34

Las espadas olvidadas

Vorzheva estaba muy enfadada. El cepillo temblaba en su mano y la línea roja se extendía por la barbilla. —¡Mirad lo que he hecho! —exclamó, con un tono de irritación que pesaba sobre su acento thrithingo—. Sois cruel al darme prisa. —Se limpió la boca con un pañuelo y volvió a comenzar.

—Por Aedón, mujer, hay cosas más importantes que pintarse los labios —dijo Josua, y se levantó para volver a caminar arriba y abajo de la habitación.

—¡No me habléis así, señor! Y no andéis de esa forma detrás de mí… —la mujer agitó la mano, en busca de palabras— de aquí para allá. Si queréis echarme al pasillo como si fuese una prostituta, decídmelo al menos ahora para poder prepararme.

El príncipe cogió un atizador y se detuvo para remover las brasas.

—No vais a ser «echada al pasillo», mi señora.

—Si soy vuestra señora —se revolvió Vorzheva—, ¿por qué no puedo quedarme? Os avergonzáis de mí.

—No podéis permanecer aquí porque hablaremos de cosas que no son de vuestro interés. Por si no lo habíais notado, nos estamos preparando para la guerra. Os pido perdón si eso os causa malestar —gruñó y se levantó, dejando el atizador apoyado contra el hogar—. Id a hablar con las demás damas. Alegraos de no tener que soportar lo que soporto yo.

Vorzheva se dio la vuelta para enfrentarse a él.

—¡Las otras damas me odian! —exclamó, con ojos entrecerrados y un mechón de su negro cabello balanceándose suelto a través de su mejilla—. Las he oído hablar entre ellas sobre la marrana de las praderas que tiene el príncipe Josua. ¡Y yo las odio a esas vacas norteñas! ¡En la tierra de mi padre habrían sido azotadas por tal…, tal… —la mujer luchó con la aún no del todo familiar lengua— tal falta de respeto! —Inspiró profundamente para recuperar la calma—. ¿Por qué os mostráis tan distante conmigo, señor? —preguntó—. ¿Y por qué me trajisteis aquí, a este frío país?

El príncipe levantó la mirada y durante unos instantes su severo rostro pareció suavizarse.

—A veces yo también me lo pregunto. —Movió lentamente la cabeza—. Por favor, si no queréis la compañía de las demás damas de la corte, llamad entonces al juglar para que cante para vos. Por favor. No quiero tener una discusión esta noche.

—Ni ninguna noche —replicó Vorzheva—. ¡No parecéis quererme para nada, sólo os interesan las cosas viejas! ¡Sí, sí, sólo eso os interesa! ¡Vos y vuestros viejos libros!

La paciencia de Josua se agotaba.

—Los acontecimientos sobre los que hablaremos esta noche ocurrieron hace mucho tiempo, pero su importancia llega hasta causarnos los presentes problemas. ¡Condenación, mujer, soy el príncipe del reino, y no puedo evadirme de mis responsabilidades!

—Lo hacéis mejor de lo que creéis, príncipe Josua —respondió con tono helado, mientras se echaba la capa sobre los hombros. Cuando llegó a la puerta, se volvió.

—Odio la forma en la que pensáis en el pasado, en los viejos libros, viejas batallas, viejas historias… —frunció los labios—, viejos amores.

La puerta se cerró tras ella.

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—Os damos las gracias, príncipe Josua, por permitirnos entrar en vuestras habitaciones —dijo el gnomo. Su redonda faz aparecía turbada—. No os habría pedido tal cosa si no creyese que era importante.

—Desde luego, Binabik —replicó el príncipe—. Yo también prefiero hablar en lugares tranquilos.

El hombrecillo y el viejo Jarnauga habían cogido unos pesados taburetes de madera para sentarse junto a Josua, a la mesa. El padre Strangyeard, que los acompañaba, paseaba tranquilamente por la habitación, admirando los tapices que adornaban las paredes. En todos los años que llevaba en Naglimund, era la primera vez que accedía a las estancias privadas del príncipe.

—Todavía estoy asombrado por las cosas que escuché ayer por la noche —explicó Josua, y después hizo un gesto para señalar las hojas de pergamino que Binabik había extendido ante él—. ¿Y ahora decís que todavía hay más cosas que debo conocer? —sonrió—. Dios debe de querer castigarme al proporcionarme la pesadilla de tener que mandar un castillo bajo sitio y luego complicándolo todo con esto.

Jarnauga se inclinó hacia adelante.

—Si recordáis, mi señor, no hablamos de una pesadilla, sino de una oscura realidad. Ninguno de nosotros puede permitirse el lujo de pensar que esto no es sino una fantasía.

—Desde que llegué, el padre Strangyeard y yo hemos investigado durante días en los archivos del castillo —explicó Binabik— tratando de encontrar el sentido del enigma de las espadas.

—¿Os referís al sueño del que me hablasteis? —preguntó Josua, hojeando ociosamente las páginas del escrito que reposaba sobre la mesa—. ¿El que vos y el muchacho tuvisteis en la casa de la hechicera?

—Y no sólo ellos —declaró Jarnauga, con los ojos cortantes de color azul hielo—. Las noches anteriores a mi partida de Tungoldyr, yo también soñé con el gran libro. Du Svardenvyrd aparecía escrito sobre él en letras de fuego.

—He oído hablar de la obra de Nisses, desde luego —asintió el príncipe—, cuando era un joven estudiante con los hermanos jesurianos; pero ya no existe. ¿Seguro que no vais a decirme que habéis encontrado una copia aquí, en la biblioteca del castillo?

—No porque no la hayamos buscado —replicó Binabik—. Si tuviera que estar en alguna otra parte, además de en Sancellan Aedonitis, sería aquí. Strangyeard ha reunido una biblioteca llena de maravillas.

—Muy amable —dijo el archivador, estudiando un tapiz que había en la pared, como para que el enrojecimiento debido al placer no hiciera peligrar su reputación de historiador de altura.

—De hecho, a pesar de las investigaciones de Strangyeard y de las mías propias, ha sido Jarnauga el que ha resuelto nuestro problema —continuó el gnomo.

El anciano se adelantó y golpeó el pergamino con un rugoso dedo.

—Fue un golpe de suerte que creo que nos irá bien a todos. En una ocasión, Morgenes se puso en comunicación conmigo para hacerme unas preguntas sobre Nisses, que era, claro, un rimmerio, al igual que yo, que le ayudasen a rellenar algunos vacíos en la historia escrita de vuestro padre, el rey Juan. Siento decir que le fui de escasa ayuda. Le dije todo lo que sabía. Pero recuerdo en qué consistían sus preguntas.

—Y —prosiguió Binabik, excitado— otro golpe de suerte: lo que el joven Simón salvó de la destrucción de las habitaciones de Morgenes fue… ¡este libro! —El hombrecillo cogió un haz de pergaminos con su morena mano y lo agitó ante sí—. La vida y el reinado del rey Juan el Presbítero, por Morgenes Ercestres, el doctor Morgenes de Erchester. ¡De alguna manera, el doctor todavía está entre nosotros!

—Le debemos mucho más de lo que podamos imaginar —pronunció Jarnauga, con solemnidad—. Vio la llegada de los oscuros días y realizó numerosos preparativos; algunos de ellos todavía nos resultan desconocidos.

—Pero el que más importa en estos momentos —interrumpió el gnomo— es éste: su vida del Preste Juan. ¡Mirad!

Puso los papeles en manos de Josua. El príncipe pasó algunas hojas y después levantó la mirada, sonriendo débilmente.

—Leer la enrevesada y arcaica lengua de Nisses me lleva a recordar mis días de estudiante, cuando rebuscaba en los archivos de Sancellan Aedonitis. —Movió la cabeza—. Esto es fascinante, desde luego, y os ruego que me concedáis algún tiempo para leer la obra completa de Morgenes; pero sigo sin entenderlo. —Señaló la página que había leído—. Aquí hay una descripción de la forja de la espada Dolor, pero no veo nada que no nos haya contado ya Jarnauga. ¿De qué ayuda puede sernos esto?

Binabik, con el permiso de Josua, volvió a coger el pergamino.

—Debemos mirar con más atención, príncipe —dijo el gnomo—. Morgenes cita a Nisses, y el hecho de que ahora por fin haya leído algo del Du Svardenvyrd sólo me confirma los recursos del doctor, al hablar de las otras dos «Grandes Espadas». Dos más, aparte de Dolor. Aquí, dejadme leer lo que Morgenes dice que son las propias palabras de Nisses.

Binabik se aclaró la garganta y empezó.

«La primera Gran Espada llegó en su forma original, desde el cielo, hace más de mil años.

Jesuris Aedón, a quien nosotros, la Madre Iglesia, llamamos hijo del Avatar de Dios, colgó durante nueve días y noches, clavadas Sus Manos y Pies al Árbol de la Ejecución en la plaza, ante el templo de Yuvenis, en Nabban. Este Yuvenis era el dios pagano de la Justicia, y el emperador nabbano solía colgar a los criminales convictos de las fuertes ramas del Árbol de Yuvenis. Así que colgó a Jesuris del Lago, culpable de sacrilegio y rebelión por proclamar un único Dios. Lo colgó boca abajo, como si fuera un buey muerto.

La novena noche se oyó un gran rugido, y un rayo de fuego proveniente del cielo cayó sobre el templo y lo hizo estallar en mil pedazos, matando a todos los jueces y sacerdotes paganos en su interior. Cuando desapareció el humo y el hedor, el Cuerpo de Jesuris Aedón había desaparecido, y se oyó una potente voz que anunció que Dios Lo había llevado al cielo y castigado a Sus enemigos, aunque otros aseguraron que los pacientes discípulos de Jesuris habían desclavado Su cuerpo y escapado en medio de la confusión. Los que así hablaron pronto callaron, y la Palabra del milagro se esparció por todos los barrios de la ciudad. Así dio comienzo la decadencia de los dioses paganos de Nabban.

Entre los humeantes escombros del templo sólo permanecía una grande y abrasada piedra. Los aedonitas proclamaron que se trataba del altar pagano, derretido ahora por los Fuegos Vengadores del único Dios.

Yo, Nisses, en cambio, creo que se trató de una estrella llameante que cayó a la Tierra desde los cielos, como sucede de vez en cuando.

Después, y de los restos del altar, fue extraída una gran pieza, que el forjador del emperador encontró trabajable. Así pues, el metal proveniente del cielo recibió forma y se convirtió en una espada. Recordando las ramas que hirieron la Espalda de Jesuris, la espada de las estrellas —como supongo que era— fue llamada ESPINA, y en su interior albergaba un gran poder».

—De esa forma —dijo Binabik—, la espada Espina pasó a través de la línea de los gobernantes nabbanos para llegar finalmente a…

—A sir Camaris, el amigo más estimado por mi padre —acabó de decir Josua—. Son muchas las historias sobre Espina, la espada de Camaris, pero hasta hoy no he sabido de dónde provenía…, si es que podemos creer a Nisses. Este pasaje tiene un ligero tufo a herejía.

—Las afirmaciones que hace pueden estimarse como verdaderas, alteza —añadió Jarnauga, mesándose la barba.

—Aun así —prosiguió el príncipe—, ¿qué significa? La espada de Camaris se perdió cuando él se ahogó.

—Dejad que lea algo más de los escritos de Nisses —replicó el gnomo—. Aquí, donde habla de la tercera parte del rompecabezas.

«La segunda de las Grandes Espadas vino desde el mar, y viajó por el salado océano desde occidente hasta Osten Ard.

Durante años, los salteadores del mar habían llegado regularmente a esta tierra desde el lejano y frío país que llamaban Ijsgard, sólo para regresar a través de las olas cuando habían acabado con el pillaje.

Entonces fue cuando ocurrió alguna tragedia o suceso en sus tierras nativas que obligó a los hombres de Ijsgard a abandonar su país y venir junto con sus familias a Osten Ard, para asentarse en el norte, en Rimmersgardia, mi propia tierra.

Cuando desembarcaron, su rey Elvrit dio gracias a Udún y a sus otros dioses paganos, y mandó que la quilla de hierro de su barco Dragón fuese convertida en una espada que protegiese a su pueblo en la nueva tierra.

Así fue como la quilla se entregó a los dverningos, una secreta e industriosa raza que separó el metal puro del trascendente mediante métodos desconocidos, y con él hicieron una larga y brillante hoja.

Pero en la discusión que hubo sobre el pago entre el rey Elvrit y el jefe de los dverningos, no se llegó a un acuerdo, y el rey mató al herrero y tomó la espada sin pagar por ello, lo que fue causa de posterior infortunio.

Pensando que habían acabado de llegar a una nueva patria, Elvrit la llamó MINNEYAR, que significa "Año de Memoria".»

El gnomo acabó de leer y se dirigió hacia la mesa para beber.

—Así, Binabik de Yiqanuc, hay dos poderosas espadas —resumió Josua—. Tal vez este maldito año me haya reblandecido los sesos, pero no puedo pensar en el significado que todo ello tiene para nosotros.

—Tres espadas —rectificó Jarnauga—, contando Jingizu de Ineluki, a la que llamamos Dolor. Tres grandes espadas.

—Debéis leer esta última parte del libro de Nisses que cita Morgenes, príncipe Josua —dijo Strangyeard, uniéndose finalmente a ellos. Cogió los pergaminos que Binabik había dejado sobre la mesa—. Aquí, por favor. Este trozo de poema, al final de los escritos del loco.

Josua leyó en voz alta:

«Cuando el hielo cubra la campana Claves

y las sombras caminen sobre los caminos,

cuando las aguas se ennegrezcan en el pozo,

tres espadas deben volver a aparecer.

Cuando los bukken salgan de la tierra,

y los Hunën de las alturas desciendan,

cuando la Pesadilla impida el Sueño tranquilo,

tres espadas deben volver a aparecer.

Para vencer el advenimiento del Destino,

para vencer las Nieblas del Tiempo,

si lo Tierno debe resistir a lo Podrido,

tres espadas deben volver a aparecer».

—Creo…, creo que lo entiendo —admitió el príncipe, con creciente interés—. Parece ser una profecía de los días que vivimos, como si Nisses supiera que Ineluki iba a regresar algún día.

—Sí —afirmó Jarnauga, cogiéndose la barba mientras miraba por encima del hombro de Josua—, y, en apariencia, si las cosas ocurren como dijo, tres espadas deben volver a aparecer.

—Nuestro entendimiento, príncipe —dijo Binabik—, es que si el Rey de la Tormenta puede ser de alguna forma derrotado, es a través de la búsqueda de esas tres espadas.

—¿Las tres espadas de las que habla Nisses? —preguntó Josua.

—Así parece.

—Pero, si lo que el muchacho vio es cierto, Dolor ya está en manos de mi hermano. —El príncipe frunció el entrecejo, y su pálida ceja se confundió con las arrugas de su frente—. Si fuera tan simple como ir y cogerla de Hayholt, no estaríamos aquí escondidos en Naglimund.

—Debemos preocuparnos de Dolor al final, mi señor —aconsejó Jarnauga—. Ahora debemos movernos para tratar de asegurarnos las otras dos. Soy famoso por mis ojos y mi visión entrenada, pero ni siquiera yo puedo ver el futuro. Tal vez se nos abriría un camino al arrebatarle Dolor a Elías, pero tal vez cometamos algún error. No, es a Espina y a Minneyar a las que debemos buscar en estos momentos.

Josua se reclinó en su silla y cruzó un tobillo sobre el otro, mientras se presionaba los cerrados ojos con la punta de los dedos.

—¡Todo esto parece un cuento para niños! Hace un frío de invierno en pleno junen…, vuelve a aparecer el Rey de las Tormentas, que es un príncipe sitha muerto…, y ahora una desesperada búsqueda de unas espadas perdidas hace muchísimo tiempo. ¡Qué locura! ¡Es un disparate! —Abrió los ojos y se echó hacia adelante—. Pero ¿qué podemos hacer? Creo en todo lo que habéis dicho…, así que yo también debo de estar loco.

El príncipe se puso en pie y empezó a caminar. Los demás lo observaron, satisfechos de haber conseguido, a pesar de la poca esperanza que mantenían, convencer a Josua de la extraña y horrible verdad.

—Padre Strangyeard —dijo finalmente—, ¿podríais ir a buscar al duque Isgrimnur? He hecho salir a mis pajes y a todos los demás a fin de mantener el secreto.

—Ciertamente —respondió el archivador, y salió corriendo de la habitación, con los hábitos revoloteando alrededor de su delgada figura.

—A pesar de lo que ocurra —declaró Josua—, tendré muchas cosas que explicar en la Raed de esta noche. Quisiera tener a Isgrimnur a mi lado. Los barones saben que es un hombre práctico, mientras que todavía sospechan un poco de mis años en Nabban y de mis extrañas costumbres. —Sonrió con cansancio—. Si esas cosas de locura son ciertas, entonces significa que nuestra tarea es más compleja de lo que ya era. Si el duque de Elvritshalla se pone de mi parte, creo que los barones también lo harán; pero no compartiré con ellos esta última información, aunque ello represente una pequeña esperanza. Desconfío de la habilidad de algunos de los lores para mantener en silencio tan sorprendentes secretos.

El príncipe suspiró.

—Ya estaban las cosas bastante mal cuando sólo teníamos a Elías como enemigo. —Se detuvo y miró la chisporroteante chimenea. Sus ojos brillaron como humedecidos—. Mi pobre hermano…

Binabik levantó la mirada, sorprendido por el tono de voz que había empleado en sus últimas palabras.

—Mi pobre hermano… —volvió a decir Josua—. Ahora debe de encontrarse en el centro de la pesadilla. ¡El Rey de la Tormenta! ¡Las Zorras Blancas! No creo que supiera lo que estaba haciendo.

Alguien sabía lo que hacían, príncipe —declaró el gnomo—. El señor del Pico de las Tormentas y sus secuaces no van, a mi entender, bailando casa por casa, como buhoneros ambulantes vendiendo sus mercancías.

—Oh, no dudo de que Pryrates llegase hasta ellas de alguna forma —dijo Josua—. Lo conozco a él y conozco también su impía sed de sabiduría prohibida desde los viejos días en el seminario de los padres jesurianos. —Agitó la cabeza con pesar—. Pero Elías, aunque es valiente como un oso, siempre desconfió de los secretos escondidos en los viejos libros, y sentía desprecio por su estudio. También temía hablar de espíritus o de demonios, todo se vino abajo después…, después de la muerte de su esposa. Me pregunto si piensa que vale la pena todo el terror que cosechará a cambio de su trato. Me pregunto si ahora ya se arrepiente de ello. ¡Qué terribles aliados! Pobre Elías enloquecido…

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Volvía a llover y, cuando Strangyeard regresó con el duque, ambos se habían empapado al cruzar el patio. Isgrimnur apareció en el umbral de la puerta como un caballo salvaje.

—Estaba junto a mi mujer —explicó—. Ella y las demás huyeron ante la llegada de Skali, y se dirigieron a Thane Tonnrud, su tío. Ha venido con media docena de mis hombres y una veintena de mujeres y niños. Tiene el mordisco del hielo en los dedos, pobre Gutrun.

—Siento haberos apartado de ella, Isgrimnur, especialmente si está herida —se disculpó el príncipe, levantándose y estrechándole la mano.

—Ah, no hay mucho que yo pueda hacer. Tiene a nuestras muchachas que la ayudan. —El duque se encogió de hombros, pero había orgullo en su voz—. Es una mujer fuerte. Me ha dado hijos fuertes.

—Y nosotros enviaremos ayuda a Isorn, el mayor de ellos, no os preocupéis. —Josua lo condujo junto a la mesa y le alargó el manuscrito de Morgenes—. Parece que deberemos luchar en más de una batalla.

Cuando Isgrimnur hubo leído el enigma de las espadas y hubo planteado algunas preguntas, volvió a leer las páginas.

—Entonces —preguntó finalmente—, ¿creéis que este trozo de poesía es la clave de todo?

—Si os referís a la clase de llave que cierra una puerta —dijo Jarnauga—, sí, eso creemos. Y parece que eso es lo que debemos hacer encontrar las espadas de la profecía de Nisses, espadas que acorralarán al Rey de la Tormenta.

—Pero vuestro chico asegura que Elías tiene la espada sitha, y de hecho yo lo vi llevar un arma desconocida cuando me permitió marchar hacia Elvritshalla. Era una cosa extraña y grande.

—Eso lo sabemos, duque —interrumpió Binabik—. Son las otras dos las que hemos de buscar.

Isgrimnur miró sospechosamente al gnomo.

—¿Y qué queréis de mí, hombrecito?

—Tan sólo vuestra ayuda, en cualquier forma que podáis prestarla —respondió Josua, acercándose a él para dar unas palmadas sobre el hombro del rimmerio—. Y Binabik de Yiqanuc está aquí por la misma razón.

—¿Habéis oído algo sobre el destino de Minneyar, la espada de Elvrit? —preguntó Jarnauga—. Confieso que debería saberlo, pues el propósito de nuestra Liga es hacernos con dichos conocimientos, pero Minneyar ha desaparecido de las historias que conocemos.

—La conozco desde que me la explicó mi abuela, que contaba muchas historias —declaró Isgrimnur, mordiéndose el bigote al recordar—. A través del linaje de Elvrit llegó a Fingil Mano Roja, y desde él a su hijo Hjeldin; y después, cuando Hjeldin se tiró desde la torre, con Nisses muerto en el suelo, tras él, el lugarteniente de Hjeldin, Ikferdig, la tomó, junto con la corona de los rimmerios de Fingil y del señorío de Hayholt.

—Ikferdig murió en Hayholt —explicó tímidamente Strangyeard, que se calentaba las manos en la chimenea—. En mis libros se lo llama el Rey Quemado.

—Muerto por el fuego del dragón Shurakai —dijo Jarnauga—. Asado en su sala del trono como un conejo.

—Así pues… —murmuró Binabik, pensativo, mientras el amable Strangyeard se estremecía al escuchar las palabras de Jarnauga—, Minneyar todavía está en el interior de los muros de Hayholt, en alguna parte…, o fue destruida por el fuego del dragón rojo.

Josua se levantó y se dirigió hacia la chimenea, donde permaneció mirando las llamas. El sacerdote se alejó para no molestar a su príncipe.

—Dos confusas e infaustas alternativas —expuso el hermano de Elías, sonriendo y volviéndose hacia el padre Strangyeard—. Hoy no me habéis traído buenas noticias, hombres sabios. —Al oír esas palabras el archivador pareció taciturno—. Primero me decís que vuestra única esperanza es encontrar el trío de legendarias espadas, y ahora decís que dos de ellas están en la fortaleza de mi hermano y enemigo, si es que existen —suspiró—. ¿Qué pasa con la tercera? ¿Tal vez la usa Pryrates para cortar la carne en la mesa?

Espina —intervino Binabik, trepando hasta sentarse en la mesa—. La espada del gran caballero que fue Camaris.

—Hecha de la piedra del cielo que destruyó el templo de Yuvenis en el antiguo Nabban —completó Jarnauga—. Pero seguramente cayó al fondo del mar, junto al gran Camaris, cuando éste se ahogó en la bahía de Firannos.

—¡Veis! —gritó Josua—. Dos que tiene mi hermano, y la tercera en el fondo del celoso océano. Hemos perdido antes de empezar.

—No hay duda de que también hubiera parecido imposible que el trabajo de Morgenes sobreviviera a su destrucción y a la de sus estancias —dijo Jarnauga, y su voz tenía un acento severo—, y que después llegase sano y salvo, a través de peligros, hasta nosotros, para que pudiésemos leer la profecía de Nisses. Pero sobrevivió, y llegó hasta nosotros. Siempre hay esperanza.

—Perdonadme, príncipe, pero parece que sólo queda una cosa por hacer —apuntó el gnomo, asintiendo desde la mesa—, y es volver a los archivos y buscar hasta que encontremos la respuesta al acertijo de Espina y de las otras espadas. Y debemos encontrarla pronto.

—Pronto, en verdad —añadió Jarnauga—, pues estamos perdiendo un tiempo tan valioso como los diamantes.

—Hay que conseguirlo —concluyó Josua; cogió una silla, la llevó junto a la chimenea y se sentó en ella—. Hay que conseguirlo cueste lo que cueste, pero temo que nuestro tiempo ya se ha acabado.

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—¡Maldición!, maldición y maldición —exclamó Simón, lanzando desde las almenas otra piedra contra el viento.

Naglimund parecía levantarse sobre una gris vaciedad, como una montaña sobresaliendo en un mar de lluvia.

—¡Maldición! —añadió, y se agachó para buscar otra piedra en el mojado suelo.

Sangfugol lo miró, con su fino capelo hecho una masa mojada sobre su cabeza.

—Simón —dijo, de mal humor—, no puedes quejarte de esa forma. Primero los maldices a todos por llevarte arrastrando tras ellos como un saco de guijarros, y luego tiras piedras porque no has sido invitado a las deliberaciones de esta tarde.

—Ya lo sé —respondió el chico, y lanzó otro proyectil desde las murallas del castillo—. No sé lo que quiero. No sé nada de nada.

El juglar frunció el entrecejo.

—Lo que me gustaría saber es lo siguiente: ¿qué es lo que estamos haciendo aquí? ¿Es que no hay mejor sitio para sentirse miserable y dejado a un lado? En estas almenas hace más frío que en el agujero de un retrete. —Dejó que los dientes le castañetearan para ver si inspiraba piedad—. ¿Por qué estamos aquí?

—¡Porque un poco de viento y lluvia despeja la mente de un hombre! —gritó Towser, mientras se acercaba a sus dos compañeros a través de las almenas—. No hay mejor remedio para una noche de borrachera.

El viejo guiñó un ojo a Simón, el cual creía que aquél se había marchado hacía tiempo, a causa de la gracia que le hacía ver estremecerse a Sangfugol en el interior de sus hermosos ropajes de terciopelo verde.

—Bueno —dijo el juglar, como un miserable gato empapado—, bebes como un hombre en su juventud, Towser, o en su segunda niñez; supongo que no debe sorprendernos verte hacer cabriolas por los muros sólo por diversión, como si fueses un pícaro.

—Ah, Sangfugol —respondió el viejo, con una arrugada sonrisa, y observando cómo otro de los proyectiles de Simón se hundía en las aguas que cubrían el lugar en que había estado el patio de armas—, eres demasiado… ¡Ah! —señaló—. ¿No es ése el duque Isgrimnur? Había oído decir que había vuelto. ¡Eh, duque! —gritó el bufón, y agitó las manos al dirigirse a la recia figura.

El noble levantó la cabeza entre la lluvia sesgada.

—¡Duque Isgrimnur! ¡Soy Towser!

—¿Eres tú? —gritó aquél—. ¡Maldito seas, pero si eres tú, maldito hijo de puta!

—¡Venid, venid! —añadió Towser—. ¡Venid y explicadme cuál es la noticia!

—No es de extrañar que lo haga —dijo Sangfugol con sorna, mientras el duque se metía hasta los tobillos en el encharcado patio y se dirigía hacia el hueco de la escalera—. La única persona, aparte de un viejo loco, que subiría aquí por propia voluntad sería un rimmerio. Seguro que incluso hace calor para él, pues de momento no cae granizo ni nieva.

Mientras Isgrimnur y el bufón intercambiaban novedades, Simón siguió lanzando piedras y Sangfugol permaneció con una mirada de paciente y desesperado sufrimiento. Al cabo de poco tiempo, y de forma sorprendente, la conversación del rimmerio dejó a un lado las mutuas amistades y las cosas de su tierra para dirigirse a temas más oscuros. Mientras el duque hablaba de la creciente amenaza de la guerra y de la sombra del norte, el muchacho sintió que lo inundaba todo el frío que los vientos, extrañamente, se habían encargado de amortiguar hasta entonces. Cuando el noble empezó a hablar en susurros sobre el Amo del Norte y después se cortó, diciendo algo sobre cosas que eran demasiado pavorosas como para hablarlas en las almenas, el frío pareció penetrar aun más en el cuerpo de Simón. Miró hacia la oscura lejanía, al negro corazón de la tormenta que se acercaba más allá de la lluvia, por el horizonte del norte, y se sintió penetrando de nuevo en su viaje del sendero de los sueños…

«La desnuda verdad de la montaña de piedra, su halo de amarillentas llamas, la reina con la máscara plateada en su trono de hielo, y las voces que salían de lo más intrincado de las rocas…». Negros pensamientos se apoderaron de él, aplastándolo como el borde de la gran rueda. Estaba seguro de que sería tan fácil adentrarse en la oscuridad, en la calidez que se extendía más allá del frío de la tormenta…

«… Está tan cerca… tan cerca…».

—¡Simón! —llamó una voz en su oído.

Una mano lo cogió del codo. El muchacho miró hacia abajo, sobresaltado, para ver el borde de las almenas a escasas pulgadas de su pie y el agua arrullada por el viento que cubría el patio de armas, al rondo.

—¿Qué ibas a hacer? —preguntó Sangfugol, sacudiéndole el brazo—. Si te cayeses de lo alto de este muro, se te romperían algo más que unos pocos huesos.

—Estaba… —respondió Simón, y sintió que una espesa niebla seguía cubriendo sus pensamientos, una niebla que poco a poco iba desapareciendo—. Yo…

¿Espina? —inquirió Towser en voz baja, en respuesta a algo que había dicho Isgrimnur.

El chico se volvió y vio al pequeño bufón tirando de la capa del rimmerio, como si fuese un niño impertinente.

—¿Habéis dicho Espina? Bueno, entonces, ¿por qué no os habéis dirigido a mí de inmediato? ¿Por qué no se lo habéis preguntado al viejo Towser? ¡Yo sé todo lo que pasó, y creo ser el único!

El anciano se volvió hacia Simón y Sangfugol.

—Porque, ¿quién ha permanecido durante más tiempo con nuestro Juan? ¿Quién? He hecho bromas, saltado y jugado con él durante sesenta años. Y también para el gran Camaris. Yo lo vi llegar a la corte. —Se dio la vuelta para mirar de nuevo al duque, y en sus ojos había un brillo que Simón no había observado con anterioridad—. Soy el hombre que buscáis —prosiguió Towser, con orgullo—. ¡Deprisa! Llevadme ante el príncipe Josua.

El viejo bufón estevado casi pareció bailar, tan ligeros eran sus pasos, mientras conducía al algo reticente rimmerio hacia las escaleras.

—¡Gracias a Dios y a Sus ángeles! —dijo Sangfugol, observándolos—. Propongo que vayamos inmediatamente a echarnos algo al coleto, a humedecernos por dentro para contrarrestar la humedad exterior.

Se llevó a Simón, que todavía movía la cabeza, de las almenas batidas por la lluvia y lo condujo a través de las escaleras iluminadas con antorchas, fuera del alcance de los vientos del norte y en dirección a lugares más cálidos.

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—Entendemos el lugar que tienes en los acontecimientos, buen Towser —dijo Josua, impaciente. El príncipe, quizá para resguardarse del frío, se había puesto una bufanda de lana alrededor del cuello. La punta de su fina nariz presentaba un tenue color rosado.

—Sólo quiero que veáis las circunstancias que se daban en aquel momento —insistió el viejo—. Si tuviese una copa de vino me resultaría más fácil hablar e iría al grano directamente.

—Isgrimnur —gruñó Josua—, ¿podríais encontrar algo que pudiese beber nuestro venerable bufón, o me temo que tendremos que estar aquí hasta Aedontide para oír la historia completa?

El duque de Elvritshalla se dirigió al armario de cedro que se encontraba junto a la mesa del príncipe, en el que encontró una jarra llena de vino tinto de Perdruin.

—Toma —alargó un vaso lleno a Towser, que sorbió un poco y sonrió.

«No es vino lo que quiere —pensó el rimmerio—, es la atención. Éstos son días horribles para los jóvenes y los que pueden ayudar, y no digamos para un viejo saltimbanqui cuyo amo murió hace dos años».

Miró el arrugado rostro del bufón y durante unos instantes pensó que tras un ligero velo se podía observar al niño que había atrapado por debajo.

«Dios me conceda una rápida y honorable muerte —rogó Isgrimnur—, y nunca permita que llegue a ser uno de esos locos que se sientan alrededor de las hogueras de los campamentos para explicar a los jóvenes que las cosas ya no son tan buenas como eran antes. Pero —pensó mientras se dirigía a su silla, oyendo el aullido lobuno del viento en el exterior— parece que en esta ocasión es cierto. Tal vez hayamos visto tiempos mejores. Tal vez ahora ya no quede nada excepto perder una batalla contra las fuerzas de la oscuridad».

—¿Veis? —decía Towser—, la espada de Camaris, Espina, no se hundió con él en el océano. Se la había entregado a su escudero, Colmund de Rodstanby, para que la pusiese a salvo.

—¿Se desprendió de su espada? —cuestionó Josua, perplejo—. Eso no parece encajar con ninguna de las historias que he escuchado sobre Camaris-sá-Vinitta.

—Ah, pero no lo conocisteis durante ese último año… ¿Cómo podíais si acababais de nacer? —El viejo dio otro sorbo al vino y se quedó mirando al cielo en actitud meditativa—. Sir Camaris se hizo extraño tras la muerte de vuestra madre, la reina Ebekah. Él era su protector, ya sabéis, y adoraba hasta las baldosas por las que vuestra madre caminaba, como si fuese la mismísima Elysia, la Madre del mismo Dios. Siempre se culpó de su muerte, como si pudiera haber curado su enfermedad por la fuerza de las armas, o a través de la pureza de su corazón…, pobre idiota.

Viendo la impaciencia reflejada en el rostro de Josua, Isgrimnur se inclinó hacia el bufón.

—¿Así que le dio la espada a su escudero?

—Sí, sí —respondió el anciano de mala gana, pues no quería que le metieran prisas—. Cuando Camaris se perdió en el mar, cerca de la isla de Harcha, Colmund la hizo suya. Regresó y reclamó las tierras de su familia en Rodstanby, en la Marca Helada, y se convirtió en barón de una provincia de buenas proporciones. Espina era un arma que se había hecho famosa a través de todo el mundo, y cuando sus enemigos la veían…, ya que era inconfundible, toda negra, excepto la empuñadura de plata; un hermoso y peligroso instrumento…, ninguno de ellos se quedaba para enfrentársele. A veces ni siquiera tenía que desenfundarla.

—Así pues, ¿se encuentra en Rodstanby? —preguntó lleno de excitación Binabik, desde la esquina—. ¡Eso está a casi dos días a caballo de donde ahora nos encontramos sentados!

—No, no, no —rezongó Towser, agitando el vaso hacia Isgrimnur para que se lo volviese a llenar—. Si podéis esperar, gnomo, os explicaré la historia completa.

Antes de que Binabik, el príncipe o cualquier otro pudiese responder, Jarnauga se levantó de su posición en cuclillas junto al fuego y se inclinó sobre el pequeño bufón.

—Towser —su voz era tan dura y fría como el hielo que se formaba en los tejados durante el invierno—, no podemos esperar a ir a tu paso. Hay una oscuridad que se extiende desde el norte, una sombra fría y fatal. Debemos conseguir esa espada, ¿lo entiendes? —Acercó más su rostro al del anciano, y las copetudas cejas del hombrecillo se enarcaron en un gesto de alarma—. Debemos encontrar a Espina antes de que el Rey de la Tormenta llame a nuestra puerta. ¿Lo entiendes?

El bufón se quedó mirando cómo Jarnauga volvía a ocupar su posición en cuclillas, junto a las llamas.

«Bueno —pensó Isgrimnur—, si queríamos que las últimas noticias se esparcieran por toda Naglimund no podíamos haberlo hecho mejor. Aun así, no parece que Towser esté muy incómodo».

Al viejo le costó unos momentos apartar sus fascinados ojos del norteño. Cuando recuperó el aliento, no pareció estar disfrutando mucho de su posición.

—Colmund —empezó a decir—, sir Colmund oyó historias de viajeros sobre el tesoro escondido del dragón Igjarjuk, que se situaba en las alturas de la montaña Urmsheim. Se decía que era un tesoro mucho más rico que cualquier otro que existiese en el vasto mundo.

—Sólo un habitante de las llanuras pensaría en buscar a un dragón de montaña, ¡y por oro! —intervino Binabik, disgustado—. Mi pueblo ha estado asentado durante mucho tiempo en las inmediaciones de Urmsheim, y hemos vivido largo tiempo porque nunca fuimos allí.

—Pero mirad —apuntó el viejo Towser—, la historia del dragón ha formado parte de muchas generaciones. Nunca nadie lo vio, nadie lo oyó… excepto vagabundos de las nieves medio locos. ¡Y Colmund tenía la espada Espina, una espada mágica que lo conduciría hasta el tesoro del dragón mágico!

—¡Vaya una estupidez! —exclamó el príncipe—. ¿Es que no tenía todo lo que podía desear? Una poderosa baronía, la espada de un héroe… ¿Por qué tendría que dar crédito a una historia tan absurda?

—Maldita sea mi estampa, Josua —maldijo Isgrimnur—. ¿Por qué hacen los hombres lo que hacen? ¿Por qué colgaron a Nuestro Señor Jesuris cabeza abajo? ¿Por qué encarceló Elías a su hermano e hizo tratos con demonios cuando ya era Supremo Rey de todo Osten Ard?

—En verdad hay cosas en los hombres y las mujeres que los hacen actuar más allá de su voluntad —declaró Jarnauga desde su rincón junto a la chimenea—. A veces lo que buscas está más allá de las fronteras del entendimiento.

Binabik saltó al suelo con agilidad.

—Ésta es demasiada charla sobre cosas que desconocemos —dijo—. Todavía seguimos haciéndonos la misma pregunta: ¿dónde está la espada? ¿Dónde está Espina?

—Perdida en el norte, muy seguro —respondió Towser—. Nunca oí que sir Colmund regresase de su búsqueda. Una de las historias que circulaban era que se había autoproclamado rey de los Hunën, y que todavía vivía allí, en una fortaleza de hielo.

—Parece como si su historia se hubiese mezclado con los antiguos recuerdos sobre Ineluki —señaló Jarnauga, pensativamente.

—Al menos llegó hasta el monasterio de San Skendi, en Vestvennby —dijo inesperadamente el padre Strangyeard, desde el fondo de la habitación. Había salido rápidamente y había regresado sin que nadie se percatase de ello, y en sus mejillas se podía observar una expresión de complacencia—. Las palabras de Towser me dieron una pista, pues creía tener algunos de los libros monásticos de la orden de Skendi, salvados de su cremación durante las guerras de la Marca Helada. Aquí está el libro mayor del prior del año mil ciento treinta y uno de la fundación. Mirad, aquí está registrado el grupo de Colmund. —Le pasó la obra a Josua, que la llevó junto a la luz.

—«Carne seca y fruta» —leyó el príncipe, bizqueando para tratar de descifrar las apenas visibles palabras—. «Mantos de lana, dos caballos…» —levantó la mirada—. Aquí habla de un grupo de «doce y uno», trece. —Le alargó el libro a Binabik, que lo cogió para ir a mirarlo junto a Jarnauga.

—Entonces deben de haber tenido mala suerte —apuntó Towser, volviéndose a llenar la copa—. Las historias que he escuchado hablan de que salió de Rodstanby con más de dos docenas de guerreros escogidos por él mismo.

Isgrimnur miraba tras el gnomo.

«Ciertamente es muy inteligente —pensó el rimmerio—, aunque no confío en él ni en su gente. ¿Y cuál es su vínculo con el muchacho? No estoy muy seguro de que eso me agrade, aunque creo que las historias que ambos explicaron son ciertas».

—¿De qué nos sirve todo esto? —preguntó en voz alta—. Si la espada está pérdida, está perdida, y lo que nos resta por hacer es únicamente tratar de mejorar nuestras defensas, aquí, todo lo posible.

—Duque Isgrimnur —dijo Binabik—, tal vez es que no acabáis de entenderlo: no tenemos elección. Si en verdad el Rey de la Tormenta es nuestro mayor enemigo, como parece que coincidimos todos en ver, a estas alturas, entonces, la única esperanza que nos queda es conseguir esas tres espadas. Dos están por ahora fuera de nuestro alcance. Eso hace que sólo quede Espina, y debemos encontrarla, si es posible.

—No es preciso que me des instrucciones, hombrecillo —gruñó el noble, pero Josua agitó la mano cansado de sus discusiones.

—Ahora necesito calma —manifestó el príncipe—. Por favor, dejadme pensar, Tengo la cabeza llena de tantas cosas que creo que me arde el cerebro. Necesito algunos momentos de tranquilidad.

Strangyeard, Jarnauga y Binabik se reunieron sobre el manuscrito de Morgenes y el libro mayor del monasterio, hablando en susurros. Towser acabó el vino; Isgrimnur también bebía a su lado. Josua se sentó mirando al fuego. Los cansados rasgos del príncipe daban la impresión de estar formados por pergaminos sobre huesos: el duque de Elvritshalla apenas se atrevía a mirarlo.

«Su padre no tenía peor aspecto en sus últimos días —meditó tristemente Isgrimnur—. ¿Tendrá la suficiente fortaleza para liderarnos durante el sitio, que al parecer se acerca más rápidamente de lo que imaginábamos? ¿Tendrá la suficiente fortaleza como para sobrevivir? Siempre ha sido un pensador, se ha preocupado… Aunque por otra parte, no es un inútil con la espada y el escudo». Sin pensar, el duque se levantó y se acercó con grandes zancadas al lugar en que permanecía el príncipe y posó una mano de oso sobre su hombro.

El príncipe levantó la mirada.

—¿Podéis conseguirme un buen hombre, viejo amigo? ¿Tenéis a alguien que conozca los territorios del nordeste?

Isgrimnur lo miró con confianza.

—Tengo dos o tres. Aunque creo que Frekke es demasiado viejo para el viaje en el que imagino que pensáis. Einskaldir no se apartará de mi lado a menos que lo empuje para cruzar las puertas de Naglimund con la punta de una lanza. Además, me parece que necesitaremos aquí su fuerza, cuando la lucha se haga sangrienta y despiadada. Es como un tejón: tiene la sangre caliente y es valiente, sobre todo cuando se encuentra acorralado —dijo—. En cuanto al resto, puedo daros a Sludig. Es joven y valiente, pero también es inteligente. Sí, Sludig es el hombre que buscáis.

—Bien. —Josua asintió con la cabeza lentamente—. Tengo tres o cuatro a los que puedo mandar, pero será mejor enviar a una pequeña partida.

—¿Para qué, exactamente?

El duque echó un vistazo por la habitación, fijándose en la solidez de sus muros, y volvió a preguntarse si no estarían cazando fantasmas, si el tiempo ventoso no habría afectado su buen juicio.

—Para buscar la espada de Camaris, tío Piel de Oso —contestó el príncipe con una débil sonrisa—. Sin duda es una locura, y no tenemos nada mejor que seguir la pista que aparece en viejas historias y en unas cuantas palabras borrosas de los viejos libros, pero es una oportunidad que no podemos permitirnos dejar de lado. En el exterior está soplando un viento de tormenta invernal cuando estamos a mediados de junen. Ninguna de las dudas que podamos mantener puede cambiar ese hecho. —Josua miró alrededor de la habitación con los labios apretados.

—Binabik de Yiqanuq —llamó, y el gnomo corrió hacia él—. ¿Mandaríais una partida sobre la pista de Espina? Conocéis las montañas del norte mejor que nadie, excepto, tal vez Jarnauga, que espero también irá.

—Será un honor para mí, príncipe —respondió el hombrecillo, y se dejó caer sobre una rodilla.

Incluso Isgrimnur se vio forzado a sonreír.

—Yo también me siento honrado, príncipe Josua —dijo Jarnauga, incorporándose—, pero creo que no será así. Aquí, en Naglimund, os serviré mejor. Mis piernas ya están viejas, pero mis ojos todavía son diestros. Ayudaré a Strangyeard en los archivos, ya que hay muchas preguntas que piden una respuesta, muchos acertijos tras la historia del Rey de las Tormentas y sobre el paradero de Minneyar, la espada de Fingil. También habrá otras situaciones, creo, en las que podré seros útil.

—Alteza —preguntó Binabik—, si existe una plaza vacante, ¿puedo obtener vuestro permiso para llevar conmigo al joven Simón? Morgenes pidió en su última voluntad que el muchacho permaneciese bajo la custodia de mi maestro. Tras la muerte de Ookequk, yo soy ahora el maestro, y no quisiera dejar a un lado esta custodia.

—¿Y será cuidar de él el llevárselo a una loca excursión hacia el desconocido norte? —replicó Josua, escéptico.

El gnomo enarcó una ceja.

—Desconocido para la gente grande, tal vez. Es como el patio de casa para nosotros, el pueblo qanuc. ¿Acaso estará más a salvo encerrado en el castillo que se prepara para guerrear con el Supremo Rey?

El príncipe se pasó la mano por el rostro, como si le doliese la cabeza.

—Supongo que tenéis razón. Si esa ligera esperanza se convierte en nada, habrá pocos lugares a salvo para los que se hayan aliado con el señor de Naglimund. Si el muchacho desea ir, debéis llevarlo. —Descendió la mano y palmeó el hombro de Binabik—. Muy bien, hombrecillo, sois pequeño pero bravo. Volved a vuestros libros y os enviaré a tres erkynos y al hombre de Isgrimnur, Sludig, por la mañana.

—Os lo agradezco, majestad —asintió—, pero creo que es mañana por la noche cuando deberíamos partir. Seremos una pequeña partida, y nuestras esperanzas se centran en evitar atraer la atención del mal sobre nosotros.

—Sea como decís —concluyó Josua, levantando y bajando la mano, como si lo bendijese—. ¿Quién sabe si se trata de una loca búsqueda o de la salvación para todos? Deberíais partir entre los sones de las trompetas y los aplausos. Pero la necesidad trasciende los honores, y la cautela debe ser la consigna. Sabéis que nuestros pensamientos irán con vosotros.

Isgrimnur dudó, pero después se inclinó y estrechó la manita de Binabik.

—Todo esto es malditamente extraño —manifestó—, pero que Dios os acompañe. Si Sludig se muestra conflictivo, perdonadlo. Es algo alborotador, pero su corazón es bueno y su lealtad muy grande.

—Gracias, duque —dijo el gnomo, con seriedad—. Ojalá vuestro dios nos bendiga. Nos dirigimos hacia lugares desconocidos.

—Cómo hacen todos los mortales —añadió Josua—. Más tarde o más temprano.

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—¿Qué? ¿Que le dijiste al príncipe y a todo el mundo que yo iría adonde? —gritó Simón, con los puños levantados de rabia—. ¡¿Qué derecho tienes a hacerme eso?!

—Amigo Simón —respondió Binabik, con calma—, no hay ninguna orden para que vayas. Sólo le pedí permiso a Josua para que pudieses participar en esa búsqueda, y lo dio. La elección la tienes tú.

—¡Maldita sea! ¿Qué otra cosa puedo hacer? ¡Si digo que no, todo el mundo pensará que soy un cobarde!

—Simón —el hombrecillo compuso una paciente mirada—, primero: por favor, no utilices tus recientemente aprendidos juramentos de soldado para hablar conmigo. Nosotros, los qanuc, somos un pueblo cortés. Segundo: no es bueno preocuparse tanto por la opinión de los demás. De todas formas, quedarse en Naglimund no será cosa de cobardes.

El muchacho expulsó una gran nube de vapor al respirar y se abrazó. Miró hacia el encapotado cielo, y el débil brillo del sol que se escondía tras las nubes.

«¿Por qué la gente siempre toma decisiones sobre mí sin antes preguntarme? ¿Acaso soy un niño?».

Permaneció sin decir nada durante unos instantes, con la cara coloreada por algo más que el frío, hasta que Binabik levantó una pequeña y amable mano.

—Amigo mío, estoy desolado de que esto no haya supuesto para ti el honor que imaginaba, un honor lleno de horror, de gran peligro, desde luego, pero un honor al fin y al cabo. Te he explicado la importancia que le damos a esa búsqueda y cómo el destino de Naglimund y de todo el norte pende de su consecución. Claro que todos pueden perecer sin fama ni honores en las blancas extensiones del norte. —Dio unas palmaditas sobre los nudillos de Simón y después metió las manos en los bolsillos de su chaqueta forrada de pelo—. Toma, —dijo, y puso algo duro y frío entre los dedos del chico.

Momentáneamente distraído, el muchacho abrió la mano y miró. Se trataba de un anillo, un círculo de dorado metal. En él aparecía grabado un único dibujo: un gran óvalo apoyado sobre uno de los lados de un triángulo.

—Es el símbolo de la Liga del Pergamino —explicó Binabik—. Morgenes lo ató a la pata del gorrión, junto con la nota de la que te hablé antes. Al final del mensaje decía que esto era para ti.

Simón lo levantó, tratando de verlo a la luz del pálido sol.

—Nunca vi que lo llevase el doctor —manifestó, un poco sorprendido de que no le trajese ningún recuerdo—. ¿Todos los miembros de la Liga tienen uno? Además, ¿cómo puedo ser merecedor de llevarlo? Apenas sé leer. Y tampoco es que pronuncie demasiado bien.

El gnomo sonrió.

—Mi maestro no tenía ningún anillo de ese tipo, o, cuando menos, nunca se lo vi. En cuanto a lo otro: Morgenes quería que tú lo tuvieses, y eso es suficiente, tengo la seguridad.

—Binabik —apuntó Simón, escrutando el aro—, tiene una inscripción en el interior. —Se lo alargó para que lo viese—. Yo no puedo leerla.

El hombrecillo entrecerró los ojos.

—Está escrita en alguna lengua sitha —explicó, mirando el interior—. Es difícil leerla con una letra tan pequeña y de unas características que desconozco —la siguió estudiando un poco más.

»“Dragón”, significa este carácter —pudo descifrar al fin—. Y este otro significa, creo, “muerte”… muerte del Dragón… ¿Muerte del Dragón? —Miró al muchacho, sonrió y se encogió de hombros—. Lo que significa lo desconozco. Mi conocimiento no llega a tanto. Algún concepto de tu maestro, creo; o tal vez un lema familiar. Quizá Jarnauga pueda leerla con más facilidad.

Encajó sin ningún problema en el tercer dedo de la mano derecha de Simón, como si hubiera sido hecho para él. ¡Morgenes era tan pequeño! ¿Cómo podía haberlo llevado?

—¿Crees que es un anillo mágico? —preguntó de repente, estrechando los ojos como si pudiera detectar algún hechizo alrededor del círculo dorado.

—Si así fuese —respondió Binabik, con la sombra de la burla aflorando a sus labios—, Morgenes no ha dejado ningún manual que explique su uso. —Movió la cabeza—. No creo que lo sea. Más bien parece un recordatorio de un hombre que se preocupó por ti.

—¿Por qué me lo has dado ahora? —inquirió el joven, sintiendo un cierto pesar alrededor de los ojos que estaba determinado a resistir.

—Porque debo partir hacia el norte mañana por la noche. Si decides quedarte aquí, tal vez no tengamos oportunidad de volver a vernos.

—¡Binabik! —Las ganas de llorar aumentaron. Se sentía como un niño pequeño al que los mayores empujaran de un lado a otro.

—La verdad es —el rostro del gnomo parecía ahora completamente serio; levantó la mano para acallar ulteriores protestas y preguntas— que ahora debes decidir, mi buen amigo. Voy al país de la nieve y del hielo, en una búsqueda que puede ser una locura y que puede acabar con las vidas de los locos que se lancen tras ella. Los que aquí se queden se enfrentarán a la ira del ejército del rey. Es una maldita elección, me temo. —El hombrecillo movió la cabeza con gravedad—. Pero, Simón, sea como fuere, tanto si vienes al norte como si permaneces aquí para luchar por Naglimund y la princesa, seguiremos siendo los mejores camaradas, ¿verdad?

Se alzó de puntillas para dar unas amistosas palmadas sobre el brazo del muchacho; después se giró y caminó a través del patio, en dirección a los archivos.

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Simón la encontró sola, tirando piedras en el pozo del castillo. Vestía una pesada capa de viaje y capucha para resguardarse del frío.

—Hola, princesa —saludó.

Ella lo miró y sonrió con tristeza. Por alguna razón la muchacha parecía ser mucho mayor, hoy, como si fuese toda una mujer.

—Bienvenido, Simón. —Su respiración creó un halo de niebla alrededor de su cabeza.

El chico empezó a inclinar la rodilla, en una reverencia, pero ella ya no lo miraba. Otra piedra cayó por la boca del pozo. Simón pensó en sentarse, lo que parecía lo más natural, pero el único sitio en que podía hacerlo era en el borde del pozo, lo que lo acercaría embarazosamente a la princesa o le haría mirar en dirección contraria. Decidió permanecer de pie.

—¿Cómo estáis? —preguntó.

Ella suspiró.

—Mi Tío me trata como si fuese de mantequilla, como si pudiese romperme ante el más mínimo esfuerzo, o si alguien tropieza conmigo.

—Estoy seguro…, estoy seguro de que sólo le preocupa vuestro bienestar, después del peligroso viaje que os trajo hasta aquí.

—El peligroso viaje que nos trajo, pero no se puede tener siempre a alguien a tu alrededor que te esté protegiendo. ¡A ti incluso te han enseñado a manejar una espada!

—Mir… ¡Princesa! —Simón se encontraba un poco aturdido—. Vos no querréis luchar con espadas, ¿verdad?

La muchacha lo miró, y sus ojos se encontraron. Durante un instante la mirada de ella lo quemó como un día de sol y lo llenó de una inexplicable nostalgia; un momento después la joven apartó sus ojos, cansinamente.

—No —respondió—. Supongo que no. ¡Pero desearía hacer algo!

Sorprendido, el chico advirtió un dolor real en su voz y recordó cuando ambos escaparon escalera arriba, sin quejarse y llenos de fuerza, siendo tan buenos compañeros como podía desearse.

—¿Qué…, qué es lo que queréis?

Ella volvió a mirarlo, satisfecha por el tono serio de la pregunta.

—Bueno —empezó a decir—, no es ningún secreto que el príncipe tiene problemas para convencer a Devasalles de que su señor, el duque Leobardis, debe prestarle apoyo en la lucha contra mi padre. ¡Josua podría enviarme a Nabban!

—¿Enviaros a Nabban?

—Claro, tonto. —La princesa frunció el entrecejo—. Por parte de mi madre pertenezco a la Casa de Ingadarine, una familia muy noble de Nabban. ¡Mí tía está casada con Leobardis! ¿Quién mejor que yo para convencer al duque? —Entrechocó sus manos enguantadas, como para dar énfasis a sus argumentos.

—Oh… —Simón no sabía qué decir—. Tal vez Josua piensa que será…, que será…, no lo sé —consideró—. Quiero decir que, ¿sería la hija del Supremo Rey la indicada para…, para fomentar alianzas en contra de él?

—¿Y quién conoce al Supremo Rey mejor que yo? —Ahora Miriamele estaba furiosa.

—¿Cómo…? —el chico dudó, pero su curiosidad era mayor—. ¿Qué sentís hacia vuestro padre?

—¿Debería odiarlo? —El tono de la muchacha era amargo—. Odio en lo que se ha convertido. Odio la situación en la que lo han puesto los hombres que mantiene a su alrededor. Si él pudiera encontrar algo de bondad en su corazón y ver los errores que ha cometido hasta ahora… Bueno, entonces volvería a quererlo.

Toda una procesión de piedras cayó por el pozo mientras el joven permanecía, incómodo, apoyado en él.

—Lo siento, Simón —dijo la princesa—. Me he vuelto muy desagradable al hablar con la gente. Mi vieja ama se sorprendió al descubrir todo lo que había olvidado al correr por los bosques. ¿Qué es de ti, y qué has estado haciendo?

—Binabik me ha pedido que lo acompañe en una misión para Josua —explicó, sacando a relucir el tema con más rapidez de lo que hubiera deseado—. Hacia el norte —añadió, significativamente.

En lugar de la expresión de preocupación o temor que había esperado ver en el rostro de Mínamele, su faz se iluminó desde el interior; le sonrió, aunque parecía no verlo.

—Oh, Simón —exclamó—, qué valiente. Qué bien… ¿Puedes…? ¿Cuándo partís?

—Mañana por la noche —respondió, apenas consciente de que, de alguna forma, a través de algún misterioso proceso, pedir se había convertido en ir—. Pero todavía no me he decidido —añadió con poca convicción—. Creo que seré más necesario aquí, en Naglimund, para manejar una lanza en las murallas.

Recalcó la última frase ante la posibilidad de que ella pudiera pensar que se quedaría para trabajar en las cocinas o en algo parecido.

—Oh, pero, Simón —dijo Miriamele, acercándose a él para tomar la fría mano del muchacho entre las suyas enguantadas—, ¡si mi tío necesita que lo hagas, debes hacerlo! Nos quedan muy pocas esperanzas, por lo que he oído.

La joven levantó las manos y se quitó, con rapidez, la bufanda de color azul cielo que llevaba al cuello; luego se la alargó al chico.

—Cógela y llévatela por mí.

Simón sintió que la sangre le fluía a las mejillas, y luchó por mantener sus labios apretados y no mostrar una sonrisa infantil y sorprendida.

—Gracias…, princesa —pudo decir.

—Si la llevas puesta —prosiguió la muchacha, poniéndose en pie—, será como si yo estuviese allí —acabó y dio una especie de corto paso de baile para después echarse a reír.

Simón trataba, sin éxito, de comprender qué era exactamente lo que había ocurrido, y cómo había ocurrido con tanta rapidez.

—Así será, princesa —recalcó—. Como si estuvierais allí.

Algo en la forma en que él lo dijo hizo cambiar la expresión de la joven, que se tornó sombría e incluso triste. La muchacha le volvió a sonreír, de forma más tímida y apagada, después se adelantó hacia él, sorprendiéndolo de tal forma que casi levantó los brazos para apartarla de sí. Miriamele le rozó la mejilla con sus fríos labios.

—Sé que te comportaras como un valiente, Simón. Vuelve sano y salvo. Rezaré por ti.

A continuación desapareció, corriendo a través del patio como si fuese una niña, con su oscura capa hinchada por el viento; se alejó como una sombra por el oscuro claustro. Simón se quedó sosteniendo la bufanda. Pensó en ello, y en la sonrisa de la muchacha cuando lo besó en la mejilla, y sintió que algo ardía en su interior. Daba la impresión, aunque no acababa de entenderlo, de que una antorcha había sido prendida frente a la vasta extensión gris que lo aguardaba en el norte. Era un simple punto brillante en la horrorosa tormenta…, pero incluso un brillo solitario puede devolver sano y salvo a un viajero a su casa.

Enrolló la suave prenda hasta formar una pelota y se la introdujo en el interior de la camisa.

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—Me complace ver que habéis acudido rápidamente —dijo lady Vorzheva. El brillo de sus ropajes amarillos parecía reflejarse en sus oscuros ojos.

—Señora, me honráis —replicó el monje, con los ojos extraviados por la habitación.

Vorzheva rió con aspereza.

—Sois el único que piensa que visitarme es un honor. Pero no importa. ¿Habéis entendido lo que tenéis que hacer?

—Creo haberlo hecho. Es una cuestión difícil de llevar a la práctica, pero fácil de comprender —respondió e inclinó la cabeza.

—Muy bien. No esperaremos más, porque, cuanto más esperemos, menos posibilidades de éxito tendremos, también daremos menos oportunidades a lenguas extrañas.

La mujer se marchó de la habitación trasera entre un rumor de sedas.

—Eh…, ¿mi señora? —El hombre se echó el aliento en los dedos. Las habitaciones del príncipe eran frías y la chimenea estaba apagada—. Está la cuestión del… pago.

—Creía que hacíais esto en mi honor, señor —manifestó Vorzheva desde la otra habitación.

—Ojalá pudiera ser así, señora, pero soy un hombre pobre. Lo que pedís necesita recursos. —Volvió a soplarse los dedos, y después hundió las manos en su hábito.

La mujer regresó llevando un bolso de tejido brillante.

—Ya lo sé. Tomad. En oro, como os prometí. La mitad ahora, y la mitad cuando tenga pruebas de que vuestra tarea se ha completado. —Le alargó el bolso y, antes de que el hombre hiciera ademán de alcanzarlo, volvió a retroceder—. ¡Apestáis a vino! ¿Es ésa la clase de hombre que sois y en quien se puede confiar una tarea tan importante?

—Es vino sacramental, mi señora. A veces, en mi difícil camino, es lo único que tengo para beber. Debéis entenderlo. —Él le dirigió una sonrisa, y después hizo el signo del Árbol sobre el oro antes de que desapareciese en el bolsillo de su hábito—. Hacemos lo que podemos para servir la voluntad de Dios.

Vorzheva asintió lentamente.

—Eso puedo entenderlo. No me falléis, señor. Servís a una gran causa, y no sólo a mí.

—Lo entiendo, señora.

El hombre hizo una reverencia, se volvió y desapareció por la puerta. La dama permaneció quieta, mirando los pergaminos extendidos sobre la mesa del príncipe, y dejó escapar un profundo suspiro. Estaba hecho.

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El crepúsculo del día después de hablar con la princesa sorprendió a Simón en las habitaciones de Josua, preparándose para la despedida. En una especie de aturdimiento, que pesaba sobre él como si acabase de levantarse, permaneció escuchando mientras el príncipe se despedía de Binabik. El muchacho y el gnomo habían estado preparando su equipo durante todo aquel oscuro día; habían conseguido una capa forrada de pelo y un yelmo para Simón, junto con una ligera cota de malla para ponerse bajo las demás ropas. La chaqueta de delgados bucles, había señalado Haestan, no lo salvaría de una estocada directa o de un flechazo, pero le sería de utilidad en caso de sufrir un asalto menor.

El peso de la cota produjo en el joven una sensación de seguridad, pero Haestan le advirtió que al final de una larga jornada de marcha no se sentiría tan contento.

—Los soldados llevan muchas cargas, muchacho —le dijo el hombretón—, y veces mantenerse vivos e la más pesada d’todas.

Haestan había sido uno de los tres erkynos que dieron un paso al frente cuando los capitanes pidieron voluntarios. Al igual que sus otros dos compañeros —Ethelbearn, un veterano de espeso bigote y lleno de cicatrices, casi tan grande como el mismo Haestan, y Grimmric, un hombre delgado, con rostro de halcón y mala dentadura, que miraba con ojos desconfiados—, se había preparado durante largo tiempo para resistir el asedio. Por lo tanto, daba la bienvenida a cualquier tipo de oportunidad de entrar en acción, aunque fuese tan peligrosa y estuviese tan rodeada de misterio como parecía estarlo aquella búsqueda. Cuando Haestan descubrió que Simón también iba con ellos, todavía se mostró más firme en su voluntad de unirse al grupo.

—Enviar un chico es' una locura —rezongó—, sob’todo cuando no ha acabado de aprendesgrima o disparar flechas. Será mejor que vaya pa ensañale.

El hombre del duque Isgrimnur, Sludig, también se encontraba allí. Era un joven rimmerio que vestía como los erkynos, con pieles y yelmo cónico. En lugar de la larga espada que llevaban los otros, el rubio barbudo tenía dos melladas hachas metidas entre el cinturón. Sonrió alegremente a Simón, al imaginarse la pregunta.

—A veces una se queda clavada en un cráneo, o entre las costillas —explicó el rimmerio, que hablaba muy bien la lengua westerling, con casi tan poco acento como el duque—. Y entonces está bien disponer de otra para que puedas desclavar la primera.

El muchacho asintió y trató de devolver la sonrisa.

—Me alegro de volver a verte, Simón —dijo Sludig extendiendo una endurecida mano.

—¿Volver a vernos?

—Nos encontramos en una ocasión, en la abadía de Hoderund —rió—. Pero te pasaste todo el viaje montado con el culo hacia arriba en la silla de Einskaldir. Espero que no sea la única forma de montar que sabes.

Simón enrojeció, unió su mano a la del norteño y después se volvió.

—Hemos descubierto poco que pueda ayudaros en vuestro camino —comunicó Jarnauga a Binabik, con pesar—. Los monjes skendianos dejaron muy poco escrito sobre la expedición de Colmund, excepto las transacciones que con ellos hicieron. Probablemente pensaron que era un loco.

—Parece que eso fue acertado —observó el gnomo.

Éste afilaba el cuchillo de mango de hueso que había fabricado para reemplazar al perdido.

—Encontramos una cosa —dijo Strangyeard. El cabello del sacerdote estaba alborotado y el parche de su ojo parecía haberse descolocado, como si hubiese pasado toda la noche rebuscando entre sus libros…, y así había sido—. El escribano de la abadía dejó constancia de lo siguiente: «El barón no sabe el tiempo que le llevará su viaje hasta llegar al Árbol Rimador…».

—No me suena —confesó Jarnauga—. De hecho, es posible que el monje se equivocase al oírlo, o que lo oyese por ahí… Pero, al fin y al cabo, es un nombre. Tal vez adquiera más sentido cuando lleguéis a las montañas Urmsheim.

—Quizá —manifestó Josua, esperanzado— se trate de un pueblo que hay por el camino, al pie de las montañas.

—Tal vez —respondió Binabik, con un tono de duda en la voz—, pero, por lo que conozco de esos lugares, no hay nada entre las ruinas del monasterio de Skendi y las montañas. Nada excepto hielo, árboles y rocas, claro.

Mientras pronunciaban las últimas palabras de despedida, Simón oyó elevarse la voz de Sangfugol que cantaba para lady Vorzheva en una habitación cercana.

¿Debo salir a errar

en medio del frío invierno?

¿O debo regresar al hogar?

Lo que tú me pidas, haré…

El muchacho cogió el carcaj y revisó por tercera o cuarta vez para ver si todavía estaba allí la Flecha Blanca. Desconcertado, como si se encontrase en un lento sueño, se dio cuenta de que volvía a estar a punto de emprender otro viaje, y de que seguía sin estar muy seguro de por qué. Había pasado tan poco tiempo en Naglimund… Ahora eso ya se había acabado, al menos durante mucho tiempo. Se tocó la bufanda azul que colgaba de su cuello y pensó que quizá no volviera a ver a ninguno de los que había en la habitación, a nadie de Naglimund… Sangfugol, el viejo Towser o Miriamele. Le dio la impresión de que se le encogía el corazón, de que le latía apresuradamente, y cuando se dirigía a apoyarse en la pared sintió que lo cogían del codo.

—Así que estás aquí, muchacho —era Haestan—. Ya's malo que no hays aprendió a luchar con'espá y l'arco, y 'cima ahora vas a ir en el lomo d' un caballo.

—¿Montar a caballo? —preguntó Simón—. Me gustará.

—Seguro que no —sonrió el hombretón—. Al menos no te gustará 'cerlo durante un' odos mese seguidos.

Josua les dirigió unas palabras a cada uno de ellos, y luego se dieron unos calurosos apretones de manos. Poco después ya estaban en el oscuro y frío patio del castillo, donde los esperaban Qantaqa y siete caballos envueltos en las volutas de vapor de su propia respiración. Cinco de ellos eran para montar y el par restante para llevar todo lo necesario. Si aquélla era una noche de luna, debía de estar escondida tras el manto de las nubes.

—Bueno es que tengamos esta oscuridad —dijo Binabik, mientras saltaba para acomodarse en la nueva silla que aparecía en el lomo de Qantaqa.

Los hombres, viendo la montura del gnomo por primera vez, intercambiaron miradas de sorpresa mientras él chasqueaba la lengua y la loba se adelantaba. Un grupo de soldados levantaron silenciosamente los porticones y un instante después estaban bajo el ancho cielo, con el campo de clavos extendiéndose ante ellos mientras iniciaban su camino hacia las cercanas colinas.

—Adiós a todos —se despidió Simón, casi imperceptiblemente.

Iniciaron la marcha por el camino de la vertiente.

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En lo alto del camino llamado la Escalera, en la cresta de las colinas que rodeaban Naglimund, había una forma negra acechando.

A pesar de su penetrante mirada, Ingen Jegger no pudo ver gran cosa en la oscura noche sin luna, aparte de que alguien había abandonado el castillo por la puerta oriental. Sin embargo, aquello fue más que suficiente para despertar su interés.

Se puso en pie, se sacudió las manos y pensó en llamar a uno de sus hombres para que lo acompañasen a echar un vistazo allí abajo, una inspección que le revelara algún detalle más. Pero, en vez de ello, levantó un puño hasta su boca e imitó el ulular de un búho de nieve. Unos segundos después apareció una gran figura que emergió de los arbustos y fue a colocarse junto a él. Se trataba de un mastín, más grande incluso que el que había matado la loba amaestrada por el gnomo, y que brillaba blanco a la escasa luz de la luna. Sus ojos eran como rendijas en una larga y taimada cabeza. El animal emitió un largo y cavernoso rugido, y agitó la cabeza de lado a lado, con las aletas de la nariz palpitantes.

—Sí, Niku’a, sí —le siseó tranquilamente Ingen—. Vuelve a ser hora de cazar.

Un momento después la Escalera aparecía vacía. Las hojas se agitaban y se arremolinaban sobre las antiguas baldosas, pero no había viento que soplase.