32

Noticias del norte

—Bueno, muchacho —dijo Towser, empujando otro vaso sobre la mesa—, tienes toda la razón. Siempre traen problemas. Y siempre lo harán.

Simón bizqueó al mirar al viejo bufón, que súbitamente le pareció el depositario de todo el conocimiento.

—Le escriben cartas a uno —prosiguió, y bebió un generoso trago—, cartas llenas de mentiras.

El chico dejó el vaso sobre la madera y observó cómo se zarandeaba de lado a lado, amenazando con sobrepasar el borde.

Towser se apoyó contra la pared de su diminuta habitación. Estaba en camiseta y parecía no haberse afeitado en uno o dos días.

—Escriben esas cartas —continuó, asintiendo con su barbilla llena de pelos blancos—. Y a veces mienten sobre ti a las otras damas.

Simón frunció el entrecejo al pensar en ello. Lo más seguro es que ella también lo hubiese hecho. Seguro que les había dicho a las otras damas de noble cuna lo estúpido que era aquel pinche de cocina que había navegado con ella a bordo de un bote por el Aelfwent. Seguro que ya era una historia graciosa que circulaba por todo Naglimund.

Volvió a beber otro trago y a sentir aquel regusto amargo que le llenaba la boca de bilis. Dejó la copa sobre la mesa.

Towser tenía dificultades para mantenerse en pie.

—Mira. —Se dirigió a un rincón de madera que empezó a revolver—. Condenación, sé que tiene que estar por aquí.

—¡Tendría que haberme dado cuenta! —dijo Simón—. Me escribió una nota. ¡¿Cómo podía una sirvienta…, cómo podía saber deletrear mejor que yo?!

—¡Aquí está la maldita cuerda de laúd! —continuaba revolviendo el viejo.

—Pero, Towser, me escribió una nota, ¡decía que Dios me bendijera! Me llamó «amigo».

—¿Qué? Bueno, eso está bien, muchacho. Ésa es la clase de chica que tú quieres, no una especie de damita remilgada que te mire con desdén, como la otra. ¡Ah! ¡Aquí está!

—¿Eh?

Simón había perdido el hilo; estaba seguro de que sólo había hablado de una chica, de la architraidora y usurpadora de personalidad Marya… Miriamele… Bueno, ¿qué más daba?

«Pero se quedó dormida en mi hombro».

De manera borrosa, a causa de su incipiente borrachera, recordó la cálida respiración sobre su mejilla y sintió el correspondiente dolor por la pérdida.

—Mira esto, muchacho —dijo Towser, que estaba ante él, agitando algo de color blanco. El chico lo miró, perplejo.

—¿Qué es eso?

—Una bufanda, para cuando hace frío. ¿Lo ves?

El viejo señaló con un dedo retorcido una serie de caracteres tejidos en color azul oscuro sobre el blanco. La forma de las runas le recordó a Simón algo que abrió las puertas en su interior a una sensación de frío, dándole paso a través de los vapore; del vino.

—¿Qué quieres decir? —preguntó, con la voz un poco más clara que antes.

—Son runas rimmerias —respondió el bufón, sonriendo ausente—. Pone «Cruinh», mi verdadero nombre. Las tejió una muchacha, y la bufanda. Lo hizo para mí, cuando estuve en Elvritshalla con mi querido rey Juan.

Inesperadamente, empezó a llorar y retrocedió hasta la mesa para caer sobre la dura silla. Instantes después cesaron los sollozos, y los enrojecidos ojos del bufón aparecieron húmedos como charcos después de una tempestad de verano. Simón no dijo nada.

—Me hubiera casado con ella —explicó Towser—, pero no quería abandonar su tierra, no hubiera venido conmigo a Hayholt. La asustaba todo lo extraño y el tener que dejar a su familia. Murió hace años, pobre chica —se sorbió las narices ruidosamente—. ¿Y cómo podía yo abandonar para siempre a mi buen Juan?

—¿Qué quieres decir? —inquirió el muchacho.

No podía recordar dónde había visto runas rimmerias, o al menos no quiso hacer el esfuerzo de recordarlo. Resultaba más sencillo sentarse junto a una vela y dejar hablar al viejo.

—¿Cuándo estu… cuándo estuviste en Rimmersgardia? —preguntó de pronto.

—Ay, muchacho, hace ya muchos, muchos años. —Towser se secó los ojos sin vergüenza y se sonó la nariz en un gran pañuelo—. Fue después de la batalla de Naarved, al año siguiente, cuando conocí a la joven que hizo esto.

—¿Cuál fue la batalla de Naarved?

Simón se incorporó para servirse más vino. ¿Qué estaría pasando en aquellos instantes en la gran sala?

—¿Naarved? —preguntó el bufón asombrado—. ¿No has oído hablar de Naarved? ¿Donde Juan venció al rey Jormgrun y se convirtió en Supremo Rey de todo el norte?

—Creo que me suena —respondió el chico, insatisfecho. ¡Cuántas cosas había que saber en este mundo!—. ¿Fue una batalla famosa?

—¡Pues claro que sí! —Los ojos de Towser brillaban—. Juan puso cerco a Naarved durante todo el invierno. Jormgrun y sus hombres nunca imaginaron que sureños como los erkynos podrían sobrevivir a las crueles nieves de Rimmersgardia. Estaban seguros de que Juan tendría que levantar el sitio y retirarse hacia el sur. ¡Pero resistió! No sólo rindió Naarved, sino que en el ataque final se aupó al muro del bastión interior y abrió el puente levadizo, matando a diez hombres antes de poder cortar la cuerda. ¡Después rompió el escudo de Jormgrun y le cortó el cuello ante su propio altar pagano!

—¿De veras? ¿Y tú estabas allí? —preguntó Simón, que más o menos conocía la historia pero que se sentía emocionado al poder oírla de un testigo de primera fila.

—Sí, allí estaba, en el campamento de Juan; el rey me llevaba allí donde fuese, mi buen y viejo rey.

—¿Cómo consiguió Isgrimnur llegar a ser duque?

—Ah… —La mano del bufón, que había jugueteado con la bufanda, se dirigió hacia la jarra de vino—. Su padre Isbeorn fue el primer duque de entre los paganos nobles de Rimmersgardia que se iluminó, al recibir la gracia de Jesuris Aedón. Su casa recibió de Juan el honor de convertirse en el primer linaje de Rimmersgardia. De esa forma, el hijo de Isbeorn, Isgrimnur, es ahora el duque, y para encontrar un aedonita más piadoso que él tendrás que buscar mucho.

—¿Qué pasó con los hijos del rey Jorg-como-se-llame? ¿Ninguno de ellos se hizo aedonita?

—Oh —Towser movió la mano, disgustado—, creo que todos murieron en la batalla.

—Hummm. —Simón se retrepó en la silla, tratando de apartar de su mente el confuso asunto de la religión y el paganismo y enfocar la gran batalla—. ¿Tenía entonces a Clavo Brillante el rey Juan? —preguntó.

—Sí…, sí, así es —respondió el viejo—. ¡Por el Sagrado Árbol, qué hermoso era verlo en la batalla! Clavo Brillante brillaba tanto y se movía con tanta rapidez, como un borroso contorno de acero, que a veces Juan parecía rodeado de una extraña y sacra luz plateada. —El viejo bufón suspiró.

—¿Y quién era la chica? —preguntó el muchacho.

Towser lo miró.

—¿Qué chica?

—La que tejió la bufanda para ti.

—¡Oh! —Arrugó el rostro—. Sigmar. —Se quedó pensativo durante unos instantes—. Bueno, verás, no nos marchamos hasta al cabo de casi un año. Es un trabajo duro el tratar de administrar un país conquistado, ¿sabes?, muy duro. A veces me da la impresión de que tal vez es peor que luchar en la maldita guerra. Era una muchacha que limpiaba la sala en la que se hallaba el rey, donde yo también estaba. Tenía el cabello del color del oro; no, más claro, casi blanco. Traté de conquistarla y amansarla como si fuese un potro salvaje; una palabra amable por aquí, un poco de comida para su familia por allá. ¡Ah, qué hermosa era!

—Entonces, ¿querías casarte con ella?

—Creo que sí. Ha pasado mucho tiempo desde entonces, muchacho. Quería llevarla conmigo, eso seguro. Pero ella no quiso acompañarme.

Ninguno de los dos habló durante un rato. Los vientos de tormenta parecían gemir en el exterior de los gruesos muros del castillo, como perros abandonados por su amo. La cera de las velas goteaba y chisporroteaba.

—Si pudieras volver atrás —dijo Simón, rompiendo el silencio—. Si pudieras volver a estar allí… —luchó con la dificultad de plantear la idea—, ¿dejarías…, dejarías que se marchase por segunda vez?

Al principio no hubo contestación, y cuando el joven estaba a punto de levantarse para mover un poco al bufón, que parecía dormido, el viejo Towser se irguió y aclaró su garganta.

—No lo sé —respondió lentamente—. Parece que Dios hace que suceda lo que quiere, pero dándonos algunas oportunidades, ¿verdad, chico? Si no tienes opciones la cosa no funciona. No lo sé…, creo que no quiero desempolvar el pasado hasta ese extremo. Es mejor dejar las cosas como están, hayas escogido bien o mal.

—Pero las opciones parecen más claras al cabo de un tiempo —continuó Simón, poniéndose en pie. Towser lo miró fijamente a la luz de la temblorosa vela—. Quiero decir que en el momento en el que tienes que tomar una determinación, nunca pareces saber demasiado. Sólo más tarde puedes tener una visión más global.

El muchacho se sintió más cansado que borracho, inundado por una oleada de fatiga. Dio las gracias por el vino, se despidió del viejo bufón y salió al desierto patio azotado por la lluvia.

flor.jpg

Simón se quitó el barro de las botas, observando a Haestan, que subía por la húmeda y ventosa colina. Los humos procedentes de las cocinas del pueblo, que se veía abajo, se escapaban hacia un cielo plomizo. Desenvolvió el trapo que ocultaba su espada y miró los rayos de sol que se abrían camino a través de las nubes del horizonte, por el noroeste: saetas de luz que tal vez mostrasen la presencia de una tierra más brillante y mejor, más allá de la tormenta, o quizá se tratase de un intranscendente juego de luces, que no se preocupaba por el mundo ni por sus problemas. Simón miró hacia arriba y enrolló el trapo en las manos, pero continuó con el mismo malhumor. Se sentía solo. Allí, en medio de las hierbas dobladas por el viento, podía haber sido una piedra o un fragmento de la corteza de un árbol.

Binabik había ido a verlo aquella mañana, y el golpear de sus nudillos contra la puerta había atravesado el sueño del muchacho, pesado a causa del vino. Había desoído la llamada y las apagadas palabras del gnomo que le llegaban del otro lado hasta que cesaron, y pudo darse la vuelta en el lecho para dormir un poco más. No tenía ningún deseo de ver al hombrecillo, al menos de momento, y se sintió agradecido de que ante ellos permaneciese la impersonal presencia de la puerta.

Haestan rió cruelmente del tinte verdoso con el que Simón llegó a los barracones de la guardia, y, después de prometerle que pronto lo llevaría a beber de verdad, procedió a hacerle exudar los vapores. Aunque en un principio el chico creyó que estaba siendo vaciado de toda vida, después de una hora, más o menos, sintió que una vez más la sangre corría por sus venas. Haestan lo hizo trabajar con más dureza que el día anterior con la espada, dedicándose a ello con empeño, algo que Simón agradeció como distracción. Representaba un lujo poder sumergirse en el implacable y tremendo ritmo de espada contra escudo, de asestar fuertes golpes, desviarlos y lanzar el contragolpe.

Ahora, con el viento atravesando como un afilado cuchillo su sudada camisa, recogió su equipo y bajó la colina para dirigirse hacia la puerta principal.

Se abrió camino por el patio encharcado, apartándose del paso de una escuadra de guardias enfundados en gruesos mantos de lana que se dirigían a relevar a los centinelas. A Simón le pareció que todo rastro de color había desaparecido de Naglimund. Los árboles enfermos, las grises capas de los guardias de Josua, los sombríos hábitos de los sacerdotes: cada objeto que aparecía ante sus ojos podía haber estado labrado en piedra. Incluso los apresurados pajes parecían estatuas a las que se hubiese dotado de algún tipo de vida transitoria, pero que en cualquier momento podían regresar a la inmovilidad.

El muchacho jugueteaba e incluso se divertía con tan lóbregos pensamientos, cuando su atención fue atraída por una pincelada de color que apareció repentinamente en el abierto patio: un color que se hacía notar tanto como la llamada de una trompeta en una tarde tranquila.

Las extravagantes sedas pertenecían a tres mujeres jóvenes que habían aparecido a través de una arcada, riendo, y que atravesaban el patio. Una iba de rojo y oro, otra de amarillo de un campo de heno segado y la tercera vestía un largo y brillante vestido de color gris y azul. En una fracción de segundo reconoció a la última como Miriamele.

Simón se dirigió hacia el trío antes de que pudiera darse cuenta de lo que hacía. Un momento después empezó a correr mientras las muchachas desaparecían por un claustro, con el eco de su conversación flotando hacia él como un provocativo aroma para un mastín encadenado. Con treinta largas zancadas las alcanzó.

—¡Miriamele! —exclamó, con voz queda, haciendo que se detuviese llena de sorpresa y turbación—. ¿Princesa? —acertó a añadir cuando ella se dio la vuelta.

El reconocimiento fue apartado rápidamente del rostro de la princesa por otra emoción, que al joven le pareció terrorífica: una mirada de piedad y compasión.

—¿Simón? —preguntó la muchacha, pero en sus ojos no existía duda alguna.

Ambos se quedaron parados, a unas tres o cuatro anas de distancia, mirándose como a través de un cañón. Durante unos instantes sólo se observaron, cada uno de ellos esperando oír la voz del otro y con la respuesta a punto. Al final fue Miriamele la que dijo algo corto y suave a sus dos compañeras, cuyos rostros no pudo ver Simón, excepto para advertir lo que creyó ser una muestra de desaprobación en sus expresiones; la pareja retrocedió y luego caminó una corta distancia hasta esperar a la princesa más adelante.

—Me…, me siento raro al no llamaros Marya…, princesa.

Simón miró hacia el suelo y vio el barro que manchaba la puntera de sus botas y sus pantalones llenos del verde de la hierba, y en lugar de la vergüenza que esperaba sentir notó una especie de fiero y extraño orgullo. Tal vez él fuese un patán, pero al menos era un patán honesto.

La princesa lo miró de arriba abajo rápidamente, sin hacerlo a la cara.

—Lo siento, Simón. No te mentí porque quisiera, sino porque tuve que hacerlo. —Movió los dedos en un gesto rápido de desconsuelo—. Lo siento.

—No…, no necesitáis disculparos. Pero…, pero… —el muchacho buscó las palabras, con las manos sobre la vaina de la espada—, pero hace que las cosas resulten muy extrañas.

Ahora era él quien la miraba de arriba abajo. Decidió que llevaba un bonito vestido —y notó que lucía unas tiras verdes, tal vez como un testarudo gesto de lealtad hacia su padre—, lo que añadía algo a la Marya que conocía, pero a la vez también la alejaba un poco de ese recuerdo. La muchacha ofrecía un buen aspecto, tenía que admitirlo: sus finos y delicados rasgos aparecían rodeados, como una piedra valiosa, del ropaje que merecían y que los resaltaba. Al mismo tiempo, algo había desaparecido, algo de la graciosa, terrenal y práctica Marya con la que había compartido el viaje por el río y aquella terrorífica noche en la Escalera. En su rostro no quedaba casi nada de lo que Simón recordaba, pero todavía ardía una chispa en los cortos cabellos que mostraba en el cuello de la capucha.

—¿Os teñisteis el pelo de negro? —preguntó Simón, rompiendo el silencio.

La princesa sonrió con timidez.

—Sí. Mucho antes de marcharme de Hayholt decidí qué era lo que iba a necesitar. Me corté el cabello, que llevaba muy largo —añadió, con orgullo—, y una mujer de Erchester lo convirtió en una peluca que Leleth me trajo. Escondí mi pelo bajo la peluca y la teñí de negro; así pude vigilar a los hombres que se movían alrededor de mi padre sin ser reconocida, oír cosas que de otra forma no hubiese podido escuchar… y descubrir qué era lo que en verdad ocurría.

Simón, a pesar de su malestar, sentía una gran admiración por la astucia que había demostrado la muchacha.

—Pero ¿por qué me espiabais a ? Yo no tenía ninguna importancia.

La princesa continuó retorciéndose los dedos.

—La verdad es que no te espiaba, al menos al principio. Escuchaba la discusión que mantenían mi padre y mi tío en la capilla. En cuanto a las demás veces…, bueno, te seguí. Te había visto en el castillo, a tus anchas, sin que nadie te dijese lo que debías hacer, ni dónde estar, ni a quién sonreír o hablar… Te envidiaba.

—¡¿Que nadie me decía lo que tenía que hacer?! —Simón sonrió a su pesar— ¡Eso es que nunca conociste a Raquel el Dragón, muchacha! —Se amonestó en su interior—. Perdón, quise decir princesa.

Miriamele, que también se reía, volvió a sentirse incómoda. El joven sintió que en su interior volvía a surgir toda la rabia que había sentido durante la noche anterior. ¿Quién era ella para sentirse incómoda con él? ¿Acaso no había sido él quien la había rescatado de aquel árbol? ¿No descansó la cabeza sobre su hombro?

«Sí, pero eso es otra cuestión, ¿no?», pensó.

—Tengo que irme —dijo Simón, y alzó la funda de la espada como para mostrarle algún detalle de los grabados—. He estado practicando durante todo el día y estoy seguro de que vuestras amigas os esperan.

Empezó a darse la vuelta, después se detuvo y dobló una rodilla ante ella. La expresión de la muchacha todavía adquirió tintes más tristes y sombríos que antes, si es que ello era posible.

—Princesa… —dijo Simón, y se alejó.

No se volvió para ver si ella lo miraba. Irguió la cabeza y continuó andando con la espalda bien tiesa.

flor.jpg

Binabik, vistiendo lo que debían de ser sus mejores galas, una chaqueta de piel de venado blanca y un collar de cráneos de pájaros, se encontró con Simón cuando éste regresaba a su habitación. El muchacho lo saludó con frialdad; se encontraba secretamente sorprendido de que allí donde, tan sólo unas horas antes, había habido una gran cantidad de rabia, ahora sólo existiera un gran vacío.

El gnomo esperó mientras Simón se quitaba el barro de las botas ante la puerta y después lo siguió al interior mientras el muchacho se cambiaba de camisa y cogía una que Strangyeard amablemente le había proporcionado.

—Estoy seguro de que estás enfadado ahora, Simón —empezó a decir Binabik—. Espero que entiendas que yo no sabía nada sobre la princesa antes de que Josua me lo dijese anteayer por la noche.

La camisa del sacerdote le iba grande, a pesar de lo largo que era el chico, y no tuvo más remedio que metérsela entre los pantalones.

—¿Por qué no me lo dijiste? —preguntó, contento de sentir la mente descansada.

No tenía ninguna razón para dejar que la mala fe del hombrecillo le preocupase; ya se las había arreglado por sí mismo en anteriores ocasiones.

—Porque fue hecha una promesa. —Binabik parecía triste—. Estuve de acuerdo antes de saber de qué se trataba, pero sólo pasó un día entre que yo lo supe y tú te enteraste. ¿Qué diferencia hay en ello? Ella tendría que habérnoslo dicho por propia voluntad, eso es lo que yo creo.

Había mucho de cierto en lo que decía el hombrecillo, pero Simón no quería que se criticase a Miriamele, aunque él mismo la maldecía a causa de más grandes y sutiles crímenes.

—Eso no tiene ahora demasiada importancia —fue todo lo que dijo.

El gnomo logró componer una sonrisa.

—Espero que sea así. Por ahora, lo más importante es la Raed. Tu historia debe ser contada, y creo que esta noche será el momento oportuno. No te perdiste demasiado al irte. El barón Devasalles pidió garantías al príncipe Josua, en caso de que Nabban se incline a su lado. Pero esta noche…

—No quiero asistir —dijo Simón, y se recogió las mangas, que caían muy por debajo de sus manos—. Voy a ir a ver a Towser, o tal vez a Sangfugol. —Hizo un aspaviento con el brazo—. ¿Va a estar la princesa?

Su amigo lo miró preocupado.

—¿Quién puede saberlo? Pero a ti te necesitan, Simón. El duque y sus rimmerios están aquí. Han llegado apenas hace una hora, maldiciendo, llenos de polvo y con los caballos sudorosos. Esta noche habrá una discusión muy importante.

El chico miró al suelo. Sería mucho más fácil buscar al arpista y beber; eso parecía apartar la mente de uno de ese tipo de problemas. Sin duda también encontraría a alguno de sus nuevos conocidos entre los guardias, que también podrían resultar una buena compañía. Irían al pueblo de Naglimund, que todavía no había podido ver. Sería mucho más fácil que sentarse en la gran sala, esa gran habitación, con el peso de todas aquellas decisiones y el peligro pendiendo sobre ellos. Que discutiesen y se preocupasen otros. Él sólo era un pinche de cocina, y había estado apartado de su ambiente durante demasiado tiempo. ¿No era mejor así?… ¿Lo era?

—Iré —resolvió, al fin—, pero sólo si yo puedo decidir si quiero hablar.

—¡De acuerdo! —dijo Binabik, y le ofreció una sonrisa, pero Simón no estaba de humor para devolvérsela.

El muchacho recogió la capa, ahora limpia, aunque mostraba numerosos desgarrones —producto de las rocas y el bosque— todavía sin remendar, y dejó que el gnomo lo guiase hacia la gran sala.

flor.jpg

—¡Eso es! —gritó el duque Isgrimnur de Elvritshalla—. ¡Qué más pruebas necesitáis! ¡Pronto se hará con todas nuestras tierras!

Isgrimnur, al igual que sus hombres, no había tenido tiempo ni de cambiarse sus ropas de viaje. El agua goteaba de su empapada capa y caía sobre el suelo.

—¡Y pensar que una vez tuve a semejante monstruo sobre mis rodillas! —exclamó y se golpeó el pecho, furioso; luego miró a sus hombres en busca de apoyo. Todos, menos el inexpresivo Einskaldir, cuyos ojos eran como rendijas, asintieron con sus cabezas en muda conmiseración.

—¡Duque! —intervino Josua, levantando la mano—. Isgrimnur, y por favor, sentaos. Habéis estado vociferando desde el momento en que entrasteis por la puerta, y todavía no entiendo lo que…

—¡¿Lo que el rey, vuestro hermano, ha hecho?! —farfulló Isgrimnur, y dio la impresión de que cogería al príncipe y lo pondría sobre sus rodillas—. ¡Me ha robado mis tierras! ¡Se las ha dado a traidores y ha encarcelado a mi hijo! ¿Qué más queréis que haga para demostrar que es un demonio?

Los lores y genérales allí reunidos, que se habían puesto en pie cuando los rimmerios llegaron gritando y alborotando por la puerta, empezaron a dejarse caer sobre las pesadas sillas de madera, murmurando con rostros furiosos y volviendo a enfundar una docena de hojas de acero.

—¿Debo pedir que sean vuestros hombres los que hablen por vos, buen Isgrimnur? —preguntó Josua—. ¿O seréis capaz de explicarnos lo ocurrido?

El viejo duque miró al príncipe a través de la mesa; después levantó la mano y se la pasó por el rostro, como para limpiarse el sudor. Durante un instante lleno de tensión, Simón estuvo seguro de que Isgrimnur iba a gritar. Su enrojecido rostro se convirtió en una máscara de desesperación, y sus ojos adquirieron la mirada de un animal aturdido. Retrocedió un paso y se sentó en la silla.

—Le ha dado mis tierras a Skali Nariz afilada —explicó, y su voz sonó con un gran vacío, exenta ya de agresividad—. No me queda nada, y no tengo adonde ir, excepto aquí —añadió, y movió la cabeza.

Ethelferth de Tinsett se levantó, y en su amplio rostro se reflejó simpatía hacia el duque.

—Decidnos lo que ocurrió, duque Isgrimnur —dijo—. Aquí todos compartimos una afrenta u otra, pero también tenemos en común una larga historia de camaradería. Seremos la espada y el escudo de los caídos en desgracia.

El noble lo miró agradecido.

—Gracias, lord Ethelferth. Sois un buen camarada, y un buen norteño. —Se volvió hacia los demás—. Perdonadme. La forma en que me he comportado no es la adecuada, como tampoco ésta es una maldita forma de dar noticias. Dejadme, pues, que os cuente algunas cosas que debéis saber.

Isgrimnur cogió una copa de vino y la vació. Algunos de los hombres allí presentes, previendo una larga historia, pidieron que sus copas fueran vueltas a llenar.

—Estoy seguro de que ya sabréis la mayor parte de lo ocurrido, pues Josua y muchos otros están enterados. Le dije a Elías que no estaría a sus órdenes en Hayholt durante más tiempo, no mientras tormentas de arena matasen a mi gente y enterrasen nuestros pueblos, y mientras mi joven hijo tuviese que gobernar a los rimmerios en mi ausencia. El rey se resistió a mis demandas durante meses, pero finalmente consintió. Cogí a mis hombres y me dirigí hacia el norte.

»La primera cosa que sucedió fue una emboscada en la abadía de San Hoderund; antes de que cayésemos en la trampa, los que nos esperaban mataron a los moradores de ese santo lugar. —Levantó la mano y se tocó el Árbol de madera que pendía sobre su pecho—. Luchamos contra ellos y huyeron, escaparon cuando nosotros fuimos detenidos por una caprichosa tormenta.

—No he oído eso —dijo Devasalles de Nabban, mirando a Isgrimnur con expresión de asombro—. ¿Quién os esperaba en la abadía?

—No lo sé —replicó disgustado el rimmerio—. No pudimos hacer ni un solo prisionero, aunque enviamos a unos cuantos por el frío camino que conduce al infierno. Algunos tenían aspecto de rimmerios. Entonces creí que se trataba de mercenarios; ahora ya no soy de la misma opinión. Uno de mis familiares cayó ante ellos.

»Lo segundo que ocurrió, mientras acampábamos no lejos del Knock, es que fuimos atacados por los asquerosos bukken, una gran horda, y en terreno descubierto. ¡Atacaron un campamento armado! Los combatimos y nos deshicimos de ellos, aunque no sin grandes pérdidas… Hani, Thrinin, Utë de Saegard…

—¿Bukken? —Era difícil saber si las cejas arqueadas de Devasalles eran un signo de sorpresa o de desprecio—. ¿Me estáis diciendo que vuestros hombres fueron atacados por ese pequeño pueblo de leyenda, duque Isgrimnur?

—Quizá sea una leyenda en el sur —gruñó Einskaldir desde su asiento—, una leyenda en las blandas cortes de Nabban; en el norte sabemos que son reales, y por ello mantenemos nuestras hachas afiladas.

—Malentendidos e ignorancia tanto por parte del norte como del sur hay muchos —dijo Binabik, de pie en su silla con una mano sobre el hombro de Simón—. Los bukken, los cavadores, no perforan sus agujeros mucho más al norte de las fronteras de Erkynlandia, pero lo que representa una fortuna para los que viven al sur no debe ser confundido con una verdad universal.

Devasalles abrió los ojos llenos de sorpresa, y no fue el único.

—¿Es ése uno de los bukken, que viene como emisario a Erkynlandia? ¡Ahora que he visto todo lo que hay bajo el sol, puedo morir tranquilo!

—Si soy la cosa más extraña que habéis visto, antes de que pase un año… —empezó a decir el hombrecillo, pero fue interrumpido por Einskaldir, que se levantó de su asiento para unirse al sorprendido Isgrimnur.

—¡Es peor que un bukka! —rugió—. ¡Es un gnomo…, una criatura infernal! —Trató de echarse hacia adelante a pesar del brazo del duque, que se lo impedía—. ¿Qué hace aquí ese ladrón de niños?

—¡Más bien que tú, pesado y barbudo idiota! —contestó Binabik.

La asamblea se hundió en una confusión general y en el griterío.

Simón cogió al gnomo por la cintura, mientras éste se inclinaba tanto que corría el peligro de caer sobre la mesa manchada de vino.

Al fin, la voz de Josua pudo hacerse oír por encima de las voces y el clamor generalizado, pidiendo orden.

—¡Por la Sangre de Aedón, esto no puede seguir así! ¡¿Sois hombres o niños?! Isgrimnur, Binabik de Yiqanuc está aquí por expresa invitación mía. ¡Si tus hombres no respetan las reglas de mi corte, tal vez prueben la hospitalidad de una celda en la torre! ¡Espero una disculpa!

El príncipe se echó hacia adelante como un halcón a punto de saltar, y Simón, que agarraba a Binabik de la chaqueta, se sorprendió al comprobar el parecido con el fallecido Supremo Rey. ¡Aquél era el verdadero Josua!

Isgrimnur inclinó la cabeza.

—Me disculpo en nombre de mi súbdito, majestad. Tiene la sangre caliente y no está acostumbrado a las formas cortesanas. —El rimmerio dirigió una fiera mirada a Einskaldir, que volvió a sentarse, murmurando algo para sí mismo y con los ojos puestos en el suelo—. Nuestro pueblo y los gnomos son enemigos desde tiempos inmemoriales —explicó el duque.

—Los gnomos de Yiqanuc no son los enemigos de nadie —replicó el hombrecillo, con arrogancia—. Son los rimmerios los que, asustados por nuestro gran tamaño y fuerza, nos atacan allí donde nos ven: incluso en la corte del príncipe Josua.

—Ya basta. —Josua movió la mano con un gesto de disgusto—. Éste no es lugar para viejos rencores. Binabik, tendréis vuestra oportunidad de hablar. Isgrimnur, todavía debéis acabar una historia.

Devasalles se aclaró la garganta.

—Dejadme decir una sola cosa, príncipe. —Se volvió hacia Isgrimnur—. Viéndoos enfrentado al hombrecillo de… ¿Yiqanuc?… encuentro vuestra historia sobre los bukken más fácil de creer. Perdonad mis palabras de duda, buen duque.

El ceño del rimmerio se suavizó.

—No tiene importancia, barón —murmuró—. Lo he olvidado, así como espero que olvidéis las torpes palabras de Einskaldir.

El noble hizo una breve pausa para poner en orden sus errabundos pensamientos.

—Bien, como decía, todo ello es muy extraño. Incluso en la Marca Helada y en las extensiones más al norte, los bukken son escasos, gracias a Dios. Pero el hecho de que atacasen a una compañía armada como la nuestra es algo que nunca se había dado. Los bukken son pequeños… —Su mirada se deslizó brevemente hacia Binabik, y después hacia Simón. Sorprendido, el duque volvió a fruncir el entrecejo—. Pequeños…, son pequeños… pero fieros, y peligrosos cuando atacan en grupos numerosos. —Agitó la cabeza como para deshacerse de la molesta familiaridad de Simón y volvió a dirigir su atención al resto de los reunidos alrededor de la larga y curvada mesa.

»Tras escapar de los habitantes de los agujeros y seguir nuestro camino hacia Naglimund, nos aprovisionamos y volvimos a dirigirnos hacia el norte. Estaba ansioso por volver a mi casa y ver a mi mujer y a mi hijo.

»La parte superior del camino de Wealdhelm y la ruta de la Marca Helada no son lugares recomendables en estos días. Los que entre vosotros tenéis tierras al norte de aquí, sabéis a lo que me refiero sin necesidad de hablar sobre ello. Así que me llené de alegría cuando vi las luces de Vestvennby en la noche del sexto día de nuestra partida.

»A la mañana siguiente nos vinieron a recibirá la puerta Storfort, Thane de Vestvennby, lo que vosotros llamaríais un barón, y medio centenar de hombres a caballo. ¿Habían salido para dar la bienvenida a su duque?

»Avergonzado, y bien que debía estarlo el traicionero, Storfort me dijo que Elías me había declarado traidor y había otorgado mis tierras a Skali Nariz afilada. También dijo que Skali quería que me rindiese y que él, Storfort, me llevaría a Elvritshalla, en donde ya estaba prisionero mi hijo Isorn… y en donde Nariz afilada se mostraría compasivo y justo. ¡Justo! ¡Skali de Kaldskryke, que asesinó a su propio hermano durante una reyerta de borrachos! ¡Me concedería justicia bajo mi propio techo!

»Si mis hombres no me hubiesen contenido…, si no lo llegan a hacer… —El duque Isgrimnur tuvo que detenerse durante unos instantes, mientras retorcía su barba, lleno de desbordada rabia—. Bueno —siguió—, debéis imaginar que hubiera querido destripar a Storfort allí mismo. Pensé que era mejor morir con una espada en la mano que tener que inclinarme ante un cerdo como Skali. Pero, tal y como señaló Einskaldir, lo mejor sería recuperar mi feudo y hacer que Nariz afilada probase mi acero.

Isgrimnur compartió una breve y amarga sonrisa con su hombre; después se volvió hacia la asamblea y golpeó su vaina vacía.

—Eso fue lo que prometí. Aunque tenga que arrastrarme sobre mi viejo y abultado vientre durante todo el camino hasta Elvritshalla, juro por el Martillo de Dror…, por Jesuris Aedón, quiero decir, perdonad, obispo Anodis, que iré allí y hundiré mi buena espada Kvalnir una yarda en sus tripas.

Gwythinn, príncipe de Hernystir, que había permanecido extrañamente silencioso, golpeó la mesa con el puño, tenía las mejillas encendidas, pero no, pensó Simón, a causa del vino, a pesar de que el joven occidental había bebido una considerable cantidad.

—¡Bien! —exclamó el príncipe—. ¡Ved, Isgrimnur, ved que Skali no es vuestro más grande enemigo, no! ¡Es el mismo rey!

Un murmullo recorrió la mesa, pero esta vez pareció ser de aprobación. La idea de que a uno le quitasen las tierras y se las entregasen a un maldito rival causó una gran impresión en casi todos los allí presentes.

—¡El hernystiro habla correctamente! —gritó el gordo Ordmaer, levantando su mole del asiento—. Parece obvio que Elías sólo os tuvo en Hayholt el tiempo necesario para que Skali pudiese llevar a cabo su traición. Elías, pues, es el enemigo que está detrás de todo.

—¡Lo mismo ha hecho a través de sus herramientas como Guthwulf, Fengbald y los otros, para tratar de aplastar los derechos de la mayoría de los que aquí os encontráis! —Gwythinn tenía el bocado entre sus dientes y no estaba dispuesto a soltarlo—. ¡Es Elías quien trata de estrujarnos a todos, hasta que no haya resistencia ante el reinado de la desgracia, hasta que el resto de nosotros seamos aplastados por los impuestos y sucumbamos a la pobreza, a los pies de los caballeros de Elías! ¡El Supremo Rey es el enemigo, y por ello debemos actuar!

Gwythinn se volvió hacia Josua, que los miraba a todos como una estatua gris.

—¡A vos os corresponde, príncipe, el guiarnos! ¡Sin duda vuestro hermano tiene planes para todos nosotros, como de forma tan clara ha mostrado con vos mismo y con Isgrimnur! ¿No es cierto que él es vuestro verdadero y más peligroso enemigo?

—¡No! ¡No lo es!

La sorprendente voz sonó como el chasquido de un látigo a través de la gran sala de Naglimund. Simón, al igual que todos los presentes, se volvió para ver quién había hablado. No era el príncipe, que permanecía tan desconcertado como los demás.

Al principio dio la impresión de que el anciano se había materializado en el aire, a juzgar por lo repentino de su aparición en la zona iluminada, proveniente de las sombras. Era alto, y muy enjuto; la luz de las antorchas producía profundas sombras en los huecos de sus magras mejillas y bajo su huesuda frente. Vestía una capa de piel de lobo, y su larga barba blanca se mantenía sujeta con el cinturón; a Simón le pareció un espíritu salvaje salido del bosque invernal.

—¿Quién sois, anciano? —preguntó Josua. Dos de sus guardias se adelantaron para tomar posiciones a cada lado de la silla del príncipe—. ¿Y cómo habéis llegado hasta nuestro consejo?

—¡Es uno de los espías de Elías! —murmuró uno de los lores del norte, y los demás se hicieron eco de su afirmación.

Isgrimnur se puso en pie.

—Está aquí porque yo lo he traído, majestad —explicó el duque—. Nos esperaba en el camino de Vestvennby. Sabía adónde nos dirigíamos, y sabía, antes que nosotros, que regresaríamos aquí. Dijo que de una forma u otra tenía que hablaros.

—Y que sería mejor para todos si llegaba lo antes posible —acabó de decir el anciano, posando sus luminosos y azules ojos sobre el príncipe—. Tengo importantes cosas que comunicaros a todos vosotros. —Desvió su turbadora mirada para deslizaría a lo largo de la mesa, y los murmullos fueron cesando—. Podéis escucharme o no, ésa es vuestra elección…, que siempre es la elección en cuestiones de este tipo.

—Eso son acertijos para niños —se burló Devasalles—. ¿Quién sois y qué sabéis de lo que debatimos? En Nabban —sonrió hacia Josua—, enviaríamos a este loco a los hermanos vilderivanos, que están al cuidado de los lunáticos.

—Aquí no estamos hablando de cuestiones sureñas, barón —replicó el anciano, con una sonrisa fría como el hielo—; aunque también, a no mucho tardar, el sur sentirá los fríos dedos alrededor de su garganta.

—¡Ya basta! —gritó Josua—. Hablad, u os cargaré de cadenas como si en verdad fueseis un espía. ¡¿Quién sois y cuál es el asunto que os ha traído hasta aquí?!

El hombre asintió con frialdad.

—Os pido perdón. Hace tiempo que no practico las maneras de la corte. Me llamo Jarnauga y vengo de Tungoldyr.

¡Jarnauga! —exclamó Binabik, subiéndose a la silla para ver al recién llegado—. ¡Sorprendente!… ¡Jarnauga! ¡Soy Binabik! ¡He sido aprendiz de Ookequk durante mucho tiempo!

El anciano miró al gnomo con sus brillantes ojos.

—Sí. Debemos hablar, y pronto. Pero primero tengo algo que hacer en esta sala, con estos hombres —dijo, permaneciendo en pie, frente a la silla del príncipe.

»El rey Elías es el enemigo, oí decir al joven hernystiro, y escuché en otros el eco de su afirmación. Todos vosotros sois como ratones, que hablan en voz baja del terrible gato y sueñan en el interior de las paredes con que un día u otro se vaya. Nadie se da cuenta de que el problema no es el gato, sino el amo que lo ha traído para que mate ratones.

Josua se adelantó, mostrando un cierto interés por las palabras del viejo.

—¿Tratáis de decir que el mismo Elías es el peón de algún otro? ¿De quién? Supongo que de ese demonio de Pryrates.

—Pryrates presume de maldad —rezongó el viejo—, pero en realidad es como un niño. Hablo de uno para quien las vidas de los reyes son meros instantes que pasan rápidamente…, uno que desea mucho más aparte de vuestras tierras.

Los hombres empezaron a hacer comentarios entre ellos.

—¿Acaso este monje loco ha interrumpido nuestra asamblea para darnos lecciones acerca del Mal? —gritó uno de los barones—. No es ningún secreto que el Maligno usa a los hombres para sus propósitos.

—No estoy hablando de vuestro demonio aedonita —respondió Jarnauga, y después dirigió su mirada a la silla del príncipe—. Me refiero al verdadero demonio de Osten Ard, que es tan real como esta piedra —se agachó y golpeó la losa del suelo con la palma de la mano—, y que forma parte asimismo de nuestra tierra.

—¡Blasfemia! —vociferó alguien—. ¡Echadlo de aquí!

—¡No, dejadlo hablar!

—¡Habla, anciano!

Jarnauga alzó las manos.

—No soy ningún hombre santo enloquecido ni medio helado que haya venido para salvar vuestras almas en peligro. —Torció la boca con una amarga sonrisa—. He venido hacia vosotros como perteneciente a la Liga del Pergamino, como alguien que ha vivido su vida, vigilándola, junto a la maligna montaña llamada el Pico de las Tormentas. Nosotros, los miembros de la Liga del Pergamino, como puede confirmaros el gnomo, hemos permanecido vigilantes durante largo tiempo mientras los demás dormían. Ahora he venido para completar un voto hecho hace muchos años… y para explicaros cosas que desearéis no haber oído nunca.

Un nervioso silencio cayó sobre la sala cuando el anciano anduvo a través de la estancia y abrió la puerta que conducía al patio. El aullido del viento, que antes tan sólo era un débil quejido, se hizo evidente para todos.

—¡Ya estamos en el mes de junen! —exclamó Jarnauga—. ¡Quedan escasas semanas para que sea pleno verano! Escuchad: ¿puede un monarca, aunque sea el Supremo Rey, provocar esto? —Un remolino de lluvia pasó sobre él como humo—. Hay Hunën, gigantes y cazadores de hombres en las Wealdhelm. Los bukken salen de la fría tierra para atacar a soldados armados en la Marca Helada, y los fuegos de las fundiciones del Pico de las Tormentas, allá en el norte, arden durante toda la noche. ¡Yo mismo he visto su reflejo contra el cielo y he oído los martillos de hielo! ¿Cómo podéis pensar que Elías es el responsable de todo esto? ¿Es que no veis que se acerca un negro invierno, más allá del orden de las estaciones y de vuestro poder de comprensión?

Isgrimnur volvió a levantarse, con pálido rostro y ojos escrutadores.

—¿Qué es, pues, todo ello, anciano? ¿Estáis tratando de decir, que Udún el Tuerto me ayude, que estamos luchando con… Las Zorras Blancas de las viejas leyendas?

Al finalizar la pregunta se oyó un murmullo de comentarios y cuestiones llenas de perplejidad.

Jarnauga miró al duque y su severo rostro pareció dulcificarse con una expresión que bien pudiera haber sido de piedad, de tristeza.

—Ah, Isgrimnur, hay algo peor que las Zorras Blancas, que algunos conocen como las nornas, mucho peor; si sólo se tratase de ellas sería una bendición para nosotros. Pero os diré que Utuk’ku, la reina de las nornas, señora de la horrorosa montaña del Pico de las Tormentas, es al igual que Elías un peón guiado por otras manos.

—Callad, callad por un instante, viejo. —Devasalles se puso en pie, con fastidio—. Príncipe Josua, perdonadme, pero ya es bastante con que este loco entre aquí y nos interrumpa, sin decirnos quién ni qué es, pero ahora, como emisario del duque Leobardis, no puedo perder mi tiempo escuchando estúpidas historias norteñas. ¡Esto es insufrible!

Un ruido confuso de voces y argumentos volvió a elevarse sobre el consejo. Simón sintió un extraño y excitante frío al pensar que él y Binabik habían estado en el centro de todo, ¡en medio de una historia que ni siquiera Shem Horsegroom hubiera podido imaginar! Pero, a medida que pensaba en la historia que alguna vez llegaría a explicar junto al fuego de una chimenea, volvió a recordar los hocicos de los mastines y los pálidos rostros de la oscura montaña aparecida en sus sueños. Y de nuevo, ni por primera ni última vez, deseó desesperadamente estar de vuelta en la cocina de Hayholt, y que nada hubiese cambiado, que nada cambiase nunca…

El viejo obispo Anodis, que había observado al recién llegado con la afilada y fiera mirada de una gaviota ante su presa favorita, se incorporó.

—Debo decir, y no siento ninguna vergüenza al admitirlo, que creía poco en este…, en esta Raed. Tal vez Elías haya cometido errores, pero Su Santidad el lector Ranessin se ha ofrecido para mediar, para tratar de encontrar un camino por el que traer la paz a los aedonitas, incluyendo, claro está, a sus honorables aliados paganos. —Hizo un gesto con la cabeza en la dirección de Gwythinn y sus hombres—. Pero todo lo que he oído ha sido hablar de guerra y de derramamientos de sangre aedonita como venganza de insignificantes insultos.

—¿Insignificantes insultos? —replicó un furibundo Isgrimnur—. ¿Llamáis al robo de mi ducado un insulto insignificante, obispo? ¡Me gustaría ver vuestra iglesia… convertida en un maldito establo hyrka o en un nido de gnomos, y comprobar si eso os parecía un «insignificante» insulto!

—¿Nido de gnomos? —repitió Binabik, levantándose.

—Eso sólo prueba mi punto de vista —dijo Anodis, cogiendo el Árbol en su huesuda mano como si fuese un cuchillo con el que enfrentarse a bandidos—. No hacéis más que gritar a un hombre de la Iglesia cuando éste sólo busca corregir vuestras locuras. —Levantó el símbolo—. ¡Y ahora —lo agitó hacia Jarnauga—, ahora este…, este… barbudo ermitaño viene a explicarnos historias de brujas y demonios, y a hacer todavía más ancha la separación entre los hijos del Supremo Rey! ¿A quién beneficia todo ello? ¿A quién sirve este llamado Jarnauga, eh?

Rojo de rabia y lleno de temblores, el obispo cayó sobre la silla, cogió el vaso de agua que le trajo su sirviente y bebió sediento.

Simón se levantó y cogió a Binabik del brazo hasta que su amigo se sentó.

—Todavía estoy esperando una explicación sobre lo del nido de gnomos —gruñó en voz baja, pero, al ver el ceño de Simón, apretó los labios y calló.

El príncipe Josua se sentó y miró largamente a Jarnauga, que sostuvo su mirada con tanta tranquilidad como un gato.

—He oído hablar de la Liga del Pergamino —admitió Josua—. No creía que sus componentes tratasen de influir en las formas de gobierno ni en los estados.

—Yo no he oído hablar de esa llamada Liga —intervino Devasalles—, y creo que ya es hora de que ese extraño hombre nos diga quién lo envía y qué nos amenaza, si es que no se trata del Supremo Rey, como muchos de los aquí reunidos han creído.

—Por una sola vez estoy de acuerdo con el nabbano —dijo Gwythinn de Hernystir—. Dejemos que Jarnauga nos hable y ya decidiremos si tenemos que creerle o si, por el contrario, es preferible expulsarlo de la sala.

El príncipe asintió desde su asiento. El viejo rimmerio miró los expectantes rostros que lo rodeaban y levantó las manos en un extraño gesto, juntando los pulgares con los demás dedos como si tratase de mostrar un delgado hilo ante sus ojos.

—Bien —empezó—. Bien. Aquí nos encontramos dando los primeros pasos del camino, el único camino que puede conducirnos fuera de la oscura sombra de la montaña.

Jarnauga estiró los brazos, como para extender el hilo, y después abrió las manos.

—La historia de la Liga es corta —prosiguió—, pero encaja dentro de una mayor. —Otra vez volvió a dirigirse hacia la puerta, que un paje había cerrado para mantener el calor en el interior de la sala de altos techos. Jarnauga tocó la pesada madera—. Podemos cerrar esta puerta, pero eso no hará que desaparezcan la nieve y el granizo. De la misma forma, podéis llamarme loco, pero eso no hará que desaparezca lo que os amenaza. Ha estado esperando durante cinco siglos para retomar lo que cree suyo, y su mano es más fría y fuerte de lo que podéis llegar a imaginar. La suya es una larga historia, en el interior de la cual se encuentra la de la Liga, incrustada como la punta de una vieja flecha en un gran árbol, un árbol cuya corteza ha crecido tanto que ha llegado a ocultar la misma flecha.

»El invierno está sobre nosotros; el invierno que ha destronado al verano del lugar que le correspondía, ha sido desencadenado por él. Es el símbolo de su poder, del poder que da forma a las cosas según su voluntad.

Jarnauga tenía una fiera expresión en su rostro y ojos, y durante unos instantes no hubo sonido alguno excepto la lejana canción del viento, al otro lado de los muros.

—¿Quién es? —preguntó Josua—. ¿Cuál es el nombre de ese poderoso ser, anciano?

—Creo que lo conoceréis, príncipe —replicó Jarnauga—. Sois un hombre que ha aprendido muchas cosas.

»Vuestro enemigo…, nuestro enemigo murió hace quinientos años; el lugar en el que finalizó su primera vida permanece bajo los cimientos del castillo en que dio comienzo vuestra vida. Él es Ineluki… El Rey de la Tormenta.