36

Heridas recientes y viejas cicatrices

Los caballos se encontraban bastante asustados a causa de Qantaqa, así que Binabik marchaba sobre la gran loba gris algunos pasos por delante de Simón y de los demás, llevando una lámpara protegida para mostrar el camino a través del manto de oscuridad. La pequeña comitiva se abría paso por la raída de las colinas con la vibrante lucecita estremeciéndose ante ellos como la vela de un difunto.

La luna aparecía empequeñecida en el interior de su nido de nubes, por lo que su marcha se hacía lenta y cautelosa. Entre el suave movimiento del caballo que montaba y la calidez que le proporcionaba el ancho lomo, Simón casi estuvo a punto de dormirse en unas cuantas ocasiones. Sin embargo, se despertaba súbitamente a causa de los delgados y retorcidos dedos que le tocaban el rostro y que luego reconocía como las ramas de los árboles cercanos bajo los que pasaban. Hablaban poco. De vez en cuando, uno de ellos susurraba unas palabras de ánimo dirigidas a sus monturas, o Binabik les avisaba de algún obstáculo cercano; pero aparte de eso, y del apagado repicar de los cascos de los equinos, podía haberse tratado de una gris peregrinación de almas en pena.

Cuando por fin la luna empezó a dejarse ver a través de una abertura formada entre las nubes, no mucho antes del amanecer, se detuvieron para montar un campamento. Sus vaporosas respiraciones fueron atrapadas por el brillo del astro, que creó el efecto de hacerles respirar nubes de color azulado mientras ataban sus monturas y los dos caballos que llevaban la carga. No encendieron fuego alguno. Ethelbearn se encargó de realizar la primera guardia; los demás, envueltos en sus pesados mantos, se arrebujaron en el húmedo suelo para tratar de conciliar el sueño.

Simón se despertó bajo un cielo con aspecto de gachas, y tanto su nariz como las orejas parecían haberse convertido en hielo durante la noche por alguna especie de mágico sortilegio. Estaba sentado junto al fuego, masticando el pan y el queso que le había proporcionado Binabik, cuando Sludig se sentó junto a él. Las mejillas del joven rimmerio presentaban un aspecto enrojecido y brillante a causa del fuerte viento.

—Esto se parece a nuestra primavera, a la de mi tierra —sonrió, a la vez que pinchaba un trozo de pan en el extremo de la larga hoja de su cuchillo y lo sostenía sobre el fuego—. Este tiempo hará de ti un hombre rápidamente, ya lo verás.

—Espero que haya otras formas de convertirse en hombre además de congelarse hasta la muerte —gruñó Simón, frotándose las manos.

—Puedes matar un oso con una lanza —dijo Sludig—. Nosotros también.

El chico no supo decir si el rimmerio bromeaba.

Binabik, que había enviado a Qantaqa de caza, vino hacia ellos y se sentó con las piernas cruzadas.

—Bueno, ¿estáis preparados para pasar una dura jornada a caballo? —preguntó el gnomo.

Simón no respondió, pues tenía la boca llena de pan; cuando vio que Sludig tampoco contestaba, el muchacho levantó la mirada. El rimmerio observaba el fuego, con la boca apretada. El silencio se hizo incómodo.

Simón acabó de masticar y tragó.

—Supongo que sí, Binabik —dijo con rapidez—. ¿Vamos a llegar muy lejos?

El hombrecillo sonrió alegremente, como si el silencio del rimmerio le pareciese de lo más normal.

—Podemos ir tan lejos como deseemos. Hoy parece un buen día para cabalgar, pues el cielo está despejado. Antes de lo que fuera de desear encontraremos lluvia y nieve.

—¿Sabemos adónde nos dirigimos?

—En parte, amigo Simón —respondió, cogiendo una rama de la hoguera y trazando líneas en la húmeda tierra—. Aquí está Naglimund —señaló, marcando un círculo. Después hizo una serie de líneas que partían del flanco derecho de la figura y se extendían a lo lejos—. Esto es Wealdhelm. Esta cruz somos nosotros aquí —realizó una marca a no mucha distancia del círculo. Después dibujó una forma oval en el extremo más alejado de las montañas, unos cuantos círculos más pequeños, diseminados alrededor del borde, y lo que parecía ser otra sucesión de montañas, a lo lejos.

»Así que —prosiguió, inclinándose sobre la zona marcada— pronto nos aproximaremos a este lago —indicó la gran forma elíptica—, que se llama Drorshull.

Sludig, que contra su voluntad se había inclinado para mirar, volvió a recuperar su posición inicial.

—Drorshullvenn…, el lago del Martillo de Dror —dijo el rimmerio, que frunció el entrecejo y volvió a inclinarse sobre el dibujo para marcar un punto con su dedo en la orilla oriental del lago—. Ahí está Vestvennby, la baronía del traidor Storfort. Me gustaría mucho pasar por ahí de noche.

El rimmerio quitó las migas que habían quedado sobre la hoja de su daga y la levantó para atrapar en la superficie el débil resplandor del fuego.

—Nosotros no iremos allí, de todas formas —aclaró Binabik, con tono severo—, y tu venganza tendrá que esperar. Pasaremos por el otro lado, desde Hullnir a Haethstad, cerca de donde se encuentra la abadía de San Skendi; después continuaremos por la llanura que se extiende por el norte, hacia las montañas. No pararemos para cortar cuellos. —El hombrecillo empujó la ramita más allá del lago, hacia la hilera de formas redondeadas.

—Eso es porque vosotros, los gnomos, no sabéis lo que es el honor —manifestó Sludig con amargura, mirando a Binabik bajo sus espesas cejas rubias.

—Sludig… —dijo Simón, con tono suplicante, pero su amigo no respondió a la pulla del rimmerio.

—Tenemos que llevar a cabo una tarea —respondió con calma el gnomo—. Vuestro duque Isgrimnur así lo deseaba, y no se le sirve mejor acechando por la noche para cortarle el pescuezo a Storfort. Eso no significa que nosotros desconozcamos el honor.

El soldado lo miró con dureza durante unos instantes y después sacudió la cabeza.

—Tienes razón. —Para sorpresa de Simón no hubo rencor en sus palabras—. Estoy furioso y mis palabras no han sido las adecuadas.

Se puso en pie y se dirigió hacia donde Grimmric y Haestan cargaban los caballos; mientras se alejaba pareció flexionar sus anchos y musculosos hombros, como si deshiciese los nudos provocados por la tensión. El muchacho y el gnomo lo siguieron con la mirada durante unos instantes.

—Se ha disculpado —dijo el chico.

—Todos los rimmerios no son como Einskaldir —replicó su amigo—. Pero tampoco todos los gnomos son como Binabik.

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Fue un largo día, que pasaron sobre el lomo de sus monturas, subiendo por el flanco de las colinas bajo el manto protector de los árboles. Cuando finalmente se detuvieron para cenar, Simón recordó las advertencias de Haestan: aunque su caballo había llevado un paso lento y su marcha se había desarrollado a través de terreno blando, sentía las extremidades y la entrepierna como si se hubiera pasado todo el día atado a algún horroroso instrumento de tortura. El hombretón, no sin una sonrisa, le explicó con amabilidad que después de que pasase toda una noche lleno de rigideces, lo peor estaba todavía por llegar; después le ofreció tanto vino como desease. Cuando Simón se acurrucó aquella noche entre las musgosas raíces de un cercano roble sin hojas, se sintió algo mejor, aunque el vino le hizo creer que oía voces cantando extrañas canciones en el viento.

Cuando se despertó, a la mañana siguiente, descubrió que no sólo todo lo que le había dicho Haestan se había multiplicado por diez, sino que además también nevaba. Los copos cubrían tanto las colinas Wealdhelm como a los viajeros con un frío y blanco manto. Incluso temblando a la intemperie, bajo aquella débil luz de junen, podía oír las voces del viento. Podía reconocer muy claro cuál era su mensaje: se burlaban de los calendarios y avisaban a los viajeros que creían poder adentrarse con total impunidad en el nuevo reino del invierno.

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La princesa Miriamele miró llena de horror el paisaje que se extendía ante ella. Lo que desde que habían empezado a cabalgar aquella mañana había sido una amalgama de colores y humo negro en el horizonte, ahora aparecía claramente ante sus ojos y los de Cadrach al pie de la colina desde la que miraban hacia Inniscrich. Se trataba de un tapiz de muerte, tejido con carne, metal y tierra levantada.

—¡Misericordiosa Elysia! —dijo, sujetando las riendas de su caballo—. ¡¿Qué es lo que ha sucedido?! ¿Es esto obra de mi padre?

El fraile bizqueó y sus labios se movieron en silencio, en lo que la princesa creyó una oración.

—La mayoría de los muertos son hernystiros, mi señora —declaró, al final—, y creo que los otros son rimmerios, al menos por su aspecto. —El fraile frunció el entrecejo cuando un grupo de cuervos asustados inició la desbandada, dio unas vueltas alrededor del campo de combate y volvió a posarse—. Parece que la batalla, o lo que resta de ella, se ha movido hacia el oeste.

Miriamele tenía los ojos llenos de lágrimas de pavor y levantó un puño para secárselas.

—Los supervivientes deben de haber regresado a Taig, en Hernysadharc. ¿Por qué habrá sucedido esto? ¿Acaso se han vuelto todos locos?

—Todos estaban ya locos, mi señora —respondió Cadrach con una extraña sonrisa de pesar—. Sólo que los tiempos que atravesamos han hecho que saliera de ellos la locura.

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Durante el primer día y medio tras su partida, habían avanzado rápidamente, haciendo que los caballos de lady Vorzheva llegaran a su límite y cruzando el río Vadoverde en su parte superior, a unas veinte leguas de Naglimund en dirección sudoeste. Después habían aminorado la marcha para darles a los animales la oportunidad de descansar, por si más tarde volvían a necesitar una rápida galopada.

Miriamele era una buena amazona cabalgando como un hombre, que era la forma apropiada de montar con la ropa que llevaba: los mismos pantalones y justillo con los que se había disfrazado para escapar de Hayholt. Había vuelto a teñir su corto cabello de negro, aunque poco podía verse bajo la capucha de viaje que llevaba puesta, tanto para resguardarse del frío como de las miradas indiscretas; el hermano Cadrach cabalgaba junto a ella con su hábito gris y, al igual que la muchacha, pasaba inadvertido. En cualquier caso, había muy pocos viajeros que con aquel tiempo y las malas noticias que circulaban hubiesen tomado el camino del río. La princesa empezaba a confiar en que su escapada hubiese tenido éxito.

Desde el mediodía del día anterior habían cabalgado por el sendero que transcurría junto al ancho río, con el eco de lejanas trompetas en sus oídos y estridentes voces que incluso se elevaban por encima del aullido del viento portador de lluvia. Al principio se sintió asustada, pues temía que los persiguiese el espectro de alguna vengativa tropa de su padre o de su tío. Pero pronto se les hizo evidente que eran tanto ella como Cadrach quienes se aproximaban a aquel estruendo y no al revés. Más tarde, en aquella misma mañana, vieron los primeros signos de la batalla: solitarias columnas de humo negro que teñían el ahora ya destapado cielo.

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—¿No hay nada que podamos hacer? —preguntó Miriamele, desmontando y permaneciendo junto a su manso caballo.

Aparte de las aves de rapiña, el paisaje que se extendía a sus pies aparecía tan inmóvil como si estuviese grabado en piedra gris y roja.

—¿Y qué podemos hacer, mi señora? —inquirió Cadrach, todavía sobre la silla.

El fraile bebió un trago de vino.

—No lo sé. ¡Vos sois un sacerdote! ¿Es que no vais a pronunciar una oración por sus almas?

—¿Por qué almas, princesa? ¿Por las de mis paisanos paganos o por las de los buenos aedonitas de Rimmersgardia que han descendido de sus tierras para pagarlo así?

Las amargas palabras de Cadrach parecieron elevarse sobre el paisaje como humo.

Miriamele se volvió para mirar al hombrecillo, cuyos ojos ahora parecían muy diferentes de los del alegre compañero de días anteriores. Cuando le había explicado historias o cantado sus canciones hernystiras de montar o de borrachos, los ojos le resplandecían de alegría. Ahora, en cambio, tenía el aspecto de un hombre que saborea la dudosa victoria de una profecía cumplida.

—¡No todos los hernystiros son paganos! —exclamó la joven, furiosa por la extraña forma de actuar de su acompañante—. ¡Vos mismo sois monje aedonita!

—Entonces, ¿debo ir allá abajo y preguntar quién es pagano y quién no? —preguntó, y movió una mano para abarcar la inmóvil carnicería—. No, mi señora, la única tarea que resta por hacer está reservada a los carroñeros —respondió y espoleó su caballo para alejarse un poco.

Miriamele permaneció en el mismo lugar y apoyó la mejilla contra el cuello de su caballo.

—¡Seguro que no hay ningún hombre realmente religioso que pueda permanecer tan impasible ante un espectáculo como éste! —gritó al fraile—. ¡Ni siquiera ese monstruo rojo de Pryrates!

Cadrach se estremeció ante la mención del nombre del consejero del rey como si lo hubiesen golpeado en la espalda; después cabalgó algunos pasos más antes de detenerse para permanecer sentado, en silencio.

—Vamos, señora —dijo, por encima del hombro—. Debemos bajar de la colina; aquí estamos expuestos a que nos vean desde muy lejos. No todos los carroñeros tienen plumas, y algunos andan sobre dos piernas.

Ya sin lágrimas, la princesa se encogió de hombros sin decir una palabra y volvió a subir a la silla para seguir al monje vertiente abajo, junto al ensangrentado Inniscrich.

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Cuando aquella noche dormía en el campamento instalado en la pendiente que había por encima del lago Drorshull, Simón volvió a soñar con la rueda.

De nuevo se encontraba enganchado, incapaz de liberarse, sacudido como un muñeco de trapo y elevado por encima del ancho borde de la rueda. Los fríos vientos lo abofeteaban, y fragmentos de hielo llenaban su rostro mientras era elevado hacia la oscuridad.

En la cima del pesado disco, encumbrado por los vientos y ensangrentado, Simón vio un brillo entre las sombras, una franja luminosa y vertical que iba desde la impenetrable oscuridad de arriba hasta los igualmente lóbregos abismos que se extendían bajo él. Se trataba de un árbol blanco, cuyo ancho tronco y delgadas ramas brillaban como si estuviese tachonado de estrellas. Trató de liberarse del abrazo de la rueda y saltar hacia el árbol, pero estaba bien sujeto. Mediante un gran esfuerzo final, consiguió soltarse y saltar.

El muchacho se zambulló a través de un universo de brillantes hojas, como si volase entre las lámparas de las estrellas; gritó para pedir su salvación a Jesuris, en busca de la ayuda de Dios, pero no lo agarró mano alguna y siguió hundiéndose en el frío firmamento…

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Hullnir, situado en la orilla oriental del lago casi helado, era un pueblo que se encontraba abandonado incluso por los fantasmas. Medio enterrado bajo la nieve, sus casas con los tejados arrancados por el viento y el granizo permanecían como los esqueletos de renos muertos de hambre, bajo los oscuros e indiferentes cielos.

—¿Tan pronto han borrado Skali y sus cuervos toda vida de las tierras del norte? —se preguntó Sludig, con ojos muy abiertos.

—Da la impresión de que todos han huido con la última helada —añadió Grimmric, apretándose más el cierre de la capa bajo su estrecha barbilla—. Aquí hace demasiado frío y está demasiado lejos de los pocos caminos que permanecen abiertos.

—Es probable que Haethstad ofrezca el mismo aspecto —dijo Binabik, haciendo que Qantaqa volviese a la pendiente—. Bueno es que no tuviéramos planes sobre aprovisionarnos durante nuestro recorrido.

Allí, en el extremo del lago, las colinas empezaban a desaparecer, y un gran brazo del nórdico Aldheorte cubría con un manto de árboles las últimas estribaciones montañosas. Era diferente de la parte sur del bosque conocida por Simón, no sólo a causa de la nieve que cubría como una alfombra el suelo y que apagaba el sonido de los cascos de sus caballos. Aquí los árboles eran rectos y muy altos. Se trataba de verdes pinos recortados que se erigían como pilares bajo la capa de nieve, formando sombreados y separados pasillos. Los jinetes se movieron como a través de catacumbas, débilmente iluminadas, con la nieve cayendo suavemente como si se tratase de las cenizas del tiempo.

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—¡Allí hay alguien, hermano Cadrach! —siseó Miriamele, y lo señaló—. ¡Allí! ¿No veis el brillo…? ¡Es metal!

El Fraile bajó la bota de vino de su boca y miró hacia donde le indicaba la muchacha. Su boca aparecía manchada de rojo en las comisuras. Frunció el entrecejo y miró, como para tratar de satisfacer un capricho de la joven.

—Por el Buen Dios, tenéis razón, princesa —susurró, volviendo a tomar las riendas—. Allí hay algo.

Le alargó las correas del caballo a Miriamele y se dejó resbalar por la pendiente de espesa hierba; después, haciendo un gesto para indicar silencio, se arrastró hacia adelante. Cogió un tronco con que escudar sus rechonchas formas y se movió hasta llegar a una distancia de cien pasos del objeto brillante, asomando el cuello por detrás del leño, como un niño que jugase al escondite. Al cabo de unos instantes se volvió hacia la princesa y le hizo una seña. Ésta se dirigió hacia él, trayendo el caballo de Cadrach de la brida, al igual que el suyo.

Se trataba de un hombre que permanecía tendido medio apoyado contra la base de un roble, iba vestido con una armadura que todavía aparecía brillante en algunos lugares, a pesar de lo abollada que estaba. Junto a él se veía la empuñadura de una espada hecha pedazos y una larga vara partida con un gallardete en un extremo, en el que aparecía el Ciervo Blanco, símbolo de Hernystir.

—¡Elysia, Madre de Dios! —exclamó Miriamele, y se puso a correr a toda velocidad hacia el caído—, ¿todavía vive?

Cadrach se dio prisa en atar los caballos a una de las retorcidas raíces del roble y después se acercó junto a la princesa.

—No parece que así sea.

—¡Sí! —respondió ella—. Escuchad… ¡Respira!

El monje se arrodilló para echar una ojeada al hombre cuya respiración sonaba muy débil en el interior de la cámara de su yelmo medio abierto. Le subió la parte protectora de la cara hasta colocarla bajo la cresta alada, descubriendo un rostro bigotudo casi oculto por los rastros de sangre seca.

—¡Por el Cielo! —suspiró Cadrach, incorporándose de nuevo—. Es Arthpreas, el conde de Cuimhne.

—¿Lo conocéis? —preguntó Miriamele, mientras buscaba en su saco la bota llena de agua. La encontró y humedeció un trozo de tela.

—He oído hablar de él —comentó el fraile, y señaló hacia los dos pájaros bordados en la capa destrozada del caballero—. Es el señor feudal de Cuimhne, cerca de Nad Mullach. Su distintivo son las dos alondras gemelas.

La princesa humedeció ligeramente el rostro de Arthpreas mientras el monje exploraba amargamente las hendiduras llenas de sangre que aparecían en la armadura.

Los ojos del caballero parpadearon.

—¡Se ha despertado! —exclamó la joven, lanzando un suspiro—. ¡Cadrach, creo que vivirá!

—No por mucho tiempo, mi señora —dijo el hombrecillo, con calma—. Tiene una herida en el vientre en la que cabe mi mano. Dejad que le diga las últimas palabras, para que pueda morir en paz.

El conde gimió y por las comisuras de la boca salió un esputo de sangre, Miriamele se lo secó con mucha ternura. Los ojos del caballero se abrieron entre temblores.

E gundhain sluith, ma connalbehn… —murmuró en hernystiro. Tosió débilmente y volvió a verter más sangre por la boca—. Eres un buen… muchacho. ¿Lograron apoderarse del Ciervo?

—¿A qué se refiere? —preguntó Miriamele en un susurro.

Cadrach señaló el gallardete que se encontraba en la hierba, junto al brazo del noble.

—Vos lo rescatasteis, conde Arthpreas —contestó la princesa, acercando su rostro al del herido—. Está a salvo. ¿Qué es lo que ha sucedido?

—Los guerreros «cuervos» de Skali… estaban por todas partes. —El caballero tosió y abrió aun más los ojos—. Ah, todos mis valientes muchachos… muertos, todos muertos…, todos derribados a hachazos como, como…

Arthpreas emitió un doloroso y seco sollozo. Sus ojos miraron fijamente al cielo, y se movieron lentamente, como si siguiesen el desplazamiento de las nubes.

—¿Dónde está el rey? —preguntó—. ¿Dónde está nuestro valiente rey? Los goirach norteños lo rodeaban por todas partes, ¡que Brynioch les pudra el corazón! Brynioch na ferth ub…, ub strocinh…

—¿El rey? —murmuró Miriamele—. Debe de referirse a Lluth.

Los ojos del conde se posaron de repente sobre Cadrach, y durante un instante parecieron iluminarse con una chispa proveniente del interior.

—¿Padreic? —dijo, y levantó una temblorosa y ensangrentada mano para posarla en la muñeca del monje.

Éste se encogió, como si tratase de retroceder, pero sus ojos parecían atrapados e iluminados con un extraño brillo.

—¿Eres tú, Padreic feir? ¿Has… regresado…?

El caballero se puso rígido y sufrió un acceso de tos que hizo que por su boca manase la sangre como si fluyese de un arroyo interior. Un momento después sus ojos se escondieron bajo las oscuras pestañas.

—Ha muerto —declaró Cadrach, al cabo de unos instantes. Su voz aparecía teñida por una extraña nota—. Que Jesuris le conceda la salvación y Dios tenga piedad de su alma. —Hizo el signo del Árbol sobre el inmóvil pecho de Arthpreas y se puso en pie.

—Os llamó Padreic —recordó Miriamele, mirando abstraída el trozo de tela que tenía entre las manos, ahora ya de color rojo.

—Me confundió —contestó el monje—. Un hombre moribundo que buscaba a un viejo amigo. Vámonos. No tenemos palas para cavar una tumba. Busquemos unas piedras con las que cubrir su cuerpo. Era…, me dijeron que era un buen hombre.

Mientras Cadrach se alejaba en busca de piedras, Miriamele quitó cuidadosamente el guantelete de Arthpreas y lo envolvió en el gallardete verde.

—Por favor, venid a ayudarme, mi señora —llamó el fraile—. No podemos permitirnos pasar demasiado tiempo aquí.

—Ahora voy —respondió la muchacha, y metió el envoltorio en la bolsa de su silla—. Podemos estar aquí un poco más de tiempo.

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Simón y sus compañeros seguían su camino lentamente rodeando la orilla del lago, a lo largo de una península de altos árboles y nieve. A su izquierda estaba el espejo helado de Drorshull; las blancas estribaciones de Wealdhelm permanecían a su derecha. La canción del viento se oía con el suficiente volumen como para ahogar cualquier amago de conversación que no se produjese a gritos. El muchacho cabalgaba, observando la ancha y oscura espalda de Haestan, que se balanceaba ante él. Le dio la impresión de que eran como solitarias islas en un frío mar: a la vista unos de otros, pero separados por desoladas extensiones. Los pensamientos se le adormecieron a causa del monótono paso de su montura.

Algo que le pareció muy extraño era que, en su fuero interno, la Naglimund que acababa de dejar le parecía tan insustancial como los remotos recuerdos de su infancia. Incluso los rostros de Miriamele y de Josua le resultaban difíciles de recordar, como si tratase de rememorar las facciones de unos extraños cuya importancia no hubiese descubierto hasta largo tiempo después de su marcha. En cambio, sus evocaciones sobre Hayholt resultaban muy vividas…: las largas tardes de verano en el patio de los comunes, cubierto de césped e insectos; las tardes de primavera en que soplaba aquella dulce brisa mientras trepaba por los muros, cuando el punzante aroma de los rosales del patio llegaba hasta él como cálidas manos. Recordaba el ligero olor a humedad que desprendían las paredes alrededor de su cuna diminuta, en un rincón del alojamiento de los sirvientes; Simón se sintió como un rey en el exilio, como si hubiese perdido un palacio a manos de un usurpador extranjero, como de alguna manera parecía haber sucedido.

Los demás estaban tan inmersos en sus propios pensamientos como él; aparte de los silbidos de Grimmric —un delgado trino que sólo de vez en cuando sobresalía por encima del viento, que era constante—, el viaje alrededor del lago Drorshull fue realizado en completo silencio.

En varias ocasiones, cuando podía divisarla a través de los copos de nieve que caían, creyó ver detenerse a Qantaqa y levantar la cabeza como para escuchar algún sonido extraño. Cuando por fin acamparon aquella noche, con la mayor parte de la extensión del lago tras ellos, al sudoeste, le preguntó al gnomo sobre ello.

—¿Crees que ha oído algo, Binabik? ¿Te parece que pueda haber algo por delante de nosotros?

El hombrecillo movió la cabeza y extendió sus manos desenguantadas hacia el fuego.

—Tal vez. Qantaqa puede oler incluso las cosas que hay por delante de nosotros, aunque se encuentren en el aire, pero parece que lo que oye se encuentra detrás o a uno de nuestros lados.

Simón pensó en ello durante unos instantes. Lo cierto es que nada parecía haberlos seguido desde el desierto Hullnir, que estaba desprovisto de todo, incluso de pájaros.

—¿Hay alguien a nuestra espalda? —preguntó el muchacho.

—Lo dudo. ¿Quién podría ser? ¿Y por qué razón nos iban a seguir?

A pesar de ello, Sludig, que avanzaba normalmente en último lugar de la columna, también había advertido el desasosiego de la loba. Aunque no acababa de sentirse cómodo en presencia de Binabik, y lo cierto es que no confiaba en Qantaqa —para dormir estiraba su manto en el extremo más alejado del campamento—, no dudaba de los agudos sentidos de la loba gris. Mientras los demás comían pan duro y carne de gamo seca, él había sacado su piedra de afilar para poner a punto sus hachas.

—Entre Dimmerskog, el bosque que se encuentra al norte de donde ahora estamos, y Drorshullven —dijo un Sludig ceñudo—, siempre ha habido un país salvaje, incluso cuando Isgrimnur o su padre gobernaban en Elvritshalla y el invierno aparecía cuando tenía que hacerlo. En estos días, ¿quién sabe lo que podemos encontrarnos en estas blancas extensiones o más allá de las Montañas de los Gnomos? —añadió, y siguió afilando sus hachas rítmicamente.

—Gnomos —respondió Binabik con sorna—, pero puedo aseguraros que hay escasas posibilidades de que se echen sobre nosotros en el transcurso de la noche para matarnos o dedicarse al saqueo.

Sludig hizo una mueca y continuó afilando el hacha.

—El rimmerio tiene razón —intervino Haestan, mirando al hombrecillo con disgusto—. Y yo tampoco temo a los gnomos.

—¿Estamos cerca de tu país, Binabik? —preguntó Simón—. ¿Cerca de Yiqanuc?

—Estaremos más cerca cuando alcancemos las montañas; pero, actualmente, creo que el lugar de mi nacimiento está más hacia el este del punto al que nos dirigimos.

—¿Crees?

—No olvides que no estamos seguros de adónde vamos. El Árbol Rimador… ¿Un árbol de rimas? Conozco la montaña llamada Urmsheim, donde se supone que se dirigía Colmund. Está en algún lugar hacia el norte, entre Rimmersgardia y Yiqanuc, y es una gran montaña. —Se encogió de hombros—. ¿Hay un árbol en ella? ¿Antes de llegar? ¿En algún otro lugar en las proximidades? Ahora todavía no puedo saberlo.

Simón y los demás dirigieron sus miradas sombrías hacia el fuego de la hoguera. Una cosa era llevar a cabo una misión peligrosa al servicio de tu soberano, y otra ir a ciegas por una zona salvaje cubierta con el blanco manto de la nieve.

Las llamas chisporroteaban al morder la húmeda madera. Qantaqa se incorporó del lugar en que estaba estirada sobre la nieve e irguió la cabeza. Avanzó decidida hacia el borde del claro que habían escogido para acampar, con un puñado de pinos en la parte más baja de la colina. Después de un intervalo volvió a dirigirse al punto de partida y se estiró en el suelo. Nadie dijo una palabra, pero habían atravesado un momento de tensión en el que el corazón les había dado un vuelco.

Cuando acabaron de cenar, echaron más troncos a la fogata, de la que se elevó vapor a causa de la nieve caída sobre la leña. Mientras Binabik y Haestan charlaban tranquilamente y Simón usaba la piedra de afilar de Ethelbearn en su propia espada, se elevó una fina melodía. El muchacho se giró y vio silbar a Grimmric, con los labios en un mohín y los ojos fijos en las centelleantes llamas. Cuando éste levantó la vista y advirtió que Simón lo miraba, el fuerte erkyno le dedicó una sonrisa.

M’hace tener la mente n’algo —confesó—. Era’na vieja canción d’invierno.

—¿Y a qué esperas? —preguntó Ethelbearn—. Cántala, hombre. No hay nada malo en cantar.

—Sí, venga —agregó el chico.

Grimmric miró en dirección a Binabik y Haestan, como si temiera una objeción por su parte, pero parecían estar inmersos en su conversación.

—Bueno, si es así —dijo—. Supongo que no hay nada malo en ello —se aclaró la garganta y fijó la vista en el suelo, como si se sintiese turbado por la atención despertada—. Sólo es’una canción que mi viejo padre cantaba cuando salíamos a buscar leña’n las tardes de decimbre —volvió a aclararse la voz—. Una canción d’invierno —añadió. Se aclaró la voz por tercera vez y cantó, con una rasgada aunque no desentonada voz:

El hielo se amontona n’el techo de paja

y la nieve’stá sobre’lalféizar.

Alguien llama’la puerta,

desde’l frío invierno.

Sigue cantando, ¿quién puede ser?

'l fuego arde’n l’hogar,

y hay sombras’n la pared.

Hermosa Arda, responde a la llamada

desde la sala con’l picaporte echado.

Sigue cantando, ¿quién puede ser?

Llega’ntonces una voz del oscuro invierno:

«Abre tu puerta,

déjame’ntrar pa compartir tu fuego

y poder calentarme las manos’nte él».

Sigue cantando, ¿quién puede ser?

Arda, 'na casta y cautelosa doncella

responde: «Decidme, oh, señor,

quién podéis ser, que camináis fuera

cuando nada se mueve ahí».

Sigue cantando, ¿quién puede ser?

«Un hombre santo —responde la voz—,

que ni comida ni refugio tiene».

Las palabras’eran tan piadosas,

que si ella fuese’e hielo, derretida’bría caído.

Sigue cantando, ¿quién puede ser?

«Dejaros pasar tendré, buen padre,

vuestros viejos huesos pronto calientes’tarán.

Una doncella n’un hombre de Dios confiar puede,

pues él nunca daño l’hará».

Sigue cantando, ¿quién puede ser?

Abrió la puerta, y ¿a quién allí halló?

N’hombre que nada santo era.

El viejo Un-Ojo con su manto

'su sombrero d’ala’ncha.

«Mentí, mentí, pa’ntrar poder».

El viejo Un-Ojo ríe y baila.

«Helaron mi casa, pero me gusta errar

y una doncella es lo mejor…».

—Por Jesuris Bendito, ¡¿es que estás loco?! —saltó Sludig, asustando a todos los demás. Tenía los ojos muy abiertos y llenos de terror. Hizo el signo del Árbol sobre él, como para levantar una muralla ante una bestia que se abalanzase en su dirección—. ¿Te has vuelto loco? —volvió a preguntar, mirando al sorprendido Grimmric.

El erkyno miró a sus otros compañeros, encogiéndose de hombros, sin entender.

—¿Qué le pasa a este rimmerio, gnomo? —preguntó.

Binabik miró a Sludig, que todavía permanecía en pie.

—¿Qué es lo que ocurre, Sludig? Creo que ninguno de nosotros lo entiende.

El norteño observó los rostros de sus compañeros llenos de incomprensión.

—¿Es que todos habéis perdido el sentido? —inquirió—. ¿Acaso no sabéis sobre quién está cantando?

—¿El viejo Un-Ojo? —dijo Grimmric, con una ceja alzada como muestra de su perplejidad—. Sólo es’na canción nórdica. La’prendí de mi padre.

—Estás cantando sobre Udún Un-Ojo, Udún Rimmer, el viejo dios negro de mi pueblo. Lo adorábamos en Rimmersgardia cuando estábamos hundidos en nuestro ignorante paganismo. No llames a Udún Padre del Cielo cuando caminas por su país o, para tu desgracia, aparecerá ante ti.

—Udún Rimmer… —murmuró Binabik, perplejo.

—Sí ya no creéis más en él —preguntó Simón—, ¿por qué temes hablar de él?

Sludig lo miró con la boca todavía contraída en un rictus de preocupación.

—No dije que no creyese en él…, que Aedón me perdone…, dije que los rimmerios ya no lo adorábamos. —Tras un momento de silencio, Sludig volvió a sentarse en el suelo—. Estoy seguro de que creéis que soy un loco. Eso es mejor que atraer los celos de los viejos dioses sobre nosotros. Ahora nos encontramos en su país.

—Sólo es’na canción —repitió Grimmric, a la defensiva—. Yo no llamaba a nadie. Sólo es’na maldita canción.

—Binabik, ¿es eso lo que llamamos Día de Udens? —empezó a decir Simón, pero se calló al ver que el gnomo no lo escuchaba.

En el rostro de su amigo se dibujó una amplia y alegre sonrisa, como si hubiese bebido un trago de algún buen licor.

—¡Claro, eso es! —exclamó el hombrecillo, y se volvió hacia el pálido y ceñudo Sludig—. Has dado en el clavo, amigo.

—¿De qué hablas? —preguntó el nórdico de rubia barba, con un tono de irritación en la voz—. No te entiendo.

—Es sobre lo que buscamos. El lugar al que se dirigía Colmund: el Árbol Rimador. Nosotros pensábamos en «rimador» como referente a poesía, pero ahora lo acabas de decir tú. «Udún Rimmer», Udún el Rimmer, que quiere decir «helado» en tu lengua. Lo que buscamos es un árbol helado.

Sludig mantuvo su mirada de perplejidad durante unos instantes y después empezó a asentir con la cabeza.

—Bendita Elysia, gnomo: el Árbol de Udún. ¿Por qué no pensé en ello? ¡El Árbol de Udún!

—¿Conoces el lugar del que habla Binabik? —inquirió Simón, que lo iba comprendiendo todo.

—Claro. Es una de nuestras viejas leyendas: se trata de un árbol totalmente de hielo. Las antiguas historias cuentan que Udún lo hizo crecer para poder alcanzar el cielo con él y llegar allí para hacerse el rey de todos los dioses.

—Pero ¿de qué nos sirve la leyenda? —preguntó Haestan.

Aunque las palabras llegaron a sus oídos, el muchacho sintió un extraño y penetrante frío que lo envolvía como un manto de aguanieve. El blanco y helado árbol… Simón lo volvió a ver. El tronco blanco que se extendía entre las sombras, la impenetrable torre blanca; una franja grande y pálida que contrastaba con la oscuridad… Se interponía en el camino de su vida y, de alguna manera, sabía que no existía senda que la rodease…, que bordease el delgado y blanco dedo que le hacía señas para atraerlo, que le avisaba, que lo esperaba…

El árbol blanco.

—Pues que también nos dice dónde se encuentra —respondió una voz, produciendo un eco como si hubiese hablado en un largo pasillo—. Aunque no existiera una cosa así, sabemos que sir Colmund se dirigió hacia donde señala la leyenda: en la cara norte de Urmsheim.

—Sludig está en lo cierto —añadió alguien…, Binabik—. Sólo necesitamos ir donde Colmund se dirigió con Espina, lo demás no tiene importancia.

La voz del gnomo le pareció muy distante a Simón.

—Creo que… lo mejor será que me acueste —dijo el muchacho, sintiendo la lengua muy espesa.

Se levantó y se alejó de la hoguera tambaleándose, pasando prácticamente inadvertido por los demás, que hablaban muy animados sobre distancias que cubrir y viajes por las montañas. Simón se arrebujó en su grueso manto y sintió que el mundo nevado se arremolinaba de forma vertiginosa a su alrededor. Cerró los ojos y, aunque todavía sentía cada voz y cada risa, empezó a deslizarse pesadamente en un profundo sueño.

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Al día siguiente los jinetes continuaron a lo largo del brazo de bosque nevado que se extendía entre el lago y las colinas, con la esperanza de alcanzar Haethstad, al nordeste del lago, a media tarde. Si los habitantes del pueblo no habían huido hacia el oeste a causa del crudo invierno, los compañeros decidieron que Sludig se acercaría y trataría de aprovisionarse de lo que les hacía falta. Si, por el contrario, aparecía también desierto, tal vez pudieran buscar refugio para pasar la noche en alguna casa abandonada y así poder secar su equipo antes del largo viaje que los aguardaba a través de la tierra baldía. Así pues, cabalgaban con algo de esperanza, y eso los hizo mantener una buena marcha al rodear el lago.

Haethstad, un poblado de unas dos docenas de grandes casas, se erigía sobre un promontorio poco más grande que el mismo pueblo; visto desde la falda de la colina, por encima, parecía salir del interior del mismo lago helado.

La alegría que sintieron al contemplarlo por primera vez tan sólo duró hasta que recorrieron la mitad del camino que serpenteaba colina abajo, en dirección al valle. A medida que descendían se les fue haciendo obvio que, aunque todos los edificios permanecían en pie, no eran más que fachadas quemadas.

—Malditos sean mis ojos —resopló Sludig, furioso—, eso no es solamente un pueblo abandonado, gnomo. Los habitantes fueron expulsados de él.

—Si es que tuvieron la suerte d’e poder marcharse —murmuró Haestan.

—Creo que debo estar de acuerdo contigo, Sludig —dijo Binabik—. Pero tenemos que bajar a echar un vistazo y comprobar cuánto tiempo hace que se quemó.

Mientras cabalgaban hacia el fondo del valle, Simón miro los abrasados restos de Haethstad, y no pudo evitar el recordar los restos calcinados de la abadía de San Hoderund.

«El sacerdote de Hayholt acostumbraba decir que el fuego purifica —pensó—. Si eso es cierto, entonces, ¿por qué cuando el fuego quema hace que se asuste todo el mundo? Bueno, por Aedón, supongo que nadie quiere ser purificado de esa manera».

—Oh, no —exclamó Haestan. El chico casi se echa sobre él cuando el gigantesco guardia frenó a su caballo—. Oh, Buen Dios —añadió.

Simón miró a su alrededor y vio una hilera de oscuras figuras que aparecieron detrás de los árboles situados cerca del pueblo, y que se movían lentamente por el nevado camino, a no más de cien anas de donde estaban ellos. Eran hombres a caballo. El muchacho los contó mientras iban apareciendo…: siete, ocho, nueve. Todos ellos vestían armadura. El líder llevaba un yelmo de hierro negro que tenía forma de cabeza de mastín, y que mostraba el perfil de un hocico abierto cuando se volvió hacia los otros para darles órdenes. Los nueve avanzaron hacia ellos.

—Ese de ahí, el de la cabeza de perro —Sludig extrajo sus hachas y señaló hacia los hombres que se aproximaban—, es el que mandaba el grupo que nos tendió la emboscada en Hoderund. ¡Tiene una deuda que pagar conmigo sobre el joven Hove y los monjes de la abadía!

—Nunca podremos con ellos —manifestó Haestan, con calma—. Nos aplastarán. Son nueve contra seis, y dos d’nosotros un gnomo y’un muchacho.

—Binabik no dijo nada, pero desenroscó tranquilamente su bastón, que había llevado sujeto bajo la cincha de la silla de Qantaqa. Cuando lo tuvo listo, en cuestión de segundos, dijo:

—Debemos correr.

Sludig ya espoleaba su caballo hacia adelante, pero Haestan y Ethelbearn lo alcanzaron cuando apenas había salido y lo agarraron por los codos. El rimmerio, que ni siquiera se había puesto el casco, trató de desembarazarse de ellos con una distante mirada de sus azules ojos.

—Maldito seas’ombre —exclamó Haestan—. ¡Vámonos! ¡Tendremos más’oportunidades’tre los árboles!

El jefe de los jinetes que se aproximaban gritó algo y sus acólitos espolearon a sus caballos hasta alcanzar un trote. Una cortina blanca se elevó de los cascos de los animales mientras corrían a través de aquella especie de mar de espuma.

—¡Dale la vuelta! —gritó Haestan a Ethelbearn, mientras agarraba las riendas del caballo de Sludig y él mismo trataba de retroceder.

Ethelbearn dio un golpe plano con la empuñadura de su espada sobre el flanco de la montura del rimmerio y se alejaron de los jinetes que salían a su encuentro. Éstos aullaban mientras se dirigían, ahora ya a galope tendido, hacia ellos, agitando espadas y hachas. Simón temblaba tanto que temió caerse de la silla.

—¿Adónde vamos, Binabik? —gritó, con la voz cascada.

—Hacia los árboles —respondió el gnomo, a la vez que Qantaqa salía lanzada en esa dirección—. ¡Significaría la muerte tratar de volver a remontar el camino! ¡Corre, Simón, y permanece cerca de mí!

Los caballos de sus compañeros se encabritaban y pateaban en el aire mientras trataban de salir del camino y alejarse de las ennegrecidas ruinas de Haethstad. El chico consiguió agarrar el arco que colgaba a su espalda, después agachó la cabeza por encima del cuello del caballo y picó espuelas. El animal dio un brinco y se encontraron saltando por encima de la nieve en dirección a la espesura del bosque.

Simón vio la pequeña espalda de Binabik y los grises cuartos traseros de Qantaqa mientras eran engullidos por los árboles. Oyó el eco de unos gritos que provenían de su espalda y miró hacia atrás, para ver a sus otros cuatro compañeros que llegaban en apretada formación, con la oscura masa de sus perseguidores más allá, diseminándose por el bosque. Oyó un ruido como de pergamino rasgado y pudo ver una flecha clavada en el tronco de un árbol, justo ante él. La caña todavía temblaba.

El apagado sonido de cascos se percibía por todas partes y llenaba los oídos de Simón mientras éste se agarraba a la silla de su caballo en un intento desesperado por salvar su vida. Una línea negra pasó silbando junto a su cabeza, y luego otra. Los perseguidores los estaban rodeando y disparaban sus flechas en andanadas desde los costados.

El muchacho se oyó gritar algo mientras las veloces formas se precipitaban sobre los árboles vecinos y algunos rápidos dardos pasaban junto a él, silbantes, para acabar atravesando los troncos. Se sujetó a su montura y levantó la mano con la que se sostenía el arco a la espalda para coger una flecha de su carcaj, pero cuando la agarró vio un pálido brillo contra el lomo de su caballo. Era la Flecha Blanca. ¿Qué debía hacer?

En un instante que le pareció un siglo, la volvió a meter en el carcaj y sacó otra. Una voz burlona que parecía surgir de su interior reía al verlo escoger dardos en un momento como aquél, Casi perdió el arco y la flecha cuando su caballo brincó sobre el tronco caído de un árbol que encontró a su paso. Un momento después escuchó un grito de dolor y el aterrorizado bufido de un animal que caía. Echó una mirada por encima de su hombro y sólo vio a tres de sus cuatro compañeros tras él, y —más lejos a cada instante que pasaba— un revoltijo de brazos y patas de caballo que se entremezclaban con la nieve. Los perseguidores se abalanzaron sobre el jinete caído.

«¿Quién sería?», fue su breve y rápido pensamiento.

—¡Hacia la colina, la colina! —gritó Binabik desde algún lugar, a la derecha de Simón.

El muchacho vio la sombra de la cola de Qantaqa como un banderín agitado al viento cuando la loba subía un promontorio lleno de árboles, un espeso bosquecillo de pinos que permanecían como ajenos centinelas frente al caos que se desarrollaba ante ellos. Simón tiró con fuerza de la rienda derecha, sin saber si el caballo le iba a hacer caso; un momento después el animal torció a ese lado y subieron hacia el promontorio, tras los pasos de la loba. Sus otros tres compañeros pasaron junto a él, dirigiendo sus monturas hacia el interior del espeso refugio que ofrecía un grupo de gruesos troncos.

Sludig todavía iba sin yelmo, y el más delgado parecía ser Grimmric, pero el otro hombre, fornido y con casco, se había adelantado por la vertiente; antes de que Simón pudiera volverse para ver de quién se trataba, escuchó un ronco grito de triunfo. Los jinetes ya estaban sobre ellos.

Después de un instante en que se quedó paralizado, el chico colocó la flecha y levantó el arco, pero los atacantes se movían entre los troncos con tanta rapidez que su disparo voló, sin hacer blanco, por encima de la cabeza del hombre más cercano y desapareció entre los árboles. Simón disparó un segundo dardo, y creyó ver que iba a hundirse en la pierna de uno de los jinetes con armadura. Alguien exhaló un grito de dolor. Sludig, lanzando un aullido como respuesta, espoleó a su blanco caballo hacia adelante y se puso el yelmo sobre la cabeza. Dos de los atacantes se separaron del grupo y se dirigieron hacia él. El muchacho lo vio eludir la estocada del primero y, volviéndose, hundirle una de sus hachas entre las costillas, haciendo que manase la sangre del profundo corte abierto en la armadura. Cuando se volvía del primero, el segundo casi lo ensarta; Sludig tan sólo tuvo tiempo para parar el golpe con su hacha, pero recibió un impacto en el casco. Simón vio que el rimmerio vacilaba y casi caía de la silla mientras el atacante trataba de darse la vuelta para alcanzarlo de nuevo.

Antes de que volvieran a enfrentarse, el joven oyó un chirrido y se volvió, para ver a otro jinete que se abalanzaba sobre él. Una Qantaqa, ya sin Binabik, aparecía mordiendo la pierna desprotegida del hombre, y golpeaba con sus patas el desnudo costado del caballo.

Simón desenvainó la espada, pero mientras el jinete trataba de desembarazarse de la loba, su asustado caballo fue a parar sobre la propia montura del chico. Su espada salió disparada a causa del impacto, y él también se encontró como libre de peso y sin riendas que sostener. Durante un largo instante Simón pareció volar por el aire como alcanzado por el puño de un gigante. Patinó sobre el suelo y por fin cayó de bruces, a corta distancia de donde su caballo todavía aparecía enzarzado con el otro en un nudo de relinchos y pánico. A pesar de la máscara de nieve que cubría su rostro, el muchacho vio salir a Qantaqa por debajo del revoltijo que formaban los caballos y correr, alejándose de allí. El jinete, atrapado bajo las monturas, no pudo escapar.

Simón se puso en pie dolorosamente y escupió tierra. A continuación cogió el arco y el carcaj que habían caído cerca. Advirtió que el sonido del combate se había desplazado colina arriba y se volvió para continuar a pie.

Alguien emitió una carcajada.

A menos de veinte pasos por debajo de él, sentado a horcajadas sobre un inmóvil caballo gris, estaba el hombre de la negra armadura que llevaba aquella cabeza de mastín. Una escueta forma piramidal de color blanco aparecía enmarcada sobre su negro justillo.

—Vaya, muchacho, así que estás aquí —dijo Cara de Perro, con una voz profunda que provenía del interior del yelmo—. Te he estado buscando.

Simón se volvió y trató de seguir colina arriba, tambaleándose y hundiéndose en la nieve hasta las rodillas. El hombre de negro rió, como lleno de felicidad, y se dispuso a seguirlo.

El chico volvió a intentarlo y probó su propia sangre, proveniente de la magullada nariz y del labio, pero tuvo que detenerse para apoyar la espada contra una picea. Cogió una flecha y dejó caer el carcaj; después la colocó en el arco y tensó la cuerda. El hombre de negro se detuvo, todavía a media docena de anas por debajo de él, moviendo su cabeza cubierta por el yelmo como si realmente fuese el perro del casco.

—Mátame, muchacho, mátame si puedes —se burló—. ¡Dispara!

El individuo espoleó a su montura colina arriba, hacia donde se encontraba Simón, que temblaba.

Se oyó un silbido apagado y el claro impacto de algo que se hundía en la carne. De repente el caballo gris retrocedió con la crin de la cabeza desordenada y con una flecha hundida en el pecho.

El jinete con el rostro de perro cayó sobre la nieve, donde permaneció como si careciese de huesos, en el mismo momento en que su caballo cayó de rodillas y rodó pesadamente por encima de él. Simón miraba todo aquello presa de una extraña fascinación. Instantes después todavía estaba más sorprendido, pues vio que el arco que aún sostenía en su brazo extendido permanecía tensado con la flecha en su lugar, sin que ésta hubiese sido disparada.

—¿Ha-Haestan…? —preguntó, dándose la vuelta para ver quién había disparado desde la cima de la colina.

Tres figuras se hicieron visibles a través de un hueco entre los árboles.

Ninguna de ellas era Haestan. Ninguna era un hombre. Poseían brillantes y felinos ojos, y sus bocas aparecían cerradas y con los labios apretados.

El sitha que había disparado la flecha cargó otra y la levantó hasta que el delicado temblor de la punta se detuvo a la altura de los ojos de Simón.

T’si im t’si, Sudhoda’ya —dijo, con una sonrisa recién formada tan fría como el mármol—. Como… vosotros decís: Sangre… por sangre.