Varias semanas después…
La costa iliriana
El sol todavía ascendía por el cielo cuando la columna alcanzó el bullicioso puerto. La mayoría de las embarcaciones que resultaban visibles eran buques mercantes anchos o sencillos barcos de pesca, pero al final del muelle de piedra estaba la silueta inconfundible de un trirreme romano con la proa puntiaguda. No era de extrañar que ocupara el mejor amarre y la mitad de la zona de descarga. Sin embargo, la presencia del buque de guerra no provocaba recelo alguno. Los comerciantes y marinos que pululaban por la zona lo miraban con buenos ojos. Incluso el rumor de su existencia ayudaría a disuadir a los rapaces corsarios cilicios que infestaban las aguas locales. Sin la protección del trirreme, regularmente corrían el riesgo de perder los bienes, los esclavos e incluso la vida por culpa de los piratas.
Las gaviotas volaban en picado y se sumergían, sus ojos atentos fijos en la captura que los pescadores locales llevaban a la costa. Hacían caso omiso de la hilera de hombres que acababa de llegar. A su vez, Phortis, la figura al mando, poca atención prestó a las chillonas criaturas. Su único interés radicaba en encontrar un barco que transportara a su grupo a Italia. Phortis escudriñó a sus quince cautivos con ojo experto. Le habría encantado llevar a más hombres al otro lado del Adriático, pero toda una vida dedicada a la trata de esclavos le había enseñado a no ser avaricioso. Quince bastaban. Los hombres de las tribus tracias, escitas y pónticas eran material de gladiador excelente, pero los dioses sabían que eran escurridizos como anguilas. Poco fiables. Peligrosos. Por consiguiente, todos y cada uno de los esclavos nuevos llevaban grilletes en el cuello y también en las muñecas y tobillos. Los ocho guardias de Phortis eran todos ellos ex soldados. Si se lo ordenaba, le cortarían el cuello a un hombre o lo lanzarían por la borda sin pestañear.
Al recordar la última vez que había tenido que ordenar tal cosa a un guarda, hizo una mueca. Tales pérdidas resultaban desafortunadas, pero seguían produciéndose con regularidad. A lo largo de los años, había visto a infinidad de hombres que perdían la razón al darse cuenta de la horrorosa suerte que les esperaba. A veces era cuando cruzaban las montañas entre Tracia e Iliria, y otras cuando el brillante Adriático llenaba el horizonte por el oeste. Lo más habitual era cuando tenían que embarcar y zarpar hacia Italia. No en este viaje, sin embargo. Hasta el momento, los hombres a los que había comprado habían mantenido más o menos la calma y le habían dado pocos problemas durante el viaje. Solo quedaba la corta travesía por mar. Una vez realizada, no faltaba más que cruzar los Apeninos rápidamente y llegar al ludus, la escuela de gladiadores, en Capua.
Ahí les aguardaba Lentulus Batiatus, el lanista. Un entrenador que solo aceptaba a los mejores. Phortis exhaló un suspiro. Batiatus era el único motivo por el que habían tenido que patearse la mitad de Asia Menor en busca de buen material para hacer de gladiador. La mayoría de los lanistae se contentaban comprando lo que estaba disponible en su mercado local en Italia. Batiatus no. Al pensar en el pesado monedero que le entregaría al regresar, Phortis se relajó. El trabajo duro se vería recompensando. Si bien Batiatus era un amo exigente, pagaba bien.
La mirada de Phortis volvió a posarse en los hombres a los que había comprado y secuestrado a lo largo de los dos últimos meses. Había un cuarteto de escitas; salvajes barbudos y tatuados a los que había mantenido separados desde el primer día. Eso no había impedido que intentaran conversar entre sí a la mínima en su lengua gutural. Por supuesto, Phortis ya estaba acostumbrado. Ya no conspiraban para asesinar y huir, por lo menos no entre ellos. La paliza especialmente brutal que había recibido el último al que había pillado susurrando hacía que llevaran callados unos cuantos días.
Phortis había comprado a los tres hombres de las tribus pónticas a un tratante de pelo lacio en la frontera iliriana con Tracia. Al parecer, se trataba de renegados que habían pertenecido al ejército de Mitrídates y que los tracios habían capturado luchando para Roma. Phortis no sabía si esa historia era verdad y tampoco le importaba. Las cicatrices que los guerreros tenían en el pecho y en el brazo, y su actitud combativa, eran lo bastante elocuentes. Eran luchadores y eso era lo que quería Batiatus.
Estudió a los ocho hombres restantes. Como de costumbre, la mayoría de sus cautivos eran tracios. El pueblo más belicoso con el que Roma se había topado jamás. Duros, inteligentes y tozudos. Como guerreros natos que eran, resultaban excepcionales tanto en las emboscadas como para los combates cuerpo a cuerpo. Siempre estaban preparados para luchar a muerte. Enemigos encarnizados. Era una suerte, pensó Phortis, que la mayoría de los tracios hubieran acabado siendo súbditos de Roma. Ahora suministraban buena parte del material para los combates de gladiadores.
Cuando el tracio más corpulento, un guerrero moreno, se fijó en que Phortis lo observaba, le lanzó una mirada asesina. Phortis fingió no darse cuenta. Darle una paliza en esos momentos de poco iba a servir. Era importante no machacar los ánimos de los esclavos. Si el imbécil aprendía a controlar su mal genio, sobreviviría a las primeras semanas de entrenamiento salvaje. Un hombre con un poco de cerebro podría durar doce meses en el ludus. Si el tracio tenía suerte y era listo, podía llegar incluso hasta los tres años, cuando tendría derecho al rudis, la espada de madera que simbolizaba la libertad. Y, si los dioses le sonreían, llegaría al súmum de cinco años como gladiador y se le concedería la manumisión. El hombre de pelo negro parecía lo bastante fuerte para conseguirlo, concluyó Phortis. Igual que el guerrero bajo y musculoso con los tatuajes en forma de remolinos en el pecho. ¿Y el resto? Escudriñó el grupo con indolencia. Lo más probable era que no duraran tanto. Pocos lo conseguían.
Por último posó la mirada en el tracio de aspecto más corriente, un hombre cuadrado de pelo castaño corto y ojos color gris pizarra. Phortis pensó que le resultaba curioso saber cómo se llamaba. Normalmente no se molestaba en saber esos detalles. Sin embargo, todo había salido en el pueblo de los medos, donde también había comprado a otros dos hombres. Kotys, el jefe de la tribu, había acusado al trío de conspirar para derrocarlo. A Phortis le era indiferente. Al igual que con el resto de sus nuevas adquisiciones, la culpabilidad —o inocencia— de los tres hombres era irrelevante.
Phortis vio a Espartaco observando el pequeño corro de mujeres situado cerca. Hizo una mueca desdeñosa. Del mismo modo que con otros prisioneros, la mujer de Espartaco le había seguido en su vida de cautivo. No era raro. La alternativa, quedarse sin protección masculina, era peor. Ariadne, esbelta y distante, estaba más serena que sus compañeras, que lloraban y gemían durante las agresiones sexuales nocturnas de Phortis y sus guardas. Pero ninguna se rebelaba. Era el precio tácito que tenían que pagar por permitírseles acompañar a la columna. A Phortis le palpitaba la entrepierna al pensar en Ariadne. La suya no era una belleza al uso, pero irradiaba una personalidad indomable, exótica. Resultaba de lo más atractiva. Pero no la había tocado, ni tampoco sus hombres. A decir verdad, Phortis no se atrevía. ¿Cómo olvidar la maldición que le había echado a Kortys? Además, la loca llevaba una serpiente venenosa. ¿Quién iba a atreverse a intentar follarse a una tipeja así?
Sin embargo, Espartaco no tenía nada de especial. «A ver qué pasa cuando resulte herido, o mejor, lo maten en la arena —pensó Phortis—. Ya veremos lo valiente que es esta zorra entonces.»
Espartaco observaba a Phortis con mirada agria. Su regateo con el capitán de un buque mercante parecía llegar a buen puerto.
—Ya está. Ahora solo nos queda un lugar adonde ir: Italia.
El sentimiento de culpa que había sentido por la muerte de Olynthus y los otros diez condenados le dolía más que nunca. «Que Kotys se pudra en el infierno.»
—A no ser que el barco se hunda y nos ahoguemos todos. —Getas miró el mar deslumbrante con tristeza. Se extendía por el horizonte hasta el oeste—. El tiempo en esta época del año es muy impredecible. En cualquier momento puede desatarse una tormenta.
—Cierto. Y no podemos hacer nada al respecto aparte de pedir la protección de los dioses —repuso Espartaco—. Vete acostumbrando a la idea.
Absorto en su propia desgracia, Getas no captó su enojo.
—Nunca he subido a un barco apestoso —continuó.
—Prepárate para vomitar continuamente durante un día o dos. No hace falta que el mar esté movido para marearte —advirtió Seuthes—. Basta con estar dentro. No sabrás hacia qué lado va a moverse el puto barco de un momento a otro. Arriba, abajo, adelante, atrás, de lado a lado. Siempre cambia.
—Gracias —masculló Getas—. Estoy impaciente.
A Espartaco tampoco le hacía ninguna gracia marearse. Había ido en barco cuando servía en las legiones, pero nunca durante más de unas pocas horas, el tiempo que se tarda en cruzar a Asia Menor desde la costa sureste de Tracia. «Esta es la menor de mis preocupaciones.» Cuando vio que Ariadne se acercaba, esbozó una sonrisa forzada.
—Esposa.
—Esposo —respondió ella con gravedad.
Como estaban encadenados entre sí, Getas y Seuthes no habían podido dejar en la intimidad a Espartaco y Ariadne desde que salieron del pueblo. Sin embargo, habían tenido el detalle de retroceder un paso. Es lo que hicieron entonces y empezaron a hablar entre ellos en voz baja. Espartaco volvió a notar una punzada de agradecimiento hacia ellos.
—¿Preparado para el viaje? —preguntó ella.
—En cierto modo.
Ella frunció el ceño, pues sospechaba el motivo de sus reservas, pero no quiso preguntar.
—Es la irrevocabilidad de partir de Iliria. No por mí, ¿lo entiendes? Yo estoy resignado a mi suerte —gruñó Espartaco—. Quien me preocupa eres tú. Cuando esté muerto y enterrado, te quedarás sola. No solo estarás en una tierra extraña llena de cabrones romanos, sino que Phortis intentará follarte a cada paso. He visto cómo te mira. ¿No sería mejor que te lo replantearas? ¿Qué te quedaras aquí?
—Yo decidí acompañarte. ¿No recuerdas lo que me habría hecho Kotys? —Ariadne sintió náuseas solo de pensarlo—. ¡Marcharme contigo era mi mejor opción, con diferencia! ¿Adónde, si no, habría ido? ¿De vuelta a Cabila con esos viejos sacerdotes gruñones? ¿O con el cabrón de mi padre? Y por lo que a Phortis respecta, ¡bah! Si intenta algo, daré un buen susto con la serpiente a ese hijo de puta. No. Mi lugar está aquí, a tu lado. —Confiando en que su fanfarronería resultara convincente, Ariadne alargó la mano y le apretó el brazo—. Es lo que querría Dioniso —mintió.
Él le lanzó una mirada intensa.
—¿Lo has visto?
—No, no como tal. —Su suspiro estaba lleno de tristeza no del todo fingida—. Pero no me puedo creer que el dios quisiera que me quedara ahí, para que Kotys abusara de mí. ¿Qué sentido tendría eso? Por lo menos así puedo llevar su palabra de vuelta a Italia. Hace generaciones que se ha suprimido su culto allí. Seré una nueva enviada para él.
Espartaco caviló durante unos instantes. Tampoco es que él pudiera impedírselo. A decir verdad, se alegraba de que fuera.
—Vale.
Ariadne elevó una plegaria silenciosa a Dioniso: «Perdóname. No pretendo usar tu nombre en vano. Seguro que lo mejor para mí es viajar con Espartaco, ¿no? Haré todo lo posible para cuidar de tus fieles y ganar nuevos adeptos.» Cobarde —le gritó la conciencia—. Lo único que quieres es salvar el pellejo.
Desde el desafortunado paso del Adriático, llevaban caminando casi una semana. Nada podía haber preparado a Espartaco para la fértil campiña italiana y unos campos que contenían todos los cultivos que un hombre podía imaginar. Aquel despliegue abrumador ni siquiera incluía los graneros de Sicilia y Egipto. No era de extrañar que los cabrones fueran capaces de formar ejércitos tan numerosos, reflexionó con amargura. Los romanos tenían garantizada la comida, a diferencia de su pueblo, que habitaba una tierra yerma en comparación. Sin embargo, a pesar de la fertilidad de Italia, había agradecido el estrecho sendero de montaña por el que habían cruzado los Apeninos porque le recordaba a Tracia. Había admirado un paisaje espectacular: barrancos pronunciados, saltos de agua y peñascos rocosos habitados únicamente por aves rapaces. No habían encontrado más que a algún que otro pastor.
Un par de horas antes, la columna por fin había emergido de las montañas y llegado a un camino pavimentado, la Vía Appia. Les había conducido hacia el sureste, hacia la ciudad de Capua, cuyas imponentes murallas dominaban el horizonte. Sin embargo, antes de allí, a unos quinientos metros quizás, había un único edificio rectangular y achaparrado. Quedaba iluminado en parte por los rayos del sol poniente, lo cual le otorgaba un aspecto siniestro y amenazador.
—Ya hemos llegado, caballeros —dijo Phortis con desprecio y señalando—. La primera visión de vuestro nuevo hogar.
Todos y cada uno de los cautivos alargaron el cuello para ver.
—Parece una puta fortaleza —dijo Getas en voz baja.
Phortis oyó sus palabras.
—¡Felicidades! No eres tan imbécil como pareces —respondió en tracio—. Es exactamente lo que es. Los muros tienen casi tres metros de grosor y solo hay una entrada, vigilada día y noche por seis de los mejores hombres de Batiatus. Con doscientos desgraciados como vosotros en el interior, ¿qué otra cosa cabía esperar? Espero que os guste, porque, una vez dentro, la única vez que los perros como vosotros saldrán será para ir a la arena. O —adoptó una expresión lasciva— cuando lleven vuestro cadáver al vertedero que hay aquí cerca. —Phortis lanzó una mirada feroz a los siete cautivos que no eran tracios y que lo miraban con rostro inexpresivo—. ¡El viaje acaba pronto! —gritó en latín. Señaló—: Ludus! Ludus! —Sonrió cuando los hombres empezaron a murmurar entristecidos entre sí.
—¿Qué ha sido lo primero que ha dicho? —musitó Seuthes a Getas, que tenía nociones de latín. El otro le susurró al oído y Seuthes adoptó una expresión airada—. Que le den por saco de todos modos —gruñó—. Regodeándose de nosotros como si fuéramos un rebaño de ovejas camino del matadero.
—Es más o menos lo que somos —repuso Getas con tono sombrío—. Salvo que quienes se alimentarán de nosotros cuando estemos muertos serán las aves carroñeras y no la gente.
Phortis iba acechándoles por la fila, en busca de alguien con quien usar el látigo, y se quedaron callados.
Espartaco, que también había entendido, mantuvo la mirada fija en el camino. Por dentro, se recordaba que no debía hablar a menos de cincuenta pasos de Phortis. El hombre sabía más tracio de lo que parecía y tenía un oído muy fino. No se relajó hasta que el de Capua volvió a ocupar su puesto al frente de la columna. Sin embargo, en cuanto estuvo allí, se centró en el ludus. No apartaba la mirada de él mientras se acercaban. Parecía inexpugnable. Sin duda por dentro era igual. Poco a poco, el sonido de las voces y el tintineo familiar de arma contra arma le llegaron a través del aire. Espartaco apretó la mandíbula. Las batallas que libraría a partir de entonces tendrían una escala mucho menor de aquellas a las que estaba acostumbrado. Según Phortis, la mayoría sería cuerpo a cuerpo. Eso no significaba que fuera a abordarlas de un modo distinto. De hecho, pensó Espartaco con virulencia, las emprendería con el doble de dureza. Con el doble de velocidad. Con el doble de brutalidad. Con un único objetivo: ganar. A eso se reduciría su vida de ahora en adelante. Ganar.
Era eso o la muerte, que no le atraía.
Espartaco no se preocupaba excesivamente por él mismo, pero no estaba solo. Tenía que cuidar de Getas y Seuthes. Y la más importante de todos era Ariadne. Espartaco no sabía a ciencia cierta cómo se ocuparía de ella. Había oído decir que los mejores gladiadores llegaban a ganar mucho dinero y confiaba en que fuera cierto. Si se aseguraba de que Ariadne tenía dinero de sobra si lo mataban, o cuando muriera, tendría recursos necesarios para sobrevivir por sí sola.
«Concédeme eso por lo menos, oh, Gran Jinete.»
Carbo no paraba de dar vueltas para intentar ponerse cómodo. Era imposible. El sucio colchón de paja que tenía debajo se caía a pedazos. Además estaba lleno de chinches. Su manta tenía más agujeros que una red de pesca. Las ratas correteaban de un lado a otro buscando comida. Había vaciado el balde que tenía a los pies de la cama la noche anterior, pero seguía apestando a orines y excrementos. Como no tenía dinero para comprar combustible para el pequeño brasero que había en un rincón, la habitación estaba congelada. ¿Habitación? Carbo frunció el ceño. Difícilmente podía considerarse eso.
Era el alojamiento más barato que había sido capaz de encontrar, situado en lo más alto de una insula, un bloque de pisos, de cinco plantas. Carecía de ventanas y apenas utilizaba la lámpara de aceite, así que la única luz provenía de las rendijas que había entre las tejas del techo. Carbo recorrió con la mirada los límites patéticos de su dominio. Tal vez pudiera denominarse buhardilla. Apenas medía diez pasos por seis, tenía un tejado inclinado que impedía estar de pie. La puerta no cerraba bien y las paredes eran tan finas que oía todos los sonidos que hacía su vecina, una vieja de ojos legañosos con una tos perruna.
La vieja bruja estaba en ese plan, llevaba toda la noche ahogándose y resollando hasta que Carbo pensó que iba a vomitar. Le entraban ganas de ir al lado y estrangularla. Sin embargo, hundió la cabeza en un proyecto de almohada y se tapó la oreja descubierta con la mano. No sirvió de gran cosa. «Por todos los dioses, por la cuenta que me trae, más me vale que me levante y me marche.» Carbo apenas había podido dormir por culpa de la tos. Confiaba en que ahora que la mujer se había levantado, quizás él podría descansar un poco. De todos modos, ¿por qué salir fuera? Hacía un frío infernal. Por supuesto, aquel no era el único motivo por el que Carbo estaba acurrucado, completamente vestido, bajo las mantas. No tenía dinero ni trabajo. Ningún sitio adonde ir. Ninguna perspectiva. Le embargó una furia de impotencia. Desde que había huido, su situación había ido de mal en peor.
Había mantenido la cabeza baja varios días y luego había regresado a la casa familiar. Las únicas personas que había visto aparte de un par de esclavos domésticos eran un hombre de aspecto diligente con toga y varios trabajadores. Su intención de hablar con el agente de Craso quedaba descartada, al igual que su petición de reunirse con Paccius. Convencido —e indignado— por el hecho de que sus padres se hubieran marchado, Carbo había empezado a buscar trabajo. No había tardado en percatarse de que todo su plan era un error garrafal. La mayoría de los comerciantes a los que había abordado echaban un vistazo a su túnica de buena calidad y manos suaves y se reían de él en la cara. Algunos le habían ofrecido trabajo, pero por un salario tan bajo que Carbo les había dicho que se metieran sus ofertas por donde les cupiera. Por desgracia, los ahorros no le habían durado. El coste de la vida era mucho más elevado de lo que él pensaba. Los pocos amigos que le quedaban le habían ayudado cuando podían dándole comida y dinero, pero incluso su buena voluntad había empezado a decaer.
Carbo apretó los dientes de rabia. ¿Qué había hecho él o su familia para enojar de tal modo a los dioses? Había visitado todos los templos importantes para pedir consejo. No había recibido ninguna respuesta. Nada. Ni siquiera el viejo adivino al que Carbo había dado sus últimas monedas el día anterior le había servido de nada y le había dicho que pronto se casaría con la hija de un rico comerciante. «Menudo charlatán piojoso —murmuró Carbo—. Debería buscarlo y recuperar mi dinero.» La idea del matrimonio le hizo pensar en su madre. «Por todos los dioses, debe de estar preocupada por mí. Y papá también.» Sin embargo, su orgullo no le permitía escribirles una carta. «Me pondré en contacto con ellos cuando mejore la situación. Cuando gane dinero.»
Un nuevo ataque de tos se apoderó de la vieja de al lado y desistió de intentar dormir. Cualquier cosa era preferible a aquella tortura. Se levantó y se ciñó la capa en un hombro con el último artículo de valor que poseía, un broche de plata que le había dado su madre hacía un año, cuando había recibido la toga. Carbo la recorrió con los dedos y pidió ayuda a Júpiter y Fortuna en silencio. Se sintió sensiblemente mejor y se dirigió a las escaleras. Tal vez hoy cambiara su suerte. Quizá los dioses por fin le ayudaran. Si no, tal vez encontrara la manera de alistarse en el ejército. Por lo menos, eso sería preferible a volver avergonzado con su familia a Roma. El estómago le gruñó para recordarle que hacía tres días que apenas comía. Las ideas se agolpaban en su mente. A lo mejor podía robar una hogaza de pan de la panadería de al lado.
Todas las miradas se posaron en la columna en cuanto pasó bajo la arcada de piedra que conducía al gran patio con columnata del interior. Era inevitable. Phortis los había conducido hasta el centro de la zona de entrenamiento circular y los gladiadores se habían visto obligados a apartarse. A ninguno pareció molestarle la interrupción del entrenamiento. Más bien al contrario. Los luchadores se arremolinaron alrededor de los recién llegados. Les soltaron insultos y abucheos en varios idiomas que pronto se convirtieron en silbidos de admiración y comentarios procaces al ver aparecer a Ariadne y las demás mujeres. Espartaco, que se esforzó al máximo para no hacer caso de los insultos, se fijó en los tipos más vociferantes y memorizó su cara. Un tracio corpulento con una cola de caballo larga. Un galo delgaducho al que le faltaban los dientes de la parte superior. Un nubio con un pendiente de oro. «Les daré su merecido a estos cabrones.»
Ariadne, que se había colocado en el centro de las mujeres, mantenía la mirada fija en el suelo arenoso. Hasta que los hombres se enteraran de que era la compañera de Espartaco, cuanto más discreta, mejor.
—¡Callaos, gilipollas! —gritó Phortis. Alzó la vista hacia los arqueros del anfiteatro de la primera planta, que discurría alrededor del patio—. ¡Oye, tú! ¡Dile a Batiatus que he vuelto! ¡Rápido! —Cuando uno de los guardas salió corriendo, se giró hacia los quince cautivos—. ¡En fila! ¡En fila! De cara allí —ordenó—. Batiatus querrá ver a qué tipo de hombres le he traído.
Espartaco, Getas y Seuthes habían estado cerca de la cabeza de la columna, así que se encontraron a la izquierda de la fila. Mientras esperaban a Batiatus, los gladiadores apiñados aprovecharon la oportunidad para abuchearlos y dedicarles comentarios burlones a diestro y siniestro.
—¡Eh, novato!
En vez de reaccionar, Espartaco escudriñó las docenas de rostros duros dispuestos delante de él: eran galos, tracios y germanos en su mayoría, pero también había un puñado de griegos, egipcios y nubios. Por lo que veía, había tres tipos básicos de gladiadores. Los tracios, como él, vestidos con poco más que un taparrabos y un cinturón de cuero ancho, con el típico casco con penacho para protegerse la cabeza. Los más afortunados llevaban grebas. Todos portaban versiones en madera de la sica. Mezclados con sus compatriotas había docenas de galos peludos y con el pecho descubierto con pantalones que se sujetaban con un cinturón. Armados con lanzas de madera o espadas largas, presentaban un aspecto tan fiero como había oído. También había hombres cuyo origen desconocía, con cascos de penacho triple y con unas sencillas planchas metálicas que les protegían el pecho.
—¡Novato! ¡Te estoy hablando!
Espartaco notó que Getas le daba un codazo.
—Es ese cabrón de la izquierda, con la cicatriz que le cruza la boca.
Espartaco dirigió la vista hacia el lado y vio a un corpulento galo rubio y de pelo largo. Tenía la cara destrozada por un corte de espada que habría matado a la mayoría de los hombres. La consecuencia era una fea cicatriz violeta que iba desde debajo del ojo derecho al lado izquierdo de la barbilla. Milagrosamente no le afectaba la nariz, pero le había partido los labios en dos. Alguien se los había cosido, aunque a Espartaco le pareció que no se habían esmerado demasiado. Cuando el bruto hablaba, la mitad de la cara se le movía con independencia de la otra.
—¿Estás hablando conmigo? —espetó Espartaco.
—Eso es —gruñó el galo. Se lamió los labios destrozados—. Luego nos vemos en los baños. Me la puedes chupar.
Se produjo un estallido de risas procaces y Phortis sonrió.
Espartaco esperó a que el ruido bajara un poco.
—¿Chupársela a un hijo de perra tan feo como tú? Qué más quisieras. —Se echó a reír—. Como nos acabamos de conocer voy a ser amable. La próxima vez que te atrevas a mirarme, te enviaré al puto Hades. ¿Entendido?
Dolido por las carcajadas que provocó la respuesta de Espartaco, el galo dio un paso adelante.
—Cabrón tracio de mierda —masculló.
Phortis se interpuso en su camino con el látigo en alto.
—¡Retrocede! —gritó. Cuando el galo hubo obedecido con expresión hosca, se giró hacia Espartaco—. A no ser que te lo pidan, ¡mantén la puta boca cerrada! —Varias gotas de saliva fueron a parar a las mejillas de Espartaco, que tuvo la sensatez de no secárselas.
—Phortis, ya has vuelto. —La voz no era alta, pero su tono autoritario traspasó el ruido—. Bienvenido.
La expresión maléfica de Phortis se desvaneció en cuanto se dio la vuelta.
—Gracias, señor. —Hizo una reverencia ante el hombre bajito y corpulento que acababa de aparecer en el anfiteatro de encima.
—¿Algún problema con los nuevos «reclutas»? —Los ojos de Batiatus ya estaban repasando a los cautivos, valorándolos. Espartaco apartó la vista del lanista a propósito. Sus compañeros lo imitaron por inercia. No tenía ningún sentido llamar la atención de Batiatus en ese momento.
—Para nada, señor. Se trata de los típicos chistes. Ya sabe de qué va.
—Por supuesto. —Al llegar al final de la fila, Batiatus miró al capuano—. ¿El viaje ha sido provechoso?
—Eso creo, señor, sí. Ninguno de estos mamones me ha costado un riñón, pero todos ellos son hombres duros que parecen capaces de manejarse. Tengo la impresión de que estará de acuerdo con mis decisiones.
—Háblame de ellos.
Espartaco escudriñó de reojo a los gladiadores, que les observaban mientras Phortis empezaba a exaltar cada una de sus compras. ¿Dónde estaban los líderes, los hombres contra los que se enfrentaría más temprano que tarde? Cerca del hombre de la cicatriz que le había increpado antes, vio a otro galo, una figura inmensa con músculos prominentes y una mirada arrogante en su rostro ancho y bien parecido. «Este cabrón es uno de ellos. Espero que su envergadura no se corresponda con su habilidad.» Espartaco siguió repasándolos con la mirada. Al cabo de un momento, se detuvo en un germano con la nariz rota, de una talla parecida a la del galo altanero. No parecía tan extraordinario, pero los dos hombres que le flanqueaban transmitían la idea contraria. «Es el líder. Son sus guardaespaldas.» Espartaco no se fijó en ninguno más como el primer par que le había llamado la atención, pero sabía que habría un montón de luchadores que se considerarían superiores a él, un recién llegado de baja calaña.
Phortis terminó sus descripciones.
—Por supuesto, no lo sabremos hasta que tengan que luchar, pero todo apunta a que has hecho un buen trabajo —declaró Batiatus.
—Gracias, señor. —El capuano sonrió.
—Llévalos a que presten juramento y luego quítales las cadenas e instálalos. No tiene sentido perder más tiempo de entrenamiento del necesario, ¿no? —Asintiendo satisfecho, Batiatus desapareció de su vista.
—¿O sea que el hijo de puta vive en el ludus? —susurró Getas.
—Eso parece —repuso Espartaco, mirando el resto de la primera planta—. Da la impresión de que la armería y la enfermería también están ahí arriba. Nosotros los desgraciados nos instalamos aquí abajo. —Con un movimiento de la cabeza, señaló las hileras de celdas que discurrían bajo tres lados del pórtico.
—Escuchadme, ¡pedazos de mierda inútiles! —bramó Phortis—. Ha llegado el momento de que juréis lealtad a vuestra nueva familia… los gladiadores que veis a vuestro alrededor. —Repitió sus palabras en tracio y en griego—. ¿Entendido?
Uno de los escitas, un hombre con una espesa barba negra, dio un paso adelante.
—¿Y si… nos… negamos a prestar juramento?
Phortis chasqueó los dedos y uno de los arqueros del anfiteatro alzó el arco.
—Vuestro viaje llega a su fin. Aquí. Ahora. ¿Está claro?
El escita gruñó y retrocedió.
—¿Alguien más? ¿No? —Phortis soltó una risilla burlona—. Ya me lo parecía. Repetid conmigo, entonces, las palabras del sacramentum gladiatorum, el juramento más sagrado que cualquiera de vosotros, proyectos de hombre, tomaréis jamás.
El silencio se apoderó del ludus. Espartaco miró a su alrededor y se dio cuenta de que los luchadores allí reunidos respetaban lo que Phortis estaba a punto de decir. Todos ellos habían pasado por el mismo ritual. En el mundo brutal del ludus daba un propósito a sus vidas.
—¿Juráis soportar que os quemen y que os encadenen?
Se produjo un intervalo silencioso.
—Sí —mascullaron los quince hombres.
—¿Juráis aceptar que os azoten y flagelen?
—Sí.
—¿Os comprometéis con Batiatus, en cuerpo y alma, sin pedir nada a cambio? ¿Juráis encontrar la muerte a causa de una espada, lanza… —Phortis hizo una pausa—, o cualquier otro método que el lanista considere apropiado?
No hubo respuesta.
Ariadne se puso rígida. No tenía ni idea de lo fuerte que era el juramento de los gladiadores.
No vio que Espartaco apretaba los dientes. «¿Cuerpo y alma?»
—¡Respondedme! ¡Si no, los arqueros de ahí arriba empezarán a disparar! A la de tres —gritó Phortis—. Uno.
Espartaco lanzó una mirada a Getas y Seuthes.
—No tiene sentido morir por un puñado de palabras, ¿no? —susurró.
Los dos le dedicaron un asentimiento lleno de tensión.
—Dos —bramó Phortis.
—¡Sí! —gritaron los quince hombres.
—¡Más alto!
—¡SÍ!
—Vale. Bienvenidos a nuestra familia. —A Espartaco la sonrisa de Phortis le recordó el rugido de un lobo. Se introdujo la mano en la túnica y extrajo una cadena de la que colgaban varias llaves—. Ha llegado el momento de poneros en libertad, maricones. ¡Libertad! —Se rio de su propio chiste y empezó a abrir el aro de hierro que rodeaba el cuello de cada uno de los hombres. Cuando llegó a Espartaco, se miraron a los ojos.
«Algún día te mataré», pensó Espartaco. Sin embargo, dijo con voz queda:
—¿Dónde dormimos?
—Echad un vistazo. Algunas celdas están vacías. El primero que llega se la queda —gruñó el capuano.
—¿Cuándo nos dan de comer? —preguntó Getas.
—A primera hora de la mañana y cuando acaba el entrenamiento, dentro de media hora aproximadamente. Además es un buen menú. —Phortis vio su interés y se rio por lo bajo—. Gachas de cebada dos veces al día y agua a discreción.
—Yo… —protestó Seuthes.
—¿Sí? —El tono de Phortis era suave como la seda, pero tenía los ojos llenos de veneno.
Seuthes apartó la mirada.
—Descansad lo máximo posible. Mañana los entrenadores decidirán quién lucha para cada uno de ellos —advirtió Phortis. Frunció el ceño al ver que no le entendían—. Pedazo de imbéciles, mejor que vayáis aprendiendo un poco de latín o no saldréis adelante. Pero esto os lo voy a explicar. Hay tres tipos básicos de gladiadores: el galo, el samnita y… —se paró para escupir en el suelo— el tracio. —Dicho esto pasó al siguiente hombre.
—Mirad a ver si conseguís unas celdas contiguas —dijo Espartaco a sus compañeros. Frotándose la carne viva que tenía en el cuello hizo ademán de acercarse al grupo de mujeres.
No había dado más que unos cuantos pasos cuando le empujaron con violencia desde atrás. Tropezó y cayó sobre una rodilla. Sabía quién había sido sin siquiera mirar. Aquella lucha tenía que librarse en ese momento. Si la evitaba, su vida en el ludus sería el doble de dura. Sin embargo, no tenía armas, mientras que el otro probablemente sí. De forma instintiva, arañó la arena con los dedos y cogió la máxima cantidad posible de granos amarillos. Espartaco se puso en pie de un salto girando a la vez.
—¿Me has empujado? —rugió.
—Sí. —El galo con el labio destrozado se encogió de hombros. Señaló con el trozo de hierro afilado que tenía en la mano derecha—. Te estaba enseñando la dirección de los baños. —Miró a ambos lados y sus dos compañeros sonrieron maliciosamente.
Espartaco se fijó en el arma de fabricación casera del líder, que probablemente había robado de la fragua. No le sorprendió que uno de sus contrincantes fuera armado. Es lo que haría cualquier luchador con un mínimo de inteligencia. Los que no lo hicieran, o fueran demasiado débiles, acabarían siendo seguidores o trozos de carne para hombres como el galo que tenía delante. Espartaco no tenía ni idea de qué posibilidades tenía contra tres de ellos, pero no pensaba amilanarse. No podía.
—Ah, ¿sí? —dijo con voz queda, dando un paso adelante—. Bueno, pues ahora mismo no siento que tenga necesidad de lavarme.
El tajo que el galo tenía por boca se retorció y se frotó la entrepierna.
—¿Quién ha hablado de lavarse?
Sus compinches se echaron a reír.
Agachándose, Espartaco dio otro paso. Tenía que acercarse al máximo.
—Pues a ti seguro que te hace falta. Apestas más que una puerca de parto.
Rugiendo de ira, el galo intentó clavarle el puñal rudimentario a Espartaco en el vientre.
Espartaco balanceó el brazo derecho y abrió los dedos para soltar la arena. En el mismo instante, hizo un regate lateral y se escabulló. Se oyó un grito cuando al galo se le llenaron los ojos de arenilla y Espartaco giró y le propinó un puñetazo en el costado. El galo tropezó y Espartaco le asestó más golpes que acabaron tirándolo al suelo. Notó movimiento detrás de él, se giró a medias, pero un puño chocó contra su sien. La visión de Espartaco se llenó de estrellas y mil pinchazos de dolor le agujerearon el cerebro. Le flaquearon las rodillas y necesitó un esfuerzo mayúsculo para no caer encima del galo. Alguien le cogió de los brazos desde atrás y se los intentó inmovilizar a los lados. Él echó la cabeza hacia atrás y dio a su agresor en el puente de la nariz. Espartaco notó el crujido del cartílago al romperse y oyó que el hombre gritaba y caía. Desesperado, miró hacia ambos lados. ¿Dónde estaba el tercer hijo de perra? Demasiado tarde vio un revoltijo de movimiento que iba a por él desde la izquierda. El brillo del metal en la mano de la figura indicó a Espartaco que corría un peligro mortal. Intentó apartarse, pero lo hizo demasiado despacio y demasiado tarde. Se armó de valor para la quemazón agonizante que sentiría cuando el puñal le entrara en la carne. Sin embargo, por obra de algún milagro, el golpe nunca aterrizó. En cambio, Seuthes apareció de un salto y derribó hacia atrás al tercer galo.
Incluso mientras Seuthes atacaba al hombre con una profusión de golpes en la cara y el diafragma, Espartaco buscaba al galo de la cicatriz y sus compinches. Sintió un gran alivio al ver que Getas prestaba escasa atención al segundo hombre, mientras su agresor inicial seguía maldiciendo e intentando quitarse la arena de los ojos. Rápidamente, Espartaco recogió la pieza de hierro afilada que estaba a sus pies. Miró de reojo a los arqueros y se dio cuenta de que, aunque habían advertido la pelea, no pensaban intervenir. Todavía. Seguro que aquello pasaba todos los días, pensó.
—No les mates, pero arma un buen jaleo —susurró—. Voy a los baños.
Sin esperar la respuesta de Getas o Seuthes, Espartaco corrió detrás del galo. Lo agarró por el brazo derecho y se lo retorció detrás de la espalda. Acercó el puñal casero al cuello del otro.
—Camina —ordenó—. Camina o te clavaré esto tan adentro que te saldrá por el otro lado del puto cuello.
El galo hizo lo que le decía, caminando con piernas rígidas en la dirección que había señalado hacía unos instantes.
—¿Qué vas a hacer? —gruñó.
Espartaco presionó el metal contra la piel del galo hasta que le salió sangre.
—Cierra el pico. —Detrás de él oyó a sus compinches gritando insultos mientras daban patadas y soltaban escupitajos a los otros dos hombres de la tribu. Espartaco sonrió de satisfacción. La atención de los arqueros se centraba plenamente en esa trifulca. Justo lo que deseaba.
»Muévete. Más rápido —susurró.
Al ver que salía vapor de un par de ventanas con celosías, Espartaco se dirigió a la puerta cercana. Empujó al galo al interior y fuera del campo de visión de los guardas. La estancia cálida en la que entraron era cuadrada y embaldosada del suelo al techo. Las paredes estaban cubiertas de representaciones vistosas de peces, monstruos marinos y Neptuno. Un banco bajo discurría alrededor de la sala; estaba lleno de fardos de ropa, dejados allí por los gladiadores que estaban en los baños situados al otro lado de la puerta de enfrente. El aire estaba impregnado del olor denso y acre de los aceites aromáticos. El único ocupante de la sala estaba medio vestido y era un hombre bajo de piel oscura y pelo negro. Contempló con ojos desorbitados la entrada dramática de la pareja.
«Bien —pensó Espartaco—. Quiero un testigo que haga circular la noticia.»
—Aquí es a donde ibas a traerme, ¿no?
Tenso de miedo, el galo asintió.
—¿Para que te la chupara? —Escupió las palabras.
—Sí.
—Pues eso no va a pasar, ¿sabes? —Espartaco retorció el brazo del galo bajo el omóplato, lo cual le hizo gemir de dolor.
—¡No!
—Lástima que no tenga tiempo para hacerte sufrir. Tendrá que bastar con esto, pedazo de mierda. —Retiró el trozo de hierro y lo clavó con todas sus fuerzas en el cuello del galo. Se oyó un sonido ahogado y la sangre le salpicó a Espartaco por toda la mano. Retiró el hierro y le siguió una marea roja, que fue a parar al suelo.
El galo hizo un intento ahogado de hablar y dio uno o dos pasos tambaleantes hacia delante antes de caer en los azulejos de cara. Un charco escarlata se empezó a formar rápidamente alrededor de su cuerpo convulso.
—¿Quién eres? —Con el arma sangrienta todavía entre las manos, Espartaco dejó clavado al hombre de piel oscura con la mirada.
—Me-me llamo Restio. Soy de Iberia.
—Ya veo. Pues yo soy Espartaco, de Tracia. Por si no te habías dado cuenta, acabo de llegar. Y esta es mi respuesta a cualquiera que quiera joderme. —Señaló al galo—. Asegúrate de contarles a todos los hombres del ludus lo que has visto. ¿Entendido?
—Sí.
—Aunque ni una palabra a Phortis ni a ninguno de los guardas. No me gustaría que acabaras igual que este idiota.
—Mis labios están se-sellados.
—Así nos entenderemos. —Espartaco limpió el hierro en la túnica del galo, se la metió en la cinturilla de la ropa interior y salió como si nada al exterior. Silbando una tonadilla sin melodía, alzó la vista hacia el anfiteatro. Los guardas de arriba no mostraban interés alguno por lo que pasaba. Tampoco vio a Phortis. «Bien. Probablemente signifique que me libraré de esta.» A continuación buscó a Getas y Seuthes. Hablaban en voz alta con Ariadne. Lo que en realidad hacían, por supuesto, era protegerla hasta su regreso. Ella se abalanzó hacia delante al verle, pero él le indicó que esperara.
—¿Dónde están los dos galos?
—Se han ido a rastras al agujero de mierda que tengan por hogar —repuso Seuthes con una sonrisa salvaje.
—Uno tenía el brazo roto y he añadido unas cuantas costillas rotas a la nariz machacada que le dejaste al otro —explicó Getas—. ¿Qué ha sido del feo?
—Se quedará en los baños hasta que alguien lo arrastre al exterior.
Ariadne adoptó una expresión horrorizada.
—¿Está…?
—Muerto, sí —repuso Espartaco con severidad—. Era la única manera. Si le hubiera dejado con vida, toda la gente de este puto sitio me consideraría… nos consideraría —y señaló a Getas y Seuthes— blancos fáciles. Así, ya sabemos que eso seguro que no pasa.
Ariadne asintió. Matar al galo obedecía a más de un objetivo. Espartaco no podría protegerla en todo momento. Era importante que todos los gladiadores supieran que con ella había que andarse con cuidado. El cadáver que yacía en los baños transmitiría un mensaje muy claro al respecto.