No tardaron en descubrir el cadáver del galo. Los siguientes en entrar en la zona de baños fueron un par de germanos. Salieron gritando a todo pulmón. Se oyeron unas fuertes pisadas en las escaleras mientras un grupo de guardas bajaba a ver qué ocurría. Una multitud de luchadores se congregaron para ver cómo arrastraban al exterior al galo inerte. Iba dejando un rastro de sangre a su paso. Espartaco observó el proceso desde la puerta de la celda que se había agenciado para él y para Ariadne. Le satisfizo ver que ninguno de los guardas pareció sorprenderse especialmente por lo que acababan de encontrar. Restio también hacía su trabajo. Ya estaba recibiendo un montón de miradas de los luchadores del patio. La mayoría se mostraron respetuosos, pero algunos estaban enfadados o se mostraban desafiantes. Espartaco no hizo caso de ninguno de ellos. Sin duda, ahora habría menos hombres que quisieran meterse con él. Se preguntó por la reacción de Phortis. A no ser que Restio le embaucara, no habría versiones de testigos para que el capuano fuera más allá. Lo único que tendría serían los rumores que circularían por el ludus. ¿Sería suficiente para que el capuano actuara? Espartaco no lo sabía a ciencia cierta, pero creía que no. Los asesinatos en los baños o retretes debían de ser habituales. Esas situaciones mantenían el orden natural en el ludus.
Y resultó ser así. Las miradas asesinas que Phortis empezó enseguida a lanzar a Espartaco dejaban claro que el capuano había oído hablar de su implicación, pero no hizo nada. Transcurrió media hora y el entrenamiento de los gladiadores tocó a su fin. Al cabo de un rato, sonó el gong que indicaba la cena. Espartaco se presentó con descaro en el patio con Ariadne, como si saliera a comer. Getas y Seuthes caminaban dos pasos por detrás. Se dirigieron al comedor, que consistía en una serie de bancos y mesas a ambos lados de las puertas de la cocina. Una hilera de hombres se internaba en los portales a través del ambiente lleno de vapor en el que Espartaco veía un puchero enorme sobre una mesa con cuencos y montones de cucharas de madera apiladas. Detrás había un esclavo, cucharón en mano, y Phortis, que lo observaba todo como una corneja atenta. También había cuatro guardas corpulentos, las medidas de seguridad en caso de problemas.
Se colocaron al final de la fila. Los luchadores de delante miraron inmediatamente a su alrededor. Uno o dos asintieron hacia Espartaco a modo de saludo, que él les devolvió. Nadie habló con él ni con sus acompañantes, lo cual ya le iba bien. La cuestión era dejar sentada su independencia el primer día y la primera noche en el ludus, el hecho de que no necesitaba la amistad de los demás. Es lo que les había dicho a Getas y a Seuthes. En silencio fueron acercándose a la cocina.
—¡Ahí está! El nuevo latro. —Phortis habló con tono burlón—. Id con cuidado o quizás acabéis con una puñalada en la espalda.
Al oír sus palabras, muchos gladiadores se lo quedaron mirando fijamente. Unos pocos se carcajearon. Ninguno dijo nada.
—No soy ningún bandolero —repuso Espartaco en voz alta.
—Ah, ¿no? —dijo Phortis con desprecio.
—No.
—¿O sea que no sabes nada de un cadáver en los baños?, ¿no? ¿El cabrón ese tan feo que ha muerto con un agujero en el cuello?
—No sé de qué hablas.
—Pues eso no es lo que he oído por ahí.
Espartaco levantó los hombros y los encogió de forma harto significativa.
—Créete lo que te dé la gana. A los hombres les gusta cotillear. Casi todo son gilipolleces. ¿Tienes alguna prueba?
—No necesito pruebas para administrar justicia, imbécil —bramó Phortis—. Digamos que cualquier hombre capaz de anular al bruto del galo debe de ser buen luchador. Espero grandes hazañas de tu parte en la arena.
«¡Maldito sea!» Espartaco no se había planteado la posibilidad de que el capuano no hiciera nada aunque se enterara.
Phortis no había acabado con él.
—¿Cómo ha acabado un latro de mierda como tú con una tía tan buena?, ¿eh?
Los hombres volvieron a girar la cabeza. Intercambiaron murmullos lascivos mientras admiraban la belleza exótica de Ariadne.
—Soy un guerrero de la tribu de los medos y Ariadne es mi esposa —declaró Espartaco con una sonrisa tranquila. Sin embargo, por dentro estaba furioso. Tenía ganas de abalanzarse sobre el capuano y partirle los dientes. Aunque mantuvo la calma. Podía matar a Phortis con toda tranquilidad, de eso no cabía la menor duda, pero los cuatro guardas lo matarían a él. Una forma estúpida de morir.
—Tu rey me contó una historia distinta. Me dijo que eras un hijo de puta embustero y tramposo que conspiraba para derrocarlo.
Espartaco notó cómo se le endurecían los músculos de la mandíbula.
—No me extraña —espetó. «Kotys siempre fue un pedazo de cobarde mierdoso.»
—¿Qué has dicho? No te he oído.
—Kotys dijo eso —vociferó Espartaco— porque era un líder débil. Mi mera existencia suponía una amenaza para su autoridad. Venderme como esclavo fue la solución perfecta.
—O sea que, si no estuvieras aquí, ¿habrías asumido el mando de los medos? —Phortis lanzó una mirada al esclavo que repartía con cuentagotas las gachas de cebada—. ¿Habéis oído eso? ¡Tenemos a un rey entre nosotros!
Varios gladiadores se echaron a reír. Uno, el galo inmenso y arrogante en el que Espartaco se había fijado con anterioridad, se salió de la fila y se colocó frente a ellos. De pelo rubio, con bigote y vestido únicamente con unos pantalones estampados, era el paradigma del guerrero galo. Media docena de luchadores se movieron para colocarse junto a él. El galo hizo una reverencia extravagante.
—Venid a ocupar mi puesto, Majestad. Si es que podéis.
Phortis sonrió complacido.
«Por todos los dioses. Pelearme con él y sus compinches es lo último que… necesito… necesitamos ahora mismo.»
—Tú llegaste primero, amigo —repuso Espartaco mirando fijamente al hombretón—. Igual que todos los que tengo delante. Cuando me toque…
—¿Te asusta pelear?
—No. Pero no me voy a enfrentar a ti esta noche. No cuando Phortis intenta provocar —declaró Espartaco, rezando para que el galo fuera tan listo como fuerte.
—¡Venga, Crixus! Baila al son del titiritero —gritó una voz.
Se oyó un bramido de diversión entre el resto de los gladiadores y Phortis frunció el ceño.
A Crixus no se le escapó el comentario mordaz ni la expresión del capuano.
—En otro momento, entonces —gruñó. Lanzó una mirada obscena a Phortis, cogió un cuenco de la pila de la mesa y lo tendió—. Llénalo. ¡Hasta el borde!
El esclavo de la cocina obedeció rápidamente.
Crixus cogió un trozo de pan y se marchó enfadado y el siguiente de sus secuaces ocupó su lugar.
Getas exhaló un largo silbido de alivio.
—¡Demos gracias al Jinete! ¡Ese cabrón es grande como Hércules!
—Hasta Hércules tenía sus puntos flacos —dijo Espartaco—. Ese galo gilipollas tampoco goza de gran estima. La mayoría de los luchadores parecían contentos de reírse de él. Apuesto a que los seis que tenía al lado son sus únicos seguidores.
—De todos modos, son cuatro más que nosotros —advirtió Seuthes.
—Cierto. Tenemos que evitar pelearnos con ellos por el momento —sugirió Espartaco pensando en el grandullón germano con la nariz rota. ¿Cuántos hombres le eran leales? ¿Sería tan combativo como Crixus? ¿Los samnitas? Espartaco esperaba que no. No sería capaz de planear cada pelea igual que había hecho con el galo feo.
Mientras comían tenía muchas cosas en las que pensar.
Espartaco seguía ensimismado cuando él y los demás regresaron a las celdas. Buena parte de su estancia, que medía poco más de diez por diez pasos, la ocupaban dos colchones de paja colocados juntos. No había muebles. De hecho, los únicos objetos visibles eran las posesiones de Ariadne: un par de estatuas pequeñas de Dioniso y la cesta de mimbre que contenía la serpiente. Las paredes de cemento estaban llenas de pintadas lascivas o jactanciosas, obra de los anteriores ocupantes. En los rincones había zonas llenas de moho, lo cual otorgaba a la habitación un desagradable olor a húmedo.
—Aquí es. Un hogar —dijo Ariadne alegremente—. Por lo menos lo será cuando lo arregle un poco.
Espartaco respondió con un gruñido. Miró distraído el cesto y el corazón a punto estuvo de parársele. La tapa no estaba bien puesta. Quitó la tapa con el pie y miró con cautela al interior.
—¡Por todos los dioses! No está. —Dio un paso hacia el centro de la estancia.
—Tranquilo —le dijo Ariadne—. No habrá ido lejos. A no ser… —Y dirigió la mirada al hueco que había bajo el extremo inferior de la puerta—. Dioniso, no permitas que haya salido fuera —susurró. «¡Necesito que me proteja!»
Espartaco no la estaba escuchando. Se sacó la túnica y la zarandeó delante de él con el puño izquierdo. Levantó el primer colchón con sumo cuidado y atisbó debajo. Nada. Tiró del saco lleno de paja hasta el otro extremo de la estancia y lo apoyó contra la pared. Volvió y alzó la esquina del segundo colchón.
—¡Ahí está! —exclamó Ariadne, señalando una forma ágil y enrollada—. Voy a cogerla.
Pero Espartaco se le adelantó. Apartó el colchón, lanzó su túnica encima de la serpiente y dio un salto para sujetarla por detrás de la cabeza.
—Te pillé —musitó.
—¿Qué haces? ¡Odias al animal! —Ariadne levantó el cesto para que él dejara caer la serpiente en el interior.
Espartaco esperó a que volviera a tapar bien el cesto.
—Cierto. Pero no hay nada como enfrentarse a los propios temores. Si crees que tienes al diablo detrás, gírate y enfréntate a él. —Se secó la frente y sonrió.
—Te podía haber mordido. Ya la cogeré yo la próxima vez —espetó Ariadne, molesta porque él había cometido la temeridad de tocar su posesión más sagrada. También le asustaba lo que podía haber pasado.
—¿La próxima vez? Si hubieras cerrado bien el cesto, ni siquiera estaríamos manteniendo esta conversación —replicó él.
—¡Déjame en paz! —espetó Ariadne, enrojecida de ira y bochorno.
Al ver del humor que estaba, Espartaco decidió no hacerle caso.
Las malas vibraciones entre ellos quedaron suspendidas en el ambiente como un mal olor y se retiraron en silencio. Espartaco apagó de un soplido la lámpara de aceite y se tumbó al lado de Ariadne. Estaban lo bastante cerca para tocarse, pero ninguno hizo nada. Ni tampoco hablaron. Al cabo de un rato, Espartaco se giró y le rozó la pierna sin querer. Ella se volvió contra él antes de que él tuviera tiempo de decir una sola palabra de disculpa.
—Este matrimonio es un fingimiento que nos conviene, ¿entendido? No te hagas ilusiones.
Ella vio que Espartaco fruncía los labios bajo la tenue luz.
—Te he tocado sin querer. Y nunca pensé que nuestro «matrimonio» fuera otra cosa.
Ariadne se sentía furiosa por el hecho de que él no le hubiera insistido más. «Me estoy comportando como una niña», pensó. Pero no era capaz de disculparse. El último hombre que la había tocado había sido su padre. «Lo condeno al infierno.» Una oleada de odio hacia todos los hombres le embargó el corazón. «Dices querer un esposo cuando en realidad no dejas que nadie se te acerque.» Estaba demasiado asustada para hacerlo. «Para ya. Hay hombres honestos en el mundo, hombres que no se comportan como mi padre. Espartaco es uno de ellos.» Si no lo fuera, reflexionó con una punzada de culpabilidad, ¿por qué quería que la tocara?
Espartaco observó la silueta del cuerpo de ella y advirtió que el pecho le subía y le bajaba con cada respiración. «¿Por qué es tan susceptible esta mujer? De todos modos, más atractiva no podía ser. A lo mejor acaba entrando en razón.» Con esa idea en mente, cerró los ojos y se quedó dormido al instante.
En cuanto Espartaco empezó a roncar suavemente, Ariadne se relajó. La luna apareció por detrás de las nubes que la habían ocultado y la celda se llenó de una tenue luz amarilla. Espartaco no se movió y Ariadne se sorprendió a sí misma al darse cuenta de que lo observaba a hurtadillas. Le embargó un placer no exento de culpabilidad ante lo que veía. Tenía unas pequeñas patas de gallo alrededor de los ojos en las que no había reparado antes y unos cuantos cabellos blancos que destacaban entre los demás. La cicatriz de la nariz y mejilla tenía pequeños puntitos a ambos lados que marcaban el lugar de los puntos de sutura. Tenía la cara, el cuello y los brazos de un color más oscuro que la piel que quedaba normalmente bajo la túnica. Espartaco transmitía fuerza por los cuatro costados, desde su mandíbula firme a sus músculos fibrosos. A Ariadne le pareció de lo más tranquilizador y cuando le pasó por la cabeza una imagen de Phortis fue capaz de apartarla con facilidad.
Para su sorpresa, el sueño no tardó en llegar.
Por segunda vez soñó que estaba en brazos de Espartaco.
Carbo apuró lo que le quedaba de vino y observó el fondo de la copa a la espera de obtener inspiración. No la encontró. Echó un vistazo alrededor de la taberna húmeda y atestada y frunció el ceño. Ahí tampoco la iba a encontrar. El lugar estaba lleno de maleantes: hombres esqueléticos, malnutridos y, según los cálculos de Carbo, delincuentes en potencia. Las únicas mujeres presentes eran un par de camareras desdentadas y despeinadas y tres prostitutas de aspecto enfermizo. La única atracción de la taberna era el vino, que era el más barato que Carbo había encontrado. No sabía tan mal, teniendo en cuenta de dónde era probable que viniera. Tras unas cuantas copas el sabor incluso le había empezado a gustar.
—¿Otra?
Carbo giró la cabeza y se encontró al tabernero encima de él. Miró las cuatro monedas de bronce que había en la barra junto a su mano izquierda. Eran todo lo que le quedaba de los dos denarii que Paccius le había dado. Se echó un pedo de lo más sonoro. Por lo menos había tenido la sensatez de pagar antes los atrasos del alquiler.
—¿Por qué no?
En un abrir y cerrar de ojos se encontró con la basta copa de arcilla llena y con una moneda menos.
Carbo le dio las gracias asintiendo con la cabeza antes de dar un buen trago. Se planteó las opciones de la jornada por enésima vez. ¿Qué se había torcido? Su plan de pasar por su anterior casa le había parecido bueno en un principio. Excelente, de hecho. Había querido ir a ver a Paccius, hablar con la única persona del mundo que todavía tenía tiempo para él. Había funcionado. El samnita había aparecido poco antes del mediodía para ir a hacer un recado. Carbo le había abordado en la calle siguiente y habían caminado juntos hasta el foro de Capua.
Como era de esperar, Paccius no había tenido noticias de sus padres, pero sí había podido contarle a Carbo lo que pasaba. Que su nuevo señor, el agente de Craso, no era demasiado malo, por el momento. Carbo se había alegrado por el samnita y el resto de los esclavos domésticos, que le caían bien. Sin embargo, se había sentido abochornado cuando Paccius le había obligado a coger las dos monedas de plata. «Las necesitas más que yo», le había dicho. Para su vergüenza infinita, había aceptado las monedas. Despedirse de Paccius había resultado incluso más doloroso que la primera vez, cuando había salido a hurtadillas antes de que sus padres se despertaran. «He aceptado dinero de uno de mis propios esclavos.» Su intento de alistarse en el ejército también había sido desastroso. El centurión al que había abordado le había pedido pruebas de que tenía diecisiete años. Carbo había balbucido que faltaba poco para su cumpleaños. El oficial le había dicho con tono amable que regresara con los papeles correspondientes cuando llegara el momento. Por supuesto no podría hacerlo, porque su padre tenía todos los documentos familiares. «El cabrón de Craso tiene la culpa de todo.» Apuró la copa y golpeó con ella la barra de madera con una fuerza inusitada.
Al oír el golpe, el tabernero se materializó de nuevo.
—¿Te la vuelvo a llenar?
—¿Por qué no? —gruñó Carbo—. No tengo nada más que hacer.
Al cabo de un instante, tenía otra copa llena de vino y solo dos monedas. Poco después, nada más que una y luego ninguna. Carbo volvía a estar en la miseria. Antes de que tuviera tiempo de regodearse con aquel detalle patético, una de las prostitutas se le acercó tímidamente e intentó sentársele en la rodilla. Carbo la apartó de malas maneras.
—Aunque quisiera, no tengo dinero para pagar.
—Tienes esto —le dijo ella susurrándole sensualmente y señalando el broche que llevaba en la capa con una uña sucia y quebrada—. Te lo haré cada noche durante una semana por él. Quizás incluso dos semanas, si eres hombre suficiente. —Se carcajeó de su propia broma.
—Esta pieza vale más que tu vida, zorra enferma —gruñó Carbo—. Déjame en paz.
La mujer adoptó una expresión agria.
—¿Quién te ha dicho que pensaba follarte? Esas cicatrices le quitan las ganas a cualquiera.
Carbo le levantó la mano y ella retrocedió, haciendo una mueca. Pero fue una victoria pírrica. En cuanto la prostituta hubo vuelto con sus amigas, empezó a burlarse de él y a señalarlo.
—Lástima que no seas un hombre, porque te daría una buena tunda —gruñó, haciendo un gesto obsceno. Ellas susurraron enfurecidas. Carbo se levantó tambaleante y se encaminó a la puerta. ¿Cuándo cambiaría su suerte?, se preguntó con amargura. Ganar dinero le parecía imposible. Abrió la puerta y salió a trompicones. La ráfaga de aire frío le hizo recuperar parte de la sensatez. «Me sentiré mejor después de un sueño reparador.» Intentando tener bien presente ese pensamiento, Carbo avanzó por el callejón estrecho y sin pavimentar. A pesar de que la oscuridad era casi absoluta, conocía el camino hacia la insula en lo alto de la que se encontraba su buhardilla. No estaba lejos.
Al cabo de un momento, la prostituta a la que Carbo había rechazado salió corriendo de la taberna. Iba acompañada de un hombre de aspecto dudoso. Los dos le seguían a hurtadillas.
Carbo no se enteró hasta que recibió un fuerte golpe en la nuca. La explosión de luz que apareció ante sus ojos fue acompañada de una avalancha de dolor y cayó como un saco de grano. Fue a parar de boca en el estiércol. Carbo era perfectamente consciente del hedor y del sabor asqueroso, pero estaba demasiado débil para hacer algo al respecto o acerca de los dedos que rebuscaban un monedero bajo su túnica. «¡Cabrones!»
—No pierdas el tiempo —dijo una voz femenina estridente—. No tiene dinero, solo el broche del que te he hablado.
—De todos modos, vale la pena probar —gruñó el hombre—. Nunca se sabe lo que se puede encontrar.
Carbo notó que le daban la vuelta y que una mano le palpaba el hombro izquierdo.
—No, no —musitó mientras le rasgaban la tela. Su castigo por hablar fue un golpe en la cara que volvió a dejarle la cabeza en la mezcla apestosa de barro y deshechos humanos. Aturdido y mareado, a Carbo le abandonaron las fuerzas.
—¿Le corto el pescuezo?
—Como quieras —respondió la mujer—. Por si nos ha visto seguirle.
«Sé quiénes sois y os mataré a la mínima que pueda», quiso decir Carbo, pero su intento sonó como un murmullo ininteligible. Cuando le echaron la mandíbula hacia atrás, se puso tenso a la espera del filo de la hoja. «Qué forma más espantosa de morir.»
Se oyó un crujido procedente de arriba al abrirse una ventana. Al cabo de un instante, un torrente de orines y excrementos cayó sobre ellos tres. La mujer gritó.
—¡Qué Hades se lleve vuestra alma! —bramó el hombre—. ¿Quién ha sido el hijoputa?
—He sido yo, Ambrosius el veterano —vociferó un hombre—. Y ahora voy a bajar con tres de mis esclavos. Vamos todos armados con espadas y lanzas.
Carbo notó que el peso que sentía en el pecho aminoraba cuando el matón se incorporó.
—Ya está. No voy a morir por acabar con este imbécil.
—Déjalo —musitó la mujer—. Probablemente acabe muerto de todas formas.
Carbo oyó que sus pasos se iban alejando. Intentó moverse, pero las extremidades no le respondían. Oyó el crujido de una puerta al abrirse y luego el destello anaranjado de una lámpara de aceite que atravesaba la oscuridad.
Un rostro rubicundo y preocupado se cernió sobre él.
—¿Estás vivo?
—Creo que sí. La cabeza me duele una barbaridad.
—No me extraña —repuso Ambrosius frunciendo el ceño—. He oído el golpe desde el dormitorio. —Carbo intentó incorporarse, pero Ambrosius le obligó a quedarse como estaba—. Espera. —Le palpó con los dedos las sienes y el cogote—. No noto ninguna rotura. Probablemente vivas —dijo satisfecho—. Cógeme de la mano.
Carbo obedeció y notó que lo levantaba. El barro emitió un sonido húmedo y succionador cuando se separó del mismo y el olfato se le volvió a llenar del olor pestilente de todo lo que lo convertía en un cenagal viscoso. No le importaba.
—Me han quitado el broche. Era la única pieza de valor que tenía. —Hizo ademán de ir a perseguir a los ladrones—. Tengo que recuperarlo.
El fuerte brazo de Ambrosius le impidió moverse.
—Yo lo dejaría. Da las gracias a que no te han abierto otra sonrisa en el cogote.
Su esclavo asintió en silencio para mostrar que estaba de acuerdo.
La realidad volvió a caer como una losa sobre Carbo. Mejor estar cubierto de mierda y respirando que muerto.
—Muy bien. Gracias por tu ayuda.
—De nada. —Ambrosius arrugó la nariz y retrocedió un poco—. Cielos, apestas. ¿Tienes baño en casa?
El orgullo de Carbo repuntó.
—Sí, sí —mintió.
—Bien. Entenderás que no te acompañe… —dijo Ambrosius—. Con respecto a mi esclavo, pues… solo tengo el que… —Se mostró abochornado y se calló.
—No pasa nada. Has hecho más de lo que haría mucha gente, salir a la calle en plena noche. Volveré solo. —«¿A qué?», se planteó enfurecido.
—Toma. —Ambrosius le tendió la lámpara de aceite y su gladius oxidado—. Con esto tendrás más oportunidades de llegar.
—Pero…
—Insisto. Si quieres, devuélvemelos por la mañana. Mi puerta es la de al lado del carnicero. Como ya sabes, me llamo Ambrosius.
—Gracias —se limitó a decir Carbo, aceptando tanto la lámpara como la espada—. Regresaré mañana.
—¡Excelente! Mi mujer no tendrá motivos de queja si te invito a tomar una copa de vino.
Carbo dejó que Ambrosius y su esclavo regresaran al interior y se marchó caminando fatigosamente. El fin de su brevísimo contacto con una persona honesta avivó las llamas de su ira hasta límites insospechados. Ahora tenía que regresar a su buhardilla, donde a nadie le importaba si vivía o moría. Donde la vieja lo mantendría en vela toda la noche por culpa de la tos. Y ni siquiera podía lavarse antes de meterse en la cama. En la insula no había agua corriente, así que tendría que yacer con su propia mugre hasta que fuera de día, cuando era seguro salir y encontraría los baños públicos abiertos. «Los haría pedazos a los dos.»
Por supuesto no sucedió nada. Siguió caminando.
Entonces, bajo la luz parpadeante que emitía la lámpara de aceite se fijó en una cosa. Se paró y echó un vistazo al muro enyesado que tenía a la izquierda. Alguien había hecho una serie de dibujos toscos. Carbo se acercó más y distinguió un par de figuras pequeñas, casi infantiles, que luchaban y, a ambos lados, grupos de personajes. Leyó los nombres de los gladiadores y los alardes sobre ellos. «Hilarus el tracio, nunca derrotado, vencedor de quince luchas, y Attilius el samnita, el más fuerte de su tribu, a cuyas manos han muerto cuatro hombres.» La esperanza y un poco de emoción se avivaron en lo más profundo del corazón de Carbo. Aquel era un camino que le quedaba por seguir. Normalmente lo tomaba la bazofia de la sociedad, los criminales, los prisioneros de guerra o esclavos, pero de vez en cuando lo tomaba algún ciudadano. Podía convertirse en un auctoratus, un gladiador a sueldo. Si tenía éxito, la recompensa económica sería ciertamente generosa.
La idea hizo que Carbo frunciera los labios. A pesar de todo lo sucedido ese día, aquello parecía una señal de los dioses.
Espartaco se despertó antes del amanecer por culpa del frío. La manta se le había caído por la noche. Se la subió hasta la mandíbula y aguzó el oído para distinguir los primeros sonidos matutinos procedentes del exterior. El cacareo estridente de un gallo desde el huerto del ludus, que había visto fuera de las gruesas murallas. El tintineo del extremo de una espada a lo largo de las barras de las ventanas de las celdas de los gladiadores. El tono nasal de Phortis sacándolos del sueño. El golpeteo de los pies de los hombres en los suelos de cemento desnudo. Los carraspeos. El sonido inconfundible de los escupitajos. Y desde más allá del ludus, donde se extendía el mercado de Capua, el murmullo de la vida normal: los gritos de los panaderos, carniceros y otros vendedores que rivalizaban entre sí. Desde la cercana Vía Appia llegaban los saludos a voz en grito de los viajeros, el crujido de las carretas mezclado con los mugidos de los bueyes y los rebuznos malhumorados de las mulas. Era muy normal, y muy parecido a Tracia. Espartaco lo odiaba. Le asqueaba. La libertad estaba tan cerca, pensó con amargura, y tan lejos. A un mundo de distancia. ¿Quién habría imaginado que tras años de servir a los romanos acabaría con la chusma? «Un puto gladiador.» Pensó en Kotys e hizo una mueca. «Por lo menos estoy vivo.»
Clac, clac, clac. En el momento justo, el arma de Phortis golpeteó los barrotes de la ventana de la celda. A continuación llegó el sonido metálico de una llave que abría la puerta.
—¡Deja de follarte a tu mujer, latro! Sal de ahí mientras las gachas están sabrosas y calentitas.
—Cabrón romano asqueroso. —A Espartaco le salió de dentro el comentario.
—¿Me has oído, latro?
—Te he oído. —Se incorporó.
—Bien. Hoy veremos en qué tipo de luchador te vas a convertir. —Phortis continuó.
Espartaco frunció el ceño.
—Sobre lo de anoche… —empezó a decir Ariadne.
Él se la quedó mirando y vio el deseo de reconciliación en sus ojos.
—No tenía que haber saltado —dijo—. Aunque había cogido al bicho, todavía estaba nervioso.
—Yo soy quien debería disculparse. Es mi serpiente y tengo la obligación de responsabilizarme de que permanezca en el cesto. —Hizo una pausa y adoptó una expresión de incomodidad—. Así que lo siento.
—Olvidémoslo y sigamos adelante.
—De acuerdo. —Sonrió porque se sentía mejor.
—Así estás mucho más guapa que con el ceño fruncido.
«¡Le gusto!» Encantada y abochornada al mismo tiempo, Ariadne se planteó qué decir.
—¿Para qué tipo de luchador te van a elegir? —espetó.
—Tracio, supongo —repuso Espartaco poniéndose en pie—. Pronto lo averiguaré. ¿Qué vas a hacer hoy?
—Lo primero será limpiar bien esta habitación. Vete a saber cuándo fue la última vez —dijo Ariadne con desaprobación—. Luego quiero encontrar algo que sirva de altar para mis estatuas. Si tengo ocasión, tantearé a las mujeres que ya viven en el ludus. Que me expliquen cómo funciona aquí la vida.
—Ándate con cuidado. Evita los lavabos y los baños a no ser que estés acompañada de otras mujeres —advirtió.
—No te preocupes. —Señaló el cesto—. Pienso ir con esto a todas partes.
—Bien.
Ariadne asintió.
—Ten cuidado.
Su repentina calidez le hizo reír.
—Descuida. —Empujó la puerta y se marchó.
Desconcertada, Ariadne agradeció que no hubiera visto lo mucho que se estaba sonrojando.
Los recién llegados apenas habían acabado con las gachas cuando, acompañados de Phortis, fueron a buscarles los entrenadores que supervisaban a los distintos tipos de luchadores. Los tres hombres de mediana edad y facciones duras iban armados con un garrote, un látigo o ambos. Todos habían sido gladiadores que se habían ganado la libertad a las malas, ganándose el rudis.
Los obligaron a salir al patio y colocaron a los quince hombres uno al lado del otro mientras los demás reclusos los abucheaban. Espartaco, Getas y Seuthes estaban en el extremo, lejos de Phortis, que empezó enseguida. Acribilló a preguntas al primer hombre, uno de los guerreros pónticos, y le preguntó la edad, su oficio anterior y su experiencia en combate. Los entrenadores escuchaban con atención las respuestas titubeantes en un latín precario. Al cabo de poco, los hombres de la tribu recibieron la orden de situarse junto al hombre que los formaría como tracios. Al siguiente cautivo lo eligieron para luchar como galo y al de después como samnita. Poco a poco, Phortis fue recorriendo la fila. Los demás tracios se rieron cuando los eligieron para aparecer en la arena representando a su pueblo. Al oír aquello, las expectativas de Espartaco aumentaron. Algo de orgullo le supondría luchar tal como lo había hecho en la vida real.
—Ah, el latro —dijo Phortis arrastrando las palabras. Sonrió al ver que Espartaco tensaba la expresión—. Este también es tracio —explicó a los entrenadores—. ¿Edad?
—Treinta años.
—¿Oficio?
—He sido guerrero desde los dieciséis años. Fue entonces cuando maté a un hombre por primera vez —bramó Espartaco—. Se parecía un poco a ti.
—¡Ja! Eres un verdadero matón, ¿eh? —Phortis arqueó las cejas con expresión burlona—. ¿Tienes también experiencia militar?
—He luchado en todas las campañas desde que alcancé la edad adulta. En ocho de ellas, serví con los auxiliares romanos como soldado de caballería. He estado en más peleas y escaramuzas de las que soy capaz de recordar y por lo menos en seis batallas a gran escala.
—¿Has matado a muchos hombres? —preguntó uno de los entrenadores.
Espartaco se lo quedó mirando fijamente a los ojos.
—A partir de los veinte perdí la cuenta. Por lo menos la mitad eran romanos.
El entrenador emitió un gruñido evasivo.
—No te creo —le desafió Phortis.
—Es cierto. ¿A cuántos has matado tú? —replicó Espartaco. Se sintió satisfecho cuando Phortis le blandió un puño en la cara. Tampoco se le escapó la sonrisa que asomó a los labios de dos de los entrenadores. «Bien. He acabado por hartarte, folla-cabras desgraciado.»
—He matado a muchos, ¡maldito insolente! ¡Y también a hombres más duros que tú!
«¿En serio? Lo dudo.»
—Lo mejor que le irá es hacer de tracio. Me lo quedo —dijo un entrenador bajito con la barba bien recortada. Sus compañeros murmuraron para mostrar que estaban de acuerdo.
—Pues no, no me da la puta gana —espetó Phortis—. No luchará como tracio.
—¿Por qué no?
—Porque lo ha dicho Batiatus —replicó Phortis con una satisfacción llena de petulancia—. Este perro es demasiado arrogante. Le entrarán aires de grandeza. Lo mismo pasa con sus dos amigos.
—Entonces lo cojo yo. Y a los otros también —dijo el tercer entrenador, que tenía pinta de galo.
Phortis se encogió de hombros.
—Vale.
Como no hubo más protestas, el entrenador hizo un movimiento de cabeza hacia Espartaco, Getas y Seuthes.
—Venid aquí.
Espartaco no fue capaz de reprimirse.
—Pero…
En un abrir y cerrar de ojos, Phortis se había sacado el garrote corto del cinturón. Con una fuerza increíble, golpeó a Espartaco en la cabeza.
—¡Haz lo que te dicen!
Medio cegado por el dolor, Espartaco consiguió de todos modos dar un salto hacia delante. Sin embargo, Getas y Seuthes le impidieron que se abalanzara sobre Phortis. Lo sujetaron por los brazos como pudieron.
—Déjalo —susurró Getas—. Te matará.
Phortis les observaba expectante.
«Atacarle no hace más que darle al perro lo que quiere.» Espartaco respiró hondo y se relajó entre la sujeción de sus compañeros.
—De acuerdo, lucharé como galo.
—Escucha a tus amigos. Eso es bueno. —Sin embargo, Phortis no alcanzaba a ocultar su decepción—. Sigue haciéndolo y a lo mejor sobrevives. —Miró a los entrenadores—. Os dejo con ellos. Estoy seguro de que tenéis mucho que enseñar a estos hijos de puta.
Amarantus, el entrenador de Espartaco, era un galo de unos cuarenta abriles. Aunque era un guerrero libre, les contó que había decidido quedarse como entrenador tras obtener el rudis. Su primera orden fue que los cuatro hombres a los que había escogido se enfrentaran entre sí con escudos pesados y espadas de madera. Colocó a Espartaco contra uno de los escitas y a Getas y Seuthes el uno contra el otro.
—Luchad hasta que un hombre quede desarmado o reciba una herida «mortal» —gritó.
El contrincante de Espartaco era fuerte y fiero, pero su habilidad no tenía punto de comparación. En lo que el corazón tarda en dar cien latidos, Espartaco le había quitado la espada de la mano al escita y le había tocado el cuello con el extremo de su espada. Amarantus asintió satisfecho y les permitió descansar mientras los dos amigos se enzarzaban como posesos. Seuthes acabó dominando el combate, hizo tropezar a Getas y lo «liquidó» con una estocada en el pecho.
—Así sé lo buenos, o malos, que sois con las armas —declaró Amarantus—. Ahora veremos si estáis en forma o si no sois más que los odres hinchados que parecéis. —Hizo un gesto con el brazo para abarcar el perímetro del patio—. Veinte vueltas, a la carrera. El que se pare antes se lleva diez latigazos. Si se detiene una segunda vez le daré veinte. Una tercera vez, treinta. ¿Entendido?
Mientras Espartaco corría, observaba a los gladiadores que también estaban entrenando. El patio estaba repleto de hombres corriendo como ellos, o boxeando y luchando. Otros levantaban pesas. Unos cuantos más se enfrentaban entre sí con lanzas y espadas de madera o atacaban gruesos postes de madera clavados en el suelo. Un desgraciado recibía una sarta de latigazos de su enfurecido entrenador bajo la mirada de sus compañeros.
Espartaco agradecía que el viaje de Tracia no le hubiera dejado demasiado agotado. Aunque la comida no había sido de la mejor calidad, había perdido poco peso y seguía estando en forma. Era perfectamente capaz de dar veinte vueltas, al igual que Getas y Seuthes. Resultó ser que el escita también estaba en forma. Amarantus esbozó una sonrisa de satisfacción cuando se reunieron con él con el rostro empapado de sudor.
Carbo había llegado a su insula sin más problemas. Había notado una efímera sensación de venganza dulce cuando el crujido de sus pasos en las planchas chirriantes había despertado a la vieja bruja. Se le había pasado rápidamente por culpa de la tos que había ido a continuación, pero Carbo estaba demasiado cansado y le dolía demasiado la cabeza como para maldecir a la vecina. Sin preocuparse de la capa de mugre semilíquida que le cubría el pelo, la espalda y las piernas, se había tumbado en el colchón y se había tapado con la andrajosa manta. Al cabo de unos instantes se había quedado dormido. Afortunadamente no había soñado nada.
Al despertarse por el frío de otro gris amanecer, Carbo se quedó tumbado con un dolor palpitante en la cabeza preguntándose si convertirse en gladiador era la decisión más sensata. Había barajado esa opción durante una eternidad, preocupado por no ser lo bastante duro para el mundo brutal del ludus. Pero a Carbo no se le ocurría ningún otro camino que seguir. Al final, el hedor que lo cubría por todas partes lo había puesto en marcha. En los baños públicos situados dos calles más allá, había conseguido gorronear el precio de la entrada a un anciano amable. Carbo nunca había disfrutado tanto lavándose ni se había sentido tan agradecido de haber crecido en un hogar provisto con el lujo del agua corriente. En cuanto estuvo limpio, el problema de la túnica y ropa interior —licium— sucias se convirtió en la prioridad. Vestido con la tela para secarse que le había proporcionado el empleado de los baños, Carbo había salido a la calle y había lavado la ropa en la fuente pública situada junto a la casa de baños. Se enfundó las prendas empapadas y miró con furia a los viandantes que se reían de él. A continuación, había ido a llamar a la puerta de Ambrosius para devolverle la lámpara y el gladius al mismo esclavo que había ayudado a salvarle la noche anterior. Había declinado la invitación a entrar y conocer al veterano y se había dirigido directamente al ludus de la ciudad, situado al otro lado de las murallas en dirección norte.
Al llegar a las puertas el coraje amenazó con desertarle. Carbo permaneció en silencio contemplando las gruesas bandas de metal que entrecruzaban los portones de madera y los muros elevados que se alzaban ante él. El ludus parecía y transmitía la sensación de ser una prisión. Oía gritos y el choque amortiguado de las armas procedentes del interior. Resultaba desalentador.
—¿Qué quieres?
Carbo se fijó en el guarda, un hombre moreno armado con una lanza y escudo. Un casco abollado le ocultaba buena parte del rostro, lo cual hacía que la pregunta resultara mucho más intimidatoria.
—Vengo a ofrecer mis servicios como auctoratus.
—¿Tú? ¿Auctoratus? —Las dos palabras transmitían un desprecio infinito.
Carbo no apartó la mirada.
—Sí.
—¿Sabes usar la lanza o la espada?
—La espada sí.
—¿Seguro? —dijo con desprecio el guarda.
—Sí, seguro, imbécil de mierda —espetó Carbo. Por muchos fracasos que hubiera tenido, su condición social era muy superior a la de aquel tipejo—. Exijo ver al lanista.
El guarda parpadeó ante su determinación.
—¿Y a mí qué más me da si quieres que te maten? —Dio un golpe en la puerta con los nudillos—. ¡Abrid!
Una de las puertas empezó a moverse con un fuerte crujido.
A Carbo se le retorció el estómago, pero se mantuvo firme. «No me abandones, Júpiter, el Mayor y Mejor.»