Capua, Italia
—Vuélvemelo a enseñar, Paccius —ordenó Carbo, tendiéndole el gladius.
Reacio a aceptarlo, el portero —un samnita enorme con una buena mata de pelo negro y rizado— miró inquieto por encima del hombro, hacia las puertas abiertas del tablinum, la zona de recepción principal.
—Deberíamos parar, joven amo. Una cosa era jugar a luchar con una espada de madera cuando eras pequeño, pero ahora ya tienes dieciséis años, eres casi un hombre. No me está permitido utilizar una hoja de verdad a no ser que me lo ordene tu padre. Si me pilla enseñándote cómo utilizar una de sus armas…
—No se enterará —declaró Carbo enseguida—. Estará fuera todo el día. Mi madre tardará horas en volver y la única gente que ronda por aquí son los esclavos de la cocina. Les he dado una moneda a cada uno para que mantengan la boca cerrada. Deja de preocuparte. Nuestro secreto está a salvo.
—Si tú lo dices… —repuso Paccius no muy contento.
—Estoy seguro —espetó Carbo.
Paccius desconocía el motivo de la ausencia del padre de Carbo. Jovian se encontraba en una situación financiera desesperada. Carbo se había enterado de que su economía había alcanzado un punto crítico cuando Jovian no había podido costear los atrasos del préstamo correspondientes al trimestre anterior. Ahora corrían el riesgo de perder la granja, su casa de Capua y todas sus propiedades, esclavos incluidos. Carbo sabía del drama al que se enfrentaba la familia porque había escuchado a escondidas parte de la conversación llena de preocupación que sus padres habían mantenido la noche anterior. Jovian había puesto todas sus esperanzas en obtener el aplazamiento de sentencia hoy. Furioso ante su impotencia, Carbo volvió a blandir la espada, con la empuñadura por delante.
—¡Cógela!
Incapaz de seguir negándose, Paccius sujetó con fuerza la empuñadura de hueso.
—Sujétala así. Recuerda, hace falta mucha fuerza para clavársela a un hombre en el vientre. Así. —Empujó el brazo derecho hacia delante de forma calculada y con poderío y lo volvió a retirar hacia su costado. Repitió el movimiento varias veces—. ¿Queda claro?
—Sí, creo que sí.
—A ver cómo lo haces —dijo Paccius, devolviéndole el gladius.
Muy concentrado, Carbo mantuvo la espada junto al costado derecho. Copió el movimiento de Paccius con un gruñido, imaginando que clavaba la hoja de hierro en las entrañas de un guerrero póntico o un pirata cilicio. Junto con el ex líder mariano Sertorio de Iberia, aquellos eran los principales enemigos de Roma. Imaginó que mejor aún sería clavarla en la carne del principal acreedor de su padre, fuera quien fuera.
—¿Te gusta así?
Paccius frunció los labios para mostrar su aprobación.
—Eso está mejor. Hazlo otra vez.
Carbo obedeció con avidez y embistió con la espada adelante y atrás en un frenesí de golpes.
—Baja el ritmo. Conserva la energía. Con clavarle la espada en el vientre a tu contrincante debería bastar para abatirle. Hay pocos hombres que se queden en pie después de que les hagan trizas la mitad de las entrañas. —Paccius hizo una mueca fingida de agonía, se agarró el abdomen y fingió caerse al suelo—. Ahí radica la belleza de esta arma —continuó—. Cuando se utiliza con un escudo tan fabuloso como el scutum, con una hilera de soldados que se mantienen juntos, es prácticamente invencible.
—Así es como derrotamos a tu pueblo.
Paccius hizo una mueca.
—Es uno de los motivos, sí.
Carbo se había pasado su niñez escuchando las historias de Paccius sobre la Guerra de los aliados, cuando los últimos samnitas, extremadamente independentistas, habían sido machacados por Roma. Sabía que esa derrota todavía dolía. Paccius había sido un guerrero de alto rango entre los suyos. Ahora no era más que un esclavo. Cuando habían vivido en la granja de la familia, a unos veinte kilómetros de Capua, él había sido el capataz. Después de trasladarse a la ciudad, había asumido la función de portero y guardia. Paccius también era la persona a la que Carbo recurría cuando tenía problemas, y se maldijo por mencionar aquella historia antigua y dolorosa.
—También quiero aprender a utilizar un escudo —declaró, cambiando de tema—. Ve a buscar uno.
Paccius empezó a quejarse de nuevo, pero se lo pensó dos veces. Mascullando para sus adentros, volvió a desaparecer por el tablinum.
Carbo sumergió una mano en la fuente que adornaba el centro del pequeño patio. Se echó agua en la cara varias veces para refrescarse. Se tocó sin darse cuenta la miríada de marcas de viruela que le cubrían las mejillas y frunció el ceño. Se le pasó parte del buen humor. «¿Por qué no puedo tener las cicatrices en el pecho o en la espalda?» Era fácil recordarse que tenía la suerte de estar vivo, al fin y al cabo, más de un tercio de las personas que contraían la viruela moría, mientras que otras se quedaban ciegas, pero era una mala pasada entrar en la edad adulta con un aspecto monstruoso. Tampoco servía de gran ayuda que la mayoría de quienes le habían considerado su amigo no quisieran saber nada de él ahora. ¿Y qué mujer le querría? La madre de Carbo insistía en que no se preocupara, que ya llegarían a un acuerdo con alguna familia adecuada, pero no servía demasiado para aliviar el odio que sentía hacia su propia persona. Mientras algunos jóvenes de su condición ya se acostaban con chicas dispuestas —hijas de comerciantes—, a Carbo le costaba entrar a hurtadillas en un prostíbulo y elegir a una prostituta.
Aparte de la mano, su única forma de alivio sexual había sido acostarse con las esclavas de su padre. Dos o tres estaban pasables. Teniendo en cuenta su posición inferior, no podían negarse a las peticiones de Carbo cuando les ordenaba que se acostaran con él. Durante los meses en los que se recuperaba de la viruela, había utilizado este poder en varias ocasiones. El sexo le había supuesto un verdadero alivio, pero se había dado cuenta del asco poco disimulado que les producía su aspecto. Lo que Carbo quería realmente era que alguien le aceptara tal como era. Parpadeó. «Deja de pensar en ti mismo. Los problemas de papá son mucho más importantes.»
—¡Hete aquí! —exclamó, contento de poder dejar de pensar en su padre.
El samnita portaba un scutum que Jovian había utilizado durante el servicio militar años atrás. Carbo alargó el brazo con avidez.
Paccius no se lo dio.
—Calma —advirtió—. Saberlo todo de las armas y el equipo es tan importante como saber emplearlos.
«Él sí que sabe.» Carbo asintió a regañadientes.
—Muy bien.
Paccius dio un golpecito en el borde de metal que cubría ambos extremos del escudo.
—¿Para qué sirve esto?
—En la parte superior, para proteger contra las estocadas de espada y, en la inferior, evita el desgaste por el contacto con el suelo.
—Bien. ¿Y esto? —Paccius señaló el pesado tachón de hierro del centro.
—Es decorativo, pero también es un arma. —Carbo extendió el puño izquierdo hacia delante—. Si se presiona contra la cara del enemigo, es muy probable que se caiga hacia atrás o hacia el lado y deje el cuello desprotegido. —Continuó lanzando una estocada con el gladius—. Otro hombre abatido. —Miró a Paccius con orgullo.
—Me alegra saber que de vez en cuando prestas atención a lo que te digo. —Fue el único comentario del samnita—. Empecemos por lo básico: cómo sujetar el escudo correctamente. —Dio la vuelta al scutum y le mostró la cara interna.
Carbo exhaló un suspiro. Con impaciencia no iba a llegar a ningún sitio. Si quería beneficiarse de la experiencia de Paccius, tendría que hacerlo a su manera. Tomó el asa horizontal.
—¿Qué más?
Al final, Paccius sonrió.
—Sostenlo de forma que apenas pueda verte los ojos. Coloca la espada apuntando hacia delante desde la cadera derecha, lista para utilizar.
Carbo obedeció. Enseguida se le aceleró el pulso y los sonidos de la vida doméstica se atenuaron. A pesar de la tranquilidad del entorno, se imaginaba en un campo de batalla, con camaradas a ambos lados. Sin embargo, la imagen se desvaneció en un par de segundos. Carbo puso cara de enfadado. Era muy poco probable que aquello llegara a pasar. Desde que se habían trasladado a la ciudad hacía cuatro años, su padre había insistido en que la mejor carrera para él no era labrar la tierra, que era lo que habían hecho sus antepasados durante generaciones, ni alistarse en el ejército, el sueño de Carbo, sino la política. «La época de los agricultores ciudadanos ha pasado a mejor vida. El grano a precio rebajado de los latifundios y de Sicilia y Egipto tiene la culpa.» Jovian se lamentaba habitualmente de los cambios en la agricultura, que habían hecho que las granjas familiares hubieran quedado arrasadas por enormes fincas propiedad de la nobleza. «El hermano de tu madre, Alfenus Varus, por el contrario, se está forjando un nombre en Roma. Es un hombre nuevo, pero míralo, uno de los abogados más insignes de Roma. Además te tiene cariño. Con ayuda de los dioses, quizá te acoja bajo su ala.»
«Un abogado», pensó Carbo con amargura. No se le ocurría nada peor. Las prácticas con Paccius quizás acabaran siendo la única instrucción militar que recibiría jamás. Sin más dilación, decidió absorber cada palabra que saliera de boca del samnita.
Antes de que Paccius intentara seriamente enseñarle los entresijos del empleo de las armas, hizo dar a Carbo más de veinte vueltas alrededor del patio rectangular, cargado con el gladius y el scutum. Cuando acabó, el samnita se dispuso a enseñar a Carbo cómo moverse durante el combate, tanto a solas como en formación. Insistió en la importancia de mantener la fila y estar junto a los compañeros.
—Al contrario de lo que se podría pensar, ganar una batalla no consiste en heroicidades individuales, sino en la disciplina, simple y llanamente —farfulló—. Eso es lo que diferencia al soldado romano de la amplia mayoría de sus contrincantes, y es el principal motivo del éxito de las legiones a lo largo de los últimos doscientos años. —Hizo una mueca—. A mi pueblo no le habría ido mal un poco más de disciplina.
Carbo redobló sus esfuerzos y se imaginó orgulloso en medio de alguno de los ejércitos que derrotaran a otros grupos étnicos de Italia: los poderosos cartagineses y los orgullosos griegos. Sin embargo, en lo más profundo de su ser, ese placer quedaba atenuado constantemente por el convencimiento de que todo aquello se quedaría en pura fantasía. Las deudas de su padre eran lo que importaba en esos momentos. No obstante, no dejaba de imaginarse como soldado. Las historias bélicas de Paccius le habían emocionado desde su más tierna edad.
—Ahora mejor que lo dejemos —dijo Paccius, alzando la vista al cielo.
Carbo no se resistió. Le ardían los brazos y estaba empapado de sudor. Aunque todavía había luz, el sol había caído por detrás del tejado rojo de la casa. Su madre no tardaría en regresar y su padre le seguiría poco después.
—Muy bien. —Le dio las gracias con una sonrisa—. Mañana puedes seguir enseñándome.
—Te lo tomas en serio, ¿eh?
—Sí. Quiero ser soldado, me da igual lo que diga mi padre.
Paccius se lamió el labio, pensativo.
—¿Qué pasa? —preguntó Carbo con impaciencia.
—La mejor manera de mejorar tu forma física sería emplear un equipo de entrenamiento adecuado, no esto. —Paccius alzó el gladius y el scutum sin esfuerzo—. Los nuevos reclutas de las legiones emplean espadas de madera y escudos de mimbre que pesan el doble que los objetos reales. Obviamente, aquí no podríamos entrenar con eso. Pero fuera de Capua sería otro asunto.
—¿Te refieres a la llanura situada al norte de las murallas? —Se utilizaba de un modo similar al Campo de Marte de Roma. Ahí, los jóvenes de la ciudad, nobles y plebeyos por igual, practicaban todo tipo de actividades atléticas—. Ahí no podemos ir. Alguien nos vería. Mi padre acabaría enterándose.
—Estaba pensando en un descampado situado al sur, donde arrojan los residuos de la ciudad. Nadie nos molestará en un sitio así —declaró Paccius con una sonrisa maliciosa.
—Buena idea. Puedo decirle a papá que vas a enseñarme a lanzar la jabalina y el disco en la arena de entrenamiento situada al norte. De eso no se quejaría.
—Conozco a un comerciante que me vendería el material. —Paccius se giró para marcharse.
—Espera. —Carbo vaciló—. Gracias.
—De nada. Espera a mañana —le advirtió Paccius—. Quizá no pienses lo mismo tras una hora en el palus.
—De acuerdo —prometió Carbo—. Esto va más allá de tu obligación como esclavo.
—Sí, bueno… —El samnita tosió—. He estado cuidando de ti todos estos años. Parece de imbéciles dejarlo ahora.
Sorprendido por el inesperado nudo que se le formó en la garganta, Carbo asintió.
—Vale. ¿Mañana por la mañana, entonces?
—Mañana por la mañana —convino Paccius. Se marchó sin decir nada más.
Una ráfaga de viento atravesó el patio y Carbo se estremeció, consciente de repente del sudor que le empapaba todo el cuerpo. Había llegado el momento de lavarse y cambiarse de ropa. Al pensar en la misión de su padre aquel día, suspiró. «Júpiter, el mayor y mejor, ayúdanos, por favor.»
Carbo abordó a Jovian en cuanto regresó. Su padre era un hombre bajito con el pelo negro ralo y un rostro agradable, que en los últimos días había acusado la preocupación. Carbo se olvidó de todo aquello en cuanto se lanzó a explicarle la idea. En un principio, se sintió aliviado al ver que su padre no planteaba ninguna objeción a la idea de que Paccius le instruyera en el uso de la jabalina y el disco. Sin embargo, a Carbo enseguida le embargó una sensación de culpa. No era de extrañar que le hubiera dejado hablar a su antojo. Jovian estaba muerto de agotamiento, o de preocupación.
Carbo estaba a punto de preguntar qué ocurría cuando intervino su madre.
—Así saldrás de casa. Apenas has salido en los últimos seis meses —le había dicho con una sonrisa alentadora.
Carbo le había dado las gracias farfullando, pero se le había pasado el buen humor. Se giró y pilló a Jovian diciendo, moviendo los labios, «Tres días» y «Marco Licinio Craso» a su madre. ¿Era aquel el plazo para pagar las deudas? ¿Era Craso, el hombre más rico de la República, el principal acreedor de su padre? Carbo no lo sabía, pero dada la expresión adusta de Jovian y las lágrimas que habían asomado a los ojos de su madre, no había muchas más conclusiones que extraer. Ni su padre ni su madre le proporcionaron más información y Carbo se pasó la noche inquieto preguntándose cómo ayudar. No se le ocurría nada. A sus dieciséis años, sin oficio ni beneficio, tenía poco que ofrecer. La frustración que Carbo sentía se exacerbó por el hecho de que la carrera que su padre había elegido para él, la abogacía, estaba muy bien pagada. Le faltaban años para ser abogado, pero ganaría mucho más dinero así que como soldado raso.
A la mañana siguiente, Jovian se marchó temprano y volvió a decir que estaría fuera todo el día. La madre de Carbo estaba en la cama porque no se sentía bien. En cuanto la hubo visitado, Carbo y Paccius se dirigieron al exterior de la ciudad. La modesta casa de la familia estaba situada en una zona próspera cerca del foro. Cohibido como siempre y más enfadado que nunca, Carbo miraba enfurecido a la gente que abarrotaba las calles estrechas. Anhelaba la paz del campo, donde había pasado su niñez. Poca gente aparte de Paccius advirtió su furia. Los tenderos que vendían vino, pan, carne y verduras frescas estaban más preocupados por pregonar las virtudes de sus productos a transeúntes más receptivos. Los trabajadores manuales, herreros, carpinteros, alfareros, bataneros y carreteros, trabajaban en sus talleres, demasiado ocupados para ponerse a observar quién pasaba.
Allí donde había espacio, los malabaristas y acróbatas estiraban los músculos y se preparaban para empezar el espectáculo. Algún que otro encantador de serpientes se sentaba con las piernas cruzadas, flauta en mano, señalando el cesto y describiendo la serpiente más venenosa imaginable. Era temprano, por lo que en los portales situados entre las tiendas de frente abierto que servían de entrada a los apartamentos que había encima no estaban las prostitutas que solían ofrecerse allí. Solo los leprosos, escabrosos y lisiados incordiaban a Carbo. Su presencia le hizo esbozar una sonrisa sardónica. Había otros más feos que él.
Paccius lo llevó a un establecimiento sórdido situado cerca de la puerta meridional. Carbo se emocionó todavía más al ver lo que se vendía. En vez de los alimentos, utensilios de hierro y artículos domésticos habituales, en aquel lugar vendían armas. Los soportes de madera del exterior exponían docenas de espadas, gladii en su mayoría; Carbo también vio la curva distintiva de por lo menos una sica tracia y, al lado, varias espadas largas galas. Había haces de jabalinas y lanzas apoyados en las paredes de la tienda y escudos de varias formas y tamaños apilados sin orden ni concierto por la tienda.
Sujetando el dinero que le había dado Carbo, Paccius entró para hablar con el dueño canoso. Salió al cabo de un momento con dos escudos grandes de mimbre. Llevaba un par de gladii de madera bajo un brazo.
—No podemos llevarlos a casa —afirmó Carbo—. Papá se dará cuenta de lo que pasa.
—Está todo arreglado. Por un precio simbólico, podemos dejar el material en la tienda y recogerlo cada mañana.
El ingenio de Paccius hizo asomar una sonrisa al rostro de Carbo. Sin embargo, al cabo de un momento volvió su ira. A no ser que su padre obtuviera otro préstamo, les quedaban tres días, no más. ¿Y qué pasaría al cabo de tres días? No quería ni imaginárselo.
Paccius encaminó a Carbo al exterior de la muralla meridional de Capua, más allá de un descampado lleno de pilas enormes de residuos domésticos y excrementos humanos. Había mulas y perros muertos e incluso algún que otro hombre por allí tirado, cuya carne putrefacta aumentaba el hedor acre que llenaba el ambiente. No era de extrañar que el lugar estuviera desierto. Ni siquiera los mendigos que iban a diario a rebuscar entre la basura apestosa se entretenían a no ser que fuera estrictamente necesario. A Carbo se le puso la carne de gallina. «Por los dioses», ¿podríamos nosotros acabar rebuscando entre las basuras?, se preguntó, contemplando las siluetas negras y saltarinas de las cornejas que picoteaban incansables las cuencas de los ojos y los orificios corporales. Sus primos, los buitres, sobrevolaban la zona perezosos en solitario o en parejas intentando encontrar los mejores bocados.
Paccius se paró junto al esqueleto de un árbol muerto cuyas ramas intentaban apresar el aire como si fueran garras.
—Este será tu palus. Empezaremos aquí.
Carbo estaba lo bastante familiarizado con la preparación de los gladiadores como para comprender que aquel tronco retorcido y estrecho haría las veces de poste sobre el que lanzar sus ataques con la espada. Desplegó una amplia sonrisa e imaginó que no era un árbol, sino Marco Licinio Craso atado a una estaca.
—¿Qué quieres que haga?
Con el aplomo de un veterano, Paccius le enseñó a acercarse al árbol, escudo en mano.
—Trátalo con respeto, como si fuera un guerrero enemigo que quiere cortarte en pedazos. Muévete ligeramente, sobre el pulpejo de los pies. Coloca la cabeza baja de forma que solo queden visibles los ojos y mantén la espada cerca del costado. Cuando estés lo bastante cerca, apunta al vientre o al corazón. —Señaló una abertura ennegrecida en el centro del tronco, donde alguna enfermedad había diezmado el núcleo del árbol—. Échate hacia atrás, corta por la derecha y luego por la izquierda. Haz eso hasta que te diga que pares.
Imitando lo que había hecho Paccius, Carbo caminó con suavidad y confianza hacia el palus. En cuanto pudo, clavó el gladius en el agujero. El brazo le dio una sacudida por el impacto con la madera sana y echó la pesada hoja hacia atrás. Enseguida se puso manos a la obra, cortando a ambos lados del árbol muerto con saña. Salieron astillas volando y cayeron al suelo fragmentos de madera podrida, y Carbo redobló sus esfuerzos. Para cuando hubo contado veinte golpes, Craso ya hacía rato que había muerto, convertido en pedazos de carne mutilada. A Carbo también se le había empezado a cansar el brazo derecho. Lanzó una mirada inquisidora a Paccius.
—¿Te he dicho yo que pares?
—No.
—Pues entonces continúa —espetó el samnita.
Carbo obedeció hoscamente. Aquello no era lo que había esperado; no tenía nada que ver con empuñar un gladius de verdad, como había hecho el día anterior. Y su blanco no era más que un árbol, no el hombre que tenía la fortuna de su familia en la palma de la mano. Al cabo de poco, todas las fibras de músculo que tenía en el brazo le pedían descanso a gritos y el aire se le quedaba obstruido en el fondo de la garganta con cada respiración. El orgullo que le quedaba, por poco que fuera, le impedía mirar a Paccius.
—Ya basta.
Respirando de forma entrecortada y aliviado, dejó caer el gladius. Sin previo aviso, Paccius dio un salto hacia delante y presionó su escudo contra el de Carbo. Tropezó hacia atrás, alejándose de su arma. Con un gruñido, el samnita avanzó con la espada preparada.
—¿O sea que esto es lo que harías en una batalla de verdad? ¿Soltar el gladius y quedarte completamente indefenso? Es el mejor ejemplo de estupidez que veo en mucho tiempo.
—Pero esto no es de verdad, estamos ensayando —replicó Carbo.
Con determinación, Paccius atacó a Carbo otra vez, y le plantó una serie de estocadas brutales en el escudo. Un golpe se desvió y le dio en un lado de la cabeza, lo cual le hizo ver las estrellas. Lo único que podía hacer era mantenerse firme. Al final, el samnita relajó el ataque.
—¿Entiendes ahora por qué nunca hay que soltar el arma? —le preguntó.
—Sí —masculló Carbo molesto.
Le alivió ver que Paccius no se ensañaba con él al respecto.
—Ve a recogerla. Ya volveremos luego al palus. Ha llegado el momento de que mejores tu forma física. —Vio la mirada inquisidora de Carbo y se echó a reír—. ¿Ves ese árbol? —preguntó, señalando a lo lejos.
Carbo entrecerró los ojos y distinguió un haya a unos setecientos metros.
—Sí.
—Quiero que vayas corriendo hasta allí y vuelvas. —Se produjo una leve pausa—. Cinco veces, cargado con el gladius y el escudo. Sin parar.
A Carbo le entraron ganas de decirle a Paccius que se metiera la espada de madera donde le cupiera. «Estoy aquí para aprender.» Asintió con firmeza.
—¡Pues venga! ¿A qué esperas?
Carbo empezó a darse cuenta de en dónde se había metido. Salió al trote rápido.
Transcurrieron varias horas, durante las que el samnita permitió a Carbo que descansara tres veces, pausas breves para dejarle recuperar el aliento, tomar un trago de agua y nada más. Después de correr casi tres kilómetros, Paccius le había puesto a atacar otra vez el palus, aunque más despacio. Flexiones de brazos, estiramientos y más carreras; después había trabajado más con la espada y el escudo. Cuando el samnita declaró por fin que ya habían hecho suficiente, Carbo estaba al borde del colapso. Sin embargo, no pensaba reconocerlo por nada del mundo.
—¿Qué tal lo he hecho? —preguntó con descaro.
Paccius lo miró con desdén.
—¿Quieres halagos el primer día? No te molestes. Te habrían matado nada más empezar la batalla.
Carbo lo miró enfurecido.
Paccius le dio una palmada en la espalda.
—No te desanimes. Diría lo mismo de cualquier novato. Para hacer justicia debo decir que has mostrado más pasión que muchos.
Carbo sonrió de oreja a oreja.
Aquello sí que era todo un halago. Entonces su sonrisa se desvaneció. «¿Mi padre habrá conseguido su propósito?»
—¿Qué te ocurre? —preguntó el samnita—. Llevas todo el día preocupado.
—No es nada —repuso Carbo con expresión sombría.
Paccius arqueó las cejas.
«No se lo puedo decir.» Carbo lanzó una mirada hacia el sol.
—Mejor que regresemos.
—Mejor que no levantemos las sospechas de tus padres —convino el samnita.
Carbo mostró que estaba de acuerdo con un gruñido, pero era incapaz de pensar en otra cosa que no fuera enterarse de lo que pasaba con su padre. No soportaba no saber a qué atenerse.
Regresaron fatigosamente en silencio. Pronto llegaron al último tramo de la Vía Appia antes de que entrara en la ciudad. Como siempre, en el camino había un atasco por el tráfico que circulaba en ambos sentidos. Carros robustos cargados de heno o de tubérculos que avanzaban chirriando, tirados por parejas de bueyes impasibles. Los agricultores caminaban al lado, alentándoles entre murmullos y, a intervalos, con el látigo. Los comerciantes iban dando grandes zancadas delante de las carretas cargadas de productos: cerámica romana roja, ánforas que contenían vino o aceite de oliva y balas de tejido. Al lado estaban los guardaespaldas: grupos de hombres sin afeitar y de aspecto peligroso armados con lanzas, garrotes y alguna que otra espada. Su trabajo consistía en proteger la mercancía que iba traqueteando por el camino delante de ellos. Una columna de esclavos, unido cada uno de ellos al siguiente por una cadena al cuello, caminaba arrastrando los pies detrás de su dueño y sus sicarios armados. Los mensajeros oficiales a caballo se abrían camino sin miramientos por entre los rebaños de ovejas que iban al matadero. Un grupo de legionarios pasó por ahí, con los escudos golpeándoles suavemente contra la espalda. Berreaban como un coro escandaloso, que su optio decidió pasar por alto deliberadamente.
Una furia impotente embargó a Carbo. Aquel era el tipo de camaradería que anhelaba pero nunca tendría. Se le llenó la cabeza de ideas alocadas. Quizá debiera huir y alistarse en el ejército. Su conciencia lo frenó al instante. «No puedes abandonar a tu familia en unos momentos tan difíciles.» Carbo estaba desesperado por ayudar de algún modo, y el sueldo anual de un legionario no cubría ni por asomo las deudas de su padre. Frustrado, dio una patada a una piedra que encontró en la superficie pavimentada del camino. Rebotó y golpeó en el espolón de un caballo nervioso que tenía delante. Se encabritó presa del pánico y a punto estuvo de tirar al jinete, un hombre de rostro sonrojado de unos treinta años. El ambiente se llenó de juramentos y Carbo mostró un interés repentino por el paisaje que tenía a su derecha. «Lástima que no fuera Craso. Lástima que no se cayera del caballo y se partiera el cuello.»
—Menos mal que no te han visto, ¿eh? —murmuró Paccius mientras el hombre controlaba de nuevo a su montura—. Yo diría que te habría enseñado el extremo más útil de su látigo. ¿Seguro que no quieres contarme qué te pasa?
Carbo negó con la cabeza. No soportaba la idea de pensar que Paccius tuviera un nuevo amo, de no volver a verlo. El samnita se encogió de hombros.
—Allá tú.
Pasaron bajo una arcada enorme que formaba la entrada meridional de Capua. Había otras entradas como aquella en los altos muros de piedra que delimitaban la ciudad. Las defensas no se habían utilizado desde la segunda guerra con Cartago, cuando los políticos locales habían cometido la estupidez de pasarse a la causa de Aníbal. El castigo que les había infligido Roma había sido severo: hasta el día de hoy, la ciudad estaba gobernada por un pretor y sus habitantes no habían recuperado los derechos civiles de los que disfrutaba el resto de la población de Italia. «¿Derechos civiles? —pensó Carbo con resentimiento—. ¿Tendré alguno en un futuro inmediato?»
Poco después llegaron a la casa familiar. Apenas entraron en el atrium le llamaron.
—¡Carbo!
«Cielos, debía de estar esperándonos. Júpiter, que sean buenas noticias.»
Jovian se encontraba en el umbral de su despacho, una estancia decorada con sencillez situada junto al patio. A Carbo no le gustaba especialmente aquel espacio. No había ni espadas ni recuerdos militares, nada más que soportes con bustos de famosos oradores romanos y griegos, personas muertas hacía tiempo cuyos nombres su padre le había repetido una y otra vez pero que él se negaba a memorizar. Carbo notó —a su pesar— sus miradas severas en cuanto entró en el despacho.
Jovian echaba una ojeada a un pergamino. Cuando Carbo se acercó, lo cerró de golpe con un suspiro.
—¿Dónde estabas?
—Entrenando con Paccius, padre.
Jovian le dedicó una mirada inexpresiva.
—Con el disco y la jabalina, ¿recuerdas?
—Ah, sí. Espero que lo hayas pasado bien. A partir de ahora no tendrás muchas diversiones.
A Carbo se le cayó el alma a los pies.
—¿Por qué no?
—Probablemente te hayas percatado de que últimamente estoy bastante intranquilo.
—Sí.
—¿Eres consciente de por qué nos mudamos a Capua hace cuatro años?
A Carbo se le llenó la cabeza de recuerdos felices del anterior domicilio familiar, una villa de tamaño considerable con terreno.
—La verdad es que no.
—No podía costear el mantenimiento de una propiedad tan grande. —Los ojos azules de Jovian se llenaron de vergüenza.
—¿Cómo es posible? —preguntó Carbo con incredulidad.
—Pues se reduce básicamente al precio del grano egipcio. ¡Es una ruina! Es imposible que un agricultor italiano compita con esos precios. Resulta más caro cultivar trigo aquí que importarlo desde cientos de kilómetros de distancia. —Jovian exhaló un suspiro—. Cada año me decía que la situación mejoraría, que las cosechas de Egipto fallarían, que los dioses responderían a mis plegarias. Pedí grandes préstamos para que la finca siguiera funcionando. ¿Y qué pasó? El precio del grano cayó todavía más. Durante los últimos doce meses no hemos tenido ingresos dignos de mención y no hay indicios de que la situación vaya a cambiar.
—¿Y bien…? —empezó a preguntar Carbo con incomodidad.
—Estamos arruinados, Carbo. Arruinados. Mi mayor acreedor es un político de Roma. Marco Licinio Craso. ¿Te suena?
—Sí. —«O sea que he oído bien.»
—Según su agente, con el que hago los tratos, a Craso se le ha acabado la paciencia. No me extraña, supongo. Hace más de tres meses que no le pago nada. —Jovian apretó la mandíbula—. Lo que no perdono es que Craso vaya a quedarse no solo con la villa y la finca, sino también con esta casa.
Carbo notó que iba quedándose aturdido.
—¿Me has oído?
La voz de su padre parecía llegarle a través de un largo túnel.
—Nos desahucian, Carbo.
«¡Puto Craso!»
Le costó controlar la rabia.
—¿Desahuciar?
—Esta casa ya no es nuestra —reconoció su padre con voz queda—. Iremos a Roma. Varus nos acogerá durante algún tiempo. —Le temblaban los labios—. Por lo menos eso espero cuando nos presentemos en su casa sin previo aviso.
Carbo sintió una punzada de culpabilidad.
—Lo siento —masculló.
—¿Por qué?
—No he hecho más que pensar en salir corriendo a entrenar con Paccius, tenía que haber intentado ayudarte.
—Por todos los dioses, no es culpa tuya, hijo —exclamó Jovian.
—¿Qué pasará con los esclavos?
—Ahora Craso es el dueño de todo, aparte de nuestros artículos personales. Los esclavos están incluidos en la casa. —El rostro de su padre se llenó de pesadumbre—. Sé que Paccius significa mucho para ti.
—¡No es posible que no puedas hacer nada! —exclamó Carbo enfurecido.
—He visitado a todos los prestamistas de la ciudad.
—No, me refiero a que ¿no puedes hablar con Craso directamente?
—Tengo más posibilidades de acercarme a las puertas del Hades y acariciar a Cerbero en la cabeza. —Advirtió la perplejidad de su hijo—. Craso es la personificación de la amabilidad y la alegría cuando presta dinero. Sin embargo, si decide ejecutar una deuda, se transforma en una encarnación del demonio.
—Cabrón —masculló Carbo—. Ya me gustaría a mí darle una buena lección.
—No permitiré que hables de ese modo. —Jovian habló con voz severa—. Somos ciudadanos cumplidores. Además, Craso no ha hecho nada malo. ¿Lo entiendes?
Carbo no respondió.
—¿Carbo?
—Sí, padre —repuso, reprimiendo su resentimiento.
—Pues venga —ordenó Jovian cansinamente—. Recoge tus cosas. Mañana tenemos que dejar la casa y el viaje hasta Roma es largo.
Carbo se marchó pisando con fuerza a su habitación y, una vez allí, golpeó la almohada con los puños hasta que le dolieron. No se lo podía creer. Su mundo acaba de dar un giro de 180 grados. A partir de entonces, él y su familia vivirían de la caridad de su tío. ¿Acaso había algo peor? Varus era amable a su manera, pero era pretencioso y tenía tendencias despóticas. Carbo ya se imaginaba su tono condescendiente y los años de lecciones aburridas e interminables que tendría que soportar para ser abogado. Sin pararse a pensar decidió huir. Tenía sus ahorrillos, una pequeña reserva de denarii en un recipiente de arcilla debajo de la cama. Con ese dinero podría buscarse una habitación en algún lugar de Capua y así podría ir tirando hasta que encontrara trabajo. No sabía muy bien qué tipo de trabajo, pero la idea le resultaba mucho más apetecible que dirigirse miserablemente a Roma. «Me merezco más que eso.»
Entre tanta incertidumbre, tenía una cosa clara en su interior.
Algún día conseguiría vengarse de Craso.