Canciones del primogénito
Deornoth se despertó en la fría oscuridad, sudando. El viento silbaba y gemía en el exterior, arañando las cerradas ventanas como si huyese de la muerta soledad. El corazón le dio un vuelco cuando vio la oscura figura que se inclinaba sobre él, que se destacaba gracias a las brasas que quedaban en la chimenea.
—¡Capitán! —Era uno de sus hombres. La voz sonaba con un tono de pánico—. ¡Hay gente que se dirige hacia la puerta! ¡Hombres armados!
—¡Por el Árbol Sagrado! —farfulló, luchando por ponerse las botas.
Se colocó la cota de malla por encima de los hombros, cogió la espada y el casco y siguió al soldado fuera de la habitación.
Cuatro hombres más estaban agrupados en lo alto de una plataforma, en el baluarte de la puerta, asomándose hacia afuera. El viento lo hizo tambalearse, y pronto se agachó.
—¡Allí, capitán! —indicó el soldado que lo había despertado—. Llegan por el camino, a través del pueblo.
La iluminada luna, brillando a través de las nubes, teñía de plata los amontonados tejados de paja del pueblo de Naglimund. Sí que había movimiento en el camino: un pequeño grupo de jinetes se acercaba; tal vez serían una docena.
Los hombres que se hallaban de vigilancia vieron aproximarse lentamente a los jinetes. Uno de ellos gruñó. Deornoth también sintió el punzante dolor de la espera. Era mejor cuando los cuernos sonaban con estridencia y el campo de batalla estaba lleno de gritos.
«Es esta espera la que nos ha cambiado a todos —pensó—. Si nos vemos inmersos en un baño de sangre, nuestra gente responderá como sabe».
—¡Debe de haber más escondidos! —murmuró uno de los soldados—. ¿Qué vamos a hacer?
Incluso con el silbido del viento, su voz le pareció fuerte. Entonces, ¿por qué los caballos que se aproximaban no producían sonido alguno?
—Nada —respondió Deornoth, con firmeza—. Sólo esperar.
La espera parecía no tener fin. Cuando los jinetes estuvieron más cerca, la luna provocó brillantes reflejos en la punta de las lanzas y en los cascos. Los silenciosos visitantes se detuvieron ante las imponentes puertas y se quedaron quietos como si esperasen escuchar algo.
Uno de los hombres de guardia en la entrada se puso en pie y, levantando su arco, apuntó al pecho del que parecía ser el cabecilla de los jinetes. Cuando Deornoth se echó sobre él, viendo las tensas facciones de su rostro y su fiera expresión, llegó el ruido de alguien que aporreaba la puerta desde abajo. El capitán agarró el brazo que sostenía el arco y lo levantó; la flecha salió disparada hacia arriba, por encima de la oscuridad que reinaba sobre el pueblo.
—¡Por el buen Dios, abrid la puerta! —gritó un hombre, y una vez más el extremo romo de una lanza fue a estrellarse contra la madera.
Era la voz de un rimmerio, con un acento, pensó Deornoth, cercano a la locura.
—¡¿Acaso estáis todos dormidos?! ¡Dejadnos entrar! ¡Soy Isorn, el hijo de Isgrimnur, y he escapado de nuestros enemigos!
—¡Mirad, mirad cómo desaparecen las nubes! ¿No os parece que es un signo de esperanza, Velligis?
Mientras hablaba, el duque Leobardis señaló con su mano hacia el ojo de buey abierto de la cabina, casi aplastando con su brazo de malla la cabeza de su sudoroso escudero. Éste se agachó, tragándose un silencioso juramento mientras ponía en su sitio la parte inferior de la armadura del duque, y se volvió para abofetear a un joven paje que no se había apartado con la suficiente rapidez. El muchacho, que había tratado de molestar lo menos posible en la atestada cabina del barco, renovó sus desesperados esfuerzos para pasar todo lo inadvertido que le fuese posible.
—Tal vez seamos el fiel de la balanza que ponga fin a toda esta locura.
Leobardis se dirigió al ojo de buey y su escudero gateó por el suelo tras él, luchando por mantener una rodillera medio atada en su sitio. El cielo parecía, en verdad, empezar a destaparse en amplias franjas azules. Era como si los oscuros e inmensos acantilados de Crannhyr se inclinasen y apartasen las nubes bajas de la bahía a la que se acercaba el buque insignia de Leobardis, el Joya de Emettin, para anclar.
Velligis, un hombre gordo con dorados ropajes eclesiásticos, se acercó a la ventana, al lado del duque.
—¿Cómo, mi señor, el echar aceite sobre el fuego puede ayudar a extinguirlo? Es, si me perdonáis el atrevimiento, una tontería pensar así.
El eco del tambor llamando a asamblea era transportado a través del agua. Leobardis se apartó del rostro un mechón de lacio cabello blanco.
—Ya sé cómo piensa el lector —dijo—, y sé que él os ha hecho venir, mi querido escritor, para tratar de persuadirme de abandonar todo esto. El amor de Su Santidad por la paz…, bueno, es admirable, pero la paz no vendrá con sólo charlar.
Velligis abrió un pequeño estuche de latón y sacó un dulce, que puso delicadamente sobre su lengua.
—Eso está peligrosamente cercano al sacrilegio, duque Leobardis. ¿Rezar significa «charlar»? ¿Es la intercesión de Su Santidad el lector Ranessin algo de menor valor que la fuerza de vuestros ejércitos? Si así es, entonces nuestra fe en el mundo de Jesuris y en su primer apóstol, Sutrines, es una burla. —El escritor suspiró con pesadez y chupó el dulce.
Las mejillas del duque enrojecieron; echó a su escudero, se agachó él mismo para acabar de atarse la hebilla y luego alargó la mano en busca de su capa de color azul, con el martín pescador de Benidrivine bordado en oro sobre el pecho.
—Que Dios me bendiga, Velligis —exclamó, irritado—, pero hoy no tengo humor para discutir con vos. He sido empujado por el Supremo Rey Elías hasta llegar demasiado lejos, y ahora debo hacer lo que hay que hacer.
—Pero vos no acudís solo al campo de batalla —habló Velligis, algo enfurecido por primera vez—. Lleváis a cientos, no, a miles de hombres, de almas, y su bienestar está a vuestro cargo. Las semillas de la catástrofe se hallan en el viento, y la Madre Iglesia tiene la responsabilidad de vigilar para que no encuentren tierra fértil en la que brotar.
Leobardis sacudió la cabeza con tristeza mientras el paje le alargaba tímidamente el yelmo dorado, con la cimera de crin de caballo teñida de azul.
—El suelo fértil puede encontrarse en cualquier parte en los días en los que estamos, escritor, y la catástrofe ya está brotando, si permitís que me apropie de vuestras poéticas palabras. La cuestión es que debemos tratar de cercenarla mientras esté en cierne. Venid. —Le dio unas palmadas sobre el carnoso brazo—. Es hora de bajar al bote de desembarco. Venid conmigo.
—Ciertamente, mi buen duque, ciertamente. —Velligis se puso ligeramente de lado para pasar con más facilidad por la puerta—. Me perdonaréis si no os acompaño hasta la orilla en estos momentos. No me siento muy bien de las piernas últimamente. Temo que me estoy haciendo viejo.
—Ah, pero vuestra retórica no pierde vigor a causa de ello —replicó el noble mientras se movían lentamente a través de la cubierta.
Una pequeña figura envuelta en un oscuro manto se cruzó en su camino, deteniéndose para hacer una leve inclinación, con las manos entrecruzadas sobre el pecho. El escritor frunció el entrecejo, pero Leobardis devolvió el saludo con una sonrisa en los labios.
—Nin Reisu ha estado en la Joya de Emettin durante largo tiempo —explicó el duque—, y ella es uno de los mejores vigías. Le perdono las formalidades; los niskis son una gente extraña, Velligis, como sabríais si fuerais un hombre de la mar. Venid, mi bote está por ese lado.
El viento del puerto transformó en una vela la capa del noble, hinchándola contra un cielo de aspecto incierto.
Leobardis vio que el menor de sus hijos, Varellán, esperaba a recalar, y le pareció demasiado pequeño para llenar su brillante armadura. Su delgado rostro miraba ansioso desde el hueco del casco mientras supervisaba el reagrupamiento de las fuerzas nabbanas, como si su padre pudiera hacerlo responsable de cualquier desaguisado en las formaciones entre los arracimados y sudorosos soldados. Algunos de ellos pasaron junto a él tan descuidadamente como si fuese el chico del tambor, maldiciendo alegremente a un par de caballos que, asustados por la confusión, habían saltado de la plancha hacia el agua, llevándose a sus cuidadores con ellos. Varellán se apartó de las salpicaduras y del griterío, con la frente arrugada de una forma que no desapareció cuando vio al duque bajar del bote y dar los últimos pasos hasta la rocosa línea de la costa sur de Hernystir.
—Mi señor… —dijo, y dudó.
Leobardis adivinó que se planteaba el desmontar de su caballo y arrodillarse. El duque tuvo que aguantarse para no poner mala cara. Maldijo a Nessalanta a causa de la timidez del muchacho, ya que ella se había volcado sobre él como un borracho sobre su jarra, incapaz de admitir que el último de sus hijos había crecido. Claro que tal vez él también tuviese algo de culpa. Nunca debería haber permitido que el chico desarrollase su interés por el sacerdocio. Aunque aquello había sucedido hacía años, y ahora no se entrecruzaba en el camino del joven, sería soldado aunque ello lo matase.
—Bueno, Varellán. —El duque miró a su alrededor—. Bien, hijo mío, parece que todo está en perfecto orden.
Aunque la evidencia de sus ojos le decía que o bien su padre se había vuelto loco o se mostraba demasiado amable, el muchacho mostró una agradecida sonrisa.
—Habremos acabado de desembarcar en dos horas. ¿Continuaremos la marcha durante la noche?
—¿Después de una semana en el mar? Los hombres nos matarían a ambos y nombrarían otra familia ducal. Aunque supongo que también tendrían que despachar a Benigaris, si quisieran acabar con el linaje. Hablando de tu hermano, ¿por qué no está aquí?
Aunque hablaba medio en broma, la ausencia de su hijo mayor le resultaba irritante. Tras semanas de amargas discusiones sobre si Nabban debería apostar por la neutralidad, y de una tempestuosa reacción contra la decisión del duque de apoyar a Josua, Benigaris había cambiado de camisa y anunciado su deseo de cabalgar junto a su padre y sus ejércitos. El joven no iba a renunciar a una oportunidad de mandar las Legiones del Martín Pescador en la batalla, y el duque lo sabía, aunque ello significase no poder plantar su trasero por un tiempo en el trono de Sancellan Mahistrevis.
Leobardis se hizo consciente de que se había quedado en Babia.
—No, no, Varellán, debemos conceder a los hombres una noche en Crannhyr, aunque el pasarlo bien no parezca demasiado juicioso después de la suerte de Lluth en el norte. ¿Dónde dijiste que estaba Benigaris?
El muchacho se puso colorado.
—No lo hice, mi señor, perdonadme. Se dirigió cabalgando hacia el pueblo, con su amigo el conde Aspitis Prevés.
El duque pasó por alto el desasosiego del chico.
—Por el Árbol Bendito, no era pedir demasiado que mi hijo y heredero aguardase a encontrarse conmigo. Bien, entonces, vayamos a ver cómo van las cosas con los demás comandantes.
Chasqueó los dedos y el escudero le trajo su caballo, con los cascabeles del arnés tintineando.
Encontraron a Mylin-sá-Ingadaris bajo el gallardete del albatros blanco y rojo de su linaje. El anciano, que había sido el cordial enemigo de Leobardis durante años, saludó al duque. Él y Varellán se sentaron mientras Mylin supervisaba la descarga final de sus dos buques mercantes; luego se unieron al viejo conde en su tienda para tomar un vaso de vino dulce de Ingadarine.
Después de charlar y bromear sobre mil cosas —con Varellán tratando de unirse a ellos—, Leobardis le agradeció al conde Mylin su hospitalidad y salió, seguido de su hijo menor. Volvieron a coger las riendas que hasta entonces habían sujetado sus escuderos y continuaron a través del animado campamento, haciendo aquí y allá alguna breve visita de cortesía a algunos de los demás nobles.
Ambos se disponían a montar para regresar por la playa, cuando el duque vio la figura familiar de un ruano de amplio pecho, el cual paseaba tranquilamente camino abajo desde el pueblo acompañado de otro caballo que llevaba a otro jinete.
La plateada armadura de Benigaris, su más querida posesión, estaba llena de grabados y costosas incrustaciones de ilenita, que la luz del atardecer no reflejaba como se merecía y le confería un aspecto más bien gris. Encorsetado desde el esternón, lo que corregía la obesidad de su figura, el individuo tenía el aspecto de un valiente y esforzado caballero. El joven Aspitis, que iba junto a él, también llevaba una armadura de hermoso trabajo: la cresta del águila pescadora de su familia había sido incrustada, a la altura del esternón, en nácar. No llevaba capa que lo cubriese y, al igual que su compañero, relucía como un brillante cangrejo.
Benigaris dijo algo a Aspitis Prevés; éste rió y luego se alejó. El joven descendió por el camino, atravesando la playa de grava, y se dirigió hacia su padre y hermano menor.
—Ése era el conde Aspitis, ¿verdad? —preguntó Leobardis, tratando de mantener lejos de su voz la amargura que sentía—. ¿Es que ahora la Casa Prevan se ha convertido en enemiga nuestra y por ello no viene a saludarme su conde?
Benigaris se inclinó hacia adelante sobre su silla y dio unas palmadas sobre el cuello de su caballo. El duque no pudo ver si lo miraba a través de sus gruesas y espesas pestañas.
—Le dije a Aspitis que vos y yo teníamos que hablar en privado, padre. Él hubiese venido, pero le dije que no. Es muy respetuoso para con vos.
El muchacho se volvió hacia Varellán, que lo miraba anonadado por la brillante armadura, y le dedicó una breve inclinación de cabeza.
Sintiéndose ligeramente incómodo, el duque cambió de tema.
—¿Qué es lo que te llevó al pueblo, hijo mío?
—Noticias, sire. Pensé que Aspitis, que ya había estado aquí antes, podría ayudarme a obtener valiosas informaciones.
—Estuviste mucho tiempo. —Leobardis no conseguía reunir la energía suficiente para enfadarse—. ¿Qué descubriste, Benigaris? ¿Algo importante?
—Nada que no hayamos ya escuchado de los barcos de Abaingeat. Lluth está herido y se ha retirado a las montañas. Skali controla Hernysadharc, pero no tiene fuerzas suficientes como para extenderse más allá, no mientras no hayan sido subyugados los hernystiros que resisten en Grianspog. Así pues, la costa todavía permanece libre, al igual que todo el país, a este lado de Ach Samrath: Nad Mullach, Cuimhne, y todas las tierras del río hasta Inniscrich.
Leobardis se frotó la cabeza, mirando la brillante estela que el sol dejaba sobre la superficie del océano.
—Tal vez sirvamos mejor al príncipe Josua si rompemos ese cerco más próximo. Si condujéramos a nuestros dos mil hombres contra la retaguardia de Skali Nariz Afilada, los ejércitos de Lluth serían liberados, o al menos lo que quede de ellos, y la retaguardia de Elías estaría al descubierto al iniciar el sitio sobre Naglimund.
Sopesó el plan y le gustó. Le parecía que era algo que su hermano Camaris habría hecho; un golpe de mano rápido y lleno de fuerza, como una bofetada. Camaris siempre se había abocado a la guerra como el arma en estado puro que era, directo y sin dudar, como un martillo.
Benigaris sacudía la cabeza, con algo parecido a la preocupación en su rostro.
—¡Oh, no sire! ¡No! Si hiciésemos una cosa así, todo lo que Skali tendría que hacer sería desaparecer en Circoille o guarecerse en las mismas montañas Grianspog. Entonces nos veríamos sujetos con estacas, como un pellejo extendido al sol para secarse, esperando la aparición de los rimmerios. Mientras tanto, Elías reduciría a Naglimund y estaría libre para enfrentarse a nosotros. Seríamos aplastados como una nuez entre el Supremo Rey y el Cuervo. —Sacudió la cabeza enfáticamente, como si la idea lo asustase.
Su padre dio la espalda al deslumbrante sol.
—Supongo que tienes razón, Benigaris…, aunque recuerdo haberte visto defender lo contrario no hace mucho.
—Eso fue hasta que tomasteis la decisión de lanzaros a la batalla, mi señor. —El muchacho se quitó el casco y lo sopesó unos instantes sobre las manos antes de volver a depositarlo sobre la silla—. Ahora que nos hemos comprometido, soy un león de Nascadu.
Leobardis exhaló un profundo suspiro. El sabor de la guerra flotaba en el aire, y era un aroma lleno de desasosiego y desdicha, aunque la división de Osten Ard tras largos años bajo la paz de Juan —la Tutela del Supremo Rey— parecía haberle devuelto a su testarudo hijo. Era algo de lo que había que sentirse agradecido, aunque también era insignificante comparado con el advenimiento de más grandes eventos. El duque de Nabban ofreció una plegaria silenciosa como acción de gracias a su confuso pero, al fin y al cabo, beneficioso Dios.
—¡Demos las gracias a Jesuris Aedón por haberte devuelto a nosotros! —exclamó Isgrimnur, y volvió a sentir que las lágrimas acudían a sus ojos.
Se inclinó sobre el lecho y dio una fuerte y alegre sacudida al hombro de Isorn, con lo que consiguió que Gutrun le dirigiese una mirada de reconvención. La mujer no se había separado de su hijo desde que había llegado, la noche anterior.
Isorn, a quien no pasaban inadvertidos los severos modales de su madre, sonrió débilmente a Isgrimnur. Tenía los azules ojos del duque y sus anchas facciones, pero la mayor parte de su aspecto juvenil parecía haber desaparecido desde que su padre lo había visto por última vez. Estaba ojeroso y sombrío. Algo de su fuerza interior parecía haberlo abandonado, a pesar de su poderosa complexión.
«Sólo ha tenido preocupaciones —decidió el duque para sí—. Es un muchacho fuerte. Míralo cómo se resiste a los mimos de su madre. Será un hombre estupendo… No, ya lo es. Cuando sea duque después de mí…, después de que enviemos al infierno a Skali…».
—¡Isorn!
Una nueva voz hizo que se desvaneciesen los pensamientos de Isgrimnur.
—Es un milagro teneros de nuevo entre nosotros —dijo Josua, y estrechó la mano del joven con su izquierda.
Gutrun asintió, pero no se levantó como pleitesía hacia el príncipe. La maternidad, aparentemente, estaba por encima de las formas, al menos en aquella ocasión. A Josua no pareció importarle.
—Y un infierno es un milagro —añadió Isgrimnur bruscamente—. Los apartó de su camino con coraje y talento, y ésa es una santa verdad.
—Isgrimnur… —lo amonestó Gutrun.
Josua se rió.
—Desde luego. Dejad entonces que diga, Isorn, que vuestro coraje y talento fueron milagrosos.
El muchacho se sentó más erguido sobre el lecho, volviéndose a ajustar la pierna vendada que reposaba sobre un cojín por encima de la colcha, como la reliquia de un santo.
—Eso es muy amable por vuestra parte, alteza. Si no hubiera sido porque algunos de los hombres de Skali no tuvieron estómago para torturar a nuestros compañeros, todavía estaríamos allí, pero seríamos rígidos y helados cuerpos.
—¡Isorn! —reprendió su madre, molesta—. No hables de esas cosas. Es una ofensa en el rostro de Dios misericordioso.
—Pero es cierto, madre. Los propios cuervos de Skali nos proporcionaron los cuchillos que nos permitieron escapar. —Se volvió hacia Josua—. Hay muchas cosas oscuras en Elvritshalla, sobre toda Rimmersgardia. El pueblo estaba lleno de rimmerios negros venidos de las tierras de alrededor del Pico de las Tormentas. Fue a ellos a quien Skali Nariz Afilada, confió nuestra custodia. ¡Fueron esos malditos monstruos los que torturaron a nuestros hombres para nada! ¡No teníamos nada que ocultar! Por las noches nos dormíamos escuchando los gritos de nuestros compañeros, mientras nos preguntábamos quién sería el próximo.
Hizo un gesto de dolor y liberó su mano de entre las de Gutrun para frotarse las sienes, como para exprimir la memoria.
—Incluso los propios hombres de Skali lo encontraban horroroso. Creo que empiezan a preguntarse en qué los ha metido su caudillo.
—Os creemos —dijo Josua, con amabilidad; la mirada que dirigió a Isgrimnur estaba llena de preocupación.
—Pero también había otros, demasiados, que llegaban de noche, encapuchados y vestidos de negro, a los que ni siquiera nuestros guardianes veían el rostro. —Aunque la voz de Isorn se mantenía en un tono de tranquilidad, sus ojos se movían agitados entre los recuerdos—. ¡Pongo a Aedón por testigo! Esos últimos llegaban a las frías extensiones de más allá de las montañas. ¡Podíamos sentir el frío que albergaban mientras inspeccionaban nuestra prisión! Nos asustaba más estar cerca de ellos que todos los hierros candentes de los rimmerios negros. —Isorn sacudió la cabeza y volvió a descansarla sobre la almohada—. Lo siento, padre… Príncipe Josua. Estoy muy cansado.
—Es un hombre fuerte, Isgrimnur —dijo el príncipe mientras caminaban por el encharcado pasillo.
El techo aparecía aquí agrietado, al igual que muchos otros en Naglimund tras un invierno infernal y una primavera y un verano de la misma especie.
—Sólo desearía no haberlo dejado solo para enfrentarse a ese hijo de puta de Skali. ¡Maldito sea!
Isgrimnur resbaló sobre las mojadas baldosas y maldijo su propia edad y torpeza.
—Hizo todo lo que pudo, tío. Debéis sentiros orgulloso de él.
—Lo estoy.
Siguieron caminando durante un rato hasta que Josua volvió a hablar.
—Debo confesaros que el tener aquí a Isorn me facilita la tarea de pediros algo…, algo que debo solicitaros.
El duque se estiró la barba.
—¿Y de qué se trata?
—De un favor. Uno que no me atrevería a pediros si… —El príncipe dudó—. No. Vayamos a mis estancias. Es una cuestión que debe ser discutida en privado.
Pasó su brazo derecho por el codo del duque, con el muñón de su muñeca cubierto de cuero, como un mudo reproche ante cualquier intento de negativa.
Isgrimnur se volvió a estirar de la barba hasta que le dolió. Tenía la impresión de que no le iba a gustar lo que estaba a punto de escuchar.
—Por el Santo Árbol, vamos a buscar una jarra de vino para llevárnosla a vuestras estancias, Josua. La necesito.
—¡Por el amor de Jesuris! ¡Por la malla escarlata de Dror y los huesos de san Eahlstan y san Skendi! ¿Estáis loco? ¿Por qué debo dejar Naglimund? —tembló de sorpresa y furia el duque.
—No os lo pediría si existiese cualquier otra solución, Isgrimnur —respondió pacientemente el príncipe; pero, incluso en medio de su furia, el noble pudo observar la angustia que aquél sentía—. He permanecido despierto dos noches sin poder dormir. No puedo. Alguien debe salir a buscar a la princesa Miriamele.
Isgrimnur bebió un largo trago de vino, y sintió que algunas gotas le caían por la barba, aunque no le preocupó.
—¿Por qué? —preguntó, al fin, y depositó la jarra sobre la mesa con un brusco movimiento—. ¿Y por qué tengo que ser yo, maldita sea?
El príncipe era todo paciencia.
—La princesa debe ser encontrada porque es de vital importancia… y porque es mi única sobrina. ¿Qué ocurriría si yo muriese, Isgrimnur? ¿Qué ocurriría si vencemos a Elías y rompemos el cerco, pero me alcanza una flecha y caigo desde las almenas del castillo? ¿Detrás de quién se reuniría la gente, no sólo los barones y señores de la guerra, sino la gente común, los que han llegado huyendo y entrado en el castillo en busca de protección? Ya será bastante difícil luchar contra Elías teniéndome a mí a vuestra cabeza, extraño y veleidoso como se dice que soy, pero ¿qué ocurrirá si muero?
El duque miró hacia el suelo.
—Está Lluth. Y Leobardis.
Josua movió la cabeza con pesar.
—El rey Lluth está herido, tal vez agonizante. Leobardis es el duque de Nabban, en guerra con Erkynlandia en la memoria de algunos. La misma Sancellan es un recuerdo de un tiempo en que Nabban lo gobernaba todo. Incluso vos, tío, un hombre bueno y respetado como sois, no podríais mantener unida la fuerza necesaria para resistir ante Elías. ¡Es hijo del Preste Juan! Fue criado para ocupar el Trono del Dragón por el mismo Juan. Por todo ello, debe ser alguien de la familia real quien lo destrone… ¡Y vos lo sabéis!
El largo silencio de Isgrimnur fue su respuesta.
—Pero ¿por qué tengo que ser yo quien la busque? —preguntó, al cabo de un instante.
—Porque Miriamele no regresará con ningún otro que yo pueda enviar. ¿Deornoth? Es tan valiente y leal como un halcón de caza, pero tendría que traer a la princesa de vuelta a Naglimund metida en un saco. Aparte de mí mismo, vos sois el único que puede hacerla regresar sin que se resista, y debe volver por propia voluntad. Por todo ello, sería desastroso que se os descubriera. Pronto sabrá Elías que su hija se ha marchado y entonces incendiará el sur con tal de encontrarla.
El príncipe se dirigió a la mesa y revolvió unos pergaminos con gesto ausente.
—Pensadlo cuidadosamente, Isgrimnur. Olvidad durante unos instantes que es de vos de quien hablamos. ¿Quién más ha viajado tanto y tiene tantos amigos en sitios desconocidos? ¿Quién más, si me perdonáis, ha visto adonde conducen tantos oscuros callejones en Ansis Pelippe y en Nabban?
El duque sonrió con amargura, a pesar de sí mismo.
—Pero sigue sin tener sentido, Josua. ¿Cómo puedo abandonar a mis hombres, con Elías acercándose? ¿Y cómo puedo llevar a cabo una misión tan secreta como ésa, siendo tan conocido como soy?
—En cuanto a lo primero, es por ello por lo que me parece una señal de Dios el que Isorn haya llegado. Einskaldir, ambos lo sabemos, no posee la suficiente moderación como para mandar. Isorn sí. De todas maneras, tío, se merece la oportunidad. La caída de Elvritshalla ha maltrecho su joven orgullo.
—Es el orgullo malherido lo que convierte a un muchacho en un hombre —rezongó el duque—. Seguid.
—En cuanto a la segunda de vuestras objeciones, bien, sois muy conocido, pero apenas habéis estado en el sur de Erkynlandia durante los últimos veinte años. De todas formas, os disfrazaremos…
—¿Disfrazado?
Isgrimnur se estiró distraídamente las coletas de su barba mientras Josua se dirigía a la puerta de su cámara, la abría y llamaba a alguien. El noble tenía una extraña sensación que le inundaba el corazón. Había temido el combate, no tanto por él mismo como por su gente, su esposa… Ahora también su hijo estaba allí, y ello le proporcionaba otra preocupación. Pero el hecho de tener que marcharse, aunque fuese para cabalgar hacia un peligro tan grande como el que quedase atrás…, le resultaba insoportable, como si fuese una cobardía, como una traición.
«Pero juré al padre de Josua, a mi querido Juan, que haría lo que me pidiesen sus hijos. Y todos los argumentos del príncipe parecen demasiado llenos de maldito sentido».
—Entrad —dijo Josua, apartándose de la puerta para dejar entrar a alguien.
Se trataba del padre Strangyeard. Su sonrosado rostro compuso una tímida sonrisa. Elevaba un bulto con él: un montón de ropas oscuras.
—Espero que sea de vuestra medida —declaró—. Rara vez ocurre; no sé por qué, debe de ser otro gentil recordatorio, otra de las pequeñas cargas del Señor —se desvió del tema, aunque al cabo de un instante pareció recuperar el hilo de la cuestión—. Eglaf ha tenido la amabilidad de proporcionárnoslo. Él es más o menos de vuestra misma talla, aunque no tan alto.
—¿Eglaf? —Isgrimnur estaba intrigado—. ¿De quién se trata? Sobrino, ¿qué es todo esto?
—El hermano Eglaf, desde luego —explicó Strangyeard.
—Vuestro disfraz, Isgrimnur —amplió Josua.
El archivador del castillo sacudió el bulto, dejando al descubierto un juego de lana de negros hábitos de sacerdote.
—Seréis un hombre devoto, tío —explicó el príncipe—. Estoy seguro de que lo conseguiréis.
El duque habría jurado que Josua trataba de contener una sonrisa.
—¿Qué? ¿Hábitos de sacerdote? —Isgrimnur empezaba a vislumbrar la idea general y no le gustaba lo que veía.
—¿Qué mejor para pasar sin ser notado en Nabban, donde la Madre Iglesia es reina y los sacerdotes de todas las órdenes casi superan en número al resto de ciudadanos? —dijo el hermano del rey, que ya reía.
Su tío estaba furioso.
—¡Josua, antes temía que no estuvieses en tu sano juicio, pero ahora creo que lo has pedido por completo! ¡Es la idea más loca que jamás he oído! ¿Aparte de todo lo demás, quién ha oído hablar de un sacerdote aedonita con barba? —rugió indignado.
El príncipe —que hizo una señal al padre Strangyeard para que depositase las ropas sobre una silla, tras lo cual se dirigió a la puerta— se acercó a su mesa y levantó una tela, revelando… una jofaina llena de agua caliente y una brillante cuchilla de afeitar recién afilada.
El rugido de Isgrimnur sacudió toda la loza del castillo que había en las cocinas, en el piso inferior.
—Habla, hombre mortal. ¿Habéis venido a nuestras montañas para espiar?
Un estremecedor silencio siguió a las palabras de Jiriki. Por el rabillo del ojo Simón observó que Haestan retrocedía, tratando de encontrar algo junto a la pared para usar como arma; Sludig y Grimmric miraron a los sitha que los rodeaban, seguros de que en cualquier momento se abalanzarían sobre ellos.
—No, príncipe Jiriki —respondió Binabik, con precipitación—. Podéis ver con toda claridad que no esperábamos encontrar a vuestra gente aquí. Venimos de Naglimund. El príncipe Josua nos ha enviado en una misión de vital importancia. Buscamos…
El gnomo dudó, como si temiera decir más de lo conveniente. Finalmente se encogió de hombros y continuó:
—Queremos alcanzar la montaña-dragón, pues vamos en busca de Espina, la espada de Camaris-sá-Vinitta.
Jiriki entrecerró los ojos y, tras él, el sitha vestido de verde, al que había llamado tío, dejó escapar un fino silbido.
—¿Qué haríais con tal cosa? —preguntó Khendraja’aro.
Binabik no pensaba responder a eso, pero paseó una incómoda mirada por el suelo de la caverna. La atmósfera parecía espesarse a medida que transcurrían los instantes.
—¡Es para salvarnos de Ineluki, el Rey de la Tormenta! —reveló Simón.
Ninguno de los sitha movió un músculo, excepto para parpadear. Nadie dijo ni una palabra.
—Hablad más —ordenó Jiriki.
—Si debemos… —dijo el hombrecillo—. Forma parte de una historia tan larga como vuestra Ua’kiza Tumet’ai nei-R’i’anis, la Canción de la Caída de Tumet’ai. Trataré de explicaros todo lo que nos sea posible deciros.
El gnomo se apresuró a relatar los hechos principales. A Simón le dio la impresión de que omitía muchas cosas de forma deliberada; una o dos veces durante su explicación, levantó la mirada hacia el chico, pareciendo aconsejarle que guardase silencio.
Binabik explicó a los silenciosos sitha los preparativos que tenían lugar en Naglimund y los crímenes del Supremo Rey; explicó lo que Jarnauga había dicho, y el libro de Nisses, recitando el poema que los había conducido a Urmsheim.
El final de la historia dejó al gnomo frente a la suave mirada de Jiriki, una expresión más escéptica en el rostro del tío y un silencio tan completo que el cantarín eco del agua pareció aumentar hasta llenar de ruido el mundo entero. ¡Vaya un lugar de locura y sueño que era aquél, y en qué historia más descabellada se encontraban inmersos! Simón sintió que el corazón se le aceleraba, pero no sólo de miedo.
—Ese del que habló el muchacho… —dijo finalmente Khendraja’aro, con sus amarillos ojos turbados y su voz llena de una furia creciente—. El negro bajo Nakkiga…
—Ahora no. —Había un tono cortante en la voz del príncipe sitha. Se volvió hacia los cinco extraños—. Os pedimos disculpas. No es bueno que hablemos de todo eso sin que antes hayáis comido. Sois nuestros huéspedes.
Simón sintió una oleada de relajación al oír aquellas palabras y se balanceó un poco, advirtiendo que se le aflojaban las rodillas.
Dándose cuenta de ello, Jiriki les señaló la chimenea.
—Sentaos. Debemos excusarnos por nuestras sospechas. Entended, también, aunque tengo contigo una deuda de sangre, Seomán, eres mi Hikka Staj’a, que vuestra raza no ha sido demasiado gentil con nosotros.
—Debo disentir con vos en parte de ello, príncipe Jiriki —intervino Binabik, sentándose en la lisa piedra, junto al fuego—. De todos los sitha, vuestra familia debe reconocer que nosotros, los qanuc, nunca os hemos causado daño alguno.
Jiriki posó la mirada sobre el hombrecillo y sus rígidas facciones se relajaron casi expresando admiración.
—Me habéis pillado en una descortesía, Binbiniqegabenik. Aparte de los hombres occidentales, a quienes conocemos mejor, una vez también quisimos a los qanuc.
El hombrecillo levantó la mano, con una expresión de sorpresa en su redonda faz.
—¿Cómo podéis conocer mi nombre completo? No os lo he mencionado, y mis compañeros, tampoco lo han hecho.
El príncipe rió, con un sonido siseante pero extrañamente jovial, sin pizca de falta de sinceridad. En ese momento, Simón sintió una profunda y repentina simpatía por el sitha.
—Ah, gnomo —dijo—, alguien que ha viajado tanto como tú no debería sorprenderse de que su nombre fuese conocido. ¿Cuántos qanuc, aparte de vuestro maestro y de ti mismo, han viajado alguna vez hacia el sur de las montañas?
—¿Conocíais a mi maestro? Ha muerto. —Binabik se quitó los guantes y flexionó los dedos.
Simón y los demás se sentaron.
—Él nos conocía —explicó Jiriki—. ¿No fue él quien te enseñó a hablar nuestra lengua? An’nai, ¿dijiste que el gnomo te habló?
—Así es, mi príncipe. Bastante bien.
El hombrecillo se sonrojó, complacido pero turbado.
—Ookequk me enseñó algo de vuestra lengua, pero nunca me dijo dónde la había aprendido. Se me ocurrió que quizá su maestro se la había enseñado a él.
—Sentaos, sentaos —invitó el sitha, indicando a Haestan, a Sludig y a Grimmric que siguiesen el ejemplo de Binabik y de Simón.
Se acercaron como perros que temieran ser golpeados y se sentaron cerca del fuego. Algunos de los soldados se aproximaron trayendo bandejas con intrincados grabados y pulida madera, llenas a rebosar con toda clase de cosas: mantequilla y pan moreno, una rueda de aromático queso, pequeños frutos amarillos y rojos que Simón nunca había visto hasta entonces. También algunos tazones de moras, e incluso un montón de panales. Cuando el muchacho alargó la mano y trató de coger una de las pegajosas celdillas, Jiriki volvió a reír, con un sonido parecido al de un arrendajo que piase desde un árbol lejano.
—El invierno está en todas partes —declaró—, pero en lo más intrincado de Jao é-Tinuka’i, las abejas no lo saben. Tomad cuanto queráis.
Los vigilantes convertidos en anfitriones servían ahora a los compañeros un desconocido pero fuerte vino, y llenaban sus copas de madera con ánforas de piedra. Simón se preguntó si debería decirse algún tipo de plegaria antes de empezar a comer. Haestan, Sludig y Grimmric miraban a su alrededor con tristeza, dispuestos a empezar, pero todavía llenos de miedo y desconfianza. Observaron cómo Binabik troceaba el pan, le ponía mantequilla y le daba un bocado. Momentos después, cuando ya no sólo permanecía vivo sino que comía con júbilo, ambos se sintieron bastante a salvo como para atacar el banquete de los sitha, lo que hicieron con un vigor digno de prisioneros que hubieran acabado de ser liberados.
Con miel cayéndole por la barbilla, Simón hizo una pausa para observar a los sitha. El Pueblo Encantado comía lentamente; a veces se quedaban mirando durante unos instantes una mora que sostenían en los dedos, antes de introducírsela en la boca. Hablaban poco, pero, cuando uno de ellos realizaba una observación en su fluido lenguaje o lanzaba un breve trino, todos los demás escuchaban. En la mayoría de las ocasiones no había respuesta, pero si alguno la daba, los demás también la escuchaban. Había mucha sonrisa tranquila, sin gritos ni discusiones, y el muchacho nunca oyó que alguien fuese interrumpido mientras hablaba.
An’nai se había acercado para sentarse cerca de él y de Binabik. Uno de los sitha dijo una frase que levantó un coro de carcajadas en los demás. Simón le pidió a An’nai que le explicase el chiste.
El soldado de la chaqueta blanca pareció algo incómodo a causa de la pregunta.
—Ki’ushapo ha dicho que tus amigos comen como si su alimento fuese a salir corriendo —explicó, y señaló a Haestan, que llevaba la comida a su boca con ambas manos.
Simón no estaba seguro de lo que An’nai quería decir —seguramente ya habrían visto a gente hambrienta, antes—, pero sonrió igualmente.
A medida que avanzaba la comida, y mientras se volvían a llenar las copas de madera de lo que parecía un río inagotable de vino, el rimmerio y los dos erkynos empezaron a pasarlo bien. En un momento dado, Sludig se incorporó con un vaso rebosante y propuso un cordial brindis por sus nuevos amigos sitha. Jiriki sonrió y asintió, pero Khendraja’aro se puso rígido: cuando Sludig se enfrascó en una vieja canción norteña de borrachos, el tío del príncipe se apartó lentamente de la esquina de la amplia caverna y se quedó mirando fijamente el iluminado y musical estanque.
Los otros sitha que comían se rieron al oír cantar las estrofas al rimmerio con ronca voz y se dejaron llevar por el ritmo achispado, silbando de vez en cuando. Sludig, Haestan y Grimmric parecían felices, e incluso Binabik sonreía mientras comía una pera. Pero Simón, que recordaba la embriagadora música que había oído interpretar a los sitha, sintió una punzada de vergüenza por su compañero, como si el rimmerio fuera un oso de feria que bailase por unas migajas en la calle Mayor.
Después de observar durante un rato, el muchacho se levantó, limpiándose las manos en el faldón de la camisa. Binabik también se puso en pie y, tras pedir permiso a Jiriki, se dirigió al pasadizo para ir a echar un vistazo a Qantaqa. Los tres individuos reían con grandes carcajadas, explicándose, Simón no tenía duda alguna, chistes de soldados borrachos.
Caminó hacia uno de los nichos que había excavados en las paredes para examinar las extrañas lámparas. De pronto se acordó del brillante cristal que le había dado Morgenes —¿sería un trabajo sitha?— y sintió una fría y solitaria punzada en el corazón. Levantó una de las lámparas y vio una leve sombra de los huesos en su mano, como si la carne fuese tan sólo agua enfangada. Miró tanto como pudo, pero no logró desentrañar cómo había sido introducida la luz en el interior del translúcido cristal.
Sintió que alguien lo miraba y se volvió. Jiriki lo observaba, con sus radiantes ojos felinos, desde el otro lado del círculo de fuego. Simón se sobresaltó, sorprendido; el príncipe lo saludó con una leve inclinación de cabeza.
Haestan, a quien el vino se le había subido a su velluda cabeza, había retado a uno de los sitha —al que An’nai había llamado Ki’ushapo— a un pulso. Ki’ushapo, de cabello amarillo y vestido de gris y negro, recibía los alcohólicos consejos de Grimmric. Era evidente que el delgado erkyno creía que su ayuda era de gran importancia, pues Haestan le llevaba una cabeza y el soldado parecía pesar la mitad que el hombre. Cuando el sitha, con una expresión divertida, se inclinó por encima de la pulida piedra para coger la manaza de Haestan, Jiriki se puso en pie y se alejó de ellos, caminando majestuosamente a través de la habitación hacia donde estaba Simón.
Todavía le resultaba difícil, pensó el chico, asociar a aquel ser lleno de seguridad en sí mismo e inteligencia con la criatura enloquecida que había encontrado en la trampa del leñador. Pero cuando el príncipe entornaba la cabeza de una determinada forma o flexionaba sus largos dedos, le era todavía posible volver a ver al salvaje que lo había asustado y fascinado. Cuando la luz de la hoguera se reflejó en sus dorados ojos, éstos mostraron un brillo tan antiguo como el de las joyas provenientes del interior del negro suelo del bosque.
—Ven, Seomán —dijo el sitha—. Te enseñaré algo.
Pasó la mano bajo el codo del joven y lo condujo hacia el estanque, en donde Khendraja’aro se hallaba sentado, deslizando los dedos por el agua. Cuando pasaron junto a la hoguera, el joven vio que el pulso estaba de lo más reñido. Los oponentes se debatían por alcanzar la victoria, aunque ninguno de los dos parecía tener ventaja. El barbudo rostro de Haestan estaba contraído en una mueca que expresaba un gran esfuerzo. El delgado sitha, por el contrario, no mostraba señal alguna, a excepción del ligero temblor de su brazo enfundado en tela gris, debido a la tensión del esfuerzo. Simón no creyó que el hombretón tuviera demasiadas posibilidades. Sludig, viendo cómo el pequeño dominaba al grande, observaba el juego con la boca abierta.
Jiriki le susurró algo a su tío cuando se acercó, pero Khendraja’aro no respondió: su rostro sin edad parecía cerrado como una puerta. Simón siguió al príncipe hasta la pared de la caverna. Un momento después, aquél desapareció ante su atónita mirada.
El sitha sólo se había metido por otro túnel, excavado al otro lado de la piedra acanalada de la pequeña catarata. El muchacho entró tras él; el paso subterráneo seguía hacia arriba mediante ásperos escalones de piedra, iluminados por una hilera de lámparas.
—Sígueme, por favor —indicó Jiriki, y empezó a ascender.
Parecía que subieran a lo alto de la colina por una especie de escalera de caracol. Por fin pasaron junto a la última lámpara y siguieron lentamente a través de la oscuridad, hasta que Simón se percató del brillo de las estrellas que aparecían delante de él. Momentos después, el pasillo se ensanchó para desembocar en una pequeña cueva, el final de la cual estaba abierto al cielo de la noche.
El chico siguió al príncipe hasta el borde de la caverna, donde había una especie de barandilla que le llegaba a la cintura. La vertiente de la montaña se extendía hacia abajo; habría unos diez codos hasta las copas de los altos pinos y cincuenta más hasta el suelo cubierto de nieve. La noche estaba despejada, las estrellas brillaban con fuerza en la oscuridad y el bosque estaba alrededor, como un vasto secreto.
Tras permanecer allí durante un rato, Jiriki dijo:
—Te debo la vida, Seomán. No temas que me olvide de ello.
Simón no dijo nada, temeroso de romper el hechizo que le permitía estar en el centro de la noche del bosque como un espía en el jardín nocturno de Dios. Una lechuza ululó.
Pasó otro intervalo de silencio, y después el sitha tocó ligeramente el brazo del muchacho para señalar por encima del silencioso océano de árboles.
—Allí, hacia el norte, bajo el Bastón de Lu’yasa… —indicó una línea de tres estrellas en la parte más baja del aterciopelado cielo—, ¿ves los contornos de las montañas?
Simón miró y pensó que debía de haber una débil luminiscencia en el oscuro horizonte, algo que se insinuaba como una gran forma blanca, demasiado lejos como para parecer fuera del alcance de la misma luz lunar que iluminaba árboles y nieve bajo ellos.
—Creo que sí —respondió.
—Allí es adonde vais. El pico que los hombres llaman Urmsheim se encuentra en esa cordillera, aunque necesitarías de una noche más clara para verla bien —suspiró—. Tu amigo Binabik habló esta noche del perdido Tumet’ai. Antes podía ser visto desde aquí, allá lejos, hacia el este —señaló hacia la oscuridad—, desde esta atalaya, pero eso era en los días de mi bisabuelo. A la luz del sol, el Seni Anzi’in, la Torre del Amanecer Caminante…, podía atrapar al astro naciente en sus tejados de cristal y oro. Dicen que era como una antorcha ardiendo en el horizonte de la mañana…
Detuvo sus palabras y se volvió para mirar a Simón, mientras su rostro aparecía cubierto por las sombras de la noche.
—Tumet’ai hace tiempo que está enterrada —dijo, y se encogió de hombros—. Nada dura para siempre, ni siquiera los sitha…, ni siquiera el mismísimo tiempo.
—¿Cuántos…, cuántos años tenéis?
Jiriki sonrió y sus dientes brillaron reflejando un rayo de luna.
—Soy más viejo que tú, Seomán. Volvamos abajo. Has visto y sobrevivido a muchas cosas hoy, y sin lugar a dudas necesitas dormir.
Cuando regresaron a la caverna de la chimenea, vieron que los tres hombres que acompañaban a Simón y a Binabik estaba envueltos en sus mantos y roncaban profundamente. El gnomo había regresado y estaba sentado, escuchando cómo varios sitha cantaban una lenta y triste canción que parecía el zumbido de un avispero y que discurría como un río. Sus notas inundaban toda la caverna con el fuerte aroma de alguna rara y marchita flor.
Envuelto en su propio manto y observando los reflejos del fuego sobre las piedras del techo, el muchacho se precipitó en el sueño, acompañado de la extraña música de la tribu de Jiriki.