Suroeste de Tracia, otoño del 74 a.C.
Cuando el pueblo resultó visible en lo alto de una colina lejana, le embargó la alegría. El trayecto desde Bitinia había sido largo. Tenía ampollas en los pies, le dolían los músculos de las piernas y el peso de la cota de malla le provocaba dolor de espalda. El viento frío le azotaba las orejas y se maldijo por no haberse comprado una gorra de piel en el asentamiento por el que había pasado hacía dos días. Siempre se las había apañado con una funda de fieltro y, en caso necesario, un casco de bronce, en vez del típico alopekis tracio de piel de zorro. Pero, dada la crudeza de la climatología, llevar una vestimenta cálida tal vez fuera más importante que ir preparado para la guerra. Por todos los dioses, ¡cuánto anhelaba dormir bajo la comodidad de un techo, a resguardo de los elementos! El viaje desde el campamento romano desde el que lo habían eximido del servicio había durado más de seis semanas y el invierno estaba al caer. Debería haber tardado menos de la mitad de ese tiempo, pero el caballo se había quedado cojo a los dos días de partir. Desde ese momento, había descartado cabalgar. Lo máximo que podía pedirle a la montura para no empeorar la cojera era que cargara el escudo y el equipo.
—A cualquier otro caballo ya lo habría dado en sacrificio para los dioses hace tiempo —dijo, tirando de la cuerda que guiaba al semental blanco que amblaba detrás de él—. Pero me has servido bien estos últimos años, ¿eh? —Sonrió cuando el animal le relinchó—. No, no me quedan manzanas. Pero pronto te daré de comer. Ya casi estamos en casa, gracias al Jinete.
Su hogar. La mera idea le parecía irreal. ¿Qué significaba aquello después de tanto tiempo? Ver a su padre sería lo mejor de todo, aunque para entonces debía de ser un anciano. El viajero había estado ausente durante buena parte de una década, luchando para Roma. Un poder que todos los tracios odiaban, aunque muchos le servían de todas formas. Él había tenido buenos motivos para hacerlo. «Aprender sus costumbres para así luchar contra ellos algún día. Mi padre tuvo una buena idea.» Uno de los actos más difíciles de su vida había sido acatar las órdenes de esos mismos soldados contra los que había luchado, hombres que quizás hubieran matado a su hermano y que sin lugar a dudas habían conquistado su tierra. Pero había valido la pena. Esos hijos de perra le habían proporcionado una cantidad ingente de información. Instruir a los hombres sin compasión, hasta que luchaban como una unidad. Lo vital que era obedecer las órdenes, incluso en el fragor de la batalla. Conseguir que los soldados bien preparados se mantuvieran firmes en las situaciones más extremas. «Disciplina», pensó. Disciplina y organización eran dos de las claves.
«No fue solo el deseo de aprender sus costumbres lo que te hizo marchar del pueblo —añadió su lado combativo—. Tras la última derrota a manos de las legiones, tu tribu se quedó de lo más intimidada. Ya no existía la posibilidad de luchar contra nadie, y mucho menos Roma. Eres un guerrero que sigue al dios jinete. Te encanta la guerra. El derramamiento de sangre. Matar. Alistarte en el ejército romano te brindó la oportunidad de participar en campañas infinitas. A pesar de todo lo que le han hecho a tu pueblo, te resultó placentero librar guerras junto a ellos.»
«Ahora ya estoy más que harto. Ha llegado el momento de sentar la cabeza. Encontrar a una mujer. Formar una familia.» Sonrió. En otro momento se habría burlado de tales ideas. Ahora le resultaban atrayentes. Durante su servicio en las legiones, había visto cosas capaces de encanecer a un hombre. Se había acostumbrado a ellas, en el fragor de la batalla se había comportado igual, pero saquear campos y pueblos indefensos y ver violar a mujeres y asesinar a niños no le parecía especialmente bien.
—Me conformaré durante un tiempo con planificar el ataque a Roma. Ya se me volverá a presentar la oportunidad de ir a la guerra —le dijo al semental—. Mientras tanto, necesito a una buena mujer tracia que me dé un montón de hijos.
El animal le mordisqueó el codo a la espera de un premio.
—Si quieres un poco de cebada, mueve el culo —le dijo con un gruñido cariñoso—. No pienso parar a darte un morral tan cerca del pueblo.
Por encima de él, a su izquierda, algo hizo caer un fragmento de roca, y maldijo en silencio por haberse distraído. El hecho de que no hubiera encontrado a nadie por el camino de tierra no significaba que fuera seguro. De todos modos, los dioses le habían sonreído durante el viaje desde Bitinia. En aquella época la mayoría de los tracios evitaban el duro clima y se dedicaban a lubricar y almacenar las armas para prepararse para la siguiente temporada de campañas. Para un viajero solitario era la mejor época.
«He tenido suerte de no haberme encontrado con bandidos hasta el momento. Suelen estar cerca de mi pueblo, los puñeteros. Espero que no haya demasiados.» Fingió estirar los hombros y hacer círculos con la cabeza para mirar furtivamente a ambos lados. Tres hombres, cuatro quizá, le observaban desde sus escondrijos en las pendientes rocosas que bordeaban el camino de tierra. Teniendo en cuenta que estaban en Tracia, resultaba sorprendente que fueran armados con jabalinas. Lanzó una mirada al casco de bronce que colgaba del costal de los cuartos traseros del semental y decidió no cogerlo. Había pocos peltastas capaces de alcanzar a un hombre en la cabeza. En cuanto al escudo, pues bueno, podía cogerlo mientras las primeras jabalinas surcaran el aire. Si le alcanzaban, la cota de malla probablemente le protegiera. Tardaría demasiado en desatar la lanza. Lucharía contra ellos con la sica, la espada curvada tracia que llevaba colgada del cinturón dorado. Eran contratiempos aceptables, decidió. Siempre y cuando los bandidos no fueran tiradores expertos. «Gran Jinete, protégeme con la espada a punto.»
—Sé que estáis ahí —llamó—. No hace falta que os escondáis.
Se oyó una risotada áspera. Uno de los bandidos se incorporó a unos treinta pasos de distancia. Unos ojos despiadados observaban al viajero desde un rostro estrecho surcado por cicatrices. La capa de lana bordada se abrió y dejó entrever una túnica raída hasta la altura de los muslos. Iba tocado con una gorra de piel de zorro grasienta. Tenía las piernas raquíticas y las botas altas de piel de becerro habían visto días mejores. En la mano izquierda llevaba un pelte típico, que era un escudo en forma de medialuna, y detrás una jabalina de repuesto; en la derecha otra lanza ligera inclinada y lista para lanzar.
«Ninguna armadura y, aparte de las jabalinas, nada más que un puñal en el cinturón —observó el viajero—. Bien. Sus amigos no irán mejor armados.»
—Llevas un buen semental —dijo el matón—. Lástima que esté cojo.
—Sí, si no estuviera cojo, tú y tus compinches me habríais confundido con una nube de polvo.
—Pero lo está, así que vas a pie y solo —dijo con desprecio una segunda voz.
El viajero alzó la vista. Quien había hablado era mayor que el primer hombre, con el rostro arrugado y pelo encanecido. La ropa de punto de cáñamo estaba igual de raída, pero su mirada desasosegante transmitía un hambre voraz. Por pobre que fuera, el escudo circular que llevaba era bueno y parecía haberle dado un buen uso a la jabalina del puño derecho. Era el más peligroso. El líder.
—Supongo que queréis el semental —dijo el viajero.
—¡Ja! —Un tercer hombre se levantó. Era más alto que cualquiera de los otros dos, tenía los brazos y las piernas bien musculados y en vez de jabalinas llevaba un pelte grande con un garrote de aspecto amenazador.
—Lo queremos todo. El caballo, el equipo y las armas. Y tu dinero, si es que tienes.
—¡Incluso nos quedaremos con la comida! —El cuarto bandido estaba esquelético, con las mejillas hundidas y una tez amarillenta de aspecto enfermizo. No llevaba escudo pero sí tres lanzas ligeras.
—Y si os doy todo eso ¿me dejareis seguir mi camino? —Su aliento dejó rastro en el aire frío.
—Por supuesto —prometió el primer hombre. Su expresión era apagada y mortecina, y las burlas de sus compinches daban poca credibilidad a sus palabras.
El viajero no se molestó en contestar. Giró en redondo y murmuró «Quieto» al caballo. Mientras deslizaba la mano bajo el gran escudo circular y desabrochaba la correa que lo sujetaba oyó una jabalina zumbando por encima de su cabeza. Le siguió otra que dibujó un arco más bajo. Se clavó en la tierra entre los cascos del caballo, lo cual le hizo moverse de forma ligera y rápida a uno y otro lado.
—Tranquilo —le ordenó—. Ya has pasado por esto un montón de veces. —Apaciguado por su voz, el animal se quedó quieto.
—¡Oeagrus, para, imbécil! —gritó el líder—. Si hieres a ese animal, te destripo yo mismo.
«Bien, se acabaron las jabalinas. El semental es demasiado valioso.» Se colocó de espaldas a su montura y se giró alzando el escudo. Así tenía detrás al bandido delgaducho pero no se arriesgaría a arrojar más lanzas, ni tampoco los demás. Desenvainó la sica y sonrió sombríamente.
—Tendréis que venir a luchar conmigo.
—De acuerdo —gruñó el primer hombre. Utilizando los talones para frenar, bajó la pendiente patinando. Le siguieron sus dos compinches. Detrás de él, el viajero oyó que el delgaducho también bajaba. El semental enseñó los dientes y lanzó un desafío enfadado. «Que intente acercarse.»
Cuando el trío llegó abajo parlamentaron unos instantes.
—¿Preparados? —preguntó él con tono burlón.
—Hijo de perra —rugió el líder—, ¿serás tan arrogante cuando te corte los huevos y te los meta hasta la garganta?
—Por lo menos me los podrás encontrar. Dudo de que alguno de tus compinches de mierda tenga.
El hombretón se retorcía de furia. Gritando a todo pulmón atacó con el pelte y el garrote preparados.
El viajero dio un par de pasos hacia delante. Se preparó colocando el pie izquierdo detrás del escudo. Apretó la sica con más fuerza. «Tengo que ir rápido o los otros también se me echarán encima.»
Por suerte, el matón era tan torpe como previsible. Acercó el escudo a su contrincante y le asestó un mal golpe en la cabeza. El viajero, que se balanceó hacia atrás por el impacto, apartó la cabeza. Alargando el brazo sica en mano, partió en dos el tendón de la corva izquierda del hombre. Un grito perforó el aire y el bandido se cayó hecho un ovillo. Le quedó sensatez suficiente para alzar el pelte, pero el viajero se lo apartó de un golpe con el escudo y le atravesó el cuello. El matón murió ahogándose con su propia sangre.
Sacó la hoja y le dio una patada al cadáver en la espalda.
—¿Quién es el próximo?
El líder silbó una orden al hombre delgaducho antes de que él y el bandido que llevaba gorro se separaran. Corretearon como cucarachas a uno y otro lado de la víctima.
El semental barritó otro desafío y el viajero notó que se encabritaba sobre las patas traseras. Dio un paso adelante y se apartó de la trayectoria del caballo. Al cabo de un instante oyó un grito ahogado, el golpeteo sordo de los cascos contra el hueso y, acto seguido, el ruido de un cuerpo al caer al suelo.
—Mi caballo será cojo, pero sigue teniendo mucho genio —dijo con suavidad—. Si no me equivoco los sesos de tu amigo van a decorar el camino.
Los dos bandidos restantes intercambiaron una mirada de sorpresa.
—¡Ni se te ocurra pensar en huir! —advirtió el líder—. Oeagrus era el hijo de mi hermana. Quiero vengar su muerte.
El viajero bajó el escudo ligeramente con discreción y dejó el cuello al descubierto. «A ver si alguno cae en la tentación.»
El hombre del gorro de piel de zorro apretó la mandíbula.
—A mí me importa un cojón herir al animal —dijo, lanzando la jabalina.
El viajero no se apartó de la trayectoria de la lanza. Se limitó a alzar el escudo y dejó que cayera directamente en las capas de madera y cuero. El extremo afilado de hierro se clavó dos dedos en la superficie interna, pero no le hirió. Echó hacia atrás el brazo izquierdo y lanzó el por entonces artículo inútil al bandido, que salió disparado para evitar que le alcanzara. Lo que no se esperaba era que el viajero estuviera a apenas unos pasos detrás del escudo volador. Cuando el bandido arrojó la segunda jabalina a su contrincante, la esquivó con furia.
Valiéndose del impulso para seguir avanzando, el viajero asestó un puñetazo en la cara a su contrincante con la izquierda. La cabeza del hombre cayó hacia atrás por la fuerza del golpe y apenas vio venir la sica cuando le hizo un tajo profundo en el punto de unión entre el cuello y el torso. La sangre salió disparada por todas partes y, con una ligera mirada de asombro, el bandido cayó de lado al suelo. Al ritmo de los latidos cada vez más lentos de su corazón, una marea carmesí empapó la tierra que le rodeaba. «Me he cargado a tres, pero el último es el más mortífero.»
El viajero se giró con rapidez esperando que el líder intentara apuñalarlo por la espalda. El movimiento le evitó resultar herido de gravedad y la jabalina resbaló por las anillas de la cota de malla y acabó en nada, lo cual hizo que el hombre hiciera más esfuerzo del necesario y tropezara. Un revés inmenso en la cara le hizo caer de culo y perder el arma.
Alzó la vista hacia el viajero con expresión de verdadero terror.
—Tengo esposa. Una-a familia-a que alimentar —tartamudeó.
—Tenías que habértelo pensado dos veces antes de tenderme una emboscada —fue la respuesta gruñida.
El bandido gritó cuando la sica se le deslizó en el vientre y le dejó las entrañas hechas trizas. Sollozando de dolor, esperó el golpe mortal. Pero no llegaba. Se quedó ahí tendido, impotente, perdiendo la conciencia por momentos.
Al cabo de unos instantes abrió los ojos. Su asesino le observaba impasible.
—No me dejes así —suplicó—. Ni siquiera Kotys le haría esto a un hombre.
—¿Kotys? —No hubo respuesta, así que le dio un puntapié a la víctima—. Ibas a cortarme los huevos y hacérmelos comer, ¿recuerdas?
Se tragó su agonía.
—Por-por favor.
—Muy bien. —Alzó la sica bien alto.
—Por todos los dioses, ¿quién eres? —acertó a susurrar.
—Un viajero cansado con un caballo cojo.
La hoja segó y los ojos del matón se abrieron como platos por última vez.
Ariadne se peinó hacia atrás y se colocó con cuidado un par de horquillas de hueso en la larga melena negra para sujetársela. Se sentó en un taburete de tres patas junto a una mesa de madera baja y orientó el espejo de bronce que había allí para que reflejara la luz tenue que entraba por la puerta abierta de la choza. El objeto ovalado de metal dorado rojizo era su único lujo y utilizándolo de vez en cuando se recordaba quién era. Aquel era uno de esos días. Para la gran mayoría de los habitantes del poblado, ella no era una mujer, una pariente o una amiga. Era la sacerdotisa de Dioniso y la veneraban como tal. A Ariadne le satisfacía tal privilegio la mayoría de las veces. Después de una infancia dura, su posición elevada era más de lo que jamás había soñado. Pero eso no implicaba que no tuviera necesidades o deseos. «¿Qué tiene de malo querer a un hombre? ¿Un marido?» Frunció los labios. Actualmente, la única persona que se mostraba interesada por ella era Kotys, el rey de la tribu de los medos. Como era de esperar, su interés había truncado las posibilidades de cualquier otro pretendiente. Quienes contrariaban a Kotys solían acabar muertos… o por lo menos es lo que se rumoreaba. No es que hubiera habido otros con anterioridad, se dijo con amargura. No abundaban los hombres con las agallas suficientes para cortejar a una sacerdotisa.
Ariadne ni quería ni agradecía las insinuaciones lascivas de Kotys, pero se sentía incapaz de evitarlas. Él todavía no había pasado al terreno físico, aunque estaba convencida de que eso se debía a su estatus superior y a la serpiente venenosa que guardaba en un cesto junto a su lecho. Su situación era incluso más complicada por el hecho de que debía permanecer en el poblado. Los altos sacerdotes de Cabila, la única ciudad de Tracia, situada al noroeste, la habían enviado allí. A pesar de lo extraordinario de sus circunstancias, su nombramiento era de por vida. Si regresaba a Cabila, a Ariadne le asignarían las tareas más ingratas en el templo principal para el resto de sus días.
Regresar con su familia también estaba descartado. Si bien quería a su madre y rezaba por ella todos los días, Ariadne albergaba dos sentimientos por su padre. Primero el odio y segundo el aborrecimiento. Tales emociones derivaban de una infancia brutal. La existencia de Ariadne había consistido en palizas, humillaciones y cosas peores, todas ellas a manos de su padre. Como guerrero de la tribu de los odrisios, la despreciaba porque era hija única y no un varón. Durante los largos años de desdicha, su única vía de escape había sido rezarle a Dioniso, el dios de la embriaguez y del éxtasis ritual. Solo estando en comunión con él sentía cierta paz interior, situación que todavía se mantenía. Hasta el día de hoy, Ariadne consideraba que Dioniso la había ayudado a sobrevivir al maltrato interminable.
Aparte de casándose, la idea de huir de su padre nunca se le había pasado por la cabeza. Sencillamente no tenía adónde ir. Pero en su decimotercer cumpleaños su situación había cambiado por completo. En una intervención insólita, la sufrida madre de Ariadne había convencido a su padre para que le permitiera asistir al templo dionisíaco de Cabila como futura candidata al sacerdocio. Una vez allí, su determinación implacable había impresionado a los sacerdotes y le habían permitido que se quedara. Más de una década después, seguía sin tener ganas de regresar a casa. A no ser, por supuesto, que fuera para matar a su padre, lo cual sería un acto sinsentido. Si bien la posición de Ariadne como sacerdotisa la elevaba por encima de las mujeres normales, un parricidio le depararía un único destino.
No, su mejor opción era capear las atenciones de Kotys, «Dioniso, deja que alguna beldad de mirada tierna le llame pronto la atención», y asentarse allí. Apenas hacía seis meses que había llegado allí, el principal poblado de los medos. No demasiado. Ariadne elevó el mentón. Por supuesto había otra opción. Si Kotys era depuesto, un hombre mejor podría ocupar su lugar. Llevaba allí el tiempo suficiente para advertir el descontento latente por su gobierno. A Rhesus, el rey anterior, y Andriscus, su hijo, no se les echaba de menos especialmente, pero Sitalkes, el noble que podría haberlos sustituido, había sido un personaje querido. Se cuidaban de no hacerlo cerca de los guardaespaldas de Kotys, pero muchos guerreros hablaban con nostalgia de Sitalkes y de sus dos hijos, de los cuales uno había muerto en el campo de batalla contra los romanos y el otro se había ido a servir a los conquistadores como mercenario y nunca había regresado.
Ojalá apareciera alguien que aprovechara la rabia latente contra Kotys, pensó Ariadne. Bastaría una lucha corta y encarnizada para que aquel cabrón desapareciera para siempre. Maldijo el hecho de haber nacido mujer, y no era la primera vez. «Nadie me seguiría.» Contempló el reflejo conocido en el espejo de bronce que tenía delante. Un rostro en forma de corazón con una nariz recta y pómulos marcados enmarcado por unos tirabuzones de cabello negro. Una mandíbula resuelta. Piel blanca y lechosa, de lo menos apropiada para el sol implacable que bañaba Tracia en verano. Un tatuaje en forma de puntos que se arremolinaban en ambos antebrazos. Hombros delgados pero musculosos. Pechos pequeños. «¿Qué ve Kotys en mí? —se preguntó—. No soy ninguna belleza. Fuera de lo común, quizá, pero no guapa.» Como siempre, la misma respuesta asomó a la cabeza de Ariadne: «Ve mi espíritu rebelde y, como rey, lo quiere para sí.» Era la misma fiereza que a menudo había hecho que se metiera en líos durante su formación y que también la había ayudado a convertirse en sacerdotisa antes de lo esperado. Ariadne valoraba sobremanera su naturaleza tempestuosa. Gracias a ella era capaz de entrar en trance como las ménades y alcanzar la zona donde una podía encontrarse con Dioniso y conocer sus deseos. «Mi espíritu no pertenece a ningún hombre —pensó Ariadne con vehemencia—, solo al dios.»
Se levantó y se trasladó al sencillo catre, una manta que cubría una gruesa capa de paja situada en un rincón de la choza. Era como el que utilizaban todos los del poblado. Los tracios eran famosos por su austeridad y ella encajaba también con esa descripción. Ariadne se enfundó la capa de lana de color rojo oscuro. Además de indicar su posición en la vida, le servía para taparse por la noche. Levantó el cesto de mimbre que tenía a los pies de la cama y se lo acercó al oído. Ni un solo sonido. No le sorprendió. A la serpiente que contenía no le gustaba la frialdad del otoño, y lo máximo que podía hacer para animarla de vez en cuando era envolvérsela alrededor del cuello antes de practicar un rito en el templo. Por suerte, esta sencilla táctica bastaba para impresionar a los lugareños. Sin embargo, para Ariadne la serpiente no era sino una herramienta para mantener su aire misterioso. Respetaba al animal y de hecho incluso lo temía un poco, pero se había preparado a conciencia para manejarlo a él y a los de su especie en Cabila.
Salió con el cesto bajo un brazo. Como la mayoría de las chozas rectangulares del poblado, la suya tenía un solo ambiente y estaba construida con un entramado de ramas sobre el que se había dispuesto una gruesa capa de barro. El tejado en forma de silla de montar estaba recubierto por una mezcla de paja y barro, con una abertura en un extremo para dejar salir el humo del hogar. En la parte trasera de la choza quedaba parte de la muralla que rodeaba los aposentos de Kotys. Era una defensa dentro del muro exterior del asentamiento circular, que reforzaba la posición elevada del rey y servía para evitar las traiciones internas. Había otras chozas a ambos lados, rodeadas todas ellas de una empalizada para contener el ganado de los propietarios. Las viviendas seguían los caminos serpenteantes que dividían el poblado desperdigado. Al igual que los característicos estercoleros y montículos de deshechos, habían evolucionado a lo largo de siglos de poblamiento. Ariadne estaba eternamente agradecida al hecho de que su choza estuviera a una distancia prudencial de aquellas pilas pestilentes aunque necesarias.
Siguió el camino hacia el centro del poblado, respondiendo a los saludos respetuosos de quienes se cruzaban con ella con una sonrisa seria o un asentimiento de cabeza. Las mujeres con bebés al pecho y los ancianos le pedían su bendición o consejo, mientras que los guerreros tendían a evitar su mirada, salvo los más osados. Los niños solían dividirse en dos grupos: los que le tenían pavor y los que le pedían que les enseñara la serpiente. Abundaban más los primeros que los segundos. Había pocas cosas que amenizaran la vida solitaria de Ariadne. No permitió que la melancolía hiciera mella en ella. El dios le enviaría a un hombre, si así lo consideraba apropiado. Y, si no, seguiría siendo su fiel servidora, tal como había prometido durante su iniciación.
La multitud que había delante de ella se separó y vio a un grupo de guerreros con vestimentas lujosas. A Ariadne se le cayó el alma a los pies. No era solo lo que se pavoneaban lo que le indicó quiénes eran. Las túnicas rojas de manga larga con franjas blancas verticales, cascos de bronce muy elaborados y grebas con incrustaciones de plata eran sinónimo de talla e importancia. Al igual que las jabalinas de buena manufactura, espadas kopi y puñales largos y curvos. Ariadne maldijo para sus adentros. Con tantos guardaespaldas, Kotys no podía estar lejos. Miró a su izquierda y saludó a una mujer mayor a cuyo esposo enfermo había tratado recientemente. Un torrente de alabanzas para Dioniso llenó los oídos de Ariadne. Sonriendo, se acercó a la choza de la mujer y se colocó de espaldas al camino. Con un poco de suerte, los guerreros no la habrían visto. Tal vez ni siquiera la estuvieran buscando.
—¡Sacerdotisa!
Ariadne maldijo en silencio. Continuó escuchando el parloteo de la mujer, pero cuando la voz volvió a llamarla, la tenía justo detrás.
—Sacerdotisa.
El viajero no se entretuvo en la zona donde le habían tendido la emboscada. Por supuesto, los bandidos no llevaban nada que valiera la pena quitarles. Lo único que había tenido que hacer era limpiar la sica, arrancar la jabalina que le habían clavado en el escudo y volver a sujetarlo al costal del lomo del caballo. Dejó los cuerpos donde habían caído y se encaminó al pueblo. A aquel paso, tendrían suerte de llegar antes del atardecer. Ni siquiera quería pensar en esa posibilidad. Unos bancos de nubes amarillentas presagiaban la caída de nieve antes de lo habitual. Sin embargo, estaba de suerte. No sabía si era por la adrenalina que corría por las venas de su montura o por la intervención del Gran Jinete, pero el semental parecía moverse con mayor facilidad con la pata mala. Avanzaron con cierta rapidez y avistaron el poblado cuando empezaban a caer los primeros copos.
El aire transportó unos fuertes balidos y el viajero alzó la vista. Ayudado por un par de perros, un niño conducía un rebaño de ovejas y cabras en el camino que tenía delante.
—No somos los únicos que buscamos cobijo —dijo a su montura. Se pararon y dejaron pasar al muchacho con las criaturas molestas por el camino pedregoso—. Vamos a tener mal tiempo. Haces bien en dirigirte a casa —añadió con amabilidad.
El muchacho no hizo ademán de bajar por la pendiente.
—¿Quién eres? —preguntó con suspicacia.
—Me llamo Peiros —mintió. A pesar de lo cerca que estaba de casa, todavía no le apetecía revelar su verdadera identidad.
—No me suenas —repuso con desdén.
—Probablemente estuvieras gateando sobre una piel de oso a los pies de tu madre cuando me marché del pueblo.
El muchacho abandonó parte de la cautela de la que había hecho gala.
—Quizás. —Empezó a espolear a las últimas ovejas y cabras por el camino con unos fuertes gritos y movimientos de los brazos.
Los perros iban de un lado a otro para asegurarse de que ningún animal se quedaba rezagado. El viajero se quedó mirando y cuando todo el rebaño ya iba de bajada empezó a caminar al lado del joven pastor. «Me pregunto qué puedo averiguar.»
—¿Qué tal está Rhesus? —preguntó.
—¿Rhesus? ¿El viejo rey?
—Sí.
—Hace cuatro años que murió. Por culpa de la peste.
—Entonces su hijo Andriscus debería ser el rey.
El muchacho le dedicó una mirada desdeñosa.
—Pues sí que es verdad que has estado lejos. Andriscus también está muerto. —Miró a su alrededor con cautela antes de susurrar—: Asesinado, como Sitalkes. —Vio el destello de horror en los ojos del viajero—. Lo sé, fue terrible. Mi padre dice que el Gran Jinete acabará castigando a Kotys, pero, por ahora, tenemos que soportarlo.
—¿Kotys mató a Sitalkes?
—Sí —repuso el joven. Escupió.
—¿Y ahora es el rey?
Asentimiento.
—Entiendo.
Se hizo un silencio que el muchacho no osó romper. No lo habría reconocido, pero el viajero adusto le daba miedo. Al cabo de un instante, el hombre se paró.
—Continúa. —Señaló al semental—. No debería hacerle caminar demasiado con la pata mala. Ya nos veremos en el pueblo.
Con un asentimiento de alivio, el muchacho volvió a meter prisa al rebaño. El viajero esperó a encontrarse a cierta distancia antes de cerrar los ojos. Le embargó un sentimiento de culpa. «Si hubiera estado aquí, la situación habría sido distinta.» No se permitió que esa sensación perdurara. «O quizá no. A lo mejor también me habrían matado a mí. Mi padre acertó en su decisión de hacerme marchar.» En cierto modo sabía que Sitalkes tampoco habría cambiado lo que había ocurrido. Sin embargo, era imposible ocultar su tristeza ante la noticia del asesinato de su padre. Pensó en Sitalkes tal como lo había visto la última vez: fuerte, erguido, sano. «Que descanses.» Su único deseo había sido regresar a su hogar. Para dejar de servir a sus enemigos más odiados. Enterarse de que su padre estaba muerto ya era de por sí malo, pero si era cierto que lo habían asesinado, no lo recibirían con los brazos abiertos. No habría tregua. Sin embargo, dar media vuelta y alejarse del poblado no entraba dentro de sus planes. Tenía que vengarse. Así lo exigía su honor. Además, ¿adónde iba a ir? ¿A servir otra vez a las legiones? «Ni por asomo.» Había llegado el momento de regresar, independientemente del recibimiento que le aguardara. «No cuestiono tu voluntad, Gran Jinete. En cambio te pido que me protejas, como siempre has hecho, y que me ayudes a castigar al asesino de mi padre.» El hecho de que aquello supusiera matar a un rey no hizo que le flaqueara la determinación.
—Vamos —dijo al semental—. Vamos a buscarte un establo y algo de comer.
Ariadne se giró lentamente.
—Polles. Qué sorpresa. —No hizo ningún esfuerzo por hablar con calidez. Polles era el abanderado de Kotys, pero era también un matón arrogante que abusaba de su autoridad.
—El rey desea hablar con vos —dijo Polles arrastrando las palabras.
A pesar de la supuesta cortesía, aquello era una orden. «¿Cómo se atreve?» Ariadne se esforzó por mantener la calma.
—Pero si hablamos ayer.
Polles hizo una mueca con sus labios finos. Todo él, desde su asombrosa belleza a su melena negra y músculos lubricados, destilaba engreimiento.
—Sin embargo, desea… gozar del placer de vuestra compañía una vez más.
A Ariadne no se le escapó la interrupción, breve pero deliberada, de su explicación. A juzgar por las risitas de los demás guerreros, a ellos tampoco. «Cabrón de mierda —pensó—. Igual que tu señor.»
—¿Cuándo?
—Pues ahora —respondió sorprendido.
—¿Dónde está el rey?
Polles señaló con languidez por encima de su hombro.
—En el punto de encuentro central.
«Donde le ve todo el mundo.»
—Enseguida voy.
—Kotys nos ha enviado para que os llevemos junto a él. De inmediato —añadió Polles con el ceño fruncido.
—Pues os lo habrá ordenado, pero estoy ocupada. —Ariadne indicó a la anciana aduladora—. ¿No lo ves?
Polles se sonrojó de fastidio.
—Yo…
—¿Acaso los deseos del rey son más importantes que la labor del dios Dioniso? —preguntó Ariadne, alzando la tapa del cesto.
—No, por supuesto que no —respondió Polles, haciéndose atrás.
—Bien. —Ariadne le dio la espalda.
Detrás de ella oyó unos murmullos enfadados.
—No sé lo que deberíais decirle al rey. Decidle que no la hemos encontrado. Decidle que está en trance o algo así. ¡Inventaos algo! —espetó Polles.
Ariadne oyó unos pies que se marchaban correteando y se permitió una leve sonrisa. Sin embargo, la conversación con la anciana enseguida decayó. No era de extrañar. Tener al paladín del rey a escasos pasos, lanzándoles sin duda miradas asesinas, era capaz de intimidar a cualquiera. Ariadne murmuró una bendición para la vieja y miró a Polles.
—Estoy lista.
Le indicó de mala gana que se situara en medio de sus guerreros. Cerraron filas rápidamente y Polles llevó la delantera, vociferando a todo aquel que osara interponerse en su camino. No tardaron mucho en llegar a la gran explanada que formaba el centro del poblado. El lugar era más o menos circular y estaba bordeado por docenas de chozas. Grupos de mujeres cotilleaban mientras volvían con la colada del río. Un grupo desordenado y variopinto de niños jugaban o peleaban entre ellos en la tierra mientras varios chuchos saltaban emocionados a su alrededor, llenando el aire con ladridos estridentes. Del tejado de una fragua cercana salía humo y se oía el ruido metálico del martillo en el yunque procedente del interior. Había varios hombres esperando fuera, con armas estropeadas en la mano. Había puestos de madera donde se vendían objetos metálicos, pellejos y productos de primera necesidad como cereales, cerámica y sal, una tasca miserable y tres templos, dedicados a Dioniso, el dios jinete, y a la diosa madre. Eso era todo.
Al igual que los tracios, los medos no eran un pueblo que dependiera del comercio para vivir. En su territorio escaseaban los recursos naturales. La agricultura ofrecía poco más que un medio para subsistir, por lo que se habían acabado convirtiendo en guerreros, cuyo único objetivo en la vida era ir a la guerra, en su propia tierra o en la de los demás. Las personas que resultaban visibles daban fe de ello: eran sobre todo guerreros fornidos. La mayoría eran castaños o pelirrojos y de tez oscura. Desde los mozalbetes a los ancianos, todos compartían la misma actitud segura. Vestían túnicas plisadas de manga corta con colores que iban del rojo y verde al marrón o beis, calzaban sandalias o zapatos de cuero con la punta hacia arriba. Muchos vestían el omnipresente alopekis, la gorra puntiaguda de piel de zorro con solapas largas para cubrir las orejas. Los individuos más ricos lucían torques de bronce o de oro alrededor del cuello. Una espada o puñal, y a menudo ambos, colgaban del cinto o tahalí de todos los hombres. Estaban divididos por grupos alardeando de sus proezas y planificando batidas de caza.
Polles y sus hombres llamaron la atención de todos los reunidos. Ariadne notó el peso de las miradas de los presentes mientras se encaminaban al templo de Dioniso, un edificio de mayor tamaño que la mayoría, con un pilar de piedra achaparrado a ambos lados de la entrada. También oyó sus murmullos, que detestaba. Eran lo bastante valientes para luchar en una batalla pero no para plantarle cara al rey al que guardaban rencor. Por eso se sentía muy sola.
El rey aguardaba junto a las puertas del templo. Iba flanqueado de guardaespaldas y tenía a multitud de guerreros delante de él. Presentaba un aspecto majestuoso. Aunque tenía casi cincuenta años, Kotys aparentaba diez menos. En su pelo negro ondulado no había ni rastro de canas y tenía pocas arrugas en el rostro zorruno y astuto. Encima de la túnica púrpura a la altura de la rodilla, Kotys llevaba un corsé compuesto de hierro con aplicaciones de oro y unos pectorales del mismo metal precioso. Unos pteryges de lino en capas le protegían la entrepierna y llevaba unas grebas con incrustaciones de plata en la parte inferior de las piernas. Iba armado con una espada machaira con empuñadura de marfil, que le colgaba en una vaina tachonada de ámbar del cinturón revestido de oro. Un casco ático ornamentado coronaba su cabeza, lo cual marcaba su condición de rey.
Mientras Polles y sus hombres se abrían paso entre la multitud, Kotys admiró a Ariadne embelesado.
—¡Sacerdotisa! Por fin nos honráis con vuestra presencia —exclamó.
—He venido en cuanto he podido, Majestad. —Ariadne no dio más explicaciones.
—Excelente. —Kotys hizo un gesto imperioso y quienes la acompañaban se hicieron a un lado.
Ariadne dio un paso adelante a regañadientes y luego unos pocos más. Notó que Polles sonreía complacido. Giró la cabeza y le dedicó una mirada furiosa. El gesto no le pasó desapercibido a Kotys, que volvió a mover las manos. Al verlo, los guardaespaldas retrocedieron unos veinte pasos hacia la fragua.
—Debéis disculpar los malos modales de Polles —dijo el rey—. No es el más adecuado para hacer recados.
«Entonces, ¿por qué lo mandas?»
—Entiendo —murmuró, aplacando su ira a la fuerza.
—Bien. —Una palabra era el máximo cumplido que Kotys era capaz de pronunciar—. Sería más fácil hacer algún arreglo más pertinente —dijo de repente.
—¿Y de qué se trataría? —Ariadne arqueó las cejas.
—Cenad conmigo en mis aposentos algún día. No haría falta ni Polles ni ningún escolta.
—Me temo que no podrá ser —replicó Ariadne con frialdad.
—¿Os olvidáis de quién soy? —preguntó Kotys con expresión enojada.
—Por supuesto que no, Majestad. —Ariadne bajó la mirada fingiendo recato—. Sin embargo, las noches son el mejor momento para estar en comunión con el dios —mintió.
—Pero eso no pasará cada noche —gruñó.
—No, los sueños son en ocasiones. Los caminos de Dioniso son inescrutables, como cabe esperar.
Asintió sabiamente.
—El dios jinete es igual.
—Como es natural, la naturaleza errática de su llegada implica que siempre debo estar preparada para recibirle. Pasar una noche lejos del templo es impensable. Ahora, si me disculpáis, debo rezarle al dios. —Aunque el corazón le palpitaba en el pecho, Ariadne hizo una reverencia y dedicó una sonrisa beatífica a Kotys antes de disponerse a proseguir su camino.
Sin embargo, Ariadne se sorprendió sobremanera cuando la agarró del brazo. Se le cayó el cesto, pero, desgraciadamente, la tapa no se abrió.
—¡Me hacéis daño!
—¿Esto os parece doloroso? —Kotys se rio y le plantó cara—. Entérate, zorra. Juega conmigo por tu cuenta y riesgo. No lo toleraré eternamente. Recuerda que yo también soy sacerdote. Vendrás a mi cama, de un modo u otro. Y pronto. —De repente la soltó y Ariadne se marchó tambaleándose y con el rostro pálido.
Lo que habría dado por que hubiera caído un rayo del cielo y lo hubiera matado. Como es de imaginar, no ocurrió. Ella era la representante de una deidad, pero Kotys también. En una situación como aquella, Ariadne era impotente. Cabila y su poderoso consejo de sacerdotes estaban muy pero que muy lejos. Tampoco es que fueran a intervenir. Como gobernador de los medos y sumo sacerdote del dios jinete, Kotys era quien ostentaba todo el poder. Acertó a hacer una reverencia rígida. Kotys frunció los labios con desdén y diversión a la vez.
—Volveremos a hablar —dijo con voz chillona—. Pronto.
Con manos temblorosas, Ariadne llevó el cesto a las puertas del templo, donde lo depositó. Levantó la pesada barra que mantenía cerrado el portal y dejó que la luz inundara el interior oscuro. En cuanto Kotys se marchó, soltó un grito ahogado y estremecedor. Notaba que le flaqueaban las rodillas y a duras penas consiguió llegar a uno de los bancos apoyados contra las paredes laterales. Cerró los ojos, inhaló profundamente y contuvo la respiración mientras contaba sus latidos. Al llegar a cuatro, exhaló lentamente. «Dioniso, ayúdame —suplicó—. Por favor.» Siguió respirando poco a poco. Al final fue tranquilizándose y dejó de notar tanta tensión en los hombros. Sin embargo, seguía notando temor en el vientre. Necesitaría algo más que rezos para evitar que Kotys se encargara personalmente del asunto. Se sentía totalmente impotente.
Una discreta tos interrumpió sus pensamientos.
Ariadne giró la cabeza. La silueta de la puerta estaba enmarcada por la luz del sol y evitaba que la identificara. Notó unas punzadas de pánico antes de recobrar la compostura. Kotys o Polles no serían tan educados.
—¿Quién anda ahí?
—Me llamo Berisades —dijo una voz respetuosa—. Soy comerciante.
Ariadne adoptó un semblante profesional.
—Entra —ordenó, acercándose con sigilo a él. Berisades era un hombre bajito de mediana edad tardía con barba muy corta y ojos hundidos e inteligentes—. Has estado viajando —dijo ella al ver la túnica verde y los pantalones holgados, llenos de polvo.
—Vengo del este. Ha sido un largo viaje, pero no hemos sufrido demasiadas pérdidas. Quería dar las gracias al dios inmediatamente. —Berisades dio un golpecito al monedero que llevaba en el cinturón, que tintineó.
Ariadna guio al comerciante hasta el altar de piedra. Detrás de él, en un pedestal, había una gran estatua pintada de Dioniso. En una mano el dios barbudo sostenía una parra y en la otra una copa. Unas olas le lamían los pies, lo cual representaba la influencia que ejercía sobre las aguas. Tenía a un lado un toro tallado con rostro humano mientras un grupo de sátiros retozaba al otro lado. A sus pies había ramilletes de flores que se habían secado, recipientes de barro minúsculos que contenían vino y pequeñas estatuas que lo representaban. La luz titilaba en las piezas de ámbar y cristal. Había conchas de navajas, berberechos estriados y lo más preciado de todo: una concha de cauri leopardo.
Berisades se arrodilló y colocó el saquito entre el resto de las ofrendas.
Ariadne se apartó para que pronunciara sus oraciones. Enseguida le pasó por la cabeza una imagen del lascivo Kotys y se le cayó el alma a los pies. No veía la forma de escapar de él y le embargó la desesperación. Pensó que meditar la ayudaría y cerró los ojos e intentó entrar en el estado apaciguado que con tanta frecuencia le proporcionaba visiones de los deseos y voluntades del dios. Fracasó estrepitosamente, porque lo único que conseguía imaginar era a Kotys arrastrándola a su lecho.
—¿Cómo os llaman, señora? —Oyó la voz de Berisades cerca.
Volvió al presente con un sobresalto pero aliviada.
—Ariadne.
—No estabais aquí la última vez que vine de visita.
—No. Llegué hace seis meses.
El hombre asintió.
—Recuerdo que el viejo sacerdote no estaba demasiado bien. De todos modos, sois joven y saludable. Sin duda estaréis aquí muchos años, para alegrar la vista de todos los viajeros agradecidos que quieran presentar sus respetos.
—Muy amable —murmuró Ariadne, abochornándose por dentro. «Si supiera la verdad.»
—Por cierto, el próximo peregrino no tardará mucho en llegar.
—¿No? —Ariadne apenas le escuchaba. Ya estaba otra vez pensando en Kotys.
—Ayer me encontré a un guerrero que regresaba aquí. Habría venido con nosotros, pero su caballo está cojo. Al parecer, ha pasado varios años con los soldados auxiliares romanos. Quiere dar gracias a los dioses de la tribu por haber regresado a salvo. Un hombre callado, pero se hizo entender bien.
—Ah, ¿sí? —preguntó Ariadne distraída. Le interesaba bien poco el regreso de otro miembro de la tribu que había servido como mercenario para los romanos.
Berisades se dio cuenta de que tenía la cabeza en otro sitio.
—Muchas gracias, señora —musitó antes de retirarse.
Ariadne le dedicó una sonrisa radiante. Sin embargo, por dentro gritaba.
Mientras ascendían la ladera que conducía al poblado, que estaba rodeado de una empalizada, le embargaron viejos recuerdos. Los cálidos días de verano nadando con otros muchachos en el río caudaloso que discurría por uno de los lados del pueblo. Montar a los robustos caballos que servían de montura a los guerreros más ricos. Ir a cazar ciervos, jabalíes y lobos de joven entre los picos que se alzaban en las inmediaciones. Ser embadurnado con sangre como guerrero después de matar a su primer hombre a los dieciséis años. Arrodillarse en la arboleda secreta situada en la cima de una montaña cercana, rezándole al dios jinete para que le guiara. Las horas de su vida que había pasado deseando que su madre no hubiera muerto al dar a luz a su hermana, un bebé que no había durado más de un mes en este mundo. El día que se había enterado de la noticia de que Roma había invadido Tracia. Cabalgar para ir a la guerra contra las legiones con su padre Sitalkes, su hermano Maron y el resto de la tribu. Su primera victoria gloriosa y las amargas derrotas que le siguieron. La muerte agónica de Maron, una semana después de que una espada romana, un gladius, le atravesara el vientre. Los intentos vanos subsiguientes por superar a la máquina de guerra romana. Emboscadas desde las colinas. Ataques nocturnos. Envenenamiento de los ríos. Alianzas con otras tribus que se echaron a perder por la traición, la avaricia o ambas.
—Los tracios nunca cambiamos, ¿verdad? —preguntó al semental—. Da igual lo que sea mejor para Tracia. Luchamos contra todos, incluso contra los nuestros. Sobre todo contra los nuestros. ¿Unirnos para enfrentarnos a un enemigo común, como Roma? ¡Imposible!
Soltó una risotada breve y airada. Había cumplido la primera parte de la misión que su padre le había encomendado: servir en las legiones romanas. Se había hecho a la idea de que disfrutaría de un período de vida relativamente normal antes de acometer la segunda parte, la de unificar a las tribus. No iba a poder ser. La nube oscura de la guerra con su sangriento interior había vuelto a situársele encima. Sin embargo, no intentó disimular la subida de adrenalina que le provocaba sino que la agradeció. «Kotys mató a mi padre. Menudo cabrón traicionero. Debe morir, y pronto.»
Acostumbrado tanto a sus soliloquios como a sus silencios, el caballo caminó con paso lento detrás de él.
Dos centinelas armados con escudos y jabalinas estaban apostados junto a los grandes portones del poblado amurallado. Lo miraron con expresión resentida, murmurando entre sí a medida que se acercaba. A esa hora llegaban pocos viajeros, con aquel tiempo tan inclemente. Menos incluso poseían una cota de malla o casco metálico. Aunque el semental del recién llegado estaba cojo, era un ejemplar de buena calidad. Además era blanco, el color preferido de los reyes.
—¡Alto!
Se detuvo y alzó la mano izquierda en un gesto pacífico. «Dejadme entrar sin hacer demasiadas preguntas.»
—Hace una noche muy mala —dijo con suavidad—. Después de presentar mis respetos al dios jinete, es una de esas en las que apetece estar junto al fuego con una copa de vino.
—¿Hablas nuestro idioma? —preguntó sorprendido el guarda de mayor edad.
—Por supuesto. —Se rio—. Soy medo, como vosotros.
—Ah, ¿sí? Pues no veo en qué te diferencias de una boñiga de perro —gruñó el segundo centinela.
—Yo tampoco —añadió su compañero con un tono ligeramente más educado.
—Puede ser, pero nací y crecí en este pueblo. —Frunció el ceño al ver su expresión—. ¿Es este el mejor recibimiento que me espera después de casi una década fuera? —Estaba a punto de decir que se llamaba Peiros, pero el primer guarda se le adelantó.
—¿Quién eres? —Echó un vistazo a los brazos del recién llegado y se fijó por primera vez en las salpicaduras de sangre. Entonces lo miró a la cara—. Un momento. ¡Te conozco! ¿Espartaco?
«¡Mierda!»
—Eso es —respondió secamente mientras acariciaba la empuñadura de la espada.
Una sonrisa incrédula se dibujó en el rostro del hombre mayor.
—Por todos los dioses, ¿por qué no lo has dicho? Soy Lycurgus. Sitalkes y yo cabalgábamos juntos. —Lanzó una mirada de advertencia al otro guarda.
—Te recuerdo —dijo Espartaco con un asentimiento afable. La mirada que dedicó al segundo centinela fue mucho menos amistosa. Abochornado, el guerrero se interesó de repente por la tierra que tenía entre los pies.
—La situación ha cambiado desde que te marchaste —reconoció Lycurgus entristecido—. Tu padre…
—Lo sé. —Espartaco lo cortó en seco—. Está muerto.
—Sí.
—Me han dicho que murió en circunstancias sospechosas. —No acertó a contenerse.
Lycurgus miró a su compañero.
—Ninguno de nosotros tuvo nada que ver con ello. Polles es con quien deberías hablar.
—¿Polles?
—El primer guardaespaldas del rey. —El desagrado resultaba obvio en la voz de Lycurgus.
—¿Qué me dices de Getas, Seuthes y Medokos? ¿Siguen vivos? —preguntó a la ligera.
—Oh, sí. Ya no gozan de ningún privilegio, pero no se meten en líos así que Kotys los deja en paz. —Consciente de las implicaciones peligrosas de su conversación, Lycurgus se lamió los labios—. ¿Estás…?
Espartaco se comportó como si no hubiera oído nada.
—Estoy cansado. Llevo semanas viajando. Lo único que quiero es comer algo caliente y beber con mis viejos amigos. El rey puede esperar hasta mañana. No hace falta que sepa que he regresado hasta entonces. —«Para entonces, dioses mediante, será demasiado tarde. Ahora que estos dos saben quién soy, tengo que actuar de inmediato. Getas y los demás me ayudarán»—. No es mucho pedir, ¿no?
—Por-por supuesto que no —tartamudeó Lycurgus. Lanzó una mirada feroz a su compañero.
—No diremos ni una palabra a nadie.
—Ni a una sola alma —advirtió Espartaco. Al oír la frialdad de su voz, los dos guardas asintieron temerosos.
—Bien. —Espartaco se cubrió la mitad inferior del rostro con un pliegue de la capa y entró sin decir nada más.
—¡Menudo imbécil estás hecho! —susurró Lycurgus en cuanto desapareció de su vista—. ¡Espartaco es uno de los guerreros más mortíferos que nuestra tribu ha tenido jamás! Da gracias a que estuviera de buenas. Más vale no contrariarle.
—¿Qué planea?
—No lo sé —espetó Lycurgus—. Ni lo quiero saber. Si alguien pregunta más tarde, no lo hemos reconocido. ¿Entendido?