33

Las cenizas de Asu’a

Historias en el interior de otras historias —entonó Jarnauga, quitándose el manto de piel de lobo. La luz de las antorchas reveló las retorcidas serpientes que se extendían por la piel de sus largos brazos, produciendo nuevos murmullos—. No puedo explicaros la historia de la Liga del Pergamino sin que entendáis primero la caída de Asu’a. El fin del rey Eahlstan Fiskerne, que levantó la Liga como un muro contra la oscuridad, no puede ser apartado del fin de Ineluki, cuya oscuridad ahora se abate sobre nosotros. Así pues, las historias están entrelazadas unas con otras, como un solo tapiz. Si tiráis de un solo hilo, sólo será eso, un hilo. Desafío a cualquier hombre a leer un tapiz con un hilo solitario.

Mientras hablaba, Jarnauga se mesaba la barba con delgados dedos, dándole una forma uniforme y conformando su largura como si se tratase de un tapiz que pudiese dar algún sentido a su historia.

—Mucho antes de la llegada del hombre a Osten Ard —dijo— los sitha estaban aquí. No hay hombre ni mujer que sepan cuándo llegaron ellos, pero lo hicieron, viajando desde oriente, desde el sol naciente, hasta que finalmente se asentaron sobre esta tierra.

»En Erkynlandia, en donde ahora se levanta Hayholt, realizaron la obra más grande jamás salida de sus manos; el castillo Asu’a. Cavaron en el interior de la tierra, hasta llegar a los profundos cimientos de Osten Ard. Construyeron muros de marfil, perla y ópalo que se elevaban más altos que cualquier árbol, y torres que se erguían hacia el cielo como mástiles de navíos, torres desde las que se podía ver todo Osten Ard, y desde las que la afilada vista de los sitha podía observar el gran océano que se extendía desde las costas occidentales.

»Durante incontables años vivieron solos en Osten Ard y construyeron sus frágiles ciudades en las vertientes de las montañas y en las profundidades del bosque: delicadas ciudades como flores de hielo y asentamientos que parecían barcos con las velas desplegadas. Pero Asu’a era la más grande, y los reyes de larga vida de los sitha reinaron allí.

»Cuando llegaron los hombres, se trataba sólo de pastores y pescadores, que arribaron por un hace largo tiempo desaparecido puente de tierra que había en las extensiones del norte; huían de algo pavoroso que los hacía abandonar el oeste y sólo buscaban nuevas tierras de pastos. Los sitha no les hicieron más caso del que hacían a los ciervos o al ganado salvaje, ni siquiera cuando las generaciones se multiplicaron y el hombre empezó a construir sus propias ciudades de piedra y a forjar herramientas y armas de bronce. Mientras no trataron de apoderarse de lo que pertenecía a los sitha y permanecieron en las tierras que el rey les había concedido, hubo paz entre ambos pueblos.

»Incluso el imperio sureño de Nabban, glorioso por sus artes y hechos de armas, que pusieron a todos los hombres mortales de Osten Ard bajo su larga sombra, no causó preocupación a los sitha, o a su rey, Iyu’unigato.

Jarnauga se detuvo y buscó algo que beber; mientras un paje le llenaba una copa, los que escuchaban intercambiaron miradas y comentarios de perplejidad.

—El doctor Morgenes me explicó todo eso —siseó Simón a Binabik.

El gnomo sonrió y asintió, pero parecía como distraído por sus propios pensamientos.

—Estoy seguro de que no hay necesidad —prosiguió el anciano, elevando la voz para volver a hacerse con la atención de los allí presentes— de hablar sobre los cambios que se produjeron con la llegada de los primeros rimmerios. Habrá viejas heridas que volverán a abrirse si nos extendemos sobre lo que ocurrió cuando llegaron por el mar, desde occidente.

»Pero de lo que debemos hablar es de la marcha del rey Fingil hacia el sur y de la caída de Asu’a. Cinco siglos han cubierto la mayor parte de la historia con la podredumbre del tiempo y de la ignorancia, pero cuando Eahlstan el Rey Pescador fundó nuestra Liga, hace doscientos años, fue en parte para preservar ese conocimiento. Así pues, hay cosas que os diré que la mayoría de vosotros nunca escuchó.

»En la batalla del Knock, y en la llanura de Ach Samrath, así como en Utanwash, Fingil y sus ejércitos triunfaron y estrecharon el cerco alrededor de Asu’a. Los sitha perdieron a sus últimos aliados humanos en Ach Samrath, y con los hernystiros allí vencidos no había nadie entre ellos que pudiera permanecer ante el hierro de los norteños.

—¡Vencidos a traición! —exclamó el príncipe Gwythinn, con el rostro enrojecido y temblando—. Sólo la traición pudo barrer a Sinnach del campo de batalla. ¡La corrupción de los thrithingos, que atacaron a Hernystir por la espalda, con la esperanza de hacerse merecedores de las migajas de la maldita mesa de Fingil!

—¡Gwythinn! —gritó Josua—. Ya habéis oído a Jarnauga: éstas son viejas historias. Ni siquiera están presentes los hombres de las Thrithings. ¿Saltaréis por encima de la mesa y golpearéis al duque por ser un rimmerio?

—Dejadlo que lo intente —gruñó Einskaldir.

Gwythinn agitó la cabeza, avergonzado.

—Tenéis razón, Josua. Mis disculpas, Jarnauga.

El anciano asintió, y el hijo de Lluth se volvió hacia Isgrimnur.

—Y, desde luego, buen duque, somos los más estrechos aliados.

—No os preocupéis, joven señor, no ha habido ofensa —sonrió Isgrimnur, aunque, junto a él, Einskaldir observó a Gwythinn y ambos se miraron con dureza.

—Como iba diciendo —continuó Jarnauga, como si no hubiese habido interrupción—, aunque Asu’a y sus murallas estuvieran protegidas por antiguas y poderosas magias, como hogar y corazón que era de la raza sitha, existía el sentimiento de que las cosas tocaban a su fin y de que los sitha desaparecerían para siempre de Osten Ard.

»El rey Iyu’unigato se vistió con el blanco de luto y, junto con su reina Amerasu, se mantuvo firme frente al largo asedio de Fingil, que pronto se convirtió en meses y años, ya que ni siquiera el frío acero podía penetrar ni derribar el trabajo de los sitha, escuchando melancólica música y la poesía escrita durante los más brillantes días de los sitha en Osten Ard. En el exterior, en el gran campamento de los sitiadores norteños, Asu’a todavía parecía un lugar de gran poder, envuelto en un velo de hechizos y maravillas… Pero en el interior de la brillante fachada el corazón se pudría…

»Sin embargo, había uno entre los sitha que deseaba que las cosas ocurriesen de otra forma, y que no se conformaba con pasar sus últimos días lamentándose sobre los lugares perdidos y la inocencia arrebatada. Era el hijo de Iyu’unigato, y se llamaba… Ineluki.

Sin decir una palabra, pero no sin hacer ruido, el obispo Anodis recogía sus cosas. Movió la mano en una seña a su joven acompañante y éste lo ayudó a incorporarse.

—Disculpad, Jarnauga —dijo Josua—. Obispo Anodis, ¿por qué nos dejáis? Como podéis escuchar, hay cosas horribles a las que nos enfrentamos. Queremos que vuestra sabiduría y la fuerza de la Madre Iglesia nos guíen.

Anodis lo miró lleno de rabia.

—¿Y por ello debo permanecer aquí sentado, en medio de un consejo de guerra que nunca he aprobado, y escuchar a ese…, a ese salvaje que habla sobre demonios paganos? Miraos a vosotros mismos, mirad cómo prestáis atención a sus palabras, como si cada una de ellas saliera del Libro de Aedón.

—Esos sobre los que hablo nacieron mucho antes que vuestro sagrado libro, obispo —explicó Jarnauga, con suavidad, pero había firmeza en el movimiento de su cabeza.

—Todo eso es pura fantasía —gruñó Anodis—. Creéis que soy un viejo amargado, pero os digo que esas historias de niños os llevarán a la perdición. Lo que más me entristece es que arrastraréis a vuestras tierras junto a vosotros.

—Fantasías o no, demonios o sitha —intervino Josua, y se levantó de la silla para dirigirse a la asamblea—, ésta es mi sala, y he pedido a ese hombre que nos hable de lo que sabe. No habrá más interrupciones —y deslizó su mirada por la habitación; después se sentó, satisfecho.

—Bien, ahora debéis escuchar atentamente —dijo Jarnauga—, porque lo que ahora voy a explicar es lo más importante de lo que traigo conmigo. Hablaré de Ineluki, hijo del rey-erl Iyu’unigato.

»Ineluki, cuyo nombre significa “Brillante Palabra” en lengua sitha, era el más joven de los dos hijos del rey. Junto a su hermano mayor, Hakatri, luchó contra el dragón Hidohebhi el Negro, madre del dragón rojo Shurakai, que fue muerto por el Preste Juan, y también madre de Igjarjuk, el dragón blanco del norte.

—Os pido disculpas, Jarnauga —se levantó uno de los compañeros de Gwythinn—. Todo esto es muy extraño para nosotros, pero no nos resulta del todo desconocido. Los hernystiros sabemos de las historias del dragón negro, la madre de todos los demás dragones, pero en ellas era llamada Drochnathair.

El anciano asintió, como lo haría un maestro ante su alumno.

—Ése era su nombre entre los primeros hombres occidentales, mucho antes de que Hern construyera la Taig, en Hernysadharc. Algunos trozos y fragmentos de la antigua verdad han sobrevivido en los cuentos que los niños escuchan en sus lechos, o que los soldados y cazadores comparten junto a las hogueras de los campamentos. Pero Hidohebhi era un nombre sitha, y fue más poderosa que cualquiera de sus hijos. Al matarla, una hazaña que en sí misma se convirtió en una larga y ramosa historia, Hakatri, el hermano de Ineluki, resultó horriblemente herido al ser abrasado por el terrible fuego del dragón. No hubo en todo Osten Ard cura para sus heridas, ni para acabar con sus interminables dolores, pero tampoco murió. Al final, el rey resolvió ponerlo en un barco con la mayor parte de sus sirvientes de más confianza; atravesaron el océano hacia el oeste, en donde los sitha creían que había una tierra más allá de donde se pone el sol, un lugar en el que no existe el dolor y en el que Hakatri podría recuperarse.

»De esta forma, y a pesar de la gran hazaña conseguida al matar a Hidohebhi, Ineluki se convirtió en el heredero de su padre, bajo la sombra del desaparecido Hakatri. Echándose la culpa de la desgracia de su hermano, pasó largos años a la búsqueda del conocimiento que durante tanto tiempo había permanecido oculto tanto a los hombres como a los sitha. Al principio debió de pensar que hallaría la forma de curar a su hermano, haciéndolo volver del desconocido oeste… Pero al mismo tiempo que buscaba esos remedios, la búsqueda en sí se convirtió en su única razón y premio, e Ineluki, cuya belleza había sido en otros tiempos la silenciosa música de Asu’a, se convirtió en un ser extraño a su propio pueblo, un investigador que buscaba en lugares oscuros.

»Fue entonces cuando los hombres del norte se pusieron en marcha, asesinando y dedicándose al pillaje, para finalmente poner un venenoso cerco de hierro alrededor de Asu’a. Ineluki fue uno de los que se dedicó a buscar una salida para escapar a aquella mortífera trampa.

»En las profundas cavernas que se extendían bajo Asu’a, iluminados por un ingenioso sistema de espejos, crecían los bosques embrujados, el lugar en que los sitha guardaban los árboles de esa extraña madera que usaban como los sureños el bronce y los norteños el hierro. Los árboles de madera embrujada, cuyas raíces, dicen algunos, llegan hasta el mismo centro de la tierra, eran atendidos por jardineros tan sagrados como sacerdotes. Día a día recitaban los encantamientos y desarrollaban los rituales que hacían crecer la madera, mientras el rey y su corte se hundían más y más en la desesperación, en su palacio de encima.

»Pero Ineluki, no había olvidado los jardines, ni los oscuros libros que había leído, así como los sombríos caminos que había recorrido en busca de la sabiduría. En sus aposentos, donde nadie entraba, empezó una labor que pensó podría salvar a Asu’a y a los sitha.

»De alguna manera, y causándose gran dolor, se hizo con hierro negro, que introdujo en los árboles de madera embrujada, como un monje que regase las vides con agua. Muchos de los árboles, tan sensibles como los mismos sitha, enfermaron y murieron, pero uno sobrevivió.

»Ineluki rodeó ese árbol de encantamientos y sortilegios, con palabras tal vez más antiguas que los mismos sitha, y que penetraron en la tierra incluso más profundamente que las raíces. El árbol que había sobrevivido creció cada vez con más fuerza, y el venenoso hierro recorría su interior como savia. Los encargados del sagrado jardín, viendo morir a los que tenían bajo su cuidado, huyeron. Se lo contaron al rey Iyu’unigato, que quedó muy preocupado, pero viendo como veía acelerarse el fin de todas las cosas, no detuvo a su hijo. ¿Qué uso podría tener ahora la madera encantada, con todos esos hombres de brillantes ojos que los rodeaban con el mortífero hierro en sus manos?

»El crecimiento del árbol enfermó a Ineluki, al igual que hizo con los jardineros, pero su voluntad era más fuerte que la enfermedad. Perseveró, hasta que fue tiempo de recoger la cosecha. Tomó su horroroso fruto, la madera llena de funesto hierro, y se dirigió a las fundiciones de Asu’a.

»Ojeroso y enfermo hasta casi enloquecer, pero lleno de una resolución inexorable, vio huir ante él a los maestros forjadores, pero no le importó. Él mismo encendió los hornos de la fundición hasta que alcanzaron una temperatura nunca antes conseguida; él solo cantó las Palabras de la Creación, empuñando el Martillo Que Da Forma, que nadie excepto el Supremo Herrero había tomado antes.

»Solo, en las rojizas profundidades de la forja, hizo una espada, una terrible espada gris cuya sustancia parecía respirar consternación. Sus horrorosas y desacralizadas magias, que Ineluki invocó durante la forja, hicieron que la atmósfera de Asu’a pareciese a punto de estallar de calor, y las murallas temblaron como alcanzadas por puños gigantes.

»Cogió la espada recién forjada y se dirigió a la gran sala del palacio de su padre, con la intención de mostrar a su pueblo el objeto que los salvaría. En lugar de ello, tan terrible era su aspecto y tan dolorosa les resultaba la espada gris, que brillaba con una luz casi insoportable, los sitha corrieron llenos de horror y huyeron de la sala, dejando solos a Ineluki y a su padre Iyu’unigato.

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El silencio que siguió a las palabras de Jarnauga fue tan denso que incluso el fuego de las chimeneas pareció detener su crepitación, como si él también contuviese la respiración. Simón sintió que el vello de la nuca y de los brazos se le erizaba mientras un extraño vértigo se apoderaba de él.

«¡Una… espada! ¡Una espada gris! ¡Puedo verla con tanta claridad! ¿Qué significa todo esto? ¿Por qué no puedo apartar ese pensamiento de mí?». Se rascó la cabeza con ambas manos, como si mediante el dolor pudiese obtener la respuesta.

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—Cuando el rey-erl pudo darse cuenta de lo que había hecho su hijo, el corazón debió de helársele en el interior de su pecho, pues la hoja de Ineluki no era tan sólo un arma, sino una blasfemia contra la tierra que se había sometido al hierro y a la madera. Era un agujero en el tapiz de la Creación, y la vida se escapaba a través de él.

»“Una cosa así no debería existir —le dijo a su hijo—. Sería preferible que nos hundiéramos en el vacío del olvido, sería preferible que los mortales mordisqueasen nuestros huesos, incluso sería preferible que nunca hubiéramos vivido, antes de que una cosa así fuese fabricada, eso sin hablar de utilizarla”.

»Pero Ineluki estaba enloquecido con el poder de la espada, y se hallaba atrapado por los encantamientos que había invocado al crearla. “De otra forma, esas criaturas, esos insectos, se extenderán por toda la faz de la tierra, destruyendo todo lo que encuentren a su paso, arrasando toda la belleza que ni siquiera pueden llegar a comprender. ¡Vale la pena pagar un alto precio para detenerlos!”.

»“No —dijo Iyu’unigato—. No. Algunos precios son demasiado altos. ¡Mírate! Ya la espada ha modelado tu mente y tu corazón. Soy tu rey, así como tu sire, y te ordeno que la destruyas, antes de que te devore del todo”.

»Pero al oír a su padre hacer una demanda tal, el producto de lo que casi le había costado la vida forjar, sólo construida con el pensamiento de salvar a su pueblo de la desaparición total, condujo a Ineluki a sobrepasar todo límite. En ese mismo instante levantó la espada y golpeó a su padre; así mató al rey de los sitha.

»Nunca antes había ocurrido algo semejante, y cuando Ineluki vio a Iyu’unigato tendido ante él, lloró y lloró, no sólo por su padre, sino por sí mismo y por su pueblo. Luego levantó la espada gris ante sus ojos. “Del dolor has salido —dijo—. Y dolor has traído contigo. Dolor será tu nombre”. Así que llamo Jingizu a la hoja, que es la palabra que la designa en lengua sitha.

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«Dolor…, una espada llamada Dolor…». Simón oyó resonar el nombre en su mente como un eco y entretejerse en sus pensamientos hasta que pareció que ahogaría las palabras de Jarnauga, la tormenta que se desarrollaba en el exterior, todo. ¿Por qué le resultaba tan familiar? Dolor… Jingizu… Dolor…

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—Pero la historia no acaba ahí —prosiguió el hombre del norte, y su voz ganó fuerza mientras parecía cubrir a los allí presentes como un manto de desasosiego—. Ineluki, más enloquecido que nunca a causa de lo que había hecho, tomó la corona de su padre, de madera de abedul, y se autoproclamó rey. Tan asombrada estaba su familia y sus súbditos por el asesinato que no tuvieron agallas para resistírsele. Algunos, en secreto, se alegraron del cambio, particularmente cinco de ellos que, al igual que el sitha, desaprobaban la idea de rendirse pasivamente a los mortales que los rodeaban.

»Ineluki, con Dolor en sus manos, resultaba una fuerza desenfrenada. Con sus cinco sirvientes, a los que los aterrorizados y supersticiosos habitantes del norte llamaron la Mano Roja, a causa de su número y de sus capas del color del fuego, hizo una salida hacia el exterior de los muros de Asu’a, por primera vez en los tres años que había durado el sitio. Sólo gracias a su elevado número, la horda de Fingil, cuyos hombres iban armados con espada de hierro, pudo detener la noche de terror en que se había convertido Ineluki al romper el sitio. Tal vez si los demás sitha se hubiesen unido a ellos, sus reyes todavía caminarían sobre las almenas de Hayholt.

»Pero el pueblo no tenía voluntad para luchar. Asustados por su nuevo rey y horrorizados por el asesinato de Iyu’unigato, se aprovecharon de la salida de Ineluki y de su Mano Roja y huyeron de Asu’a, mandados por Amerasu, la reina y por Shima’onari, hijo del hermano de Ineluki, Hakatri. Escaparon por los oscuros pero protegidos caminos del bosque de Aldheorte, escondiéndose de los sanguinarios mortales y de su propio rey.

»Así fue como Ineluki se vio abandonado junto a poco más de sus cinco guerreros en el interior del brillante esqueleto de Asu’a. Incluso su poderosa magia se había revelado como insuficiente para acabar con el ejército de Fingil. Los chamanes norteños pronunciaron sus conjuros y la última magia que protegía las antiguas murallas acabó por caer. Con brea, paja y antorchas, los rimmerios pegaron fuego a las delicadas construcciones. Cuando el humo y las llamas se elevaron, los norteños aplastaron a los últimos sitha, aquellos que estaban demasiado débiles o indecisos para escapar, o los que sentían una gran lealtad hacia su inmemorial hogar. En medio de las llamas, los rimmerios de Fingil practicaron hechos de una increíble crueldad. A los últimos supervivientes les quedó escasa fuerza para resistirse. El mundo que conocían había llegado a su fin. Los crueles asesinatos, las despiadadas torturas y violaciones de víctimas que ya no se resistían, la alegre destrucción de miles de irreemplazables y exquisitas cosas… Con todo ello, los autores de estas fechorías estamparon su huella en nuestra historia, y dejaron una mancha que nunca podrá desaparecer. Sin duda todos aquellos que huyeron al bosque oyeron los gritos desgarrados de las víctimas y se estremecieron, llorando a sus antepasados en busca de justicia.

»En esa última y fatal hora, Ineluki y su Mano Roja subieron a la cima de la torre más alta. Había decidido que donde los sitha ya no podían vivir tampoco sería el hogar del hombre.

»Ese día pronunció terribles palabras que nunca habían sido dichas, mucho más siniestras incluso que las que le habían permitido forjar la sustancia de Dolor. Su voz se oyó por encima de la conflagración y los rimmerios cayeron al suelo chillando, con los rostros ennegrecidos y la sangre manando de sus ojos y oídos. El cántico se elevó hasta alcanzar una insoportable agudeza. Después sobrevino un vasto grito de agonía. Un gran relámpago iluminó el cielo, seguido un momento después por una oscuridad tan absoluta que incluso Fingil, que estaba en su tienda, a una milla de distancia, pensó que se había quedado ciego.

»Pero, en cierta forma, Ineluki fracasó. Asu’a aguantó, todavía ardiendo, aunque la mayor parte del ejército de Fingil aullaba y moría a los pies de la torre. En la cima de ésta, extrañamente evitada por el fuego y el humo, el viento esparció seis montones de gris ceniza por el suelo.

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«Dolor… —La cabeza le daba vueltas a Simón, y tenía dificultades para respirar. Le parecía que la luz de las antorchas parpadeaba sin sentido—. La colina. Yo escuché el ruido de las ruedas del carro…, ¡ellos traían a Dolor! Recuerdo que era como el Diablo metido en una caja…, como el corazón de todo dolor».

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—Así fue como murió Ineluki. Uno de los lugartenientes de Fingil juró, mientras exhalaba el último suspiro, que había visto una gran forma en la torre, escarlata como las brasas de un fuego, que se hinchaba con el viento, arremolinándose como humo y asiéndose al cielo como una gran mano roja…

¡Nooooo! —gritó Simón, levantándose. Una mano se abalanzó sobre él para detenerlo y luego otra, pero se deshizo de los agarrones como si fuesen telarañas—. ¡Trajeron la espada gris, esa horrible espada! ¡Y luego lo vi! ¡He visto a Ineluki! ¡Era…, era…!

La habitación giraba a su alrededor, y los rostros que lo miraban —Isgrimnur, Binabik y el del anciano Jarnauga— se inclinaron sobre él como peces saltando en una acequia. Tenía necesidad de decir más, decirles todo acerca de la colina y de los demonios blancos, pero una negra cortina se deslizaba ante sus ojos, y algo rugía en sus oídos…

Simón corría por oscuros lugares, y sus únicos compañeros eran palabras que se oían en el vacío.

«¡Cabezahueca! ¡Ven con nosotros! ¡Tenemos un lugar para ti!».

«¡Un muchacho! ¡Un niño mortal! ¿Qué es lo que ha visto? ¿Qué es lo que ha visto?».

«Helad sus ojos y llevadlo a la oscuridad. Cubridlo con un apretado manto de hielo».

Una sombra se inclinó sobre él, una sombra astada, grande como una montaña. Llevaba una corona de piedras muy pálidas y sus ojos eran rojos como fuegos. También sus manos eran rojas y, cuando se agachó y lo levantó, los dedos quemaban como hierros candentes. Blancos rostros se movieron a su alrededor, agitándose en la oscuridad como si fuesen las llamas de unas velas.

«La rueda gira, mortal, gira, gira… ¿Quién eres tú para detenerla?».

«Es una mosca, una mosca diminuta…».

Los dedos escarlata lo estrujaron y los fieros ojos se iluminaron con oscuro e infinito humor. Simón gritó y gritó, pero sólo fue contestado por una despiadada carcajada.

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Se despertó de un extraño torbellino de voces cantoras y manos que lo asían para ver su sueño reflejado en el círculo de rostros que se inclinaban sobre él, pálidos a la luz de la antorcha como un mágico anillo de champiñones. Más allá de las horrorosas caras, las paredes parecían punteadas de destellos de luz, que se elevaban hacia la oscuridad del techo.

—Ahora se despierta —dijo una voz.

De repente, los brillantes puntos se hicieron más claros y se convirtieron en filas de cazuelas que colgaban de estanterías. Simón estaba tendido en el suelo de una despensa.

—No tiene muy buen aspecto —expresó una voz profunda y nerviosa—. Será mejor que le dé un poco más de agua.

—Estoy segura de que se encontrará mejor si regresas allí dentro —replicó la primera voz.

El muchacho se sintió bizquear hasta que el rostro que tenía enfrente dejó de ser una niebla. Era Marya…, no, era Miriamele, arrodillada junto a él; Simón vio cómo el borde de su vestido permanecía arrugado bajo ella, sobre el sucio suelo de piedra.

—No, no —dijo la otra voz.

Se trataba del duque Isgrimnur, que se tiraba de la barba con nerviosismo.

—¿Qué… ha ocurrido?

¿Se habría caído y golpeado la cabeza? El chico se incorporó y se sintió pésimo, pero no tenía ningún chichón.

—Te desplomaste, muchacho —gruñó Isgrimnur—. Y gritaste sobre…, sobre cosas que habías visto. Te traje aquí, aunque me costó hacerlo.

—Y después se quedó mirando cómo caías al suelo —añadió Miriamele, con voz severa—. Menos mal que llegué yo. —La muchacha miró al rimmerio—. ¿Habéis peleado en batallas, verdad? ¿Qué es lo que hacéis cuando hieren a alguien? ¿Os quedáis mirándolo?

—Eso es diferente —respondió el duque a la defensiva—. Se los venda, si es que sangran. O los cargamos sobre sus escudos, si están muertos.

—Bueno, eso es algo inteligente —cortó Miriamele, pero Simón vio una secreta sonrisa a punto de aflorar a sus labios—. Y si no sangran ni están muertos, supongo que saltaréis sobre ellos. Sin preocuparos.

Isgrimnur cerró la boca y se dio un tirón de la barba.

La princesa continuó humedeciéndole la frente a Simón con su pañuelo empapado en agua. El joven no podía imaginarse lo que eso le aliviaba, pero por el momento se contentaba con estar allí tumbado, mientras lo atendían. Sabía que pronto tendría que explicarse.

—Yo… sabía que te conocía de algo, muchacho —dijo Isgrimnur—. Tú eres el chico de San Hoderund, ¿verdad? Y ese gnomo…, creo que vi…

La puerta de la despensa se abrió.

—¡Ah! ¡Simón! Espero que ya te encuentres mejor.

—Binabik —murmuró, tratando de sentarse.

Miriamele se inclinó sobre su pecho gentilmente pero con energía, forzándolo a volver a tumbarse.

—¡Lo vi, sí! ¡Eso era lo que no podía recordar! La colina, y el fuego, y…

—Lo sé, amigo mío, entendí muchas cosas cuando te pusiste en pie, aunque no todas, todavía queda mucho por explicar en todo este enigma.

—Deben de creer que soy un loco —gruñó Simón, apartando la mano de la princesa, pero, sin embargo, disfrutando del contacto.

¿Qué pensaría la muchacha? Lo miraba como una chica mayor miraría a un hermano más joven que se ha metido en problemas.

—No, Simón —respondió el hombrecillo, agachándose junto a Miriamele para mirarlo—. Yo he contado muchas historias, aparte de nuestra aventura juntos. Jarnauga ha confirmado casi todo lo que sospechaba mi maestro. También recibió uno de los últimos mensajes de Morgenes. No, no creen que seas un loco, aunque me parece que algunos todavía dudan del peligro real. Creo que sobre todo el barón Devasalles.

—Hummm. —Isgrimnur arrastró una bota por el suelo—. Si el muchacho se recupera, creo que será mejor regresar adentro. ¿Verdad, Simón? Sí, bueno…, tú y yo, bien, hablaremos más tarde.

El duque movió su considerable corpulencia para salir de la despensa y se marchó pisando fuerte pasillo abajo.

—Yo también entraré —añadió Miriamele, tratando de cepillarse el polvo del vestido—. Hay cosas que no deben ser decididas sin que antes las oiga yo, a pesar de lo que piense mi tío.

Simón quiso darle las gracias, pero no pudo pensar en nada que decir, mientras estaba allí tendido, que no lo hiciera sentirse más ridículo de lo que ya se sentía. Cuando decidió saltarse el orgullo, la princesa ya se había marchado entre un remolino de sedas.

—Si ya te has recuperado, Simón —aconsejó Binabik, a la vez que extendía una pequeña y encallecida mano—, hay cosas que tendríamos que escuchar en la sala del consejo, pues creo que Naglimund nunca ha presenciado una Raed como ésta.

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—En primer lugar, jovencito —dijo Jarnauga—, debes saber que creo todo lo que nos has dicho, aunque también debes saber que no era Ineluki al que viste en la colina. —Los fuegos de las chimeneas ya se habían convertido en simples rescoldos, pero ni un alma había abandonado la sala—. Si hubieras visto al Rey de la tormenta en la forma que actualmente debe de haber adquirido, te habría convertido en esqueleto vacío, tendido junto a las Piedras de la Cólera. No, lo que viste, además de a las pálidas normas, a Elías y a sus secuaces, fue a uno de los miembros de la Mano Roja. Incluso siendo así, me parece milagroso que pudieras huir de una visión como ésa conservando intactos tanto el corazón como la mente.

—Pero…, pero… —Mientras empezaba a rememorar lo que el anciano había dicho antes de que la pared de olvido hubiese caído y dejado en libertad los recuerdos de aquella horrible noche, la Noche Empedrada, como la había llamado el doctor, Simón volvió a sentirse perplejo y confuso—. Pero creí que habíais dicho que Ineluki y su… Mano Roja… habían muerto…

—Muerto, sí; sus formas terrenales se quemaron del todo en los últimos momentos. Pero algo sobrevivió. Algo o alguien que fue capaz de volver a crear la espada Dolor. De alguna manera, y no necesitan de tu experiencia para hacérmelo ver, pues por ello fue creada la Liga del Pergamino, Ineluki y su Mano Roja sobrevivieron en forma de sueños vivos o de pensamientos; tal vez como formas que permanecían unidas a través del odio, y por las terribles runas de la última maldición del sitha. Pero, sea como fuere, la oscuridad que era la mente de Ineluki en los últimos instantes, no murió.

»El rey Eahlstan Fiskerne llegó tres siglos después a Hayholt, el castillo que se levantaba sobre los cimientos de Asu’a. Eahlstan era sabio y buscaba el conocimiento; encontró cosas en las ruinas que permanecían bajo Hayholt que le demostraron que Ineluki no había desaparecido por completo. Formó la Liga de la que soy un miembro, y que ahora disminuye con rapidez, a causa de la pérdida de Morgenes y de Ookequk, a fin de que el viejo conocimiento no se perdiese. No sólo el conocimiento sobre el señor oscuro de los sitha, sino también sobre otras cosas, pues aquéllos eran malos tiempos en el norte de Osten Ard. Con el correr de los años fue descubierto, o más bien se adivinó, que Ineluki, o su espíritu, su sombra o su voluntad, se había manifestado entre las únicas que podrían darle la bienvenida.

—¡Las nornas! —exclamó Binabik, como si de repente hubiera desaparecido de sus ojos un banco de niebla.

—Las nornas —asintió Jarnauga—. Dudo de que al principio ni siquiera las Zorras Blancas supieran en lo que se había convertido, pero pronto su influencia en Sturmrspeik fue demasiado grande como para que nadie se interpusiese en su camino. Su Mano Roja también regresó con él, aunque con una forma jamás vista antes en esta tierra.

—Y nosotros pensamos que el Löken a quien rendían culto los rimmerios negros era nuestro propio dios del fuego, de los tiempos del paganismo —dijo Isgrimnur—. Si hubiera sabido cuánto se habían apartado del camino de la luz… —Tomó con sus manos el Árbol que colgaba de su cuello—. ¡Jesuris! —murmuró, con un suspiro casi inaudible.

El príncipe Josua, que había escuchado en silencio durante largo rato, se adelantó.

—Pero ¿por qué, si en verdad es ese demonio salido del pasado nuestro enemigo, no se muestra por sí mismo? ¿Por que se esconde tras mi hermano Elías?

—Ahora hemos llegado al punto en el que mis largos años de estudios allá en Tungoldyr ya no pueden ser de ayuda. —Jarnauga se encogió de hombros—. Vigilé, escuché y vigilé, porque para eso estaba allí, pero lo que pueda ocurrir en una mente como la del Rey de la Tormenta es más de lo que yo puedo llegar a adivinar.

Ethelferth de Tinsett se levantó y aclaró su garganta. El príncipe le concedió permiso para hablar.

—Si todo esto es cierto…, y mi cabeza está hecha un lío con todo ello, os digo… que tal vez… yo pueda explicaros eso último. —Miró a su alrededor, como si esperara que le gritasen a causa de su presunción, pero, al ver en los rostros de los demás sólo preocupación y confusión, volvió a aclararse la garganta y continuó—: El rimmerio —inclinó la cabeza hacia el anciano Jarnauga— dice que fue nuestro propio Eahlstan Fiskerne el primero en saber que el Rey de la Tormenta había regresado. Eso ocurrió trescientos años después de que Fingil tomase Hayholt, o como entonces se llamara. Han transcurrido doscientos años desde entonces. Me da la impresión de que a ese… demonio, supongo, le ha llevado su tiempo volver a hacerse fuerte.

»Ahora —continuó—, todos sabemos, nosotros, hombres que poseemos tierras que codician nuestros vecinos —dirigió una mirada furtiva hacia Ordmaer, pero el gordo barón había palidecido hacía tiempo y pareció insensible a la pulla—, que la mejor manera de mantenernos a salvo y conseguir tiempo para aumentar nuestra fortaleza es que nuestros enemigos luchen entre sí. Eso me parece que es lo que ocurre. Ese demonio rimmerio hace un presente a Elías, después lo induce a luchar con sus barones y duques. —Ethelferth miró a su alrededor, cogió su túnica y volvió a sentarse.

—No es un «demonio rimmerio» —rezongó Einskaldir—. Nosotros somos creyentes aedonitas.

Josua pasó por alto el comentario del norteño.

—Hay verdad en lo que habéis dicho, lord Ethelferth, pero creo que aquellos que conocen a Elías estarán de acuerdo en que él también tiene sus propios designios.

—No ha necesitado a ningún demonio sitha para robarme las tierras —dijo Isgrimnur, con amargura.

—Sin embargo —continuó el príncipe—, encuentro alarmantemente dignos de crédito a Jarnauga, Binabik de Yiqanuc… y al joven Simón, que fue el aprendiz del doctor Morgenes. Desearía poder decir que no creo en tales historias, pero todavía no estoy seguro de lo que creo, aunque tampoco puedo descartar nada. —Se volvió de nuevo hacia Jarnauga, que removía la chimenea más cercana con un atizador de hierro—. Si esos horrendos avisos que traéis son ciertos, decidme: ¿qué es lo que quiere Ineluki?

El anciano miró al fuego y lo removió con vigor.

—Como ya os he dicho, príncipe Josua, mi labor era la de ser los Ojos de la Liga. Tanto Morgenes como el maestro del Joven Binabik sabían más que yo acerca de lo que se escondía en la mente del Señor del Pico de las Tormentas. —Alzó una mano como para evitar más preguntas—. Si tuviera que imaginarlo, habría que pensar en el odio que mantenía vivo a Ineluki en el vacío para devolverlo de los fuegos de su propia muerte…

—Entonces, ¿lo que Ineluki quiere —la voz de Josua cayó con pesadez en la oscura habitación— es venganza?

Jarnauga siguió mirando entre las brasas.

—Hay mucho que pensar —dijo el señor de Naglimund— y no hay que tomar decisiones a la ligera. —Se levantó, alto y pálido, con su rostro contraído como una máscara que ocultase sus pensamientos—. Debemos regresar a esta sala mañana a la puesta del sol.

El príncipe salió, con un guardia de uniforme gris a cada lado.

En la sala, los hombres se volvieron para mirarse unos a otros; luego se levantaron y se reunieron en pequeños y silenciosos grupos. Simón vio que Miriamele, que no había tenido oportunidad de hablar, salía entre Einskaldir y el renqueante duque Isgrimnur.

—Vamos, Simón —dijo el gnomo, tirando de su manga—. Creo que dejaré que Qantaqa corra un poco; parece que las lluvias han dejado de caer con tanta intensidad. De esas cosas debemos aprovecharnos. En estos momentos todavía no me ha sido arrebatado el placer de pensar mientras camino con el viento soplando en mi rostro…, y hay mucho en lo que debo pensar.

—Binabik —llamó Simón, con todo el sorprendente y fatigoso día cayendo repentinamente sobre él—. ¿Recuerdas el sueño que tuve…, que todos tuvimos…, en la casa de Geloë? Sobre Sturmrspeik… y aquel libro…

—Sí —respondió el hombrecillo con voz grave—. Ésa es una de las cosas que me preocupan. Las palabras: las palabras que viste en aquel sueño me preocupan. Temo que sea de vital importancia desentrañarlas.

—Du… Du Swar… —El muchacho luchó con su memoria fatigada—. Du…

—Era Du Svardenvyrd —suspiró Binabik—. El Enigma de Las Espadas.

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El aire caliente golpeaba dolorosamente sobre el barbilampiño rostro de Pryrates, pero no se permitió ningún gesto que demostrase su incomodidad. Cuando penetró en la fundición, con los hábitos revoloteando a su alrededor, le resultó gratificante el hecho de ver a los trabajadores, enmascarados y con pesados ropajes, mirar y vacilar a su paso. Se sintió optimista allí, en la parpadeante luz de la forja, y por un instante se imaginó como un demonio andando sobre las baldosas del infierno, con todos aquellos diablillos de inferior categoría arremolinándose a su alrededor.

La ilusión desapareció un instante después y frunció el entrecejo. Algo le había ocurrido con aquel desgraciado aprendiz del doctor, y él lo sabía. Lo había podido sentir con tanta claridad como si alguien lo acuchillase con un objeto punzante. Todavía existía entre ellos algún tipo de misterioso y tenue nexo de unión desde la Noche Empedrada; lo sentía dentro y le corroía la concentración. Los asuntos de aquella noche habían sido muy importantes y demasiado peligrosos como para permitir cualquier clase de interferencia. Ahora el muchacho volvía a pensar en ellos y, probablemente, se los explicaba a Lluth, a Josua o a cualquier otro. Había que tomar medidas con respecto a aquel fisgón.

Se detuvo frente a un gran crisol y allí se quedó, con los brazos cruzados sobre el pecho. Se mantuvo en aquella posición durante largo rato, mientras en su interior iba creciendo la cólera a causa de la espera. Al fin apareció corriendo uno de los trabajadores de la fundición y se inclinó torpemente ante él, sobre una rodilla.

—¿Cómo puedo serviros, amo Pryrates? —dijo el hombre, con la voz apagada a causa de la tela humedecida que le cubría la mitad inferior del rostro.

El sacerdote continuó en silencio el tiempo suficiente como para que la expresión que se revelaba parcialmente en el rostro del hombre arrodillado pasase de la incomodidad al miedo.

—¿Dónde está vuestro supervisor? —siseó.

—Allí, padre —apuntó el trabajador a una de las oscuras aberturas existentes en la pared de la caverna de la fundición—. Una de las manivelas se ha salido del cabrestante…, vuestra eminencia.

Aquello era algo gratuito, pues oficialmente él ya no era sacerdote, pero la palabra no dejó de agradarle.

—¿Y bien…? —preguntó.

El hombre no respondió, y Pryrates le dio una patada en la espinilla cubierta de cuero.

—¡Ve a buscarlo, entonces! —exclamó con voz sibilante.

El trabajador se alejó tras una reverencia realizada precipitadamente, y se movió como un niño pequeño con pañales. Pryrates se daba cuenta del sudor que resbalaba por su frente y del aire caliente proveniente de las forjas que parecía quemarle los pulmones, pero, a pesar de ello, una sonrisa cruzó sus angulosos rasgos. Había sentido cosas peores: Dios…, o quienquiera que fuese…, sabía que se había enfrentado a cosas mucho peores.

Por fin llegó el supervisor, un individuo de gran estatura. Cuando dejó de arrastrar los pies al llegar junto al sacerdote, éste volvió a pensar que la altura de aquel hombre era como un insulto.

—Imagino que debes de saber por qué he venido —dijo, con sus ojos negros llenos de un extraño brillo y la boca fruncida en una mueca de desagrado.

—Por las máquinas —explicó el otro, con voz tranquila pero llena de infantil petulancia.

—¡Sí, por las máquinas de asedio! —gritó Pryrates—. Quítate esa maldita máscara, Inch, para que pueda verte cuando te hablo.

El supervisor levantó una mano peluda y se quitó el trapo. Su arruinado rostro, lleno de cicatrices de quemaduras alrededor de la vacía cuenca de un ojo, reforzó la sensación del sacerdote de que se hallaba en una de las antesalas del Gran Infierno.

—Las máquinas todavía no están terminadas —explicó Inch, testarudo—. Hemos perdido a tres hombres cuando la mayor se cayó el jueves pasado. Vamos más lentos.

—Ya sé que no habéis acabado. Toma más hombres. Aedón sabe que hay muchos vagos en Hayholt. Pondremos a trabajar a algunos de los nobles, y dejaremos que les salgan algunos callos en sus delicadas manos. Pero el rey quiere que las acabéis. Ahora. Partirá dentro de diez días. ¡Diez días, maldito seas!

La única ceja de Inch se enarcó, como un puente levadizo.

—Naglimund. Va a ir a Naglimund, ¿verdad? —En su ojo había un brillo de ansiedad.

—Eso no tiene por qué preocuparte, mono rajado —respondió Pryrates, sin contemplaciones—. ¡Sólo tienes que acabarlas! Ya sabes por qué se te concedió un puesto de tanta responsabilidad, pero podemos volver a quitártelo…

Pryrates sintió que el supervisor lo miraba mientras se alejaba y advirtió la presencia de aquella especie de mole en la humeante y parpadeante luz. Se preguntó si había hecho bien en dejar vivir a aquel bruto y si, en caso contrario, debería rectificar ese error.

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El sacerdote llegó a uno de los descansillos de la escalera, con pasillos que conducían a derecha y a izquierda y que asimismo llevaban al próximo grupo de escalones, cuando una oscura figura le salió al paso, apareciendo de repente desde las sombras.

—¿Pryrates?

Tenía tal dominio de sus nervios que no hubiera gritado ni aunque lo hubiesen cortado con un hacha; sin embargo, sintió un sobresalto.

—Majestad —dijo, sin alterarse.

Elías, sin que se tratase de ningún tipo de broma sobre el aspecto de los trabajadores de la fundición, llevaba la negra capucha de su abrigo sobre el rostro. Últimamente siempre se lo podía ver así, al menos cuando estaba fuera de sus habitaciones, y siempre que llevase la espada enfundada. Aquella espada le había dado más poder al rey del que nunca había obtenido ningún mortal, pero ello no había sido alcanzado sin tener que pagar un precio. El sacerdote rojo era lo suficientemente listo como para saber que la cuenta que pasaban aquellas transacciones eran muy altas y materia de una ciencia sutil.

—No…, no puedo dormir, Pryrates.

—Es comprensible, sire. Soportáis muchas responsabilidades.

—Vos me ayudáis… en muchas de ellas. ¿Has ido a ver las máquinas de sitio?

Pryrates asintió, y se percató de que el encapuchado Elías no debía de poder ver nada en la oscura escalera.

—Sí, mi señor. Me gustaría freír en aceite a Inch, ese cerdo de capataz, encima de uno de sus propios fuegos. Las tendremos, sire, las tendremos, de una forma u otra.

El rey guardó silencio durante largo rato y golpeó repetidamente la empuñadura de la espada.

—Naglimund debe ser aplastada —dijo, saliendo de su mutismo—. Josua me desafía.

—Ya no es vuestro hermano, sire, sólo es vuestro enemigo —apuntó el sacerdote.

—No, no… —rectificó Elías, lentamente, mientras parecía hundido en sus pensamientos—. Es mi hermano. Por eso no le puede ser permitido el desafiarme. Me parece algo obvio. ¿No lo es, Pryrates?

—Desde luego, majestad.

El rey se embozó aun más en la capucha, como para guarecerse de un frío viento, pero el aire era caliente a causa de la fundición.

—¿Habéis encontrado ya a mi hija? —preguntó el monarca, levantando la mirada.

El sacerdote pudo ver levemente en el interior de la capucha el brillo de los ojos y lo sombrío del rostro del rey.

—Como ya os dije, sire, si no se ha dirigido a Nabban, a reunirse con la familia de su madre que allí reside, y nuestros espías no lo creen así, entonces está en Naglimund, con Josua.

—Miriamele. —El nombre pronunciado pareció caer por el hueco de la escalera—. ¡Tengo que conseguir que vuelva! ¡Debo hacerlo! —Elías extendió una mano que cerró hasta convertirla en un puño—. Ella es un pedazo de carne buena que debo salvar del esqueleto de la casa de mi hermano. El resto lo pisotearé en el polvo.

—Ahora tenéis el poder para conseguirlo, mi rey —declaró Pryrates—. Y también tenéis poderosos amigos.

—Sí —asintió lentamente el Supremo Rey—. Sí, es cierto. ¿Qué hay del cazador Ingen Jegger? No ha encontrado a mi hija, pero tampoco ha regresado. ¿Dónde está?

—Todavía persigue al chico del mago, majestad. Se ha convertido en una especie de… rencor.

El sacerdote agitó una mano, como para tratar de hacer desaparecer el desagradable recuerdo del rimmerio negro.

—Ha sido derrochado un gran esfuerzo, me parece, para encontrar a ese muchacho del que decís que conoce unos cuantos de nuestros secretos. —El soberano enarcó las cejas y habló roncamente—. Siento todos esos problemas como si los tuviera marcados en la piel, y no me gusta.

Por un instante pareció que sus ocultos ojos brillaban de cólera. Se dio la vuelta para irse, pero se detuvo a medio movimiento.

—¿Pryrates? —Su voz parecía haber vuelto a cambiar.

—¿Sí, sire?

—¿Creéis que dormiré mejor… cuando caiga Naglimund y tenga a mi hija de vuelta en casa?

—Estoy seguro de ello, mi señor.

—Bien. Entonces disfrutaré aun más al saberlo.

Elías desapareció por el sombrío pasillo. Su consejero no se movió, pero escuchó cómo los pasos del rey se mezclaban con los golpes de los martillos de Erkynlandia, cuyo estruendo llegaba monótonamente de las profundidades.