37

La partida de caza de Jiriki

Simón miró desazonado la negra punta de la flecha y al trío de delgados rostros. La mandíbula empezó a temblarle.

Ske’i! Ske’i! —gritó una voz—. ¡Alto!

Dos de los sitha se volvieron para mirar hacia la colina de su derecha, pero el que sostenía el arco tensado no se movió ni una pulgada.

Skendi, ras-Zida’ya —vociferó la diminuta figura.

Después saltó hacia adelante hasta detenerse en medio de una nube de nieve en polvo, a pocos pasos de Simón.

Binabik se arrodilló lentamente, cubierto de nieve, como si un panadero con prisas le hubiese tirado encima un saco de harina.

—¿Qu-qué…? —forzó Simón sus torpes labios, pero el gnomo le hizo una señal para que permaneciese en silencio mediante un movimiento de los dedos.

—¡Chist! Baja un poco el arco que sostienes…, poco a poco.

Mientras el muchacho hacía lo que le ordenaba, el hombrecillo volvió a decir unas cuantas palabras en aquel idioma tan extraño, agitando las manos como si implorase a los imperturbables sitha.

—¿Qué…? ¿Dónde están los demás…? —murmuró el chico, pero Binabik volvió a silenciarlo, en esta ocasión con un corto pero violento movimiento de cabeza.

—No hay tiempo para eso…, estamos luchando por tu vida. —El gnomo elevó sus manos en el aire, y Simón, que había dejado caer el arco, hizo lo mismo, con las palmas hacia adelante—. Tú no habrás, espero, perdido la Flecha Blanca, ¿verdad?

—No…, no lo sé.

—¡Hija de las Montañas!, debo esperar que no sea así. Deja caer el carcaj lentamente. Allí. —Volvió a decir unas palabras en lo que Simón tomó por lengua sitha, y empujó el carcaj, cuyas flechas se esparcieron sobre la blanca nieve como pajitas…, todas menos una. Sólo su cabeza triangular de color azul perla, como líquido caído del cielo, sobresalía de la blancura que la rodeaba.

—¡Oh, gracias a los Supremos Lugares! —suspiró Binabik—. Staj’a Ame ine! —dijo a los sitha, que observaban como gatos cuya presa alada se hubiese puesto a cantar en lugar de alejarse volando—. ¡La Flecha Blanca! ¡No podéis pasarla por alto! Im sheyis t’si-keo’su d’a Yana o Lingit!

—Es… extraño —musitó el sitha del arco, mientras lo bajaba un poco. Su acento era raro, pero su dominio de la lengua occidental era muy bueno— que un gnomo nos tenga que enseñar las Reglas del Cantar. —Volvió a mostrar una fría sonrisa—. Ahórranos tus exhortaciones… y tu extraña traducción. Coge la flecha y tráela hasta aquí.

El sitha siseó palabras a los otros dos mientras Binabik se agachaba sobre el carcaj. Volvieron a mirar a Simón y al gnomo y los dos sitha subieron velozmente la colina, dando la impresión de que se deslizaban por encima de la nieve, tal rapidez llevaban sus pasos. El que se quedó mantuvo su arco tensado en dirección al chico mientras Binabik se le acercaba.

—Alárgamela —ordenó el sitha—. Las plumas primero, gnomo. Ahora, vuelve a retroceder junto a tu compañero.

Dejó que el arco se destensase para examinar el delgado objeto blanco y permitió que la flecha se adelantase hasta que la cuerda del arco quedó suelta, aunque con la precaución de dejarlo en una posición que pudiera hacer uso de él con una sola mano. Simón se hizo consciente, por primera vez, de los jadeos de su rápida respiración. Dejó caer un poco sus temblorosas manos mientras su amigo se detenía a corta distancia.

—Le fue dada a este joven como pago de un servicio realizado —explicó Binabik, desafiante.

El sitha lo miró y enarcó una fina ceja.

Al muchacho le pareció, o al menos ésa fue su primera impresión, que aquel ser era muy similar al que ya había visto anteriormente: los mismos pómulos altos y parecidos movimientos, como de pájaro. Vestía pantalones y chaqueta de un brillante tejido blanco, salpicado de puntos en los hombros, mangas y cintura, con oscuras bandas verdes. Su cabello, aunque casi era negro, poseía matices verdosos y lo llevaba sujeto en dos complicadas trenzas, uno por encima de cada oreja. Botas, cinturón y carcaj eran de suave cuero de color lechoso. Simón se percató de que, sólo porque el sitha estaba en la cima de la colina y enmarcado contra el gris cielo, le era posible verlo claramente; si el Ser Mágico hubiese estado ante un terreno totalmente blanco, entre los árboles, le hubiese resultado tan invisible como el viento.

Isi-isi’ye! —murmuró el sitha, con honda emoción, y se volvió para elevar la flecha hacia el velado sol.

Al levantarla miró perplejo a Simón, y después entrecerró los ojos.

—¿Dónde encontraste esto, Sudhoda’ya? —preguntó, irritado—. ¿Cómo alguien como tú puede tener algo así?

—¡Me la dieron a mí! —respondió el chico, y volvió a recuperar su valor junto con el color, que había regresado a sus mejillas—. Salvé a uno de los vuestros. La disparó a un árbol y después salió corriendo.

El sitha volvió a observarlo cuidadosamente y pareció a punto de decir algo. En cambio, dirigió su atención colina arriba. Un pájaro silbó una larga y compleja llamada, o eso pensó Simón en un principio, hasta que vio el apenas perceptible movimiento de los labios del ser vestido de blanco. Esperó, rígido como una estatua, hasta que llegó el trino de respuesta.

—Ahora pasad delante de mí, nos vamos —dijo, moviéndose para apuntar con el arco al gnomo y al muchacho.

Caminaron con dificultad por la escarpada vertiente, con el sitha moviéndose con ligereza tras ellos, mientras daba vueltas y más vueltas a la Flecha Blanca entre sus delgados dedos.

En unos cuantos minutos alcanzaron la redondeada cuna del montículo y miraron hacia la otra vertiente. Allí aparecieron cuatro figuras alrededor de un barranco cubierto de nieve y árboles. Dos de ellas eran los sitha que habían desaparecido anteriormente: sólo pudieron reconocerlos por el tinte azulado de su cabello trenzado. La otra pareja presentaba unos cabellos de color gris, aunque, al igual que los demás, sus dorados rostros estaban libres de arrugas.

En el fondo del barranco, bajo la amenaza de las flechas sitha, aparecían sentados Haestan, Grimmric y Sludig. Todos ellos estaban cubiertos de sangre y presentaban las desesperadas y desafiantes expresiones de animales acorralados.

—¡Por los Huesos de San Eahlstan! —exclamó Haestan cuando vio a los que llegaban—. Ah, Dios, muchacho, pensaba q’habías’capao. —Movió la cabeza—. Pero mejor así que muerto, supongo.

—¿Lo ves, gnomo? —dijo Sludig, con amargura. Su rubia barba aparecía manchada de rojo—. ¿Ves lo que nos ha sucedido? ¡Demonios! Nunca deberíamos habernos burlado… del oscuro.

—No son demonios —dijo Binabik—. Son sitha. Grimmric cayó al suelo, boqueando.

—¿Sith…, sitha? —preguntó, luchando por recuperar el aliento. Un corte, justo bajo la línea del pelo, le había teñido la frente con una capa de color escarlata.

—¡Ahora’stamos entrando’nlos viejos cuentos, esos seguro! ¡Son sitha! Que Jesuris Aedón nos proteja —invocó Grimmric; hizo la señal del Árbol y se volvió para ayudar al tambaleante Sludig.

—¿Qué pasó? —interrogó Simón—. ¿Cómo…? ¿Qué les pasó a…?

—Los que nos perseguían han muerto —respondió Sludig, apoyándose contra el tronco de un árbol.

Sus ropajes aparecían rasgados en varios lugares, y el casco, que colgaba de su mano, estaba abollado y mellado como un viejo cazo.

—Nosotros nos encargamos de algunos. El resto —movió una mano en dirección a los vigilantes sitha— cayó con sus cuerpos llenos de flechas.

—También nos habrían disparado a nosotros, si no llega a ser porque el gnomo les habló en su lengua —dijo Haestan, y sonrió débilmente a Binabik—. No pensamos mal de ti’uando corriste. Rogamos por ti.

—Fui en busca de Simón. Él está a mi cargo —explicó el hombrecillo.

—Pero… —El muchacho miró a su alrededor, buscando contra toda esperanza, pero no había más prisioneros—. Entonces…, entonces era Ethelbearn el que cayó antes de que alcanzásemos la primera colina…

Haestan asintió en silencio.

—Él era.

—¡Maldita sea su alma! —juró Grimmric—. ¡Esos bastardos asesinos’ran rimmerios!

—De Skali —añadió Sludig, con una dura mirada.

Los sitha empezaron a hacerles gestos para indicarles que se levantasen.

—Dos de ellos llevaban la marca del cuervo de Kaldskryke —continuó el rimmerio, levantándose—. Ah, cómo me gustaría ponerles la mano encima sin nada entre nosotros excepto nuestras hachas…

—Son muchos los que quisieran poder hacer lo mismo —murmuró Binabik.

—¡Espera! —exclamó Simón, sintiendo un terrible vacío: aquello no estaba bien. Se volvió hacia el jefe del grupo sitha—. Has visto mi flecha. Sabes que mi historia es verdadera. No puedes llevarnos por ahí, o lo que sea, sin que antes veamos qué es lo que le ha sucedido a nuestro compañero.

El sitha lo miró como evaluando sus palabras.

—Yo no sé si tu historia es cierta, muchacho, pero pronto lo descubriremos. Antes de lo que puedas creer. En cuanto a lo otro… —Se tomó unos instantes para observar la maltrecha compañía de Simón—. Muy bien. Te permitiremos que vayas a mirar qué le sucedió al otro hombre.

El sitha habló con sus congéneres y todos juntos siguieron al grupo colina abajo. Pasaron junto a los cuerpos acribillados de flechas de dos de los atacantes, con los ojos abiertos y las bocas cerradas. La nieve ya empezaba a posarse sobre sus quietas formas, cubriendo las heridas escarlatas.

Encontraron a Ethelbearn a unas cien anas del camino del lago. La caña rota de una flecha se erguía en uno de los costados de su cuello, bajo la barba, y su torcida posición indicaba que su caballo había rodado por encima de él en su agonía.

—No ha tenido’na larga muerte —dijo Haestan, con lágrimas en los ojos—. Gracias a Aedón, pereció rápidamente.

Cavaron un agujero para el cuerpo lo mejor que pudieron, abriendo el duro suelo mediante espadas y hachas; los sitha permanecieron a un lado, tan despreocupados como ánsares. Los compañeros envolvieron el cuerpo de Ethelbearn en su grueso capote y lo depositaron en el interior de la fosa. Cuando taparon el agujero, Simón clavó la espada del muerto en la tierra, como una marca.

—Coge su yelmo —indicó a Sludig, y Grimmric asintió.

—No le gustaría que dejase de ser usado —asintió el otro erkyno.

El rimmerio colgó su propio y abollado casco de la empuñadura de la espada de Ethelbearn antes de coger el que se le ofrecía.

—Te vengaremos, amigo —dijo—. Sangre por sangre.

Unos instantes de silencio cayeron sobre ellos. La nieve encontraba su camino hacia la tierra a través de los árboles mientras permanecieron con las miradas puestas en el trozo de terreno removido. Pronto aquel trozo volvió a estar blanco.

—Vámonos —intervino el jefe sitha—. Os hemos esperado lo suficiente. Hay alguien a quien le gustará ver esta flecha.

Simón fue el último en moverse.

«Apenas tuve tiempo de conocerte, Ethelbearn —pensó—. Pero tenías una bonita sonrisa. La recordaré».

Se volvieron y regresaron a las frías colinas.

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La araña permanecía colgada sin moverse, como una gema marrón mate en un intrincado collar. La tela había sido completada y los últimos filamentos habían sido colocados en su lugar delicadamente; se extendía de un lado del rincón del techo al otro, y se estremecía ligeramente con el aire como si fuese rasgueada por manos invisibles.

Durante unos instantes Isgrimnur perdió el hilo de la conversación, aunque se trataba de una charla importante. Sus ojos se habían desviado de los preocupados rostros que se arremolinaban junto a la chimeneas, en la gran sala, para ir a posarse en el oscuro rincón, y luego sobre el pequeño constructor de finas estructuras.

«Tiene sentido —se dijo—. Construyes algo y luego te quedas ahí. Ésa es la forma correcta de hacer las cosas. Y no esto, corriendo de aquí para allí, sin poder ver nunca a tu maldita familia o los tejados de tu pueblo desde hace un año».

Pensó en su esposa, en la Gutrun de aguda mirada y mejillas coloradas. No le había dicho ni una sola palabra en tono de reproche, pero sabía que a ella le enfurecía que permaneciese lejos de Elvritshalla durante tanto tiempo, que hubiese dejado a su hijo mayor, el orgullo del corazón de Gutrun, para gobernar el gran ducado… y fracasar. No es que Isorn o cualquier otro en Rimmersgardia hubiese podido detener a Skali y a sus seguidores, no con el Supremo Rey concediéndole su apoyo, pero había sido el joven Isorn el gobernante en ausencia de su padre, y sería él a quien recordarían como el que había presenciado cómo el clan Kaldskryke, enemigo tradicional de los Elvritshalla irrumpía en la casa de estos últimos como amo.

«Y yo que esperaba volver a casa… —pensó tristemente el duque—. Hubiera sido maravilloso poder dedicarme a mis caballos y vacas, arreglar unas cuantas disputas locales y observar cómo mis hijos criaban a sus propios hijos. En vez de eso, toda la tierra ha sido vuelta del revés, como si fuese paja. Que Dios me conceda la salvación, ya luché lo suficiente cuando era joven… por todo lo que hablo».

Luchar era, después de todo, cosa de hombres jóvenes, cuyos vínculos con la vida eran frágiles. Y también era algo que daba la oportunidad a los viejos de hablar sobre ello, de recordarlo cuando ya no tenían sino que sentarse en sus cálidas habitaciones con el frío invierno aullando en el exterior.

«Un maldito perro viejo como yo lo que necesita es echarse en el suelo y dormir junto a la chimenea».

Se tiró de la barba y observó el corretear de la araña en dirección al rincón más oscuro del techo, donde una despreocupada mosca se había detenido inesperadamente.

«Creímos que Juan había forjado un período de paz que duraría mil años. Pero no ha sobrevivido más de dos años. Construyes y construyes, hebra a hebra, como la araña de ahí arriba, sólo para que llegue un viento que lo haga todo trizas».

—… y casi he reventado dos caballos para traeros esas noticias con tanta rapidez como fuese posible, señor —acabó de decir el joven cuando Isgrimnur volvió a poner su atención en la urgente discusión.

—Lo habéis hecho magníficamente, Deornoth —alabó Josua—. Por favor, levantaos.

Con el rostro todavía húmedo a causa de la cabalgada, el soldado de cabello lacio se levantó, envolviéndose en la gruesa manta que le había proporcionado el príncipe. Tenía más o menos el mismo aspecto de aquella otra vez, cuando, disfrazado con los hábitos de un monje durante las festividades de San Tunath, le había traído la noticia de la muerte de su padre.

El príncipe posó su mano sobre el hombro del joven.

—Me alegra teneros de regreso. He temido por vos, y me he maldecido por tener que enviaros a tan peligrosa misión. —Luego se volvió hacia los demás—. Así pues, ya habéis oído el informe de Deornoth. Elías finalmente se ha movido hacia el campo de batalla. Se dirige a Naglimund con… ¿Deornoth? ¿Dijisteis…?

—Con más de mil caballeros y cerca de diez mil hombres de infantería —respondió el soldado, con pesar—. Es el promedio más cercano a la realidad que se puede hacer entre todas las fuentes que han informado de ello.

—Estoy seguro de que así es. —Josua agitó la mano—. Tal vez dispongamos de una quincena antes de que llegue a nuestras puertas.

—Eso creo, sire —asintió Deornoth.

—¿Y qué hay de mi señor? —preguntó Devasalles.

—Barón —empezó el soldado, después apretó los dientes hasta que le pasó el escalofrío—. Nad Mullach estaba inmerso en un alboroto de locura, muy comprensible después de lo ocurrido en occidente… —Se detuvo para mirar al príncipe Gwythinn, que, sentado a cierta distancia de los demás, observaba el techo con tristeza.

—Seguid —dijo Josua—, lo oiremos todo.

Deornoth apartó su mirada del hernystiro.

—Como iba diciendo, era difícil obtener información fiable; sin embargo, y de acuerdo con algunos de los marinos de río procedentes de Abaingeat, vuestro duque Leobardis ha zarpado de Nabban y ahora se encuentra en alta mar, para desembarcar, probablemente, cerca de Crannhyr.

—¿Con cuántos hombres? —gruñó Isgrimnur.

El joven se encogió de hombros.

—Se pueden oír cosas muy diferentes. Tres mil caballos, tal vez; unos dos mil infantes, más o menos.

—Eso parece correcto, príncipe —reconoció Devasalles, con un mohín en los labios—. Muchos de los señores feudales no lo acompañarán: sin duda, estarán asustados al tener que vérselas con el Supremo Rey. Y los perdruinos se mantendrán neutrales, como suelen hacer. El conde Streáwe sabe que más le valdrá ayudar a ambos lados y guardar sus barcos para el transporte de bienes.

—Así pues, esperamos la fuerte ayuda de Leobardis, aunque hubiéramos deseado que todavía lo fuese más. —Josua miró al círculo de hombres.

—Aunque los nabbanos lleguen antes que Elías a las puertas de Naglimund —dijo el barón Ordmaer, sin poder ocultar del todo el miedo de sus rollizas facciones—, éste todavía poseerá una fuerza tres veces superior a la nuestra.

—Pero nosotros tendremos las murallas, señor —replicó el príncipe, con rostro severo—. Nos encontramos en una plaza fuerte. —Se volvió para mirar a Deornoth, y su expresión se ablandó—. Dadnos vuestras últimas noticias, amigo mío, y marchad después a dormir. Temo por vuestra salud, y os necesitaré con todas vuestras fuerzas en los días que tenemos por delante.

El soldado compuso una débil sonrisa.

—Sí, sire. Las nuevas que restan no son demasiado buenas, me temo. Los hernystiros han sido barridos del campo en Inniscrich. —Empezó a dirigir su mirada hacia donde estaba sentado Gwythinn, pero no llegó a hacerlo y bajó la vista—. Dicen que el rey Lluth ha sido herido y que su ejército se retiró a las montañas Grianspog, para hostigar mejor a Skali y a sus hombres.

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Josua miró con gravedad al príncipe hernystiro.

—Parece que la cosa no está tan mal como os temíais, Gwythinn. Vuestro padre todavía vive y continúa la lucha.

El joven se volvió. Tenía los ojos enrojecidos.

—¡Sí! Continúan luchando mientras yo estoy aquí sentado, tras los muros de piedra, bebiendo cerveza y comiendo pan y queso como un gordo pueblerino. ¡Mi padre puede estar muriéndose! ¿Cómo puedo permanecer aquí?

—¿Creéis que podéis derrotar a Skali con vuestra media docena de hombres, muchacho? —preguntó Isgrimnur, no exento de cariño—. ¿O lo que buscáis es una rápida y gloriosa muerte, en lugar de esperar y ver cuál es el mejor camino que podéis seguir?

—No soy tan tonto como eso —replicó el otro, fríamente—. Y, por el Rebaño de Bagba, Isgrimnur, ¿quién sois vos para decirme eso? ¡¿Qué hay del «pie de acero» que guardáis para las tripas de Skali?!

—Eso es diferente —murmuró el rimmerio, azorado—. No hablo de caer sobre Elvritshalla con mis doce caballeros.

—Todo lo que deseo es escurrirme por el flanco de los cuervos de Skali y reunirme con mi gente en las montañas.

Incapaz de resistir la brillante mirada de súplica del príncipe Gwythinn, Isgrimnur dejó que sus ojos volvieran a posarse sobre el rincón del techo, donde la araña marrón envolvía industrialmente algo con su seda.

—Gwythinn —llamó Josua, con voz suave—, sólo os pido que esperéis hasta que hayamos podido hablar más. Uno o dos días no significan una gran diferencia.

El joven hernystiro se puso en pie, y su silla arañó las losas de piedra del suelo.

¡Esperar! ¡Todo lo que vos hacéis es esperar, Josua! ¡Esperar la asamblea local, esperar la llegada de Leobardis y de su ejército, esperar…, esperar a que Elías escale los muros y prenda fuego a Naglimund! ¡Estoy harto de esperar! —Levantó una mano para detener las protestas del noble—. ¡No olvidéis, Josua, que yo también soy príncipe! He acudido a esta asamblea a causa de la amistad existente entre nuestros padres. Y ahora mi padre está herido y hostigado por los diablos nórdicos. Si muere sin ser socorrido, y me convierto en rey, ¿podréis darme órdenes, entonces? ¿Creéis que podréis retenerme? ¡Brynioch! ¡No puedo entender tanta cobarde reticencia!

Antes de salir por la puerta se volvió a la asamblea.

—Diré a mis hombres que se preparen para partir mañana a la puesta de sol. ¡Si pensáis en alguna razón por la que no deba irme, una que yo no haya sido capaz de comprender, ya sabéis dónde podéis encontrarme!

Cuando el príncipe cerró la puerta tras él, Josua se puso en pie.

—Creo que hay aquí muchos —se detuvo y sacudió la cabeza, con cansancio— que sienten la necesidad de comer y beber, y vos el primero, Deornoth. Pero os pido que permanezcáis un poco más mientras los demás se adelantan, pues debo haceros algunas preguntas de índole privada. —Hizo señas a Devasalles y a los demás para que se dirigieran al refectorio y los observó salir y hablar en voz baja entre ellos.

—Isgrimnur —llamó Josua, y éste se detuvo en el umbral de la puerta para mirar hacia atrás con ojos inquisitivos—, vos quedaos también, por favor.

Cuando el duque volvió a sentarse en una silla, el príncipe miró expectante a Deornoth.

—¿Tenéis alguna otra noticia? —preguntó.

El soldado frunció el entrecejo.

—Si hubiese tenido alguna buena noticia, príncipe, os la habría dicho antes de que los demás llegasen. No he podido encontrar ningún rastro de vuestra sobrina o del monje que la acompañaba, pero un granjero que vive cerca del horcajo de Vadoverde dice haber visto a una pareja que coincide con la descripción; cruzaron el río hace unos días, en dirección al sur.

—Lo cual no significa mucho más de lo que ya imaginamos que harían, como nos dijo la dama Vorzheva. Pero ahora ya deben de haber penetrado en Inniscrich, y sólo el Bendito Jesuris sabe lo que puede haber sucedido, o adonde se dirigirán desde allí. Nuestra única ventaja reside en la seguridad de que mi hermano Elías avanzará con su ejército por la falda de las colinas, ya que el camino a Wealdhelm es el único lugar por el que pueden circular pesados carromatos en esta estación tan húmeda. —El príncipe miró las llamas de la chimenea—. Bien, así pues —prosiguió—, os estoy muy agradecido, Deornoth. Si todos mis súbditos fuesen como vos, podría reírme de la amenaza del Supremo Rey.

—Contamos con hombres excelentes —dijo lealmente el joven.

—Ahora, marchaos. —Josua extendió la mano para dar unas palmadas sobre la rodilla del caballero—. Comed algo e id a dormir. No estaréis de servicio hasta mañana.

—Sí, sire.

El joven erkyno se quitó la manta y se dirigió hacia la puerta con la espalda tan tiesa como un poste. Tras su marcha, el príncipe e Isgrimnur permanecieron sentados en silencio.

—Miriamele se ha ido sabe Dios dónde, y Leobardis compite con Elías para llegar ante nuestras puertas. —Josua sacudió la cabeza y se apretó la sien con la mano—. Lluth, herido; los hernystiros, en retirada, y Skali, el instrumento de Elías, es ahora amo y señor desde Vestivegg hasta Grianspog. Y por encima de todo eso, demonios salidos de leyendas vuelven a caminar por la tierra de los mortales. —Le dedicó al duque una amarga sonrisa—. La red se va estrechando, tío.

Isgrimnur enredó sus dedos entre la barba.

—La red oscila en el viento, Josua, en un fuerte viento. Dejó el comentario sin explicar, y el silencio volvió a inundar la sala principal de Naglimund.

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El individuo con el yelmo en forma de perro maldijo débilmente y escupió un poco más de sangre sobre la nieve. Cualquier otro hombre habría muerto, y eso lo sabía, al permanecer en la nieve con las piernas rotas y las costillas aplastadas, pero el pensamiento de poco le servía. Todos aquellos años de entrenamiento ritual y de endurecimiento que le había salvado la vida cuando el moribundo caballo rodó por encima de él, no servirían de nada a menos que pudiera llegar a algún lugar donde refugiarse y secarse. Una hora o dos más de exposición acabarían el trabajo que había empezado su montura.

Los malditos sitha —y su inesperada y sorprendente irrupción— habían conducido a sus cautivos a unas cuantas anas de distancia de donde permanecía escondido, enterrado bajo medio pie de nieve. Había reunido todas las reservas de fuerza y coraje que le quedaban para permanecer oculto incluso cuando los Seres Mágicos habían registrado la zona. Debían de haber supuesto que se había arrastrado a algún otro lugar para morir —y él, desde luego, así esperaba que lo creyesen—, y momentos después habían seguido su camino.

Ahora se estremeció al emerger de donde había estado, bajo el oscuro manto de nieve, y trató de reunir su fortaleza para dar el siguiente paso. Su única esperanza era llegar, por algún medio, a Haethstad, donde un par de sus propios hombres deberían estar esperando. Se maldijo cien veces por haber confiado en aquellos patanes de Skali, borrachos salteadores y apaleadores de mujeres como eran, y que no servían ni para limpiarle las botas. Si no se hubiera visto obligado a enviar a sus soldados a otra misión…

Sacudió la cabeza, en un intento de liberarla de los brillantes y saltarines puntos de luz que flotaban contra el cada vez más oscuro cielo, y después arrugó sus agrietados labios. El ulular de un búho de las nieves emanó incongruentemente del hocico del mastín. Mientras esperaba intentó una vez más, aunque era imposible, levantarse, gatear. No había manera: algo parecía revestir mucha gravedad en ambas piernas. Sin hacer caso del punzante dolor de las costillas rotas, usó las manos para arrastrarse un poco hacia los árboles; luego se detuvo, falto de aire y respirando con dificultad.

Instantes después sintió aire caliente a su espalda y levantó la cabeza. El negro hocico de su casco aparecía doble, como si estuviese ante algún misterioso espejo, y el reflejo era otro sonriente hocico blanco a tan sólo unas pulgadas.

Niku’a —gritó, en una lengua bastante diferente de su nativo rimmerspakk negro—. ¡Ven aquí! ¡Que Udún te maldiga! ¡Ven!

El gran perrazo se acercó otro paso, hasta que se inclinó sobre su amo herido.

—¡Ahora… sujeta! —dijo el hombre, levantando sus fuertes manos para cogerse al blanco collar de cuero—. ¡Y tira!

Un momento después el individuo gruñía de agonía mientras el perro tiraba de él, pero siguió cogido, con los dientes apretados y los ojos a punto de reventar tras las facciones caninas del yelmo. El agudo y constante dolor casi lo hizo caer en la insensibilidad mientras el mastín lo arrastraba a través de la nieve, pero no se relajó hasta que alcanzó el refugio de los árboles. Sólo entonces se dejó ir, se abandonó. Se hundió en la oscuridad y en un breve receso del dolor.

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Cuando se despertó, el cielo había oscurecido aun más, y el viento había barrido la capa de nieve que se había acumulado sobre su espalda. El gran perro Niku’a todavía esperaba, despreocupado y sin mostrar frío, a pesar del corto pelo, como si estuviese descansando ante una chimenea. El hombre que estaba tendido en el suelo no se sorprendió: conocía muy bien las heladas y negras perreras de Sturmrspeik, y sabía cómo eran educadas aquellas bestias. Miró la roja boca de Niku’a, los curvados dientes y los diminutos y blanquecinos ojos, que eran como gotas de algún veneno lechoso, y se sintió de nuevo agradecido de ser él quien seguía a los mastines y no al revés.

Se quitó el casco, no sin esfuerzo, pues al caer se había deformado, y lo dejó en la nieve, a su lado. Con el cuchillo cortó en tiras la negra capa; poco después empezó a cortar algunos de los más delgados y jóvenes árboles. Todo ello representaba un trabajo horrible para sus agonizantes costillas, pero hizo todo lo posible para soportar los punzantes dolores. Tenía dos excelentes razones por las que sobrevivir: su deber de informar a sus amos sobre el inesperado ataque de los sitha y su propio e intenso deseo de venganza hacia aquel despreciable muchacho que le había estorbado en tantas ocasiones.

El ojo azul de la luna se asomaba con curiosidad a través de las copas de los árboles mientras acababa de cortar. Utilizó las tiras de su capa para atar a sus extremidades, como tablillas, unas cuantas de las ramas más cortas; después se sentó con las piernas rígidas ante él, como un niño que jugase a tres en raya sobre el polvo, y ató unas cuantas piezas de madera cruzadas en los extremos de las dos grandes ramas restantes. Agarrándolas con cuidado volvió a cogerse al collar de Niku’a y dejó que el inmenso perro blanco tirase de él hasta ponerlo en pie. Tambaleándose precariamente pudo colocarse bajo los brazos las improvisadas muletas que acababa de hacer.

Dio unos cuantos pasos, bamboleándose peligrosamente sobre sus rígidas piernas. Serviría, decidió, haciendo un gesto de dolor ante el inmenso sufrimiento, pero no tenía otra salida.

Miró el casco con cabeza de perro que seguía en el suelo, mientras pensaba en el esfuerzo que le iba a costar alcanzarlo y el peso inútil que le iba a suponer. Se inclinó, boqueando, y lo recogió, a pesar de todo. Le había sido entregado en las sagradas cavernas de Sturmrspeik, por Ella, cuando lo nombró Su sagrado cazador: ¡a él, un mortal! No podía abandonarlo sin más en la nieve; sería como dejar su propio corazón. Recordó aquel imposible y embriagador momento, con las luces azules parpadeando en la Cámara del Arpa que Respira, cuando se había arrodillado ante el trono, ante el sereno resplandor de Su máscara plateada.

El atroz dolor pareció amortiguado durante unos instantes por el vino de la memoria. Con Niku’a pisando sin hacer ruido tras él, Ingen Jegger se movió titubeante hacia el pie de la larga colina cubierta de árboles y empezó a pensar seriamente en la venganza.

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Simón y sus compañeros, que ahora sumaban uno menos, no tenían demasiadas ganas de hablar, ni los que los habían apresado los animaban a hacerlo. Se fueron abriendo camino en silencio y lentamente a través de las colinas cubiertas de nieve, mientras el gris atardecer iba cediendo paso a la noche.

Daba la impresión de que los sitha sabían exactamente adonde se dirigían, aunque, para Simón, todas las colinas sembradas de pinos se parecían y no podía distinguir un lugar de otro. Los ojos ambarinos del cabecilla se movían continuamente en su rostro quieto como una máscara, pero nunca parecían buscar algo en concreto; más bien daba la impresión de que leían el sutil lenguaje del terreno, tan reconocible para ellos como las estanterías llenas de libros de Naglimund lo eran para el padre Strangyeard.

La única ocasión en que el jefe de la partida mostró algún tipo de reacción fue al iniciar la marcha, cuando Qantaqa llegó corriendo, se detuvo junto a Binabik y empezó a moverse nerviosamente mientras husmeaba la mano del gnomo, agitando la cola. El sitha enarcó una ceja en un gesto de curiosidad y después miró a sus compañeros, cuyos ojos también parecían rendijas. No se apreció entre ellos ningún intercambio de pareceres, pero a la loba le fue permitido caminar junto a los prisioneros sin ser molestada.

La luz del sol iba desapareciendo cuando el extraño grupo giró finalmente hacia el norte; en poco tiempo rodearon lentamente la base de una escarpada vertiente cuyos flancos nevados aparecían llenos de piedras desnudas que sobresalían sin ningún orden. Simón empezó a sentir el frío en los pies, una vez desaparecida la sensación de choque y aturdimiento, y agradeció silenciosamente el gesto del jefe sitha cuando les indicó detenerse para descansar.

—Aquí —dijo, señalando un saliente que sobresalía por encima de sus cabezas—. En el fondo —volvió a señalar, esta vez a una ancha fisura que había en el techo.

Antes de que ninguno de ellos pudiera decir nada, dos de los guardias se introdujeron con agilidad por el agujero, con la cabeza por delante. Un instante después habían desaparecido.

—Tú —ordenó el sitha a Simón—. Métete.

Haestan y los otros dos soldados empezaron a quejarse, pero el muchacho, a pesar de la extraña situación, se sentía confiado. Se arrodilló y metió la cabeza por la abertura.

Se trataba de un estrecho y brillante túnel, un tubo de hielo que se retorcía muy escarpado hacia arriba y que daba la impresión de estar perforado en la piedra de la montaña. Pensó que los sitha que habían penetrado antes que él debían de haber trepado por el túnel hasta el próximo recodo. No había ni rastro de ellos, y nadie podía ocultarse en aquel pulido y estrecho pasadizo, con apenas la anchura necesaria para estirar los brazos.

Volvió a sacar la cabeza al frío exterior.

—¿Cómo puedo subir? Está muy empinado y cubierto de hielo. Resbalaré y me caeré.

—Mira por encima de tu cabeza —replicó el jefe—. Entonces lo comprenderás.

Simón volvió a introducirse en el túnel, esta vez un poco más, hasta que tuvo los hombros y la parte superior del cuerpo también en el interior y pudo girarse de espaldas. El techo de hielo, si es que se puede llamar techo a algo que está a medio brazo de distancia, aparecía marcado con una serie regular de cortes horizontales que se extendían a lo largo de todo el pasadizo. Cada uno de ellos estaba excavado unas cuantas pulgadas en la superficie, y era lo suficientemente ancho como para poder cogerse con ambas manos a la vez. Entonces se percató de que tenía que impulsarse hacia arriba mediante las manos y pies, apoyando la espalda contra el suelo del túnel.

Pensó en tal perspectiva con cierto cansancio, ya que no tenía ni idea de la longitud que el paso podía tener ni cómo podría recorrerlo, y consideró el volver a salir al exterior. Pero después de unos instantes cambió de opinión. Los sitha habían trepado por allí con la rapidez de las ardillas, y por alguna razón sintió la necesidad de mostrarles que, si bien no era tan ágil como ellos, se sentía lo suficientemente osado como para seguirlos.

La ascensión fue difícil, pero no imposible. El túnel tenía muchos recodos para detenerse a descansar, apoyando los pies contra las vueltas. Mientras se agarraba, se impulsaba y descansaba, a la vez que se le agarrotaban los músculos, se dio cuenta de las ventajas que ofrecía una entrada de aquel tipo: resultaba muy difícil trepar, y le sería casi imposible a un animal, si ya resultaba tan dificultoso para alguien que caminaba sobre dos piernas; y cualquiera que necesitase salir sólo tenía que dejarse resbalar por la superficie para caer tan rápidamente como una serpiente.

Estaba pensando en la posibilidad de volver a detenerse para descansar cuando oyó voces que hablaban el diáfano lenguaje sitha, justo por encima de su cabeza. Poco después vio aparecer unas fuertes manos que lo agarraron del arnés de su cota de malla y tiraron de él hacia arriba. Salió del túnel con un bufido de sorpresa y se dejó caer sobre un cálido suelo de piedra encharcado de nieve derretida. Los dos sitha que lo habían alzado estaban agachados junto a la salida del pasadizo y sus rostros aparecían oscurecidos a causa de la débil luz. La única fuente de iluminación que había en la habitación —que en realidad no era una habitación, sino una especie de caverna cuidadosamente barrida de todo tipo de polvo o suciedad— provenía de una abertura del tamaño de una puerta que se encontraba en la pared. A través de aquel portillo se filtraba una luz amarillenta, que daba un tono atezado al suelo de la pieza. Simón se puso de rodillas y sintió que una delgada mano se posaba sobre su hombro y le indicaba que no se incorporase del todo.

El sitha de cabello oscuro que había junto a él le señaló el techo y después la boca del túnel.

—Espera —indicó, con calma, aunque su dominio del lenguaje no eran tan fluido como el de su jefe—. Debemos esperar.

Haestan fue el siguiente en aparecer, gruñendo y maldiciendo. Los dos guardias Tuvieron que sacar su abultado cuerpo de la abertura como el corcho de una jarra de vino. Binabik apareció a continuación —el ágil gnomo había alcanzado fácilmente al erkyno—, seguido a corta distancia por Sludig y Grimmric. Los tres sitha restantes treparon con destreza tras ellos.

Tan pronto como el último de los soldados salió del túnel, el grupo volvió a ponerse en movimiento. Pasaron a través de la puerta de piedra y penetraron en un corto pasillo, más allá del cual, por fin, pudieron caminar erguidos.

Lámparas de algún tipo de lechoso cristal dorado o vidrio habían sido colocadas en nichos abiertos en las paredes, y su parpadeante luz era suficiente para iluminar la puerta situada al final del corredor. Uno de los sitha se adelantó hasta el vano que, al contrario de la última, aparecía cubierto con una tela oscura que colgaba ante la puerta, y llamó a alguien. Un instante después dos congéneres suyos salieron de detrás. Cada uno de ellos llevaba una espada corta hecha de algo que parecía ser un metal oscuro. Se mantuvieron en silencio, aunque alerta, sin demostrar curiosidad ni sorpresa, mientras el cabecilla del grupo hablaba.

—Os ataremos las manos.

Al tiempo que lo anunciaba, los otros sitha extrajeron unos cabos enrollados de brillante cuerda negra de debajo de sus ropajes.

Sludig retrocedió un paso y chocó con uno de los guardias, que le dedicó un siseante sonido, aunque no reaccionó con violencia.

—No —dijo el rimmerio, con un tono de reto en la voz—. No los dejaré que lo hagan. Ningún hombre me atará contra mi voluntad.

—A mí tampoco —añadió Haestan.

—No seáis idiotas —intervino Simón, y se adelantó ofreciendo sus propias muñecas cruzadas—. Probablemente saldremos enteros de ésta, pero no será así si empezáis a pelear.

—El chico habla con toda la razón —manifestó Binabik—. Yo también dejaré que me aten. No tenéis sentido común si pretendéis otra cosa. La Flecha Blanca de Simón es genuina. Ella es la razón por la que no nos han matado, y por la que nos han traído aquí.

—Pero ¿cómo podemos…? —empezó a decir Sludig.

—Además —lo cortó el gnomo—, ¿qué haríais? Aunque pudierais vencer a estos de aquí y a los que se supone hay al otro lado de la cortina, después ¿qué? Si os deslizáis por el túnel hacía abajo seguramente aterrizaríais sobre Qantaqa, que espera en el fondo. Creo que algo que la asustase de esa forma tendría pocas posibilidades de sobrevivir.

Sludig miró al hombrecillo durante un instante, pensando en las posibilidades que se derivarían de asustar a la loba. Al final logró componer una débil sonrisa.

—Vuelves a ganar otra vez, gnomo —y adelantó las manos.

Las cuerdas negras estaban frías y tenían escamas como una serpiente, pero eran flexibles como engrasadas correas de piel. Simón se dio cuenta de que con un par de lazos sus manos quedaban tan inmóviles como si hubiesen sido atrapadas en el puño de un ogro. Cuando los sitha hubieron acabado de atar a los otros, el grupo fue conducido otra vez hacia adelante, a través de la puerta cubierta por la tela y al interior de un sorprendente baño de luz.

Cuando Simón trató de recordarlo más tarde, le pareció como si hubiese salido de las nubes para adentrarse en una luminosa y brillante tierra, cercana al sol. Después de las nieves y los túneles sin forma, la diferencia era como entre el animado carrusel del festival del Noveno Día después de los ocho días grises que lo precedían.

La luz y sus diversos tonos lo inundaban todo. La habitación era una cámara de piedra de una altura menor que el doble de la de un hombre, pero muy espaciosa. Raíces de árboles se retorcían arracimadas por las paredes. En un rincón, a unos treinta pasos de diferencia, una cantarina fuente de agua corría por una roca acanalada para saltar en un estanque situado en un cuenco de piedra natural. El delicado sonido de su caída se oía a través de la extraña y sutil música que llenaba la atmósfera.

Lámparas como las que se alineaban en el pasillo de piedra aparecían por toda la pieza, reflejando, según fuese su coloración, rayos de luz amarilla, marfil, beige, azul o rosada, y confiriendo a la gruta cien diferentes matices y colores en las zonas en las que se entrecruzaban. En el centro del suelo, a no mucha distancia del borde del estanque, se encontraba una hoguera encendida, cuyo humo desaparecía a través de una abertura practicada en el techo.

—¡Elysia, Madre del Sagrado Aedón! —exclamó Sludig, lleno de respeto.

—Ni siquiera hubiera sospechado que hubiese una madriguera de conejos aquí —sacudió la cabeza Grimmric—, y ellos tienen un palacio.

Tal vez una docena de sitha, todos ellos varones, al menos por las conclusiones que extrajo Simón en una primera impresión, se encontraban en la habitación. Algunos permanecían tranquilamente sentados ante otros dos que lo estaban sobre una piedra elevada. Uno de ellos sostenía una especie de larga flauta y el otro cantaba; la música le resultaba al muchacho tan extraña que le llevó unos instantes poder separar la voz del sonido del instrumento, y la continua melodía del salto de agua de ambos. Aun así, la exquisita y estremecedora música que interpretaban le llegó al corazón y le erizó los cortos pelos de la nuca. A pesar de la falta de familiaridad, había algo en ella que lo hizo desear quedarse clavado en aquel lugar y no volver a moverse mientras durase melodía tan deliciosa.

Los que no se encontraban alrededor de los músicos hablaban quedamente, o simplemente permanecían estirados sobre la espalda con la mirada en el techo, como si pudieran ver a través de la sólida piedra de la falda de la colina y en el interior del cielo que se extendía por encima. La mayoría de ellos se dieron la vuelta para mirar brevemente a los cautivos, que permanecían a la entrada de la cámara, pero de la manera —sintió Simón— en la que un hombre que escuchase una buena historia movería la cabeza para ver pasar un gato.

El chico y sus compañeros, que no se encontraban preparados para un espectáculo así, se mantuvieron en pie con los ojos muy abiertos. El jefe de sus guardianes cruzó la habitación en dirección a la pared del otro extremo, donde dos figuras más se encontraban sentadas, una frente a otra, junto a una mesa que era una alta y plana protuberancia de brillante piedra blanca. Ambos miraban muy concentrados algo que había sobre la mesa, iluminada por otra de las extrañas lámparas colocada en un hueco de la pared más cercana. El guardia se mantuvo a corta distancia, esperando ser reconocido.

El sitha que se sentaba dando la espalda a los miembros del grupo de Simón iba vestido con una hermosa chaqueta de cuello alto de color verde hoja, pantalones y botas del mismo tono. Su largo y trenzado cabello era de un rojo incluso más vivo que el de Simón, y sus manos, mientras movían algo por encima de la mesa, brillaban llenas de anillos. Frente a él, observando sus movimientos, se sentaba otro sitha envuelto en una amplia ropa blanca fruncida por encima de sus antebrazos, adornados con brazaletes; su cabello tenía un pálido tono de brezo o azul. Una pluma de cuervo, negra y brillante, colgaba ante una de sus orejas. Mientras el chico lo observaba, el sitha vestido de blanco sonrió mostrando los dientes a su compañero, y alargó la mano para apartar un objeto. La mirada de Simón se hizo más intensa, hasta que bizqueó.

Era el individuo que había rescatado de la trampa del leñador. Estaba seguro de ello.

—¡Es él! —le dijo a Binabik, en tono muy bajo—. ¡Es el que me dio la flecha!

Mientras hablaba, un guardia se aproximó a la mesa y el que el muchacho había reconocido levantó la mirada. El vigilante le dijo algo rápidamente, pero el vestido de blanco sólo echó un vistazo a los prisioneros y sacudió una mano, para volver a depositar su atención sobre algo que, según la conclusión a la que llegó Simón, era una especie de mapa o un juego de mesa. Su pelirrojo compañero ni siquiera se volvió, y un instante después el soldado estaba de regreso.

—Deberéis esperar hasta que lord Jiriki haya finalizado. —Detuvo su inexpresiva mirada sobre Simón—. Ya que la flecha es tuya, debes ser desatado. Los demás, no.

Simón, sólo a un tiro de piedra del que le había entregado el dardo en deuda, pero todavía desatendido por él, estuvo tentado de adelantarse y enfrentarse al sitha vestido de blanco, a Jiriki, si ése era su nombre. Binabik, que notó la tensión, lo empujó para contenerlo.

—Si los demás han de permanecer atados, también lo haré yo —respondió el muchacho.

Por primera vez le pareció observar algo inesperado en el rostro del guardián: una mirada de disgusto.

Es un Flecha Blanca —explicó—. No debes permanecer prisionero a menos que se compruebe que la has obtenido de malos modos, pero no puedo liberar a tus compañeros.

—Entonces permaneceré atado —insistió Simón, con firmeza.

El sitha lo miró durante unos instantes; después cerró los ojos en un lento movimiento de reptil y los volvió a abrir para sonreír con desgana.

—Sea así —dijo—. No me gusta mantener atado al portador de la Staj’a Ame, pero no me dejas opción. Permanecerá en mi corazón, sea correcto o equivocado. —Luego, y sorprendiendo al chico, inclinó la cabeza en un ademán respetuoso y fijó sus luminosos ojos en el muchacho—. Mi madre me llamó An’nai —se presentó.

Cogido por sorpresa, Simón dejó pasar unos instantes antes de sentir la bota de Binabik sobre sus pies.

—¡Oh! —exclamó—. Yo…, mi madre me llamó Simón… Seomán, en realidad. —Después, viendo asentir al sitha, satisfecho, añadió rápidamente—. Y éstos son mis compañeros: Binabik de Yiqanuc, Haestan y Grimmric de Erkynlandia, y Sludig de Rimmersgardia.

Tal vez, pensó Simón, ya que el sitha había dado tal importancia a compartir su nombre, aquella forzada presentación ayudaría a proteger también a sus amigos.

An’nai volvió a inclinar la cabeza y se marchó, en silencio, para volver a ocupar su posición junto a la mesa. Los compañeros de su partida, después de ofrecer una sorprendente ayuda a los amigos de Simón para que pudieran sentarse, se dispersaron por la caverna.

El chico y los demás hablaron en voz baja durante largo rato, acallados más a causa de la extraña música que por su propia situación.

—Bueno —dijo Sludig, después de haberse quejado con amargura por el tratamiento que habían recibido—, al menos estamos vivos. Muy pocos de los que se han encontrado con los demonios han tenido tanta suerte.

—¡Eres tremendo, Simón! —rió Haestan—. ¡Tremendo! ¡Has hecho que’l Pueblo Encantado s’incline y que s’armen un lío! Tendremos que pedir un saco d’oro antes de seguir camino.

—¡Pues vaya! —sonrió el joven con una mueca de burla—. ¿Acaso estoy libre? ¿Me han desatado? ¿Es que nos han dado algo de comer?

—Es cierto. —El hombretón sacudió la cabeza con tristeza—. Nos iría muy bien comer algo, acompañado d’alguna jarra.

—Creo que no nos darán nada hasta que nos vea Jiriki —declaró Binabik—, pero si es cierto que es el sitha que rescató Simón, comeremos bien.

—¿Crees que es alguien importante? —preguntó el chico—. An’nai lo llamó «lord Jiriki».

—Si sólo vive un sitha que se llame así… —empezó a decir el gnomo, pero fue interrumpido por el regreso de An’nai.

Venía acompañado por el mismo Jiriki y en su mano llevaba la Flecha Blanca.

—Por favor —el lord se dirigió a dos sitha para que se acercaran—, desatadlos.

Jiriki se dio la vuelta y dijo algo muy deprisa en su fluida lengua. Las musicales palabras parecían tener el tono de un reproche. An’nai aceptó su amonestación sin alterar su expresión, y sólo bajó los ojos.

Simón, que lo observaba todo muy atentamente, estaba seguro de que, a pesar de que habían desaparecido las huellas de haber colgado de una trampa y las magulladuras y moretones provocados por el ataque del leñador, se trataba del mismo sitha.

Jiriki agitó una mano y An’nai se retiró. Por sus confiados movimientos y la deferencia que los demás mostraban hacia él, el muchacho había creído que era mayor, o al menos de una edad similar a la del otro sitha. Ahora, a pesar de la extraña ausencia del paso del tiempo sobre sus dorados rostros, el joven sintió que, para el modelo de su raza, todavía era joven.

Mientras los recién liberados prisioneros se frotaban las muñecas, Jiriki levantó la flecha.

—Perdona la espera. An’nai juzgó mal, pues sabe cuán en serio me tomo el juego del shent. —Sus ojos se movieron de los compañeros a la flecha y de nuevo a ellos—. Nunca creí que nos volveríamos a encontrar, Seomán —prosiguió, con un movimiento de barbilla que a Simón le continuó pareciendo el de un ave, y una sonrisa que no acababa de aflorar en sus ojos—, pero una deuda es una deuda… y la Staj’a Ame es todavía más que eso. Has cambiado desde que nos vimos. Entonces tenías más el aspecto de un animal del bosque que de un humano. Parecías perdido, en muchos sentidos —dijo el sitha, y su mirada brilló.

—Vos también habéis cambiado —respondió Simón.

Una sombra de dolor cruzó el anguloso rostro de Jiriki.

—Tres noches y dos días pasé colgado en aquella trampa mortal. Hubiese muerto pronto, aunque no hubiera aparecido el leñador…, de vergüenza. —Su expresión cambió, como si hubiese encerrado su dolor bajo una tapa—. Venid —dijo—, debemos daros alimento. Pero no podremos ofreceros todo lo que deseamos. Hemos traído pocas cosas con nosotros… —hizo un gesto abarcando la habitación, mientras buscaba la palabra apropiada— a nuestro refugio de caza.

Aunque dominaba mucho más la lengua westerling de lo que el chico nunca hubiera podido imaginar a través de su primer encuentro, existía algún titubeo en su forma de expresarse que indicaba lo extraño que dicho idioma le resultaba.

—¿Estáis aquí para… cazar? —preguntó Simón mientras eran conducidos cerca del fuego—. ¿Qué cazáis? Las colinas parecen desprovistas de todo.

—Ah, pero están más llenas que nunca de las piezas que buscamos —contestó el lord, dirigiéndose hacia una hilera de objetos tapados con un brillante paño y dispuestos junto a una de las paredes de la caverna.

El soldado pelirrojo y vestido de verde se incorporó de la mesa de juego, en donde el lugar de Jiriki había sido ocupado por An’nai, y habló en tono interrogativo, y tal vez algo enfadado, en lengua sitha.

—Sólo muestro a nuestros visitantes los frutos de nuestra cacería, tío Khendraja’aro —dijo Jiriki, jocoso, pero Simón volvió a echar de menos la sonrisa del sitha.

El lord se agachó junto a los objetos cubiertos y pareció posarse sobre el suelo como un albatros. Con un rápido ademán quitó la cobertura y dejó al descubierto una hilera de más de media docena de cabezas de pelo blanco, con los rasgos helados en una expresión de odio.

—¡Por las Piedras de Chukku! —exclamó Binabik, mientras los demás se quedaban boquiabiertos.

A Simón le costó unos momentos reconocer que eran rostros lo que allí se veía.

—¡Gigantes! —dijo, al fin—. ¡Hunën!

—Sí —respondió el príncipe Jiriki y se volvió. Hubo un ligero acento de peligro en su voz—. Y vosotros, intrusos mortales…, ¿qué queréis cazar en las montañas de mi padre?