El estado de ánimo de Ariadne iba ensombreciéndose. El ritual habitual de quemar incienso y meditar no le había aportado más que una secuencia de imágenes fracturadas, desasosegantes. En la mayoría aparecía Kotys, desnudo sobre una cama. En otras aparecía Polles, que le repugnaba. Las más interesantes —y peligrosas— eran aquellas en las que se defendía contra el rey con un cuchillo o la serpiente. «¿De qué serviría matarlo? —se preguntaba impotente—. Tendría que huir del poblado para evitar que sus guardaespaldas me mataran. ¿Adónde iría entonces? ¿Cabila?» A Ariadne no se le ocurría ningún otro lugar, pero descartó la idea sin más. Los sacerdotes de la ciudad no darían cobijo a una regicida. Estaba atrapada. Sola, sin nadie que la ayudara.
Embargada por la desesperación, cerró el templo y se dirigió a su choza. El cielo estaba repleto de nubes que amenazaban nieve y quería alcanzar la seguridad que le proporcionaba su casa antes de que empezara a nevar con fuerza. El poblado no era de por sí peligroso, pero no resultaba descabellado que Kotys hubiera enviado a varios de sus guerreros a esperarla. Mientras iba a toda prisa hacia el callejón que conducía a su hogar, Ariadne vio a un hombre que entraba por la puerta principal. No lo había visto jamás, pero su porte pausado y seguro de sí mismo le llamó la atención. Tenía una estatura media, el pelo corto y castaño y llevaba una cota de malla y unos pantalones rojos ajustados. Un cinturón de soldado romano, del que colgaban una sica envainada y un puñal, le ceñía la cintura. El casco de bronce que sujetaba tenía un penacho que se curvaba hacia delante y el semental blanco cojo que le seguía también era claramente tracio.
Saludó con discreción a un puñado de guerreros situados cerca. Ariadne reconoció a tres de ellos: Getas, Seuthes y Medokos. Al oír la voz del otro, Getas volvió la cabeza. Frunció el ceño y entonces, encantados, él y sus compañeros se abalanzaron sobre el recién llegado.
«O sea que este es el viajero con el que Berisades se encontró —pensó Ariadne—. Debe de ser muy apreciado si no le han olvidado durante su ausencia.» Siguió caminando. Llegar a casa era más importante que observar a desconocidos. Tal vez Dioniso la visitara por la noche y le infundiera un poco de esperanza. Se consoló con esa idea. Al cabo de un instante oyó una risotada característica procedente del interior del callejón. Ariadne reconoció a Polles por el sonido y reaccionó sin pensar. Rápidamente se alejó de la entrada del callejón para abordarlo por el lateral. Asomó la cabeza por la esquina y vio la silueta de por lo menos tres hombres en el interior, cerca. El hecho de que estuvieran encorvados contrastaba con las armas desenvainadas que tenían en la mano. Hastiada, Ariadne se hundió contra las cañas y adobe de la fría casa. Kotys cumplía su palabra. Los guardaespaldas estaban ahí para raptarla. «¡Maldito seas!» Evitarlos tomando otro camino para llegar a su casa no haría sino retrasar lo inevitable. En ese instante, volvió a experimentar la impotencia que Ariadne había sentido cuando su padre estaba a punto de abusar de ella sexualmente. Se le instaló en el vientre como si nunca se hubiera ausentado de allí, un charco ácido de náusea y desprecio hacia ella misma.
Su indecisión pareció durar una eternidad, pero en realidad no fueron más que unos segundos. Sin saber adónde ir, Ariadne avanzó a trompicones por el espacio central. Entonces vio a un segundo grupo de guerreros dirigiéndose a ella desde el templo. Agachó la cabeza en un intento patético de pasar desapercibida, cambió de rumbo. Solo podía tomar una dirección. Hacia el portón principal. Daba igual que hiciera un frío mordaz, que nevara o que fuera peligroso aventurarse al otro lado de las murallas del pueblo. Tenía que alejarse de Kotys y daba igual cómo.
—¡Sacerdotisa! —la llamó una voz desde detrás.
Ariadne dejó escapar un sollozo y aceleró el paso. Lo único que tenía que hacer era llegar a la entrada. Los guardias del exterior no se atreverían a detenerla y la tormenta de nieve inminente la engulliría igual que el Hades. Lo que estaba haciendo era una locura, pero en ese preciso instante le daba igual. Morir era mejor que volver a sufrir lo que había sufrido de niña. Lanzó una mirada por encima del hombro y se alegró al ver que los guerreros estaban demasiado lejos para evitar su huida. Con las pocas personas que rondaban por ahí, no se le negaría esa pequeña victoria.
Totalmente absorta, Ariadne no miraba por dónde iba. Chocó contra alguien de golpe. El fuerte brazo del otro fue lo único que le impidió caer de espaldas. Alzó la vista y se encontró con unos ojos grises que la miraban divertidos. Era el hombre que acababa de llegar con el semental cojo. Ariadne parpadeó. Así de cerca vio lo apuesto que era.
—Ruego aceptes mis disculpas. No suelo dedicarme a derribar a bellas damiselas.
—No-no, ha sido culpa mía —titubeó.
Cuando él se fijó en los tatuajes y la capa roja, que denotaba su posición, la soltó.
—Lo siento, sacerdotisa. No era mi intención faltaros al respeto. ¿A qué viene tanta prisa?
—Yo… —Ariadne volvió la vista atrás. Los guerreros estaban a menos de veinte pasos—. Tengo que irme. Marcharme del pueblo.
—¿Con este tiempo, sacerdotisa? —preguntó alarmado—. Encontraréis la muerte. Si no, los lobos se encargarán de ello.
—Puede ser —masculló Ariadne—, pero pienso ir de todos modos. —Hizo ademán de seguir adelante.
Él se lo impidió con el brazo.
—¿Qué habéis hecho? —preguntó, asintiendo con la cabeza hacia el grupo que se aproximaba.
—¿Hecho? ¡Nada! —Se rio con amargura e intentó de nuevo seguir adelante, pero su brazo era inamovible, como una barra de hierro. Ariadne carecía de fuerza y de voluntad para luchar contra él.
—No sé por qué tengo la impresión de que esos no vienen a hablar del tiempo. ¿Quiénes son?
—Los hombres de Kotys —repuso con rotundidad.
—¿Kotys? —«Hace años que no pensaba en ese bastardo y ahora oigo su nombre en boca de todos.»
—El rey.
Hizo una mueca.
—El «rey». Le has contrariado, supongo…
—¿Negarse a acostarse con él cuenta como contrariarle? —espetó ella—. Si es así, sí, eso es lo que he hecho. Ahora déjame marchar.
Él bajó el brazo.
—¿O sea que vienen a llevarte a Kotys, pero tú no quieres?
—Eso. Antes morir que dejar que ese cabrón me viole. —Ariadne lo miró a los ojos y se sorprendió de lo que vio. Aparte de ira había admiración. Y odio… pero no hacia ella.
—No te muevas. —Soltó la cuerda con la que guiaba al caballo y se colocó delante de ella.
—¿Qué estás haciendo? —farfulló.
—¡Los hombres pueden comportarse así en la guerra, pero no en tiempos de paz, en mi puto pueblo! —bramó—. ¡Pensaba que había dejado todo esto atrás! —«Pensé que podía regresar a casa sin tener que descubrir que mi padre fue asesinado por un hombre al que consideró su amigo.»
Ariadne observó, petrificada, la llegada de los guerreros. Cuatro guerreros bien armados con expresión rapaz y ademán resuelto.
—Bien hecho —dijo el primero—. Estamos en deuda contigo por detener a esta mujer.
—No la he detenido —repuso con dureza—. Hemos chocado y he evitado que se cayera.
—Da igual cómo haya sido. —La sonrisa lasciva del hombre, que dejó al descubierto una dentadura podrida, era más gruñido que sonrisa—. Habría huido de no ser por ti. Os estamos agradecidos. Ahora apártate.
—¿Por qué? ¿Qué ha hecho?
—¿Y a ti qué te importa? —gruñó el guerrero.
—Es sacerdotisa. Dudo que sea una delincuente común. Tampoco es un tipo de persona a la que mangonear, a no ser que queráis enojar al dios. ¿No crees? —Habló con voz baja pero amenazadora.
El guerrero parpadeó sorprendido.
—Mira, amigo, nosotros cumplimos órdenes. El rey quiere verla. Así que haznos un favor y lárgate, ¿vale?
Miró de nuevo a Ariadne.
—¿Quieres irte con estos hombres?
—No tienes por qué hacer esto —susurró, sin acabar de dar crédito a sus ojos y oídos.
Él hizo caso omiso de lo que acababa de decir.
—¿Sí o no?
Ariadne miró al cuarteto de guardaespaldas y se estremeció.
—¿Y bien?
—No —se oyó decir a sí misma. Al instante se sintió culpable. «¿Por qué le has metido en esto?»
Él se encogió de hombros con aire despreocupado.
—Ya lo has oído. No quiere ir.
—¿Cómo te llamas, imbécil? —siseó el cabecilla de los guerreros, alzando la lanza—. Me gusta saber el nombre de un hombre antes de matarlo.
Hizo caso omiso de la petición. Desenvainó la espada y apuntó directamente a la cara del hombre.
—¿Preparado para morir?
Incluso bajo la tenue luz fue posible ver empalidecer al guerrero. Lanzó una mirada a sus acompañantes, que tampoco parecían muy contentos.
—¿Acabamos con esto? —rugió, dando un paso hacia ellos.
Ariadne no podía dar crédito a sus ojos. La seguridad del guardaespaldas se encogió como un odre al pincharlo con un cuchillo.
—No tenemos nada contra ti —masculló.
—Ni yo contra vosotros, pero no estoy dispuesto a que os llevéis a una sacerdotisa sin una buena explicación —espetó, avanzando un poco más—. Tengo entendido que sentimos una gran veneración por estas personas. Que no las tratamos como esclavos fugitivos.
El guerrero retrocedió alzando el extremo de la lanza en el aire. Sus compañeros hicieron lo mismo.
—Esto no va a acabar así —masculló el primer hombre.
—Me decepcionaría que así fuera. —Se quedó mirando mientras desaparecían en la oscuridad.
—Ojalá no hubieras hecho eso. Acabas de firmar tu sentencia de muerte —declaró Ariadne con frialdad, sin tener en cuenta la sorpresa que le produjo el hecho de que el guerrero hubiera dado media vuelta.
—Me basta con unas simples gracias —repuso con tono afable.
—¡No quiero que otra muerte pese sobre mi conciencia! —exclamó, sonrojándose.
—Mi destino lo decido yo, no tú —dijo con un gruñido—. ¿Qué tipo de hombre sería si permitiera que una banda de matones se llevara a una sacerdotisa? —«Ha sido un acto imprudente, desde el comienzo. Gracias al Jinete que no me han reconocido.»
—Un hombre sensato —espetó ella.
—Tienes genio, ¿eh? Como veo que no quieres mi ayuda, te dejo a tu suerte. La puerta sigue abierta. —Cogió la cuerda que sujetaba al caballo y chasqueó la lengua hacia él—. Vamos. A ver si te encuentro una cuadra y comida. Y mejor compañía, si es que la encontramos.
—Espera —dijo Ariadne. Odiaba su miedo, que había vuelto a aflorar ante la perspectiva de que se marchara.
Él arqueó una ceja, lo cual lo hacía incluso más atractivo.
—Tu intervención ha sido un acto noble. Gracias.
—De nada. ¿Algo más? —Volvió a hacer ademán de marcharse.
—Los hombres del rey no lo van a dejar así, ya lo sabes. Hacen lo que les place.
—Ya lo he notado. Pero antes tendrán que encontrarme. Este asentamiento es un lugar grande en el que buscar a un hombre. —Asintió a modo de despedida.
—Quédate un poco más —pidió Ariadne. En esos momentos salir a la noche le resultaba aterrador. Igual que esperar a los guerreros de Kotys sola.
—Es lo que pensaba hacer hasta que has decidido ser descortés.
—Lo siento —respondió ella con voz entrecortada—. No quería que resultaras herido, eso es todo.
—Me enternece tu preocupación —dijo él con un tono más amable—, pero ya me preocuparé yo de esas cosas.
—Muy bien. —Ariadne se sentía azorada, pero continuó de todos modos—: Por favor, acompáñame a casa. Tengo un pequeño cobertizo donde podrás guardar al caballo.
—¿Está lejos? —Señaló al semental—. Como habrás visto, va cojo.
—No son más que doscientos pasos. Sígueme. —Con el corazón palpitándole en el pecho Ariadne encabezó la marcha.
Para entonces había oscurecido por completo y en los callejones ya no quedaba gente. Solo había algún que otro perro moviéndose con rapidez para evitarlos. Ariadne se dio cuenta de que él controlaba todas las sombras y se sintió aliviada cuando por fin se relajó un poco.
A Ariadne también le complació ver que no había sombras acechantes cerca de su casa. Polles y sus hombres seguían en el callejón o, mejor dicho, habrían regresado con sus compañeros decepcionados al rey. Llenó un balde de agua en el pozo cercano y dejó que instalara al caballo en el cobertizo. Entró apresuradamente y al prender la lámpara de aceite se dio cuenta de que le temblaban las manos. En un intento por recuperar la compostura, se sentó en un taburete de tres patas. ¿Acaso su situación había mejorado en modo alguno? En realidad, no había hecho más que cambiar un tipo de peligro por otro. Era un guerrero que infundía temor, pero no podía enfrentarse a todos los hombres de Kotys y salir airoso. A pesar de su pesimismo, Ariadne no podía negar la chispa de placer que iluminaba su corazón. Él no había tenido ninguna obligación de interceder por ella. La mayoría de los hombres en su sano juicio habrían mirado hacia otro lado al ver a los guardaespaldas del rey. Sin embargo, poniendo su propia vida en peligro, él la había salvado. Curiosamente, Ariadne sintió un atisbo de esperanza. Él tenía que ser consciente de la dificultad a la que se enfrentaba, sin embargo conservaba la calma, manteniéndose imperturbable incluso.
Sonrió al verle entrar y atrancó la puerta detrás de él.
—¿Has dado de comer y beber al caballo?
—Sí —respondió él, satisfecho.
—Te preocupas mucho por él.
—Cierto. Ha estado debajo de mí, o a mi lado, durante más de cinco años de guerra constante.
—Es mucho tiempo luchando.
—Sí. Por eso he vuelto a casa. Para colgar la espada y establecerme. Sin embargo, he hecho todo lo contrario. —Frunció los labios con gesto irónico—. A decir verdad, no me extraña. El Jinete me depara otro destino y debo confiar en él.
—De todos modos, lo siento —dijo Ariadne, que se sintió incluso peor.
—Ya hemos hablado de esto —dijo con tono reprobatorio—. He decidido intervenir por iniciativa propia. —«He decidido libremente entrar en el pueblo aunque me hayan reconocido.»
—Cierto —reconoció ella antes de añadir—: No sé cómo te llamas.
—Ni yo cómo te llamas tú —respondió, sonriendo.
—Ariadne. —No consiguió evitar que le ardieran las mejillas al hablar.
—Es un honor haberte conocido. Me llamo Espartaco.
Ella frunció el ceño. El nombre le sonaba, pero no sabía de qué.
—¿Cuánto tiempo has estado fuera exactamente?
—Ocho años, más o menos. Tú no llevas aquí tanto tiempo.
—No, seis meses.
—¿Cuándo empezó Kotys a importunarte?
—Prácticamente desde que llegué. He conseguido pararle los pies hasta ahora, pero hoy, por los motivos que fueran, se ha hartado. Se supone que tenía que cenar con él, pero no era más que una excusa. Para que él…
—Me lo imagino —interrumpió—. Ya sabía que ese hijo de perra es un asesino, pero ¿violador también? El mundo será un lugar mejor cuando desaparezca. —«Y si el Jinete así lo desea, mi hoja acabará con su asquerosa vida.»
—Entonces, ¿los rumores son ciertos?
—Oh, sí —repuso con amargura—. Cuando Rhesus, el último rey, murió, Kotys hizo matar a su hijo y heredero. Sitalkes, mi padre, debió de intentar intervenir, porque también fue asesinado.
—Tu padre… ¿asesinado? —Ariadne se compadeció de él—. ¿Cómo te has enterado de esto?
—He conocido a un joven pastor a menos de un kilómetro de la entrada principal. No me ha costado nada hacerle hablar. No estaba seguro de creérmelo todo, pero uno de los guardas era un viejo camarada de mi padre. Me ha confirmado la historia. Al igual que los amigos con los que he hablado durante unos instantes.
—Lo siento. —Hizo ademán de tocarle el brazo, pero de repente, cohibida, se contuvo.
Él frunció el ceño todavía más.
—No lo sientes ni la mitad de lo que lo sentirán Kotys y Polles, sea quien sea ese cabrón.
Ariadne contuvo la respiración.
—¿Qué piensas hacer?
—Me han dicho que a Kotys no le tienen mucho aprecio. Que la mayoría de los guerreros lo odian y que solo le son leales sus guardaespaldas. ¿Cuántos hay? ¿Una centena, quizá?
Ariadne asintió sin acabar de creerse lo que estaba oyendo.
—Si soy capaz de convencer a sesenta o setenta hombres de que me sigan, podremos con ellos.
Advirtió el convencimiento que destilaban sus ojos grises y se animó.
«¡Gracias, Dioniso!»
—Esto es por lo que he estado rezando.
Arqueó las cejas.
—¿También has estado urdiendo un plan para derrocar al rey?
—¿Qué pasa? —replicó—. No es más que un tirano.
—Eres peleona, ¿eh? —Le dedicó una mirada de aprobación y ella se emocionó—. Entonces, ¿ayudarás?
—Tanto como pueda. Consultaré al dios, pero no me cabe la menor duda de que desearía apartar a Kotys del trono.
—Bien. Si me lo permites, es lo que diré exactamente a los guerreros.
Ariadne se sobresaltó.
—¿Te vas?
—Todavía no. Me quedaré hasta la medianoche más o menos. Si Polles y sus hombres no han aparecido para entonces, tampoco aparecerán antes de que se haga de día. Descansaré hasta entonces. Ha sido un día largo.
Ariadne se fijó en que miraba la alacena donde guardaba las provisiones.
—Lo siento. Debes de estar hambriento después del viaje.
—No me iría mal comer.
—Voy a buscarte algo. —Consciente de que él no apartaba los ojos de ella durante ese rato, Ariadne preparó un plato con pan y queso de cabra. Añadió una cucharada de gachas frías de cebada que sacó de una olla de hierro ennegrecida—. Aparte de agua, no tengo nada más.
—Me basta —dijo él, disponiéndose a comer con avidez.
Ariadne se acercó sigilosamente a la puerta mientras él engullía la comida. Presionó la oreja contra las vigas en distintos sitios y aguzó el oído. Nada, aparte del típico coro de perros que ladraban. Se sintió aliviada. Como no sabía qué más hacer, fue a buscar una manta de sobra y se la lanzó. Vio que él miraba hacia la cama de ella.
—No te hagas ilusiones. Puedes descansar en el suelo.
—Por supuesto. —Adoptó un semblante divertido—. No esperaba menos.
Desconcertada por su seguridad —¿o era engreimiento?— se tumbó en la cama sin desvestirse y se tapó con las mantas.
—Que duermas bien. —Él recorrió la habitacón y fue apagando de un soplido todas las lámparas de aceite excepto una. Dejó la capa junto a la puerta, desenvainó la espada y la colocó al lado. Entonces, sentado de espaldas a la pared, se envolvió bien con la capa y cerró los ojos.
Casi de repente, Ariadne se dio cuenta de que lo estaba observando. El parpadeo de la llama de la lámpara dejaba en penumbra las facciones equilibradas de Espartaco, lo cual le otorgaba un aspecto misterioso. Llevaba el pelo cortado al rape al estilo militar romano. Una tenue cicatriz le iba desde la nariz aquilina hasta la mejilla izquierda. Una barba incipiente y densa le cubría la mandíbula recta y resuelta. Tenía un rostro atractivo, tal como ya había advertido con anterioridad. Duro, también, pensó, pero no veía crueldad en él, ningún parecido con hombres como Polles o Kotys.
¿Era posible que Dioniso lo hubiera enviado?, se preguntó. Estaba tentada de pensarlo. Si no hubiera aparecido, en esos momentos estaría muriéndose víctima de una hipotermia, o de las heridas causadas por haberse caído por uno de los precipicios que flanqueaban el camino que salía del pueblo. Elevó una plegaria de agradecimiento a su dios, tras lo cual Ariadne se relajó en la cama. Había llegado el momento de descansar el máximo posible. Mañana sería otro día.
A diez pasos de distancia, Espartaco estaba en silenciosa comunión con su deidad preferida, el dios jinete tracio. Aquel que no se debe nombrar. «Te pido que mantengas el escudo y la espada sobre nosotros dos. Deja que los guerreros me escuchen mientras me sitúo entre ellos.» Era una súplica sincera. Durante años, la vida de Espartaco no había sido más que lucha, muerte y aprendizaje de las tácticas de batalla romanas. En las últimas dos horas, la situación había cambiado más de lo que habría sido capaz de imaginar. Sus esperanzas de recibir una calurosa bienvenida se habían esfumado. Ahora deseaba vengarse del asesinato de su padre. Era un posible regicidio. Espartaco exhaló largo y tendido. Así se comportaban los dioses. A lo largo de los años, había aprendido a encajar los golpes que le asestaba la vida, pero aquel era de los más duros. «Como siempre, me rindo a tu voluntad, Gran Jinete.» Lanzó una mirada subrepticia a Ariadne y suavizó la expresión fiera. No todo lo que le había pasado desde su regreso era lamentable.
Ariadne se despertó de un sueño erótico en el que Espartaco la había envuelto en sus brazos. Asombrada, se incorporó y sujetó las mantas con fuerza contra el pecho. Él estaba junto a la puerta, enfundando la espada.
—¿Has dormido bien?
—Su… supongo —murmuró. Odiaba el hecho de estar sonrojándose y de que se le acelerara el pulso.
—Eres hermosa.
Sobresaltada, Ariadne lo miró.
—¿Qué has dicho?
—Ya lo has oído. La mujer más guapa que he visto en este pueblo, si no te importa que te lo diga.
—Te dedicabas a compararlas, ¿no? —preguntó ella, valiéndose del sarcasmo para disimular su incomodidad.
—Por supuesto —dijo él sonriendo—. Igual que todos los hombres.
Desarmada por su sinceridad, y más satisfecha de lo que pensaba reconocer, Ariadne señaló la puerta.
—¿Has oído algo?
—No, nada. Ha llegado el momento de que me marche.
La realidad se le apareció en toda su crudeza y se le formó un doloroso nudo en el estómago.
—Entiendo. ¿Cómo sabré lo que ha ocurrido?
—Oirás la lucha. Enseguida resultará obvio quién ha vencido.
A Ariadne se le encogió la garganta del miedo. Quería pedirle a Espartaco que no se marchara, pero sabía que no serviría de nada. Todo él destilaba una sombría determinación. Ariadne se consoló ligeramente con ello.
—Que los dioses te protejan.
—El Jinete me ha mostrado su favor todos estos años. Confío en que continúe haciéndolo. —Le clavó sus ojos grises y sonrió—. Una vez pasado todo esto me gustaría conocerte mejor.
Ariadne fue incapaz de articular palabra durante unos instantes.
—A-a mí también me gustaría —acertó a decir finalmente.
—Si me sale mal…
—No digas eso —susurró ella. Las imágenes de Kotys le asaltaron el pensamiento.
—No hay nada seguro —advirtió—. Si llega ese momento, coge mi caballo y márchate. Aunque esté cojo, pesas poco y podrá llevarte. Con todo lo que estará pasando, nadie se dará cuenta de que te has marchado al menos hasta al cabo de un día. Podrás llegar al siguiente pueblo y refugiarte allí.
«¿De qué servirá eso?», quería gritar Ariadne. Sin embargo, se limitó a asentir con la cabeza en silencio.
Espartaco levantó la viga que atrancaba la puerta.
—Vuélvela a poner cuando me haya marchado.
—Eso haré.
—Descansa un poco más si puedes.
Apretó la mandíbula.
—No.
Cuando estaba en el umbral de la puerta se giró.
—¿Eh?
—Rezaré a Dioniso para que resultes vencedor. Y para que Kotys muera —añadió.
A él le brillaban los ojos.
—Gracias. —Se marchó sin decir nada más. «Cielos, qué exaltada es. Y además atractiva.»
Dejó de lado los pensamientos sobre Ariadne y fue ajustando la vista a la oscuridad. Aguzando los sentidos, escudriñó el callejón. Al cabo de unos momentos se relajó. No había movimiento. Hasta los perros se habían ido a dormir. Con la mano en la espada, fue avanzando en la penumbra. Los ocho años de ausencia no le habían impedido encontrar el camino a casa de Getas. Se había criado allí y conocía todos los callejones y caminos del pueblo como la palma de su mano. El resplandor amarillo de la luz de la lámpara que se filtraba a través de los resquicios de las paredes lo llevó más allá de la empalizada y llamó con suavidad al portal.
—¿Getas?
La conversación amortiguada del interior se apagó. Oyó pasos que se acercaban.
—¿Quién anda ahí?
—Espartaco.
Se oyó un chirrido mientras alguien levantaba la barra que atrancaba la puerta y entonces esta se abrió y apareció un hombre delgado con una mata de pelo rojo enmarañado. Sonrió.
—Entra, entra.
Espartaco se agachó para cruzar el umbral. El interior de la choza rectangular era como casi todos los demás del pueblo. En la pared del fondo había una chimenea en la que ardía un buen fuego. De las vigas del techo colgaban ramilletes de hierbas. Había varias herramientas amontonadas de cualquier manera en un rincón; cuencos, ollas y sartenes en otro. Junto a la entrada había un soporte para las armas que se alzaba orgulloso bajo el peso de las jabalinas, lanzas y espadas. A la izquierda de la chimenea había dos niños acurrucados juntos bajo una manta, como cachorrillos. Una mujer morena estaba tumbada junto a ellos, observando todos los movimientos del recién llegado. Getas instó a Espartaco a situarse en el banco de delante del fuego, donde se sentaban tres guerreros vestidos con unas túnicas de manga larga ceñidas con un cinturón. Todos se levantaron sonrientes cuando se les acercó.
—¡Espartaco! ¡Cuánto tiempo! —exclamó un hombre alto con la frente rapada—. Gracias a los dioses que has vuelto.
—¡Seuthes! —Espartaco le devolvió el abrazo antes de saludar a los otros dos del mismo modo—. Medokos. Olynthus, os he echado de menos.
—Y nosotros a ti —repuso Medokos, un hombre robusto con barba basta y rizada. Olynthus, que era mayor que todos los demás, murmuró que estaba de acuerdo.
—Siéntate —dijo Getas, señalando una jarra de barro.
—Tomemos algo.
Cuando todos tuvieron una copa en la mano, él sirvió el vino. Alzó el brazo derecho y brindó con todos.
—Por el Jinete, por devolvernos a Espartaco de una pieza.
—¡Por el Jinete! —Todos dieron un buen trago.
—Por el fin de la tiranía de Kotys —dijo Seuthes—. Que se pudra pronto en el infierno.
—Y Polles también —añadió Getas.
—Y muchos de los otros cerdos que bailan a su son —gruñó Medokos.
Apuraron las copas y Getas se las volvió a llenar.
—Seamos claros —advirtió Espartaco—. El asunto que nos ocupa hace que nuestras vidas corran un gran peligro. —Lanzó una mirada a la mujer y a los niños—. ¿Lo entendéis?
—Conocemos los peligros, Espartaco —declaró Getas con vehemencia—. Y de todos modos queremos participar.
—Bien. Tengo que hablar con todos los guerreros que vosotros consideréis de confianza. ¿Cuántos creéis que son? —Escudriñó sus rostros con detenimiento. Todo dependía del sondeo que les había pedido que hicieran con anterioridad. «Esperemos que sean suficientes, Gran Jinete, o seremos hombres muertos.»
—Diecinueve hombres han dicho que sí —informó Getas.
—Dieciséis —añadió Seuthes.
—Doce. —Medokos parecía molesto—. Uno de ellos me entretuvo por lo menos una hora. Insistió en que bebiéramos en tu honor.
Espartaco sonrió.
—Os habéis comportado. —Miró a Olynthus, que siempre se había mantenido ligeramente distante. Probablemente se debiera a la lesión de caza que le había dejado una cojera permanente en la pierna derecha. Consciente de que el grupo afín solía mofarse de Olynthus, Espartaco siempre lo había acogido e incluido en todas sus hazañas de juventud. Sin embargo, no conocía tan bien a Olynthus como a los demás.
—Veinte.
Encantado, Espartaco le dio un ligero golpecito en el brazo.
—Sesenta y siete guerreros. Incluyéndonos a nosotros suman setenta y dos. Para mí es suficiente. —Apretó los puños, que tenía escondidos en el regazo—. ¿Qué os parece a vosotros?
—¿Cuándo crees que deberíamos hacerlo? —preguntó Getas a modo de respuesta.
Espartaco sonrió.
—¡Siempre precipitándote, Getas! —Miró a los demás.
—Yo estoy contigo —dijo Seuthes.
—Yo también —masculló Medokos.
—Sí. —La respuesta de Olynthus fue un pelín más lenta que las de los demás, pero la adrenalina circulaba con tanta fuerza por las venas de Espartaco que apenas lo advirtió.
—Excelente. ¿Les has dicho a los hombres que se reúnan para que podamos hablar con ellos?
—Sí, en tres casas —repuso Seuthes—. Te llevaremos a cada una de ellas, una detrás de otra.
Getas era como un perro con un hueso.
—¿Cuándo atacaremos al rey?
—Tenemos que hacerlo mañana.
Medokos arqueó las cejas.
—¿Tan pronto?
—Sí. Ya sabéis cómo es la gente cuando empieza a rumorear, y más con una cosa así. Mejor aprovechar la primera ocasión que se nos presente. —Hizo caso omiso del temor que se reflejaba en los demás—. ¡Podemos hacerlo!
—Cielos, cuánto me alegro de tu regreso. Sitalkes se sentiría orgulloso —dijo Getas, sonriendo de oreja a oreja—. ¡Qué amanezca pronto!
La tensión se mitigó un poco mientras todos reían ante su entusiasmo.
Espartaco les dejó disfrutar de esa sensación durante unos instantes.
—Más vale que nos pongamos en marcha —dijo enseguida—. Hay muchos hombres que necesitan oír lo que tengo que decir.
—Cierto —reconoció Getas—. Que el Jinete nos proteja.
Durante el transcurso de las horas siguientes, Espartaco se movió incansable por el pueblo con sus cuatro amigos. Le satisfizo sobremanera la cálida acogida que recibió en todas partes. El nivel de descontento con el gobierno de Kotys resultó ser enorme y sus palabras cayeron en terreno abonado. Los hombres recordaban con cariño a su padre y a su hermano y lamentaban la muerte de ambos, sobre todo la de Sitalkes, al que habían envenenado en un banquete organizado por Kotys. Se disculparon por no haber vengado la muerte de Sitalkes y les satisfizo jurar lealtad eterna a Espartaco. Todos y cada uno de ellos prometieron relegar al rey, a Polles y al resto de sus seguidores al olvido mediante una serie de métodos desagradables. Sin excepciones, dio la impresión de que a los guerreros les encantaba el plan de Espartaco de irrumpir en el complejo real al amanecer, cuando la mayoría de los guardaespaldas estarían dormidos.
—Los planes más sencillos son los mejores —les prometió a todos—. Nada puede salir mal.
Cuando terminó, Espartaco se planteó regresar a casa de Ariadne para dormir. La idea le atraía pero la descartó. No tenía sentido ponerla en peligro todavía más de lo que ya había hecho. Contándole su plan a tantos hombres, había quedado expuesto a la traición. Sin embargo, no había otra forma de hacerlo. Si no actuaba, Kotys se enteraría de su presencia en el pueblo al día siguiente. Era imposible que el rey se quedara de brazos cruzados. Espartaco se armó de valor. «Todo irá bien. Seguro que sí. Mañana al atardecer seré el nuevo gobernante de los medos.» Le parecía poco probable. Aunque la idea se le había pasado por la cabeza durante su ausencia, nunca había sido una posibilidad que hubiera contemplado. Rhesus, el anterior rey, y Andriscus, su hijo, habían sido hombres queridos y valientes. Frunció el ceño. «Ahora ya no están, al igual que mi padre. Kotys tiene que pagar por ello con su vida. Si conseguir eso me otorga el reinado, que así sea. Seré un líder mejor que el perro que ocupa el trono en la actualidad.» Le vino a la cabeza otra idea. «¿Qué pasará con Ariadne? —Una sonrisa sustituyó su mueca—. Ya veremos.»
Regresó tranquilamente a casa de Getas y se despidió de los demás uno por uno. Una vez seguro en el interior, su amigo le dio una manta. Espartaco se lo agradeció asintiendo con la cabeza. Se tumbó sin desvestirse y se aseguró de que tenía la espada a mano.
Getas se metió sigilosamente en la cama con su mujer, que ya dormía apaciblemente.
Espartaco cerró los ojos. Habían pasado tantas cosas ese día que pensó que se quedaría despierto hasta la hora acordada, que era cuando el gallo joven de Getas empezara a cacarear. Al parecer, era molesto pero fiable y empezaba su cántico matutino una hora antes del amanecer todos los días. Sin embargo, Espartaco estaba más cansado de lo que era consciente. Se tumbó y se durmió sin soñar nada.
Se despertó al oír madera astillándose. Los muchos años de experiencia en el combate le hicieron levantarse de un salto y llevarse la mano a la espada. Había dormido demasiado poco y el hecho de tropezar al levantarse supuso que Espartaco no tuviera tiempo de desenvainar bien la espada. Media docena de hombres irrumpieron por lo que quedaba de puerta, garrote en mano. Se acercaron a él y a Getas, que había cogido un espetón de asar del fuego, como lobos cercando a un ciervo.
—¿Qué demonios pasa aquí? —murmuró Getas—. ¿Qué queréis?
En lo más profundo de su ser Espartaco sabía qué significaba aquello. «Alguien nos ha traicionado.» Uno de los hombres le golpeó en la cabeza con el garrote. Las estrellas que vio fueron acompañadas de una avalancha de profundo dolor. Se desplomó en el suelo como un saco de patatas. A medida que recibía más golpes oía a lo lejos los gritos de la mujer y los hijos de Getas. La ira sacudía los límites de su conciencia, pero Espartaco solo alcanzaba a acurrucarse en posición fetal en un intento vano por evitar más golpes.
—Parad —gritó al final una voz—. Lo vais a matar.
Los guerreros se separaron a regañadientes.
Espartaco tuvo que hacer acopio de las escasas fuerzas que le quedaban para moverse, pero consiguió desenroscarse y alzar la vista.
—¿Getas? —masculló.
—Estoy bien.
Miró al apuesto guerrero que parecía estar al mando.
—¡Hijo de perra! Tú debes de ser Polles.
Hizo una reverencia burlona.
—Para servirte.
—Si le pones la mano encima a la mujer o a los niños, te…
—¿Qué vas a hacerme? —le interrumpió Polles con una risa cruel. Sus hombres sonrieron complacidos.
—Te cortaré los huevos y te obligaré a comértelos —gruñó Espartaco—. Eso será antes de matarte.
—Eso ya lo veremos. —Polles se le acercó y le dio una patada a Espartaco en el vientre, lo cual le provocó unas arcadas incontrolables—. Por suerte para ti, el rey no quiere que sufran ningún daño. Por lo menos, no todavía. —Soltó una risa burlona.
Espartaco estiró el brazo con debilidad para intentar agarrar a Polles por el tobillo, pero el cabecilla le esquivó.
—Todos te dábamos por muerto.
—Pues está claro que no.
—Pronto lo estarás. Un complot para matar al rey, ¿no?
—Tú sí que sabes acerca de matar —replicó Espartaco—. Hijo de puta.
Polles se rio entre dientes.
—O sea ¿qué te has enterado de lo de tu padre?
Espartaco le dedicó una mirada llena de odio a modo de respuesta.
—¿Quién es el chivato? ¿Quién te lo ha dicho?
Polles lanzó una mirada a sus hombres.
—¿Se lo decimos? ¿O le dejamos sufrir un rato?
—Déjalo hasta que se dé cuenta de quién es —sugirió un guerrero con crueldad—. Tengo ganas de verle la cara cuando se entere de quién ha sido.
—Buena idea —susurró Polles.
—Que os den a todos por culo —susurró Espartaco. Entonces recordó lo que había tardado Olynthus en responder a su pregunta. Olynthus. Seguro que él era el traidor.
—¿Qué vas a hacer con ellos? —preguntó la mujer de Getas con voz temblorosa.
—¿A ti qué te parece? —contestó Polles con desprecio—. A estos dos y al otro bastardo culpable los ataremos delante de toda la tribu y los torturaremos. Cuando Kotys se contente con saber que todos los conspiradores han sido identificados, hará que les corten el pescuezo. Los demás hombres serán ejecutados.
Gritando de desesperación se lanzó a los pies de Polles, pero el guerrero que la vigilaba le puso el pie delante. La mujer de Getas tropezó y acabó en el suelo, junto a Espartaco. No intentó levantarse, aunque los niños empezaron a gimotear. Los sollozos contenidos hacían convulsionar su frágil cuerpo.
Espartaco se sintió embargado por una furia impotente.
—¿Ariadne?
—O sea que fuiste tú quien la protegió junto a la entrada. Ya me lo imaginé —gruñó Polles—. En cuanto acaben los actos de la jornada, Kotys va a celebrar un banquete. Luego se acostará con ella. Va a ser su nueva esposa.
El rostro de Espartaco se contrajo de ira e intentó levantarse. El fuerte golpe de un garrote lo volvió a dejar prostrado en el suelo. Apenas fue consciente de que lo levantaban y lo llevaban al exterior, donde se había congregado una multitud. Tenían una expresión infeliz, pero nadie se atrevía a intervenir. «Deben de haber atacado las chozas de Seuthes y Medokos a la vez», pensó Espartaco con amargura.
Entonces quedó sumido en la oscuridad.
Cuando Ariadne se despertó, miró directamente el punto donde Espartaco se había sentado. Le embargó una sensación de decepción por su ausencia y de culpabilidad por sentirse de ese modo. Acabó percatándose de la dura realidad al cabo de un momento cuando contempló los rayos de sol que se filtraban por los resquicios del techo. Ya casi era pleno día. Había dormido más de la cuenta. Lanzó un juramento, se puso en pie de un salto y caminó con suavidad hacia la puerta. ¿Por qué no la había despertado la lucha? Solía tener el sueño ligero. «Tal vez no haya habido lucha. ¿Acaso los han traicionado?» La mera idea de pensarlo hizo que a Ariadne le entraran arcadas. «No, por favor.»
Se colocó la capa sobre los hombros y cogió el cesto que contenía la serpiente, abrió la puerta y salió al exterior. Normalmente el callejón estaba desierto, pero Ariadne oía el ruido en aumento de una multitud congregada en el punto de reunión central. Un sudor frío le corría por la espalda a medida que iba acercándose al sonido. Notaba los pies pesados como el plomo. Algo había ido mal. Espartaco había fracasado. Tenía esa corazonada.
Se armó de valor y salió del callejón. Parecía que todos los habitantes del pueblo estaban allí. Tampoco se les veía muy contentos. Los murmullos airados que brotaban de los curiosos dejaron claro que, fuera lo que fuera lo que estaba pasando en la plaza, no era del agrado de la mayoría. El temor de Ariadne fue en aumento cuando oyó que gritaban el nombre de Espartaco a intervalos regulares. También gritaban otros nombres, aunque no los reconoció. Ariadne empezó a abrirse camino por entre la muchedumbre. La gente enseguida la dejó pasar cuando vio quién era y no tardó en llegar a la parte delantera. Las rodillas a punto estuvieron de flaquearle al ver lo que vio. El cuerpo completo de guardaespaldas del rey formaba un cuadrado alrededor de tres marcos de madera a los que se había atado a un hombre, boca abajo. Polles esperaba detrás de ellos, látigo en mano. Kotys estaba a su lado, con una débil sonrisa en los labios. Detrás de ellos, había quizás unos sesenta guerreros arrodillados en el suelo, con una soga al cuello. Sus cuerpos ensangrentados y apaleados resultaban lo bastante elocuentes.
—¿Quiénes son? —le susurró Ariadne a una mujer que tenía al lado.
—Espartaco, el hijo de Sitalkes. Getas y Seuthes, sus amigos, y los hombres que le juraron lealtad.
«¿Dónde están los demás? —quiso gritar Ariadne—. ¿Dónde están Olynthus y Medokos?» Pero no tenía tiempo de entretenerse en el horror de tal implicación, que a Espartaco le habían traicionado dos de sus supuestos camaradas, porque Kotys dio un paso adelante, con una sonrisa complacida.
—Sacerdotisa. Nos honráis con vuestra presencia. Me alegro de que vayáis a presenciar esto.
Ariadne giró la cara indignada. Era la única manera que tenía de resistirse. «Dioniso, ayúdanos, por favor, rogó en silencio. Haré cualquier cosa. Cualquier cosa.»
Kotys le hizo una seña a Polles.
—Ante vosotros tenéis a tres guerreros que planeaban deponer al rey. Que sepáis que uno de ellos no está aquí. Fue asesinado cuando mis hombres fueron a detenerle.
Espartaco acababa de volver en sí. «Honro tu muerte, Medokos —pensó—. Por lo menos moriste bien.»
—Juntos, estos pedazos de mierda convencieron a más de sesenta guerreros —Polles señaló con desprecio a las figuras atadas que tenía detrás— para que se unieran a su causa desesperada. Gracias al Jinete, Kotys fue advertido del peligro. Debe agradecer la lealtad de un guerrero en quien Espartaco, el muy iluso, confió ciegamente.
Los guardaespaldas se troncharon de la risa.
Con malignidad, Espartaco alzó la cabeza del marco. Se dio cuenta de que Getas y Seuthes hacían lo mismo.
—Preséntate, Medokos —ordenó Polles con aire triunfal.
Espartaco no cabía en sí de incredulidad cuando Medokos se mostró ante la multitud regado en un coro de abucheos.
«O sea que Olynthus está muerto. Perdóname, hermano, por haberte juzgado erróneamente.»
—¿Cómo has podido? —bramó Getas—. ¡Eres un pedazo de mierda!
—¡Ojalá te pudras en el infierno! —exclamó Seuthes.
Espartaco contempló a Medokos con un profundo odio.
El que fuera su amigo se estremeció, pero fue a colocarse al lado de Kotys, quien le dio una palmada en el hombro.
—Tu lealtad no caerá en el olvido.
Ariadne empezó a lanzar maldiciones silenciosas sobre la cabeza de Medokos. «Que se vuelva ciego. Que la enfermedad le consuma la carne de los huesos. Que lo parta un rayo, o que un caballo lo arroje al suelo y lo mate.» Era consciente de que si había un momento para huir, era aquel, pero se veía incapaz de hacerlo. Como mínimo, Espartaco y sus compañeros se merecían que alguien fuera testigo de su terrible destino.
—Continúa, Polles —ordenó el rey.
—Primero hay que azotar a los traidores. Cuarenta latigazos para cada uno. —Señaló las herramientas que había en la mesa que tenía al lado con una sonrisa malévola—. Luego empezará la verdadera tortura. Cuando hayamos terminado, les cortaré el cuello y pasaremos a los siguientes pedazos de mierda. —Miró a Kotys.
—Por suerte para vosotros, miserables boñigas de cabra —bramó el rey—, la tribu no puede permitirse el lujo de perder a tantos guerreros. Por consiguiente, he decidido que muera uno de cada seis de vosotros. Diez hombres, al azar. El resto me jurará lealtad eterna y ofrecerá un rehén como garantía de esta nueva lealtad.
El malestar de la multitud fue en aumento y fueron empujando hacia delante a los guardaespaldas, que se valieron de la culata de las jabalinas para controlar a las masas. La ira de Ariadne no conocía fronteras. Tuvo que reprimirse para evitar abalanzarse sobre el rey y acabar con él. «Dioniso, ayúdame, por favor.»
—Empieza por Espartaco —ordenó Kotys.
Ariadne se veía incapaz de mirar, pero tampoco fue capaz de taparse los oídos ante aquel horror. Se produjo un susurro sibilante cuando el látigo silbó en el aire. A continuación se oyó el crujido al entrar en contacto con la carne de Espartaco. Por último, y lo peor, fue su gemido ahogado. Al cabo de un par de segundos, Polles volvió a darle otro latigazo. Y otro. Y otro. Era insoportable. Para evitar gritar, Ariadne se mordía el interior del labio. No tardó demasiado en notar el sabor metálico de la sangre, pero en vez de dejar de morderse, se clavó los dientes incluso con más fuerza. En cierto modo, el dolor agonizante que le llenaba la cabeza le facilitaba el hecho de escuchar el calvario de Espartaco.
Para cuando Espartaco hubo contado veinte latigazos, notó que le fallaban las fuerzas. Estaba enfadado pero no sorprendido. Durante el tiempo pasado con las legiones, había visto dar latigazos a los soldados en infinidad de ocasiones. Al llegar a cuarenta latigazos, estaría semiinconsciente y tendría la carne de la espalda hecha jirones. Si a Polles se le ordenaba que siguiera, perdería el sentido por completo después de sesenta latigazos. A partir de ese momento, era fácil que muriera a consecuencia de las heridas. Aquella idea hizo brotar en los labios de Espartaco una sonrisa breve y amarga. Kotys no querría que muriera víctima de los latigazos. Lo dejaría en cincuenta. Entonces empezaría el verdadero calvario. Había visto la mesa llena de las herramientas del oficio: los alicates, sondas y hojas dentadas, el brasero ardiente al lado. Sin embargo, su experiencia seguía sin parecer real. Le parecía un desvarío absoluto. «Azotado y torturado hasta morir en mi propio pueblo. Menuda… ironía.»
Espartaco no oyó la orden de alto del centinela apostado en la entrada.
Kotys, Polles, Ariadne y quienes contemplaban aquel espectáculo tan sangriento tampoco lo advirtieron.
Hasta que una columna de hombres llenó el interior de las murallas la gente no empezó a percatarse. Empezaron a girar las cabezas. Los hombres se hacían preguntas entre sí. Algunos incluso se separaron para ir a hablar con los recién llegados. Ariadne estiró el cuello, pero la muchedumbre le impedía ver. Al final, hasta el rey se percató de que pasaba algo y ordenó a Polles que se detuviera.
El cabecilla obedeció con expresión decepcionada.
Espartaco, que inhaló a duras penas, cedió contra el marco de madera. No tenía ni idea de por qué Polles había parado. Sin embargo, agradeció la corta tregua. Le brindaría la oportunidad de recuperar un poco las fuerzas. Le permitiría soportar más dolor cuando volviera a llegar. Pilló a Ariadne mirándole y la agónica expresión de su rostro le remordió la conciencia. Intentó sonreír para tranquilizarla, pero no acertó más que a hacer una mueca. «Gran Jinete, protégela a ella por lo menos.»
—Dejad que se acerquen —gritó Kotys.
Se produjo un intervalo corto mientras sus guardaespaldas apartaban a la gente de malas maneras para formar un pasillo que condujera a la entrada. Espartaco entrecerró los ojos para tratar de alcanzar a ver quién, o qué, había interrumpido su castigo.
La primera persona a la que vio era un hombre achaparrado con la cabeza rapada que vestía una capa verde desteñida. Del cinturón que llevaba en la cintura colgaba un gladius envainado. El recién llegado también tenía aspecto de saber utilizarlo. Espartaco pensó que parecía un soldado. Igual que las ocho figuras armadas de un modo parecido que le seguían. El rostro duro y las extremidades marcadas por las cicatrices apuntaban a que eran legionarios veteranos. Los hombres con harapos que les seguían a duras penas y que estaban encadenados por el cuello eran otro asunto. Hasta el niño más pequeño sería capaz de darse cuenta de que eran esclavos. Eran de distintas nacionalidades, algunos eran tracios, pero otros parecían pónticos o incluso escitas. Dos hombres formaban la retaguardia acompañados de un trío de mulas.
«Bazofia de tratantes de esclavos», pensó Espartaco con virulencia. Los hombres como aquellos —buitres humanos— habían seguido la estela de todos los ejércitos en los que había servido. Solían comprar a prisioneros capturados por los legionarios pero no tenían reparos en llevarse a cualquiera que fuera lo bastante débil o imbécil para acabar en sus garras. Hombres, mujeres y niños, no le hacían ascos a nadie. En las últimas décadas, el apetito de Roma por los esclavos se había vuelto insaciable. No obstante, aquel individuo no parecía un tratante de esclavos al uso. Solo llevaba varones, lo cual significaba que sus posibles clientes eran propietarios de granjas o minas. Espartaco cerró los ojos e intentó descansar. Aquello no tenía nada que ver con él.
—Ya te has acercado lo suficiente —gritó Polles cuando el recién llegado se encontraba a unos doce pasos de Kotys—. Inclínate ante el rey.
El otro obedeció de inmediato.
—Me llamo Phortis. Soy comerciante —dijo en un mal tracio—. Vengo en son de paz.
—Más te vale —espetó Kotys con acritud—. Nueve de los vuestros no tendrían muchas opciones contra mis guardaespaldas.
—Sin duda, Majestad. —Phortis esbozó una sonrisa arrepentida y apesadumbrada.
—¿Por qué estáis aquí?
—Mi señor de Italia me ha enviado en busca de esclavos, Majestad.
—Ya lo veo. ¿Esclavos para el campo y cosas así?
—No, Majestad. Quiero hombres capaces de luchar en la arena, como… —Phortis hizo una pausa y buscó la palabra adecuada antes de volver al latín—: gladiadores.
Espartaco aguzó el oído. Había visto a prisioneros de guerra romanos obligados a enfrentarse entre sí hasta la muerte para entretener a miles de legionarios que les alentaban. El salvajismo de tales combates quedaba mitigado por el hecho de que a los vencedores solían liberarlos. Espartaco dudaba de que se hiciera así en Italia. Cambió de postura en el soporte y se estremeció cuando nuevas oleadas de agonía irradiaron de la carne viva de la espalda. Volvió a cerrar los ojos y controló la respiración para aplacar el dolor.
—¿Gladia-dores? —preguntó Kotys, frunciendo el ceño.
—Sí, Majestad —repuso Phortis en tracio—. Luchadores habilidosos de distintos tipos que se enfrentan entre sí delante de una muchedumbre hasta que uno sale victorioso. Es un espectáculo de primera clase. Esta práctica es muy popular entre nuestra gente.
—¿Solo empleáis esclavos? ¿Cómo va a resultar eso entretenido? —preguntó Kotys con desprecio.
—No es tan sencillo, Majestad. Los prisioneros de guerra y los criminales también engrosan en gran medida la lista de candidatos adecuados. —Phortis inclinó la cabeza en dirección a los cautivos—. Tampoco tiene nada de malo emplear a esclavos, si se escogen bien. Los escitas son cabrones asalvajados y los hombres de las tribus pónticas luchan como ratas acorraladas. Pero los más valorados son los tracios. Es de todos sabido que vuestro pueblo es el más belicoso del mundo. En Italia decimos que los tracios son «peores que la nieve» y que, si se unieran todas las tribus, conquistaríais a todas las razas existentes. —Sonrió ante los gruñidos de apreciación que emitieron quienes escucharon sus palabras.
—Palabras melosas de boca de un romano —interrumpió Kotys, con una mueca—. ¿O sea que has venido a comprar esclavos?
—Sí, Majestad —reconoció Phortis con humildad—. Prisioneros que hayan tomado vuestros guerreros durante las incursiones en otras tribus y cosas así. —Desvió la mirada hacia Espartaco y sus compañeros para luego apartarla.
A Kotys no le pasó desapercibido el interés de Phortis.
—¿Los gladia-dores estos viven mucho?
Phortis volvió a mirar a Espartaco, calibrando sus posibilidades. Acto seguido, miró a Seuthes y a Getas y emitió un pequeño bufido desdeñoso.
—No, Majestad. Muy pocos sobreviven más de un año. Al resto los derrotan pronto; heridos y humillados en la arena, son ejecutados delante de una muchedumbre que pide su cabeza. Al acabar, arrastran sus cuerpos al exterior. Les cortan el cuello a todos los cuerpos para asegurarse de que ninguno se hace el muerto, antes de que los echen al vertedero.
Ariadne no fue capaz de evitarlo y dejo escapar un pequeño grito de horror.
—No te gusta la idea, ¿eh? —preguntó Kotys, revolviéndose contra ella como una serpiente a punto de atacar.
Ella guardó silencio, lo cual resultó lo bastante elocuente para él.
—Imagínate a Espartaco y sus amigos… —Kotys se recreó en las palabras— en una arena con miles de romanos que gritan porque quieren verlos muertos. A cientos de kilómetros de casa, estarían totalmente solos. Abandonados a su suerte. No se me ocurre una muerte peor.
«Ni a mí», pensó Ariadne mientras escuchaba los gritos desgarradores de las esposas de Seuthes y Getas. «Hijo de puta malvado.»
La adrenalina recorría las venas de Espartaco y abrió los ojos. «Luchar para entretener a una panda de romanos apestosos suena mejor que lo que Kotys me tiene preparado.» Consiguió lanzar una mirada a Seuthes y Getas y se animó. No había ni rastro de temor en sus rostros, solo una ira fría y calculadora.
—¿Cómo los ejecutan exactamente? —preguntó Kotys con lascivia.
—De distintos modos. Uno de los más habituales es que el perdedor se arrodille y levante la mandíbula para que el cuello resulte bien visible. Entonces el vencedor de la lucha lo acuchilla así. —Phortis imitó la acción de una espada entrando por el hueco situado en la base del cuello—. La hoja se desliza en la cavidad pectoral y corta media docena de vasos sanguíneos importantes. La muerte es instantánea.
«Una muerte rápida y honorable», pensó Espartaco.
La imagen descrita por Phortis combinada con la sangre que tenía en la boca hizo que Ariadne se mareara. Se balanceó de un lado a otro e hizo esfuerzos para mantener el equilibrio.
Kotys disfrutaba con la intensidad de su desasosiego.
—¿Qué me darías por estas criaturas? —le preguntó a Phortis.
«Dioniso, ayuda a Espartaco», suplicó Ariadne. Se oyeron unos cuantos gritos airados, pero nadie se atrevió siquiera a acercarse a los guardaespaldas del rey. Ariadne se sumió en el pozo profundo de la desesperación.
—No parecen gran cosa, Majestad —masculló Phortis, entrecerrando los ojos.
—Las apariencias engañan —repuso Kortys—. Espartaco, el primero, acaba de regresar de años de servicio en vuestras legiones, así que alguna destreza debe de tener. En sus años mozos, era uno de los mejores guerreros de la tribu. Los otros también son hombres duros, veteranos de muchas campañas.
—¿De verdad, Majestad? —preguntó Phortis con desinterés.
—¡No me jodas! —Kotys estaba rojo de ira—. Recuerda que tú y tus hombres estáis aquí gracias a mi benevolencia. Con un chasquido de los dedos mis guerreros os hacen otro ojo del culo en menos que canta un gallo. —Lanzó una mirada a los guardaespaldas más cercanos, que sonrieron y se llevaron la mano a las armas.
—Perdonadme, Majestad —se apresuró a decir Phortis—. No pretendía ofenderos.
Kotys relajó la expresión ligeramente.
—Espartaco es el tipo perfecto para lo que buscas. Igual que sus dos amigos.
—Sin duda, Majestad —convino Phortis. Lanzó una mirada maliciosa al rey—. ¿Y el resto?
—No están en venta. Solo estos tres.
Para sorpresa de Ariadne, un tímido rayo de esperanza iluminó ligeramente el pozo de su desesperación. ¿Podría sacarse algo bueno de aquella situación?
—¿Puedo saber por qué?
—Porque conspiraban para derrocarme.
Phortis no se sorprendió.
—¿Qué pedís por ellos, Majestad? ¿Mil monedas de plata?
—Tienes cojones, eso hay que reconocértelo. ¿Te piensas que voy a darte gratis a estos pedazos de mierda?
—Por supuesto que no, Majestad —repuso Phortis suavemente—. ¿Qué os parece quince mil?
—Doscientas cincuenta mil o nada. Sé tan bien como tú que los esclavos tracios valen el doble que los de cualquier otra raza.
Phortis ni siquiera parpadeó. Hizo un gesto hacia Espartaco y los demás.
—¿Puedo…?
—Adelante. Afortunadamente para ti, solo el primero ha recibido azotes. Le ha ido por poco, la verdad. Mi paladín se estaba animando justo cuando habéis llegado.
Espartaco alzó la cabeza del marco de madera y le dedicó una mirada maligna mientras se acercaba. El tratante no le hizo ni caso, sino que se dedicó a observarle la espalda.
—Su Majestad está en lo cierto. No hay daños duraderos. —Pasó a examinar a los otros dos, presionándoles los músculos y examinándoles la dentadura como si fueran caballos. Hizo un sonido aprobatorio al ver la frente rapada de Seuthes.
—O sea que tu enemigo no te puede agarrar del pelo cuando te tenga delante, ¿no? —Seuthes lo miró enfurecido, pero no respondió.
Phortis lanzó una mirada al rey.
—Es un precio justo, Majestad —reconoció.
Mientras Kotys sonreía con expresión triunfante, Phortis ladró una orden y uno de sus hombres corrió hacia las mulas de atrás. Regresó cargado con dos bolsas pesadas.
—Aquí seguro que hay más que de sobra —afirmó Phortis.
Kotys le hizo una seña a Polles para que avanzara. Sin miramientos, el paladín derramó las bolsas de cuero en el suelo y con la ayuda de otro guerrero empezó a contar las monedas de plata que cayeron.
—Está todo aquí —farfulló al fin Polles.
—Bien —dijo Kotys—. Pues entonces trato hecho. Soltadlos. —Dirigió una mirada triunfante y malévola a Ariadne. No tenía ni idea de que a ella el corazón le palpitaba ante la expectativa. Por fin tenía un plan, fruto de su profunda desesperación. ¿O acaso por fin había intervenido Dioniso? Ariadne era incapaz de saberlo. Quizá su táctica no funcionara, pero le parecía mejor que quedarse de brazos cruzados.
«Por lo menos no moriré hoy.» Espartaco hizo acopio de las fuerzas que le quedaban. Cuando le cortaron la última de sus ataduras, fue capaz de aguantarse de pie, con las rodillas pegadas, en vez de caerse al suelo. «¿Qué será de Ariadne?» Desvió la mirada hacia donde ella estaba. Se animó. Por increíble que pareciera, ya no tenía una expresión consternada, sino resuelta. «Sobrevivirá de algún modo.»
—Venid aquí —gritó Phortis—. Ahora sois míos.
Espartaco y sus amigos fueron hacia él arrastrando los pies y permitieron que los hombres del tratante les ciñeran unas argollas de hierro en el cuello. Su indignidad quedó al completo con los grilletes que les pusieron en los tobillos. No tenían ninguna posibilidad de escapar. «Esto nos lleva a la arena. Por lo menos ahí tendré la posibilidad de sobrevivir luchando», se dijo Espartaco. Aquel destino era infinitamente mejor que el que le ofrecía Kotys. El corazón volvió a encogérsele de culpa. ¿Qué sería de Ariadne? La determinación no podía llevarla muy lejos.
—¿Tenéis a más hombres como estos, Majestad? —preguntó Phortis.
—Es una mala época del año para los prisioneros —espetó Kotys—. Es mejor venir en verano, cuando saqueamos otras tribus.
—Eso es lo que le dije a mi señor, Majestad —reconoció Phortis—, pero no quiso hacerme caso. A este paso, puedo darme por afortunado si evito la nieve en los puertos de montaña que conducen a Iliria. ¿Con vuestro permiso?
—Os podéis marchar —gruñó Kotys. Se giró entonces hacia Ariadne.
Espartaco apretó los puños y sintió la mayor impotencia de su vida.
Ariadne estaba totalmente aterrada, pero sabía que tenía que actuar entonces. Desplazó los coágulos de sangre del interior de la boca a un lado y empezó a hablar con su voz más áspera.
—Como sacerdotisa fiel de Dioniso que soy, convoco al Todopoderoso, al dios de la embriaguez y la manía, a que sea testigo de la maldición que lanzo sobre el rey de los medos.
El silencio se apoderó de los lugareños presentes. Polles y los demás guardaespaldas intercambiaron miradas nerviosas. Incluso Phortis y sus hombres dejaron de hacer lo que estaban haciendo. Kotys se puso blanco, pero no se atrevió a detenerla.
—Nadie quiere a un tirano ni a un asesino, Kotys, te condeno a sufrir una muerte temprana y violenta. Te condeno a sufrir una muerte lenta y dolorosa, con la hoja de un enemigo enterrada en lo más profundo de tus entrañas. —Ariadne hizo una pausa, deleitándose con su poder. ¡Dioniso había regresado a ella!—. Tus últimos momentos estarán llenos de agonía y, cuando tu mísera alma salga de tu cuerpo, las puertas del paraíso de los guerreros estarán cerradas para ti. En cambio, las ménades de Dioniso te llevarán abajo, al submundo. Ahí, para el resto de la eternidad, te arrancarán trozos de carne y se la entregarán al rey. —Encantada con la expresión conmocionada de Kotys, le escupió los cachos de sangre en la cara—. Por último, te marco como uno de los elegidos de Dioniso.
Los presentes dejaron escapar gritos reverentes y perfectamente audibles. La mayoría se quedó petrificada, como si hubieran visto una aparición divina. Al rey se le llenaron los ojos de un horror patente. Se quedó quieto y mudo, con un leve sonrojo en las mejillas, mientras Ariadne se acercaba a Espartaco.
—Soy la esposa de este hombre. Voy a seguirle en su cautiverio —anunció con voz alta y autoritaria.
—¿Su esposa? —bramó Polles, que se dispuso a impedirle el paso.
—Así es. Anoche intercambiamos nuestros votos —mintió Ariadne. Sujetó la tela de la capa hasta que le dolieron los puños. «¡Déjame pasar!»
—También consumamos el matrimonio —masculló Espartaco—. Después de tantos años en campaña, no podía esperar más.
A Ariadne se le encendieron las mejillas cuando los presentes soltaron una risotada.
Kotys miraba enfurecido, humillado de nuevo, y Ariadne se atrevió a sentir un atisbo de esperanza. Ningún rey querría a una mujer que había entregado su virginidad a otro hombre.
—Dioniso desea que acompañe a Espartaco al exilio —gritó.
—¡Dioniso! ¡Dioniso! ¡Dioniso! —El rugido estruendoso de los lugareños mostrando su acuerdo ahogó cualquier otro sonido.
Visiblemente enfurecido, Polles se hizo a un lado. Ariadne corrió a situarse junto a Espartaco.
Phortis se encogió de hombros. No tenía intención de discutir con la portavoz de un dios ni con cientos de tracios enfadados.
—Una boca más que alimentar no se notará tanto.
—¿Estás segura de lo que estás haciendo? —preguntó Espartaco en voz baja.
—Mira la alternativa. —Con un discreto movimiento de cabeza, Ariadne señaló a Kotys.
—Lo entiendo.
—Viajaremos a Italia y veremos qué nos depara el destino —dijo con solemnidad, intentando no hacer caso de los nuevos temores que la atenazaban. Sin embargo, Ariadne estaba satisfecha en parte. «Puedo quedarme con él, por lo menos por ahora.»
Espartaco también se alegraba.
—Así no te quedarás sola.