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Fuego frío y piedra resistente

El sueño se retiró de forma progresiva, se deshizo como la niebla, un terrorífico sueño en el que estaba rodeado por una asfixiante mar verde. No había ni arriba ni abajo; sólo una luz que parecía no venir de parte alguna y que lo llenaba todo, y una multitud de sombras agitándose. Tiburones. Todos ellos poseían los negros ojos, vacíos de toda vida, de Pryrates.

Cuando el mar se retiró, Deornoth salió a la superficie del sueño para quedarse despierto a medias, con una amarga sensación. Las paredes del cuartel de la guardia aparecían débilmente iluminadas por la fría luz de la luna, y la respiración regular de los demás hombres se asemejaba al viento abriéndose camino entre hojas secas.

Aunque el corazón le latía muy apresurado, sintió que el sueño regresaba para reclamar su alma exhausta, y lo tranquilizaba con suaves dedos, murmurando con una dulce voz en sus oídos. Empezó a dejarse llevar, sintiendo su llamada con más suavidad que antes. Esta vez lo llevó a un lugar más brillante, a un lugar de húmedas mañanas y de suave sol de mediodía, al feudo franco de su padre, en Hewenshire, donde había crecido trabajando en los campos junto a sus hermanas y a su hermano mayor. Una parte de su ser todavía no había abandonado el cuartel —sabía que estaba en el noveno día de junen, y que todavía no había amanecido—, pero otra parte había regresado al pasado. Volvió a sentir el olor de la tierra revuelta, y oyó el paciente avanzar del arado y el chirrido de las ruedas del carro mientras el buey tiraba de la carreta, camino abajo, hacia el mercado.

El rechinar se hizo más agudo, a la vez que desaparecía el aroma de los surcos hechos en la tierra. El arado se acercaba cada vez más; el carro ya parecía estar tras él. ¿Acaso se había dormido el conductor? ¿Había dejado alguien sueltos a los bueyes para que vagasen a su antojo por los campos? Sintió un horror infantil.

«Mi padre se pondrá furioso… ¿Era yo? ¿Era yo quien tenía que vigilarlos?». Sabía cómo lo miraría su padre: el arrugado y furioso rostro que no querría saber de excusas, el rostro que el joven Deornoth había asociado con el de Dios al enviar a un pecador al infierno. «¡Madre Elysia! Papá va a coger el atizador para darme, seguro…».

Se sentó en el jergón, respirando con dificultad. El corazón le latía a trompicones, tras el sueño de los tiburones, pero empezó a recuperar la normalidad mientras miraba los barracones.

«¿Cuánto tiempo llevas muerto, padre? —se preguntó, secándose con la muñeca el sudor frío que perlaba su frente—. ¿Por qué me persigues todavía? ¿Es que los años y las oraciones no…?».

Sintió un escalofrío que le recorría la espalda. Ahora estaba despierto, ¿no? Entonces, ¿por qué el implacable crujido del carro no había desaparecido con el sueño?

Se puso en pie en un momento, gritando, y el fantasma paterno desapareció como la llama de una vela apagada por un fuerte viento.

—¡Todos arriba, en pie! ¡A las armas! ¡El asedio ha comenzado!

Luchaba por ponerse la cota de malla mientras recorría la hilera de camas, dando patadas a los dormidos y atontados hombres, y dando instrucciones a los que su primer grito había devuelto a la vida. Se oyeron chillidos de alarma provenientes de la puerta, y el rasgado quejido de una trompeta.

El casco reposaba sin abrochar sobre la cabeza de Deornoth, y el escudo se balanceaba a su lado cuando salió corriendo por la puerta, tratando de ponerse el tahalí con la espada. Asomó la cabeza por los otros barracones y vio que sus moradores ya estaban en pie y recogían rápidamente sus armas.

—¡Naglimundos! —llamó, enarbolando un puño mientras con el otro sostenía el escudo—. ¡Es nuestra prueba! ¡Dios nos ama, ahora tenemos que demostrarlo!

Sonrió al escuchar el ronco grito que le respondió y se dirigió hacia las escaleras, acabando de ponerse el casco.

La parte superior del bastión de la puerta, situado en la muralla oriental, parecía extrañamente deformada por la luz proveniente de la media luna que brillaba por encima. Los refuerzos habían sido acabados tan sólo días atrás y constaban de paredes de madera y de techos que protegerían de las flechas a los defensores. El lugar ya se encontraba parcialmente repleto de guardias a medio vestir y cuyas formas parecían desproporcionadas a causa de los rayos de la luna que se filtraban a través de las rendijas de las fortificaciones.

Las antorchas iluminaron toda la muralla cuando los arqueros y lanceros tomaron posiciones. Otra trompeta rasgó el aire de la noche reuniendo a más soldados en el patio, como un gallo que hubiese perdido la esperanza sobre la llegada del amanecer.

El chirrido de ruedas de madera se hizo más audible. Deornoth miró a través de la desnuda vertiente que se extendía ante los muros del pueblo, buscando la fuente del ruido, aunque sabía de qué se trataba, pero no por ello se encontraba más dispuesto a verlo.

—¡Por el Árbol Sagrado! —exclamó, y oyó que los hombres a su alrededor repetían el juramento.

Moviéndose hacia ellos, con tanta lentitud como gigantes renqueantes, tomando forma entre las sombras inmediatamente anteriores al amanecer, aparecieron seis grandes torres de asedio, tan altas como las murallas de Naglimund y con forma de gigantescos osos. Avanzaban como árboles altísimos. Los gruñidos y gritos de los hombres ocultos que las empujaban y el chirrido de las ruedas, grandes como casas, daban la impresión de ser las voces de monstruos que habían dejado de ser vistos desde tiempos muy remotos.

Deornoth se vio invadido por una desagradable oleada de miedo. Por fin había llegado el rey, y ahora su ejército avanzaba hacia las puertas de la fortificación. ¡Fuera cual fuese el resultado de todo aquello, la gente cantaría sobre ello algún día!

—¡No malgastéis las flechas! —gritó, al ver que unos cuantos defensores empezaban a lanzar dardos en la oscuridad, y que éstos se quedaban cortos pues los atacantes todavía se encontraban fuera de su alcance.

El ejército de Elías, como respuesta al parpadeo de las antorchas sobre las murallas de Naglimund, hicieron tronar sus tambores en medio de la oscuridad, como un rugido que fuera elevando su volumen y convirtiéndolo en un monótono redoble en dos tiempos; daba la impresión de tratarse del eco de los pasos de un gigante. Los defensores, a su vez, hicieron sonar los cuernos de guerra desde cada torreón, un débil sonido que quedaba parcialmente oculto bajo el estrépito de los tambores, pero que, no obstante, anunciaba vida y resistencia.

Deornoth sintió un contacto en el hombro, levantó la vista y vio dos sombras con armadura junto a él: se trataba de Isorn y de Einskaldir, que llevaba un casco de acero sin adornos pero con una protección nasal. Los ojos del barbudo rimmerio brillaban como antorchas cuando posó una firme mano sobre el hijo de su señor Isgrimnur y lo apartó con suavidad, pero firmemente, para alcanzar el parapeto. Miró hacia la oscuridad y gruñó como un perro.

—Allí —rezongó, señalando la base de las torres de asedio—, a los pies de los grandes osos, mirad las cuñas de piedra y el ariete —dijo, indicando otras grandes máquinas que se movían junto a las torres. Algunas de ellas eran catapultas muy grandes, con sus fuertes brazos amartillados como si fueran cabezas de asustadas serpientes. Otras parecían ser estructuras de parapeto, cubiertas de planchas metálicas y diseñadas como cangrejos de duros caparazones para avanzar a salvo bajo la lluvia de flechas de los defensores y llegar al pie de la muralla, donde cumplirían las tareas que les habían sido asignadas.

—¿Dónde está el príncipe? —preguntó el capitán, incapaz de apartar sus ojos de los artefactos que se acercaban.

—Ahora viene —respondió Isorn, de puntillas para tratar de ver algo por encima de Einskaldir—. Ha estado con Jarnauga y el archivador desde que volvisteis de parlamentar. Espero que hayan preparado alguna maravillosa estratagema que nos dé dureza o que detenga al rey. Míralos, Deornoth. —Señaló hacia las difusas y hormigueantes formas que conformaban el ejército real—. Son demasiados.

—¡Por las Llagas de Aedón! —gruñó Einskaldir, y volvió sus ojos para mirar a su compañero—. Dejad que se acerquen. Nos los comeremos y después escupiremos lo que quede de ellos.

—Entonces —dijo Deornoth, y esperó conseguir que aflorase una sonrisa en su rostro—, con la ayuda de Dios, el príncipe y Einskaldir, ¿qué podemos temer?

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El ejército del rey apareció en la llanura tras los ingenios de asedio y se extendió por entre los campos todavía inundados por la niebla como moscas sobre una piel de manzana. Las tiendas, que surgían por todas partes, parecían brotar de la tierra como setas.

El amanecer llegó lentamente, acompañando el movimiento de los sitiadores. El oculto sol sólo asomaba una pequeña parte de sí tras el manto de la oscuridad de la noche.

Las grandes torres de asedio, que se habían detenido durante al menos una hora, como centinelas soñolientos, volvieron a avanzar sin previo aviso. Los soldados correteaban de aquí para allá por entre las grandes ruedas, esforzándose en tirar de las cuerdas para empujar las torres por la vertiente. Cuando al fin entraron en la línea de alcance de los defensores, los arqueros situados en las murallas dispararon con terrorífica alegría cientos de siseantes dardos, como si junto a las flechas se despojasen de las angustias de sus corazones. Después de la primera e insegura andanada, empezaron a mejorar la puntería y muchos de los hombres del rey cayeron muertos o heridos, mientras las ruedas de sus propias máquinas de guerra los aplastaban contra el suelo en medio de sus terroríficos aullidos. Cada vez que caía uno de ellos atravesado por una flecha, otro aparecía inmediatamente y ocupaba su lugar para tirar de la cuerda. Las torres de asedio rodaban hacia las murallas, sin poder ser detenidas. Los arqueros reales ya estaban lo suficientemente cercanos como para poder contestar a los disparos de los defensores. Las flechas volaron en ambos sentidos como abejas enloquecidas. Mientras las máquinas crujían y traqueteaban hacia las murallas, el sol salió por entre las nubes y las almenas aparecieron teñidas de rojo en algunos puntos.

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—¡Deornoth! —El blanco rostro del soldado brillaba como la luna llena en el interior de su casco—. ¡Grimstede os pide que vengáis, y rápidamente! ¡Han emplazado escalas de asalto contra la muralla, bajo la torre Densinis!

—¡Dios mío!

El capitán apretó los dientes lleno de frustración y se dio la vuelta para mirar a Isorn. El rimmerio había tomado el arco de un herido y ayudaba a mantener despejados las últimas anas de terreno que separaban las murallas de las torres de asalto, perforando a cualquier soldado lo suficientemente loco como para salir de los parapetos de los ingenios y tratar de agarrar las cuerdas sueltas al viento.

—¡Isorn! —gritó—. ¡Mientras hemos tratado de mantener alejadas las torres han colocado escalas en la muralla sureña!

—¡Entonces id allá! —El hijo de Isgrimnur no levantó la vista de la punta de la flecha que estaba a punto de ser disparada—. ¡Me reuniré con vos en cuanto pueda!

—¿Dónde está Einskaldir? —preguntó, y por el rabillo del ojo vio que el soldado que le había traído el mensaje se agitaba lleno de temerosa impaciencia.

—¡Sabrá Dios!

Volviendo a maldecir entre dientes, Deornoth bajó la cabeza y corrió tras el mensajero de sir Grimstede. En su camino fue reuniendo a una media docena de guardias, hombres cansados que se habían dejado caer durante un instante al abrigo de las almenas para recuperar el aliento. Al verse requeridos, sacudieron la cabeza con pesar, pero se abrocharon los cascos y lo siguieron. El capitán era un hombre en quien confiaban; muchos lo llamaban «la mano derecha del príncipe».

«Pero Josua tuvo mala suerte con su primera mano derecha —pensó Deornoth, con amargura, mientras corría por la plataforma de las murallas, sudando a pesar del frío—. Espero que esta nueva mano le dure más. A propósito, ¿dónde andará el príncipe? De todas las ocasiones en que habría que verlo…».

Rodeó la torre Dendinis y quedó sorprendido al ver retroceder a los hombres de sir Grimstede y subir por las almenas a los cellodshirenos vestidos de rojo y azul del barón Godwig, que se desparramaban por los muros cercanos.

—¡Por Josua! —vociferó, y se lanzó hacia adelante.

Los hombres que los seguían respondieron a su grito al unísono y se lanzaron contra los sitiadores con el resonar de espada contra espada, y por un instante consiguieron detener a los shirenos. Uno de ellos cayó, gritando, desde lo alto de las almenas, y agitó los brazos como si eso lo pudiera mantener en el frío aire. Los hombres de Grimstede recuperaron la moral y consiguieron hacer retroceder a los atacantes. Deornoth cogió una lanza junto a un cuerpo caído y, apoyando un extremo sobre su hombro, empujó una de las altas escalas que trepaban hasta lo alto de las murallas.

Poco después se le unieron dos de sus hombres, y juntos consiguieron echar la escala abajo; se balanceó hacia el otro lado y los sitiadores que por ella subían chillaron y maldijeron con bocas tan abiertas como agujeros vacíos. Por un instante la escalera se mantuvo en equilibrio, sin inclinarse hacia adelante ni hacia atrás, perpendicular al cielo y la tierra; pero finalmente se ladeó hacia atrás, hacia el suelo, y dejó caer como fruta madura a los hombres subidos a ella.

Poco tiempo después sólo quedaban vivos un par de atacantes sobre la pasarela de las almenas. Los defensores empujaron las restantes tres escalas y Grimstede ordenó que sus hombres hicieran rodar una de las grandes piedras que no habían tenido tiempo de lanzar cuando el asalto comenzó. La tiraron por encima de las murallas y cayó por la parte más baja del muro: aplastó las escalas en él apoyadas convirtiéndolas en astillas y mató a uno de los hombres que se había sentado donde había caído y permanecía mirando, con expresión idiotizada, la gran piedra que rodaba hacia él.

Uno de los defensores —un joven barbudo que una vez había jugado a los dados con Deornoth— aparecía tendido, muerto, con el cuello partido por el canto de un escudo. También habían caído cuatro de los hombres de sir Grimstede y aparecían desplomados como espantapájaros derribados por el viento entre otros siete hombres de Cellodshire, que tampoco habían sobrevivido al fallido asalto.

—Siete aquí y media docena más en la escalera —contó el caballero, mirando con satisfacción hacia los cuerpo retorcidos y al destrozo de abajo—. Ahí, bajo el muro, parece que también han tenido más pérdidas que nosotros, unas cuantas más.

Deornoth se sintió mal; el hombro herido le dolía como si le hubiesen clavado un puñal.

—El rey tiene… muchos más hombres que nosotros —replicó—. Puede… permitirse perderlos o tirarlos como si fuesen pieles de manzana.

Ahora supo que acabaría poniéndose enfermo y se dirigió al borde de la muralla.

—Pieles de manzana… —volvió a decir, y se inclinó por encima del parapeto, demasiado dolorido como para sentir vergüenza.

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—Volved a leerlo —dijo Jarnauga, mirando sus dedos unidos.

El padre Strangyeard lo miró con la boca abierta como para formular una pregunta, pero se oyó un impacto que hizo temblar el edificio y el rostro del sacerdote tuerto reflejó una mirada de pánico. Inmediatamente se apresuró a trazar un Árbol sobre la pechera de su hábito negro.

—¡Piedras! —exclamó, con voz estridente—. ¡Están…, están tirando piedras por encima de la muralla! ¿No deberíamos…, no es allí…?

—Los hombres que luchan sobre las almenas también están en peligro —declaró el viejo rimmerio, con rostro severo—. Nosotros estamos aquí, porque es donde mejor servimos. Nuestros camaradas buscan una espada en el blanco norte, enfrentándose a peligros mortales. Otra de ellas ya está en manos de nuestro enemigo, que nos ha puesto cerco. Cualquier pequeña esperanza que pueda existir sobre el paradero de la espada de Fingil es nuestra responsabilidad encontrarla. —Su expresión se ablandó al mirar al preocupado Strangyeard—. Las piedras que alcancen el bastión interior deben venir por encima de las murallas que hay tras esta habitación. Corremos muy poco riesgo. Ahora, por favor, volved a leer el pasaje. Hay algo en él que no llego a comprender, pero que parece importante.

El alto sacerdote miró la página durante unos instantes. Cuando la habitación quedó en silencio, una oleada de gritos y exhortaciones ahogadas por la lejanía se introdujo a través de la ventana como una niebla. Strangyeard torció la boca.

—Leed —sugirió Jarnauga.

El sacerdote se aclaró la garganta.

«… Así que Juan bajó por los túneles que existían bajo Hayholt —humeantes y húmedos pasillos a causa del aliento de Shurakai—, desarmado a excepción de una lanza y un escudo, y se acercó a la guarida del dragón. Estaba, sin duda, tan asustado como seguiría estando durante el resto de su larga vida…».

De repente dejó de leer.

—¿Y eso de qué nos sirve, Jarnauga? —Algo impactó contra el suelo, a no demasiada distancia de donde se encontraban, como si fuese el martillo de un gigante. Strangyeard no le hizo caso, estoicamente.

—¿Queréis…, queréis que continúe, que lea la batalla del rey Juan contra el dragón?

—No. —El anciano agitó una huesuda mano—. Leed el pasaje final. El sacerdote pasó varias páginas.

«… Así fue como volvió a salir a la luz de forma inesperada, pues nadie contaba con su regreso. Los que se habían quedado en la boca de la cueva —lo que en sí ya era una muestra de gran valor, pues, ¿quién sabe lo que puede ocurrir al permanecer a la puerta del túnel de un dragón furioso?— se entregaron a loas y alabanzas cuando vieron que Juan de Warinsten salía vivo de la morada del dragón y se sorprendieron grandemente cuando vieron la inmensa garra, llena de escamas, que cargaba sobre su hombro ensangrentado. Marcharon por delante de él gritando y condujeron su caballo con aire triunfal a través de la entrada de Erchester. Sus habitantes se asomaron por puertas y ventanas. Algunos dicen que todos aquellos que profetizaron la horrible muerte de Juan y las funestas consecuencias de la acción del caballero sobre sus propias existencias, ahora eran los que lo aclamaban más vivamente por su gran hazaña. La noticia corrió rápidamente y se formaron grandes concentraciones de ciudadanos que tiraban flores al paso de Juan; éste llevaba a Clavo Brillante alzada ante él, como una antorcha, a través de la ciudad que ahora era suya…».

Strangyeard suspiró y volvió a depositar el manuscrito en el interior de la caja de madera de cedro que había buscado expresamente para él.

—Tengo que decir que es una hermosa y apasionante historia, Jarnauga. Y Morgenes, hummm, sí, la ha escrito muy bien; pero ¿de qué nos sirve?

El anciano miró los prominentes nudillos de sus manos y frunció el entrecejo.

—No le sé. Pero hay algo, ahí hay algo. Consciente o inconscientemente, el doctor puso algo ahí. ¡Cielos y nubes y piedras! ¡Casi puedo tocarlo! ¡Me siento ciego!

Otra oleada de ruido les llegó a través de la ventana; gritos de preocupación y el pesado entrechocar de las armaduras de una compañía de guardias que corrían por el patio.

—Creo que no tenemos demasiado tiempo para pensar en ello, Jarnauga —dijo Strangyeard.

—No, creo que no —respondió el viejo rimmerio, y se frotó los ojos.

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A lo largo de toda la tarde las oleadas lanzadas por el ejército del rey Elías embistieron contra los acantilados de las murallas de Naglimund. El débil sol reflejaba los pulidos metales de los cascos y mallas de los soldados que subían por las escalas, sólo para ser repelidos por los defensores del castillo. De vez en cuando las fuerzas del rey abrían una brecha en el anillo de hombres combativos y resistente piedra, pero acababan siendo rechazadas. El gordo Ordmaer, barón de Utersall, cubrió una de esas aberturas durante largos minutos, y se batió cuerpo a cuerpo con los soldados que subían por las escalas. Mató a cuatro de ellos y mantuvo al resto alejado hasta que le llegó ayuda, aunque ya lo habían herido de muerte durante la escaramuza.

Fue el príncipe Josua el que acudió con la tropa de guardias para asegurar la defensa del aquel trozo de muralla y destruir la escalera. La espada de Josua, Naidel, parecía un rayo de sol parpadeando entre las hojas, cortando aquí y allá, matando hombres mientras sus atacantes empuñaban pesadas espadas o inadecuadas dagas.

El príncipe lloró cuando fue encontrado el cuerpo de Ordmaer. Aunque no había existido un vínculo de intimidad entre el barón y él, su muerte había sido heroica, y en el clímax de la batalla su caída le pareció que era representativa de todas las demás: la de los lanceros, arqueros e infantes de ambas partes que morían en un baño de sangre bajo los fríos y nublados cielos. Josua ordenó que los voluminosos restos del barón fueran llevados a la capilla del castillo. Los guardias, aunque maldijeron en silencio, cumplieron la orden.

Cuando el rojizo sol empezó a desaparecer por el horizonte occidental, el ejército del rey Elías pareció empezar a ceder, a abandonar. Sus tentativas dirigidas a empujar los ingenios de guerra contra los muros se estrellaban contra una cortina de flechas y los intentos fueron menores; igualmente, los que pretendían subir por las escalas empezaron a abandonarlas a la primera resistencia que encontraban por parte de los defensores. A los erkynos les resultaba difícil luchar contra erkynos, aun bajo las órdenes del Supremo Rey. Y todavía les resultaba más difícil cuando sus hermanos luchaban como fieras acorraladas en su madriguera.

A la puesta de sol se oyó la llamada de un cuerno que flotó a través del terreno, proveniente del campo de tiendas, y las fuerzas de Elías empezaron a retroceder, llevándose a rastras a los heridos e incluso a muchos de los muertos. Dejaron tras ellos las torres de sitio y las pantallas bajo las que se resguardarían a la mañana siguiente, antes del asalto. El cuerno volvió a sonar, y esta vez lo hizo acompañado del redoble de tambores, como para recordar a los defensores que el gran ejército del rey, al igual que el verde océano, podía seguir enviando oleadas continuamente. Daba la impresión de que los tambores anunciasen que incluso las más firmes piedras acabarían por caer.

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Las torres de asedio, plantadas como silenciosos obeliscos ante las murallas, recordaban que Elías tenía la intención de regresar. Las habían dejado cubiertas con pellejos mojados para impedir que ardiesen a causa de alguna flecha incendiaria, pero Eadgram, el jefe de la guarnición, había pensado en ello durante todo el día. Después de pedir consejo a Jarnauga y a Strangyeard, pareció que al fin había elaborado algún tipo de plan.

En silencio, mientras las últimas tropas del rey acababan de descender la pendiente que las conducía a su campamento, Eadgram mandó a sus hombres que cargasen de aceite las barricas de vino y que las dispusieran sobre las dos pequeñas catapultas de Naglimund. Cuando fueron lanzadas, las barricas fueron dando vueltas por el aire hasta más allá de las murallas para ir a chocar contra los mantos de cuero que cubrían las torres. Una vez realizada la primera parte del plan, sólo era cuestión de enviar algunas flechas embreadas y pocos minutos más tarde las cuatro inmensas torres se habían convertido en gigantescas antorchas.

No hubo nada que los hombres de Elías pudieran hacer para aplacar el incendio. Los defensores que se habían arracimado sobre las murallas aplaudieron y gritaron, cansados pero animosos, mientras las anaranjadas llamas crepitaban frente a ellos, iluminando las almenas.

Cuando el rey llegó montado a caballo desde el campamento, envuelto en su gran capa negra, como un hombre proveniente de las sombras, los defensores de Naglimund lo abuchearon. El monarca levantó su extraña espada gris y gritó como un poseso para que la lluvia cayese y apagase las hogueras en que se habían convertido las torres, ante lo cual los hombres de Josua sonrieron incómodos. Sólo al cabo de un rato, mientras el rey iba de aquí para allá con su capa negra como ala de cuervo ondeando al frío viento, empezaron a entender, a través de la horrible cólera que podía percibirse en su voz, que verdaderamente esperaba que la lluvia hiciese acto de presencia ante su requisitoria, y que se sentía ultrajado al no ser así. Las risas se apagaron y dieron paso a un temeroso silencio. Uno tras otro, los defensores de Naglimund abandonaron su júbilo y descendieron de las almenas para atender sus heridas. Después de todo, el asedio apenas había comenzado. No parecía que fuese a haber tregua ni descanso a este lado del cielo.

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—He vuelto a tener extraños sueños, Binabik.

Simón había conducido su caballo hasta cabalgar junto a Qantaqa, a algunas yardas por delante del resto del grupo. Era un día despejado, pero hacía un frío terrible. Se trataba de su sexto día a través de la blanca tierra Baldía.

—¿Qué clase de sueños?

El muchacho se ajustó la máscara que le había confeccionado el gnomo, una tira de piel con un corte alargado en ella, para resguardarse del reflejo de la nieve.

—He soñado con la Torre del Ángel Verde… o una torre similar. Ayer por la noche soñé que se teñía de sangre.

Binabik lo miró tras su propia máscara y después señaló una pequeña extensión gris que corría paralela al horizonte, en la base de las montañas.

—Ahí, estoy seguro, está la linde de Dimmerskog, o Qilakitsoq, como apropiadamente lo llama mi gente: el Bosque Sombrío. Tendríamos que llegar en aproximadamente un día.

Simón miró la tenebrosa franja y se sintió lleno de frustración.

—Ese maldito bosque no me preocupa en absoluto —dijo, con brusquedad—, estoy harto de hielo y nieve, hielo y nieve. ¡Nos vamos a congelar en esta maldita nada! ¡¿Qué te parecen mis sueños?!

El gnomo se meneó mientras Qantaqa pasaba por encima de unos montones de nieve. A través del viento se podía oír a Haestan que le gritaba algo a uno de sus compañeros.

—Yo también estoy lleno de pesar —añadió Binabik, en tono comedido, como para ajustar su charla a la cadencia del avance—. En Naglimund permanecí dos noches sin poder dormir, sin dejar de pensar en si te iba a perjudicar el acompañarme en este viaje. No tengo conocimientos para saber lo que pueden significar tus sueños, y la única forma en que podemos descubrirlo es caminando por el Sendero de los Sueños.

—¿Como hicimos en casa de Geloë?

—No tengo demasiada confianza en mis poderes para hacerlo, al menos no aquí, ni ahora. Es posible que tus sueños nos pudieran ayudar, pero no me encuentro preparado para andar por el Sendero en este momento. Ahora nos encontramos aquí, y éste era nuestro destino. Sólo puedo decir que he hecho lo que me parecía mejor.

Simón pensó en ello y gruñó.

«Sí, aquí estamos. Binabik tiene razón; ya hemos llegado hasta aquí y es demasiado tarde para dar marcha atrás».

—¿Inelu…? —Hizo la señal del Árbol con dedos que temblaban a causa no sólo del frío—. ¿El Rey de la Tormenta es… el Diablo? —preguntó, al fin.

—¿El Diablo? ¿El Enemigo de vuestro Dios? ¿Por qué lo preguntas? Ya oíste lo que dijo Jarnauga…, y ya sabes lo que es Ineluki.

—Creo que sí. —Se estremeció—. Es que… lo veo en mis sueños. Bueno, al menos creo que es él. Tiene ojos rojos, eso es todo lo que vi, de verdad, y lo demás es negro… como las ramas quemadas, y en algunos lugares se puede ver a través de él. —El chico se sintió enfermo al recordarlo.

El gnomo se encogió de hombros y se agarró el largo pelo del cuello de la loba.

—No es vuestro Diablo, amigo Simón. Es el mal, o al menos creo que las cosas que quiere resultarían dañinas para nosotros, y eso ya es el mal.

—¿Y… el dragón? —preguntó el joven, dudando.

Binabik volvió el rostro para mirarlo a través de su máscara.

—¿Dragón?

—El que vive en la montaña. Ése cuyo nombre no puedo decir.

El gnomo rió a carcajadas, expeliendo nubecillas de vapor.

—¡Se llama Igjarjuk! ¡Hija de las Montañas, tienes muchas preocupaciones, joven amigo! ¡Demonios, dragones! —Recogió una de sus propias lágrimas con un dedo enguantado y se la mostró a Simón—. ¡Mira! —sonrió—. Como si hubiera necesidad de hacer más hielo.

—¡Pero había un dragón! —exclamó el muchacho con fiereza—. ¡Lo dice todo el mundo!

—Hace ya mucho tiempo, Simón. Es un lugar de mal agüero, pero se debe más a su lejanía que ninguna otra cosa; así lo creo. Las leyendas qanuc cuentan que un gran gusano de hielo vivió allí una vez, y mi pueblo no se acerca a ese lugar, pero ahora opino que debe de tratarse de un sitio frecuentado por leopardos y criaturas similares. No creo que existan cosas realmente peligrosas. Los Hunën, como ya sabemos por propia experiencia, se mueven estos días por otras zonas.

—Así pues, ¿no hay nada que temer? Hay cosas terribles que me han estado dando vueltas por la cabeza durante toda la noche.

—No he dicho que no tuviéramos nada que temer, Simón. Nunca debemos olvidar que tenemos enemigos; algunos de ellos, por lo que parece, son muy poderosos.

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Pasaron otra noche en la fría Tierra Baldía y encendieron una hoguera en la oscura vacuidad de los campos nevados. Lo que más le hubiera gustado en el mundo a Simón hubiera sido poder arrebujarse en una cama, en Naglimund, cubierto de mantas, aunque a sus puertas se hubiera desencadenado la más terrible y sangrienta batalla de la historia de Osten Ard. Estaba convencido de que si ahora mismo alguien le ofrecía un cálido y seco lugar en que dormir, mentiría, mataría o tomaría el nombre de Jesuris en vano con tal de conseguirlo. Mientras se envolvía en la manta de montar y trataba de que sus dientes dejasen de castañetear, estaba seguro de que las pestañas se le estaban helando.

Los lobos aullaban quejumbrosos en la oscuridad sin fin que se extendía más allá de las débiles llamas, enzarzados en una apagada e intrincada conversación. Dos noches antes, cuando los compañeros habían empezado a oír sus quejidos, Qantaqa se pasó toda la noche caminando nerviosa alrededor de la hoguera del campamento. Desde entonces parecía haberse acostumbrado a los aullidos nocturnos de sus congéneres, y sólo les respondía de vez en cuando con algún gemido.

—¿Por qué no les contesta? —preguntó Haestan, preocupado.

El erkyno procedía de las llanuras del norte, y sentía por los lobos el mismo aprecio que Sludig, aunque casi había llegado a sentir simpatía por la montura de Binabik.

—¿Por qué no les dice que's vayan' rondar a otros?

—Al igual que ocurre entre los hombres, no todas las tribus de la especie de Qantaqa conviven en paz —replicó el gnomo, haciendo que todavía estuvieran más intranquilos.

Aquella noche el animal hacía todo lo que era posible para desoír los aullidos: fingía dormir, pero se descubría al erguir las orejas en la dirección de los ladridos. Mientras Simón se arrebujaba aun más en la manta, pensó que la serenata de los lobos era el sonido más solitario que jamás había escuchado.

«¿Por qué estoy aquí? —se preguntó—. ¿Por qué estamos aquí todos nosotros? Buscando una espada a través de la horrible nieve. Una espada en la que nadie ha pensado desde hace muchos años. ¡Mientras tanto, la princesa y todos los demás permanecen en el castillo esperando el ataque del rey! ¡Qué estupidez! Binabik creció en las montañas, entre la nieve; Grimmric, Haestan y Sludig son soldados; y sólo Aedón puede saber qué es lo que quieren los sitha. ¿Por qué estoy yo aquí? ¡Menuda estupidez!».

Los aullidos fueron desapareciendo. Un largo dedo índice tocó la mano de Simón y le hizo dar un respingo.

—¿Escuchas a los lobos, Seomán? —le preguntó Jiriki.

—Es difícil no hacerlo.

—Cantan fieras canciones. —El príncipe sacudió la cabeza—. Son como tu especie mortal. Cantan sobre los lugares en los que han estado, y sobre lo que han visto y olfateado. Se dicen unos a otros por dónde anda el reno, y quién ha tomado a quién por compañero, pero sobre todo gritan: ¡Estoy aquí! ¡Estoy aquí! —Sonrió, con los ojos empañados, mientras miraba las llamas de la hoguera.

—¿Y e-eso es lo que pensáis que… decimos los m-m-mortales?

—Mediante palabras y sin ellas —respondió Jiriki—. Debes tratar de ver las cosas con nuestros ojos. Para los Zida’ya, vuestras gentes dan a menudo la impresión de ser niños. Creéis que los longevos sitha no duermen, creéis que permanecemos despiertos a través de la larga noche de la historia. Vosotros, los hombres, como los niños, deseáis permanecer ante la chimenea con vuestros mayores, y escuchar canciones e historias y observar el baile.

El príncipe hizo un gesto señalando lo que los rodeaba, como si la oscuridad estuviese poblada de invisibles juerguistas.

—Pero Simón, no podéis —continuó en tono amable—, no debéis. A vuestro pueblo os ha sido concedido dormir el sueño final, así como a nosotros se nos ha concedido caminar y cantar bajo las estrellas a lo largo de toda la noche. Tal vez hay más riqueza en vuestros sueños de lo que nosotros, los Zida’ya, podamos llegar a comprender.

Las estrellas que pendían del oscuro cielo parecieron apartarse, hundirse más profundamente en la vasta noche. El muchacho pensó en los sitha y en una vida que no tuviera fin, y no pudo imaginarse cómo sería eso. Helado hasta los huesos —incluso hasta el alma—, se echó hacia adelante para acercarse al fuego y se quitó los húmedos mitones para calentarse las manos.

—Pero los sitha pueden morir, ¿no…, no…, no es así? —preguntó con preocupación y maldiciendo su tartamudez.

Jiriki se acercó más a él y entrecerró los ojos. Por un instante el muchacho pensó que iba a golpearlo a causa de su temeridad. Pero, en vez de eso, cogió su temblorosa mano y la ladeó.

—Tu anillo —dijo, mirando el elaborado diseño—. No lo había visto antes. ¿Quién te lo ha dado?

—Mi…, mi maestro. Bueno…, supongo que lo era —añadió Simón—. El doctor Morgenes de Hayholt. Se lo dio a Bi…, Binabik para que me lo entregase.

El frío y fuerte apretón de la mano del príncipe resultaba intranquilizador, pero no se atrevió a liberarse.

—¿Así que eres uno de los que conocen el Secreto? —preguntó el sitha, mirándolo con intensidad. Sus ojos dorados, llenos del reflejo de las llamas, resultaban pavorosos.

—¿Se…, secreto? ¡N… n… no! ¡No, yo no conozco ningún secreto!

Jiriki lo siguió observando durante algunos instantes con tanta seguridad como si lo hubiese agarrado con ambas manos.

—Entonces, ¿por qué te dio el anillo? —inquirió, más para sí mismo, sacudiendo la cabeza mientras liberaba a Simón—. ¡Y yo te di una Flecha Blanca! Los Antepasados han construido, en verdad, un extraño camino para nuestro encuentro.

El príncipe se volvió para mirar la hoguera, y el chico estaba seguro de que no respondería a sus preguntas.

«Secretos —pensó Simón, con amargura—. ¡Más secretos! ¡Binabik los tiene, Morgenes también los tuvo y los sitha parecen estar llenos de ellos! ¡No quiero saber nada de ningún otro secreto! ¿Por qué he tenido que ser escogido para este castigo? ¿Por qué todo el mundo parece tener que esconder sus horribles secretos lejos de mí?».

Estuvo gritando en silencio durante un rato, con las rodillas apretadas y estremeciéndose, deseando cosas imposibles.

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Alcanzaron las estribaciones orientales de Dimmerskog al atardecer del día siguiente. Aunque el bosque parecía encontrarse cubierto de un espeso manto de blanca nieve, no tenía el aspecto de ser, como lo había llamado Binabik, un lugar de sombras. El grupo no pasó a través de él, y no lo hubieran hecho ni siquiera para acortar su camino, pues la atmósfera del bosque parecía cargada de presagios. Los árboles, a pesar de su tamaño —algunos de ellos eran muy grandes—, parecían empequeñecidos y retorcidos, como si se hubiesen combado amargamente bajo su carga de ramas y nieve. Los espacios abiertos entre los contorsionados troncos serpenteaban a lo largo de la frondosidad, como si fuesen túneles excavados por algún gran topo borracho, que seguramente conducirían a peligrosas y secretas profundidades.

Pasaron casi en silencio; los cascos de los caballos se hundían suavemente en la blanda nieve. Simón se imaginó siguiendo los senderos por entre los pilares de corteza y los blancos techos de las salas de Dimmerskog, para finalmente llegar —¿quién podría saberlo?— hasta el oscuro y maligno corazón del bosque, un lugar en el que los árboles hablaban y compartían inagotables rumores a través del roce de rama contra rama o de la maliciosa exhalación del viento a través de los tallos y las hojas.

Aquella noche acamparon al aire libre, aunque Dimmerskog se agazapaba a poca distancia, como un animal dormido. Ninguno de ellos quiso dormir bajo las ramas del bosque, en especial Sludig, que había crecido entre historias sobre seres fantasmales que caminaban por los pálidos corredores del bosque. Los sitha no parecían preocupados, pero Jiriki se pasó la mayor parte de la noche engrasando su oscura espada de madera. Otra vez volvía a estar el grupo arracimado en torno a un fuego. El cortante viento del este pasó entre ellos durante todo el tiempo, enviando grandes polvaredas de nieve que giraban a su alrededor y por encima de las copas de los árboles de Dimmerskog. Cuando se tendieron a dormir, lo hicieron en compañía del crujir de los árboles y de las ramas que entrechocaban unas con otras.

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Dar la vuelta a una parte del bosque y cruzar la última extensión de desierta y helada tierra hasta llegar al pie de las montañas les llevó dos días más de lento cabalgar. El paisaje era desolador y la luz del día hacía que la nieve reflejada los hiciera parpadear, pero el tiempo parecía ser más cálido. Todavía nevaba, pero el viento no se metía entre los pliegues de sus capas como lo había hecho cuando no estaban al abrigo de las montañas.

—¡Mirad! —gritó Sludig, señalando la falda de las montañas.

Al principio, Simón no vio nada más que las familiares rocas cubiertas de nieve y de más árboles. Después, cuando su ojo recorría el relieve de las colinas bajas que se extendían hacia el este, advirtió movimiento. Dos figuras de extrañas formas —¿o eran cuatro, mezcladas unas con otras?— aparecían recortadas sobre la cima del risco, a un estadio de distancia.

—¿Lobos? —preguntó, nervioso.

Binabik se adelantó al grupo sobre Qantaqa hasta que pudo ver con más claridad; después juntó sus manos enguantadas a la altura de la boca.

Yah aqonik mij-ayah nu tutusiq, henimaatuq! —vociferó. Sus palabras parecieron ser respondidas brevemente por el eco y murieron entre las veladas colinas—. La verdad es que no debería chillar —susurró a un perplejo Simón—. Allí arriba podría provocar deslizamientos.

—Pero ¿quiénes…?

—Chist —musitó el gnomo, agitando una mano.

Un momento después las dos figuras empezaron a descender por el risco y a cubrir la corta distancia que las separaba del grupo. El muchacho ya vio que la pareja que se acercaba eran hombrecillos; cada uno iba a horcajadas sobre un peludo carnero de retorcida ornamenta. ¡Gnomos!

Uno de ellos gritó y Binabik, después de escuchar con atención, se volvió hacia sus compañeros con una sonrisa.

—Quisieran saber adónde nos dirigimos, si no es un comedor de carne rimmerio lo que llevamos y si nos acompaña en calidad de prisionero.

—¡Que el Diablo se los lleve! —gruñó Sludig.

El hombrecillo rió con ganas y se volvió hacia el risco.

Binbiniqegabenik ea sikka! —gritó—. Ve sikkan mo-hinaq da Yijarjuk!

Las dos cabezas embutidas en capuchas de pelo los miraron durante unos instantes sin reflejar emoción alguna, como búhos cegados por el sol. Un instante después, uno de ellos se dio un golpecito en el pecho con la mano y el otro movió el brazo formando un amplio círculo, mientras hacían dar la vuelta a sus monturas y regresaban al risco levantando a su paso una nube de polvo de nieve.

—¿Qué significa todo eso? —preguntó Sludig.

La sonrisa de Binabik pareció apagarse.

—Les dije que nos dirigíamos a Urmsheim —explicó—. Uno hizo la señal para ampararnos de todo peligro, y el otro usó un encantamiento a fin de protegerse de los locos.

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Tras dirigirse a las montañas, el grupo acampó en un vallecito rocoso al socaire de Urmsheim.

—Aquí es donde deberemos dejar los caballos y todo lo que no necesitaremos llevar —dijo Binabik mientras inspeccionaba el lugar escogido.

Jiriki se adentró en el valle y miró hacia la escarpada cima de Urmsheim, que aparecía cubierta de nieve y bañada en luz rosada en su lado occidental a causa de la puesta de sol. El viento agitaba la capa del príncipe y hacía revolotear el cabello del sitha por delante de su rostro como si fuesen mechones de espliego.

—Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que estuve en este lugar —puntualizó.

—¿Habéis escalado la montaña? —preguntó Simón, que trataba de quitarle la cincha a su caballo.

—Nunca he visto la otra cara del pico —respondió el sitha—. Eso será algo nuevo para mí, ver el reino más oriental de Hikeda’ya.

—¿Las nornas?

—Todo lo que está al norte de las montañas les fue cedido hace mucho tiempo, cuando la Separación. —Jiriki regresó por el barranco—. Ki’ushapo, tú y Sijandi debéis preparar un refugio para los caballos. Mira, por aquí crece algo de maleza, bajo las rocas: eso puede ser de mucha ayuda si necesitáis más heno.

El príncipe cambió a la lengua sitha, y An’nai y el otro empezaron a preparar un campamento más permanente que cualquier otro que hubiese podido disfrutar el grupo desde que habían dejado el albergue de caza.

—¡Mira lo que he traído, Simón! —llamó Binabik.

El joven pasó junto a los tres soldados, que amontonaban la leña en que habían convertido los arbolitos que habían derribado. El gnomo estaba en cuclillas sobre el suelo, donde depositaba las bolsitas de piel que sacaba de las alforjas.

—El herrero de Naglimund pensó que estaba loco —sonrió mientras el muchacho se acercaba—, pero me hizo todo lo que le pedí.

Una vez deshechos los nudos, las bolsitas mostraron todo tipo de extraños objetos: chapas de metal con correas y hebillas llenas de clavos, extraños martillos con cabezas puntiagudas y arneses que daban la impresión de haber sido construidos para caballos pequeños.

—¿Qué es todo esto?

—Para cortejar y ganar las montañas —sonrió de nuevo Binabik—. Incluso los qanuc, con toda nuestra agilidad, no nos dirigimos a escalar sin ir preparados. Mira, esto es para ponérselo en las botas —indicó las planchas claveteadas—, y éstas son hachas de hielo, de mucha utilidad. Sludig ya las habrá visto, sin duda.

—¿Y los arneses?

—Son para que podamos ir unidos por la misma cuerda. Así, si cae aguanieve o encontramos hielo demasiado fino, cuando uno caiga los otros podrán izar su peso. Si hubiera habido tiempo habría preparado un arnés para Qantaqa. No le agradará la idea de quedarse atrás, y tendremos una triste despedida. —El gnomo empezó a cantar entre dientes una cancioncilla mientras limpiaba todo aquello.

Simón miró las herramientas de Binabik sin decir nada. Por alguna razón había creído que escalar una montaña era algo parecido a subir por las escaleras de la Torre del Ángel Verde, con mucha inclinación, pero no mucho más difícil. En cambio, todo eso que habían hablado sobre gente que cae y hielo fino…

—¡Simón, muchacho! —Era Grimmric—. Ven y haz algo d’utilidad. Coj’algunas astillas. Tendremos una buena hoguera antes d’irnos a matar a la montaña.

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Aquella noche, la torre blanca volvió a hacerse presente en sus sueños. El chico se abrazaba a sus costados manchados de sangre, mientras los lobos aullaban por debajo de él y una oscura forma de ojos enrojecidos hacía sonar, por encima, las funestas campanas.

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El mesonero levantó la mirada, abrió la boca para hablar y se detuvo antes de empezar a hacerlo. Parpadeó y tragó, como una rana.

El extraño era un monje, vestido y encapuchado de negro, con el hábito manchado de barro del camino en algunas partes. Lo más impresionante era su tamaño: bastante alto, pero ancho como un barril de cerveza, lo suficientemente ancho como para que la habitación de la taberna se oscureciera a ojos vista cuando entró por la puerta.

—Lo…, lo siento, padre —sonrió sin gracia el posadero. Allí llegaba un hombre del Dios aedonita que tenía el aspecto de ir a exprimirte de tus pecados dondequiera que te encontrase.

—¿Qué deseáis?

—Dije que he estado en todos los albergues que hay en cada calle del distrito portuario, y que no he tenido suerte. Me duele la espalda. Dadme una jarra de la mejor cerveza que tengáis. —Se dirigió tambaleante hacia una mesa y se dejó caer sobre un banco que crujió bajo su peso—. Este maldito Abaingeat tiene más mesones que calles.

Su acento, notó el mesonero, era rimmerio. Eso explicaba el aspecto sonrosado y áspero de su rostro. El posadero había oído que los hombres de Rimmersgardia poseían barbas tan recias que se las tenían que afeitar tres veces al día, al menos los que no se las dejaban crecer.

—Éste es un pueblo portuario, padre —explicó el hombre del hostal, dejando sobre la mesa, y ante el ceñudo monje, una gran jarra—. Y con todo lo que ocurre en estos días… —se encogió de hombros e hizo una mueca—, bueno, hay muchos extranjeros que buscan habitación.

El extraño se relamió la espuma del labio superior y frunció el entrecejo.

—Lo sé. Es una vergüenza. Pobre Lluth…

El mesonero echó una nerviosa mirada alrededor, pero el guardia erkyno del rincón no parecía estar escuchando.

—Dijisteis que no habíais tenido suerte, padre —dijo, cambiando de tema—. ¿Puedo preguntaros qué es lo que buscáis?

—A un monje —gruñó el individuo—, a un hermano monje, eso es…, y a un muchacho. He registrado todos los muelles sin encontrarlos.

El mesonero sonrió mientras limpiaba una jarra metálica con el delantal.

—¿Y habéis venido aquí al final? Os pido perdón, padre, pero creo que vuestro Dios os probaba.

El monje rezongó, y después levantó los ojos de la cerveza.

—¿A qué os referís?

—Estuvieron aquí…, si es que se trata de la misma pareja.

La sonrisa de satisfacción del posadero se heló en sus labios cuando vio que el religioso se levantaba del banco. El rostro enrojecido apenas estaba a unas pulgadas del suyo.

—¿Cuándo?

—Ha…, hace dos o tres días… No estoy seguro…

—¿No estáis seguro —preguntó amenazadoramente— o es que queréis dinero? —y metió las manos en el interior del hábito.

El dueño del hostal no sabía si el extraño hombre de Dios buscaba un cuchillo o la bolsa del dinero; nunca había confiado demasiado en los seguidores de Jesuris, y el hecho de vivir en la población más cosmopolita de Hernystir no había contribuido a tener una mejor opinión sobre ellos.

—¡Oh, no, padre, de verdad! Fue…, fue hace unos cuantos días. Preguntaron sobre un barco que fuese costeando hasta Perdruin. ¿El monje era bajo y calvo, y el muchacho, de finas facciones y cabello oscuro? Si es así, eran ellos.

—¿Qué les dijisteis?

—¡Que fuesen a buscar a Gealsgiath el Viejo! Seguro que lo encontrarían en Eirgid Ramh; es la taberna que tiene un remo pintado en la puerta, cerca de donde acaba la tierra.

El posadero perdió el control cuando los enormes brazos del monje rodearon sus hombros. El hombre, relativamente fuerte, se sintió estrechado y apretado como si fuese un niño. Un instante después era liberado de aquel abrazo que amenazaba con romperle las costillas, y lo único que pudo hacer fue tratar de recuperar el resuello mientras el extraño le aplastaba un emperador de oro en la mano.

—¡Que el misericordioso Jesuris Bendiga vuestro albergue, hernystiro! —bramó el hombretón, haciendo que los rostros de algunos paseantes se volvieran desde la calle—. ¡Ésta es la primera ocasión en que tengo suerte desde que comenzó esta maldita búsqueda! —exclamó, y se lanzó hacia la puerta como si huyese de una casa en llamas.

El mesonero respiró pesadamente y apretó la dorada moneda en su mano, que todavía parecía arder después de haber sido estrujada por la gran zarpa del monje.

—Esos aedonitas están locos como cabras —se dijo—. Están tocados.

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Estaba apoyada en la pasarela y observaba cómo Abaingeat iba desapareciendo, tragada por la niebla. El viento despeinaba su corto cabello negro.

—¡Hermano Cadrach! —llamó—. Venid aquí. ¿Hay algo más hermoso que esto? —y señaló la franja de verde océano que los separaba de la costa llena de neblina. Las gaviotas revoloteaban y parecían chillar por encima de la estela de espuma del barco.

El monje agitó la mano desde donde permanecía agachado, junto a un montón de barriles atados, sobre cubierta.

—Me alegro de que te diviertas…, Malaquías. Yo nunca he sido muy marinero. Y Dios sabe que este viaje no me hará cambiar de opinión.

Cadrach se secó unas gotas de agua —o de sudor— de la frente. No había bebido ni un vasito de vino desde que puso el pie en la cubierta del barco.

Miriamele levantó la mirada y vio a un par de marineros hernystiros que la observaban llenos de curiosidad desde la cubierta del castillo de proa. Hundió la cabeza y se alejó de la pasarela para sentarse junto al monje.

—¿Por qué vinisteis conmigo? —preguntó la muchacha al cabo de unos instantes—. Es algo que todavía no he llegado a entender. Él no la miró.

—Vine porque lady Vorzheva me pagó para hacerlo.

La princesa se puso la capucha.

—No hay nada como el océano para recordarte lo que es importante —dijo, y sonrió.

Cadrach le devolvió una débil sonrisa.

—Ah, por el Buen Dios que tenéis razón —rezongó—. A mí me recuerda que la vida es dulce y que el mar es traicionero. Y que soy un loco.

Miriamele asintió con gravedad, levantando la mirada para ver las velas hinchadas al viento.

—Ésas son cosas importantes —asintió.