La sangre y el mundo que gira
La negra sangre del dragón se había derramado sobre él, ardiente como fuego. En el instante en que lo tocó sintió que su propia vida se le escapaba. La horrorosa esencia penetró en su interior, hizo hervir su propio espíritu y lo llenó únicamente de vida de dragón. Fue así como se convirtió —en el instante en que caía, antes de hacerse la oscuridad— en el corazón secreto del dragón.
La ardiente e intrincada vida de Igjarjuk lo capturó. Creció, cambió y el cambio resultó tan doloroso como la vida y la muerte a la vez.
Le pesaron los huesos, se le hicieron tan sólidos como piedra. La piel se endureció y se convirtió en escamas brillantes como piedras preciosas, y sintió que la piel resbalaba por su espalda como una cota de malla hecha de diamantes.
La sangre del dragón se movía por su pecho sin encontrar ningún obstáculo, con lentitud, como una oscura estrella en un firmamento vacío, poderosa y caliente como las forjas del interior de la tierra. Sus garras se hundieron en la piel de piedra del mundo, y su corazón, tan viejo como todas las eras, latió…, latió…, y latió. Creció en la frágil y arcaica inteligencia de los dragones, primero sintiendo el nacimiento de su antigua raza en los primigenios días del mundo; después sintiendo los incontables años que le sobrevinieron, los oscuros milenios que corrían por su interior como torrentes de montaña. Era uno de los más viejos de todas las razas, uno de los cimientos de la tierra que se enfriaba, y permaneció enrollado sobre sí mismo bajo la superficie de la tierra mientras el resto de los gusanos tenía que esconderse en el corazón de una manzana…
La vieja sangre negra corrió por su interior. Todavía crecía, y percibió y dio un nombre a todas las cosas del mundo que giraba. Su piel, la piel de la tierra, se convirtió en la suya propia; la superficie sobre la que nacían todos los seres vivos, en donde luchaban y caían, se rindió para convertirse en una parte de sí mismo. Sus huesos eran los del universo, los pilares rocosos sobre los que todo se sostenía y en los que sentía cada temblor y suspiro.
Era Simón. Ahora también era la serpiente. Y por ello también era la tierra con toda su infinitud y detalle. Y siguió creciendo y creciendo, mientras sentía que su vida mortal lo abandonaba…
En aquella repentina soledad que le otorgaba su majestad, temió perderlo todo, y se levantó para tocar a los que había conocido. Sintió sus cálidas vidas, las sintió como chispas entre una inmensa y agitada oscuridad. Demasiadas vidas…, tan importantes…, tan pequeñas…
Vio a Raquel, encorvada y vieja. La mujer se había sentado en un taburete en el interior de una sala vacía, con las manos sujetándose la cabeza. ¿Cuándo se había hecho tan pequeña? Una escoba permanecía a sus pies, y junto a ella, un ordenado montón de polvo. La habitación del castillo se oscurecía con mucha rapidez.
El príncipe Josua estaba de pie en la vertiente de una colina y miraba hacia abajo. Una débil llama iluminaba su rostro. Vio la duda y el dolor reflejados en la faz del príncipe; trató de llegar allí y de conferirle algo de seguridad, pero esas vidas eran sólo para ver, no para tocar.
Un hombre pequeño, moreno, al que no conocía, empujaba su bote de quilla plana corriente arriba, ayudándose de una pértiga. Grandes árboles hundían sus ramas en el agua, y sobre ésta pendían nubes de moscas. El hombrecillo dio unas palmadas protectoras a un rollo de pergaminos que llevaba escondido en el cinturón. Una ligera brisa mecía las ramas de los árboles, y el individuo sonrió agradecido.
Un hombretón —¿Isgrimnur? ¿Dónde estaba su barba?— caminaba sobre un embarcadero y miraba hacia el cielo oscurecido, al océano batido por el viento.
Un hermoso anciano, con el blanco cabello enredado, se encontraba sentado jugando con un grupo de niños medio desnudos. Sus ojos azules aparecían mansos, distantes, entrecerrados en una mueca de felicidad.
Miriamele, con el pelo corto, miraba desde la cubierta de un barco hacia las pesadas nubes que se agrupaban en el horizonte. Las velas se rizaban y chasqueaban por encima de su cabeza. Quiso observarla durante largo tiempo, pero la visión desapareció como una hoja caída.
Un alto hernystiro, vestido de negro, se arrodillaba ante dos túmulos de piedras situados en un bosquecillo de delgados álamos, en lo alto de una montaña barrida por el viento.
El rey Elías miraba el fondo de una copa de vino, con los ojos enrojecidos. Dolor descansaba sobre sus rodillas. La espada gris era algo salvaje que aparentaba dormir…
De repente, Morgenes apareció ante él, envuelto en llamas; y la visión fue como si una lanza de hielo hubiera penetrado en su corazón de dragón. El anciano sostenía un gran libro, y sus labios se movían en angustiosos y silenciosos gritos, como si tratara de avisarle sobre algo…, ten cuidado con el falso mensajero…, ten cuidado.
Los rostros desaparecieron y surgió un último fantasma.
Un muchacho, delgado y desgarbado, recorría un camino a través de oscuros túneles situados bajo la tierra, llorando y arrastrándose por un laberinto, como un insecto atrapado. Cada detalle, cada giro y vuelta que daba, le causaba más dolor.
El chico estaba en la cima de una colina, bajo la luna, mirando lleno de horror a unas figuras de blanco rostro y a una espada gris, pero una oscura nube lo cubrió y lo hundió en las sombras.
El mismo muchacho, ahora mayor, estaba delante de una gran torre blanca. Una luz dorada brillaba en su dedo, aunque él permanecía en una profunda y oscura sombra. Unas campanas repicaban y el techo había ardido…
La oscuridad lo engullía, arrastrándolo hacia otros extraños lugares a los que no quería ir: no hasta que no recordase el nombre de aquella criatura, de aquel desgarbado joven que obraba en la ignorancia. No seguiría adelante; tenía que recordar…
El nombre del muchacho era…, el nombre del muchacho era… ¡Simón!
Simón.
Y entonces se oscureció su visión.
—Seomán —dijo la voz, ahora en voz baja; se dio cuenta de que lo había llamado durante algún tiempo.
Abrió los ojos.
Los colores eran tan intensos que tuvo que volver a cerrarlos de inmediato, cegado por la luz. Unas ruedas plateadas y rojas daban vueltas y giraban ante la oscuridad de sus párpados cerrados.
—Vuelve, Seomán, vuelve y únete a tus compañeros. Te necesitamos.
Medio abrió los ojos, acostumbrándose a la luminosidad. Ahora no había colores, todo era blanco. Gruñó, tratando de moverse, y sintió una terrible debilidad, como si alguna cosa pesada lo mantuviese echado sobre la tierra; al mismo tiempo se sentía tan transparente y frágil como si estuviera hecho de puro cristal. Incluso con los ojos cerrados pensó que sentía la luz atravesándolo y llenándolo de un resplandor que no lo calentaba.
Una sombra cruzó su sensible rostro, como si tuviera un peso tangible. Algo húmedo y frío le tocó los labios. Tragó, sintió un poco de dolor, tosió y volvió a beber. Le parecía que podía notar todos los sabores de los lugares por los que había pasado el agua: el helado pico, la nube de lluvia, la esclusa de la montaña de piedra…
Abrió los ojos un poco más. Todo era blanco de una forma arrolladora, excepto el dorado rostro de Jiriki, que se inclinaba a corta distancia del suyo. Estaba en el interior de una cueva, cuyas pálidas paredes estaban llenas de ceniza excepto en algunos lugares; pieles, grabados de madera y tazones decorados se veían amontonados a lo largo del suelo de piedra. Las pesadas manos de Simón, torpes pero extraordinariamente sensibles, se agarraron a la cobertura de piel y se cerraron sobre la cama de madera en la que estaba tendido. ¿Cómo…?
—Yo… —dijo y volvió a toser.
—Estás dolorido y cansado. Eso era de esperar. —El sitha frunció el entrecejo, pero sus ojos luminosos no cambiaron de expresión—. Hiciste algo terrible, Simón, ¿lo sabes? Has salvado mi vida por segunda vez.
—Mmmmm —la cabeza le respondía tan lentamente como los músculos.
¿Qué era lo que había sucedido? Había una montaña…, la cueva…, y el…
—¡El dragón! —exclamó el muchacho, sobresaltado, y trató de sentarse.
Cuando el cobertor cayó a un lado sintió el frío que hacía en la habitación. La luz pasaba a través de una piel que colgaba al otro extremo de la pieza. Una oleada de vértigo lo dejó sin fuerzas, y empezó a sentir palpitaciones en las sienes. Simón volvió a tumbarse.
—Se ha ido —respondió Jiriki, con parquedad—. Si está vivo o muerto no lo sé, pero se ha ido. Cuando lo atravesaste cayó por encima de ti, hacia el abismo. No pude ver dónde fue a parar entre las nieves y el hielo de allá abajo. Manejaste la espada como un verdadero guerrero, Seomán cabellonevado.
—Yo… —Dio un respingo y volvió a intentarlo, aunque al hablar le dolía el rostro—. No creo… que fuera yo. Espina me utilizó… Creo que quería, ser salvada. Puede parecer una tontería, pero…
—No. Debes de tener razón. Mira. —Jiriki señaló la pared de la cueva que estaba a poca distancia.
Espina descansaba sobre el manto del príncipe, negra y remota como el fondo de un pozo. ¿Podía una cosa así tener vida en sus manos?
—Fue muy fácil traerla hasta aquí —explicó el sitha—. Tal vez era ésta la dirección en que quería ir.
Sus palabras pusieron en movimiento una lenta rueda en el interior del cerebro de Simón.
«La espada quería venir aquí…, pero ¿dónde es aquí? Y cómo conseguimos… ¡Oh, Madre de Dios, el dragón…!».
—¡Jiriki! —boqueó—. ¡Los demás! ¿Dónde están los demás? El príncipe asintió con calma.
—Ah, sí. Hubiera deseado esperar algo más, pero ya veo que no tengo opción. —Cerró sus grandes y brillantes ojos durante unos instantes.
—An’nai y Grimmric murieron. Fueron enterrados en Urmsheim —suspiró e hizo un complicado gesto con las manos—. No sabes lo que significa enterrar juntos a un mortal y a un sitha, Seomán. Se ha hecho en contadas ocasiones, y nunca en los últimos cinco siglos. Las hazañas de An’nai pervivirán hasta el fin del mundo en la Danza de los Años, los anales de nuestro pueblo, y el nombre de Grimmric podrá vivir en ellos. Permanecerán para siempre bajo el Árbol de Udún. —Jiriki cerró los ojos y permaneció en silencio—. Los demás…, bueno, todos han sobrevivido.
Simón sintió que se le atenazaba el corazón, pero apartó los pensamientos de los dos caídos. Miró hacia el techo de la cueva y vio que las líneas que aparecían sobre él eran débiles y borrosos dibujos de grandes serpientes y de bestias de enormes colmillos, que estaban esparcidos por el techo y las paredes. Los vacíos ojos de las criaturas lo turbaron: cuando los observaba con fijeza, parecían moverse.
Volvió a mirar al sitha.
—¿Dónde está Binabik? —preguntó—. Quiero hablar con él. Tuve un sueño muy extraño…, un sueño muy extraño…
Antes de que el príncipe pudiese responder, Haestan asomó la cabeza por la boca de la cueva.
—'Lrey no quiere hablar —dijo, y entonces vio a Simón—. ¡T’as despertado, muchacho! —gritó—. ¡Eso’stupendo!
—¿Qué rey? —inquirió el chico, lleno de confusión—. Espero que no sea Elías.
—No, muchacho —respondió Haestan, moviendo la cabeza—. Después…, después de lo que pasó en la montaña, los gnomos nos encontraron. Has’tado durmiendo algunos días. ‘Tamos en Mintahoq…, en la montaña de los gnomos.
—¿Binabik está con su familia?
—No exactamente. —El hombretón miró a Jiriki, y el sitha asintió—. Binabik y Sludig, los dos, han sido encerrados po’l rey. Algunos dicen que bajo sentencia de muerte.
—¿Qué? ¿Prisioneros? —explotó Simón, después tuvo que volver a echarse hacia atrás cuando una oleada de dolor pareció hacerle estallar la cabeza—. ¿Por qué?
—Sludig, porque es un odiado rimmerio —explicó el príncipe—. Y dicen que Binabik cometió algún terrible crimen contra el rey gnomo. Todavía no sabemos de qué se trata, Seomán cabellonevado.
El joven sacudió la cabeza, lleno de perplejidad.
—Esto es una locura. O estoy loco o todavía estoy soñando. —Se volvió acusadoramente hacia Jiriki—. ¿Por qué me llamáis con ese nombre?
—No… —empezó a decir Haestan, pero el sitha hizo caso omiso de él y sacó de su chaqueta el espejo.
Simón se sentó y lo cogió; los delicados grabados del marco de madera arañaron sus sensibles dedos. El viento aulló en el exterior de la cueva, y el aire frío entró bajo la piel de la entrada.
¿Acaso estaba todo el mundo cubierto de nieve? ¿Podrían escapar alguna vez del invierno?
En otras circunstancias su atención se hubiera dirigido a los rojizos pelos que empezaban a espesarse sobre su rostro, pero ahora fue capturada por la larga cicatriz que empezaba en la mandíbula y le recorría la mejilla hasta su ojo izquierdo. La piel que la rodeaba era lisa y nueva. Se la tocó e hizo un gesto de dolor; después se pasó la mano por la cabellera.
Una larga guedeja de su pelo se había vuelto tan blanca como las nieves de Urmsheim.
—Has sido marcado, Seomán —le dijo Jiriki; levantó una mano y tocó la cicatriz con su largo dedo—. Para bien o para mal, pero has sido marcado.
El muchacho dejó caer el espejo y se cubrió el rostro con ambas manos.