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Bajo el Árbol de Udún

—No hay prisa, Elías —gruñó Guthwulf—. No hay ninguna prisa. Naglimund es como una nuez madura…, muy madura; sabéis que así es…

Guthwulf podía escuchar cómo arrastraba sus propias palabras; había necesitado emborracharse para poder enfrentarse a su viejo amigo. El conde de Utanyeat ya no se hallaba cómodo en compañía del rey, y todavía lo hacía sentirse peor el ser portador de malas noticias.

—Has tenido una semana, ¡le he proporcionado de todo, tropas, máquinas de asedio, de todo! —El monarca frunció el entrecejo. Se sentía enfermo y todavía no había mirado al conde a los ojos—. No puedo esperar más. ¡Mañana es el Solsticio de Verano!

—¿Y qué importancia tiene eso? —Guthwulf, que se sentía helado y enfermo, torció el rostro y escupió el trozo, ya sin sabor, de raíz de citril que había estado masticando. La tienda real estaba tan fría y oscura como el fondo de un pozo—. Nunca nadie ha tomado en quince días una gran casa, excepto por traición, aunque estuviera mal defendida. Los naglimundos luchan como animales acorralados. Sed paciente, alteza; paciencia es todo lo que necesitamos. Podemos hacerlos morir de hambre en cuestión de meses.

—¡Meses! —La carcajada de Elías sonó hueca—. ¡Pryrates, dice meses!

El sacerdote escarlata compuso una cadavérica sonrisa.

La risa del rey cesó de forma abrupta, y bajó la barbilla hasta casi tocar la empuñadura de la larga espada gris que apoyaba entre sus piernas. Aquella arma tenía algo que hacía que a Guthwulf no le acabase de gustar, aunque sabía que tener tales pensamientos sobre las cosas era pura tontería. Allí donde se dirigiese Elías iba acompañado por la espada, como si fuera una especie de mimado perro faldero.

—Hoy es nuestra última oportunidad, Utanyeat —dijo el Supremo Rey con voz recia y pesada—. O abrís la puerta, o tendré que hacer… algunos cambios.

El conde se levantó, balanceándose.

—¿Acaso os habéis vuelto loco. Elías? ¿Cómo podemos…? ¡Los mineros apenas han excavado la mitad…! —Dejó de hablar, lleno de vértigo, preguntándose si no habría ido demasiado lejos—. ¿Por qué tiene que preocuparnos que mañana sea el Solsticio de Verano? —Volvió a dejarse caer sobre una rodilla, implorante—. Decídmelo, señor.

El noble temió una explosiva respuesta de su enfurecido rey, pero, en algún profundo lugar en su interior, esperaba un súbito regreso de su antigua camaradería. No ocurrió ninguna de ambas cosas.

—No podéis entenderlo, Utanyeat —replicó el monarca, y sus ojos enrojecidos aparecían fijos sobre la pared de la tienda, en el aire—. Tengo… otras obligaciones. Mañana cambiará todo.

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Simón creía que había llegado a adquirir algún conocimiento sobre el invierno. Tras el largo y cansado viaje a través de la desolada Tierra Baldía y de los inacabables y blancos días llenos de viento, estaba seguro de que ya no tenía nada más que aprender sobre aquella estación del año. Después de unos cuantos días en Urmsheim se quedó sorprendido ante su anterior inocencia y desconocimiento.

Viajaron por los estrechos senderos de hielo en fila india, tanteando cuidadosamente con pies y manos antes de dar cada paso. A veces el fuerte viento los hacía combarse como débiles ramas, y tenían que apoyarse contra la pared de hielo hasta que aquél amainaba. El hecho de caminar también le reservaba ciertas sorpresas; Simón, que se consideraba un consumado escalador de los lugares altos de Hayholt, ahora resbalaba y se agarraba como podía por los estrechos senderos helados de la montaña, de apenas dos codos de ancho entre la pared y el precipicio. Una nube de polvo de nieve era lo único que podía verse entre el camino y la lejana tierra a sus pies. Mirar abajo desde la Torre del Ángel Verde, que una vez le pareció la cumbre del mundo, ahora lo consideraba tan infantil como subirse a un taburete de la cocina del castillo.

Desde el sendero de la montaña se veían las cumbres nevadas de otros picos y las nubes que se arremolinaban sobre ellos. El nordeste de Osten Ard se extendía bajo él, pero a tanta distancia que tuvo que dejar de mirar. No era aconsejable otear desde alturas tales, pues su corazón se desbocaba y el estómago se le subía a la garganta. Simón deseó con todo su ser haberse quedado atrás, pero ahora su única posibilidad de llegar abajo de nuevo era seguir escalando.

A menudo se sorprendió rezando, y con la esperanza de que, a la altura que se encontraba, sus palabras ascendiesen con más rapidez hacia el cielo.

Las alturas y la poca confianza que le quedaba lo aterrorizaban, pero el muchacho también estaba conectado, a través de la cuerda que rodeaba su cintura, al resto del grupo, menos a los sitha, que seguían desatados. Así pues, no sólo tenía que preocuparse de sus propios errores: un paso en falso de cualquiera de los otros y todos podrían caer, como si fuesen ristras de chorizo, de cabeza a las vertiginosas y vacías profundidades. Su avance resultaba muy lento, pero ninguno, y Simón el último de ellos, deseaba que fuese de otra forma.

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No todas las lecciones que le enseñaba la montaña resultaban tan dolorosas. Aunque el aire era tan ligero y frío que en ocasiones creía que si volvía a respirar se convertiría en hielo, la gélida atmósfera lo condujo a una extraña exaltación, a una sensación de franqueza e insustancialidad, como si un fuerte viento soplase a través de su persona.

La cara de la helada montaña era en sí algo de gran belleza. Simón ni siquiera se había imaginado que el hielo pudiera tener color; la variedad doméstica que él conocía, la que se amontonaba sobre los tejados de Hayholt durante la fiesta de Aedón y cubría los pozos en eneror, era de un blanco lechoso. Por el contrario, la coraza de Urmsheim, retorcida, deformada y modelada por el viento y el distante sol, era multicolor y de extrañas formas. Se destacaban grandes torres de hielo en cuyo interior podían apreciarse como venas de color verde mar y violeta que pendían sobre las cabezas del fatigado grupo. Por todas partes se veía que los acantilados se habían resquebrajado y habían caído formando cristalinas crestas teñidas de azul, las cuales conformaban una especie de confuso mosaico, como si se tratase de bloques abandonados por algún gigantesco arquitecto.

Había un lugar en el que permanecían los negros esqueletos de dos árboles muertos, como abandonados centinelas al borde de una blanca grieta. El helado manto que se extendía entre ellos había sido derretido por el sol hasta convertirlo en una capa tan delgada como un pergamino; los troncos momificados parecían ser las puertas de entrada al Cielo, y el hielo que había entre ellos era un abanico evanescente convertido por la luz del sol en un brillante arco iris de luz de color rubí y nectarina, con retazos dorados, lavanda y rosado pálido. Simón estaba seguro de que aquellos tonos hubieran hecho palidecer de envidia a las famosas vidrieras de Sancellan Aedonitis, a las que la comparación había conferido un pobre aspecto.

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Aunque la brillante coraza sedujese sus ojos, el frío corazón de la montaña trabajaba contra los indeseados huéspedes. Al final de la tarde del primer día, mientras Simón y sus camaradas mortales trataban de acomodarse al extraño y deliberado paso a que los forzaban los zapatos de clavos de Binabik —los sitha desdeñaban tales artilugios, pero a pesar de ello ascendían casi tan despacio y pesadamente como los demás—, la oscuridad se adueñó del cielo tan de repente como si alguien hubiese derramado un tintero sobre su superficie.

—¡Tumbaos! —aulló el gnomo.

Simón y los dos soldados erkynos miraron hacia arriba llenos de curiosidad, con la vista puesta en el lugar en que momentos antes el sol aparecía sobre el cielo. Tras Haestan y Grimmric, Sludig se tiró sobre el hielo.

—¡Echaos al suelo! —volvió a gritar el hombrecillo.

Haestan empujó a Simón.

Mientras se preguntaba si Binabik había visto algo peligroso en el camino —y si era así, qué era lo que hacían los sitha, ya que habían desaparecido donde el sendero torcía alrededor del flanco sudeste de Urmsheim—, el muchacho escuchó el chillido del viento, que hasta el momento, y durante las últimas horas, había sido un silbido. Sintió un tirón, luego un fuerte golpe, y hundió los dedos en la nieve en polvo hasta alcanzar el hielo que había debajo. Un momento después el estrépito de un trueno le estalló en los oídos. Cuando todavía se oía el eco de aquel primer estallido en el lejano valle que se extendía en las profundidades del abismo, lo sacudió otro, como haría Qantaqa con una presa capturada. Gimió y se agarró al suelo cuando el viento tiró de él mediante huesudos dedos, y el trueno volvió a estallar una y otra vez, como si la montaña hubiese sido utilizada como yunque por un terrible herrero.

La tormenta se detuvo de forma tan precipitada como había empezado. Simón se mantuvo en la misma posición durante mucho rato después de que el aullido del viento volviese a descender de intensidad, con la frente apretada contra el helado suelo. Cuando volvió a sentarse, con los oídos retumbando en su interior, el sol emergía de nuevo del tintero de las nubes. Tras él estaba Haestan, sentado como un niño desconcertado, con la nariz llena de sangre y la barba nevada.

—¡Por Aedón! —juró—. ¡Por l’apenado y sufriente Aedón y l’Altísimo! —Se restregó la nariz con el dorso de la mano y miró con expresión estúpida la mancha rojiza que apareció en su guante—. ¿Qué…?

—Suerte tenemos de haber estado en la parte más ancha del sendero —dijo Binabik, poniéndose en pie. Aunque también él aparecía cubierto de nieve, caso podía decirse que tenía un aspecto alegre—. Aquí las tormentas llegan muy deprisa.

—Deprisa… —murmuró Simón, mirando hacia abajo.

Se había golpeado el tobillo de su bota izquierda con los clavos que sobresalían de la suela de la otra, y, por el modo en que le dolía, estaba seguro de que se había hecho sangre.

La delgada silueta de Jiriki apareció momentos después por el recodo del camino.

—¿Habéis perdido a alguien? —gritó.

Cuando Binabik le respondió que todos se encontraban a salvo, el sitha los saludó con un gesto de burla y volvió a desaparecer.

—No veo nada de nieve sobre él —comentó Sludig con amargura.

—Las tormentas de las montañas se mueven deprisa —respondió el gnomo— pero los sitha también.

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Los siete viajeros pasaron juntos la primera noche apretados contra la pared de una cueva de hielo que encontraron en el lado este de la montaña, justo en el borde del estrecho camino, a sólo cinco o seis codos, más allá del cual los esperaba el negro abismo. Se sentaron estremecidos a causa del penetrante frío, consolados aunque no calentados por el tranquilo cantar de Jiriki y An’nai. Simón recordó algo que el doctor Morgenes le había comentado en una ocasión en una tarde soñolienta, cuando el muchacho se quejaba de tener que vivir en las atestadas y poco privadas estancias de la servidumbre.

«Nunca hagas de un lugar tu hogar —le había dicho el anciano, demasiado adormilado bajo el sol de primavera como para hacer algo más que mover un dedo—. Construye tu hogar en el interior de tu propia cabeza. Encontrarás todo lo que necesites para amueblarla: recuerdos, amigos en los que puedes confiar, pasión por el conocimiento y otras cosas por el estilo. —Morgenes sonrió tras aconsejarle—. De esa forma podrá ir a donde tú vayas. Nunca te faltará un hogar…, a menos que pierdas la cabeza, claro…».

Todavía no estaba seguro de lo que el doctor había querido decir; más que nada deseaba un lugar al que poder llamar hogar. La desnuda habitación del padre Strangyeard, en Naglimund, había empezado a parecérselo en sólo una semana. Pero había algo de romántico en la idea de vivir libre para recorrer los caminos, construyendo tu hogar allí donde te detuvieses, como un comerciante de caballos hyrka. Estaba preparado para otras cosas. Le empezaba a parecer que llevaba años viajando. A propósito, ¿cuánto tiempo llevaba?

Cuando contó los días a través de las fases de la luna, con la ayuda de Binabik en el momento en que dudaba de sus propios cálculos, se quedó pasmado al darse cuenta de que habían sido… ¡menos de dos meses! Era sorprendente, pero cierto. El gnomo le confirmó que, como había pensado, habían transcurrido tres semanas del mes de junen, y Simón sabía que su viaje había dado comienzo la Noche Empedrada, durante las últimas horas de avrel. ¡Cómo había cambiado el mundo en siete semanas! Y —reflexionó mientras caía en el sueño— casi siempre para peor.

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A últimas horas de la mañana, el grupo trepaba por un gran bloque de hielo que había caído por la montaña para ir a parar sobre el camino, en donde se había detenido y quedado atravesado. En esos momentos, Urmsheim volvió a atacarlos. Con un horrible y desgarrador ruido, un gran pedazo del helado bloque empezó a crujir y se partió bajo los pies de Grimmric, para caer precipicio abajo dando tumbos. El erkyno sólo tuvo tiempo de lanzar un grito de sorpresa; un instante más tarde caía por la grieta que había abierto el pedazo partido. Antes de que pudiera pensar en nada, Simón se vio tirado bruscamente por la caída de Grimmric. Trastabilló, mientras alargaba una mano desesperada con la que trató de agarrarse a la pared de hielo; la negra hendidura se acercaba cada vez más. Horrorizado, vio la brecha y el vacío que se extendía bajo la grieta que había en el sendero y, más allá, la apenas visible forma de los riscos que sobresalían a una media legua, montaña abajo. Gritó y siguió resbalando hacia la abertura, mientras con los dedos trataba de agarrarse desesperadamente al resbaladizo suelo.

Binabik era el primero de la cordada y su experiencia le permitió apartarse cuando oyó partirse el hielo; se tumbó boca abajo, agarrándose al suelo con una mano enguantada, y hundió el hacha y los zapatos de clavos tan profundamente como pudo. La enorme mano de Haestan cogió a Simón por el cinturón, pero incluso la corpulencia del barbado soldado era incapaz de detener la inexorable caída. El peso muerto de Grimmric los arrastraba a todos hacia el vacío; el erkyno gritaba bajo el borde de la grieta, balanceándose de lado a lado, suspendido de la cuerda por encima de la nada nevada. Al final de la cordada estaba Sludig, fuertemente cogido; por el momento parecía detener el movimiento de Haestan y Simón. El rimmerio llamaba ansiosamente a los sitha.

An’nai y el príncipe Jiriki llegaron corriendo por el sendero y parecía que apenas tocasen la superficie helada del camino, como si fuesen liebres de nieve. Rápidamente hundieron sus hachas en el hielo y a ellas amarraron el extremo de la cuerda de Binabik, mediante rápidos nudos. El gnomo quedó libre para actuar y se dirigió al borde de la grieta junto a los dos sitha, y al final de la cordada, para ayudar a Sludig.

Simón sintió que tiraban con más fuerza del cinturón y que la grieta empezaba a alejarse lentamente. Estaba siendo izado. ¡No iba a morir! Al menos, no ahora. Volvió a estar de pie y se agachó para recoger uno de sus caídos mitones. La cabeza parecía darle vueltas.

Todo el grupo empezó a tirar de la cuerda y al final consiguieron izar al erkyno, que había perdido el conocimiento, a través de la hendidura de hielo. Transcurrieron largos minutos antes de que un ya despierto Grimmric pudiera reconocer a sus compañeros; éstos vieron que tenía fiebre muy alta. Sludig y Haestan formaron una especie de camilla, mediante dos capas forradas de pelo, para llevarlo hasta que se detuviesen para acampar.

Cuando encontraron una profunda abertura que recorría la montaña hasta llegar a la piedra, el sol sólo había traspasado ligeramente el mediodía, pero no tenían más opción que acampar. Encendieron un pequeño fuego, que apenas llegaba a dos palmos de altura, con leña que habían recogido al pie de Urmsheim y cargado hacia las alturas por esa razón. Grimmric reposaba estremecido junto al fuego, con los dientes castañeteando de frío, esperando el brebaje que Binabik le preparaba con hierbas y polvos que llevaba en el bolso y que mezclaba con agua de nieve. Ciertamente, nadie envidiaba el calor de Grimmric.

A medida que iba pasando la tarde y la delgada franja de sol se iba poniendo por la hendidura de paredes azules para llegar a desaparecer, hizo acto de presencia un frío más fiero. Simón, al que le temblaban los músculos como cuerdas de laúd y le dolían las orejas a pesar de su capucha forrada de pelo, sintió que se hundía —al igual que se había precipitado hacia la nada de la grieta— en el sueño. En lugar del frío que esperaba, su sueño le salió al paso con calurosos y fragantes brazos.

Volvía a ser verano… ¿Cuánto tiempo habría pasado? Ya no tenía importancia, y el caso es que las estaciones habían vuelto a cambiar y la cálida atmósfera estaba llena de los zumbidos de las abejas. Las flores de primavera colgaban infladas y demasiado maduras, quebradizas en los bordes como los pasteles de cordero que Judit cocinaba en los hornos del castillo. En los campos que se extendían bajo las murallas de Hayholt, la hierba se iba poniendo amarilla, y daba comienzo la transformación alquímica que finalizaría en otoño, cuando aparecería amontonada en dorados y fragantes almiares, salpicando la tierra como pequeñas cabañas.

Simón oía cantar perezosamente a los pastores, mientras conducían a las ovejas a través de los campos. ¡Verano! Pronto llegarían las fiestas… San Sutrino, Hlafmansa…; pero primero su favorita, el Solsticio de Verano…

El Solsticio de Verano, cuando todo era diferente y todo aparecía disfrazado, cuando los amigos enmascarados y los enemigos se mezclaban sin saberlo…, cuando la música se oía a través de toda una noche sin dormir y el Jardín de los Setos aparecía engalanado de cintas doradas, y de risas, y de sombras que llenaban las Horas de la Luna

—¿Seomán? —Una mano se había posado sobre su hombro y lo sacudía con suavidad—. Seomán, estás llorando. Despierta.

—Los bailarines…, las máscaras…

—¡Despierta!

La mano volvió a sacudirlo, esta vez con más rigor. Abrió los ojos y vio el alargado rostro de Jiriki, que en aquella débil luz daba la impresión de tener sólo frente y pómulos.

—Parecías tener una pesadilla —dijo el sitha cuando se sentó junto a él.

—Pero…, pero no era así —se estremeció—. Era ve…, verano…, estábamos en el Solsticio de Verano.

—Ah. —Jiriki enarcó una ceja, y después se encogió de hombros—. Creo que tal vez has estado vagando por reinos a los que no deberías acercarte.

—¿Qué tiene de malo el verano?

El príncipe de los sitha volvió a encogerse de hombros, y extrajo del interior de su manto —mediante un gesto propio del tío favorito que saca un juguete para distraer a un niño— un objeto brillante enmarcado en un delicado grabado de madera.

—¿Sabes qué es esto? —inquirió.

—Un…, un espejo… —Simón desconocía el motivo de aquella pregunta. ¿Sabría que lo había cogido cuando estaban en la caverna?

Jiriki sonrió.

—Sí. Es un espejo muy especial, pues posee una historia muy larga. ¿Sabes lo que se puede hacer con una cosa así, además de afeitarse el rostro como hacen los hombres? —levantó una mano y pasó un frío dedo por la peluda mejilla del muchacho—. ¿Te lo imaginas?

—¿V-v-ver cosas que están le-lejos? —replicó tras unos instantes de duda; después esperó una regañina, que estaba seguro de que le caería encima.

El sitha lo miró.

—¿Has oído hablar de los espejos del Pueblo Encantado? —preguntó, sorprendido—. ¿Todavía son motivo de historias y canciones?

Ahora Simón tenía la oportunidad de apartarse de la verdad, pero se sorprendió.

—No. Lo descubrí cuando estábamos en el refugio de caza.

Todavía más asombroso fue el hecho de que Jiriki sólo abriera mucho los ojos.

—¿Viste otros lugares a través de él? ¿Viste algo más que reflejos?

—Vi…, vi a la princesa Mi…, Miriamele, mi amiga —asintió, y se tocó la bufanda azul que llevaba alrededor del cuello—. Fue como un sueño.

El sitha miró ceñudo, aunque no enfadado, al espejo, como si fuese la superficie de un estanque bajo la que se escondiese un pez esquivo al que desease localizar.

—Eres un joven de fuerte voluntad —dijo, lentamente—, más fuerte de lo que imaginas… O eso o estás dotado de otros poderes, de alguna manera… —Volvió a posar su mirada sobre el espejo y se quedó en silencio durante unos instantes—. Este espejo es muy antiguo —añadió, al cabo de un rato—. Se dice que es una escama del Gran Gusano.

—¿Eso qué quiere decir?

—El Gran Gusano es aquel del que tantas historias hablan, y en las que se explica que rodea al mundo. Nosotros, los sitha, sin embargo, lo vemos como si rodease todos los mundos a la vez, los de los despiertos y los de los dormidos…, los de los que fueron y los de los que serán. Se muerde la cola, así que no tiene ni principio ni fin.

—¿Un gusano? ¿Queréis decir un dra…, dra…, dragón?

Jiriki asintió una vez con la cabeza, con un movimiento repentino, como el de un pájaro picoteando grano.

—También se dice que todos los dragones descienden del Gran Gusano, y que cada uno de ellos es menor que los que le precedieron. Igjarjuk y Shurakai eran más pequeños que su madre, Hidohebhi, así como ella, a su vez, no era tan grande como su padre, Khaerukama’o el Dorado. Algún día si todo eso resulta ser cierto, los dragones desaparecerán del todo…, si no lo han hecho ya.

—Eso est… estaría bien —dijo Simón.

—¿Tú crees? —volvió a sonreír el príncipe, pero sus ojos aparecían fríos como brillantes piedras—. Los hombres crecen mientras que los grandes gusanos… y otros… disminuyen. Así parece que son las cosas. —Se estiró, sacudiéndose con la gracia de un gato que se acabase de despertar—. Así parece que son las cosas —repitió—. Bien, pero saqué la escama del Gran Gusano para enseñarte algo, ¿le gustaría verlo, joven?

El muchacho asintió.

—Éste es un viaje difícil para ti. —Jiriki echó una mirada por encima del hombro hacia donde estaban los otros, reunidos alrededor de Grimmric y del pequeño fuego. Sólo An’nai: levantó la vista, y algún tipo de inexplicable vínculo comunicativo se estableció entre ambos sitha—. Mira —indicó el príncipe, instantes después.

El espejo, metido en el cuenco de las manos como si se tratase de brillante agua, casi parecía rizarse como el líquido elemento. La oscuridad que en él se reflejaba —agrietada por una especie de corte de luz gris: el reflejo del cielo que habían por encima de la cresta— se iluminó lentamente a través de verdes puntos de luz, como extrañas estrellas vegetales que germinasen en el cielo del anochecer.

—Le mostraré un verdadero verano —susurró, en voz baja—; más verdadero que cualquiera de los que hayas conocido.

Los puntos de un verde brillante empezaron a agitarse y a unirse, como chispeantes peces de color esmeralda que emergieran a la superficie de un estanque. Simón sintió que se hundía en el espejo, aunque no se movió ni un ápice de donde se encontraba inclinado sobre él. El verde se convirtió en muchos verdes, y dio paso a más formas y matices de los que hubiera antes. En pocos segundos empezaron a revolverse y a convertirse en una confusa masa de puentes, torres y árboles; una ciudad y un bosque crecían juntos, brotando de la llanura como una sola cosa. No se trataba de una ciudad sobre la que hubiese crecido un bosque, como en Da’ai Chikiza, sino de una floreciente y viva amalgama de plantas y piedras pulidas, jade y viridiano.

Enki-e-Sha’osaye —musitó Jiriki.

La hierba de la llanura se inclinó ante el viento; escarlatas, verdes y blancos gallardetes ondeaban como flores entre los chapiteles de la ciudad: la última y más grande ciudad de Verano.

—¿Dónde… está… eso? —preguntó Simón, con la respiración contenida, asombrado y embrujado por la belleza.

—No se trata de dónde, joven, sino de cuándo. El mundo no sólo es más vasto de lo que tú crees, Simón, también es más lejano, más viejo. Enki-e-Sha’osaye hace muchísimo tiempo que se desmoronó. Está al este del gran bosque.

—¿Desmoronó?

—Fue el último lugar en que Zida’ya y Hikeda’ya vivieron juntos, antes de la Separación. Era una ciudad de mucho arte y de aún mayor belleza; el viento producía música al pasar junto a las torres, y las lámparas brillaban por la noche con la misma intensidad que las estrellas. Nenais’u bailaba a la luz de la luna junto al estanque del bosque y los admirados árboles se inclinaban para verla. —Sacudió la cabeza con lentitud—. Todo ha desaparecido. Éstos fueron los días de verano para mi pueblo. Ahora estamos en pleno otoño…

—¿Desaparecido…?

Simón todavía no podía llegar a percibir la amplitud de la tragedia. Le daba la impresión de que podía meterse en el espejo, llegar allí y tocar una de las agujas de las torres con el dedo. Sintió que las lágrimas luchaban por salir de sus ojos. Sin hogar. Los sitha habían perdido sus hogares…, estaban solos y sin hogar en el mundo.

Jiriki pasó la mano sobre la superficie de cristal, que se oscureció.

—Desaparecido —respondió—. Pero mientras existan los recuerdos, el verano permanecerá. Incluso el invierno deja su lugar a la siguiente estación.

El príncipe se volvió para mirar al muchacho, y la agónica expresión en el rostro del joven consiguió arrancarle una débil sonrisa.

—No te entristezcas —le dijo, dándole unas palmadas sobre el brazo—. La luz no ha sido del todo borrada de la faz del mundo…, todavía no. Y no todos los lugares hermosos se han convertido en ruinas, todavía queda Jao é-Tinuka’i, la morada de mi familia y de mi pueblo. Tal vez algún día, y si ambos bajamos sanos y salvos de la montaña, podrás verla. —Sonrió con una mueca extraña, como si pensase en algo—. Tal vez puedas…

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El resto de la ascensión de Urmsheim —tres días más sobre estrechos y peligrosos senderos que apenas eran algo más que tiras de hielo, sobre escarpadas y resbaladizas superficies y agarrándose de pies y manos; dos noches de maligno frío que les helaba hasta los dientes— pasó para Simón como un rápido aunque doloroso sueño. A pesar del terrible cansancio que sentía, se aferró al verano que le regaló Jiriki —pues sabía que de un regalo se trataba— y eso lo reconfortó. Incluso cuando sus entumecidos dedos luchaban por agarrarse y los insensibles pies trataban de mantenerse en el camino, pensó que en algún lugar debía de existir el calor y algo parecido a una cama y ropa limpia. ¡Incluso agradecería un baño! Todas aquellas cosas permanecían en algún lugar, fuera de allí, y podría conseguirlas si tan sólo mantenía despierta la cabeza y salía vivo de la montaña.

Cuando uno se paraba a pensar en ello, reflexionó, la verdad es que no existían demasiadas cosas en la vida que fueran verdaderamente necesarias. Querer demasiado era peor que la codicia: era pura estupidez, una pérdida de valioso tiempo y esfuerzo.

El grupo andaba con lentitud alrededor de la montaña hasta que el sol se levantaba cada mañana para brillar por encima de sus hombros. El aire se hacía cada vez más difícil de respirar y los forzaba a realizar constantes paradas para recuperar el aliento; incluso el resistente Jiriki y el sumiso An’nai se movían con más lentitud y los miembros parecían pesarles como si vistiesen pesados ropajes. Sus compañeros humanos, excepto el gnomo, se arrastraban. Grimmric había revivido gracias a la potencia de la poción qanuc de Binabik, pero se estremecía y tosía al escalar.

De vez en cuando, el viento soplaba con más fuerza y enviaba nubes que se agolpaban sobre los hombros de Urmsheim, volando como fantasmas hechos jirones. Los silenciosos vecinos de la montaña se iban materializado poco a poco: desiguales picos que se elevaban por encima de la superficie de Osten Ard, indiferentes a la sordidez y al minúsculo paisaje que se extendía a sus pies. Binabik, que respiraba tranquilamente el insustancial aire del lecho del Mundo como si estuviese sentado en la despensa de Naglimund, señaló la gran cordillera escarpada de Mintahoq, al este de sus cansados compañeros, así como otras montañas que conformaban las tierras de Yiqanuc.

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Llegaron de repente, cuando por encima de ellos todavía se extendía la mitad de la montaña, que se elevaba hasta casi el cielo. Subían por un saliente rocoso y la cuerda estaba tan tensa como la de un arco; cada vez que respiraban les daba la impresión de que se les quemaban los pulmones. De súbito oyeron que uno de los sitha —que había trepado por encima de los demás y había desaparecido de la vista— emitía un extraño silbido de llamada. El grupo trepó en aquella dirección con toda la prisa de que fueron capaces; la pregunta de hacia qué se precipitaban permaneció sin respuesta. Binabik, que iba a la cabeza de la cordada, se detuvo en la cresta y se inclinó un poco para mantenerse en equilibrio.

—¡Hija de las Montañas! —exclamó, y de su boca se elevó una columna de vapor.

Permaneció allí, sin moverse durante un rato. Simón trepó los últimos pasos con extremo cuidado.

Al principio no vio nada frente a él, excepto otro ancho valle de nieve, con una blanca pared que se elevaba desde él, abierta a la derecha al aire y al cielo en una sucesión de riscos que se desparramaban por una de las caras de Urmsheim. El muchacho se volvió hacia Binabik para preguntarle qué era lo que lo había hecho gritar, pero la pregunta murió en sus labios antes de ser formulada.

A la izquierda del valle excavado en la cara de la montaña, el suelo se precipitaba hacia arriba a la vez que sus altas paredes se angulaban. En el vértice, saliendo del suelo y hacia el triángulo de cielo de color gris azulado, surgía el Árbol de Udún.

—¡Elysia, Madre de Dios! —dijo Simón, con un estremecimiento en la voz—. ¡Madre de Dios! —repitió.

Al principio, enfrentado con la grandeza y la delirante imposibilidad de aquella cosa, pensó que era un árbol, un titánico árbol de mil pies de altura, con una miríada de ramas que brillaban y chispeaban con el sol de mediodía, oscurecido en su imposible copa por un halo de niebla. Fue cuando finalmente pudo convencerse de que era real —de que una cosa así podía existir en un universo que contenía cosas tan mundanas como cerdos, vallas y morteros—, cuando empezó a entender de qué se trataba: una cascada helada. Era la acumulación, durante años y años, de helada nieve derretida reunida en un millón de carámbanos, una cristalina tracería que se desparramaba por la piedra que conformaba el tronco del Árbol de Udún.

Jiriki y An’nai permanecían como transfigurados a unas pocas anas por debajo del suelo del valle, mirando hacia el árbol. Simón siguió a Binabik y empezó a descender por la pendiente hacia ellos, sintiendo que la cuerda que llevaba atada a su cintura volvía a tensarse al tiempo que Grimmric llegaba a la cumbre y se quedaba sin habla y sin poder moverse. El muchacho esperó lleno de paciencia a que Haestan y Sludig repitieran el proceso. Al final, todos juntos, emprendieron la tambaleante marcha hacia el valle. Los sitha se hallaban cantando en voz baja, y no parecieron darse cuenta de la llegada de sus compañeros humanos.

Nadie habló durante un buen rato. La majestuosidad del Árbol de Udún casi les vació el cuerpo, y durante un largo lapso los compañeros se mantuvieron quietos mirando el árbol y sintiéndose huecos.

—Vayamos hacia allí —dijo Binabik, rompiendo el silencio. Simón lo miró enfadado. La voz del gnomo parecía una intrusión.

—Es la más ma… maldita visión qu’han visto mis o… ojos —tartamudeó Grimmric.

—Desde aquí el viejo Un-Ojo trepó hasta las estrellas —explicó Sludig, lentamente—. Que Dios me perdone la blasfemia, pero casi puedo sentir su presencia.

Binabik empezó a andar por el valle. Los demás lo siguieron al cabo de escasos instantes, estirado por la cuerda de su arnés. Había una espesa capa de nieve y el avance fue lento. Antes de que hubieran recorrido treinta pasos, Simón pudo apartar sus ojos del espectáculo y mirar atrás. An’nai y Jiriki no se habían unido a ellos; los dos sitha todavía permanecían juntos, como si esperasen algo.

Siguieron avanzando. Las paredes del valle se inclinaban por encima de sus cabezas como fascinadas por tan extraños visitantes. El muchacho vio que la base del árbol de hielo era una gran masa de piedras amontonadas ocultas bajo las arqueadas ramas interiores. De hecho, no se trataba de verdaderas ramas: eran más bien capas sobre capas de carámbanos derretidos y vueltos a helar, cada uno de ellos más ancho que el inferior, por lo que las ramas más bajas conformaban un techo sobre las piedras la mitad de grande que un campo de torneo.

Se habían acercado lo suficiente como para tener la impresión, al mirar hacia arriba, de que el pilar se extendía hasta el techo del cielo. Cuando Simón dobló el cuello para echar un último vistazo al casi invisible final del árbol, lo inundó una oleada de sorpresa y miedo, y la visión se le oscureció durante unos instantes.

«¡La torre! ¡La torre con ramas que aparecía en mis sueños!». Sorprendido, tropezó y cayó en la nieve. Haestan alargó una ancha mano y lo levantó sin decir nada. El chico trató de echar otro vistazo, y una pavorosa sensación, que era algo más que perplejidad, se abrió paso en su interior.

—¡Binabik! —gritó.

El gnomo, que entraba en la oscuridad violeta de la sombra del Árbol de Udún, se volvió rápidamente.

—¡Tranquilízate, Simón! —siseó—. No sabemos si podemos partir el hielo, para desgracia nuestra.

El muchacho se acercó a él con tanta rapidez como fue capaz, saltando sobre la blanda nieve.

—¡Binabik, es la torre con la que soñé; una blanca torre con ramas como las de los árboles! ¡Es ésta!

El hombrecillo inspeccionó las grandes piedras de la parte baja del árbol.

—Creía que pensabas que se trataba de la Torre del Ángel Verde, en Hayholt.

—Sí, así lo suponía, pero como nunca había visto ésta, no creía que pudiera ser algo exactamente así. ¿Entiendes?

Binabik enarcó una poblada y negra ceja.

—Cuando tengamos tiempo volveré a consultar las tabas, ahora todavía tenemos una misión que cumplir.

El gnomo esperó hasta que los demás llegaron para continuar hablando.

—Soy de la opinión de que deberíamos acampar aquí —continuó—. Así podríamos pasar las últimas horas que quedan de sol buscando alguna pista sobre el paradero del grupo de Colmund, o de la espada Espina.

—¿Nos van… —preguntó Haestan, señalando a los distantes sitha— a’yudar?

Antes de que el hombrecillo pudiera expresar su opinión, Grimmric silbó y señaló las rocas amontonadas.

—¡Mirad! —exclamó—. Creo que aquí ha estado alguien antes que nosotros. ¡Mirad hacia aquellas piedras!

Simón siguió con la mirada la dirección en la que señalaba el dedo del soldado, hacia un lugar más allá del montón de piedras, en donde algunas hileras de rocas parecían haber sido colocadas a la entrada de uno de los agujeros que había allí y que tenía el aspecto de contener una cueva en su interior.

—¡Tienes razón! —asintió Haestan—. ¡Tienes razón! Tan cierto como que lo’huesos de Tunath descansan bajo tierra, ahí hub’alguien qu’acampó.

—¡Con cuidado! —gritó Binabik.

Su aviso llegó demasiado tarde, pues Simón ya se había desembarazado del arnés y caminaba hacia la ladera, llena de cantos rodados, haciendo que cayesen pequeñas avalanchas por donde iba pisando. Llegó a la cueva en pocos instantes y se detuvo oscilando sobre una piedra suelta.

—¡Este muro fue construido por la mano del hombre, de eso no hay duda! —vociferó hacia sus compañeros, lleno de excitación—. La gruta parece tener unas tres anas de ancho y alguien debió de apresurarse a tapar el frente colocando piedras sobre piedras, aunque no lo hizo demasiado bien. ¿Tal vez para mantenerse caliente en el interior o para mantener alejados a los animales?

—Por favor, no grites, Simón —le indicó Binabik—. Vamos hacia donde estás.

Esperó lleno de impaciencia, tratando de soportar el frío mientras observaba cómo sus compañeros trepaban hacia donde se encontraba. Cuando Haestan empezó a subir por la ladera, los dos sitha aparecieron bajo los aleros del Árbol de Udún. Tras observar con atención la escena que se desarrollaba, ascendieron hacia la gruta con tanta agilidad como ardillas moviéndose por una rama.

Al chico le costó un poco acostumbrar sus ojos a la profunda oscuridad que se extendía por la caverna. Cuando al fin empezó a ver algo, se quedó sorprendido ante lo que apareció ante él.

—¡Binabik! Es…, están…

El gnomo, que se hallaba erguido donde Simón tenía que agacharse, se llevó la palma de la mano al esternón.

—¡Qinkipa…! —exclamó—. Deben de haber esperado a que llegásemos.

En el interior de la cueva se veían huesos de origen humano. Los esqueletos, desnudos excepto por los anillos y brazaletes de corroído metal negro y verde, aparecían sentados contra los muros de la cueva. Una fina capa de hielo parecía cubrirlo todo, como si estuviesen guardados en vidrio.

—¿Es Colmund? —preguntó Simón.

—Loado sea Jesuris —dijo Sludig, tras él—, ¡salid, el aire debe de estar envenenado!

—Aquí no hay veneno —le contestó Binabik—. Y en cuanto a si se trata del grupo de sir Colmund…, creo que los indicios así lo apuntan.

—Resulta interesante preguntarse por la causa de su muerte. —La voz de Jiriki resonó en el interior de la pequeña caverna—. Si se helaban, ¿por qué no se amontonaron en busca de calor? —Señaló los cuerpos diseminados por la caverna—. Y si fueron muertos por algún animal, o si se mataron unos a otros, ¿por qué están los huesos dispuestos de esa manera tan precisa, como si se hubiesen colocado expresamente?

—Existen misterios aquí de los que habría que hablar más adelante —respondió el gnomo—, pero tenemos otros deberes y la luz desaparecerá dentro de poco.

—¡Eh, vosotros! —llamó Sludig, con la voz llena de una extraña urgencia—. ¡Venid! ¡Aquí!

El rimmerio estaba mirando por encima de uno de los esqueletos. Aunque los huesos habían caído formando un pequeño montículo, todavía tenían el aspecto de alguien que estuviese en posición de orar, arrodillado con los brazos extendidos. Entre sus manos, que permanecían medio sumergidas en hielo como piedras en un tazón de leche, se veía un largo bulto envuelto en tela helada y podrida.

El aire pareció desaparecer de la caverna. Un tenso y amortiguado silencio cayó sobre el grupo. El gnomo y el rimmerio se arrodillaron, como si fuesen una imitación de los viejos huesos, y empezaron a romper con sus hachas la capa de hielo que cubría el bulto. El tejido se astilló como si fuese corteza. Una larga tira cayó a un lado dejando entrever una profunda negritud por debajo de ella.

—No es metal —dijo Simón, desilusionado.

Espina no estaba hecha de metal —gruñó Binabik—, por lo menos no de un metal que tú hayas conocido.

Sludig pudo hacer palanca con la punta de su hacha bajo el petrificado tejido y con la ayuda de Haestan consiguió arrancar otro pedazo. El muchacho boqueó. Binabik tenía razón: el objeto que emergió a la luz como una mariposa negra que saliera de la aprisionante crisálida no era tan sólo una espada, no era una espada como cualquiera de las demás que había visto. Tenía la longitud de los brazos extendidos de un hombre, de lado a lado, y era negra. La pureza de su negritud no podía ser desfigurada por los colores que brillaban en su filo, como si la hoja estuviese tan afilada que cortase la tenue luz de la caverna y la convirtiese en arco iris. Si no hubiera sido por el cordón dorado que envolvía la empuñadura a modo de mango —dejando la guarda y el pomo tan desnudo como el resto—, habría dado la impresión de no guardar relación alguna con la humanidad. Más bien, a pesar de su simetría, habría dado la impresión de haber crecido de forma natural, como alguna esencia pura de negritud que hubiera emergido a la superficie en la caprichosa forma de una espada.

Espina —susurró Binabik, con una especie de tono reverente.

Espina —repitió Jiriki.

Simón no pudo ni llegar a imaginarse los pensamientos que se ocultaban tras el nombre del objeto.

—¿Así que es ésta? —dijo Sludig—. Es un hermoso objeto. ¿Qué podría matarlos poseyendo una espada de ese tipo?

—¿Quién puede saber lo que le ocurrió a Colmund? —respondió el hombrecillo—. Pero ni siquiera puedes comerte una espada como ésta cuando no tienes comida.

Todos continuaron mirando la hoja.

Grimmric, que era quien más cerca estaba de la entrada de la cueva, se incorporó, pues estaba en cuclillas, y se abrazó como para protegerse del frío.

—Como dice’l gnomo, no te puedes comer un’espada. Voy a’ncender una hoguera par’esta noche.

El erkyno salió de la caverna y se incorporó para estirarse. Empezó a silbar, y la tonada sonó cada vez más alta.

—¡Hay maleza entre las grietas de las paredes que puede arder muy bien con nuestras astillas! —le gritó Sludig a su espalda.

Haestan se inclinó y tocó la negra espada con un dedo, lleno de precaución.

—Está fría —sonrió—. No es ninguna sorpresa, ¿verdad? —Se volvió hacia Binabik, con una extraña falta de confianza—. ¿Puedo cogerla?

El gnomo asintió.

—Con cuidado.

Haestan deslizó sus dedos bajo la empuñadura y tiró, pero la espada no se movió.

—Helada —aventuró.

Volvió a intentarlo, esta vez con más fuerza, aunque sin obtener resultados.

—Tá muy congelada —respiró agitado, tirando ahora con toda su fuerza.

Sludig se inclinó para ayudarlo. Grimmric, que permanecía en el exterior de la caverna, dejó de silbar y dijo algo ininteligible.

El rimmerio y el erkyno tiraron con todas sus fuerzas y pareció que la espada se movía ligeramente, pero, en vez de quedar liberada del hielo, la hoja sólo resbaló un ápice hacia uno de los lados y se detuvo.

—No está helada —dijo Sludig, tratando de recuperar el aliento—. Es pesada como una piedra de molino. ¡Apenas hemos podido moverla!

—¿Cómo la bajaremos de la montaña, Binabik? —preguntó Simón.

Quiso reír. Todo resultaba tan tonto y extraño; ¡encontrar una espada mágica y no ser capaces de cargar con ella! Estiró la mano y sintió el pesado y frío contacto de la hoja, y algo más. ¿Una cálida sensación? Sí, algo indefinible y vivo que parecía latir bajo la fría superficie, como una serpiente dormida que empezase a recuperar la conciencia. ¿O acaso se lo estaba imaginando?

El gnomo miró la inmóvil espada y se rascó el revuelto cabello, tratando de pensar. Un momento después apareció Grimmric en el interior de la caverna, agitando los brazos. Cuando se volvieron para mirarlo, el erkyno cayó de rodillas y rodó por el suelo, como un saco de trigo.

En su espada llevaba clavada una flecha negra, otra clase de espina…

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Una luz azulada bañaba la máscara plateada y le confería a sus contornos un pálido fulgor. El rostro que se ocultaba debajo había sido el modelo sobre el que fue copiada aquella inhumana belleza, pero lo que ahora cubría no había criatura viva que pudiera saberlo. El mundo había dado incontables vueltas alrededor de sí mismo desde que el rostro de Utuk’ku había desaparecido para siempre bajo sus brillantes contornos.

La azulada máscara se volvió y miró la gigantesca y sombría sala de piedra, viendo cómo sus sirvientes trabajaban para realizar todo lo que ella les pidiera. Sus voces se elevaban en canciones de plegaria y recuerdo; el blanco cabello ondeaba en los eternos vientos de la Cámara del Arpa. Escuchó y aprobó el repicar de los martillos y su eco, que viajaba a través de los laberínticos corredores que perforaban la helada Nakkiga, la montaña que los nornos llamaban Máscara de Lágrimas. Los mortales llamaban Pico de las tormentas a su hogar, y Utuk’ku sabía que inundaba sus sueños… como debía ser. El rostro plateado asintió, satisfecho. Todo estaba a punto.

Suspendida en la niebla que coronaba el Gran Pozo, el Arpa pareció quejarse, con un desolado sonido como el que producía el viento al atravesar los altos pasos de las montañas. La reina de los nornos supo que no era la voz de él: no de él, el viento, que hacía que el Arpa cantase y aullase; no de él, cuyas coléricas canciones hacían que toda la cámara temblase con músicas imposibles. Una voz menor se había introducido entre las cuerdas del Arpa, atrapada en sus infinitas complejidades como un insecto en un laberinto.

Levantó un dedo enguantado en plata y blanco por encima de unas pocas pulgadas de la negra piedra de su trono y realizó un pequeño gesto. El quejido se hizo más alto, y algo pareció materializarse entre la niebla que reposaba sobre el Pozo. Se trataba de la espada gris, de jingizu, que brillaba con una fuerte luz. Algo la sostenía, una figura sombría, y su mano era un nudo sin forma concreta alrededor de la empuñadura de jingizu.

Utuk’ku lo comprendió. No tenía ni que ver al suplicante; la espada estaba allí, mucho más real que cualquier mortal al que le fuese permitido tenerla de forma temporal.

—¿Quién se presenta ante la reina de los Hikeda’ya? —preguntó, aunque ya conocía la respuesta.

Elías, Supremo Rey de Osten Ard —replicó la sombría figura—. He decidido aceptar los términos de vuestro amo.

La palabra «amo» le molestó.

Mortal —Dijo con languidez de reina—, lo que deseas te será concedido. Pero has de esperar mucho…, casi demasiado.

Hubo… —La figura que sujetaba la espada se balanceó, como si estuviese cansada.

¡Qué carnales y débiles eran todos esos mortales! ¿Cómo podían haber causado tanto daño?

Esperaba… —continuó— que las cosas fuesen… de otra manera. Ahora acepto.

Claro que aceptas. Y recibirás lo que se te prometió.

Gracias, oh reina. Y yo os daré lo que os prometí a cambio

Desde luego que lo harás.

La reina bajó los dedos enguantados y la aparición se esfumó. Una luz roja hizo acto de presencia en el Pozo cuando él llegó. Al tomar posesión del Arpa, el instrumento vibró con una nota de triunfó.

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—¡No…, no quiero morir…! —gimoteó Grimmric.

Con espuma sanguinolenta sobre la barbilla y las mejillas y la boca abierta, mostrando una maltrecha dentadura, tenía el aspecto de un gamo que hubiera sido atrapado y atacado por fieros mastines.

—Hace…, ¡hace tanto frío!

—¿Quién lo ha hecho? —chilló Simón, perdiendo el control de su voz a causa del pánico.

—Quienquiera que haya sido —murmuró Haestan, con el rostro ceniciento mientras se inclinaba sobre su paisano— nos ha atrapado como a conejos.

—¡Tenemos que salir! —gritó Sludig.

—Envolveos las capas en los brazos —dijo Binabik, mientras montaba la cerbatana con piezas del bastón—. No tenemos escudos que nos protejan de las flechas, pero eso nos servirá de ayuda.

Sin decir palabra Jiriki saltó por encima de Haestan y del caído Grimmric, dirigiéndose a la entrada de la gruta. An’nai lo siguió con los labios apretados.

—¿Príncipe Jiriki? —empezó a decir el gnomo, pero el sitha no se detuvo.

—Vamos —indicó Sludig—, no podemos dejar que vayan solos.

El rimmerio extrajo su espada del manto en que la había envuelto.

Cuando los demás siguieron a los sitha hacia la entrada de la caverna, Simón miró a Espina, la negra espada. Habían recorrido un largo camino hasta encontrarla: ¿es que iban ahora a perderla? ¿Qué ocurriría si lograban escapar, pero les obstruían el regreso a la caverna y no podían regresar? El muchacho puso las manos sobre la empuñadura y volvió a sentir la extraña y palpitante sensación. Tiró hacia él, y para su sorpresa la espada se movió. El peso era tremendo, pero usando ambas manos pudo levantarla contra el helado techo de la cueva.

¿Qué había sucedido? Estaba perplejo. ¿Dos hombres muy fuertes no habían podido levantarla y él sí? ¿Era cosa de magia?

Simón llevó la larga y pesada espada hacia donde se encontraban sus compañeros. Haestan se desabrochó la capa, pero, en lugar de enrollarla en su brazo para protegerse, la tendió sobre Grimmric. El herido tosió, y de su boca salió más sangre. Ambos erkynos lloraban.

Antes de que Simón pudiera decir una sola palabra acerca del arma, Jiriki salió de la cueva.

—¡Deteneos! —gritó, y las heladas paredes del valle le devolvieron el eco de su propia voz—. ¿Quién ataca al grupo del príncipe Jiriki i-Sa’onserei, hijo de Shima’onari y vástago del linaje de Año de Baile? ¿Quién quiere guerra con los Zida’ya?

Como respuesta, una docena de figuras saltaron desde lo alto de las paredes del vallecito y se mantuvieron a unas cien anas de la base del Árbol de Udún. Todas iban armadas y llevaban máscaras y blancas capas con capucha; cada una de ellas portaba en su pecho la marca triangular del Pico de las Tormentas.

—¿Nornas? —preguntó el joven, olvidándose durante un instante del extraño objeto que sujetaba con sus manos.

—No son Hikeda’ya —respondió An’nai—. Son mortales que están bajo las órdenes de Utuk’ku.

Una de las figuras de capa blanca se adelantó un paso. Simón reconoció la piel atezada y la pálida barba.

—Lárgate, Zida’ya —dijo Ingen Jegger. Su voz se oía lenta y fría—. El Cazador de la Reina no tiene nada contra ti. Son esos mortales a los que proteges los que me estorban, y a los que no permitiré abandonar este lugar.

—Están bajo mi protección, mortal. —El príncipe Jiriki acarició su espada—. Regresa por donde has venido y siéntate bajo la mesa de Utuk’ku; aquí no vas a conseguir ninguna sobra.

Jegger asintió.

—Tú lo has querido.

Movió una mano con gesto negligente y uno de los cazadores levantó su arco y disparó. El sitha se echó a un lado, empujando a Sludig, que estaba tras él. La flecha se estrelló contra una roca que había junto a la entrada de la cueva.

—¡Al suelo! —gritó el príncipe.

An’nai disparó su arco en respuesta.

Los cazadores se diseminaron por el valle, dejando a uno de los suyos tendido sobre la nieve. Simón y sus compañeros gatearon por las resbaladizas piedras hasta llegar a la base del árbol de hielo con las flechas silbando a su alrededor.

En pocos minutos se acabaron los dardos de ambas partes, pero no antes de que Jiriki hubiera atravesado a otro de los rastreadores de Ingen, acertándole en el ojo con tanta limpieza como si disparase contra una manzana colocada sobre una piedra. A su lado, Sludig se apretaba el muslo, pero la flecha había rebotado primero contra una roca y el rimmerio pudo arrancarse la cabeza del dardo y arrastrarse en busca de refugio.

Simón estaba hecho un ovillo bajo un promontorio de piedras, que formaba parte del tronco del Árbol de Udún, y se maldecía por haber dejado el arco y sus preciosas flechas en el interior de la cueva. Observó cómo An’nai, que tenía el carcaj vacío, dejaba el arco y sacaba de la funda una oscura y delgada espada; el rostro del sitha era implacable. El muchacho tuvo la seguridad de que el suyo propio reflejaría el miedo que lo inundaba. Miró a Espina, y sintió un latido de vida proveniente de la espada. La pesadez que había notado antes se había convertido en otra cosa, en algo animado, como si estuviese rellena de abejas enfurecidas; parecía un animal encerrado que se empezase a poner nervioso al olfatear la proximidad de la liberación.

Un poco más a su izquierda, al otro lado del tronco de piedra, Haestan y Sludig se arrastraban hacia adelante utilizando las grandes y torcidas ramas de hielo como cobertura. A salvo ahora de posibles disparos de flechas, Ingen reunía a sus cazadores para iniciar la carga contra el grupo de Simón.

—¡Simón! —siseó una voz.

El muchacho, sorprendido, se volvió y vio a Binabik, acurrucado tras una roca, por encima de su cabeza.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó el muchacho, tratando de controlar la voz, aunque sin conseguirlo.

El gnomo, sin embargo, miraba la hoja negra que el chico llevaba entre sus brazos como si se tratase de un niño.

—¿Cómo…? —inquirió Binabik, y en su redonda faz apareció una expresión de sorpresa.

—¡No lo sé, sólo la levanté! ¡No sé cómo lo hice! ¿Qué vamos a hacer?

El hombrecillo sacudió la cabeza.

—Te vas a quedar ahí donde estás. Voy a ayudar en lo que me sea posible. Desearía tener una lanza.

El pie del gnomo dejó caer algo de gravilla sobre Simón cuando se alejó.

—¡Por Josua el Manco! —gritó Haestan, y salió de debajo de las blancas ramas del Árbol de Udún para cargar sobre el grupo de Ingen, con Sludig a sus talones.

Tan pronto como ambos llegaron a la zona del valle más cubierta de nieve empezaron a avanzar con más dificultades. Los rastreadores también se dirigieron contra ellos, con la misma lentitud en su avance.

Haestan lanzó una estocada con su pesada espada, pero, antes de que alcanzase al primero de los atacantes, la figura blanca cayó, agarrándose la garganta.

—¡Yiqanuc! —gritó, victorioso, Binabik, y después se agachó para volver a cargar la cerbatana.

El entrechocar de las espadas resonó cuando el primero de los hombres de Ingen llegó hasta donde se encontraban Haestan y Sludig. Los sitha vinieron un instante después, moviéndose con agilidad sobre la nieve, pero aun así los compañeros eran muy inferiores en número. Poco después, el alto Haestan recibió un golpe plano de espada sobre su cabeza encapuchada y cayó con un sonido apagado sobre la nieve. Sólo el salto que dio An’nai para situarse por delante de él salvó al erkyno de ser rematado allí mismo.

Las espadas brillaban en la débil luz, y los gritos de rabia y dolor casi ahogaban el ruido de las armas. A Simón le dio un vuelco el corazón cuando vio que Binabik, cuyos dardos se habían mostrado inservibles contra las gruesas capas de los cazadores, desenvainaba su largo cuchillo del cinturón.

«¿Cómo puede ser tan valiente? Es demasiado pequeño… ¡Lo matarán antes de que pueda acercarse lo suficiente como para usar la espada!».

—¡Binabik! —gritó el muchacho, y se puso en pie. Levantó la pesada espada negra por encima de la cabeza, sintiendo que el enorme peso lo hundía en la nieve mientras avanzaba tambaleándose.

De repente el suelo empezó a inclinarse bajo sus pies. Simón se tambaleó, con las piernas muy separadas, y le pareció que toda la montaña oscilaba. Un chirrido espeluznante le agujereó los oídos, como si fuese el sonido de una pesada piedra arrastrada sobre una cantera. Los combatientes se detuvieron, mudos de asombro, y miraron el suelo que había bajo sus pies. Éste empezó a abultarse, mientras se oía otro horrible chirrido de hielo torturado. En el medio del valle, a sólo unos cuantos codos de donde permanecía Ingen Jegger con la boca abierta a causa de la terrible confusión, se elevó una gran plancha de hielo, crujiendo y doblándose, esparciendo una gran cantidad de polvo de nieve.

Sacudido por el súbito movimiento del suelo, Simón tropezó y fue tambaleándose, con Espina en sus brazos, hasta llegar justo en medio de los combatientes. Nadie pareció darse cuenta de su presencia: todos se habían quedado helados como si el hielo del Árbol de Udún hubiese convertido su sangre en escarcha, con los ojos desorbitados ante la imposibilidad de lo que iba apareciendo por debajo de la nieve.

El dragón de hielo.

Una cabeza como de serpiente, tan larga como un hombre, apareció por la grieta recién formada, llena de escamas blancas sobre una boca dentada. Los ojos eran azules y parpadeaban. La cabeza se movió de lado a lado sobre el largo cuello, como si observara llena de curiosidad a las diminutas criaturas que la habían despertado de largos años de sueño. Entonces, con una increíble rapidez se inclinó y atrapó a uno de los rastreadores entre sus dientes, lo partió por la mitad y se tragó las piernas. El roto y sanguinolento torso cayó en la nieve como un trapo destrozado.

¡Igjarjuk!… Es ¡Igjarjuk! —se oyó que decía Binabik.

La brillante cabeza atrapó a otro encapuchado blanco que chilló de terror. El resto se dispersó, con los rostros vacíos a causa de tanto horror. Unas garras de color blanco aparecieron por el borde de la cornisa y el inmenso cuerpo del dragón, cuya espalda aparecía cubierta por un extraño y pálido pelo, amarillento como pergamino viejo, empezó a hacerse visible. Una cola semejante a un látigo, larga como un campo de torneo, barrió a dos de los cazadores, que cayeron al vacío.

Simón se desplomó sobre la nieve a causa de la impresión, incapaz de creer en el ser horroroso que se asomaba por el borde de la grieta como un gato por el respaldo de una silla. La inmensa cabeza se inclinó para mirarlo, y los lóbregos y azules ojos lo observaron con tranquila y perenne malicia. La cabeza se estremeció, como si tratase de mirar a través del agua con aquellos ojos vacíos como grietas glaciales. Los ojos lo vieron y parecieron reconocerlo. El dragón era tan viejo como los cimientos de la montaña, y tan sabio, cruel y despreocupado como el mismo Tiempo.

Las mandíbulas se separaron y una lengua negra se abrió camino hacia el exterior, como saboreando el aire. La cabeza se acercó más al muchacho.

—¡Ske’i, engendro de Hidohebhi! —gritó una voz.

Un instante después, An’nai había saltado sobre los cuartos traseros de la criatura, donde se agarró al espeso pelo para sostenerse. Mientras cantaba, el sitha levantó su espada y la hundió en una escamosa pierna. Simón se puso en pie y retrocedió tambaleándose, a la vez que el dragón se desembarazaba del sitha con un golpe de cola; An’nai voló unos cincuenta codos antes de estrellarse contra la nieve del borde del valle, a poca distancia de la nada. Jiriki se lanzó hacia su compañero con un grito de rabia y desesperación.

—¡Simón! —llamó el gnomo—. ¡Corre! ¡Ya no podemos hacer nada!

Al oír el grito de Binabik, la niebla que había empañado el entendimiento del muchacho empezó a disiparse. Instantes después se incorporó y corrió tras el príncipe. Binabik, que se encontraba en el extremo más alejado de la grieta, corrió hacia atrás al mismo tiempo que el dragón empezaba a repartir golpes a diestro y siniestro con su larga cola y sus mandíbulas se cerraban sobre la nada produciendo un sonido parecido al de una puerta de hierro. El hombrecillo cayó en una hendidura del hielo y desapareció.

Jiriki se inclinó sobre el cuerpo de An’nai, que continuaba inmóvil como una estatua. Corriendo todo lo que podía hacia donde estaban los sitha, Simón echó una mirada por encima del hombro y vio que Igjarjuk bajaba de las rotas almenas de hielo y se movía por el pequeño valle. Sus cortas patas agrietaban el suelo mientras andaba. Así fue acortando la distancia que lo separaba de su presa.

El chico trató de gritar el nombre de Jiriki, pero la garganta no le respondió; todo lo que salió de ella fue un extraño gruñido. El sitha se dio la vuelta. Sus ambarinos ojos brillaban. Se levantó y se puso en pie junto al cuerpo de su camarada, con la larga espada de madera embrujada, llena de grabados rúnicos, ante él.

—¡Acércate, Viejo! —gritó—. Ven y prueba a Indreju. ¡Hijo bastardo de Hidohebhi!

Simón hizo una mueca mientras trataba de llegar hasta el príncipe y pensó que éste no tenía necesidad de gritar pues el dragón se acercaba por propia voluntad.

—Ponte detrás… —empezó a decir el sitha cuando el chico llegó junto a él; después dio un repentino salto hacia adelante: la nieve que tenía bajo los pies había caído al vacío. Jiriki resbaló hacia atrás, acercándose al borde del valle y a la nada que se extendía más allá. Desesperado, trató de agarrarse a la nieve del límite del precipicio y se detuvo, colgando en el vacío. An’nai, un retorcido cuerpo ensangrentado, permanecía a un codo de distancia.

—¡Jiriki…! —empezó a decir Simón, pero se detuvo.

Detrás de él oyó un ruido como un trueno. Se dio la vuelta y vio la inmensa mole de Igjarjuk que se acercaba a él, balanceando la cabeza a causa del movimiento de las piernas. Se lanzó hacia un lado, alejándose de Jiriki y de An’nai, rodó por el suelo y volvió a levantarse. Los azules ojos lo siguieron en su desplazamiento, y la criatura, ahora a tan sólo cien pasos de distancia, se desvió para seguirlo.

Simón se dio cuenta de que todavía cargaba con Espina. La levantó y notó que, de repente, se le hacía tan ligera como una vara de sauce, y parecía cantar en sus manos, como si fuese afilada por el viento. Volvió a lanzar otra mirada por encima del hombro: tras él sólo tenía unos cuantos pasos de terreno y, más allá, el aire vacío. Uno de los distantes picos apareció entre la niebla que se dispersaba, a través del abismo: blanco, tranquilo, sereno.

«Que Jesuris me proteja —pensó—, ¿por qué el dragón no hace ruido alguno?». —Su cerebro parecía flotar suelto por el interior del cuerpo. Una de sus manos se levantó para tocar la bufanda de Miriamele, que colgaba en su cuello, y después volvió a coger la empuñadura envuelta en cordón plateado. La cabeza de Igjarjuk se inclinó; la garganta le pareció un pozo negro y el ojo, una linterna azul. El mundo parecía haber sido construido en el silencio.

¿Qué podría gritar en aquellos momentos finales?

—¡Aquí estoy! —chilló, y balanceó Espina ante el siniestro ojo—. ¡Soy… Simón!

Algo se clavó en la espada, y el muchacho se vio salpicado de negra sangre, que quemaba como fuego, como hielo, le abrasaba el rostro a la vez que una gran cosa blanca se venía abajo y lo arrastraba hacia la oscuridad.