39

El Heraldo del Supremo Rey

Simón se despertó y vio que la luz de la caverna había cambiado. La hoguera todavía ardía con llamas amarillas entre las cenizas, pero las lámparas se habían extinguido. La claridad natural del día se filtraba a través de las grietas del techo que habían resultado invisibles durante la noche, transformando la cámara de piedra en una sala llena de pilares y columnas de luces y sombras.

Sus tres compañeros todavía dormían y roncaban enrollados en sus mantos, desparramados por el suelo como si fuesen heridos de alguna batalla. La caverna se encontraba vacía. Binabik, por su parte, estaba sentado ante el fuego con las piernas cruzadas y tocando su flauta con aire ausente.

Simón se incorporó un poco aturdido.

—¿Dónde están los sitha? —preguntó. El gnomo no se volvió y siguió tocando algunas notas más.

—Saludos, buen amigo —dijo—. ¿Fue satisfactorio tu sueño?

—Eso creo —rezongó el muchacho, tendiéndose de espaldas para mirar las motas de polvo que relucían cerca del techo de la caverna—. ¿Adónde fueron los sitha?

—Creo que salieron a cazar. Vamos, levántate. Necesito que me ayudes.

El chico gruñó, pero se incorporó hasta quedar sentado.

—¿Fueron a cazar gigantes? —inquirió algo después, con la boca llena de fruta.

Los ronquidos de Haestan se estaban haciendo tan evidentes que Binabik dejó su flauta con disgusto.

—Cazando cualquier cosa que amenace sus fronteras, supongo. —El gnomo miró algo que había ante él, sobre el suelo de piedra de la caverna—. Kikkasut! Esto no tiene ningún sentido. No me gusta nada.

—¿Qué es lo que no tiene sentido? —Simón miró con pereza la cámara de piedra—. ¿Es esto una casa sitha?

El hombrecillo levantó la vista, con el entrecejo fruncido.

—Supongo que es una buena señal que hayas vuelto a recuperar tu habilidad para hacer muchas preguntas a la vez. No, no es una casa sitha, como tal. Es, creo, lo que Jiriki dijo que era: un refugio de caza, un lugar en el que sus cazadores pueden descansar mientras realizan sus batidas. En cuanto a tu otra pregunta, son las tabas las que parecen hablar sin sentido, o quizá con demasiado sentido.

Los huesos estaban amontonados ante las rodillas de Binabik. El joven les echó un vistazo.

—¿Eso qué quiere decir?

—Ya te lo diré. Tal vez sea una buena idea que uses este tiempo para lavarte la suciedad, la sangre y el zumo de moras de la cara. —El gnomo le obsequió con una amarga sonrisa amarillenta y señaló hacia el estanque del rincón—. Allí puedes asearte.

El gnomo esperó hasta que Simón hundió la cabeza en la fría agua.

—¡Aaahh! —exclamó el joven, temblando—. ¡Qué fría está!

—Como ya has visto —explicó Binabik, imperturbable ante las quejas del muchacho—, esta mañana he estado tirando los huesos. Y esto es lo que dicen: El Camino de las Sombras, Flecha Deshecha y La Grieta Negra. Mucha confusión y preocupación me causa.

—¿Por qué?

Simón se volvió a enjuagar la cara y la frotó con la manga de su justillo, que tampoco es que estuviese demasiado limpio.

—Porque consulté las tabas antes de dejar Naglimund —dijo su amigo, de mal humor—, y aparecieron las mismas figuras. ¡Exactamente iguales!

—¿Y eso es malo?

Algo que brillaba en el borde del estanque llamó la atención del chico. Lo cogió con mucho cuidado y descubrió que era un espejo redondo incrustado en un espléndido marco de madera trabajada. El borde del oscuro cristal aparecía grabado con caracteres desconocidos para él.

—A veces es malo que las cosas siempre sean iguales —respondió Binabik—, pero con las tabas es más que eso. Los huesos son para mí guías hacia el conocimiento.

—Mmmm.

Simón frotó la superficie del espejo con los faldones de la camisa.

—Bueno, ¿qué pasaría si abrieses tu Libro de Aedón y descubrieras que, de repente, todas las páginas sólo contuviesen un versículo, el mismo versículo, repetido una y otra vez?

—¿Te refieres a un libro que ya hubiese leído? ¿Que no fuese como antes? Supongo que sería cuestión de magia.

—Bien, pues —prosiguió el hombrecillo, algo más calmado—, ése es mi problema. Hay cientos de combinaciones que pueden adoptar las tabas. Obtener la misma figura tras consultarlas seis veces me hace creer que es algo malo. A pesar de todo lo que he estudiado, sigue sin gustarme la palabra «magia», pero hay una especie de fuerza que se apodera de los huesos, como un poderoso viento que empujase a todas las banderas en el mismo sentido… ¿Simón? ¿Me estás escuchando?

El muchacho miraba el espejo con fijeza y se sorprendió al ver un rostro desconocido devolviéndole la mirada. El extraño poseía un rostro alargado, sombríos ojos azules y una barba de dos o tres días de un color rojizo, que le cubría igualmente parte de las mejillas y el labio superior. Simón todavía se sorprendió más al comprobar que —¡claro!— sólo se estaba viendo a sí mismo, más delgado y atezado a causa de sus viajes, y con los síntomas de una masculina barba en cierne que oscurecía sus mandíbulas. ¿Qué clase de rostro era aquél?, se preguntó. Todavía no poseía las facciones de un hombre, duras y severas, pero le pareció que había dejado a un lado algo de su anterior condición de cabezahueca. Sin embargo, no acabó de gustarle la barbilla alargada y el cabello revuelto del joven que le devolvía la mirada.

«¿Es así como me ve Miriamele? ¿Como al hijo de un granjero…, como un labrador?».

Mientras pensaba en la princesa creyó ver un chispazo en sus facciones, como si desapareciesen. Durante unos instantes de confusión pareció que ambos rostros se habían fundido en uno solo, como dos almas en un solo cuerpo; un instante después reconoció el rostro de Miriamele o, mejor dicho, el de Malaquías, pues su cabello volvía a ser corto y negro, y vestía ropas de chico. Un cielo incoloro se veía tras su figura, salpicado con oscuras nubes que amenazaban tormenta. Había alguien más, otra figura que permanecía tras la primera, un hombre de rostro redondeado y una capucha gris. Simón lo había visto en otro lugar, estaba seguro, del todo, ¿quién era?

—¡Simón!

La voz de Binabik lo salpicó como el frío líquido del estanque, mientras el extraño nombre luchaba por abrirse camino en su cabeza. Asustado, casi se le cayó el espejo. Cuando volvió a sujetarlo con firmeza, no apareció rostro alguno en él, excepto el suyo.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó el gnomo, preocupado por la extraña y perpleja expresión de su amigo, cuando éste se volvió hacia él.

—Sí…, creo que sí.

—Si ya has acabado de lavarte, ven a ayudarme. Hablaremos de los augurios más tarde, cuando tu atención no esté en un equilibrio tan delicado —dijo el hombrecillo y se levantó, dejando las tabas en su bolsa de cuero.

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Binabik se introdujo el primero por la rampa de hielo, avisando a Simón para que mantuviese los dedos de los pies firmes y se cubriera la cabeza con las manos. Los largos segundos que tardó en recorrer el túnel fueron como un sueño de los que se cae desde un lugar muy alto. Cuando llegó al blando suelo cubierto por la nieve que había bajo la boca del paso subterráneo y la brillante y fría luz natural penetró en sus ojos, necesitó sentarse durante unos instantes y disfrutar con la sensación de su corazón latiendo a gran velocidad.

Momentos más tarde rodó por tierra a causa de un sorprendente impacto recibido en la espalda, seguido de la sofocante avalancha de una montaña de músculo y pelo sobre él.

—¡Qantaqa! —Simón oyó gritar a Binabik, a la vez que reía—. ¡Si éste es el tratamiento que reciben los amigos, me alegro de no ser tu enemigo!

El joven consiguió apartar a la loba, boqueando, sólo para enfrentarse a un renovado asalto de lamerones en el rostro. Al fin, con la ayuda del gnomo, pudo quedar libre. Qantaqa saltaba y brincaba excitada, dando vueltas alrededor del muchacho y de su amo, para después salir corriendo hacia el nevado bosque.

—Ahora —dijo el hombrecillo, quitándose los rastros de nieve del oscuro cabello—, debemos buscar el lugar en que los sitha han guardado nuestros caballos.

—No está lejos, hombre-qanuc. —Simón dio un brinco. Se giró y vio una fila de sitha que salían silenciosamente de entre los árboles, con Khendraja’aro, el tío de Jiriki, a la cabeza—. ¿Para qué los buscáis?

Binabik sonrió.

—Ciertamente no para escapar de vos, buen Khendraja’aro. Vuestra hospitalidad es demasiado pródiga como para darnos prisa en dejarla. No, pero hay ciertas cosas que me gustaría estar seguro de que todavía tenemos, cosas que obtuve con mucho esfuerzo en Naglimund y que necesitamos en nuestro camino.

Khendraja’aro miró al gnomo sin mostrar expresión alguna; después señaló a dos de los otros sitha.

—Sijandi, Ki’ushapo…, mostrádselos.

Ambos soldados, de cabello amarillo, caminaron unos cuantos pasos por la colina, alejándose de la boca del túnel; después se detuvieron, esperando a que Simón y el hombrecillo los siguiesen. Cuando el chico miró hacia atrás, vio que Khendraja’aro todavía los observaba, con una indescifrable expresión en sus brillantes y entrecerrados ojos.

Encontraron el lugar en que estaban los caballos a pocos estadios de distancia, en una pequeña caverna oculta por un par de pinos cubiertos de nieve. La cueva estaba caliente y seca; los seis animales masticaban mansamente un montón de aromático heno.

—¿De dónde ha salido todo esto? —preguntó Simón, sorprendido.

—Nosotros venimos a menudo con nuestros caballos —replicó Ki’ushapo, hablando la lengua occidental—. ¿Te sorprende que tengamos un establo para ellos?

Mientras Binabik rebuscaba en una de las alforjas, el muchacho exploró la caverna, para descubrir que la luz penetraba a través de una abertura alta practicada en la pared y que había un abrevadero lleno de agua clara. Amontonado al otro lado descansaba un cúmulo de cascos, hachas y espadas. Reconoció una de las hojas como la suya, la que provenía de la armería de Naglimund.

—¡Son nuestras armas, Binabik! —exclamó el joven—. ¿Cómo es que están aquí?

Ki’ushapo habló con lentitud, como si lo hiciera con un niño.

—Nosotros las pusimos ahí después de cogéroslas a ti y a tus compañeros. Aquí están a salvo y secas.

Simón miró al sitha con actitud sospechosa.

—¡Pero creía que no podíais tocar hierro, que era como veneno para vosotros! —De repente se detuvo, temiendo haberse adentrado en terreno prohibido.

Ki’ushapo sólo intercambió una mirada con su silencioso compañero antes de responder.

—Así que has oído historias sobre los Días del Hierro Negro —murmuró—. Sí, hace tiempo era así, pero los que sobrevivieron a aquellos días aprendieron mucho. Ahora sabemos de qué aguas beber, de qué torrentes; así pues, ahora podemos manejar el mortal hierro durante un tiempo sin que nos cause mal alguno. ¿Por qué crees, si no, que te hemos dejado llevar tu cota de malla? Pero, claro, sigue sin gustarnos, y no lo usamos… ni lo tocamos si no es necesario. —Se volvió para mirar a Binabik, que seguía revolviendo en las alforjas—. Os dejaremos para que continuéis vuestra búsqueda —añadió el sitha—. Veréis que nada falta, al menos nada de lo que teníais cuando caísteis en nuestras manos. El gnomo levantó la vista.

—Desde luego —dijo—, pero es que me preocupa haber perdido cosas durante la lucha de ayer.

—Sí, claro —replicó Ki’ushapo.

Él y el tranquilo Sijandi salieron por debajo de las ramas de la entrada.

—¡Ah! —exclamó el hombrecillo, por fin, levantando un saco que sonaba como si estuviese lleno de emperadores de oro—. Esto representa un alivio —añadió y volvió a depositarlo en el interior de la alforja.

—¿Qué es? —preguntó Simón, irritado al tener que hacer otra pregunta.

Binabik sonrió perversamente.

—Más trucos qanuc, unos que pronto encontraremos de gran utilidad. Vamos, será mejor que regresemos. Si los otros se despiertan, con resaca y solos, puede que se asusten y cometan alguna tontería.

Qantaqa les salió al paso durante su corto camino de regreso, con el hocico tiznado de sangre de algún desgraciado animal. Dio unas cuantas vueltas alrededor de los dos; después se detuvo, con los pelos de punta mientras olfateaba el aire. Levantó la cabeza y volvió a olfatear; luego se alejó saltando hacia la boca del túnel.

Jiriki y An’nai se habían unido a Khendraja’aro. El príncipe había cambiado su blanca ropa por una chaqueta azul y tostada. Llevaba un gran arco desencordado y un carcaj lleno de flechas con plumas marrones.

Qantaqa dio una vuelta alrededor de los sitha, gruñendo y husmeando, pero su cola se agitaba en el aire tras ella como si estuviese saludando a viejas amistades. Se acercó hacia los alegres soldados, después retrocedió, rugiendo profundamente y sacudiendo la cabeza como si le estuviese rompiendo el pescuezo a un conejo. Cuando Binabik y Simón se unieron al círculo, la loba se acercó lo suficiente como para tocar la mano de su amo con su negro hocico; después volvió a retroceder y reinició su nervioso movimiento circular.

—¿Encontrasteis todas vuestras pertenencias en orden? —preguntó Jiriki.

El gnomo asintió.

—Sí, así es. Gracias por cuidar de nuestros caballos.

El sitha movió una delgada mano como para restar importancia al asunto.

—¿Qué vais a hacer ahora? —inquirió.

—Creo que deberíamos reemprender pronto nuestro camino —respondió el hombrecillo, entrecerrando los ojos para mirar el cielo de color grisáceo.

—Seguro que hoy no —dijo Jiriki—. Quedaos esta tarde y volved a comer con nosotros. Todavía tenemos mucho de que hablar, y podéis partir mañana con el amanecer.

—Vos… y vuestro tío… sois muy amables con nosotros, príncipe. Es un honor. —Binabik hizo una reverencia.

—No somos una raza amable, Binbiniqegabenik, no como lo éramos antes, pero somos corteses. Venid.

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Después de un espléndido almuerzo a base de pan, lecha azucarada y una estupenda sopa hecha de nueces y campanillas, la larga tarde pasó mientras sitha y hombres charlaban tranquilamente, cantaban y dormitaban.

Simón durmió y soñó que Miriamele estaba por encima del océano, como si existiese un suelo de ondulado mármol verde, haciéndole señas para que se reuniese con ella. En el sueño, el chico vio unas enormes y amenazadoras nubes negras en el horizonte, y la llamó, tratando de avisarle. La princesa no lo oía a causa del viento; sólo sonreía y le hacía señas. Simón sabía que no podía andar sobre las olas, y se dispuso a nadar hacia ella, pero sintió que las frías aguas lo arrastraban hacia abajo, tiraban de él hacia el fondo…

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Cuando al fin pudo liberarse del sueño fue para despertarse al final de la tarde. Las columnas de luz ya eran más débiles. Algunos de los sitha colocaban lámparas de cristal en los huecos de las paredes, pero aunque observó cuidadosamente todo el proceso continuó sin poder averiguar qué era lo que las iluminaba. Después de ser colocadas empezaron a encenderse suavemente con una tenue y difuminada luz.

Simón se unió a sus compañeros alrededor del círculo de piedra sobre el que reposaba el fuego. Se hallaban solos; los sitha, aunque hospitalarios e incluso amistosos, preferían su propia compañía y se sentaban en pequeños grupos diseminados por la caverna.

—Muchacho —dijo Haestan, levantando una mano y dándole un golpe cariñoso sobre el hombro—, temíamos que durmieras to’el día.

—Yo también habría hecho lo mismo si hubiera comido tanto pan como él —intervino Sludig, limpiándose las uñas con una astilla de madera.

—Todos los aquí presentes hemos acordado partir mañana temprano —informó Binabik, y tanto Grimmric como Haestan asintieron con la cabeza—. No tenemos ninguna seguridad de que el tiempo siga tan suave como hasta ahora y todavía nos queda un largo camino ante nosotros.

—¿Tiempo suave? —repitió Simón, frunciendo el entrecejo al sentir las piernas rígidas cuando se sentaba—. ¡Pero si no deja de nevar!

El gnomo se aclaró la garganta.

—Amigo Simón, pregúntale a un habitante de las nieves si quieres saber lo que es mal tiempo y frío. Ahora hace una temperatura parecida a la primavera qanuc, cuando jugamos desnudos en las nieves de Mintahoq. Siento decirte que cuando lleguemos a las montañas sabrás lo que es frío de verdad.

«No parece muy preocupado», pensó el chico.

—Entonces, ¿cuándo partiremos?

—Al alba —respondió Sludig—. Cuanto antes —añadió significativamente, mirando alrededor de la caverna, hacia sus huéspedes— mejor.

Binabik lo miró y luego posó sus ojos sobre Simón.

—Esta noche tendremos que poner todo en orden.

Jiriki apareció como si hubiese salido de la nada y se unió a ellos, junto al fuego.

—Ah —dijo—. Quería hablaros precisamente de eso.

—¿Hay algún problema con respecto a nuestra marcha? —preguntó el hombrecillo, sin que su alegre expresión pudiese ocultar por completo una cierta ansiedad.

Haestan y Grimmric parecían preocupados, y Sludig, ligeramente resentido.

—Creo que no —replicó el sitha—. Pero hay algunas cosas que quiero que os llevéis con vosotros.

Jiriki metió una mano de largos dedos entre los pliegues de sus ropas con un rápido gesto y sacó la Flecha Blanca de Simón.

—Esto es tuyo, Seomán —declaró.

—¿Qué? Pero… os pertenece a vos, príncipe.

El sitha levantó la cabeza un momento, como si escuchase una llamada lejana, y después volvió a bajar la mirada.

—No, Seomán, no volverá a ser mía hasta que haga méritos para conseguirla. Una vida a cambio de una vida.

El príncipe la cogió por los extremos con ambas manos, como si fuese una cuerda, y la débil luz proveniente de las grietas iluminó los complicados dibujos e inscripciones que se alineaban a lo largo del dardo.

—Sé que no puedes leer lo que aquí hay escrito —apuntó Jiriki con lentitud— pero te diré que son Palabras de Creación, inscritas en la flecha por Vindaomeyo el Flechero en persona, hace muchísimo tiempo, antes de que los primeros de nuestro pueblo se separaran en las Tres Tribus. Está tan unida a mi vida y a la de mi familia como si estuviese hecha de mi propio hueso, y no la entrego con facilidad. Muy pocos mortales han poseído alguna vez una Staj’a Ame y no debo volver a tenerla hasta que no haya pagado la deuda que significa.

Acabó de hablar y le alargó la flecha a Simón, cuyos dedos temblaron al tocarla.

—Yo… no os entiendo… —tartamudeó, como si de repente se encontrase en la obligación de tomarla.

Se encogió de hombros, incapaz de decir nada más.

—Bien —dijo Jiriki, volviéndose hacía Binabik y los demás—. Mi destino, como diríais vosotros, los mortales, parece extrañamente unido al de este joven. No os sorprenderá, pues, que os diga lo que voy a enviar con vosotros en vuestro extraño y probablemente infructuoso viaje.

Tras un silencio, preguntó Binabik:

—¿Y qué será ello, príncipe?

Éste sonrió, con una sonrisa felina y autosatisfecha.

—A mí mismo —respondió—. Iré con vosotros.

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El joven lancero pareció vacilar, sin atreverse a interrumpir los pensamientos del príncipe. Josua miraba hacia el exterior agarrado al parapeto de las murallas occidentales de Naglimund, con los nudillos blancos.

Finalmente pareció notar la presencia del soldado. Se volvió y mostró un rostro demasiado pálido, a la vista del cual el muchacho retrocedió un paso.

—¿Alteza…? —preguntó, resultándole difícil mirarlo a los ojos. La mirada de Josua, pensó el soldado, era como la de los zorros heridos que había visto en algunas ocasiones.

—Haz venir a Deornoth —ordenó el príncipe, y forzó una sonrisa que al joven le pareció lo más desagradable de todo—. Y que venga también el anciano Jarnauga…, el rimmerio. ¿Sabes quién es?

—Creo que sí, alteza. Es el hombre que está con el padre tuerto, en la biblioteca.

—Muy bien.

El rostro del príncipe se torció hacia el cielo y observó la masa de oscuras nubes como si se tratasen de un augurio. El lancero dudó, no del todo seguro de haber sido despachado, aunque después se volvió para alejarse en silencio.

—Tú, hombre —llamó el noble, deteniendo al soldado a medio camino.

—¿Alteza?

—¿Cómo te llamas? —Podría haberle hecho esa pregunta al cielo.

—Ostrael, alteza… Ostrael, hijo de Firsfram, señor… Soy de Runchester.

Lo miró brevemente y después sus ojos volvieron a centrarse en el oscuro horizonte, como arrastrado por una fuerza irresistible.

—¿Cuándo estuviste por última vez en Runchester, mi buen soldado?

—Antes de la última Elysiamansa, príncipe, pero les envío la mitad de mi paga, señor.

Josua se subió el cuello de su capa, lo apretó contra su nuca y asintió a las palabras del lancero.

—Muy bien, entonces… Ostrael, hijo de Firsfram. Ve y diles a Deornoth y Jarnauga que vengan. Ahora vete.

Hacía ya tiempo que al joven le habían dicho que el príncipe estaba medio loco. Mientras bajaba los escalones que llevaban hacia el patio de dos en dos, enfundado en sus pesadas botas, pensó en el rostro de Josua y recordó con un estremecimiento los brillantes y estáticos ojos de los mártires pintados en el Libro de Aedón de su familia; y no sólo los mártires, sino también la profunda tristeza del mismísimo Jesuris, cargado de cadenas mientras era conducido hacia el Árbol de la Ejecución.

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—¿Están en lo cierto los exploradores, alteza? —preguntó Deornoth, cuidadosamente.

El joven capitán no quería causar ofensa alguna, pero aquel día sentía en el príncipe una incomodidad que no acababa de entender.

—¡Por el Árbol Sagrado, Deornoth, claro que tienen razón! Los conoces a ambos, son hombres de confianza. El Supremo Rey está en Vadoverde, a menos de diez leguas de distancia. Llegará ante las murallas de Naglimund mañana por la mañana. Y trae consigo grandes fuerzas.

—Eso quiere decir que Leobardis llegará tarde. —El capitán empequeñeció los ojos, sin mirar hacia el sur, por donde se acercaban inexorables los ejércitos de Elías. Por el contrario, dirigió su vista hacia occidente, en alguna parte del cual, más allá de la niebla matinal, debían de hallarse las Legiones del Martín Pescador cruzando Inniscrich y el sur de la Marca Helada.

—A menos que se produzca un milagro —asintió el príncipe—. Ahora, Deornoth, id a decirle a sir Eadgram que lo tenga todo a punto. Quiero ver todas las lanzas afiladas y todos los arcos tensos, y ni una sola gota de vino en las puertas… o en las almenas. ¿Habéis entendido?

—Desde luego, alteza —respondió.

El caballero sintió la agitación en su propia respiración y un ligero dolor en el estómago, a causa de la expectación. ¡En nombre de Dios Misericordioso que le iban a hacer probar al Supremo Rey un poco del honor de Naglimund!

Alguien se aclaró la garganta, como para anunciar su presencia. Se trataba de Jarnauga, que subía las escaleras en dirección a la ancha pasarela con tanta agilidad como un hombre que tuviese la mitad de la edad del rimmerio. Vestía uno de los anchos hábitos de Strangyeard, y el final de su barba aparecía cogido en el interior del cinturón.

—Vengo para responder a vuestra llamada, príncipe —dijo, con cortés frialdad.

—Os lo agradezco, Jarnauga —replicó Josua—. Marchad ahora, Deornoth. Hablaré con vos durante la cena.

—Sí, alteza.

El capitán hizo una reverencia, casco en mano, y luego bajó las escaleras de dos en dos.

Josua esperó unos instantes tras la partida del joven caballero antes de hablar.

—Mirad allá, anciano, mirad —indicó, mientras con el brazo señalaba por encima de los tejados del pueblo de Naglimund y más allá de los campos y tierras de cultivo, cuyos colores verdes y amarillos aparecían oscurecidos por el gris cielo—. Las ratas se acercan a mordisquear nuestros muros. Tardaremos en volver a ver este tranquilo paisaje, si es que lo conseguimos alguna otra vez.

—La proximidad de Elías es la comidilla del castillo, Josua.

—Como debe ser. —El príncipe, como si ya tuviera suficiente de paisaje, dio la espalda al parapeto y fijó su mirada sobre el anciano de ojos brillantes—. ¿Habéis visto partir a Isgrimnur?

—Sí. No estuvo muy contento al tener que marchar en secreto y antes del amanecer.

—¿Y qué podíamos hacer, si no? Después de explicar el cuento de su misión en Perdruin, hubiera resultado difícil de creer si alguien lo hubiese visto vestido de sacerdote y tan afeitado como cuando era niño en Elvritshalla. —El noble sonrió, sin despegar los labios—. Sabe Dios, Jarnauga, que aunque hice bromas sobre el disfraz, es como si tuviera un cuchillo en las tripas el tener que enviar a ese buen hombre lejos de su familia para que trate de arreglar mi propio fracaso.

—Ahora vos sois el señor, Josua; a veces ser el que ostenta el mando significa poseer menos libertad que la que tiene el menor de los siervos.

El príncipe metió su brazo derecho en el interior de la capa.

—¿Se llevó a Kvalnir?

Jarnauga sonrió.

—Enfundada bajo los hábitos. Que vuestro Dios tenga piedad de quien intente robar a ese gordo y viejo monje.

La cansada sonrisa del hombre pareció relajarse.

—Ni siquiera el mismo Dios sería capaz de ayudarlos, con el humor de Isgrimnur. —La sonrisa no se prolongó más allá del comentario—. Ahora, Jarnauga, caminad conmigo por las almenas. Necesito vuestra aguda vista y sabias palabras.

—En verdad que puedo ver más allá que la mayoría, señor, pues así me enseñaron mi padre y mi madre. A causa de ello me llaman Ojos de hierro en nuestra lengua rimmerspakk. Me enseñaron a ver a través de los velos de la decepción cómo el hierro negro corta los maleficios. Pero, en cuanto a lo otro, no puedo prometeros sabiduría que sea merecedora de ese nombre en esta última hora.

El príncipe hizo un gesto como si no tomase la cosa en serio.

—Ya nos habéis ayudado mucho a ver cosas que de otro modo no habríamos podido descubrir. Habladme de la Liga del Pergamino. ¿Os enviaron a Tungoldyr para espiar el Pico de las Tormentas?

El anciano se acercó a Josua, con las mangas del hábito hinchándose al viento como negros gallardetes.

—No, señor, ésa no es la forma de actuar de la Liga. Mi padre también fue miembro. —Levantó la dorada cadena que le colgaba del cuello, mostrando una pluma de escribir y un pergamino grabados—. Mi padre me educó para que ocupase su lugar, y no hubiera hecho otra cosa para complacerlo. La Liga no obliga a nada, solo pide que uno haga lo que pueda hacer.

Josua caminó en silencio, pensando.

—Si los hombres sólo hiciesen lo que debieran… —Volvió sus confiados y grises ojos para mirar al viejo rimmerio—. Pero las cosas no siempre son tan fáciles… Lo correcto y lo equívoco no son siempre tan evidentes. Seguramente esa Liga vuestra debe de tener su supremo sacerdote o príncipe. ¿Era Morgenes?

Jarnauga hizo un mohín con los labios.

—Cierto que corren tiempos en los que hubiéramos necesitado en cabecilla, un fuerte brazo. Nuestra lamentable falta de preparación a todos estos acontecimientos así lo indica. —El anciano sacudió la cabeza—. Hubiéramos concedido el liderazgo al doctor Morgenes en el momento en que lo hubiese pedido; era un hombre de increíble sabiduría, Josua. Espero que lo apreciarais cuando lo conocisteis. Pero él no quería. Sólo deseaba investigar, leer y hacer preguntas. Tenemos que agradecerle cualquier tipo de poder de que disponemos. Su previsión es, en estos momentos, nuestra única protección.

Josua se detuvo, apoyando los codos en el parapeto.

—Así pues, ¿vuestra Liga nunca ha tenido un líder?

—No desde que el rey Eahlstan Fiskerne, vuestro san Eahlstan, la reunió… —Se detuvo, recordando—. Estuvo a punto de haber uno, en mis tiempos. Fue un joven hernystiro, otro de los descubrimientos de Morgenes. Poseía casi las mismas habilidades del doctor, aunque era menos cauto, así que estudiaba cosas que el sabio apartaba de su lado. Era ambicioso, y a menudo decía que haría de nosotros algo más que una fuerza del bien. Algún día podría haber llegado a ser el cabecilla del que habláis, pues era un hombre de gran saber y fortaleza…

Cuando el anciano dejó de hablar, Josua lo miró y vio que sus ojos estaban fijos sobre el horizonte occidental.

—¿Qué sucedió? —preguntó—. ¿Murió?

—No —respondió lentamente Jarnauga, con los ojos todavía puestos sobre la llanura—, no, no lo creo. Él… cambió. Algo lo asustó, o lo hirió, o… algo. Nos dejó largo tiempo atrás.

—Así que habéis tenido fracasos —dijo el príncipe, volviendo a reemprender el paseo.

El anciano no lo siguió.

—Oh, claro que sí —contestó, levantando la mano como para cubrir sus ojos del sol y mirando a la oscura lejanía—. Pryrates, en sus tiempos, también fue uno de los nuestros.

El noble fue interrumpido antes de que pudiera añadir algo a eso.

—¡Josua! —gritó alguien desde el patio de armas.

Éste apretó los labios.

Lady Vorzheva —murmuró, y se volvió para mirar hacia abajo, en donde la vio.

La mujer parecía indignada y vestía de brillante rojo; su cabello estaba suelto al viento y revoloteaba como humo negro. Towser, que estaba junto a ella, procuraba pasar inadvertido.

—¿Qué queréis de mí? —preguntó el príncipe—. Deberíais estar en el torreón. De hecho, os ordené que os quedarais allí.

—He estado allí —respondió Vorzheva, de mal humor. Levantó el dobladillo del vestido y empezó a dirigirse hacia la escalera, hablando mientras lo hacía—. Y pronto volveré, no os preocupéis. Pero primero desearía ver el sol una vez más, ¿o es que preferiríais tenerme en una celda oscura?

A pesar de su exasperación, Josua pudo conseguir que su rostro mantuviera un semblante firme.

—Bien sabe el cielo que en el torreón hay ventanas, señora. —Bajó la mirada hacia el bufón—. ¿Es que no puedes mantenerla alejada de las murallas, Towser? Pronto estaremos sitiados.

El hombrecillo se encogió de hombros y trepó por la escalera tras Vorzheva.

—Mostradme los ejércitos de vuestro terrible hermano —pidió la mujer, sin haber acabado de recuperar el aliento, cuando llegó junto al príncipe.

—Si sus ejércitos estuviesen ya aquí, lo más seguro es que vos no —respondió aquél irritado—. Todavía no hay nada que ver. Ahora, por favor, volved a bajar.

—¿Josua? —Jarnauga todavía miraba hacia el nublado occidente—. Creo que tal vez que haya algo que ver.

—¡¿Qué?! —En un abrir y cerrar de ojos, el príncipe se encontró junto al viejo rimmerio, con el cuerpo apretado contra el parapeto, mientras se esforzaba por vislumbrar lo que el anciano veía—. ¿Se trata de Elías? ¿Tan pronto? ¡No veo nada! —gritó y golpeó la piedra con su mano extendida, lleno de frustración.

—Dudo de que sea el Supremo Rey el que venga desde el oeste —dijo Jarnauga—. No tiene que sorprenderos el que no lo distingáis. Como ya os dije, fui entrenado para ver lo que era invisible para los demás. Sin embargo, están allí: muchos hombres y caballos, todavía demasiado lejos para adivinar cuántos son, que vienen hacia nosotros. Allí —señaló.

—¡Jesuris Bendito! —exclamó Josua, excitado—. ¡Debéis de estar en lo cierto! —Se irguió, como lleno de vida, aunque su rostro seguía estando sombrío—. Todo esto es muy delicado —añadió, casi para sí—. Los nabbanos no deben acercarse demasiado, de lo contrario no nos servirán de nada, atrapados entre Elías y las murallas de Naglimund. Entonces lo único que podríamos hacer sería meterlos aquí, con lo cual sólo conseguiríamos tener más bocas que alimentar. —Corrió hacia las escaleras—. Si se mantienen demasiado lejos, no podremos protegerlos cuando Elías se dirija hacia ellos. ¡Debemos enviar algunos jinetes! —Bajó los peldaños llamando a Deornoth y a Eadgram, el comandante en jefe de Naglimund.

—¡Oh, Towser! —musitó Vorzheva, con el rostro arrebolado a causa del viento y de los acontecimientos—, ¡parece que después de todo nos salvaremos! Todo irá mejor a partir de ahora.

—Eso espero yo también, mi señora —respondió el bufón—. He pasado por todo esto antes, con mi señor Juan, ya sabéis…, y no tengo ningunas ganas de volver a hacerlo.

Los soldados maldecían y gritaban por el patio de armas. Josua estaba al borde del pozo, con la espada en la mano, dando instrucciones. El sonido de metal contra metal, provocado por el entrechocar de lanzas, escudos, cascos y espadas al ser cogidos apresuradamente de los rincones en los que habían permanecido, se elevó por encima de las murallas como una invocación.

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El conde Aspitis Prevés intercambió unas breves frases con Benigaris y después acercó su caballo al del duque. El sol era una brillante mancha por encima del gris amanecer.

—¡Joven Aspitis! —exclamó Leobardis, contento—. ¿Qué noticias hay?

Si el duque y su hijo tenían que llegar a entenderse, aquél debía tratar de mostrarse amable con los íntimos de Benigaris, incluso con Aspitis, al que consideraba uno de los menos impresionantes productos de la Casa del Águila Pescadora.

—Los exploradores acaban de regresar, mi señor. —El conde, un apuesto y delgado joven, estaba bastante pálido—. Nos hallamos a menos de cinco leguas de los muros de Naglimund.

—¡Bien! ¡Con suerte, estaremos allí antes de la tarde!

—Pero Elías va por delante de nosotros. —Aspitis miró por encima al hijo del duque, quien sacudió la cabeza y maldijo en voz baja.

—¿Ya ha puesto sitio al castillo? —preguntó Leobardis, sorprendido—. ¿Cómo lo ha conseguido? ¿Acaso ha aprendido a hacer volar sus ejércitos?

—Bueno, no es Elías exactamente, mi señor —se apresuró a corregir Aspitis—. Se trata de una fuerza que cabalga bajo la bandera del Jabalí y las Lanzas, el estandarte del conde Guthwulf de Utanyeat. Nos llevan una media legua de ventaja, y nos mantendrán alejados de las puertas.

El duque movió la cabeza, aliviado.

—¿Cuántos hombres lleva Guthwulf?

—Tal vez un centenar de caballos, mi señor, pero el Supremo Rey no puede estar demasiado lejos.

—Bueno, tendremos que ser precavidos —dijo Leobardis, tirando de las riendas de su caballo junto a uno de los pequeños arroyos que entrecruzaban las praderas al este de Vadoverde—. Dejemos que el Heraldo del Supremo Rey y sus tropas se pudran allí. Serviremos mejor a Josua si nos mantenemos a corta distancia, desde donde podamos hostigar a los sitiadores y mantener abiertas las líneas de suministros. —Azuzó a su montura para entrar en el vado.

Benigaris y el conde picaron espuelas tras él.

—Pero padre —intervino Benigaris, alcanzándolo—, ¡pensad! Nuestros exploradores dicen que Guthwulf se mueve por delante de los ejércitos del rey, y con sólo cien caballeros. —Aspitis Prevés asintió para confirmar lo que decía su amigo, y el muchacho mantuvo el entrecejo fruncido, muy serio—. Nosotros tenemos tres veces más esa fuerza, y si enviamos rápidos jinetes por delante, también podríamos unirnos a los hombres de Josua. Podemos aplastar a Guthwulf contra los muros de Naglimund como un martillo golpeando contra un yunque —sonrió, y dio una palmada en el hombro de su padre, cubierto por la armadura—. Pensad en cómo le sentaría eso al rey Elías. Le haría pensarlo dos veces, ¿no es cierto?

Leobardis se mantuvo en silencio durante largos instantes. Se volvió para mirar los ondeantes gallardetes de sus legiones que se extendían a lo largo de varios estadios por las praderas. El sol había encontrado un agujero por el que hacerse presente sobre la tierra y trajo el color a la hierba combada por el viento. Al duque le recordó las Tierras de los Lagos, al este de su palacio.

—Llama al trompeta —indicó.

Aspitis se volvió y gritó una orden.

—¡Bien! Enviaré jinetes para que se adelanten hasta Naglimund, padre —dijo el joven, sonriendo casi con alivio.

El duque vio cuánto ansiaba su hijo la gloria, pero también significaba la gloria para Nabban.

—Escoge a tus jinetes más rápidos, hijo mío —gritó mientras Benigaris ya cabalgaba de regreso a sus líneas—. ¡Debemos movernos con más rapidez de la que nadie pueda pensar que somos capaces! —Elevó la voz hasta convertirla en un grito, y las cabezas se giraron hacia él—. ¡Las legiones cabalgarán! ¡Por Nabban y la Madre Iglesia! ¡Que nuestros enemigos os teman!

Benigaris regresó tras despachar a los mensajeros. Leobardis ordenó tocar las trompetas; después volvieron a hacerlo y el gran ejército avanzó a toda velocidad. Sonaron los cascos de los caballos como redobles de tambor mientras cruzaban el Inniscrich. El sol se elevó en el oscuro cielo matinal, y los gallardetes azul y oro ondearon en el viento. El Martín Pescador voló hacia Naglimund.

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Josua todavía se sujetaba su liso y pulido casco cuando atravesó la puerta a la cabeza de unos cuarenta caballeros montados. El arpista Sangfugol corría a su lado, tratando de darle algo; el príncipe sujetó las riendas e hizo que su caballo fuese a paso más lento.

—¿Qué quieres? —preguntó con impaciencia, mientras trataba de ver algo en el nublado horizonte.

El músico luchaba por respirar a la vez que intentaba seguirlo.

—Es…, es el gallardete de vuestro padre, mi señor —respondió, y se lo alargó—. Traído… desde Hayholt. No lleváis ningún otro estandarte más que el Cisne gris de Naglimund. ¿Podríais desear alguno mejor que éste?

El príncipe miró el banderín rojo y blanco, medio doblado sobre su regazo. El ojo del dragón de fuego lo miraba severo, como si algún intruso amenazase el árbol en el que se había enroscado. Deornoth e Isorn, junto a alguno de los caballeros que se hallaban más cerca de Josua, sonrieron expectantes.

—No —contestó, devolviendo la enseña. Su mirada era fría—. No soy mi padre. Y tampoco soy rey.

Enroscó las riendas en su brazo derecho y levantó la mano.

—¡Adelante! —gritó—. ¡Vamos a recibir a amigos y aliados!

El príncipe y su tropa cabalgaron a través de las calles del pueblo. Unas cuantas flores, lanzadas por la gente desde lo alto de las murallas del castillo, revolotearon sobre el revuelto y enlodado camino tras ellos.

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—¿Qué es lo que veis, rimmerio? —preguntó Towser, frunciendo el entrecejo—. ¿Por qué lo decís entre dientes?

El pequeño contingente de Josua ya sólo era una mancha de color y desaparecía con rapidez en la lejanía.

—Hay un grupo de hombres a caballo que se acercan por la falda de las colinas hacia el sur —explicó Jarnauga—. Desde aquí no parece que sea una gran fuerza, pero todavía están lejos.

Volvió a cerrar los ojos como si tratase de recordar algo; después los abrió y miró de nuevo a lo lejos. Towser hizo la señal del Árbol, como en un reflejo; los ojos del anciano brillaban fieramente como lámparas de zafiro.

—Una cabeza de jabalí sobre lanzas cruzadas —siseó—. ¿Quién es?

—Guthwulf —respondió Towser, confuso.

El rimmerio debía de ver fantasmas, pues el horizonte no le revelaba nada al viejo bufón.

—El conde de Utanyeat…, el Heraldo del Rey.

Sobre las murallas, a unas yardas de donde estaban, lady Vorzheva miraba cómo desaparecían los caballeros del príncipe.

—Entonces llega desde el sur, por delante del ejército de Elías. Parece como si Leobardis lo hubiese visto. Los nabbanos se han desviado hacia las colinas que hay más al sur, como si tratasen de salirle al paso.

—¿Cuántos…, cuántos hombres? —preguntó Towser, sintiéndose todavía más perplejo—. ¿Cómo podéis ver todo eso? Yo no distingo nada, y mi vista es lo único que no…

—Cien jinetes, tal vez menos —lo interrumpió Jarnauga—. Eso es lo preocupante: ¿por qué son tan pocos…?

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—¡Dios Misericordioso! ¿Qué es lo que hace el duque? —inquirió Josua, aupándose más en los estribos para poder ver mejor—. ¡Se ha desviado hacia al este a galope tendido y se dirige hacia las colinas del sur! ¡¿Es que ha perdido el juicio?!

—¡Mirad, mi señor! —gritó Deornoth, junto a él—. ¡Mirad allí, en las faldas de la colina Lomo de Toro!

—¡Por el amor de Aedón, el ejército del rey! ¿Qué hace Leobardis? ¿Acaso piensa atacar a Elías sin apoyo? —El príncipe palmeó el cuello de su caballo y picó espuelas.

—Da la impresión de ser una pequeña fuerza, señor —gritó Deornoth—. Una avanzadilla, tal vez.

—¿Por qué no ha enviado mensajeros? —preguntó Josua en tono quejumbroso—. Mirad, tratarán de empujarlos hacia Naglimund para atraparlos contra las murallas. ¡¿Por qué, en nombre de Dios, no me ha enviado ningún mensajero?! —Suspiró y se volvió hacia Isorn, que había levantado la visera del casco de su padre para poder observar mejor el horizonte—. Después de todo, ahora comprobaremos nuestro temple, amigo.

La inevitabilidad de la lucha parecía haberlo inundado de serenidad. Sus ojos estaban tranquilos, y en su rostro se asentó una media sonrisa. Isorn miró a Deornoth, que desataba su escudo de la silla, y después volvió a mirar al príncipe.

—Vayamos a comprobarlo, señor —dijo el hijo del duque.

—¡Adelante! —gritó Josua—. ¡El saqueador de Utanyeat está ante nosotros! ¡Adelante!

Al acabar su arenga espoleó a su caballo pinto para que emprendiese el galope, haciendo que el césped saltase bajo los cascos del equino.

—¡Por Naglimund! —exclamó Deornoth, levantando su espada—. ¡Por Naglimund y nuestro príncipe!

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—¡Guthwulf se queda allí! —dijo Jarnauga—. Se queda en la falda de la colina, aunque los nabbanos se han lanzado contra él. Josua también se dirige a su encuentro.

—¿Están luchando? —preguntó Vorzheva, asustada—. ¿Qué le pasa al príncipe?

—Todavía no ha llegado a la batalla. —El anciano se dirigió a grandes zancadas hacia el torreón del sudoeste—. ¡Los caballeros de Guthwulf han aguantado la primera carga de los nabbanos! ¡Todo es confusión! —Parpadeó y se frotó los ojos con los nudillos.

—¡¿Qué, qué?! —Towser puso un dedo sobre su boca y se lo mordisqueó mientras miraba—. ¡No te calles, rimmerio!

—Es difícil saber lo que pasa desde tan lejos —prosiguió Jarnauga innecesariamente, ya que ni sus dos compañeros ni ninguno de los que había sobre las murallas del castillo podía ver más que una mancha en movimiento a la sombra de la nublada colina de Lomo de Toro—. El príncipe se abalanza sobre la lucha, y los jinetes de Leobardis y de Guthwulf están esparcidos por la vertiente de la colina. Ahora…, ahora… —dejó de hablar, inmerso en el esfuerzo de concentración.

—¡Ah! —exclamó Towser, disgustado, dándose una palmada en su huesudo muslo—. Por san Muirfath y el Arcángel, esto es peor que cualquier cosa imaginable. ¡También podría leer eso en…, en un libro! ¡Maldito seas, hombre…! ¡Habla!

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A Deornoth le pareció que se sumergía en un sueño con todo aquel lóbrego brillo de las armaduras, los gritos y los golpes apagados de espada contra escudo. Cuando la tropa del príncipe se abalanzó sobre los combatientes, vio los rostros de los caballeros nabbanos acercarse lentamente, al igual que los erkynos, y se escuchó un murmullo de sorpresa que inundó la batalla a su llegada. Durante un instante que pareció no acabar nunca, se sintió como un punto de brillante espuma, prisionero en la cresta de una ola que se abatía. Un momento después, con un rugido y el entrechocar de las armas, la batalla los absorbió y los jinetes de Josua se lanzaron contra el flanco del Jabalí y las Lanzas de Guthwulf.

De repente alguien se interpuso ante él: un rostro cubierto por un yelmo apareció por encima de los ojos desorbitados y la boca espumeante de un caballo de guerra. Deornoth sintió un terrible golpe en el hombro que casi lo hizo caer de la silla; la lanza del jinete golpeó contra su escudo y se desvió. Vio la oscura malla del hombre ante él, al descubierto por un instante, y empujó su espada con ambas manos. Sintió un impacto estremecedor al resbalar el arma sobre el escudo y hundirse en el pecho de su oponente, que cayó del caballo a la embarrada y ensangrentada hierba.

Durante unos segundos pudo ver a su alrededor y miró tratando de encontrar el banderín de Josua en medio de la confusión. Sintió una punzada en el hombro. El príncipe e Isorn, el hijo de Isgrimnur, luchaban espalda contra espalda en medio de una marea de hombres de Guthwulf. La rápida mano de Josua lanzó una estocada y Naidel atravesó el visor de uno de los jinetes de cimera negra. Las manos del hombre se elevaron hacia su metálico yelmo, que un momento después aparecía cubierto de rojo, y el individuo fue arrastrado hacia atrás, mientras su caballo sin riendas retrocedía.

Deornoth vio a Leobardis, el duque de Nabban, situado sobre su caballo en el borde sudoeste de la batalla, bajo su ondeante bandera. Dos jinetes se le acercaron y el capitán adivinó que el mayor de ellos, con una trabajada armadura, era su hijo, Benigaris. ¡Maldita sea! El duque ya era viejo, pero ¡¿qué hacía Benigaris al margen de la batalla?! ¡Aquello era la guerra!

Una forma se abalanzó hacia Deornoth y éste tuvo que inclinarse hacia la izquierda para esquivar un inminente hachazo. El jinete pasó ante él, sin darse la vuelta, pero otro lo siguió. Durante unos instantes todo desapareció de su mente para concentrarse en el intercambio de golpes que mantenía con el hombre de Utanyeat; el estruendo de la batalla pareció amainar hasta convertirse en un sonido apenas audible, como el de una pequeña cascada. Finalmente vio un hueco en la guardia de su adversario y le envió una estocada contra el casco, para partirlo a la altura de la bisagra del visor. El jinete se balanceó hacia un lado y cayó, aunque su pie quedó trabado en el estribo, así que permaneció colgado como un cerdo en una despensa. Su enloquecido caballo se lo llevó arrastrando.

El conde Guthwulf, con manto y casco negros, sólo se encontraba a un tiro de piedra, repartiendo golpes a diestro y siniestro con su gran mandoble, desmontando a dos jinetes nabbanos de un golpe, como si fuesen niños. Deornoth se afianzó en la silla para dirigirse hacia él —¡qué gloria el poder enfrentarse con el Monstruo de Utanyeat!— cuando un caballo empujó al suyo y lo hizo girar en otra dirección.

Se detuvo, todavía tan confuso como si soñase, y vio que había descendido la colina hacia el exterior del núcleo de la batalla. El pendón azul y oro de Leobardis estaba ante él; el duque, con el blanco cabello sobresaliendo bajo el casco, permanecía erguido sobre los estribos gritando órdenes a sus hombres. Después bajó el visor de su casco sobre los brillantes ojos y se preparó para lanzarse a la lucha.

El sueño se convirtió en pesadilla mientras Deornoth observaba. El que había tomado por Benigaris, moviéndose con tanta lentitud que creyó que podría alcanzarlo y detenerlo, levantó su larga espada y con cuidado y deliberadamente la empujó contra la nuca del duque, bajo el casco. En el fragor de la batalla pareció que nadie, excepto Deornoth, había visto el terrible acto. Leobardis arqueó la espalda mientras la hoja se retiraba de su cuello, manchada de escarlata, y se llevó unas temblorosas y enguanteleteadas manos hacia el cuello, sujetándolo durante un instante, como si tratase de hablar sobreponiéndose a todo el dolor. Un momento después, el noble se inclinó hacia adelante en la silla y cayó por encima del blanco cuello de su caballo, manchando la crin con la sangre que manaba de él antes de caer al suelo.

Benigaris lo miró un momento, como si contemplase un pájaro caído del nido, y después se llevó el cuerno a los labios. Con todo el caos existente, Deornoth creyó ver un destello en la negra ranura del yelmo del joven, como si el hijo del duque hubiera interceptado su mirada a través de las cabezas de todos los contendientes que había entre ellos dos.

El cuerno sonó, en una larga y ronca llamada, y muchas cabezas se volvieron hacia él.

Tambana Leobardis eis!— gritó Benigaris, y su voz tenía un tono espantoso, rota y llena de dolor—. ¡El duque ha caído! ¡Mi padre ha sido asesinado! ¡Retirada!

Volvió a hacer sonar de nuevo el cuerno, y, mientras Deornoth miraba con un horror lleno de incredulidad, llegó otra llamada desde la colina. Una línea de jinetes con armadura salieron del cobijo de los árboles.

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—¡Luces del Norte! —gruñó Jarnauga, haciendo que Towser se hundiera en otro paroxismo de frustración.

—¡Decidnos! ¿Qué pasa en la batalla?

—Me temo que está perdida —respondió el rimmerio, y su voz sonó como un eco vacío—. Ha caído alguien.

—¡Oh! —jadeó Vorzheva, y las lágrimas afloraron a sus ojos—. ¡Josua! ¡¿No habrá sido Josua?!

—No podría decirlo. Creo que ha sido Leobardis. Pero ahora ha aparecido otra fuerza de hombres descendiendo por la colina, desde los árboles. Van de rojo, y en su gallardete…, ¿un águila?

—Falshire —rezongó Towser, y cogió su gorro lleno de cascabeles para lanzarlo con rabia contra el suelo—. ¡Madre de Dios, es el conde Fengbald! ¡Ay, Jesuris Aedón, salva a nuestro príncipe! ¡Esos bastardos, hijos de puta!

—Caen sobre Josua como un martillo —explicó Jarnauga—. Y los nabbanos parecen confusos. Se… Se…

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—¡Retirada! —gritó Benigaris.

Aspitis Prevés, que estaba a su lado, arrancó el pendón de los brazos del pasmado escudero de Leobardis y pisoteó al joven bajo los cascos de su caballo.

—¡Son demasiados! —vociferó Aspitis Prevés—. ¡Retirada! ¡El duque ha muerto!

Deornoth hizo dar la vuelta a su caballo y se adentró en la refriega, buscando a Josua.

—¡Una trampa! —gritó.

Los jinetes de Fengbald descendían como una tormenta por la colina, con lanzas brillantes.

—¡Es una trampa, Josua! —volvió a repetir.

Hizo una finta para apartarse de dos de los hombres de Guthwulf que le obstruían el paso y recibió fuertes impactos en el escudo y el casco, aunque lanzó una estocada al cuello del segundo de ellos y casi perdió la espada. Vio una salpicadura de sangre que atravesaba su propio visor y no supo si se trataba de la suya o de la del otro.

El príncipe llamaba a reunión a sus caballeros y el cuerno de Isorn rugía por encima del estruendo y el entrechocar de las armas.

—¡Benigaris ha asesinado al duque! —exclamó Deornoth.

Josua lo miró, sorprendido, a la vez que ante él caía una figura atravesada.

—¡Benigaris lo ha apuñalado por la espalda! ¡Estamos atrapados!

El príncipe dudó unos instantes y levantó las manos como para alzar el visor y poder mirar a su alrededor. Fengbald y sus águilas se abalanzaban hacia el flanco de los hombres de Naglimund, tratando de cortarles la retirada.

Un momento después, Josua levantó el brazo con el que sujetaba el escudo.

—¡Sopla el cuerno, Isorn! —gritó—. ¡Debemos abrirnos paso para poder retirarnos! ¡Hacia Naglimund! ¡Hemos sido traicionados!

Con un toque del cuerno y un aullido de rabia, los caballeros del príncipe se lanzaron a la carga contra la hilera carmesí de las fuerzas de Fengbald. Deornoth aguijoneó a su caballo tratando de alcanzar el frente, y vio cómo la espada centelleante de Josua atravesaba la guardia del primer águila y lo alcanzaba bajo el brazo. Poco después se encontró frente a una nube de guerreros vestidos con rojas capas. Volteó la espada y maldijo; aunque no se dio cuenta, bajo el yelmo sus mejillas estaban húmedas a causa de las lágrimas.

Los hombres de Fengbald, sorprendidos por la ferocidad que demostraban sus atacantes, retrocedieron ligeramente y, en ese instante, los soldados de Naglimund atravesaron sus filas. A su espalda, las legiones de Nabban se batían en franca retirada, rompiendo la formación y retrocediendo hacia el Inniscrich. Guthwulf no los persiguió, sino que envió sus tropas a que se unieran a las de Fengbald para emprender la persecución de los caballeros de Josua.

Deornoth montaba inclinado sobre el cuello de su caballo de guerra y oía la respiración del noble animal mientras galopaba hacia las puertas del castillo, a través de los campos de cultivo. A medida que se aproximaban a Naglimund iba decreciendo el ruido producido por sus perseguidores.

Las puertas estaban levantadas, como una negra boca abierta. Al mirarla, sintiendo que su cabeza se estremecía, deseó ser tragado por ella, introducirse en un profundo y oscuro olvido y nunca más volver a salir a la superficie.