40

La tienda verde

—No, príncipe Josua. No podemos permitir que hagáis una locura semejante —respondió Isorn, y se sentó pesadamente, apoyando la pierna.

—¿No podéis? —El príncipe levantó la mirada del suelo para depositarla sobre el rimmerio—. ¿Acaso sois mis guardianes? ¿Es que soy un niño o un idiota para que me digáis lo que tengo que hacer?

—Mi señor —dijo Deornoth, posando una mano sobre la rodilla de Isorn para que no contestase—, sois el amo de este castillo, desde luego. ¿Acaso no os hemos seguido? ¿Es que no os hemos jurado lealtad? —Las cabezas que había en la habitación asintieron sombrías—. Pero debéis saber que nos pedís demasiado. ¿Pensáis que podéis confiar en el rey después de la traición de que hemos sido objeto?

—Lo conozco como ninguno de vosotros —habló Josua; como quemado por algún fuego interno saltó de la silla y se dirigió hacia la mesa—. Me quiere ver muerto, eso es cierto, pero no de esa manera. No sin honor. Si nos asegura paso franco y si no cometemos estupideces, estoy seguro de que regresaré sin haber sufrido daño alguno. Todavía quiere actuar como Supremo Rey, y el Supremo Rey no asesina a su hermano desarmado ante una bandera de paz.

—Entonces, ¿por qué os encerró en la celda de la que hablasteis? —preguntó Ethelferth de Tinsett, con el entrecejo fruncido—. ¿Creéis que ésa es una prueba de honor?

—No —replicó Josua—, pero creo saber que no fue idea de él. Ahí no hubo otra voluntad más que la de Pryrates, al menos hasta que el hecho fue cometido. Elías se ha convertido en un monstruo, que Dios me perdone, porque en otros tiempos fue algo más que mi hermano de sangre; pero todavía conserva un extraño sentido del honor.

Deornoth suspiró con un silbido.

—¿Como el que mostró ante Leobardis?

—El honor de un lobo, que asesina al débil y no se mete con el fuerte —rezongó Isorn.

—Creo que no. —La paciente sonrisa del príncipe se convirtió en una mueca—. El parricidio de Benigaris tiene todo el aspecto de ser obra del rencor. Sospecho que Elías…

—Mi señor, con vuestro perdón —interrumpió Jarnauga, haciendo que se enarcaran unas cuantas cejas alrededor de la mesa—. ¿No creéis que tratáis de excusar a vuestro hermano? Los temores de vuestros súbditos están justificados. El que Elías pida parlamentar no significa que tengáis que dirigiros a él. Nadie cuestionará vuestro honor si no lo hacéis.

—¡Qué Aedón tenga piedad de mí, no me importa ni un ápice lo que los demás puedan pensar acerca de mi honor! —lo cortó el príncipe—. Conozco a mi hermano, y lo conozco de una forma que ninguno de vosotros puede llegar a entender. Y no me digáis que ha cambiado, Jarnauga —dirigió una feroz mirada al anciano, anticipándose a sus palabras—, porque nadie lo conoce como yo. Iré a pesar de todo, y no tengo necesidad de dar más explicaciones. Os pido que ahora me dejéis solo. Tengo otras cuestiones en que pensar.

Se apartó de la mesa y los despachó con un gesto.

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—¿Acaso se ha vuelto loco, Deornoth? —preguntó Isorn, con la preocupación reflejada en su rostro—. ¿Cómo puede ponerse en las manos del rey de esa forma?

—Por testarudez, Isorn, ¡oh! ¿Quién soy yo para decirlo? Tal vez no sepa de lo que habla. —El capitán sacudió la cabeza—. ¿Está todavía allí la maldita cosa?

—¿La tienda? Sí. Está fuera del alcance de un tiro de arco de las murallas; aunque también se encuentra lejos del campamento de Elías.

Deornoth caminó lentamente, permitiendo al joven rimmerio que fuese al paso a que lo obligaba su pierna herida.

—Que Dios se apiade de nosotros, nunca había visto ponerse así al príncipe, y le he servido desde que pude sostener una espada. Es como si tratase de probar que Gwythinn se equivocaba al llamarlo «reluctante» —suspiró—. Bien, si no hay forma de detenerlo, entonces debemos hacer todo lo posible para protegerlo. ¿El parlamentario del rey dijo que sólo dos guardias?

—Los mismos que para el rey.

Deornoth asintió, pensativo.

—Si mi brazo —se señaló el miembro en cabestrillo— puede recuperar el movimiento pasado mañana, entonces no habrá fuerza en la tierra capaz de impedir que yo sea uno de esos guardias.

—Y yo seré el otro —dijo Isorn.

—Creo que sería mejor que os quedéis en el interior de las murallas con una veintena de jinetes. Vayamos a hablar con lord Eadgram, el oficial mayor del castillo. Si se trata de una emboscada, si un solo gorrión es visto volando desde el campamento del rey hacia la tienda, acudid allí enseguida.

Isorn asintió.

—Creo que tenéis razón. Tal vez pudiéramos hablar con el hombre sabio, con Jarnauga, y pedirle que proteja a Josua con algún hechizo.

—Lo que necesita, y me duele decirlo, es un encantamiento que lo proteja de su propia temeridad. —Deornoth saltó sobre un charco—. Creo que, de todas formas, no hay encantamiento que valga contra una daga clavada por la espalda.

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Los labios de Lluth estaban en constante y silencioso movimiento, como si ofreciese una interminable serie de explicaciones. Su murmullo se había ido apagando hasta convertirse en silencio durante el día anterior: Maegwin se maldijo por no haber atendido a sus últimas palabras, pero había estado segura de que su padre volvería a recuperar la voz, como había ocurrido ya en numerosas ocasiones desde que fuera herido. Esta vez sintió que no sería así.

Los ojos del rey estaban cerrados, pero su faz, pálida como la cera, se movía sin cesar pasando a través de expresiones de miedo y dolor. Le tocó la ardiente frente, y sintió que los músculos del rostro se iban aflojando y debilitando como la inaudible charla. Se volvió a sentir como si debiera llorar, como si las lágrimas que se agolpaban en su interior pudieran por fin salir al exterior a través de la piel. Pero no había llorado desde la noche en que su padre había conducido al ejército hacia Inniscrich, y ni siquiera lo había hecho cuando lo trajeron de regreso en una camilla, enloquecido de dolor y con yardas y yardas de vendajes sobre el estómago, empapados en sangre. Si entonces no había llorado, en adelante ya no lo haría. Las lágrimas eran para los niños y los idiotas.

Una mano tocó su hombro.

—Maegwin, princesa. —Era Eolair. Su rostro inteligente estaba contraído a causa del pesar—. Debo hablaros, afuera.

—Idos, conde —respondió ella, volviendo a mirar el rústico lecho de ramas y paja—. Mi padre se muere.

—Comparto vuestro dolor, mi señora —el contacto de su mano se hizo más fuerte, como un animal que olfatease algo en la oscuridad—, creedme. Pero los vivos deben vivir, bien lo saben los dioses, y vuestro pueblo necesita de vos en estos momentos. —Como si el conde sintiese que sus palabras resultaban demasiado frías, demasiado llenas de orgullo, apretó ligeramente el brazo de la muchacha y lo soltó—. Por favor. Lluth ubh-Llythinn no hubiese deseado que fuese de otra forma.

Maegwin contuvo una amarga réplica. El conde tenía razón. Se puso en pie, levantando sus doloridas rodillas del frío suelo de la caverna, y lo siguió. Pasó junto a su madrastra, Inahwen, que estaba sentada en el suelo, al pie del lecho, mirando las menguantes antorchas de la pared.

«Míranos —pensó la princesa, algo perpleja—. A los hernystiros nos llevó mil años abandonar las cavernas y salir al exterior». Se agachó para pasar bajo una protuberancia de la caverna, entrecerrando los ojos para que no se introdujese en ellos el humo de las antorchas. «Y ahora, les ha costado menos de un mes hacernos volver a ellas. Nos estamos convirtiendo en animales. Los dioses nos han dado la espalda».

Volvió a levantar la cabeza cuando salió de la cueva tras Eolair. La confusión existente en el campamento exterior se presentó ante ella con toda su crudeza: niños de alta cuna jugando en el barro, mujeres de la corte —muchas con sus mejores ropas hechas jirones— de rodillas preparando ardillas y liebres para meterlas en la cazuela y moliendo grano sobre las piedras planas. Los árboles que crecían en las cercanías de la vertiente de la montaña parecían combarse de mala gana ante la fuerza del viento.

Los hombres habían desaparecido casi por completo; los que no habían muerto en Inniscrich eran atendidos de sus heridas en las cuevas o permanecían de guardias más abajo de las pendientes, vigilando cualquier movimiento que pudieran emprender las tropas de Skali para aplastar finalmente la escasa resistencia de los hernystiros.

«Todo lo que nos queda son los recuerdos —pensó Maegwin, mirando su propio vestido destrozado y manchado— y los escondites de Grianspog. Estamos arrinconados como un zorro en un árbol. Cuando Elías venga a recoger la presa de su perro Skali, estaremos acabados».

—¿Qué es lo que queréis, conde Eolair? —preguntó la muchacha.

—No se trata de lo que yo quiero, Maegwin —respondió el noble, sacudiendo la cabeza—. Se trata de Skali. Algunos de los centinelas han regresado para decir que ha estado al pie de Moir Brach durante toda la mañana, llamando a vuestro padre.

—Dejad que el cerdo grite. —La joven frunció el entrecejo—. ¿Por qué no le ha clavado una flecha en su sucio pellejo uno de esos hombres?

—No se encuentra a tiro de arco, princesa. Lleva medio centenar de soldados consigo. No, creo que deberíamos bajar y escucharlo, desde cubierto, desde luego, y sin que nos vea.

—Desde luego —repitió con sorna—. ¿Por qué tiene que preocuparnos lo que Skali Nariz Afilada tenga que decir? No me cabe duda de que vuelve a pedir que nos rindamos.

—Es posible. —Eolair bajó la visera, pensando, y Maegwin sintió pena por él, por lo que tenía que soportar a causa de su mal humor—. Pero, señora, creo que se trata de algo más. Los hombres dicen que lleva allí más de una hora.

—Muy bien —dijo la muchacha, que deseaba apartarse del oscuro lecho de Lluth y se odiaba, al mismo tiempo, a causa de ello—. Dejad que me ponga los zapatos y os acompañaré.

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Les llevó casi una hora descender por la arbolada vertiente de la montaña. El terreno estaba húmedo y el aire frío. Volutas de vapor salían de la boca de Maegwin cada vez que ésta respiraba mientras descendía por los barrancos tras Eolair. El frío había hecho que los pájaros abandonasen Circoille, o al menos los había hecho enmudecer. Ningún sonido acompañó su descenso excepto el murmullo de las ramas estremecidas por la rachas de viento.

Observando al conde de Nad Mullach caminar ágilmente a través de los matorrales, tan parecido a un niño con su delgada espalda y brillante coleta de cabello, con sus movimientos rápidos e instintivos, la joven volvió a sentirse inundada de un apagado e imposible amor por él. Parecía tan ridículo que ella pudiese amar de aquella manera —la alta y desgarbada hija de un hombre agonizante— que todo ello se convirtió en rabia. Cuando Eolair se volvió para ayudarla a saltar sobre una resbaladiza piedra, la muchacha frunció el entrecejo como si la hubiese insultado en vez de ofrecerle su mano.

Los hombres que se escondían tras un grupo de árboles que había por encima de la cresta llamada Moir Brach miraron hacia arriba, asustados, cuando vieron aproximarse al conde y a Maegwin; pero pronto bajaron los arcos e hicieron señas a la pareja para que se uniese a ellos. Mirando a través de los helechos hacia el borde de piedra por el que la cresta recibía su nombre, vio un montón de formas, que parecían hormigas, en el fondo, algunas a tres estadios de distancia.

—Ha dejado de hablar hace un momento —susurró uno de los centinelas, un muchacho joven que parecía muy nervioso—. Volverá a hacerlo, princesa, ya lo veréis.

Confirmando aquellas palabras, una de las figuras se adelantó del grupo de hombres con cascos y capas que rodeaban un carromato y un tiro de caballos. La figura levantó los brazos para llevárselos a la boca y miró un poco más al norte de donde se encontraban los ocultos observadores.

—… la última vez… —La voz se oía entrecortada, apagada por la distancia—. Os ofrezco… rehenes… a cambio de…

Maegwin trató de entender las palabras. ¿Información?

—… sobre el muchacho del mago, y… princesa.

Eolair dirigió una rápida mirada a la joven, que permanecía completamente inmóvil.

—Si no nos decís… dónde… está… princesa… entonces… estos rehenes.

El hombre que hablaba —y Maegwin estaba segura en lo profundo de su corazón de que era Skali, sólo por la postura que adoptaba y el irónico tono de burla que había en su voz y que ni siquiera la lejanía conseguía ocultar— agitó un brazo, y una figura que se resistía, vestida con jirones de color azul cielo, fue sacada del carromato y conducida hasta donde él se encontraba. La princesa miró a la figura, y sintió una desagradable presión sobre el corazón. Estaba segura de que el vestido azul pertenecía a Cifgha…, a la pequeña Cifgha, guapa y estúpida.

—… Si no nos decís… sabéis… la princesa Miriamele, las cosas… mal para éstos… —Skali hizo un gesto y la gimiente muchacha, que podía no ser Cifgha, trató de convencerse Maegwin, fue devuelta al carromato, junto a otros cautivos que permanecían echados sobre el suelo.

¡Así que era a la princesa Miriamele a la que buscaban!, se maravilló; ¡a la hija del Supremo Rey! ¿Acaso había huido? ¿La habían secuestrado?

—¿Podemos hacer algo? —le susurró a Eolair—. ¿Y quién es el «muchacho del mago»?

El conde sacudió la cabeza, visiblemente frustrado.

—¿Qué podemos hacer, princesa? Skali no desearía nada más que bajásemos. ¡Tiene diez veces más hombres que nosotros!

Transcurrieron largos minutos sin pronunciar palabra mientras Maegwin observaba, y la furia iba colmando sus emociones como una niña caprichosa. Pensaba en lo que podría decirles a Eolair y a los demás, en cómo comunicarles que si ninguno de los hombres quería ir con ella, se dirigiría sola a Taig y rescataría a los cautivos de Skali… o, lo que parecía más probable, moriría valientemente en el intento. De repente, la gruesa figura de abajo, ahora sin casco y mostrando la mancha amarilla que era su cabello y barba, retrocedió de la base de Moir Brach.

—¡Muy bien! —rugió—. Que Lokën os maldiga… ¡Sois tercos! Nosotros… y los llevaremos con… —la pequeña figura señaló hacia el carromato—. ¡Pero… os dejaremos un recuerdo!

Algo fue desatado de uno de los caballos, un bulto, y cayó a los pies de Skali Nariz Afilada.

—¡Sólo en el caso… esperéis ayuda!… ¡De poco os servirá… contra… Kaldskryke!

Un instante después montó en su caballo y, con el áspero sonido de un cuerno, él y sus rimmerios se alejaron entre ruido de cascos hacia el valle, en dirección a Hernysadharc, con el carromato dando sacudidas tras ellos.

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Esperaron al menos una hora antes de bajar, hasta el fondo, moviéndose con tantas precauciones como un gamo al cruzar por un claro. Llegaron a Moir Brach y se lanzaron sobre el bulto envuelto en tela negra que Skali les había dejado.

Cuando lo abrieron los hombres gritaron de horror y lloraron y sollozaron a causa de la irreparable desgracia… Pero Maegwin no derramó ni una lágrima al ver lo que Skali y sus carniceros habían hecho con Gwythinn antes de que éste muriera. Cuando Eolair pasó un brazo por encima de los hombros de la muchacha para ayudarla a separarse de la manta empapada de sangre, ella se sacudió el abrazo con rabia; después se volvió hacia el conde y lo abofeteó. El noble ni siquiera trató de protegerse, solamente la miró. Maegwin supo que las lágrimas que llenaban los ojos de Eolair no eran efecto de la bofetada, y eso la hizo odiarlo todavía más.

Pero sus propios ojos permanecieron secos.

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El aire aparecía lleno de copos de nieve —confundiendo la visión, haciendo más pesados los ropajes, helando los dedos y las orejas hasta causar una oleada de dolor en los miembros—, pero Jiriki y los otros tres soldados parecieron no darse cuenta de ello. Mientras Simón y sus compañeros caminaban pesadamente junto a sus caballos, los sitha lo hacían con confianza, muy por delante de ellos, y a menudo se detenían para esperar a que los otros los alcanzaran, pacientes como gatos bien alimentados y con una indescifrable serenidad tras sus luminosos ojos. A pesar de haber caminado durante todo el día, desde el amanecer hasta la puesta del sol, Jiriki y sus congéneres parecían tan descansados al montar el campamento aquella noche como cuando lo habían levantado al amanecer.

Simón, dubitativo, se aproximó a An’nai mientras los demás se disponían a buscar leña seca con la que encender una hoguera.

—¿Puedo haceros algunas preguntas? —inquinó el muchacho.

El sitha posó sobre Simón su imperturbable mirada.

—Pregunta.

—¿Por qué parecía furioso el tío del príncipe Jiriki cuando éste decidió acompañarnos? ¿Y por qué os ha traído sólo a vosotros tres?

An’nai levantó la mano hacia la boca, como para tratar de cubrir una divertida sonrisa, aunque no dio muestras de ningún tipo de emoción. Un momento después bajó la mano, volviendo a mostrar su expresión impasible.

—Lo que sucede entre el príncipe y S’hue Khendraja’aro no es asunto mío, así que no puedo contestarte. —Asintió con la cabeza una vez, lleno de gravedad—. En cuanto a la otra pregunta…, tal vez sería mejor que te respondiese él mismo, ¿no es así, Jiriki?

Simón levantó la mirada, asustado, y vio que el príncipe se encontraba ante él con una sonrisa en los labios.

—¿Que por qué he traído a éstos? —preguntó, haciendo un movimiento con la mano para abarcar a An’nai y a los otros dos sitha, que regresaban de su búsqueda alrededor de la espesura que bordeaba el perímetro del lugar escogido para acampar—. Ki’ushapo y Sijandi vinieron porque alguien debe cuidar de los caballos.

—¿Cuidar de los caballos?

Jiriki enarcó una ceja y después chasqueó los dedos.

—Gnomo —llamó por encima del hombro—, si este joven es tu discípulo, entonces eso quiere decir que no eres muy buen profesor. Sí, Seomán, los caballos, ¿os es que crees que escalarán montañas detrás de ti?

El chico se había puesto colorado.

—¿Es…, escalar? ¿Los caballos? No había pensado en ello… Quiero decir que creía que los podríamos dejar y ya está. —No parecía nada correcto; Simón no se había sentido demasiado atado a nada en su viaje, excepto a la Flecha Blanca, claro, ¡y ahora el sitha le reprochaba que no se preocupase por los caballos!

—¿Abandonarlos? —La voz del príncipe era áspera, casi furiosa, aunque su rostro continuaba tranquilo—. ¿Abandonarlos para que perezcan? Una vez que nos han llevado mucho más lejos de donde ellos mismos quisieran ir, ¿debemos liberarlos y abandonarlos a su suerte para que mueran?

El muchacho estaba a punto de protestar, de decir que aquello no era su responsabilidad, pero decidió que no valía la pena discutir.

—No —fue lo que contestó—. No debemos abandonarlos a su suerte para que mueran.

—Además —añadió Sludig, llegando hacia ellos con los brazos ocupados sosteniendo una gran cantidad de leña—, ¿cómo podríamos regresar nosotros mismos?

—Exacto —dijo Jiriki, con una amplia sonrisa; estaba complacido—. Por eso traje a Ki’ushapo y a Sijandi. Cuidarán a los caballos y prepararán las cosas para mí…, para nuestro regreso. —Unió las yemas de sus dos dedos índices, como para mostrar algún tipo de conclusión—. An’nai, sin embargo —continuó—, está aquí por una razón más compleja y más parecida a la mía. —Jiriki miró al otro sitha.

—Honor —apuntó An’nai, bajando los ojos y mirándose los dedos entrelazados—. Tengo que pagar una deuda con el Hikka Staj’a, con el Portador de la Flecha. No mostré el respeto que se merece un… huésped sagrado. Por eso vine, para expiar mi culpa.

—Un pequeña deuda —aclaró el príncipe, con suavidad—, comparada con la mía, que es muy grande; sin embargo, An’nai hará lo que debe hacer.

Simón se preguntó si An’nai lo había decidido por sí mismo, o si su señor lo había forzado a unirse a ellos. Resultaba difícil saber algo sobre los sitha, sobre cómo pensaban y lo que querían. ¡Eran tan diferentes, tan delicados y sutiles!

—Venid —dijo Binabik.

Una fina espiral de humo ascendía ante él y el gnomo la aventaba para conseguir avivar las llamas.

—Ahora que hemos conseguido encender el fuego, me parece que estaréis interesados en un poco de comida y vino con los que calentar vuestros estómagos.

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Unos cuantos días después abandonaron la zona norteña de Aldheorte y descendieron por las últimas estribaciones de las Wealdhelm hasta llegar a las nevadas y planas extensiones desérticas.

Siempre hacía frío. Ahora, cada larga noche, cada día, el penetrante frío no dejaba de hacerse presente. La nieve caía sin cesar sobre el rostro de Simón, haciendo que le picasen los ojos y quemando y agrietando sus labios. Su rostro adquirió un color rojizo, como si se hubiese expuesto demasiado al sol, y apenas podía sostener las riendas de su caballo a causa de los temblores. Era como encontrarse arrojado al exterior para siempre, como un castigo que hubiese durado demasiado tiempo. No había nada que pudiera remediarlo, excepto ofrecer plegarias a Jesuris para pedirle la fortaleza necesaria para aguantar, día a día, hasta que se detenían para acampar.

«Al menos —reflexionó amargamente; sus orejas le dolían a pesar de tenerlas cubiertas con el cuello de la capa—, al menos Binabik parece disfrutar con el tiempo».

Era cierto, el gnomo se encontraba en su elemento: cabalgaba adelantado, dando ánimos a sus compañeros, riendo de vez en cuando de extremo placer mientras saltaba por los riscos de la montaña junto a Qantaqa. Pasaron largas noches alrededor de las hogueras. Mientras los demás compañeros mortales temblaban y engrasaban los escarchados guantes y botas, Binabik explicaba los diferentes tipos de nieve que existían y las señales que indicaban la presencia de avalanchas: todo con el fin de prepararlos para las montañas que se alzaban imponentes en el horizonte que se abría ante ellos, severas y amenazadoras como dioses con coronas de blanca nieve.

A cada día que transcurría, la gran cordillera que se extendía ante ellos parecía ser más y más grande, sin que tuvieran la impresión de estar acercándose ni siquiera un pie. Después de una semana en las llanas y frías extensiones, Simón empezó a anhelar el bosque de Dimmerskog o las cimas de las montañas azotadas por el viento. Cualquier cosa antes que aquellas extensiones sin fin, sobre las que no parecía existir nada y en las que hacía un frío que calaba hasta los huesos.

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Al sexto día de marcha pasaron por las ruinas de la abadía de San Skendi, que aparecían casi cubiertas por aludes de nieve; sólo la aguja del campanario de la iglesia sobresalía por encima de la superficie. Se trataba de un Árbol metálico que se encontraba rodeado por las espirales de alguna especie de bestia. Elevándose en medio de la helada niebla que se extendía ante ellos, daba la impresión de ser un barco casi hundido en un mar de purísima blancura.

—Todos los secretos que pudiera guardar, cualquier cosa que supiese acerca de Colmund o de la espada Espina, están ahora demasiado ocultos para nosotros —dijo Binabik, mientras sus caballos pasaban junto a los restos de la abadía.

Sludig hizo la señal del Árbol sobre su frente y su corazón, con mirada preocupada, pero los sitha rodearon lentamente las ruinas, como si nunca hubiesen visto nada tan interesante.

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Cuando aquella noche los viajeros se apretujaban junto al fuego del campamento, Sludig quiso saber por qué Jiriki y sus camaradas habían examinado el monasterio con tanta parsimonia.

—Porque —respondió el príncipe— así nos placía.

—¿Eso qué significa? —insistió Sludig con irritación, y miró a Haestan y a Grimmric como si ellos supieran a qué se refería el sitha.

—Tal vez sea mejor no hablar de esas cosas —dijo An’nai, haciendo un gesto con la mano—. Somos compañeros alrededor de este fuego.

Jiriki miró con fijeza las llamas durante unos instantes; después su rostro compuso una extraña sonrisa. Simón estaba perplejo. A veces se le hacía difícil creer que fuese mayor que él, pues su comportamiento era temerario en algunas ocasiones. Sin embargo, el muchacho recordó la caverna que tenía el frente abierto hacia el bosque, en donde las edades se mezclaban confusamente; así era Jiriki.

—Observamos las cosas que nos interesan —explicó el príncipe—, como hacéis los mortales. Lo que ocurre es que son diferentes, y probablemente las nuestras sean incomprensibles para vosotros.

Su amplia sonrisa pareció del todo amistosa, pero en esta ocasión Simón detectó una nota discordante, algo que no acababa de encajar.

—La cuestión, normando —continuó—, es por qué te ofende nuestra mirada.

Se hizo un momento de silencio en el círculo de fuego mientras Sludig observaba con fiereza al príncipe sitha. Las llamas parpadearon produciendo chisporroteos y el viento ululó, lo que hizo que los caballos piafasen nerviosos.

Sludig bajó los ojos.

—Podéis mirar lo que queráis, desde luego —respondió, y sonrió con tristeza; su rubia barba aparecía húmeda a causa de la nieve derretida—. Me recordaba Saegard, de Skipphavven. Es como si os burlaseis de algo muy querido para mí.

—¿Skipphavven? —gruñó Haestan, arrebujado en sus pieles—. Nunca he oído hablar de ello. ¿Es una iglesia?

—Barcos… —musitó Grimmric, con una mirada de remembranza en su alargada faz—. Allí hay barcos.

El normando asintió con seriedad.

—Vosotros lo llamaríais cielo de las embarcaciones. Es donde permanecen las naves de los rimmerios.

—¡Pero si los rimmerios ya no navegan!

—Ah…, pero lo hicimos. —El rostro de Sludig se iluminó a causa del reflejo de las llamas—. Antes de que llegásemos cruzando el mar, cuando vivíamos en Ijsgard, en el perdido occidente, nuestros padres quemaban a los hombres y enterraban los barcos. Al menos eso es lo que cuentan nuestras sagas.

—¿Quemabais a los hombres…? —preguntó Simón.

—A los muertos —explicó el otro—. Nuestros padres construían barcos de la muerte de maderas aromáticas y en ellos incineraban a los muertos, sobre las aguas, para enviar sus almas hacia el cielo, junto con el humo. Pero a nuestras grandes embarcaciones, las que nos llevaban a través de los océanos del mundo y de los ríos, las naves que para nosotros eran como un acre de terreno para un agricultor o un rebaño para un pastor, a ésas las enterrábamos cuando ya eran demasiado viejas para seguir realizando travesías. Así que sus almas podían volver a los árboles y hacer que creciesen fuertes y altos para convertirse en nuevos barcos.

—Pero dijiste que’so era l' otro lao del océano, hace mucho tiempo —puntualizó Grimmric—. ¿Acaso Saegard no está aquí, en Osten Ard?

Los sitha, que se hallaban alrededor del fuego, permanecieron silenciosos e inmóviles, esperando la respuesta de Sludig.

—Así es. Está en el lugar en que la quilla del barco de Elvrit tocó tierra por primera vez, y donde dijo: «Hemos llegado a un nuevo hogar a través del oscuro océano».

Paseó la mirada alrededor del círculo.

—Allí enterraron los grandes barcos. «Nunca regresaremos a través de ese océano lleno de dragones», decidió Elvrit. A lo largo del valle de Saegard, al pie de las montañas, reposan los restos de las últimas naves. En la playa, bajo el mayor de los túmulos, enterraron al barco de Elvrit, Sotfengsel, dejando que sólo su largo mástil sobresaliese por encima de la tierra como un árbol sin ramas; eso fue lo que vi en mi mente cuando pasamos junto a la abadía.

Sacudió la cabeza, con los ojos translúcidos de recuerdos.

—El muérdago creció en el mástil de Sotfengsel. Cada año, el día de la muerte de Elvrit, sus bayas blancas son recogidas por jóvenes doncellas y llevadas a la iglesia…

Sludig dejó de hablar. Las llamas crepitaron.

—Lo que no has dicho —intervino Jiriki, tras unos momentos de silencio— es que el pueblo rimmerio llegó a esta tierra para echar a otros de ella.

Simón se quedó sin respiración. Había presentido algo así bajo la plácida superficie del rostro del príncipe.

El normando replicó con sorprendente suavidad, tal vez porque todavía pensaba en las piadosas doncellas de Saegard.

—No puedo deshacer lo que fue hecho por mis antepasados.

—Hay verdad en ello —asintió Jiriki—, pero los Zida’ya, nosotros, los sitha, no volveremos a cometer el mismo error en que incurrió nuestro pueblo en aquel tiempo. —Posó su fiera mirada sobre Binabik, que lo miró solemnemente—. Algunas cosas deben quedar claras entre nosotros, Binbiniqegabenik. Sólo dije la verdad cuando expuse mis motivos para acompañaros: un ligero interés sobre el lugar al que os dirigís y un delicado e inusual lazo entre el joven y yo mismo. Ni por un momento creáis que comparto vuestros temores y luchas. En lo que nos concierne, vosotros y vuestro Supremo Rey podéis deshaceros unos a otros hasta convertiros en polvo.

—Con todo respeto, príncipe —habló el gnomo—. Parecéis no medir el alcance de las cosas. Si sólo fuese la lucha entre reyes mortales y príncipes lo que nos preocupase, todos estaríamos defendiendo Naglimund. Vos sabéis que nosotros cinco tenemos otros objetivos.

—Entonces debéis saber lo siguiente —dijo Jiriki, con seriedad—: a pesar de los años que han transcurrido desde que nos separamos de los Hikeda’ya, a los que vosotros llamáis nornos, que son tan numerosos como los copos de nieve, seguimos siendo de la misma sangre. ¿Cómo podríamos tomar partido a favor de los advenedizos hombres en contra de los de nuestra propia especie? ¿Cómo podríamos, nosotros, que una vez caminamos juntos bajo el sol y llegamos del más remoto oriente? ¿Qué alianza podemos concertar con los mortales, que nos han destruido de buena gana, como destruyen todo lo demás…, incluidos ellos mismos?

Ninguno de los humanos, excepto Binabik, pudo soportar su mirada. Jiriki alzó un largo dedo ante él.

—Y sobre el que, entre murmullos, llamáis el Rey de la Tormenta…, cuyo nombre era Ineluki… —Sonrió con amargura cuando los compañeros se pusieron rígidos y se estremecieron—. ¡Ah, si incluso su nombre os causa pavor! Una vez fue el mejor de entre todos nosotros: hermoso, sabio más allá de toda comprensión por parte de mortales, ¡brillante como una llama! Y si ahora forma parte de un terrible horror, frío y odioso, ¿de quién fue la culpa? Si ahora, que carece de cuerpo y está lleno de venganza, planea barrer a la humanidad de la faz de su tierra como si fuese el polvo posado sobre una página, ¿por qué no deberíamos alegrarnos? No fue Ineluki quien nos condujo al exilio, para que tuviéramos que escondernos entre los árboles de Aldheorte como si fuésemos gamos, siempre temerosos de ser descubiertos. Nosotros caminábamos a lo largo y ancho de Osten Ard antes de que llegasen los hombres, y los trabajos que salían de nuestras manos eran los más hermosos que había bajo las estrellas. ¡¿Qué es lo que nos han proporcionado los mortales además de sufrimiento?!

Nadie se sintió capaz de replicarle, pero en el silencio que sobrevino tras sus palabras se alzó un quejumbroso y tranquilo sonido. Flotaba en la oscuridad, llena de palabras desconocidas, una melodía de belleza espectral.

Cuando hubo acabado de cantar, An’nai miró a su silencioso príncipe y a su compañero, para después reposar sus ojos sobre aquellos que lo observaban a través de las llamas.

—Es una canción nuestra que una vez cantaron los mortales —murmuró—. A los hombres occidentales les gustó desde muy antiguo, y le dieron palabras en su propia lengua. Trataré…, trataré de cantarla para vosotros.

El sitha miró hacia el cielo, como si pensase. El viento iba cediendo y las ráfagas de nieve apagaban el brillo de las estrellas, que parecían frías y remotas. An’nai empezó a entonar la canción.

Las sombras no se desvanecen, como si escuchasen;

los árboles han abrazado las brillantes torres de Da’ai Chikiza;

las sombras murmuran, oscuras sobre las hojas.

La alta hierba se ondula sobre Enki-e-Sha’osaye;

las sombras crecen, sobre el césped, alargándose;

la tumba de Nenais’u está cubierta por un manto de flores;

las sombras permanecen en silencio, y allí nadie sufre.

¿Adónde han ido?

Ahora los bosques en silencio permanecen.

¿Adónde han ido?

La canción ya desapareció.

¿Por qué no volverán

durante el atardecer a cantar?

Sus lámparas como mensajeros de las estrellas,

al finalizar el día…

A medida que la voz de An’nai se iba elevando de tono, acariciando las tristes palabras, Simón sintió un anhelo de una clase que nunca antes había sentido, una nostalgia por un hogar que no había conocido, un sentimiento de haber perdido algo que jamás le había pertenecido. Nadie habló mientras An’nai cantaba. Nadie podría haberlo hecho.

El mar se agolpa por encima de las oscuras calles de Jhiná-T’se-neí;

las sombras permanecen escondidas en profundas grutas, dormidas;

el hielo azul congela Tumet’ai, sepulta sus dulces parras;

las sombras han manchado el vestido del Tiempo.

¿Adónde han ido?

Ahora los bosques en silencio permanecen.

¿Adónde han ido?

La canción ya desapareció.

¿Por qué no volverán

durante el atardecer a cantar?

Sus lámparas como mensajeros de las estrellas

al finalizar el día…

La canción finalizó. El fuego era un solitario punto brillante en una extensión desértica llena de sombras.

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La tienda verde estaba emplazada en la húmeda vaciedad de la llanura que se extendía ante las murallas de Naglimund. Los costados de la tienda eran levantados y rizados por el viento, como si sólo él, de todas las demás cosas que debían de moverse sin ser vistas en tan gran extensión, estuviese vivo.

Apretando los dientes para hacer frente a un estremecimiento de superstición, aunque el húmedo y cortante viento ya era por sí solo razón suficiente para que le castañeteasen, Deornoth miró a Josua, que cabalgaba ligeramente adelantado.

«Míralo —pensó—. Es como si ya estuviese viendo a su hermano, como si sus ojos pudieran atravesar la tela verde y la cimera en forma de negro dragón, y llegar hasta el corazón de Elías».

Al mirar hacia atrás y ver el tercer miembro del grupo, el capitán sintió que su corazón se hundía aun más. El joven soldado que Josua había insistido en traer —Ostrael era su nombre— parecía a punto de desmayarse de miedo. Sus embotados rasgos aparecían algo contraídos, sin apenas poder ocultar el pavor que sentía.

«Que Aedón tenga piedad de nosotros si ese hombre nos llega a ser necesario. ¿Qué demonios habrá visto el príncipe en él?».

Mientras se acercaban se alzó el faldón de la tienda. Deornoth se irguió sobre la silla, dispuesto a tomar su arco. Se maldijo a sí mismo por haber permitido que su señor cometiese una locura de aquel calibre, pero el soldado vestido de verde que salió de allí sólo los miró, con bastante falta de curiosidad, y después se apartó a un lado de la entrada, sujetando los faldones.

El capitán indicó respetuosamente a Josua que aguardase y picó espuelas a su caballo para dar una rápida vuelta alrededor de la tienda, que era grande y larga, de una docena de pasos más o menos de lado a lado, y cuyos vientos parecían ser cuerdas de instrumentos al ser rasgueados por la fuerte corriente de aire. No obstante, la hierba aplastada de las inmediaciones parecía estar libre de hombres emboscados.

—Muy bien, Ostrael —dijo, al regresar de su inspección—, te quedarás aquí, cerca de este hombre —señaló al otro soldado—, y mantendrás uno de tus hombros de forma que sea visible en todo momento desde el interior de la tienda, ¿de acuerdo?

Tomó la amedrentada sonrisa del joven lancero como una señal afirmativa y se encaró con el guardia del rey. El barbudo rostro del hombre le resultaba familiar; sin duda lo había visto en Hayholt.

—Si tú también te mantuvieses cerca de la puerta sería beneficioso para todos los implicados.

El soldado torció la boca pero dio un paso y se acercó más a la entrada.

Josua ya había desmontado y se dirigía a la entrada, pero Deornoth se le adelantó con la mano descansando sobre la empuñadura de su espada.

—No hay necesidad de tantas precauciones, Deornoth —murmuró una suave pero penetrante voz—, ¿ése es vuestro hombre, no es así? Después de todo, todos los aquí presentes somos caballeros.

El capitán parpadeó cuando Josua entró tras él. Dentro hacía bastante frío y estaba oscuro. Las paredes de la tienda dejaban penetrar algo de luz verdosa, a causa del color de la tela, aunque tan sólo un poco, como si los ocupantes flotasen en el interior de una esmeralda grande pero imperfecta.

Un pálido rostro apareció ante él, poseedor de unos diminutos ojos negros. La ropa escarlata de Pryrates parecía ser de un oxidado color marrón, como de sangre seca, a causa del verdor apagado que imperaba allí dentro.

—¡Y Josua! —exclamó, con levedad en la voz—. Volvemos a encontrarnos. ¿Quién hubiera imaginado que iban a suceder tantas cosas desde la última vez que hablamos…?

—Cerrad la boca, sacerdote…, o lo que seáis —contestó el príncipe. Había tanta frialdad en su tono que incluso Pryrates se sintió sorprendido, como si fuese un lagarto asustado—. ¿Dónde está mi hermano?

—Aquí estoy, Josua —respondió una voz, con un profundo y resquebrajado susurro que pareció el eco del viento.

Una figura aparecía sentada en una silla de alto respaldo en una de las esquinas, junto a una mesita cercana y con otra silla frente a ella. Aquello era todo el mobiliario que había en el interior de la oscura y ancha tienda. El príncipe se acercó. Deornoth se arrebujó en su capa y lo siguió, más para no quedarse junto a Pryrates que por deseos de ver al rey.

El noble cogió la silla que había frente a su hermano. Elías estaba sentado en una posición demasiado rígida para resultar normal, con los ojos brillantes como gemas incrustadas en su rostro aguileño y con el negro cabello y la pálida frente rodeados por la corona de hierro de Hayholt.

Apoyada entre sus piernas permanecía una espada, enfundada en cuero negro. Las poderosas manos del Supremo Rey descansaban sobre el pomo, por encima de la extraña empuñadura doble. Aunque la miró unos instantes, los ojos de Deornoth se negaron a posarse sobre el arma, pues le producía una incómoda sensación, como si mirase desde gran altura. En su lugar fijó la vista en el rey, pero no por ello mejoró su malestar. En la fría atmósfera del interior de la tienda, donde hacía tal frío que ante los ojos del capitán flotaba una voluta de vapor cada vez que respiraba, Elías tan sólo vestía un justillo sin mangas, mostrando descubiertos sus blancos brazos a excepción de los brazaletes que los adornaban. Sus tendones parecían latir como infundidos con vida propia.

—Veo, hermano —dijo el rey, mostrando los dientes al sonreír—, que tienes buen aspecto.

—No puede decirse lo mismo de ti —añadió Josua, pero Deornoth vio la preocupación que oscurecía sus ojos. Allí había algo terriblemente equívoco; cualquiera podía notarlo—. Pedisteis parlamentar, Elías. ¿Qué queréis?

El monarca entrecerró los ojos, ocultándolos en una sombra verde, y esperó un largo momentos antes de responder.

—A mi hija, quiero a mi hija. También hay otro…, un muchacho, pero no tiene tanta importancia. No, sobre todo es a Miriamele a quien quiero. Si me la entregas te daré un salvoconducto para todas las mujeres y niños de Naglimund. De otra forma, todos los que se escondan tras los muros y me estorben…, morirán.

Pronunció las últimas palabras con una ausencia de malicia tal que a Deornoth le sorprendió la suplicante mirada que aparecía en su rostro.

—Yo no la tengo —replicó el príncipe, lentamente.

—¿Dónde está?

—No lo sé.

¡Mentiroso!

La voz del rey estalló tan furiosa que el capitán casi desenvainó su espada, esperando que Elías saltase de su silla. El lugar de ello, el soberano permaneció casi sin moverse, y sólo hizo un gesto para que Pryrates le llenase la copa de un jarro repleto de un líquido negruzco.

—No me consideres un mal anfitrión por no ofrecerte —se excusó después de beber un largo trago, y sonrió con tristeza—. Me temo que este licor no iba a gustarte. —Alargó la copa hacia el sacerdote, que la recogió cuidadosamente con la punta de los dedos y la depositó sobre la mesa—. Bien —continuó Elías, que había recuperado un tono de voz casi aceptable—, ¿podemos ahorrarnos esta escena sin sentido? Quiero a mi hija, y la tendré. —Su tono se volvió grotesco, lleno de súplica—. ¿Acaso un padre no tiene ningún derecho sobre la hija a la que ama y a la que ha educado?

Josua respiró profundamente.

—Los derechos que podáis tener es algo que os incumben a vos y a ella. Yo no la tengo, y si la tuviera no te la entregaría contra su voluntad —se apresuró a añadir, antes de que el rey pudiera responder—. Por favor, Elías…, una vez fuiste mi hermano, en todo. Nuestro padre nos amaba a ambos, a ti más que a mí, pero sobre todo amaba esta tierra. ¿Es que no te das cuenta de lo que estás haciendo? No sólo me refiero a esta lucha, y Aedón sabe que esta tierra ha visto ya demasiada. Pero hay algo más. Pryrates sabe a lo que me refiero. ¡No tengo duda alguna de que él ha sido quien ha guiado tus primeros pasos por ese camino!

Deornoth vio que el sacerdote se daba la vuelta, arrojando una sorprendente nubecilla de vapor al respirar.

—Por favor, Elías —prosiguió el príncipe, con su severo rostro lleno de aflicción—. Da marcha atrás, abandona esa trayectoria, envía esa maldita espada devuelta con las que te han envenenado a ti y a Osten Ard… y pondré mi vida en tus manos. Abriré las puertas de Naglimund ante ti como una doncella abre su ventana para un amante. ¡Revolveré cielo y tierra hasta dar con Miriamele! ¡Tira esa espada, Elías! ¡Deshazte de ella! ¡No sin motivo se llama Dolor!

El rey miró a Josua como si estuviese aturdido. Pryrates murmuró algo y dio un paso en dirección al monarca, pero Deornoth saltó y lo cogió. El sacerdote se revolvió como una serpiente y, aunque el contacto resultó muy desagradable, el capitán lo sujetó con más fuerza.

—¡No os mováis! —le siseó al oído—. ¡Aunque me maldigáis con un encantamiento, sacaré fuerzas para dejaros sin vida antes de morir! —apretó el costado del ropaje escarlata con su daga desenvainada con la suficiente presión como para tocar carne—. ¡No formáis parte de esto, al igual que yo! Se trata de algo entre hermanos.

Pryrates se mantuvo inmóvil. Josua se inclinó hacia el Supremo Rey y éste lo miró, como si tuviera dificultades para distinguir lo que veía ante sí.

—Qué hermosa es mi Miriamele —susurró—. En ella a veces puedo ver a su madre, Hylissa, pobre muchacha. Murió. —El rostro del monarca, un momento antes paralizado en una mueca de malicia, ahora mostraba auténtica confusión—. ¿Cómo pudo mi hermano dejar que sucediese? Era tan joven…

Su mano se adelantó, a tientas. Josua levantó la suya demasiado tarde y, en lugar de cogérsela, los largos y fríos dedos del rey se posaron sobre el muñón forrado de cuero de la muñeca derecha del príncipe. Sus ojos parecieron volver a la vida y su rostro se convirtió en una máscara de ira.

—¡Regresa a tu agujero, traidor! —rugió mientras Josua apartaba el brazo—. ¡Mentiroso! ¡Mentiroso! ¡Te lo repetiré hasta que se te caigan las orejas!

Tanto odio salía de su boca que Deornoth dio un paso atrás y Pryrates pudo liberarse.

¡Te arruinaré tan completamente que Dios Todopoderoso buscará mil años y ni siquiera podrá encontrar tu alma! —bramó Elías, temblando en su silla mientras el príncipe se dirigía a la puerta de la tienda.

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El joven soldado Ostrael se encontraba tan aterrorizado por los rostros de Deornoth y del príncipe que lloró en silencio durante todo el camino de regreso hacia las murallas de Naglimund.