Los consejos del príncipe
Aunque se había sentido muy hambriento mientras paseaba por los muros del castillo en compañía de Sangfugol, cuando el padre Strangyeard se acercó para llevarlo a las cocinas —cumpliendo su promesa con retraso— Simón se dio cuenta de que su apetito había desaparecido. El hedor de la quema de la tarde todavía estaba en sus narices; casi podía sentir el humo en su interior cuando caminó tras el archivador del castillo.
Cuando atravesaban el neblinoso patio, ya de regreso, después de que Simón hubiese comido sin ganas un plato de salchichas y pan que había depositado ante él una severa cocinera, Strangyeard intentó entablar conversación.
—Tal vez estés…, tal vez sólo se trata de que estás cansado, muchacho. Sí, eso debe de ser. El apetito regresará pronto. Los jóvenes siempre tienen apetito.
—Estoy seguro de que estáis en lo cierto, padre —dijo Simón.
Estaba cansado, y a veces resultaba más sencillo estar de acuerdo con la gente que tratar de explicarse. Además, no estaba del todo seguro de lo que lo hacía sentirse tan flojo, tan fatigado.
En un momento atravesaron la tenebrosa puerta interior.
—Ah —dijo el sacerdote—. Quería preguntarte…, espero que no creas que trato de hacerme con él…
—¿Sí?
—Bueno, Binbines…, Binabik me dijo…, me contó algo acerca de cierto manuscrito. Un manuscrito escrito por el doctor Morgenes de Erchester. ¿Es así? Qué gran hombre, y qué pérdida más trágica para toda la comunidad del saber…
Strangyeard agitó la cabeza con pesar, y pareció olvidar lo que preguntaba, ya que caminó varios pasos en actitud contemplativa. Simón se sintió obligado a romper el silencio.
—¿El libro del doctor Morgenes? —preguntó.
—¡Ah! Ah, sí…, bueno, lo que deseaba pedirte…, y estoy seguro de que es un favor demasiado grande…, Binbines dice que ha sido salvado el manuscrito, y que lo trajiste en tu bolsa.
Simón escondió una sonrisa. ¡Aquel hombre era un caso!
—No sé dónde ha ido a parar el bolso.
—Oh, bueno, está debajo de mi cama…, de tu cama, ahora, que lo será mientras quieras. Vi cómo un hombre del príncipe lo ponía allí. No lo he tocado, puedo asegurártelo —se apresuró a añadir.
—¿Queréis leerlo? —El muchacho se conmovió ante la seriedad del anciano—. Yo me encuentro demasiado cansado para hacerlo. Además, estoy seguro de que el doctor preferiría que lo examinase un hombre de conocimiento, que, desde luego, no es mi caso.
—¿De verdad? —Strangyeard pareció excitado y jugueteó con la tira del parche. Tenía el aspecto de alguien que estuviera a punto de saltar en el aire de alegría—. ¡Oh! —suspiró, recobrando la compostura—, eso sería estupendo.
Simón se sentía incómodo: el archivador había tenido que abandonar su propia habitación para que él, un extraño, pudiese utilizarla. Resultaba embarazoso que además se mostrase tan agradecido.
«Ah —decidió—, pero creo que no me está agradecido a mí, sino a la oportunidad de leer el trabajo de Morgenes sobre el rey Juan. Éste es un hombre al que le gustan tanto los libros como a Raquel el agua y el jabón».
Casi habían llegado al bloque de habitaciones que se extendía a lo largo del muro sureño cuando apareció ante ellos la forma de un hombre, que resultaba irreconocible envuelta en aquella niebla y con tan poca luz. Se oyó un tintineo metálico a medida que se iba acercando a ellos.
—Busco al sacerdote Strangyeard —dijo el hombre, con un tono de voz poco correcto. Parecía tambalearse, y de nuevo se oyó el ruido metálico.
—Soy yo —respondió Strangyeard, con voz más chillona de lo habitual—, hummm…, eso es, soy yo. ¿Qué queréis?
—Busco a un cierto jovencito —prosiguió el otro, y se acercó un poco más—. ¿Es él?
Simón tensó los músculos, aunque la figura que se acercaba no era muy grande. También notó que había algo en su forma de caminar que…
—Sí —ambos contestaron a la vez; después el sacerdote guardó silencio y se tocó la tira del parche con aire distraído, mientras el chico continuaba.
—Soy yo. ¿Qué queréis?
—El príncipe desea hablaros —dijo la pequeña figura, acercándose todavía más y mirando a Simón. Se oyó un débil sonido de cascabeles.
—¡Towser! —exclamó el joven con alegría—. ¡Towser! ¡¿Qué haces aquí?!
Se adelantó y posó sus manos sobre los hombros del viejo.
—¿Quién sois vos? —preguntó el bufón, algo sobresaltado—. ¿Os conozco?
—No lo sé… ¡Soy Simón, el aprendiz del doctor Morgenes! ¡De Hayholt!
—Hummm —musitó el otro, con aire de duda. A tan corta distancia olía a vino—. Supongo que así debe de ser… Está demasiado oscuro para mí, demasiado oscuro, muchacho. Towser se hace viejo, como el viejo rey Tethtain: «La cabeza nevada y gastada como el distante monte Minari». —Entornó los ojos—. No me acuerdo tanto de las caras como antes. ¿Eres el que he de conducir ante el príncipe Josua?
—Supongo que sí. —El humor del muchacho había cambiado—. Sangfugol debe de haberle hablado de mí. —Se volvió hacia el padre Strangyeard—. Debo ir con él. No he movido el bolso; ni siquiera sabía que estaba allí.
El archivador murmuró una despedida y se marchó en busca de su premio. Simón cogió al viejo juglar por el codo y regresaron cruzando el patio de armas.
Towser imitó el silbido del viento, y se estremeció; las campanillas de su chaqueta volvieron a tintinear.
—El sol pegaba fuerte hoy, pero esta noche se ha levantado viento. Es un tiempo desastroso para los huesos viejos. No puedo entender por qué Josua me ha enviado a mí. —Se tambaleó un poco, y tuvo que apoyarse ligeramente en el brazo de Simón—. Bueno, eso no es del todo cierto —continuó—. Al príncipe le gusta darme cosas que hacer de vez en cuando. No está de humor para mis juegos y bromas, pero me da la impresión de que tampoco le gusta verme ocioso.
Caminaron en silencio durante un rato.
—¿Cómo llegaste a Naglimund? —preguntó el joven, rompiendo el silencio.
—En la última caravana que atravesó la ruta de Wealdhelm. Ahora está cerrada por orden de Elías, el muy perro. Fue un duro viaje, y tuvimos que pelear con bandidos al norte de Flett. Todo se derrumba, muchacho. Todo va adquiriendo tintes muy sombríos.
Los guardias que permanecían frente a la puerta de la sala residencial les dirigieron sendas miradas de inspección bajo la luz de las antorchas; después golpearon la puerta para que la abriesen desde dentro. Simón y el bufón caminaron por el frío y enlosado corredor hasta alcanzar una pesada puerta y otro par de guardias.
—Bueno, pues aquí estás, muchacho —dijo Towser—. Yo me voy a la cama; la última noche me acosté muy tarde. Me alegro de haber visto un rostro familiar. Regresa pronto y nos tomaremos unas jarras mientras me explicas cómo te ha ido, ¿de acuerdo?
El viejo dio la vuelta y se alejó pasillo abajo con su traje de abigarrados colores brillando cada vez más débilmente hasta que fue tragado por las sombras.
El chico dio un paso entre los impasibles guardias y llamó a la puerta.
—¿Quién va? —preguntó una voz juvenil.
Simón de Hayholt viene a ver al príncipe.
La puerta se abrió silenciosamente para revelar a un muchacho de rostro solemne, de unos diez años y vestido con ropas de paje. Cuando se hizo a un lado, Simón se movió hacia el interior de una antecámara.
—Pasa —llamó una voz apagada.
Al cabo de pocos instantes encontró la entrada, oculta por una cortina.
Se trataba de una austera cámara, un poco mejor acondicionada que la del padre Strangyeard, aunque no mucho más. El príncipe Josua, en camisón y gorro de noche, se hallaba sentado a una mesa y mantenía abierto un pergamino con el codo. No levantó la mirada para observar la entrada de Simón, pero le hizo gestos con la mano para que ocupase una silla.
—Siéntate, por favor —dijo el príncipe, interrumpiéndolo en mitad de una reverencia—. Estaré contigo en un momento.
El chico se sentó en la dura silla sin acolchar y advirtió un movimiento al otro lado de la habitación. Una mano apartó la cortina y reveló una luz procedente de un candil, que se hallaba al otro lado. Apareció un rostro enmarcado en una espesa cabellera negra. Se trataba de la mujer que había visto en el patio, la que observaba la cremación. Miraba intensamente al príncipe, pero cuando levantó la vista descubrió a Simón y lo miró fijamente, con los furiosos ojos de un gato acorralado. La cortina volvió a caer.
Preocupado a causa del incidente, el joven pensó en decirle algo a Josua. ¿Se trataría de una espía? ¿Una asesina? Después, al considerar el porqué de su presencia en el dormitorio del príncipe, se sintió como un estúpido.
Josua levantó la mirada y encontró a un Simón arrebolado. Dejó que el pergamino se enrollase en la mesa.
—Perdóname. —Se puso en pie y acercó la silla a la de Simón—. He estado muy ocupado. Espero que entiendas que ello no quiere decir que me olvidara de alguien que me ayudó a escapar de mi confinamiento.
—No…, no necesitáis disculparos, alteza —balbuceó el muchacho.
El príncipe extendió los dedos de su mano izquierda, con una expresión de dolor en el rostro. Simón recordó las palabras de Sangfugol, y se preguntó cómo sería haber perdido una mano.
—Por favor, llámame Josua en esta habitación, o príncipe Josua si lo prefieres. Cuando estudié con los hermanos jesurianos en Nabban, me llamaban acólito o simplemente muchacho. Creo que no he cambiado demasiado desde aquella época.
—Sí, señoría.
Los ojos del noble se apartaron de Simón, para volver a reposar la mirada sobre la mesa; en ese momento de silencio el chico aprovechó para observarlo con atención. La verdad es que no ofrecía un aspecto más principesco que cuando lo había visto con los grilletes puestos en la habitación de Morgenes. Parecía cansado y vestía con tanto cuidado como una roca engalanada por el viento. Con sus ropas de dormir y la pálida frente que mostraba los vestigios de profundos pensamientos, tenía más el aspecto de ser un colega de archivo de Strangyeard que un príncipe de Erkynlandia o un hijo del Preste Juan.
Josua se levantó y volvió a dirigirse al pergamino.
—Los escritos del viejo Dendinis —dijo, y mantuvo el manuscrito abierto con el muñón forrado de piel de la muñeca derecha—, el arquitecto militar de Aeswides. ¿Sabes que Naglimund nunca ha sido rendida mediante el cerco? Cuando Fingil de Rimmersgardia bajó del norte, tuvo que destacar a dos mil hombres para mantener cercado el castillo y así poder proteger su flanco. —Tocó el pergamino—. Dendinis lo construyó a conciencia.
Se hizo una pausa, que Simón se encargó de rellenar.
—Es una poderosa fortaleza, príncipe Josua.
Éste volvió a dejar el manuscrito sobre la mesa, y compuso un mohín en sus labios como un avaro que contase sus ganancias.
—Sí…, pero incluso una poderosa fortaleza puede llegar a rendirse por el hambre. Nuestras líneas de suministros son muy largas, y ¿dónde podemos esperar encontrar ayuda? —Josua miró al chico como si esperase alguna respuesta, pero éste sólo pudo devolverle la mirada con una boba expresión en el rostro, sin saber qué decir—. Tal vez Isgrimnur nos traiga buenas noticias… —prosiguió—, y tal vez no. Desde el sur nos ha llegado el rumor de que mi hermano está reuniendo una gran cantidad de tropas. —El príncipe miró al suelo, y volvió a levantar la vista súbitamente, con ojos brillantes e intensos—. Vuelve a perdonarme. Creo que estoy demasiado inmerso en mis pensamientos durante los últimos tiempos, y las palabras acuden solas a mi boca. ¿Sabes?, una cosa es leer sobre grandes batallas y otra trazarlas y planearlas. ¿Sabes la cantidad de cosas que hay que pensar? Hay que reunir a las tropas, traer a la gente y a sus rebaños al castillo, acumular forraje, reforzar las murallas… Y todo eso no servirá de nada si alguien no pelea en la retaguardia de Elías. Si permanecemos solos, resistiremos durante mucho tiempo…, pero al final caeremos.
Simón estaba desconcertado. Resultaba sorprendente que Josua le hablase tan abiertamente, pero había algo que asustaba en un príncipe tan lleno de presentimientos, tan ansioso de hablar a un muchacho como si estuviese ante un consejo preparatorio de la guerra.
—Bueno —dijo el joven—, bueno…, seguro que todo ocurrirá según la voluntad de Dios.
Simón se odió por decir una estupidez de aquel calibre al tiempo que las palabras salían por su boca.
Josua se rió, con una risa llena de amargura.
—Ah, atrapado por un simple muchacho, como Jesuris en el famoso espino. Tienes razón, Simón. Mientras respiremos habrá esperanza, y eso es algo que tengo que agradecerte.
—Sólo en parte, príncipe Josua.
Se preguntó si su respuesta parecía desconsiderada o desagradecida.
La sombría mirada volvió a asentarse en el severo rostro del príncipe.
—He sabido lo del doctor. Una cruel pérdida para todos nosotros, pero todavía más para ti, estoy seguro. Echaremos de menos su sabiduría, y también su bondad. Espero que otros puedan heredar algo de todo ello. —Volvió a acercar la silla y se inclinó hacia el chico—. Va a tener lugar un consejo, y creo que pronto. Gwythinn, hijo de Lluth de Hernystir, llegará esta noche. Ya hay otros que esperan desde hace días. Hay muchas cosas que dependen de lo que decidamos aquí, muchas vidas. —Josua asintió en silencio con la cabeza, como pensando algo para sí.
—¿Está…, está vivo el duque Isgrimnur? —preguntó Simón—. Yo… pasé una noche con sus hombres durante mi viaje hacia aquí, pero…, pero los dejé.
—El duque y sus hombres están aquí desde hace días; se han detenido antes de continuar hacia Elvritshalla. Por ello no puedo esperar más.
El príncipe volvió a apartar la mirada.
—¿Puedes manejar una espada, Simón? —preguntó de repente—. ¿Has recibido entrenamiento?
—La verdad es que no, señoría.
—Entonces dirígete al capitán de la guardia y que busque a alguien que te enseñe. Necesitamos todos los brazos, especialmente los jóvenes y fuertes.
—Desde luego, príncipe Josua —respondió.
El noble se levantó y se dirigió a la mesa, dándole la espalda, como si la audiencia hubiese finalizado. Simón se sentía pegado a la silla; quería hacer otra pregunta, pero no estaba seguro de que fuese correcto. Finalmente, se incorporó y se dirigió con lentitud hacia el cortinaje que ocultaba la puerta, de espaldas. Josua continuaba mirando el pergamino de Dendinis. El muchacho estaba a un paso de la salida cuando se detuvo, cuadró los hombros y realizó la pregunta que le carcomía.
—Príncipe Josua, sire… —empezó a decir. Éste lo miró por encima del hombro.
—¿Sí?
—La…, la muchacha, Marya…, la muchacha que os trajo el mensaje de vuestra sobrina Miriamele… —Respiró azorado—. ¿Sabéis dónde está?
Josua enarcó una ceja.
—Incluso durante nuestros más aciagos días se nos hace imposible apartar nuestros pensamientos de ellas, ¿verdad? —Sacudió la cabeza—. Siento no poder ayudarte en eso, jovencito. Buenas noches.
Simón inclinó la cabeza y retrocedió hasta salir por la cortina.
Mientras regresaba de su inquietante audiencia con el príncipe, se preguntó qué sería de todos ellos. Parecía que habían conseguido una victoria al llegar a Naglimund. Durante semanas no había tenido otro objetivo, no había seguido ninguna otra estrella. Expulsado de su hogar, alcanzar ese objetivo había sido su máxima preocupación, apartando de su mente todas las demás cuestiones. Ahora, lo que le había parecido un oasis de salvación comparado con las dificultades del viaje, se había convertido en otra trampa. Así se lo había hecho ver Josua: si no eran barridos, morirían de hambre.
Tan pronto como llegó a la diminuta habitación de Strangyeard, se metió en la cama, pero oyó gritar la hora a los centinelas en dos ocasiones antes de dormirse.
Un dormido Simón respondió a la llamada de la puerta y la abrió para descubrir una gris mañana, una gran loba y un gnomo.
—¡Estoy asombrado de encontrarte todavía acostado! —sonrió Binabik, malicioso—. ¡Unos cuantos días apartado del bosque y ya la civilización ha hundido sus perezosas garras en ti!
—No estoy en la cama. —El muchacho se encogió de hombros—. Al menos ya no. Pero y ¿tú?
—¿Por qué no estoy en la cama? —preguntó el hombrecillo, entrando poco a poco en la habitación y cerrando la puerta con la cadera—. Me encuentro mejor, o al menos lo suficientemente bien como para estar levantado. Cosas hay que deben ser hechas. —Miró por la habitación mientras Simón volvía a sentarse en el borde de la cama y se contemplaba los pies descalzos—. ¿Sabes dónde está la bolsa que conseguimos salvar? —inquirió el gnomo.
—¿Ehhh? —gruñó el chico, y después señaló al suelo con la mano—. Estaba debajo de la cama, pero creo que la cogió el padre Strangyeard para mirar el libro de Morgenes.
—Seguro que todavía debe de estar ahí —dijo Binabik, agachándose lentamente hasta quedar en cuatro patas—. El sacerdote me parece olvidadizo, pero devuelve las cosas a su sitio cuando acaba. —Gateó por debajo del lecho—. ¡Ajá! ¡La he encontrado!
—¿Te conviene hacer eso, con tu herida? —preguntó Simón, sintiéndose culpable por no haberse ofrecido a hacerlo él mismo.
Binabik volvió a aparecer y se incorporó con mucha lentitud, según pudo observar el joven.
—Los gnomos nos recuperamos con rapidez —contestó, y sonrió abiertamente, pero Simón todavía parecía preocupado.
—No creo que te beneficie el ir de aquí para allá —continuó mientras Binabik buscaba en la bolsa—. Ésa no es manera de recuperarse.
—Una excelente madre gnomo hubieras sido —dijo el hombrecillo sin mirarlo—. ¿También vas a masticar la carne para mí? ¡Qinkipa! ¡¿Dónde están las tabas?!
Simón se arrodilló para tratar de encontrar sus botas, pero aquello era algo harto difícil con la loba moviéndose de un lado a otro de la pequeña habitación.
—¿Podría Qantaqa esperar fuera? —preguntó cuando lo golpeó por segunda vez el enorme flanco de la loba.
—Tus dos amigos estarán contentos de irse si te traemos alguna molestia, Simón —insinuó el gnomo, remilgadamente—. ¡Ajá! ¡Estaban aquí!
Sorprendido, el muchacho miró a Binabik. Era valiente, inteligente y había sido herido junto a él, pero, aun sin esos factores, no había motivo para enfadarse. El chico emitió un chasquido de disgusto y frustración y se arrodilló.
—¿Para qué necesitas esos huesos? —inquirió, mirando por encima del hombro de su amigo—. ¿Todavía está mi flecha por ahí?
—La flecha, sí —replicó el otro—. ¿Los huesos? Porque éstos son días en los que hay que tomar decisiones, y sería un tonto si no tuviese en cuenta cualquier consejo sabio.
—El príncipe me convocó ante su presencia ayer por la noche.
—Lo sé. —Binabik encontró los huesos y, extrayéndolos del saco, los sopesó en la mano—. He hablado con él esta mañana. Los hernystiros han llegado. Esta noche habrá un consejo.
—¿Te dijo eso? —Simón se encontraba algo más que molesto al comprobar que no era el único confidente de Josua, pero al mismo tiempo se sentía aliviado al poder compartir la responsabilidad—. ¿Vas a asistir?
—¿Como único representante de mi pueblo, que jamás ha entrado por las puertas de Naglimund? ¿Como aprendiz de Ookequk, cantor de los gnomos de Mintahoq? Pues claro que iré. Al igual que tú.
—¡¿Yo?! —El muchacho se sintió mareado—. ¿Por qué yo? En nombre del buen Dios, ¿qué pinto yo en…, en un consejo militar? No soy soldado. ¡Ni siquiera soy un hombre, todavía!
—Cierto es que no tienes ninguna prisa por serlo. —Binabik compuso una mueca burlona en su rostro—. Pero no puedes mantener alejada para siempre a la madurez. Además, tu edad no tiene nada que ver con todo esto, y el príncipe Josua desearía que estuvieses allí.
—¿Desearía? ¿Ha pedido que asista?
El gnomo se apartó un mechón de cabello que colgaba ante sus ojos.
—No exactamente…, pero ha pedido que yo lo haga, y yo te llevaré a ti. Josua no está enterado de todo lo que has visto.
—¡En nombre de Dios, Binabik!
—Por favor, no me eches encima imprecaciones aedonitas. El que tengas barba…, bueno, casi…, no quiere decir que seas un hombre y que puedas ir maldiciendo. Ahora, por favor, te pido algo de silencio para poder lanzar los huesos; después te explicaré las demás noticias.
Simón volvió a sentarse, preocupado y de mal humor. ¿Qué ocurriría si le hacían preguntas? ¿Iba a ser llamado para hablar ante barones, duques, generales y demás? ¿Él, un pinche de cocina huido?
El hombrecillo hablaba en voz baja consigo mismo y agitaba los huesos como un soldado jugando a los dados en una taberna. Las tabas saltaron y cayeron sobre el suelo. Binabik examinó su posición, las recogió y volvió a lanzarlas por segunda vez. Frunció los labios y miró atentamente después de que el último hueso hubiese dejado de rodar.
—Nubes en el Paso… —dijo, meditabundo—. Pájaros sin Alas… La Grieta Negra… —se frotó los labios con el dorso de la manga, después se golpeó el pecho con la mano—. ¿Qué voy a hacer con esto?
—¿Significa algo? —preguntó Simón—. ¿Qué son esos nombres?
—Son los nombres que se dan a algunas posiciones, posiciones de las tabas. Tres veces las lanzamos y tres veces indican cosas diferentes.
—No… Yo no… ¿Puedes explicármelo? —pidió el joven, que casi cayó hacia adelante cuando Qantaqa pasó junto a él para depositar la cabeza sobre el rechoncho muslo de Binabik.
—Mira —explicó el gnomo—, primero: Nubes en el Paso. Significa que desde donde nos encontramos ahora es difícil ver a lo lejos, pero más allá hay algo muy diferente de lo que está delante.
—Eso podía habértelo dicho yo.
—Silencio. ¿Es que quieres ser un tonto durante toda tu vida? Ahora, el segundo era Pájaro sin Alas. Es algo mejor, pero aquí parece indicar que nuestra impotencia puede sernos de alguna ayuda, o eso es lo que leo hoy en las tabas. Por último, la cosa a la que debemos…
—¿Temer?
—Temer —asintió Binabik, con calma—. La Grieta Negra…, es muy extraño, es una posición que nunca antes me había salido. Puede significar traición.
Simón dio un respingo al recordar algo.
—¿Como falso mensajero?
—Cierto. Pero tiene otros significados, algunos fuera de lo normal. Mi maestro me enseñó que puede tratarse de cosas provenientes de otros lugares, que aparezcan por otras partes… Tal vez tenga conexión con alguno de los misterios con los que hemos topado…, los nornas, tus sueños…, ¿lo ves?
—Un poco —respondió el muchacho, y se incorporó; después empezó a buscar su camisa—. ¿Qué hay de las otras noticias?
Al gnomo, que acariciaba meditabundo el lomo de Qantaqa, le llevó un momento levantar la mirada.
—Ah —dijo, y cogió la chaqueta—. Tengo algo para que leas.
Extrajo un aplastado rollo de pergamino y se lo alargó a Simón, que sintió un estremecimiento en la piel.
Estaba escrito con una quebradiza pero delicada letra, y en el centro aparecía un grupo de palabras.
«Para Simón.
Aquí te doy las gracias por tu valentía durante nuestro viaje.
Que Dios Nuestro Señor te dé suerte, amigo».
Estaba firmado con una sola letra: «M».
—Es de ella —concluyó lentamente. No sabía con exactitud si estaba disgustado o encantado—. Es de Marya, ¿verdad? ¿Es esto todo lo que envía? ¿La has visto?
Binabik asintió con una inclinación de la cabeza. Parecía triste.
—La he visto, pero sólo un momento. Dijo que tal vez pudiéramos verla más tarde, pero que antes tenía que hacer otras cosas.
—¿Qué cosas? Esa chica me pone furioso… No, no quería decir eso. ¿Está en Naglimund?
—Me dio ese mensaje para ti, ¿no?
El gnomo se puso en pie con dificultad, pero Simón se encontraba demasiado ocupado como para darse cuenta. ¡Le había escrito! ¡No lo había olvidado! Pero la verdad es que no había escrito demasiado, y no había venido a verlo, para hablar, para hacer algo…
«Que Jesuris tenga piedad de mí, ¿es esto el amor?», se preguntó de repente. No tenía nada que ver con las baladas que había escuchado cantar; aquello resultaba más irritante que inspirador. Simón había llegado a creer que estaba enamorado de Hepzibah. La verdad es que había pensado mucho en ella, pero se trataba más bien de su aspecto, de su forma de caminar… Con Marya, aunque también recordaba su físico, también se preguntaba sobre lo que pensaba.
«¡Sobre lo que ella piensa!». Se encontraba disgustado consigo mismo. «Ni siquiera sé de dónde es, ¡aparte de que no tengo ni idea sobre lo que piensa! No sé absolutamente nada de ella… Y si yo le gusto, es algo que ni se ha molestado en escribir en esta carta».
Ésa era la verdad.
«Pero dice que fui valiente. Me llamó amigo».
Levantó la vista del pergamino para ver que Binabik lo observaba. La expresión del gnomo era hosca, aunque Simón no estaba seguro de la causa.
—Binabik… —empezó a decir, pero no pudo imaginar ninguna respuesta que clarificase sus oscuros pensamientos—. Bueno —continuó—, ¿sabes dónde está el capitán de la guardia? Tengo que conseguir una espada.
Había humedad en el ambiente, y grises y pesadas nubes pendían sobre ellos cuando se dirigieron a la puerta exterior. Una multitud apresurada entraba por las puertas de la ciudad; algunos llevaban vegetales, lino y otros artículos para vender, muchos empujaban desvencijados carros que parecían aplastados bajo la totalidad de sus posesiones. Los compañeros de Simón, el diminuto gnomo y la gran loba de ojos amarillos, causaban gran impresión entre los recién llegados. Algunos los señalaban y gritaban en rústicos dialectos; otros retrocedían, trazando un protector signo del Árbol sobre las pecheras de sus ásperos vestidos. En todos los rostros podían apreciarse signos de miedo; de miedo a lo diferente, miedo de los malos tiempos que se habían abatido sobre Erkynlandia. Simón se sintió dividido entre el deseo de poder ayudarlos y el de no tener que observar sus familiares y displicentes rostros.
Binabik lo dejó en el cuerpo de guardia, en un edificio cercano a la puerta de la muralla exterior, y luego se marchó a visitar al padre Strangyeard a la biblioteca del castillo. Pronto se encontró Simón ante el capitán de la guardia, un ojeroso joven de mirada acosada que llevaba una barba de varios días. Estaba descubierto y su yelmo aparecía lleno de piedras con las que contaba el paso de las milicias que, poco a poco, llegaban al castillo. Le habían dicho que esperase la llegada de Simón, al cual le halagaba que el rey se hubiese acordado de él, y envió al muchacho junto a un guardia del tamaño de un oso, un erkyno del norte llamado Haestan.
—No crecido del todo, tú, ¿eh? —gruñó Haestan, retorciendo su rizada barba mientras observaba al desgarbado chico—. Arquero, ésa es la cosa. Damos espada a ti, pero no mucho grande pa que puedas. Arco mejor.
Juntos se dirigieron a la armería, rodeando la muralla exterior. La armería era una larga y estrecha dependencia que se encontraba junto a la herrería. Cuando el alcaide los condujo ante filas de maltrechas armaduras y espadas deslustradas, Simón se entristeció al ver lo menguado que resultaba el armamento del castillo, una débil protección contra las brillantes legiones que sin duda Elías dispondría para la batalla.
—No mucho queda —apuntó Haestan—. Ni la mitá sirve. Espero las milicias de lejos traen otras cosas aparte horcas y arados.
El alcaide finalmente encontró una espada enfundada que el guardia creyó apropiada para la estatura de Simón. Estaba manchada de aceite, y el hombre apenas pudo ocultar una mueca de disgusto.
—Límpiala —dijo—, y será una bonita pieza.
Una búsqueda más a fondo descubrió un arco largo en buen estado, al que sólo faltaba la cuerda, así como un carcaj de piel.
—Material thrithingo —explicó Haestan, señalando los gamos y conejos grabados en la piel—. Hacen buenos carcajes, los thrithingos.
Simón notó que el hombre se sentía un poco culpable por la poco atractiva espada.
De vuelta en el cuerpo de guardia, su nuevo tutor le buscó una cuerda para el arco y media docena de flechas que le había dado el intendente; después le enseñó a su pupilo cómo limpiar y cuidar sus nuevas armas.
—Afílala bien, muchacho, afílala bien —insistió el corpulento guardia, pasando la hoja por encima de la piedra de amolar— pa que no paezcas una chica.
No supo cómo, pero contra toda lógica, empezó a aparecer un brillo de auténtico acero bajo la porquería.
Simón había imaginado que empezarían inmediatamente con el manejo de la espada, o al menos a disparar contra alguna diana, pero en lugar de ello Haestan cogió un par de largos palos de madera envueltos en tela y se llevó al joven al exterior del castillo, a las colinas que había por encima del pueblo. Pronto aprendió que poco tenía en común el entrenamiento real de un soldado con los juegos que había compartido con Jeremías, el chico aprendiz de candelero.
—Entreno con lanza más mejor —dijo Haestan, mientras Simón, que sentía un peso en el estómago, se sentaba sobre la hierba—. Aquí nadie. Flechas será lo tuyo, muchacho. También tará bien trabaar con’spada. Lo agradecerá al vieho Haestan mil veces.
—¿Por qué… no… arco? —jadeó.
—Mañá, chico, para arco o’spá…, o pasao —rió el tutor y extendió una gran manaza—. Ponte e pie. Ha empezao la diversión.
Cansado, dolorido y molido como si fuese trigo hasta que pensó que le salían las pajas por las orejas, Simón comió pan y judías durante la comida de los guardias mientras Haestan continuaba la parte verbal de su educación, la mayor parte de la cual se perdió el chico debido al zumbido que sentía en los oídos. Al final lo enviaron de regreso con el aviso de que estuviese allí a las seis de la mañana del día siguiente. Se tambaleó de vuelta a la vacía habitación de Strangyeard y cayó dormido sin ni siquiera quitarse las botas.
La lluvia se introdujo a través de la ventana abierta y un trueno murmuró a lo lejos. Simón se despertó y vio a Binabik esperándolo, como había sucedido por la mañana, como si la larga y agotadora tarde no hubiese ocurrido. Aquella ilusión fue rápidamente rota en mil pedazos: le dolían todos y cada uno de sus músculos. Se sintió como si tuviera cien años.
Al gnomo le costó bastante convencerlo para que se levantase de la cama.
—Simón, no se trata de que aceptes o rechaces una noche de diversión. Se trata de cuestiones sobre las que dependen nuestras vidas.
El muchacho se había vuelto de espaldas.
—Te creo…, pero no puedo levantarme, me moriré si lo hago.
—Ya es suficiente.
El hombrecillo lo cogió de una muñeca, apretó los pies contra el suelo e hizo una mueca de dolor mientras poco a poco conseguía sentar a su amigo en la cama. Se escuchó un gruñido y un ruido sordo contra el suelo cuando uno de los pies calzados de Simón cayó de la cama, y luego un intervalo de silencio antes de que cayese el segundo.
Al cabo de muchos minutos atravesaba la puerta cojeando, junto a Binabik, para adentrarse en el viento y la fría lluvia.
—¿También tendremos que quedarnos a cenar? —preguntó Simón. Por primera vez en su vida se sentía demasiado dolorido incluso para comer.
—Eso no lo creo. Josua es extraño en ese sentido; no es demasiado dado a comer y beber con su corte. Desea la soledad. Creo que todos habrán cenado. Así es como he convencido a Qantaqa para que se quedase en la habitación. —Sonrió y le dio unas palmadas sobre el hombro al chico, que se quejó de dolor—. Todo lo que festejaremos esta noche serán preocupaciones y discusiones. Malo para la digestión de un gnomo, un hombre o una loba.
La tormenta estalló con estruendo fuera, pero la gran sala de Naglimund estaba seca y caliente gracias a tres grandes chimeneas, además de estar iluminada por incontables velas. Las vigas del techo desaparecían en la oscuridad, y las paredes se hallaban cubiertas por gruesos y sombríos tapices con motivos religiosos.
Docenas de mesas habían sido juntadas y puestas de tal forma que semejaban una gran herradura de caballo. La alta y estrecha silla de madera de Josua estaba situada en el vértice del arco, marcada con el cisne de Naglimund. Medio centenar de hombres ya se habían acomodado en diferentes lugares alrededor de la herradura, y hablaban entre ellos. Eran altos y vestían ropas de abrigo y prendas que mostraban su noble linaje, aunque otros sólo llevaban el uniforme de soldado. Algunos levantaron la mirada cuando la pareja hizo acto de presencia, antes de volver a sus conversaciones.
Binabik dio un codazo en la cadera de Simón.
—Van a pensar que somos un par de bufones alquilados —rió, pero el muchacho no creyó que aquello lo divirtiera.
—¿Quiénes son todos esos hombres? —murmuró Simón cuando se sentaron en uno de los extremos de la herradura.
Un paje puso vino ante ellos y añadió agua caliente antes de volver a ser engullido por las sombras de la pared.
—Son lores de Erkynlandia leales a Naglimund y a Josua, o que no han decidido todavía hacia qué lado decantar su lealtad. El que va de rojo y blanco es Ordmaer, barón de Utersall. Está hablando con Grimstede, con Ethelferth y con otros lores. —El gnomo levantó su vaso de bronce y bebió—. Hummm. Nuestro príncipe no es un manirroto con el vino, o tal vez desea que apreciemos las virtudes del agua local. —La sonrisa maliciosa de Binabik volvió a aparecer.
Simón se retrepó en la silla, temiendo una nueva aparición del pequeño y puntiagudo codo, pero el hombrecillo miraba más allá de él, al otro lado de la mesa.
El muchacho bebió un largo trago de su vaso. Estaba aguado; se preguntó si era el senescal o el príncipe el responsable de ello. Pero, al menos, era mejor que nada y le serviría para avivar un poco sus miembros doloridos. Cuando lo acabó, el paje volvió a salir de las sombras y le llenó de nuevo el vaso.
Entraron más hombres; unos charlaban animadamente y otros dirigían frías miradas de reconocimiento a los ya sentados. Un individuo muy viejo, con suntuosos ropajes eclesiásticos, entró de la mano de un fornido y joven sacerdote y empezó a dejar varios objetos brillantes cerca de la cabecera de la mesa; la mirada de su rostro reflejaba mal humor. El hombre más joven lo ayudó a sentarse y después se inclinó sobre él para decirle algo al oído. El viejo dio una respuesta de dudosa educación; el sacerdote, dirigiendo una mirada de disgusto al techo, abandonó la habitación.
—¿Es ése el lector? —preguntó Simón, en voz muy baja. Binabik negó con la cabeza.
—Me parecería muy extraño que la cabeza de tu Iglesia aedonita estuviese presente en la guarida de un príncipe proscrito. Creo que más bien se trata de Anodis, el obispo de Naglimund.
Mientras hablaba, entró un último grupo de hombres, y el gnomo se calló para observar. Algunos de ellos, con el cabello colgando en trenzas, vestían las blancas túnicas de los hernystiros. Su líder aparente, un musculoso joven de mirada intensa y de largos y oscuros bigotes, hablaba con un sureño, con alguien que vestía de una forma exageradamente cuidada y sólo parecía ser un poco mayor. Éste, con el cabello cuidadosamente rizado y con vestidos de delicados tonos verdes y azules, iba tan pulido que Simón estuvo seguro de que incluso Sangfugol se sentiría impresionado. Algunos de los viejos soldados que se hallaban ya sentados a la mesa reían abiertamente lo currutaco de su atuendo.
—¿Y ésos? —preguntó el chico—. Los de blanco, con el collar dorado, son hernystiros, ¿verdad?
—Correcto. Es el príncipe Gwythinn y su embajada. El otro creo que es el barón Devasalles de Nabban. Tiene la reputación de poseer un cerebro muy agudo, aunque es algo aficionado a vestir de forma llamativa. También me han dicho que es un valiente guerrero.
—¿Cómo es que los conoces a todos, Binabik? —Simón desvió su atención de los recién llegados a su amigo—. ¿Acaso miras por las cerraduras?
El gnomo lo observó con arrogancia.
—No siempre he vivido en la cima de las montañas, ¿sabes? También es verdad que he encontrado a Strangyeard y otras fuentes de información aquí mientras tú te ocupabas de mantener tu cama caliente.
—¡¿Qué?!
La voz del muchacho se elevó más de lo que él había pretendido y se dio cuenta de que estaba un poco borracho. El hombre sentado junto a él se volvió con una mirada llena de curiosidad; Simón se inclinó hacia su amigo para continuar su defensa en un tono más tranquilo.
—He estado… —empezó a decir, pero las sillas empezaron a crujir por toda la sala mientras sus ocupantes se ponían en pie.
El joven levantó los ojos y vio que la delgada figura del príncipe Josua, vestida con su gris acostumbrado, entraba por el otro lado de la sala. Su expresión reflejaba tranquilidad, aunque no sonreía. La única muestra de su rango consistía en un aro de plata que descansaba sobre su frente.
Josua saludó a la asamblea mediante una inclinación de cabeza y se sentó, los otros lo imitaron con celeridad. Cuando los pajes se adelantaron para escanciar vino, el viejo obispo, a la izquierda del príncipe —el hernystiro Gwythinn se sentaba a su derecha—, se levantó.
—Por favor, ahora —el obispo parecía cansado, como un hombre que hace un favor aunque sabe que no obtendrá buenos resultados—, inclinad vuestras cabezas mientras pedimos que Jesuris Aedón bendiga esta mesa y sus deliberaciones. —Mientras así hablaba levantó un hermoso Árbol de oro labrado y piedras azules que mantuvo ante él.
»Tú, a quién el mundo pertenece, pero que no eres fruto de nuestra carne, óyenos.
»Tú, que fuiste hombre, pero cuyo Padre no lo es, sino que es Dios, danos consuelo.
»Guarda a esta mesa y a los que aquí se sientan, y pon Tu mano sobre el hombro del que está perdido y busca.
El viejo inspiró y dirigió una mirada a la mesa. Simón, con el cuello torcido para poder ver con la barbilla hundida en el pecho, pensó que tenía el aspecto de alguien que deseaba coger el valioso Árbol y romper la crisma a la mayoría de los allí congregados.
—Igualmente —acabó—, perdona a los aquí reunidos por cualquier orgullosa y condenable locura que pueda ser dicha. Somos Tus hijos.
El anciano pareció oscilar y se dejó caer en su silla. Al finalizar la oración se elevó de la mesa un murmullo de voces.
—¿Tú qué crees, Simón? ¿Te parece que al obispo le agrada estar aquí? —susurró Binabik.
Josua se incorporó.
—Gracias, obispo Anodis, por vuestras… fervientes plegarias. Y gracias a todos los aquí reunidos. —El príncipe paseó la mirada por la grande y alumbrada sala, con la mano izquierda sobre la mesa y el muñón de la derecha escondido entre los pliegues del manto—. Éstos son tiempos difíciles —entonó, deslizando sus ojos de un rostro a otro.
Simón sintió que la calidez de la habitación se introducía en su interior y se preguntó si el príncipe diría algo acerca de su rescate. Bizqueó y abrió los ojos justo cuando la mirada de Josua se deslizaba sobre él y regresaba al centro de la sala.
—Son tiempos difíciles y turbulentos. El Supremo Rey de Hayholt…, sí, es mi hermano, claro, pero para lo que aquí hay que tratar es el rey…, parece haber vuelto la espalda a nuestras dificultades. Los impuestos han sido elevados hasta el punto de representar un cruel castigo, a pesar de los sufrimientos padecidos a causa de la terrible sequía que asoló Erkynlandia y Hernystir y de las terribles tormentas acaecidas en el norte. Al mismo tiempo que Hayholt pretende obtener más beneficios de sus súbditos que durante el reinado del rey Juan, Elías ha retirado las tropas que antaño mantenían las rutas abiertas y seguras, y que ayudaban a que las vacías extensiones de la Marca Helada y de Wealdhelm pudieran contar con guarniciones.
—¡Eso es cierto! —gritó el barón Ordmaer, y golpeó la mesa con la copa—. ¡Dios os bendiga por hablar con tanta claridad, príncipe Josua!
El barón se volvió a los demás y levantó el puño. Hubo un coro de asentimiento, pero también hubo otros, entre ellos el obispo Anodis, que movieron sus cabezas con desagrado por tener que oír tan pronto palabras tan duras.
—Y aquí estamos —elevó la voz el príncipe para acallar a la asamblea—, aquí estamos para enfrentarnos a ese problema. ¿Qué es lo que vamos a hacer? Por eso os he llamado, y me imagino que por ello habéis venido: para decidir lo que debemos hacer, para arrancarnos esas cadenas —levantó la mano izquierda y mostró la argolla que todavía mantenía en la muñeca— de nuestros cuellos, esas cadenas con las que el rey nos ha cargado.
Se elevaron un puñado de gritos que mostraban su acuerdo. El zumbido de los murmullos también se hizo más audible. Josua agitaba el brazo para pedir silencio cuando en ese instante se hizo visible un brillante color púrpura en el vano de la puerta. Una mujer entró en la habitación, con un vestido de seda tan rojo como la llama de una antorcha. Era la mujer de ojos negros que Simón había visto en las estancias del príncipe. Unos instantes después llegó junto a la silla de Josua, con los ojos de los hombres siguiéndola sin disimulado interés. Aquél parecía sentirse incómodo. Cuando ella se inclinó sobre él para susurrarle algo al oído, mantuvo la mirada fija sobre su copa de vino.
—¿Quién es esa mujer? —siseó Simón, y no fue el único en preguntarlo, a juzgar por los murmullos que se hicieron audibles.
—Se llama Vorzheva. Es hija de un jefe de clan de las Thrithings; también es la…, ¿qué?… Bueno, supongo que podrá decirse que es la mujer del príncipe. Dicen que posee una gran belleza.
—Es cierto. —El muchacho continuó mirándola durante unos instantes y después volvió a dirigirse al gnomo—. ¡Dicen! ¿Qué quieres decir con «dicen»? ¿Es que no la tienes frente a ti?
—Ah, pero es que tengo problemas para juzgar —sonrió Binabik—. No me gustan las mujeres altas.
Lady Vorzheva había acabado aparentemente de dar su mensaje. Escuchó la contestación de Josua y un momento después salió rápidamente de la sala, dejando tras ella tan sólo un brillo de color escarlata enmarcado en el oscuro vano de la puerta.
El príncipe levantó la mirada, y Simón detectó algo como… ¿azoramiento? tras su plácido rostro.
—Prosigamos —continuó—. Decíamos… ¿Sí, barón Devasalles? El dandy de Nabban se levantó.
—Decíais, alteza, que debíamos considerar a Elías sólo como rey. Pero, obviamente, eso no es así.
—¿Qué queréis decir? —preguntó el señor de Naglimund, por encima de un murmullo de desaprobación de sus súbditos.
—Os pido perdón, príncipe, pero lo que quiero decir es lo siguiente: si él fuese sólo el rey no estaríamos aquí, o al menos el duque Leobardis no me hubiese enviado en su nombre. Vos sois el único otro hijo del Preste Juan. ¿Por qué deberíamos viajar hasta aquí, si no? Por otra parte, los que tuviesen alguna diferencia con Hayholt se hubieran dirigido a Sancellan Mahistrevis, o a la Taig, en Hernystir. Pero vos sois su hermano, ¿no es así?, el hermano del rey.
Una fría sonrisa cruzó el rostro de Josua.
—Sí, barón, lo soy. Y entiendo lo que queréis decir.
—Gracias, alteza. —Devasalles hizo una ligera reverencia—. Queda una cuestión. ¿Qué es lo que queréis, príncipe Josua? ¿Venganza? ¿El trono? ¿O simplemente buscáis llegar a un acuerdo con un rey codicioso para que os permita estar en Naglimund sin ser molestado?
Ahora el murmullo se convirtió casi en un rugido entre los erkynos presentes, y unos cuantos se levantaron, ceñudos y con los bigotes estremecidos. Pero antes de que ninguno de ellos pudiera decir algo, el joven Gwythinn de Hernystir se puso en pie y se dirigió al barón Devasalles como un caballo desbocado.
—El caballero de Nabban quiere una respuesta, ¿verdad? Muy bien, aquí está la mía: ¡luchar! Elías ha insultado la sangre de mi padre y al trono, y ha enviado al Heraldo del Rey a nuestra Taig para amenazarnos y escupirnos duras palabras, como un hombre que riñese a los niños. Nosotros no necesitamos sopesar esto y lo otro: ¡estamos preparados para luchar!
Algunos de los presentes jalearon las audaces palabras del hernystiro, pero Simón, con la visión parcialmente borrosa tras acabar con las últimas gotas de otra copa de vino, vio que otros tenían una mirada preocupada y hablaban en voz baja con sus compañeros de mesa. Junto a él vio a un ceñudo Binabik, en consonancia con la sombría expresión del rostro del príncipe.
—¡Escuchadme! —alzó la voz Josua—. Nabban, por medio del emisario de Leobardis, ha hecho duras pero importantes preguntas, y yo voy a responderle. —Dirigió su fría mirada a Devasalles—. No deseo ser rey, barón. Mi hermano lo sabe; a pesar de ello me apresó, mató a una veintena de mis hombres y me encerró en sus mazmorras. —Volvió a mostrar la argolla que pendía alrededor de su muñeca—. Sólo por ello buscaría venganza, pero si Elías reinase honesta y rectamente, sacrificaría mi venganza por el bien de Osten Ard, y en especial por el de mi querida Erkynlandia. Elías se ha hecho peligroso y difícil en su trato; algunos dicen que a veces raya en la locura.
—¿Quién lo dice? —preguntó Devasalles—. ¿Lores que se impacientan bajo su, admitamos que sí, duro gobierno? Estamos hablando de la posibilidad de lanzarnos a una guerra que sacudirá a todas nuestras naciones, y sería una vergüenza desencadenarla sólo a causa de rumores.
Josua se echó hacia atrás, llamó a un paje y le susurró un mensaje. Pudo decirse que el muchacho voló al salir de la sala.
Un hombre fuerte y barbudo vestido con pieles blancas y cadenas plateadas se puso en pie.
—Si el barón no se acuerda de mí, yo le refrescaré la memoria —dijo, con incomodidad—. Ethelferth, lord de Tinsett, soy. Desearía sólo decir lo siguiente: si mi príncipe afirma que el rey ha perdido el buen juicio, bueno, su palabra es suficiente para mí. —Frunció el entrecejo y se sentó.
Josua se puso en pie, delgado, con su cuerpo vestido de gris tan tenso como una soga.
—Os doy las gracias, lord Ethelferth, por vuestros comentarios, pero —sus ojos recorrieron la asamblea, que pareció inmóvil mientras lo observaba— nadie necesita poner en duda mis palabras, o las de cualquiera de mis súbditos. En lugar de eso os voy a proporcionar un testimonio de primera mano sobre la forma de actuar de Elías, y estoy seguro de que os resultará más fácil comprender.
El príncipe hizo una seña con la mano hacia una de las puertas de la sala, por la que había salido el paje. El muchacho había vuelto a entrar; tras él lo hicieron otras dos figuras. Una de ellas era lady Vorzheva; la otra, vestida de color azul cielo, hizo su entrada tras ella en la zona de la sala iluminada por el candelabro de la pared.
—Señorías —dijo Josua—, la princesa Miriamele, hija del Supremo Rey.
Simón miró las cortas guedejas de dorado cabello que se entreveían bajo el velo y la corona… y vio un rostro muy familiar, lo que provocó que el corazón le diese un vuelco. Casi había acabado de ponerse en pie, pero se le doblaron las rodillas y volvió a caer sobre la silla. ¿Cómo? ¿Por qué? ¡Aquél era su secreto…, su podrido y traicionero secreto!
—Marya… —murmuró.
Cuando la muchacha se sentó en la silla que le acercó Gwythinn, agradeciéndole el gesto con un preciso y gracioso movimiento de su cabeza, y cuando ya todos habían vuelto a sus sitios, hablando en voz alta sobre lo sorprendente de aquella aparición, Simón se levantó.
—¿Tú —preguntó, dirigiéndose a Binabik y cogiendo al hombrecillo por el hombro—, tú… lo sabías?
El gnomo pareció a punto de decirle algo, pero hizo una mueca y se encogió de hombros. El muchacho miró por encima del mar de cabezas y vio que Marya…, Miriamele…, lo miraba con grandes y tristes ojos.
—¡Maldita sea! —exclamó; se dio la vuelta y salió corriendo de la habitación, con los ojos llenos de lágrimas.