La destrucción
El petirrojo, cuya pechuga anaranjada brillaba como un ascua, estaba posado sobre una de las ramas bajas del olmo. Volvió la cabeza de lado a lado observando el jardín de hierba y gorjeó impaciente, como disgustado al ver todo tan desordenado.
Josua lo siguió con la mirada cuando se alejó volando, primero por encima del muro del jardín y después describiendo un arco para superar velozmente las almenas del bastión interior. Un momento después se había convertido en un punto negro sobre el gris amanecer.
—El primer petirrojo que he visto en mucho tiempo. Tal vez sea un signo de esperanza en este oscuro junen.
El príncipe se giró, sorprendido, y vio a Jarnauga en el sendero, con los ojos fijos en el lugar por donde el pájaro había desaparecido. El anciano, que en apariencia no sentía el frío, únicamente llevaba puestos unos calzones y una fina camisa; sus blancos pies estaban desnudos.
—Buenos días, Jarnauga —saludó Josua, subiéndose el cuello de la capa, como si la insensibilidad del rimmerio incrementase su propio frío—. ¿Qué os trae al jardín a tan prontas horas?
—Este viejo cuerpo necesita muy poco sueño, príncipe —sonrió—. Y debo, pues, preguntaros lo mismo a vos, pero creo que conozco la respuesta.
Josua asintió, taciturno.
—No he podido dormir bien desde que entré por primera vez en los calabozos de mi hermano. Aunque me he sentido mejor a medida que pasaba el tiempo, la preocupación ha ocupado el lugar de las cadenas como impedimento para dormir.
—Existen muchas clases de prisiones —añadió Jarnauga.
Ambos caminaron en silencio durante un rato por entre los setos de los caminos. El jardín había sido en un tiempo el orgullo de lady Vorzheva, y había sido trazado y cuidado bajo sus meticulosas instrucciones —para ser una muchacha criada en una carreta, murmuraban los cortesanos del príncipe, era muy rigurosa en su elegancia—, pero ahora se había deteriorado debido al tiempo, así como a la abundancia de otras preocupaciones.
—Algo en todo esto no tiene sentido, Jarnauga —dijo Josua, rompiendo el silencio—. Lo noto, casi puedo sentirlo, al igual que un pescador puede presentir el tiempo. ¿Qué es lo que está haciendo mi hermano?
—Me parece que hace todo lo que puede para matarnos —replicó el anciano, con una amarga sonrisa en su arrugado rostro—. ¿Es eso lo que «no tiene sentido»?
—No —respondió el príncipe, con seriedad—. No. Ése es el problema. Lo hemos mantenido fuera durante un mes, con grandes pérdidas por nuestra parte: el barón Ordmaer, sir Grimstede, Wuldorcene de Caldsae, así como cientos de fuertes soldados. Pero ya hace casi quince días que intentó un asalto en serio. Desde entonces los ataques han sido… superficiales. No sigue las reglas para mantener un asedio. ¿Por qué? —Se sentó en un banco bajo, y Jarnauga lo hizo junto a él—. ¿Por qué? —repitió.
—Un asedio no siempre se gana por la fuerza de las armas. Tal vez planea hacernos pasar hambre.
—Entonces, ¿por qué molestarse en atacar? Les estamos infligiendo terribles pérdidas. ¿Por qué no se limitan a esperar? Es como si sólo buscase tenernos aquí dentro y mantenerse él fuera. ¿Qué es lo que intenta?
El anciano se encogió de hombros.
—Como ya os he dicho, puedo ver muy lejos, pero el interior del corazón de un hombre está más allá de mi visión. Hemos resistido durante mucho tiempo. Demos las gracias por ello.
—Ya lo hago, pero conozco a mi hermano. No es de los que se sientan armados de paciencia y esperan. Hay algo en el viento, algún plan…
El príncipe dejó de hablar y se quedó sentado, mirando un crecido seto de margaritas. Las flores nunca habían llegado a abrirse y las malas hierbas se erguían insolentes entre los tallos como aves de presa mezcladas entre un rebaño moribundo.
—¿Sabéis?, podía haber sido un magnífico rey —dijo Josua, de repente, como en respuesta a alguna pregunta realizada en silencio—. Hubo un tiempo en que era fuerte y no sólo un matón. Aunque hay que puntualizar que cuando era más joven, en ocasiones se mostró cruel, pero era ese tipo de malicia inocente que demuestran los chicos mayores hacia los pequeños. Me enseñó algunas cosas, como esgrima, lucha. Yo nunca pude enseñarle nada. No se interesaba demasiado por lo que yo sabía.
El príncipe sonrió con tristeza, y durante un instante dio la impresión de que en sus pálidas facciones brillaba la mirada de un niño muy frágil.
—Incluso podíamos haber sido amigos… —Juntó sus largos dedos y se los calentó con la respiración—. Si viviera Hylissa…
—¿La madre de Miriamele? —preguntó Jarnauga.
—Era muy hermosa, una belleza sureña de negro cabello y blancos dientes. Era muy tímida, pero cuando sonreía parecía como si se hubiera encendido una lámpara. Y amó a mi hermano tanto como pudo; pero él la asustaba, tan alto, tan fuerte, y ella tan pequeña…, delgada como un sauce. Daba un salto si alguien la tocaba en el hombro…
El príncipe no dijo nada más, pero siguió sentado, perdido en sus pensamientos. Un apagado sol se abrió paso por entre las nubes del horizonte, llevando un poco de color al entristecido jardín.
—Da la impresión de que pensáis mucho en ella —dijo el anciano, en un tono amable.
—Oh, yo la amaba. —La voz de Josua así lo atestiguaba, y sus ojos permanecieron todavía fijos en las margaritas—. Yo ardía de amor por ella. Le rogué a Dios que me apartase de aquel amor, pero, aunque yo sabía que trataba de hacerlo, seguía permaneciendo en lo más profundo de mi corazón. Mis plegarias no consiguieron nada, y creo que ella también me amaba; yo era su único amigo, me decía a menudo. Nadie la llegó a conocer como yo.
—¿Sospechaba Elías?
—Desde luego. Sospechaba de cualquiera que permaneciese junto a ella en las pompas de la corte, y yo estaba con ella a todas horas. Pero siempre de una forma honorable —añadió precipitadamente, y después se detuvo—. ¿Por qué me preocupa tanto todo eso, incluso ahora? ¡Que Jesuris me perdone, pero desearía haberlo traicionado! —Josua apretó los dientes—. Desearía que hubiera sido mi amante, en lugar de ser la difunta mujer de mi hermano. —Miró acusador el muñón de cicatrizada carne que sobresalía de su manga derecha—. Su muerte pesa sobre mi conciencia como una gran piedra. ¡Fue culpa mía! Dios mío, somos una familia atormentada.
El príncipe se calló al oír los pasos que llegaban por el sendero.
—¡Príncipe Josua! Príncipe Josua, ¿dónde estáis?
—Aquí —respondió con aire distraído.
Un momento después uno de sus guardias se hizo visible al dar la vuelta al muro de setos.
—Mi señor —jadeó, inclinando la rodilla—, ¡sir Deornoth pide que vayáis de inmediato!
—¿Vuelven a atacar las murallas? —preguntó Josua, poniéndose en pie y sacudiendo el rocío de la capa de lana. Su voz sonó muy distante.
—No, sire —contestó el guardia, que abría y cerraba la boca, lleno de excitación, como si fuese un pez—. Se trata de vuestro hermano, quiero decir el rey, sire. Se retira. El asedio ha terminado.
El príncipe dirigió a Jarnauga una perpleja y preocupante mirada mientras corría por el sendero tras el excitado guardia.
—¡El Supremo Rey ha abandonado! —gritó Deornoth cuando Josua subía las escaleras, con el manto hinchándose al viento—. ¡Mirad! ¡Da media vuelta y se va con el rabo entre las piernas!
El capitán se volvió y dio a Isorn una palmada de camaradería en el hombro. El hijo del duque sonrió, pero Einskaldir, que estaba junto a él, miró con fiereza al joven erkyno, por si pensaba repetir algo tan tonto con él.
—Y ahora, ¿qué? —dijo el príncipe, asomándose a las almenas junto a Deornoth.
Justo por debajo de ellos se encontraban los destrozados restos de una parrilla de mineros, evidencia del fútil intento de echar abajo la muralla excavando un túnel bajo ella. El muro se había hundido algunos pies, pero se mantuvo firme. Dendinis lo había construido para que durase años. Los mineros, que habían pegado fuego a los pilares de madera que aguantaban el túnel, habían quedado atrapados a causa de las piedras que ellos mismos habían removido.
A lo lejos se veía el campamento de Elías, un hormiguero de actividad. Las máquinas de asedio que quedaban habían sido amontonadas y destrozadas para que no pudieran ser utilizadas por nadie; las hileras e hileras de tiendas habían desaparecido, como barridas por vientos huracanados. Sonidos apenas audibles —el lejano grito de pastores y el crujir de las ruedas— flotaban en el aire mientras eran cargados los carromatos del Supremo Rey.
—¡Se retira! —exclamó Deornoth con alegría—. ¡Lo hemos conseguido!
Josua movió la cabeza.
—¿Por qué? ¿Por qué lo hace? Apenas ha perdido una ínfima parte de sus tropas.
—Tal vez se haya dado cuenta de lo fuerte que es Naglimund —respondió Isorn.
—Entonces, ¿por qué no espera a que salgamos? —se preguntó el príncipe—. ¡Aedón! ¿Qué es lo que ocurre? No puedo creer que Elías regrese a Hayholt, ¿pero por qué no ha dejado ni siquiera una pequeña fuerza para mantener el asedio?
—Para persuadirnos a salir —dijo Einskaldir, con lentitud—. Para que salgamos a campo descubierto. —Frunció el entrecejo y frotó un grueso pulgar sobre el filo de su espada.
—Podría ser —musitó el príncipe—, pero debería conocerme mejor.
—Josua… —Jarnauga miraba más allá del ejército que se retiraba, hacia la neblina de la mañana que cubría el horizonte del norte—. Hay unas extrañas nubes que se aproximan por el norte.
Los demás miraron en aquella dirección, pero no pudieron ver nada a excepción de la distante linde en donde daba comienzo la Marca Helada.
—¿Qué clase de nubes? —preguntó el noble.
—Nubes de tormenta. Esto resulta muy extraño: no son como ninguna de las que haya podido ver al sur de las montañas.
El príncipe estaba junto a la ventana escuchando el murmullo del viento, con la frente apoyada contra el frío marco de piedra. El desierto patio de abajo aparecía bañado en la luz de la luna y los árboles se mecían al viento.
Vorzheva extendió un blanco brazo por debajo de la colcha forrada de piel.
—¿Qué haces, Josua? Hace frío. Cierra la ventana y regresa a la cama.
El hombre no se volvió.
—El viento va a todas partes —explicó, en voz baja—. No hay nada que pueda mantenerlo fuera, y nada que lo haga quedarse cuando quiere partir.
—Es muy tarde para andar con enigmas, Josua —dijo la mujer, bostezando y mesándose el negro cabello, para extenderlo sobre la almohada como negras alas.
—Tal vez sea demasiado tarde para muchas cosas —replicó el príncipe, y se sentó en el borde de la cama, junto a ella. Su mano acarició el largo cuello, pero siguió mirando hacia la ventana—. Lo siento, Vorzheva. Soy… confuso, ya lo sé. Nunca he sido el hombre adecuado, ni para mis tutores, ni para mi hermano, o mi padre…, ni siquiera para ti. A veces me pregunto si nací en un tiempo al que no pertenezco. —Levantó un dedo para acariciar la mejilla, y la cálida respiración de ella se posó sobre su mano—. Cuando veo el mundo que me ha tocado vivir, sólo siento una profunda soledad.
—¡¿Te sientes solo?! —Vorzheva se sentó en el lecho—. ¡Por mi clan, Josua, eres un hombre cruel! Todavía me castigas por el error que cometí al tratar de ayudar a la princesa. ¿Cómo puedes compartir mi lecho y decir que te sientes solo? Vete, muchachito deprimido, vete a dormir con una de esas jóvenes norteñas, o a la guarida de algún monje. ¡Vete!
La mujer lo golpeó y él atrapó el brazo. Vorzheva era fuerte a pesar de su delgadez, y lo abofeteó dos veces con la otra mano antes de que Josua pudiera sujetarla y echarse sobre ella.
—¡Paz, señora, paz! —exclamó y entonces rió, aunque le ardía el rostro.
La dama frunció el entrecejo y se debatió.
—Tienes razón —dijo el príncipe—. Te he insultado y te pido disculpas. Te pido paz —acabó y se inclinó sobre su cuello para besarla; después volvió a hacerlo sobre la mejilla enrojecida a causa de la furia.
—Acércate lo suficiente y te morderé —siseó la mujer. Su cuerpo temblaba contra el del hombre—. Temía por ti cuando estabas en la batalla, Josua. Temía que murieses.
—Yo también pasé miedo, mi señora. Hay mucho que temer en este nuestro mundo.
—Y ahora te sientes solo.
—Uno puede sentirse solo —respondió el príncipe, ofreciendo su labio para que se lo mordiera— en la mejor de las compañías.
El brazo de Vorzheva, ahora liberado, se cerró alrededor del cuello de Josua para atraerlo más hacia sí. La luz de la luna iluminaba con luz de plata sus cuerpos entrelazados.
Josua dejó caer su cuchara de hueso en el interior del tazón de sopa y observó furioso los pequeños remolinos que se formaron en la superficie del líquido. El comedor hervía de comentarios y voces.
—Así no puedo comer. ¡Debo saber!
Vorzheva comía en silencio, con su habitual buen apetito, y le dirigió una mirada de desasosiego a través de la mesa.
—Sea lo que sea lo que ocurra, mi príncipe —dijo Deornoth, con timidez—, debéis recuperar vuestra fortaleza.
—Necesitaréis hablar a vuestro pueblo, señor —comentó Isorn mientras se introducía un trozo de pan en la boca—. Está intranquilo y perplejo. El rey se ha ido. ¿Por qué no celebrarlo?
—¡Sabéis demasiado bien por qué no! —contestó Josua, y levantó la mano para llevársela a la dolorida sien—. Con toda seguridad podéis creer que todo esto es una especie de trampa. ¿Pensáis acaso que Elías abandonaría tan fácilmente?
—Supongo —manifestó Isorn, aunque no parecía muy convencido— que eso no es lo que cree la gente que ha invadido el bastión interior como ganado… —y señaló con una larga mano a los hombres apiñados que se agolpaban alrededor de la mesa del príncipe, la mayor parte de ellos sentados en el suelo o apoyados contra la pared del comedor, asientos buenos para cualquiera menos para los nobles—, y no lo entenderán así. Probad con uno que haya pasado un infernal invierno en Elvritshalla, —Isorn dio otro gran bocado al pan.
Josua suspiró y se volvió a Jarnauga. El anciano, cuyos extraños tatuajes de serpientes parecían moverse a causa de la luz de las lámparas, se encontraba inmerso en una conversación con el padre Strangyeard.
—Jarnauga —dijo el príncipe—, dijisteis que deseabais hablarme sobre el sueño que habíais tenido.
El viejo rimmerio se excusó con el sacerdote.
—Sí, mi señor —respondió, acercándose más a él—, pero tal vez deberíamos esperar hasta que podamos hablar en privado. —Inclinó la cabeza como escuchando el barullo existente en el comedor—. Nadie puede hablar aquí con tranquilidad aunque se meta bajo la mesa. —El rimmerio compuso una sonrisa helada.
»He vuelto a tener sueños —anunció, finalmente, con ojos que brillaban como gemas bajo las cejas—. No tengo poder para convocarlos, pero a veces se manifiestan. Algo le ha ocurrido al grupo que enviamos a Urmsheim.
—¿Algo? —El rostro de Josua se ensombreció.
—Sólo fue un sueño —insistió Jarnauga, a la defensiva—, pero sentí una gran ruptura, dolor y terror, y oí que el muchacho Simón gritaba…, gritaba de miedo y furor…, y algo más…
—¿La tormenta que visteis esta mañana puede haber sido la causa de lo que les haya sucedido? —preguntó el príncipe con tristeza, como si escuchase malas noticias largo tiempo esperadas.
—No lo creo. Urmsheim se encuentra situado en una cordillera más hacia el este, detrás del lago Drorshull y al otro lado de la Tierra Baldía.
—¿Están vivos?
—No tengo manera de saberlo. Sólo fue un sueño, uno muy extraño.
Más tarde caminaban en silencio por las altas murallas del castillo. El viento había hecho desaparecer las nubes y la luna teñía el desierto pueblo con colores de hueso y pergamino.
Miró al negro cielo norteño y Josua exhaló una voluta de vapor.
—Así pues, incluso la débil esperanza de Espina se ha desvanecido.
—Yo no dije eso.
—No tuvisteis que decirlo. Supongo que tanto vos como Strangyeard no habéis descubierto lo que le ocurrió a Minneyar, la espada de Fingil.
—Debo contestaros negativamente y con tristeza.
—Entonces no hace falta nada más para asegurar nuestra caída. Dios nos ha jugado una mala pasada… —El príncipe dejó de hablar cuando el anciano lo cogió del brazo.
—Mi señor —dijo Jarnauga, mirando con los ojos entrecerrados hacia el horizonte—, me convencisteis de que no había que burlarse de los dioses, incluso de los que no eran los propios. —Su voz le parecía vieja y cansada por primera vez.
—¿Qué queréis decir?
—¿Os preguntáis qué más se puede hacer contra nosotros? —rezongó con amargo humor el anciano—. Las nubes de tormenta, esas nubes negras que se ven al norte, se dirigen hacia nosotros, y con mucha rapidez.
El joven Ostrael de Runchester permanecía estremeciéndose en la muralla y reflexionaba sobre lo que en una ocasión le había dicho su padre:
«Está bien servir al príncipe. Podrás ver’n poco de mundo como soldado, muchacho —le había dicho Firsfram, depositando su rugosa mano de labrador sobre el hombro del chico, mientras su madre, con los ojos enrojecidos, los observaba en silencio—. Tal vez puedas ir’las islas del sur, o’nel camino de Nabban, y librarte d’este maldito viento de la Marca Helada».
Su padre ya no estaba. Desapareció durante el último invierno, devorado por los lobos durante el terrible y frío decimbre…, por los lobos o alguna otra cosa, ya que nunca se encontraron sus restos. El hijo de Firsfram, sin haber probado todavía las delicias de la vida sureña, estaba sobre la muralla, expuesto al viento helado, y sintió que el frío le penetraba hasta el corazón.
La madre y las hermanas de Ostrael también se encontraban refugiadas abajo, entre otros cientos de desposeídos, en barracones construidos rápidamente en el interior de los fuertes bastiones de Naglimund. Los muros de la fortaleza resultaban una protección contra el viento mucho más adecuada que el lugar en que estaba encaramado Ostrael, pero ni siquiera las paredes de piedra, por muy espesas que fueran, podrían detener la horrible música de la tormenta que se aproximaba.
Sus ojos se dirigían, llenos de miedo, pero sin poder resistirlo, hacia el oscuro borrón que se aproximaba por el horizonte, extendiéndose como si fuese tinta gris mezclada con agua. Era una mancha, un espacio vacío, como si alguien hubiese borrado la realidad. Había un lugar en el que el cielo parecía inclinarse, de donde salían las nubes como humo de una chimenea en una lenta espiral similar a la cola de un torbellino. De vez en cuando se observaban brillantes chisporroteos de luz que recorrían la parte superior de la tormenta. Y siempre, siempre, se escuchaba el horrible sonido de tambores, distante como el salpicar de la lluvia sobre un grueso tejado, insistente como el castañear de los dientes de Ostrael.
El aire caliente y las colinas de Nabban moteadas por la escasa luz del sol le recordaban al hijo de Firsfram las historias del Libro que contaban los sacerdotes, un retazo de imaginario consuelo por el que dejarse arrastrar para esconder el terror de la muerte ineludible.
La tormenta se acercaba, acompañada de tambores, como un avispero enloquecido.
La linterna de Deornoth parpadeó al ser expuesta al viento, que parecía arreciar, y casi llegó a apagarse; la protegió con su capa hasta que la llama volvió a arder de forma continua. Tras él, Isorn, hijo de Isgrimnur, miraba hacia la fría oscuridad entrecruzada de relámpagos.
—¡Por Dios! Está tan oscuro como si fuese de noche —gruñó el capitán—. Apenas es un poco más tarde del mediodía y no puedo ver casi nada.
Isorn abrió la boca, con el rostro súbitamente iluminado, pero no dijo nada. Su mandíbula se cerró.
—Todo irá bien —musitó Deornoth, asustado por el miedo que reflejaba el rostro del joven rimmerio—. Sólo se trata de una tormenta, algún sucio truco de Pryrates… —añadió, pero ni él mismo lo creía.
Las negras nubes que ocultaban el sol, inundando en la oscuridad al mundo, traían con ellas una amenaza que presionaba todo su ser, como la tapa de piedra de un ataúd. ¿Qué clase de hechizo de mago podía ser ése? ¿Qué mera brujería podía llegar a tirar una lanza de hielo y clavarla en su interior de aquella manera?
La tormenta se abría paso hacia ellos como un grumo de oscuridad que se extendía más allá de las murallas del castillo, amenazando las más altas almenas e iluminada con el chisporroteo azulado de los relámpagos. El pueblo y los campos parecieron dar un salto en busca de alivio, pero enseguida se vieron inmersos en las sombras. El retumbar de los tambores lanzaba sus ecos contra las murallas.
Cuando un relámpago cruzó el cielo, tratando de imitar la desaparecida luz del sol, Deornoth vio algo que lo hizo volverse y agarrar el ancho brazo de Isorn con tanta fuerza que el rimmerio hizo una mueca de dolor.
—Dile al príncipe que venga —ordenó el joven capitán, y su voz sonó hueca.
El muchacho miró hacia el cielo y el miedo supersticioso que le inspiraba la tormenta se vio sobrepasado por las extrañas maneras de Deornoth. El rostro del joven caballero se había aflojado y vaciado como un saco vacío y las uñas de sus manos hicieron manar la sangre del brazo de Isorn.
—¿Qué…, qué ocurre?
—Dile al príncipe que venga —repitió—. ¡Ahora!
El rimmerio dirigió una última mirada a su amigo, hizo la señal del Árbol y se lanzó a la carrera por las almenas en dirección a las escaleras.
Entumecido y pesado como el plomo, Deornoth se quedó mirando a la lejanía y deseó haber muerto en la colina de Lomo de Toro —incluso sin honor— antes que ver lo que había ante él.
Cuando Isorn volvió con el príncipe y con Jarnauga, el capitán todavía mantenía fija la mirada en el exterior. No hubo necesidad de preguntarle por lo que había visto, ya que los relámpagos lo iluminaban todo.
Un gran ejército se acercaba a Naglimund. Entre la niebla creada por la tormenta se veía un gran bosque erizado de lanzas. Una galaxia de brillantes ojos refulgía en la oscuridad. Los tambores volvieron a hacerse oír, como truenos, y la tormenta se aposentó sobre el castillo y el pueblo, como una gran tienda hinchada de lluvia, negras nubes y espesa niebla.
Los ojos miraban hacia las murallas, miles de ellos, y todos llenos de fiera determinación. Blancos cabellos eran mecidos por el viento, estrechos rostros blancos miraban hacia arriba desde sus oscuros yelmos, hacia las murallas de Naglimund. Las puntas de las lanzas volvieron a refulgir en el siguiente relámpago. Los invasores miraron hacia arriba en silencio, como un ejército de espíritus, pálidos y cegadores, etéreos como el brillo de la luna. Los tambores latieron. En la niebla aparecían otras sombras aun más grandes: formas gigantescas que vestían armadura y que llevaban grandes palos curvados. Los tambores volvieron a repicar y después quedaron silenciados.
—Misericordioso Aedón, concédeme el descanso eterno —rogó Isorn—. En vuestros brazos dormiré, sobre vuestro seno…
—¿Quiénes son, Josua? —preguntó Deornoth, con tranquilidad, como si tan sólo sintiese curiosidad.
—Las Zorras Blancas…, las nornas —respondió el príncipe—. Son los refuerzos de Elías. —Levantó la mano con cansancio, como para apartar de su vista la espectral legión—. Son las criaturas del Señor de Tormenta.
—¡Eminencia, por favor! —El padre Strangyeard tiró del brazo del anciano, al principio sin brusquedad, después con más fuerza.
El obispo estaba arrodillado en el banco como un caracol, como una pequeña forma en la oscuridad del jardín.
—Debemos rezar, Strangyeard —repitió con tozudez Anodis—. Arrodillaos.
El martilleante sonido de la tormenta se intensificaba. El archivador sintió la necesidad de correr hacia alguna parte, hacia cualquier sitio.
—Ésta no es…, no es una penumbra natural, obispo. Debéis entrar, por favor.
—Sé que no debería estar aquí. Le dije al príncipe Josua que no se resistiese al legítimo rey —añadió Anodis, en tono de queja—. Dios está furioso con nosotros y debemos rezar para que nos sea mostrado el verdadero camino…, debemos recordar su martirio en el Árbol… —concluyó y sacudió la mano, como para espantar moscas.
—¿Esto? Esto no es obra de Dios —replicó Strangyeard, con una mueca en su rostro normalmente amable—. Esto es obra de vuestro «legítimo rey», de él y de su hechicero personal.
El obispo no le hizo ningún caso.
—Bendito sea Jesuris —balbuceó, arrastrándose lejos del sacerdote, hacia el sombrío seto de mafoilas—. Vuestros humildes siervos se arrepienten de sus pecados. Hemos desobedecido vuestra voluntad y al hacerlo hemos desencadenado vuestra justa ira…
—¡Obispo Anodis! —gritó Strangyeard, con nerviosa exasperación, dando un paso para seguirlo; luego se detuvo, lleno de sorpresa.
Un denso frío pareció descender de repente sobre el jardín. Un instante después, mientras el encargado de los archivos se estremecía, cesaron los tambores.
—Algo…
El viento helado sacudió la capucha de Strangyeard en su rostro.
—¡Oh, sí, hemos pecado mucho con nuestra arrogancia, somos merecedores de castigo! —exclamó Anodis, gateando a través del seto de mafoilas—. Os pedimos…, os… pedimos… —Dejó de hablar, y sus últimas sílabas fueron pronunciadas en un tono extrañamente agudo.
—¿Obispo?
Un súbito movimiento empezó a apreciarse en lo profundo del seto. Strangyeard vio aparecer el rostro del anciano, con la boca abierta. Algo lo agarró y la tierra dio la impresión de saltar a su alrededor, oscureciendo lo que ocurría en la vegetación. El anciano gritó.
—¡Anodis! —llamó Strangyeard, adentrándose en los setos—. ¡Obispo!
El grito dejó de oírse y el sacerdote se detuvo un instante después, junto a la forma retorcida de su interlocutor. Lentamente, como si mostrase el fin de algún elaborado truco, el obispo rodó a un lado.
Una parte de su rostro aparecía bañada en sangre. Una negra cabeza salía del suelo junto al cuerpo inerte, como una muñeca que hubiera sido tirada por una niña. La cabeza, que masticaba con rapidez, se volvió hacia Strangyeard. Los diminutos ojos eran tan claros como pasas blanqueadas y los pelos de la cara brillaban con la sangre del obispo. Sacó una mano de largos dedos del agujero para tirar del cuerpo y acercárselo, y entonces dos cabezas más surgieron junto a la ya visible. El archivador retrocedió un paso. Un grito se había alojado en su garganta y le pesaba como una losa. El suelo volvió a sufrir una convulsión, ahora generalizada por todas partes. Pequeñas cabezas se meneaban aquí y allá como hocicos de topos que hubiesen perforado el suelo.
Strangyeard tropezó cuando retrocedía y cayó al suelo. Trató de arrastrarse hasta el sendero, con la certeza de que en cualquier momento una pegajosa mano lo agarraría por el tobillo. Tenía la boca torcida en un rictus de horror, pero no podía gritar. Había perdido las sandalias entre los arbustos, y, una vez alcanzado el camino y puesto en pie, corrió por él hacia la capilla sobre unos silenciosos y descalzos pies. El mundo parecía hundido en el silencio; aquello lo ahogaba y le estrujaba el corazón. Incluso el portazo que dio una vez en el interior de la capilla sonó apagado. Mientras buscaba a tientas el cerrojo, una cortina de color gris apareció ante sus ojos y el sacerdote cayó ante ella como en un blando lecho.
Las llamas de incontables antorchas brillaban entre las nornas como flores en un campo de amapolas, convirtiendo los horribles rostros en siluetas escarlatas y añadiendo un elemento grotesco a la estatura de los Hunën con armadura que se erguían tras ellas. Los soldados que se encontraban en las murallas del castillo sólo miraban hacia abajo con un espantoso silencio.
Cinco fantasmales figuras montadas en caballos de una palidez extrema, como si fuesen transparentes, se abrieron paso por el corredor que se abría entre los atacantes y las murallas de la fortaleza. La luz de las antorchas formaba caprichosas sombras sobre sus blancas capuchas, y la roja pirámide del Pico de las Tormentas brillaba en los grandes y rectangulares escudos. El miedo parecía rodear a aquellos encapuchados como una nube que cubría a todos los que los miraban. Los observadores que permanecían en la muralla sintieron que una terrible debilidad se abría camino en ellos.
El jefe de los jinetes levantó su lanza; los cuatro que permanecían tras él hicieron lo mismo. Los tambores redoblaron tres veces.
—¿Dónde está el señor de Ujin e-d’a Sikhunae, «La Trampa que atrapa al cazador»? —La voz del primer jinete fue un gemido burlón, como el del viento al atravesar un largo desfiladero—. ¿Dónde está el señor de la Casa de los Mil Clavos?
La tormenta que pendía sobre ellos pareció reposar durante unos instantes antes de que se oyese la contestación.
—Aquí estoy —se adelantó Josua, que era una delgada sombra en lo alto del torreón de la entrada—. ¿Qué busca en mi puerta una tan extraña banda de viajeros? —preguntó con voz pausada, pero en la que podía apreciarse un ligero temblor.
—Hemos…, hemos venido para ver cómo se habían oxidado los clavos mientras nosotros nos hemos hecho fuertes. —Las palabras llegaron lentamente, forzadas, como si el jinete no estuviera acostumbrado a hablar—. Hemos venido, mortal, para tomar lo que es nuestro. Esta vez será la sangre de los hombres la que será vertida en el suelo de Osten Ard. Hemos venido a hundir tu casa ante tus propios ojos.
El impecable poder y el odio que se apreciaban en la voz hueca eran tales que muchos soldados gritaron y empezaron a abandonar las murallas para descender hacia el patio. Mientras Josua permanecía en lo alto de la puerta, sin decir nada, un grito sobresalió por encima de los asustados murmullos y gruñidos de los naglimundos.
—¡Excavadores! ¡Hay excavadores en el interior de las murallas! El príncipe se dio la vuelta al observar un movimiento a su lado. Era Deornoth, que llegaba junto a él sobre temblorosas piernas.
—Los jardines de la fortaleza están llenos de bukken —dijo el caballero.
Sus ojos se abrieron todavía más cuando miró hacia abajo, a los jinetes blancos.
Josua dio un paso hacia adelante.
—Habláis de venganza —le gritó a la pálida multitud de abajo—, ¡pero eso es una mentira! Habéis venido por petición del Supremo Rey, de Elías…, un mortal. Servís a un mortal como si fueseis una paloma amaestrada. Venid, pues, ya que así lo queréis. ¡Os daréis cuenta de que no todos los clavos de Naglimund están oxidados y de que todavía resta una clase de hierro que puede matar a los sitha!
Un rasgado grito de apoyo se elevó de los soldados que todavía permanecían en las murallas. El primer jinete hizo que su caballo diese un paso.
—¡Somos la Mano Roja! —Su voz era tan fría como el granizo—. ¡No servimos a nadie más que a Ineluki, el Señor de las Tormentas! ¡Nuestras razones son asunto nuestro…, como tu muerte lo será tuyo!
Agitó la lanza por encima de la cabeza y los tambores volvieron a redoblar. Unos cuernos estridentes se dejaron oír junto al martillear de los instrumentos.
—¡Traed los carromatos! —gritó Josua desde el techo del torreón de la entrada—. ¡Obstruid el paso! ¡Van a tratar de tirar la puerta abajo!
Pero en lugar de traer un ariete para destrozar el acero y la madera de la puerta, las nornas permanecieron en silencio, observando cómo los cinco jinetes cabalgaban hacia adelante. Uno de los guardias que estaba sobre las almenas disparó una flecha, que fue seguida de una veintena más, pero al alcanzar a los jinetes pasaron a través de sus cuerpos, sin que aquéllos titubearan ni un instante.
Los tambores redoblaron con furia, gaitas y extrañas trompetas rugieron y rechinaron. Los jinetes desmontaron y aparecían y desaparecían en medio de relámpagos mientras daban las últimas zancadas que los separaban de la puerta. Con una pavorosa intencionalidad, el líder se quitó la capa encapuchada. Una luz escarlata pareció derramarse sobre él. Mientras la apartaba de sí, fue como si se volviese del revés; de pronto todo su cuerpo se convirtió en una inmaterial y ardiente llama roja. Los otros hicieron lo mismo. Cinco seres de movedizas y parpadeantes formas se revelaron ante ellos, más grandes que antes, con la altura de dos hombres, sin rostro y ondeando como una ardiente y rojiza seda.
Una negra boca se abrió en el rostro carente de ojos del cabecilla cuando levantó los brazos hacia la puerta y descansó sus manos en llamas sobre ella.
—¡Muerte! —bramó, y su voz pareció sacudir los cimientos de las murallas.
Los goznes de hierro empezaron a iluminarse con una apagada luz anaranjada.
—Hei ma’akajao-zha!
Las inmensas puertas ennegrecieron y empezaron a humear. Josua cogió al enmudecido Deornoth del brazo y descendió del torreón de la entrada.
—T’si anh pra INELUK!
Cuando los soldados del príncipe volaron, gritando, escaleras abajo, surgió un estallido de luz, acompañado de un ensordecedor crujido que sobresalió por encima del redoblar de los tambores; la poderosa puerta estalló y sus restos humeantes se esparcieron alrededor. Los fragmentos cayeron como una mortífera lluvia al tiempo que la muralla se venía abajo a ambos lados y aplastaba a los hombres que habían tratado de huir.
Las acorazadas nornas penetraron por la humeante brecha abierta en los muros. Algunas de ellas llevaban largos tubos de madera o hueso de cuyos extremos salía fuego. Horribles llamaradas provenientes de los tubos convertían a los soldados que huían en aullantes antorchas. Gigantescas y oscuras formas se abrieron camino entre los escombros: los Hunën, agitando largos palos tachonados de clavos aullaban como osos enloquecidos aplastando todo lo que encontraban a su paso. Los cuerpos destrozados de los hombres volaban ante ellos como en un juego de bolos.
Algunos de los soldados de Josua, que habían hecho acopio de valor para resistir todo aquel horror, se dieron la vuelta y lucharon. Un gigante cayó al suelo con dos lanzas clavadas en el abdomen, pero un momento después los lanceros fueron abatidos por las flechas de blanca pluma de las arqueras nornas. Las pálidas atacantes entraban por la brecha del muro como gusanos, llenando la noche de gritos.
Deornoth arrastró a un tambaleante Josua hacia el bastión interior. La cenicienta cara del príncipe estaba humedecida a causa de las lágrimas y la sangre.
—Elías ha afilado los dientes del dragón… —Se quedó sin habla mientras Deornoth tiraba de él por encima de un gorgoteante soldado.
El capitán creyó reconocer al joven lancero Ostrael, que había estado de centinela cuando fueron a parlamentar con el rey, enterrado bajo los cuerpos retorcidos de una veintena de excavadores.
—¡Mi hermano ha plantado las semillas para la destrucción y muerte de todos los hombres! —despotricó Josua—. ¡Está loco!
Antes de que Deornoth pudiera replicar —¿y qué réplica, se preguntó, podría hacer?—, dos soldados nornas, con los ojos ardiendo como brasas en el interior de las rendijas de los yelmos, dieron la vuelta a la esquina del bastión inferior arrastrando a una muchacha que chillaba. Al ver a Deornoth, una de ellas siseó algo, después cogió su delgada y negra espada y hundió el filo en la garganta de la muchacha, que cayó, retorciéndose, tras ellas.
El capitán sintió que la bilis le subía a la boca y se lanzó contra ellas, con la espada en las manos. El príncipe llegó antes que él. Naidel, su espada, brilló como los relámpagos que iluminaban el negro cielo de la tarde, ¡aunque había pasado muy poco tiempo desde el mediodía!
«Ha llegado la hora —pensó, con rabia. El acero entrechocó contra la madera embrujada—. Debemos batirnos con honor. Aunque no haya nadie para verlo… Dios lo verá…».
Los blancos rostros, odiosos y llenos de odio a su vez, giraron ante sus ojos llenos de gotas de sudor.
Ningún sueño sobre el Infierno, ningún pasaje en sus libros, ni las advertencias de sus maestros aedonitas podían preparar al padre Strangyeard para el averno de locura en que se había convertido Naglimund. Los relámpagos chisporroteaban a través del aire, los truenos rugían y las voces unidas de asesinos y víctimas se elevaban hacia los cielos como el balbuceo de los condenados. A pesar del viento y de las torrenciales lluvias, los incendios se abrían paso en la oscuridad, matando a muchos que se habían escondido, tras recias puertas, de la locura que imperaba en el exterior.
Cojeando por las sombras de los pasillos interiores, vio a nornas que saltaban a través de las destrozadas ventanas de la capilla. Se quedó paralizado, sin poder hacer nada, cuando cogieron al pobre hermano Eglaf, que permanecía arrodillado, sumido en sus plegarias, ante el altar. Strangyeard no pudo quedarse a observar el horror que le sobrevendría ni ayudar a su compañero ante Dios. Se deslizó hacia el exterior con los ojos llenos de lágrimas y con el corazón destrozado, y se dirigió hacia el bastión interior, a las habitaciones del príncipe.
Escondido entre los oscuros setos vio cómo el recio Ethelferth de Tinsett y dos de sus guardias eran aplastados hasta convertirse en pulpa bajo la porra de un gigante.
Observó, lleno de temblores, cómo se desangraba hasta morir, erguido, el jefe de la guarnición, lord Eadgram, rodeado de los viscosos excavadores.
Vio a una de las damas de la corte mientras era descuartizada miembro a miembro por otro de los peludos Hunën mientras otra mujer se acurrucaba en el suelo, a no mucha distancia, con una mirada impregnada de locura.
Por todo el castillo podían verse reflejadas miles de veces esas tragedias; era una pesadilla que parecía no tener fin.
Elevó una quejumbrosa plegaria a Jesuris, con la certeza de que el rostro de Dios se había apartado de los dolores agónicos de Naglimund; pero a pesar de todo oró, desesperado y apasionado, mientras se escabullía por la parte delantera del bastión interior. Dos chamuscados caballeros sin yelmo permanecían allí, ante la puerta, entre un revoltijo de cuerpos, con los ojos blancos. Le costó unos instantes reconocer a Deornoth y al príncipe. Todavía le costó más convencerlos para que lo siguiesen.
Había más calma en el laberinto de pasillos de la residencia del príncipe. Sin embargo, las nornas ya habían penetrado en él; unos cuantos cuerpos destrozados aparecieron junto a las paredes o diseminados por el suelo. Pero la mayoría de la gente había huido hacia la capilla o al refectorio, y las nornas no se habían quedado para buscarlos. Eso llegaría más tarde.
Isorn quitó la barra que cerraba la puerta al oír la voz de Josua, que así se lo pidió. El hijo de Isgrimnur, junto con Einskaldir y un puñado de soldados erkynos y rimmerios conformaban la guardia de lady Vorzheva y la duquesa Gutrun. También se habían refugiado allí algunos cortesanos, Towser y Sangfugol entre ellos.
Mientras el príncipe se deshacía fríamente del sollozante abrazo de Vorzheva, Strangyeard descubrió a Jarnauga tendido en el camastro que había en un rincón; un vendaje empapado de sangre le rodeaba la cabeza.
—El techo de la biblioteca se cayó —explicó el viejo rimmerio, sonriendo con amargura—. Me temo que las llamas han acabado con todo.
Para el padre Strangyeard eso fue, en cierto modo, lo peor de todo. Explotó en lágrimas, las cuales caían incluso por debajo de su negro parche.
—Peor…, podía haber sido peor —pudo decir, entre sollozos—. Podíais haber desaparecido con todo ello, amigo mío. Jarnauga sacudió su blanca cabeza y se quejó.
—No. Todavía no, aunque la hora está cerca. Sólo salvé una cosa —añadió, y sacó de sus ropajes el maltrecho rollo de escritos de Morgenes, con la página superior manchada de sangre—. Pude salvarlo. Espero que nos sirva de algo.
Strangyeard cogió los escritos con extremo cuidado y los ató con una cuerda que encontró sobre la mesa de Josua; luego los deslizó en el bolsillo interior de su hábito.
—¿Podéis poneros en pie? —le preguntó.
El anciano asintió, y el sacerdote lo ayudó a incorporarse.
—Príncipe Josua —dijo Strangyeard, sujetando a Jarnauga por el codo—. He pensado en algo.
El noble se volvió, abandonando la conversación que mantenía con Deornoth y los demás para mirar con impaciencia al encargado de la biblioteca.
—¿Qué es ello?
Con las cejas parcialmente quemadas, la frente de Josua parecía más prominente que nunca, como un pálido promontorio bajo el desordenado cabello.
—¿Deseáis que os construya una biblioteca? —inquirió; después se apoyó cansinamente contra la pared mientras aumentaba el estrépito proveniente del exterior—. Lo siento, Strangyeard, perdonadme. Acabo de decir una tontería. ¿Qué es lo que se os ha ocurrido?
—Existe una salida.
Al oír aquellas palabras, algunos de los sucios y desesperados rostros se volvieron hacia él.
—¿Qué? —preguntó el príncipe, echándose hacia adelante para mirarlo con fijeza—. ¿Debemos salir por la puerta? He oído que la abrieron para nosotros.
El sentido de la urgencia que tenía Strangyeard le dio suficiente fuerza como para pasar por alto aquellas palabras.
—Hay un pasadizo secreto que conduce fuera del cuarto de guardia, por la puerta oriental —explicó—. Lo sé porque durante meses me habéis visto mirando los planos de Dendinis, preparando el asedio. —Pensó en los irreemplazables rollos de pergamino marrón, cubiertos por la borrosa tinta de los cuidadosos apuntes de Dendinis, ahora convertidos en ceniza, achicharrados entre los escombros de la biblioteca, y eso le hizo derramar más lágrimas—. Si…, si pudiéramos llegar ahí conseguiríamos escapar por la Escalera, hacia las colinas Wealdhelm.
—¿Y una vez allí, qué? —inquirió Towser, en tono quejumbroso—. ¿Moriremos de hambre en las montañas? ¿Ser devorados por los lobos del Viejo Bosque?
—¿Acaso preferirías ser devorado aquí y ahora por seres más desagradables? —le replicó Deornoth.
El corazón del caballero se había acelerado al escuchar las palabras del monje; el débil regreso de un hálito de esperanza se le hacía incluso doloroso, pero lo arrastraría todo con tal de salvar al príncipe.
—Tendremos que luchar para abrirnos camino —intervino Isorn—. Ya puedo oír cómo las nornas han invadido la residencia, y con nosotros hay mujeres y algunas criaturas.
Josua miró alrededor de la habitación a una veintena de cansadas y asustadas faces.
—Es mejor morir en el exterior que ser quemados vivos aquí —dijo al fin. Levantó la mano en un gesto que podía significar una bendición o resignación—. Hagámoslo con rapidez.
—Una cosa más, mi señor —al oírlo, el príncipe se dirigió hacia donde se encontraba el sacerdote, ayudando al herido Jarnauga—. Si podemos llegar hasta la puerta del túnel —murmuró Strangyeard, en voz baja—, todavía tendremos que resolver otro problema. Fue construido para la defensa, no para escapar. Se puede abrir o cerrar desde el interior, con la misma facilidad.
Josua se limpió la ceniza de la ceja.
—¿Tratáis de decir que debemos encontrar la forma de cerrarlo tras nosotros?
—Sí, si queremos tener alguna esperanza de escapar con vida.
El príncipe suspiró. De un corte que le cruzaba el labio brotó sangre sobre la barbilla.
—Dirijámonos hacia la puerta ahora mismo; después ya haremos lo que tengamos que hacer.
Salieron a través de la puerta súbitamente y sorprendieron a dos nornas que esperaban en el pasillo. Einskaldir hundió su hacha en el casco de la más cercana, lo que provocó que el oscuro corredor se llenase de chispazos. Antes de que la otra pudiera hacer algo más que levantar su corta espada, fue atravesada por Isorn y por uno de los soldados de Naglimund. Deornoth y el príncipe dieron prisa a los cortesanos para que avanzasen hacia afuera.
La mayor parte del estruendo había disminuido. Sólo se oían algunos gritos de dolor o cantos de triunfo que flotaban a través de los vacíos pasillos. El humo, que irritaba los ojos, las llamas y las canciones de las nornas conferían a la residencia el aspecto de algún terrible inframundo, de algún laberinto al borde del Gran Pozo.
En las desoladas ruinas de los jardines del castillo fueron asaltados por los diminutos excavadores. Uno de los soldados cayó muerto con un cuchillo bukken clavado en su espalda. El resto del grupo, sin embargo, logró desembarazarse de los demás, aunque una de las sirvientas de Vorzheva fue arrastrada, entre chillidos, hacia una hendedura abierta en la negra tierra. Deornoth se lanzó hacia aquel lugar para intentar salvarla y empaló a un cuerpo que se retorció en el extremo de su espada, pero la muchacha ya había desaparecido. Únicamente su delicada zapatilla, tirada sobre el fango, mostraba que había existido.
Dos de los gigantescos Hunën habían descubierto las bodegas del castillo y luchaban, ebrios, por la posesión del último barril ante el barracón de la guardia del bastión interior, golpeándose con furia. El brazo de uno de los gigantes colgaba a un lado y el otro tenía una herida tan terrible en la cabeza que una parte de la piel colgaba, deshecha, y su rostro estaba bañado en sangre. Aun así seguían peleando, gruñendo en su incomprensible lenguaje entre los restos de destrozados barriles y los cuerpos de los defensores de Naglimund.
Agachados sobre el fango, en la orilla del jardín, Josua y Strangyeard trataban de ver algo a través de la lluvia torrencial.
—El barracón de la guardia está cerrado —dijo el príncipe—. Tenemos que conseguir llegar allí a través del patio, pero si está cerrado desde dentro nos encontraremos atrapados. Nunca conseguiríamos abrirlo a tiempo.
Strangyeard se estremeció.
—Aunque lo hiciésemos, después no…, no conseguiríamos cerrarlo tras de nosotros.
Josua miró a Deornoth, que no dijo nada.
—Pero —siseó el primero— es por lo que hemos venido. Debemos correr.
Cuando hubieron reunido al pequeño grupo, empezaron a avanzar. Los dos Hunën, uno de los cuales tenía sus grandes dientes hundidos en la garganta de su congénere, rodaban por el suelo, todavía enzarzados en una pelea, a imitación de los dioses más primitivos. Ajenos a los humanos que pasaban junto a ellos, uno de los monstruos estiró una pierna en un paroxismo de dolor y golpeó al arpista Sangfugol, que rodó por los suelos. Isorn y el viejo Towser retrocedieron a todo correr y lo ayudaron a incorporarse, oyendo un chillido proveniente del otro lado del patio.
Una docena de nornas, dos de ellas montadas en altos caballos blancos, se volvieron al oír la llamada de su compañero. Vieron el grupo del príncipe y dieron un grito inmediatamente; picaron espuelas hacia ellos y galoparon junto a los ahora inconscientes gigantes.
Isorn llegó a la puerta y la abrió. Cuando la aterrorizada comitiva empezó a entrar, el primer jinete ya estaba sobre ellos, con un gran yelmo sobre la cabeza y una lanza en las manos.
El barbado Einskaldir se lanzó hacia el jinete con un aullido propio de un perro acorralado; logró esquivar la lanza para, a continuación, saltar sobre el costado de la norna. Agarró su abultada capa con las manos y tiró de ella; la echó al suelo y a su enemigo tras ella. El caballo, por su parte, resbaló sobre los guijarros mojados. Arrodillándose sobre la norna caída, Einskaldir hundió su hacha con fuerza en dos ocasiones. Ciego a todo lo que ocurría a su alrededor, hubiera sido atravesado por la lanza de la segunda norna, pero Deornoth levantó y lanzó la tapa de un barril despedazado, con lo que golpeó al jinete y lo hizo caer del caballo sobre uno de los setos. Las tropas que llegaban a pie casi estaban sobre ellos cuando el capitán arrastró a un enloquecido Einskaldir, alejándolo del cuerpo lleno de hachazos.
Consiguieron entrar por la puerta apenas unos instantes antes de la llegada de sus perseguidores, e Isorn y dos de los perseguidos la cerraron de un golpe. Las lanzas se estrellaron contra la gruesa madera; un segundo después una de las nornas lanzaba una llamada con aguda y estridente voz.
—¡Hachas! —exclamó Jarnauga—. Conozco lo suficiente de la lengua Hikeda’ya como para saber lo que ha dicho. Han ido a buscar hachas.
—¡Strangyeard! —gritó Josua—. ¿Dónde está el maldito pasadizo?
—Está… está muy oscuro —tartamudeó el sacerdote.
La verdad es que la habitación sólo se hallaba iluminada por la inconstante luz proveniente de las anaranjadas llamas que empezaban a quemar a través de las vigas del techo. El humo se iba filtrando por la baja cubierta.
—Creo…, creo que estaba en el lado sur… —empezó a decir.
Einskaldir y algunos otros se lanzaron sobre la pared y empezaron a echar al suelo los pesados tapices.
—¡La puerta! —aulló Einskaldir—. Está cerrada —añadió después.
El agujero de la cerradura estaba vacío. Josua se mantuvo quieto durante unos segundos, incluso cuando las hachas de las nornas empezaron a hundirse en la puerta del patio.
—Echadla abajo —ordenó el príncipe—. Los demás amontonad lo que podáis sobre la otra puerta.
En breves momentos, Einskaldir e Isorn habían separado la cerradura de la jamba, mientras Deornoth elevaba una antorcha apagada hacia el techo que seguía ardiendo lentamente. Poco después la hoja saltó de sus goznes y todos entraron a través de ella, para huir por el inclinado pasadizo. Otro trozo de la puerta del patio saltó hecho astillas.
Corrieron durante algunos estadios, el más fuerte ayudando al débil. Uno de los cortesanos cayó al suelo entre sollozos, incapaz de seguir avanzando. Isorn regresó para recogerlo, pero su madre, Gutrun, que renqueaba cansada, lo empujó, alejándolo del hombre.
—Deja que se quede ahí —dijo la mujer—. Puede seguir solo.
El joven dirigió una dura mirada a su madre y se encogió de hombros. Al continuar por el inclinado suelo del pasadizo, oyeron que el hombre se levantaba, maldiciéndolos, y que los seguía.
Las puertas se alzaban ante ellos, oscuras y sólidas a la luz de la solitaria antorcha, desde el suelo hasta el techo del pasadizo. El ruido de la persecución les llegó como un eco. Temiendo lo peor, Josua extendió la mano hacia una de las anillas de hierro y estiró. La puerta se abrió con un ligero chirrido de goznes.
—Que Jesuris sea loado —murmuró Isorn.
—Elevad a las mujeres y a los demás —ordenó el príncipe.
Momentos después dos soldados condujeron al grupo pasadizo adelante, más allá de las pesadas puertas.
—Ahora ya estamos aquí —dijo Josua—. O encontramos alguna manera de sellar la puerta o deberemos dejar a los hombres suficientes para que consigan entretener y retrasar a nuestros perseguidores.
—Yo me quedaré —rezongó Einskaldir—. Esta noche he probado la sangre de los seres mágicos. No me importaría derramar más —añadió, dando una palmada sobre la empuñadura de su hacha.
—No. Me quedaré yo, y nadie más —Jarnauga tosió y flaqueó sobre el brazo de Strangyeard; después se enderezó.
El alto sacerdote se volvió para mirar al anciano, y de repente comprendió.
—Me muero —confesó Jarnauga—. No estaba destinado a abandonar Naglimund. Siempre lo supe. Sólo necesitáis dejarme una espada.
—¡No tenéis fuerzas suficientes para hacerlo! —exclamó Einskaldir, furioso y decepcionado.
—Tengo las suficientes como para cerrar esta puerta —respondió el otro, con suavidad—. ¿Ves? —señaló hacia los grandes goznes—. Han sido muy bien forjados. Una vez que se cierre la puerta, la hoja de una espada rota entre la hendedura de los goznes detendrá al más recio de los perseguidores. Marchad.
El príncipe se volvió como para objetar algo, pero un sonido metálico resonó, proveniente del fondo del pasadizo.
—Muy bien —dijo, en voz baja—. Que Dios os bendiga, anciano.
—No es necesario —contestó Jarnauga. Se quitó un objeto brillante que pendía de su cuello y lo puso en la mano de Strangyeard—. Es extraño hacer un amigo cuando llega el final —añadió el rimmerio.
El ojo del sacerdote estaba inundado de lágrimas, y Strangyeard besó al archivador en la mejilla.
—Amigo mío —susurró, y cruzó la puerta.
Lo último que vieron fue la brillante mirada de Jarnauga mientras empujaba la puerta con el hombro. La hoja se cerró, ahogando los sonidos de los perseguidores. Las baldas del interior se corrieron.
Después de ascender por una larga escalera, emergieron a un anochecer ventoso y anegado por la lluvia. La tormenta había menguado, y desde la desnuda colina, bajo la arbolada Escalera, vieron parpadear el fuego que se abatía sobre las ruinas de Naglimund, así como negras e inhumanas formas que bailaban entre las llamas.
Josua permaneció en silencio y con la mirada puesta allí abajo durante largo tiempo, con el ceniciento rostro mojado por la lluvia. El pequeño grupo se amontonaba, tembloroso, tras él, esperando para volver a reemprender el camino.
El príncipe levantó el puño izquierdo.
—¡Elías! —gritó, y el viento se llevó el eco de su voz—. ¡Has traído la muerte y la destrucción al reino de nuestro padre! ¡Has despertado a un viejo demonio y has despedazado la Tutela del Supremo Rey! ¡Me has privado de mi hogar, y destruido todo lo que amaba! —Se detuvo y trató de contener las lágrimas—. ¡Ahora ya no eres rey! ¡Te arrebataré la corona, lo haré, lo juro!
Deornoth lo tomó del brazo y lo alejó del borde del camino. Los súbditos lo aguardaban, llenos de frío, asustados y desprovistos de hogar, en el salvaje Wealdhelm. Josua inclinó la cabeza durante unos instantes, a causa del cansancio o como elevando una plegaria, y los condujo hacia la oscuridad.