El cuervo y el calderón
Maegwin se estremeció cuando el estruendo volvió a hacerse audible, aquel lastimoso ruido que tantos significados encerraba y ninguno de ellos bueno. Otra de las muchachas, una belleza de piel muy clara que había juzgado a primera vista como una inconstante, dejó escapar la barra que sostenían en las manos para taparse los oídos. La pesada pieza que se empleaba para cerrar la puerta casi cayó al suelo, pero Maegwin y las otras dos muchachas la sujetaron con fuerza.
—¡Por el Rebaño de Bagba, Cifgha! —exclamó, cuando ya hubieron sujetado la barra—, ¿te has vuelto loca? ¡Si esto llega a caerse podía haber aplastado a alguien, o cuanto menos romperle un pie!
—¡Lo siento, perdonadme, señora! —se disculpó la muchacha, con las mejillas arreboladas—, es que ese ruido… ¡me asustó!
La joven volvió a ocupar su lugar y todas ellas empujaron, tratando de que la gran barra de roble pasase por encima de la ranura y entrase en la muesca que mantendría cerrado el corral. Dentro de la cerca mugían un grupo de vacas, tan molestas como las muchachas a causa del estruendo.
La barra acabó por encajar produciendo un crujido y un ruido seco y todas se volvieron jadeando para apoyarse en la puerta.
—¡Dioses misericordiosos! —rezongó Maegwin—. ¡Casi me rompo la espalda!
—No es justo —opinó Cifgha, que se miraba desolada los arañazos que se había hecho en las manos—. ¡Esto es un trabajo de hombres!
El ruido metálico cesó, y durante unos instantes se hizo el silencio. La hija de Lluth suspiró e inspiró una bocanada de aire frío.
—No, pequeña Cifgha —respondió—, lo que los hombres hacen ahora es el verdadero trabajo de hombres, y lo que han dejado es trabajo de mujeres, a menos que prefieras llevar una lanza y un escudo.
—¿Cifgha? —dijo sonriendo una de las otras chicas—. Ni siquiera mataría a una mosca.
—Siempre llamo a Tuilleth para que lo haga —respondió la joven, orgullosa— y siempre viene a mí.
Maegwin compuso una amarga mueca.
—Bien, será mejor que aprendamos a habérnoslas con nuestras propias moscas. No va a haber demasiados hombres por aquí en los días que están por llegar, y los que se quedan van a tener demasiado trabajo.
—Para vos es diferente, princesa —dijo Cifgha—. Sois grande y fuerte.
Aquélla la miró pero no respondió.
—¿Creéis que la lucha durará todo el verano? —preguntó otra de las chicas, como si se refiriese a un trabajo particularmente molesto.
Maegwin se volvió para mirarlas a todas, a sus rostros sudorosos y a sus ojos errantes, buscando otro tipo de conversación. Durante unos instantes quiso gritar, hacerles ver que aquella vez no se trataba de un torneo, ni de ningún tipo de juego, sino de algo mortalmente serio.
«Pero ¿qué necesidad tengo de restregarles la cara por el fango? —pensó, calmándose—. Pronto todos nosotros tendremos más de lo que podamos desear».
—No sé lo que durará, Gwelan —contestó, y agitó la cabeza—. Espero que no sea mucho. De verdad que espero que no.
Mientras regresaba a la gran sala cruzando los corrales, dos hombres volvieron a golpear el gran calderón de cobre que colgaba en el marco de postes de roble ante las puertas de Taig. Cuando las atravesó, el ruido que produjeron los hombres con su furioso golpeteo del calderón mediante porras con la punta de hierro era tan alto e insoportable que tuvo que cubrirse los oídos con las manos. Volvió a preguntarse cómo su padre y los consejeros podrían pensar en una estrategia de vida y muerte, con todo aquel desagradable estrépito justo a la puerta de la sala. Aunque si el Calderón de Rhynn no fuese aporreado, llevaría días avisar a cada uno de los pueblos, sobre todo a los que estaban situados en las vertientes del Grianspog. De aquella forma, las poblaciones y villorrios dentro del radio que alcanzaba el sonido del calderón podrían enviar jinetes a aquellos que estaban más allá. El señor de Taig lo había hecho sonar en épocas de peligro, ya hacía mucho tiempo, mucho antes de que Hern el Cazador y Oinduth, su poderosa lanza, hubieran hecho de su tierra un gran reino. Los niños que nunca habían oído aquel ruido lo reconocían al instante debido a las numerosas historias que circulaban sobre él en todo el reino.
Las altas ventanas de Taig aparecían hoy cerradas para impedir el paso a los fríos vientos y a la niebla. Maegwin encontró a su padre y a los consejeros inmersos en una seria discusión, sentados frente a la chimenea.
—Hija mía —dijo Lluth, levantándose.
La muchacha se dio cuenta del esfuerzo que realizaba su padre para tratar de sonreírle.
—Cogí a algunas mujeres y metí las últimas cabezas de ganado en el corral grande —informó—. No creo que este bien guardarlas todas juntas. Las vacas no tienen buen aspecto.
Lluth movió las manos como para no dar importancia.
—Es mejor que perdamos unas cuantas ahora que tratar de reunirías después, si debemos retirarnos a las colinas a toda prisa.
La puerta se abrió al otro lado de la sala, y los centinelas golpearon una vez sus espadas contra los escudos, para producir un sonido que semejaba el eco de la aguda llamada del calderón.
—Te lo agradezco, Maegwin —añadió el rey, volviéndose para saludar al recién llegado—. ¡Eolair! —exclamó cuando vio entrar al conde, todavía vestido con las ropas de viaje—. Habéis regresado pronto de los sanadores. Bueno, ¿cómo están vuestros hombres?
El conde de Nad Mullach se aproximó y se dejó caer sobre una rodilla en una breve reverencia; después volvió a levantarse al ver el gesto impaciente de Lluth.
—Cinco parecen estar bien; los dos heridos no tienen buen aspecto. De los otros cuatro le pediré cuentas a Skali personalmente.
Vio a la hija de Lluth y le dirigió una abierta sonrisa, aunque su frente continuó manteniendo la preocupación.
—Mi señora Maegwin —dijo, y volvió a hacer una reverencia, besando los largos dedos de la mano de la muchacha, que se avergonzó al verlos sucios a causa de la cerca del corral.
—Había oído decir que habíais regresado, conde —añadió la muchacha—, aunque hubiese deseado que en más felices circunstancias.
—Es una lástima la pérdida de vuestros bravos mullachis, Eolair —declaró el rey, volviéndose a sentar junto al anciano Craobhan y sus otros hombres de confianza—. Pero hay que agradecer que encontrarais a Brynioch y a Murhagh el Manco con esa partida de exploradores. Si no, Skali y sus bastardos hubieran caído sobre nosotros sin previo aviso. Después de que le lleguen las noticias de vuestra escaramuza con sus hombres, se hará más cauto en sus aproximaciones. Incluso puede que eso baste para hacerle cambiar sus intenciones.
—Desearía que así fuese, mi rey —respondió Eolair, moviendo la cabeza con tristeza.
El corazón de Maegwin se derretía al ver la bravura con la que el conde llevaba sus preocupaciones. A continuación, la muchacha maldijo sus propias emociones infantiles.
—Pero —continuó el conde, me temo que no sea así, pues si Skali se ha atrevido a llevar a cabo un ataque tan traicionero es que cree tener probabilidades de vencer.
—Pero ¿por qué, por que? —protestó Lluth—. ¡Hemos estado en paz con los rimmerios durante muchos años!
—Creo, sire, que todo esto tiene muy poco que ver con ello. —Eolair se mostraba correcto, pero no sentía ningún temor de corregir al rey—. Si el viejo Isgrimnur todavía gobernase en Elvritshalla, haríais bien en haceros esa pregunta, pero Skali es una criatura de Elías. En Nabban corren rumores de que Elías puede lanzarse a la batalla contra Josua en cualquier momento. Sabe que hemos rechazado el ultimátum de Guthwulf, y teme tener a un Hernystir libre de trabas a su espalda cuando se dirija a atacar Naglimund.
—¡Pero Gwythinn todavía está allí! —exclamó Maegwin, asustada.
—Junto a medio centenar de nuestros mejores hombres, lo cual es aun peor —gruñó el viejo Craobhan desde su asiento junto a la chimenea.
El conde se volvió para dedicar a la princesa una amable sonrisa, de la clase que podían hacerla sentirse segura.
—Sin duda, vuestro hermano está a salvo tras los gruesos muros del castillo de Josua; si no, hubiese regresado a Hernysadharc. Además, si se entera de nuestra situación y puede dirigirse hasta aquí, sus cincuenta hombres estarán sobre la retaguardia de Skali, lo cual sería una ventaja para nosotros.
Lluth se frotó los ojos como si tratase de deshacerse de las preocupaciones del último día.
—No lo sé, Eolair, no lo sé. Tengo un mal presentimiento acerca de todo esto. No hace falta un adivino para ver un año lleno de malos presagios, que es lo que ha sido desde que dio comienzo.
—Todavía estoy yo aquí, padre —dijo Maegwin, y se acercó para arrodillarse junto a él—. Yo estaré contigo.
El rey le dio unas palmadas en las manos.
Eolair sonrió y asintió ante las palabras que la muchacha había dirigido a su padre, pero su pensamiento seguía estando en sus dos hombres agonizantes y en la vasta fuerza de los rimmerios que descendían por Inniscrich, desde la Marca Helada, como una gran ola de hierro.
—Los que se queden en este lugar tal vez no nos lo agradezcan —murmuró para sí.
En el exterior la descarada voz del calderón cantaba a lo largo y a lo ancho de Hernysadharc, y expandía sin cesar su mensaje a las colinas del horizonte: Cuidado… Cuidado… Cuidado…
El barón Devasalles y su pequeño batallón nabbano habían conseguido transformar sus habitaciones situadas en el ala oriental de Naglimund en un pequeño reducto de su hogar sureño. Aunque el caprichoso tiempo resultaba demasiado frío como para que las ventanas permaneciesen abiertas al igual que en el balsámico Nabban, habían cubierto los muros de piedra con brillantes tapices de color verde y azul cielo, y habían llenado todos los rincones con velas y lámparas de aceite, por lo que las atestadas habitaciones eran una explosión de luz.
«Hay más luz aquí al mediodía que en el exterior —pensó Isgrimnur—. Pero, como dijo el anciano Jarnauga, no conseguirán apartar todo lo que se avecina tan fácilmente como han hecho con la oscuridad».
Al duque le temblaban las ventanas de la nariz como a un caballo asustado. Devasalles había esparcido pequeños botes de aceites aromáticos por todas partes; algunos llevaban mechas encendidas como blancos gusanos y llenaban las habitaciones de los fuertes olores de las especias de las islas.
«Me pregunto si lo que no quiere oler es el miedo de cada uno de nosotros o el aroma del buen hierro». Isgrimnur rezongó de malestar y apoyó la silla sobre la puerta del pasillo.
Devasalles se había sorprendido al ver al duque y al príncipe Josua aparecer a través de su puerta, sin ser anunciados y sin que los esperase, pero enseguida los había invitado a entrar, apartando algunos de los tejidos multicolores que cubrían las sillas, para que sus huéspedes pudieran sentarse.
—Siento molestaros, barón —se disculpó Josua, echándose hacia adelante para poder apoyar los codos sobre las rodillas—, pero desearía hablaros a solas antes de que concluya la Raed de esta noche.
—Desde luego, mi príncipe, desde luego —asintió el noble en tono alentador.
Isgrimnur observó con mirada de desaprobación el brillante cabello y las chucherías que el barón llevaba al cuello y en las muñecas, preguntándose cómo podía ser el fabuloso espadachín que pregonaba su reputación.
«Parece como si pudiera enganchársele la empuñadura entre los collares y ahogarse el mismo».
Josua explicó rápidamente los acontecimientos de los dos últimos días, que eran la razón por la que la Raed no había proseguido. Devasalles, que, al igual que todos los demás nobles que participaban en la asamblea, había dudado aunque aceptado las excusas dadas por el príncipe acerca de ciertos problemas de salud, enarcó las cejas, pero no dijo nada.
—No podía hablar con total claridad; todavía no puedo —explicó Josua—. En la aglomeración general, la reunión de las fuerzas locales y las idas y venidas, sería muy fácil que alguien de mala fe o alguno de los espías de Elías le llevase las noticias de nuestros temores.
—Pero nuestros temores son de todos conocidos —respondió Devasalles—, y todavía no hemos trazado ningún plan.
—Para explicar esto a los nobles tendría que tener garantías sobre la seguridad de las puertas; pero como veis, barón, ni siquiera vos conocéis todavía toda la historia.
Al acabar de decir eso, el príncipe procedió a explicarle todo lo referente a los últimos descubrimientos, lo de las tres espadas y el poema profético que aparecía en el libro del sacerdote loco, y de qué manera encajaban esas cosas con los sueños de muchos.
—Pero si vais a contarles todo eso a vuestros súbditos en un breve plazo, ¿por qué me lo explicáis a mí, y ahora? —preguntó Devasalles.
Isgrimnur rezongó desde la puerta; él también se había hecho la misma pregunta.
—¡Porque necesito a vuestro señor Leobardis, y lo necesito ahora! —exclamó Josua—. ¡Necesito a Nabban!
El príncipe se incorporó tras sus palabras y empezó a caminar por la habitación, mirando las paredes, como si mirase los tapices, pero sus ojos estaban fijos en algún lugar a muchas leguas del tejido y de los muros.
—He necesitado la promesa del duque desde el principio, pero ahora la necesito más que nunca. Por cuestiones de índole práctica. Elías ha dado Rimmersgardia a Skali y a su clan del Cuervo Kaldskryke. Con ello ha puesto un cuchillo en la espalda del rey Lluth; los hernystiros sólo podrán enviarme unos cuantos hombres, forzados como están a mantener una importante cantidad en su propio reino para defender sus tierras. Incluso Gwythinn, que hace una semana hablaba de aplastar a Elías, está ansioso por regresar y ayudar a su padre a defender Hernysadharc y sus territorios.
Josua se volvió a mirar a Devasalles a los ojos. El rostro del príncipe era una máscara de frío orgullo, pero su mano temblaba ante él, algo que ni al barón ni a Isgrimnur les pasó inadvertido.
—Si el duque Leobardis espera ser algo más que un lacayo de Elías debe hacer causa común conmigo.
—Pero ¿por qué me decís todo eso a mí? —preguntó Devasalles. Parecía realmente perplejo—. Eso ya lo sabía, y las otras cosas, las espadas y el libro, junto a todo lo demás, no introducen ningún elemento que haga cambiar nada.
—¡Maldita sea, hombre, claro que sí! —contestó Josua, elevando la voz hasta casi gritar—. Sin Leobardis, y con Hernystir bajo la amenaza norteña, mi hermano nos tendrá cogidos como si estuviéramos clavados a un tonel; y además está haciendo tratos con demonios. ¡¿Y quién sabe las ventajas que eso le puede reportar?! Ya hemos hecho alguna débil tentativa para contrarrestar esas fuerzas, pero aunque lo consigamos, a pesar de todo pronóstico, ¿qué bien nos reportaría si han caído todos los bastiones libres? ¡Ni vuestro duque ni nadie más volverá a contestar a Elías nunca más con otras palabras que no sean «sí, amo», a partir de entonces!
El barón agitó la cabeza de nuevo, y se oyó el tintineo de sus collares.
—Me encuentro confuso, mi señor. ¿Cómo puede ser que no lo sepáis? Envié un mensaje a Sancellan Mahistrevis, en Nabban, con mi jinete más veloz, en la noche de anteayer, para decirle a Leobardis que estaba seguro de que ibais a luchar y de que se dispusiera a poner a sus hombres en el campo de batalla en beneficio vuestro.
—¿Qué? —dijo Isgrimnur, y se incorporó. Su sorpresa fue como un eco de la del príncipe.
Ambos se levantaron y se dirigieron hacia Devasalles. Sus expresiones eran las de hombres cogidos por sorpresa en plena noche.
—Pero ¿por qué no me lo habéis dicho? —preguntó Josua.
—Pero mi señor, os lo dije —respondió Devasalles—. O, al menos, cuando me avisaron que no queríais ser molestado, envié un mensaje a vuestras estancias con mi sello en él. ¿Seguro que no lo leísteis?
—¡Bendito sea Jesuris y su Madre! —exclamó el príncipe y se golpeó el muslo con la palma de la mano—. Tengo que maldecirme, ya que ahora reposa sobre mi mesilla de noche. Me lo trajo Deornoth, pero esperé para leerlo en un momento más tranquilo, y supongo que después me olvidé por completo. Bueno, no ha sucedido nada malo por ello, y vuestras noticias son excelentes.
—¿Decís que Leobardis cabalgará? —preguntó Isgrimnur, con aire de sospecha—. ¿Cómo estáis tan seguro? Vos mismo parecéis tener más de unas cuantas dudas.
—Duque Isgrimnur —el tono de su voz era frío—, seguramente os dais cuenta de que yo sólo cumplo con las tareas que me han sido encomendadas. La verdad es que el duque Leobardis ha sentido simpatía por el príncipe desde hace largo tiempo. A su vez, siempre ha temido que Elías se volviese demasiado atrevido. Las tropas llevan semanas en estado de alerta.
—Entonces, ¿por qué os envió? —inquirió Josua—. ¿Qué quería descubrir que ya no supiera sobre mí, a través de mis mensajeros?
—No esperaba nada nuevo —respondió Devasalles—, aunque aquí nos hemos enterado de más cosas que las que ninguno de nosotros esperábamos. No, envió mi embajada más como una señal para otros en Nabban.
—¿Acaso existe una resistencia entre sus súbditos? —preguntó el príncipe, con ojos brillantes.
—Claro, pero eso es normal…, aunque ésa no es la causa de mi misión. Se trataba de minar la resistencia de una fuente oculta.
Al llegar a aquel punto y a pesar de la evidencia de que en la habitación se hallaban ellos tres solos, el barón se detuvo para echar una mirada a su alrededor.
—Son su esposa y su hijo los que oponen más resistencia a formar una alianza con vos —explicó.
—¿Os referís al mayor? ¿A Benigaris?
—Sí. De lo contrario, él o cualquiera de los hijos menores de Leobardis hubiera estado aquí, en mi lugar. —El barón se encogió de hombros—. Benigaris muestra su predilección por el gobierno de Elías, y la duquesa Nessalanta…
El emisario nabbano volvió a encogerse de hombros.
—Ella también está a favor del Supremo Rey —sonrió Josua, con amargura—. Nessalanta es una mujer inteligente. No es bueno que ahora se vea forzada, por obligación, a dar apoyo a la elección de aliados hecha por su esposo. Seguro que debe de tener razón en sus temores.
—¡Josua! —exclamó Isgrimnur, sorprendido.
—Sólo estoy bromeando, viejo amigo —dijo el príncipe, pero su expresión lo contradecía—. Así que el duque se lanzará al campo de batalla, ¿eh, buen Devasalles?
—Tan pronto como le sea posible, señor. Y acompañado por la flor y nata de los caballeros de Nabban.
—Y espero que por una aguerrida fuerza de lanceros y arqueros. Bien, que sobre todos nosotros descienda la gracia de Aedón, barón.
El príncipe e Isgrimnur se despidieron y salieron al oscuro pasillo. Los brillantes colores de la cámara del nabbano se quedaron atrás como un sueño abandonado en la vigilia.
—Conozco a una persona que se alegrará enormemente con las noticias, duque.
Aquél arqueó una ceja.
—Mi sobrina, Miriamele. Estaba muy molesta, pues pensó que Leobardis no se pondría de nuestro lado. Después de todo, Nessalanta es su tía. Sí, la verdad es que se pondrá muy contenta al oír las noticias.
—Vayamos a decírselas —propuso Isgrimnur, cogiendo a Josua del codo, y conduciéndolo hacia el patio—. Debe de estar con las demás damas de la corte. Estoy cansado de ver soldados barbudos. Puedo ser un viejo, pero todavía me gusta mirar a una dama o a dos, de vez en cuando.
—Sea —sonrió el príncipe, con la primera muestra de buen humor que el duque había visto en su rostro durante días—. Después pasaremos a visitar a vuestra esposa, y le explicaréis vuestro imperecedero amor por las damas.
—Príncipe Josua —dijo cuidadosamente el anciano—, no llegarás a viejo si te doy en las orejas.
—Hoy no, tío —sonrió Josua—. Las necesito para oír lo que Gutrun tiene que decirte.
El viento susurraba en el agua llevando con él el aroma de los cipreses. Tiamak, secándose el sudor de la frente, dio en silencio las gracias a Él, Que Siempre Pisa en la Arena, por el airecillo inesperado. Al regresar de inspeccionar las trampas había sentido descender sobre Wran el aire cargado de tormenta: era caliente y venía para quedarse, como un cocodrilo de las marismas que rodease, lleno de paciencia, a un esquife con una vía de agua.
Otra vez volvió a secarse el sudor de la frente y se levantó para alcanzar el tazón de té de raíces que hervía en el fuego. Sorbió, no sin sentir algo de dolor en sus agrietados labios, y se preguntó qué debería hacer.
El extraño mensaje de Morgenes lo había preocupado. Las palabras no auguraban nada bueno y durante días le habían estado dando vueltas en la cabeza como cantos en una calabaza seca, mientras conducía su bote a través de las vías poco frecuentadas de Wran o cuando se dirigía al mercado de Kwanitupul, el pueblo donde comerciaba y que estaba situado junto a un riachuelo que salía del lago Eadne. Realizaba los tres días de viaje que lo conducían a Kwanitupul, con cada luna nueva, y ofrecía a buen precio sus inusuales conocimientos en los tenderetes del mercado, ayudando a los pequeños comerciantes wrananos a tratar con los nabbanos y perdruineses que trabajaban en los pueblos costeros de Wran. El viaje a Kwanitupul era una necesidad, aunque sólo consiguiese unas pocas monedas y a veces algún saco de arroz. Este producto lo utilizaba como acompañamiento cuando algún cangrejo ocasional era tan estúpido o tan presuntuoso que no podía evitar sus trampas. No había tantos crustáceos con esas características, y aquélla era la razón por la que la dieta habitual de Tiamak consistía en pescado y raíces.
Subió hasta su diminuta morada colgada en el baniano y volvió a leer, lleno de ansiedad, el mensaje de Morgenes por centésima vez. Eso le hizo recordar las agitadas y empinadas calles de Ansis Pelippe, la capital de Perdruin, donde se habían conocido él y el doctor.
De todo el jaleo y los espectáculos del gran puerto comercial, cientos no, muchos cientos de veces más grande que Kwanitupul —un hecho que sus paisanos de Wran nunca creerían, pues eran unos provincianos palurdos—, eran los olores lo que Tiamak recordaba con más anhelo, el millón de aromas que flotaba en el aire: el maloliente olor salino de los muelles, lleno del penetrante aroma de los barcos de pesca; los fuegos en los que se cocinaba en las calles, donde barbudos isleños ofrecían broquetas de cordero asado; los tufos de los sudorosos y agitados caballos, cuyos orgullosos propietarios, comerciantes y soldados, hacían andar temerariamente por en medio de las atestadas calles, de suelo de adoquines resbaladizos, haciendo que los caminantes tuvieran que meterse allí donde podían; y claro, los aromas del azafrán, la canela y otras especias, que rebosaban por todo su distrito como fugaces y exóticas solicitaciones. Los recuerdos lo hicieron sentirse tan hambriento que casi quiso llorar, pero se contuvo. Había una tarea que hacer, y no podía distraerse con aquel tipo de obsesiones. Morgenes lo necesitaba para algo, y Tiamak tenía que estar preparado para ello.
De hecho, había sido la comida lo que lo había llevado a la presencia de Morgenes, hacía ya tantos años, en Perdruin. El doctor, que se encontraba en algún tipo de búsqueda farmacéutica a través de los distritos comerciales de Ansis Pelippe, había tropezado y casi golpeado a un joven wranano, que era Tiamak, el cual se hallaba despistado, pues no parecía tener ojos más que para un montón de mazapán expuesto en el mostrador de un panadero. Al doctor le hizo gracia y se sintió interesado por el chico de los pantanos que tan lejos se hallaba de su hogar, y cuyas disculpas estaban tan llenas de un muy escogido y florido lenguaje nabbano. Cuando Morgenes supo que el muchacho estaba en la capital de Perdruin para estudiar con los hermanos jesurianos y que era el primero de su pueblo que dejaba el sumergido Wran, le compró un buen pedazo de mazapán y una jarra de leche. Desde ese momento fue como un dios para el estupefacto Tiamak.
La gastada hoja de pergamino que tenia ante él, que era una copia, pues el original se había roto de tanto mirarlo, empezaba a ser difícil de leer. Pero lo había hecho en tantas ocasiones que eso ya no tenía demasiada importancia, incluso había vuelto a cifrar el mensaje en su forma original y lo había vuelto a traducir, sólo para asegurarse de que no se había olvidado de algún sutil pero importante detalle.
«La hora de la Estrella del Conquistador está sobre nosotros…», había escrito el doctor. Eso quería decir que aquél sería su último mensaje al menos durante mucho tiempo. La ayuda de Tiamak iba a ser precisa, le aseguraba Morgenes, «… si algunas cosas —como se dice— escondidas en el infausto libro perdido del sacerdote Nisses…» tuvieran que ser evitadas.
La primera vez que se había dirigido a Kwanitupul después de recibir el mensaje por medio de los gorriones, Tiamak le preguntó a Middastri, un comerciante perdruinés con quien a veces bebía una jarra de cerveza, por los horrorosos hechos sucedidos en Erkynlandia. Middastri le dijo que había oído algo de una pelea entre el Supremo Rey y Lluth de Hernystir, y que todo el mundo hablaba de la ruptura entre Elías y su hermano. Pero aparte de eso, el comerciante no pudo pensar en nada más en especial. Tiamak, que a través del mensaje de Morgenes había temido un peligro mayor y de un tipo más inmediato, se había sentido algo más tranquilo. Aun así, la importancia del mensaje del doctor le preocupaba.
«El infausto libro perdido…». ¿Cómo podía Morgenes haber llegado a conocer el secreto? Tiamak no se lo había dicho a nadie, pues quería sorprender al doctor con ello en el curso de una visita que había planeado realizar la próxima primavera, la primera vez que se dirigiría más al norte de Perdruin. Ahora daba la impresión de que Morgenes ya sabía algo acerca de ello, pero ¿por que lo decía de aquella manera? ¿Por qué empleaba indicios, acertijos e insinuaciones, como un cangrejo que poco a poco va acabando con la cabeza de pescado de una de sus trampas?
El wraniano dejó el tazón de té y cruzó la habitación de techo bajo, por la que tenía que moverse casi de rodillas. El cálido y amargo viento empezaba a soplar con algo más de fuerza y movía la casa, desordenando la paja del tejado en medio de un serpenteante siseo. Abrió su arcón de madera en busca del objeto envuelto en hojas y cuidadosamente escondido bajo un montón de pergaminos que era su propia transcripción de Remedios de los Sanadores Wrananos, en la que Tiamak pensaba en secreto como en su gran obra. Cuando por fin la encontró, la sacó y desenvolvió, no por primera vez en la última quincena.
Al depositarla junto a la transcripción del mensaje de Morgenes, se sorprendió a causa del contraste. Las palabras del doctor habían sido copiadas cuidadosamente con tinta negra de raíces sobre pergamino barato, tan delgado que una llama de vela a un palmo de distancia podría prenderle fuego. El otro, en cambio, aparecía escrito en gruesa piel o pellejo. Las palabras, de un color sepia, estaban trazadas descuidadamente por la hoja, como si el escritor las hubiese hecho mientras montaba a caballo o sentado a una mesa durante un temblor de tierra.
El último era la joya de la colección de Tiamak, y si era lo que decía ser, sería la gema de la colección de cualquiera. Lo había encontrado entre un gran montón de pergaminos usados que vendía un comerciante en Kwanitupul. El mercader no sabía a quién había pertenecido todo aquel cesto de papeles, sólo que los había obtenido como parte de un lote entero que había comprado procedente de unas casas en Nabban. Temiendo que su buena fortuna pudiera evaporarse, Tiamak evitó preguntar más sobre aquella cuestión y los adquirió de inmediato —junto con otro fajo de pergaminos— por una sola brillante pieza de quíntuplo nabbano.
Lo volvió a mirar —aunque lo había leído más veces que el mensaje de Morgenes, si es que eso era posible—, y sobre todo el encabezamiento del pergamino, algo borrado, pero cuyo final acababa con las letras «… ARDENVYRD».
¿No era el famoso y desaparecido volumen de Nisses —que algunos tachaban de imaginario— llamado Du Svardenvyrd? ¿Cómo lo había llegado a saber Morgenes? Tiamak todavía no le había explicado a nadie la suerte de su hallazgo.
Bajo el título, las nórdicas runas, que en algunos lugares aparecían algo borradas y en otros casi desaparecidas y convertidas en nubes de color, en general se podían leer, aunque estuvieran escritas en el arcaico nabbano de cinco siglos atrás.
… Traído del Jardín de Piedra de Nuanni,
el hombre ciego que no ve
descubre la Hoja que entrega la rosa
al pie del gran árbol rimmerio.
Encuentra la Llamada cuya demanda hace.
Grita el nombre del portador de la Llamada
en un navío en el mar poco profundo.
Cuando Hoja, Llamada y Hombre
uno se hagan en la mano derecha del Príncipe,
entonces el prisionero una vez más será libre…
Bajo el extraño poema aparecía un simple nombre en grandes y feas runas: NISSES.
Aunque Tiamak miró y miró, el significado siguió pareciéndole oculto. Al final suspiró, volvió a enrollar el antiguo pergamino en su forro de hojas y lo metió en el arcón de madera.
¿Qué quería Morgenes que hiciese? ¿Que le llevase eso a Hayholt? ¿O tal vez debería llevarlo a cualquiera de los otros sitios, como la hechicera Geloë, el gordo Ookequk, en Yiqanuc, o el de Nabban? Quizás el mejor plan fuese esperar otro mensaje del doctor, en lugar de darse prisa sin saber adónde ir y sin tratar de entender totalmente el mensaje. Después de todo, por lo que le había explicado Middastri, cualquier cosa que Morgenes temiese parecía hallarse todavía lejos; tenía algo de tiempo para esperar hasta saber realmente qué es lo que quería de él.
«Tiempo y paciencia —se aconsejó—, tiempo y paciencia…».
Al otro lado de la ventana, las ramas de los cipreses parecieron quejarse al sufrir bajo la áspera mano del viento.
Se abrió la puerta de la cámara, Sangfugol y Vorzheva se levantaron con aire de culpabilidad, como si hubiesen sido sorprendidos en alguna acción impropia, aunque estaban uno a cada lado de la estancia. Cuando miraron hacia la puerta con los ojos muy abiertos, el laúd del músico, que estaba apoyado sobre la silla, se movió y le cayó sobre los pies. El arpista lo recogió a toda prisa y lo sostuvo contra el pecho, como si se tratase de un niño herido.
—Maldita sea, Vorzheva, ¡¿qué es lo que habéis hecho?! —preguntó el príncipe.
El duque Isgrimnur permanecía tras él, en la jamba de la puerta, con una mirada de preocupación en el rostro.
—Calmaos, Josua —dijo el duque, cogiéndolo de la manga de su justillo verde.
—Cuando obtenga la verdad de esta…, esta mujer —bufó Josua—. Hasta entonces, manteneos fuera de eso, viejo amigo.
El color regresó a las mejillas de la dama.
—¿A qué os referís? —inquirió—. Golpeáis las puertas como si fueseis un toro, y disparáis preguntas. ¿Estáis en vuestro sano juicio?
—No tratéis de despistarme. Acabo de hablar con el capitán de guardia y estoy seguro de que hubiera deseado no encontrarse conmigo de tan furioso como estoy. Me ha dicho que Miriamele salió ayer por la tarde con mi permiso, que no era un permiso, ¡sino mi sello puesto sobre un documento falso!
—¿Y por qué me gritáis a mí? —preguntó Vorzheva con arrogancia.
Sangfugol empezó a escabullirse hacia la puerta de la cámara, con su instrumento herido todavía apretado contra el pecho.
—Eso lo sabéis muy bien —rugió Josua, cuyas pálidas mejillas empezaban a verse libres del color que a ellas había llevado la cólera—, y quedaos donde estáis, arpista, pues todavía no he acabado con vos. Últimamente habéis gozado mucho de la confianza de mi dama.
—A petición vuestra, príncipe —respondió el músico, con altivez—, para aliviar su soledad. ¡Pero os juro que no sé nada sobre la princesa Miriamele!
Josua se movió por la habitación y cerró la pesada puerta tras él sin mirarla. Isgrimnur, ágil, a pesar de sus años y de su gordura, pudo apartarse a tiempo del recorrido de la hoja.
—Buena Vorzheva, no me tratéis como si fuese uno de esos carreteros entre los que crecisteis, todo lo que os he oído decir es lo triste que estaba la pobre princesa al perder a su familia. ¡Ahora Miriamele ha salido por la puerta con un villano y algún otro, en connivencia con el primero, y ha usado mi sello para darles paso franco! ¡No soy ningún tonto!
La mujer de cabello moreno le sostuvo la mirada durante algún tiempo; después su labio inferior empezó a temblar, lagrimas de furia saltaron de sus ojos y se sentó, sin preocuparse de las arrugas formadas en sus largas faldas.
—Muy bien, príncipe Josua —dijo la mujer—, cortadme la cabeza si así lo queréis. He ayudado a la pobre muchacha para que pudiese reunirse con su familia en Nabban. Si no Tuvierais tan poco corazón, lo habríais hecho vos mismo, proporcionándole una escolta armada. En vez de eso sólo tiene por compañía a un bondadoso monje. —Vorzheva extrajo un pañuelo del escote del vestido y se secó los ojos—. Pero ella es más feliz de esa forma, que estando aquí encerrada como un pájaro en una jaula.
—¡Por las Lágrimas de Elysia! —juró el hermano de Elías, agitando la mano— ¡Estáis loca! Miriamele quería jugar a emisario, pensaba obtener gloria al hacer que sus parientes nabbanos se uniesen a mí en esta lucha.
—Tal vez no resulte demasiado acertado decir «gloria», Josua —intervino Isgrimnur—. Creo que la princesa quiere ayudar de forma totalmente honesta.
—¿Y qué hay de malo en ello? —preguntó Vorzheva, desafiante—. Necesitáis la ayuda de Nabban, ¿no es así? ¿O es que ahora sois demasiado orgullosos?
—¡Que Dios me ayude, los nabbanos ya están a nuestro lado! ¿Lo habéis entendido? Acabo de ver al barón Devasalles no hace ni una hora. Y ahora la hija del Supremo Rey vaga por ahí sin ninguna necesidad de hacerlo, con todas las tropas de su padre a punto de echarse al campo de batalla y sus espías husmeando por todas partes como moscas.
El príncipe hizo un gesto lleno de frustración; después se dejó caer en una silla, con sus largas piernas extendidas.
—Es demasiado para mí, Isgrimnur —confesó, en tono cansado—. ¿Y preguntáis por qué no me autoproclamo rival de Elías para ocupar el trono? Si ni siquiera soy capaz de mantener a salvo a una jovencita que está bajo mi protección.
El duque sonrió tristemente.
—Según creo recordar, su padre tampoco tuvo demasiada fortuna al tratar de mantenerla junto a él.
—Aun así. —Josua se llevó la mano a la frente para sujetarse la cabeza—. Jesuris, tengo el cerebro a punto de estallar entre unas cosas y otras.
—Señor —dijo Isgrimnur, dirigiendo una mirada a los otros con la que les ordenaba mantener silencio—, no todo está perdido. Lo único que tenemos que hacer es enviar una partida para que bata el terreno en busca de Miriamele y el monje, ese… Cedric, o como se llame…
—Cadrach —consignó Josua.
—Sí, bueno, Cadrach. Bien, una jovencita y un fraile no pueden ir muy lejos si se mueven a pie. Sólo tenemos que enviar a unos cuantos jinetes y los alcanzarán enseguida.
—A menos que lady Vorzheva tuviera algunos caballos escondidos para ellos —apuntó el príncipe con amargura. Su levantó—. Es así, ¿no?
La dama no pudo mirarlo a los ojos.
—¡Misericordioso Aedón! —exclamó Josua—. ¡Lo que nos faltaba! ¡Te voy a devolver a tu bárbaro padre metida en un saco, como una gata salvaje!
—¿Príncipe Josua? —dijo el arpista. Como no obtuvo respuesta se aclaró la garganta y volvió a intentarlo—. ¿Mi príncipe?
—¿Qué? —contestó éste irritado—. Sí, podéis iros. Tendré unas palabras con vos más tarde. Idos.
—No, señor… Es que, ¿habéis dicho que el monje se llamaba… Cadrach?
—Sí, eso es lo que dijo el capitán de la puerta, que intercambió unas palabras con él. ¿Por qué? ¿Acaso lo conocéis o sabéis los lugares por donde ronda?
—Bueno, no exactamente, señor, pero creo que el muchacho, Simón, se encontró con él. Me explicó muchas de sus aventuras y ese nombre me resulta muy familiar. Ay, señor, si se trata de él, la princesa podría correr un gran peligro y encontrarse en una situación comprometida.
—¿Qué queréis decir? —preguntó Josua, lleno de súbito interés.
—El Cadrach sobre el que me habló Simón era un pícaro ladrón de monederos, señor. Ese otro también iba disfrazado de monje, pero no era un hombre de Aedón, de eso podéis estar seguro.
—¡No puede ser! —exclamó Vorzheva. El antimonio de su sombra de ojos se había derramado sobre sus mejillas—. Cuando conocí a ese hombre me citó muchas partes del Libro de Aedón. El hermano Cadrach es una buena persona.
—Un demonio también puede citar el Libro de Aedón —dijo el duque, moviendo la cabeza lleno de pesar.
El príncipe se había puesto en pie y se dirigía hacia la puerta.
—Debemos hacer que salgan a buscarlos inmediatamente, Isgrimnur —decidió Josua; después se detuvo y se volvió, para coger a la mujer del brazo—. Venid, lady Vorzheva —añadió bruscamente—. Ya no podéis deshacer el daño que habéis causado, pero al menos nos acompañaréis y explicaréis lo que sepáis, de dónde sacasteis los caballos y todo lo demás.
—¡Pero si no puedo salir! —exclamó sorprendida—. ¡Mirad, he estado llorando! Mi rostro tiene un terrible aspecto.
—Por el dolor que me habéis causado, y tal vez por el que causaréis a mi alocada sobrina, representa un pequeño castigo. ¡Venid!
La hizo salir de la habitación por delante de él, con Isgrimnur siguiéndolos. Las voces de su discusión produjeron un eco lejano en el pasillo.
Sangfugol, que se había quedado atrás, miró su laúd, lleno de pesar. Una grieta cruzaba el instrumento a lo largo de la panzuda caja, y una de las cuerdas colgaba suelta, en un rizo inútil.
—Esta noche habrá escasa pero amarga música —dijo.
Todavía faltaba una hora para el amanecer cuando Lluth acudió junto al lecho de la muchacha, que no había podido conciliar el sueño durante toda la noche, preocupada por él. Cuando el rey se inclinó sobre ella para tocarle el brazo, la joven fingió dormir, queriendo ahorrarle lo único que estaba a su alcance: el que pudiera llegar a saber el miedo que sentía.
—Maegwin —pronunció Lluth, con dulzura.
Cerró los ojos y luchó con el deseo de levantarse y abrazarlo con todas sus fuerzas. Por el sonido de sus pasos y el olor a aceite, la princesa supo que llevaba la armadura completa, a excepción del yelmo, y le hubiese resultado muy costoso volver a incorporarse si ella se le echaba encima. Podría soportar la despedida, pero el pensar en él, mostrando todo su cansancio y su edad en aquella noche decisiva, era más de lo que podría soportar.
—¿Sois vos, padre? —contestó finalmente.
—Sí.
—¿Y os vais ahora?
—Debo hacerlo. Pronto saldrá el sol, y espero que podamos alcanzar las estribaciones del Bosque de los Panales a media mañana.
La muchacha se sentó en el lecho. El fuego de la chimenea ya se había apagado, y, a pesar de que abría mucho los ojos, apenas podía ver nada. Débilmente, a través de las paredes le llegaba el rumor de los sollozos de su madrastra Inahwen. Maegwin sintió un pinchazo de rabia ante tal muestra de debilidad por parte de la esposa de su padre.
—Que el escudo de Brynioch os proteja, padre —dijo la muchacha, a la vez que levantaba una mano para tratar de encontrar su rostro en la oscuridad—. Desearía ser vuestro hijo para luchar a vuestro lado.
La joven sintió posarse los labios de su padre sobre sus dedos.
—Ah, Maegwin, siempre has sido muy valiente. ¿Es que no tienes suficiente trabajo aquí? No será tarea fácil ser la señora de Taig en mi ausencia.
—Os olvidáis de vuestra esposa.
Lluth volvió a sonreír en la oscuridad.
—No, no me olvido. Tú eres fuerte, Maegwin, más fuerte que ella. Debes prestarle algo de tu fortaleza.
—Normalmente ya consigue lo que desea.
La voz del rey era dulce, pero cogió con fuerza la muñeca de su hija.
—No es así, hija mía. Junto con Gwythinn, eres una de las tres personas que más quiero en este mundo. Ayúdala.
La muchacha odiaba llorar. Se deshizo de la mano de su padre y se frotó los ojos con fuerza.
—Lo haré —prometió—. Perdonad mis palabras.
—No hay nada que perdonar —respondió el rey Lluth; después volvió a tomar su mano y la apretó suavemente—. Adiós, hija mía. Nos veremos a mi regreso. Hay crueles cuervos en nuestros campos, y nos costará bastante hacer que vuelvan a desaparecer.
La joven se levantó y saltó del lecho para abrazarlo. Un instante después la puerta se abrió y volvió a cerrarse, y Maegwin oyó los lentos pasos que se alejaban por el pasillo, junto con el sonido de las espuelas que derramaban su triste música.
Más tarde, cuando lloró, lo hizo metida en la cama, con las sábanas y mantas por encima de la cabeza, para que nadie oyese sus sollozos.