededor sorprendido.
—¿Yo?
—Sí.
Carbo entró en el patio cojeando, con un dolor evidente.
—¿Qué pasa? —Se frotó los círculos oscuros que tenía bajo los ojos con una mano. No sacó la otra del interior de la túnica.
—¿No duermes suficiente? Es duro estar aquí, ¿eh?
—No me quejo —repuso Carbo secamente.
—Ya lo sé. Sin embargo, la cuestión es que hombres más corpulentos y duros que tú se meten contigo.
A Carbo le brillaban los ojos y sacó la mano que había ocultado dentro de la túnica. Sujetaba un trozo de hierro entre los dedos.
—Al próximo hijo de puta que se me acerque le clavo esto en el pecho.
—Te van a matar, muchacho. —Espartaco se le acercó más—. ¿Por qué no unes tu suerte a la mía?
La desconfianza convirtió las facciones de Carbo en una mueca.
—¿Por qué ibas a pedirme tal cosa?
—Porque necesitamos buenos luchadores. —«Deja que el muchacho disfrute de su orgullo.» Espartaco sonrió irónicamente y se levantó la túnica para enseñarle la marca que le había dejado la espada de Carbo—. Y no cabe duda de que tú lo eres.
Carbo sintió que sus preocupaciones se aligeraban un poco. Al fin y al cabo aquel hombre duro le mostraba cierto respeto.
—Será un placer unirme a ti.
—Bien. Entra en los baños, lávate. Por ahora puedes dormir con Getas y Seuthes. —Notó la suspicacia de Carbo—. Ninguno de los dos te tocará. No son de esos.
Carbo dejó escapar un fuerte suspiro de alivio. Había estado durmiendo, dormitando, más bien, en la celda de Restio. Aunque el íbero no había intentado agredirle sexualmente, como habían hecho otros, Carbo no se fiaba de él. Tampoco acababa de confiar en Espartaco, pero era la mejor oferta que había recibido hasta el momento.
—Gracias.
Una sonrisa tenue y reservada se dibujó en los labios de Espartaco cuando entraron en los baños. «Otro que entra en el redil.»
—Por todos los dioses, ¡sal de encima de mí! —musitaba Espartaco.
Se despertó con brusquedad y se incorporó de repente. Se quitó de encima la gruesa túnica de lana y la tiró al suelo. No vio nada. Profirió un juramento y se acercó de un salto al otro extremo de la celda, donde comprobó el cesto de mimbre. Estaba bien cerrado. Espartaco soltó otro juramento salvaje.
—¿Qué estás haciendo?
No respondió.
Ariadne abrió primero un ojo y luego el otro. «Cielos, pero qué guapo está desnudo.»
—¿Qué pasa?
—Nada. Duérmete otra vez —masculló él mientras regresaba a su colchón.
La tensión que destilaba su voz la asustó.
—¿Espartaco? —Él se resistía a mirarla—. ¿Ha sido un sueño?
Hizo un leve asentimiento de cabeza.
—¿Una pesadilla? —preguntó ella por intuición.
—Supongo. Probablemente no sea nada.
—Cuéntame. A lo mejor le encuentro una explicación.
Silencio.
Ariadne esperó.
Al final, girando la cabeza, Espartaco la miró a los ojos.
—Estás preocupado.
—Sí, ha sido horrible.
Ariadne arqueó las cejas en una especie de pregunta silenciosa.
—No vas a parar hasta que te enteres, ¿verdad? —preguntó—. Estoy empezando a conocerte.
—Ah, ¿sí? —La sonrisa de Ariadne se desvaneció en cuanto echó un vistazo al cesto—. Has soñado con una serpiente.
Él le dedicó una mirada de sorpresa.
—Sí.
—¿Qué hacía?
Espartaco se rodeó el cuello y la mandíbula inferior con las manos.
—El puto bicho estaba enrollado aquí. ¡Me miraba a los ojos!
—¿Y has pensado que era mi serpiente?
—¿Has olvidado lo que pasó la otra noche? —preguntó molesto—. Ojalá se hubiera escapado también esta vez. —Hizo un gesto obsceno hacia el cesto.
—Odias al animal —dijo Ariadne con tranquilidad—. ¿Por qué demonios iba a rodearte el cuello?
—Porque entonces mi sueño no habría significado nada. Ahora… siento todo esto como un mal augurio. Un mensaje de los dioses. Y no es que lo celebre… —Espartaco hizo la señal que servía para ahuyentar al demonio.
—¿Qué más recuerdas? —Ariadne mantuvo un tono de voz tranquilo, pero en el interior el corazón le latía a toda velocidad. «Esto no pinta bien.»
—¿Eh? —Volvió a enfocar sus ojos grises—. Estaba en un lugar desolado, con apenas unas rocas alrededor. Podía ser la cima de una montaña.
—¿Por qué lo dices?
—No veía más que el cielo a mi alrededor y el aire estaba enrarecido, como ocurre en las alturas.
—¿Yo estaba contigo? ¿O Getas y Seuthes?
Frunció el ceño, concentrado.
—No, estaba solo.
—¿Algo más?
Se produjo una pequeña pausa.
—Llevaba una espada.
—¿De qué tipo?
Los dedos de la mano derecha de Espartaco se cerraron y abrieron después.
—Era una sica.
—¿Estás seguro? —preguntó Ariadne.
Espartaco asintió.
«La única posibilidad es que los dioses me hayan enviado esta visión.» Ariadne se levantó del colchón sin mediar palabra. Se puso la túnica. Se acercó al lugar donde estaban sus estatuillas de Dioniso y se arrodilló. Empezó a mover los labios para hacer una súplica en silencio. «Me he puesto como siempre a tus órdenes, Oh, Grande. Te pido una explicación del sueño de mi esposo.» No recibió una respuesta inmediata, lo cual no le sorprendió ni preocupó. Empezó a respirar hondo a fin de prepararse para entrar en estado de trance, lo cual a menudo le ayudaba a desentrañar los misterios.
Espartaco la observaba con una mezcla de veneración y suspicacia. Había colocado su única lámpara de aceite entre dos tallas diminutas. Ambas representaban a Dioniso. Una lo mostraba como un joven imberbe medio vestido rodeado de ménades alborozadas, sus seguidoras, que alzaban las manos hacia él a modo de ofrenda. La segunda estatuilla estaba formada por dos figuras, la primera una deidad madura con barba, vestida con una túnica larga y con una capa de piel de cervatillo sobre los hombros. La hiedra le recorría todo el cuerpo. La mano derecha de Dioniso sujetaba la de la otra figura, un anciano majestuoso con un cetro en la mano izquierda. «Hades.»
Espartaco se estremeció. Habría preferido que en sus aposentos no hubiera una representación del dios del Hades. Toleraba a las ménades ofreciendo a Dioniso carne cruda de animal para comer, pero ver a Hades siempre le inquietaba. Sin embargo, tenía que respetar los métodos de Ariadne. Sus costumbres. Formaba parte de su esencia. Como siempre, Espartaco le rezó no a Dioniso, sino a su deidad preferida, el Jinete. Acabó con su plegaria y la observó en respetuoso silencio.
El tiempo iba transcurriendo.
Espartaco sabía que no debía interrumpir a Ariadne. Se quedó ensimismado preguntándose por el posible significado del sueño. Notó con cierta lejanía que Phortis abría la puerta con llave y lanzaba sus típicas pullas. Al final, advirtió la mirada de Ariadne posada en él, aunque no sabía desde cuándo.
—¿Has comprendido algo que explique lo que he visto?
Ella negó con la cabeza apesadumbrada. «Tampoco se me ocurre nada positivo que decir.»
—Entiendo. —A Espartaco volvió a afectarle el horror que había sentido mientras la serpiente se le enrollaba alrededor del cuello. Un instante antes, el estómago le gruñía, pero ahora lo notaba como un charco de ácido ardiente. «O sea que acabaré mis días aquí, como juguete para los romanos.» Con un suspiro, se enfundó la ropa interior y la túnica y, encima, una capa de punto grueso marrón—. ¿Vienes? —preguntó sin mirarla.
—Espartaco.
Miró a Ariadne arrastrando la vista hacia arriba.
—Intenta no preocuparte. Quizá se revele más adelante. —«Gran Dioniso, no me falles. Te lo suplico.»
—O quizá no —replicó él con amargura—. Pueden matarme en cualquier momento.
Ella retrocedió como si la hubieran pinchado. «No permitas que el sueño sea sobre eso. No puede ser que su vida esté a punto de acabarse, ¿no?»
—Lo siento —dijo Espartaco, que sintió remordimientos al instante. No había necesidad de recordarle los peligros a los que se enfrentaba.
—Yo también. —Espartaco hizo ademán de acercarse a ella, pero, como siempre, Ariadne se lo impidió levantando la mano—. Déjame. Tengo que volver a intentar comunicarme con el dios.
—¿Tan temprano? —protestó Espartaco—. ¿No resulta demasiado agotador?
—Eso ya lo decido yo. —La respuesta sonó mucho más severa de lo que Ariadne habría querido, pero necesitaba mantener el control. «Tengo que descubrir algo positivo para animarle.»
Espartaco inclinó la cabeza y ocultó su preocupación. «Que se apañe ella. No soy su dueño. Piensa en las horas que tienes por delante», se dijo. Convenciéndose de que cuando llegara el atardecer ya habría olvidado la pesadilla, Espartaco se encaminó a la puerta. Al igual que los demás días desde su captura, aquel no era sino otro más que soportar.
No obstante, Ariadne mantuvo una expresión preocupada hasta mucho después de que él cerrara la puerta tras de sí.
Al final de la jornada Espartaco todavía no había olvidado a la serpiente, pero había conseguido no obsesionarse con el tema. En buena medida Amarantus había sido el culpable, porque les había dejado molido a él y a los otros tres. El galo había dejado de tratarlos como principiantes y se había dedicado a mejorar si cabía su buena forma física. Para cuando el sol se ocultó por el horizonte, Amarantus dio por concluido el ejercicio. Les había empezado a hablar de trucos de gladiadores, consejos desconocidos en su mayoría para un soldado. «Cuando estéis a punto de luchar, id enseguida al soporte de las armas. Las mejores hojas son las primeras en desaparecer. Una vez en la arena, manteneos de espaldas al sol para que no os ciegue. Haced caso omiso de los insultos que os dedique la muchedumbre, pero reaccionad a las alabanzas y ánimos. Intentad obtener el apoyo de los espectadores. Realizad movimientos llamativos durante el combate si podéis. Herir levemente al contrincante sienta de maravilla.»
A Espartaco le dolía oír todo aquello, pero escuchaba con atención. Amarantus no había llegado precisamente a donde estaba por ser imbécil.
Sin embargo, a Getas le sentó mucho peor.
—¿Por qué tengo que intentar entretener a esos hijos de puta? —preguntó—. Vendrán a verme luchar y morir, nada más.
Amarantus esbozó una sonrisa hastiada.
—Recordad que vuestra supervivencia no solo depende de la buena voluntad del editor —advirtió—. Los hombres que organizan estas luchas también intentan satisfacer al público. Si los contrariáis y luego tenéis la mala suerte de perder, no os extrañe que pidan vuestra muerte. Iugula! —Imitando el gesto que significaba la muerte para el gladiador vencido, se clavó un pulgar rígido en el cuello. Espartaco parpadeó e imaginó el dolor que le produciría una serpiente al morderle allí—. Mientras que si les caéis bien, harán lo contrario. —Amarantus se levantó el extremo de la túnica y la ondeó hacia el anfiteatro, como si quisiera llamar la atención de Batiatus—. Mitte! ¡Dejadlo marchar!
—Cabrones romanos —masculló Getas, fulminándolo con la mirada.
—Haced lo que queráis, allá vosotros —dijo Amarantus encogiéndose de hombros.
—Así es ahora la vida. Si quieres sobrevivir, haz caso —susurró Espartaco—. Piensa en lo estúpido que sería morir por negarse a seguir un consejo. Sería como no planificar la táctica antes de librar una batalla.
Getas le dedicó un asentimiento airado y tenso.
La clase de Amarantus terminó poco después y los despidió. Otros entrenadores hacían lo mismo. Por todo el patio, los hombres se quitaban los cascos empapados de sudor, bebían de los odres de agua y hacían estiramientos para relajar los músculos cansados. El ambiente se llenó de bromas frívolas, alardes e historias inventadas. Un vendedor de comida ambulante al que habían permitido la entrada fue abriéndose paso entre los gladiadores, anunciando salchichas picantes, trozos de carne asada y panecillos de pan recién hecho. Ya había cola para los baños. Era el momento más tranquilo del día, cuando Phortis no estaba o estaba encerrado con Batiatus, hablando de negocios. Hasta los guardas estaban más relajados, hablando en grupos de dos o tres en el anfiteatro.
Durante este rato otro grupo de tracios se acercó a Espartaco. Él y sus compañeros se prepararon inmediatamente para una pelea. Sin embargo, en vez de pelear los guerreros dijeron que querían aliarse con él. Satisfecho, Espartaco aceptó. Ahora podía contar con casi treinta hombres. No eran tantos luchadores como los que seguían a Oenomaus, pero se acercaba al número de otras facciones del ludus. Espartaco lanzó una mirada al patio y vio a otros gladiadores que lo fulminaban, claramente descontentos por el hecho de que fuera reforzando su posición. A Crixus en concreto se le veía de lo más contrariado. «No puedo bajar la guardia ni lo más mínimo», pensó Espartaco. A pesar de que contara con más seguidores, no sería tan difícil acabar con él.
Molesto por el hecho de que el buen humor no le durara, Espartaco se encaminó a su celda. La expresión cautelosa de Ariadne le asaltó en cuanto entró.
—He pasado todo el día intentándolo. No he visto nada —reconoció ella con voz queda—. Lo siento.
Espartaco intentó quitarse de la cabeza las imágenes de la serpiente alrededor de su cuello y asintió.
—Gracias por intentarlo. —«No me dejes, Gran Jinete.»
Una tarde, después de concluido el entrenamiento, Carbo se dirigió a la celda que compartía con Getas y Seuthes. Los ejercicios de la jornada habían sido especialmente duros y lo único que le apetecía era echarse un rato. Los dos tracios estaban muy ocupados hablando de Espartaco, pero a Carbo no le incomodaba entrar en la celda. Todos los luchadores del ludus sabían a qué facción pertenecía y lo dejaban en paz. Pelearse con él significaba meterse con todos los partidarios de Espartaco. Se sentía inmensamente agradecido por la seguridad que le aportaba, sin la cual seguramente lo habrían violado varias veces. Se secó el sudor de la frente y se desplomó en el relleno de paja que formaba su camastro. En otro tiempo, Carbo habría desdeñado una cama tan áspera, pero ahora le parecía el súmmum del lujo. Cerró los ojos y enseguida se durmió.
Al cabo de un rato le despertó un sonido. Se incorporó de golpe e hizo ademán de coger el trozo de hierro que le servía de arma para defenderse. Sin embargo, en vez de un personaje amenazador, encontró a una joven esclava con un balde en la puerta. Esta se llevó la mano libre a la boca.
—Lo-lo siento. He venido a llevarme los orinales. Pensaba que no había nadie. —Agachó la cabeza e hizo ademán de marcharse.
—Espera.
Ella lo miró con timidez. A Carbo le sorprendió que no reaccionara ante su rostro marcado. Observó sus facciones con gran interés.
—¿Eres griega?
Ella asintió.
Las mujeres griegas solían llevar el pelo recogido. Aquella chica no. Llevaba una larga melena negra suelta hasta los hombros, enmarcándole la cara y ocultándola del mundo. Era deslumbrante y poseía un rostro redondo de facciones delicadas. Sus temerosos ojos pardos le observaban desde debajo de unas cejas ligeramente arqueadas. La nariz no era tan recta como suelen tenerla los griegos y le pareció adivinar una peca en su mejilla izquierda. A Carbo le palpitó la entrepierna cuando bajó la mirada todavía más y se fijó en sus pechos generosos bajo el tejido basto del vestido.
—No te había visto antes. ¿Hace mucho que estás aquí?
—No. Solo hace dos días.
—Ah, por eso no te había visto.
La joven alzó la vista hacia él.
—Sé quién eres.
—Ah, ¿sí?
—Eres Carbo, el auctoratus. Uno de los hombres de Espartaco.
—¿Cómo lo sabes?
Se encogió de hombros con indiferencia.
—Todo el mundo te conoce.
Carbo se sintió orgulloso. Le parecía sumamente atractiva.
—¿Cómo te llamas?
—Chloris.
—Hablas bien latín —dijo él con cierta torpeza.
—Sí. Tenía un tutor privado… —vaciló antes de añadir—: antes.
—¿Antes de que te hicieran esclava?
—Sí. Mi padre era un rico comerciante de Atenas. Después de la muerte de mi madre, empezó a llevarme en sus viajes para comprar artículos. —Sonrió con arrepentimiento y pesar—. Pero se podría haber ahorrado el último.
—¿Piratas?
Chloris hizo una mueca.
—Sí, a papá lo mataron en el ataque inicial y a mí me hicieron prisionera. Me vendieron en Delfos a un tratante de esclavos romano, que me llevó a Capua, donde Phortis me compró.
Carbo meneó la cabeza ante la naturaleza azarosa de la vida.
—En otra vida quizá nos hubiéramos conocido en sociedad, cuando visitabas Italia.
—¡Chloris!
Se sobresaltó al oír la llamada.
—Mejor me marcho.
—¿Quién te llama?
—Amatokos. Es uno de los tracios.
—Ya sé quién es. —«Uno de los mejores guerreros de Espartaco»—. ¿Es tu…?
—Sí. Necesito que alguien me proteja aquí.
Carbo frunció el ceño cuando ella se marchó de la celda. Se le habían pasado las ganas de descansar.