30

Mil clavos

Alguien echaba abajo la puerca con hachas y cortaba, tajaba y astillaba la madera de la hoja.

—¡Doctor! —gritó Simón, sentándose sobre el lecho—. ¡Son los soldados! ¡Han llegado los soldados!

Pero no se encontraba en las estancias de Morgenes. Yacía envuelto en sábanas limpias sobre una camita, en una pequeña y limpia habitación. El sonido de las hachas astillando madera continuó percibiéndose; un instante después la puerta se abrió hacia adentro y el ruido aumentó en intensidad. Un rostro desconocido asomó la cabeza por el hueco de la puerta, un rostro pálido y de alargada barbilla, coronado por una rala cresta de cabello cobrizo, similar al de Simón, que lanzaba destellos al reflejar la luz del sol. El único ojo visible era azul. El otro aparecía cubierto por un parche negro.

—¡Ah! —dijo el desconocido—, veo que te has despertado. Eso está bien.

Por el acento parecía erkyno, aunque tenía una ligera entonación norteña. Cerró la puerta tras él, haciendo que el ruido disminuyese de intensidad. El extraño vestía un largo hábito sacerdotal que colgaba liso sobre su delgada figura.

—Soy el padre Strangyeard.

Se sentó en una silla de alto respaldo junto a Simón. Aparte del lecho y de una mesita cubierta de pergaminos y otros objetos, era el único mueble que había en la habitación. Cuando pareció acomodado, el extraño se inclinó hacia el chico y le dio unas palmaditas en la mano.

—¿Cómo te sientes? ¿Mejor? Eso espero.

—Sí… Sí, me parece que sí. —El muchacho miró a su alrededor—. ¿Dónde estoy?

—En Naglimund, pero imagino que eso ya lo sabes, claro. —El padre Strangyeard sonrió—. Concretando más, te encuentras en mi habitación…, en mi cama, también. —Levantó una mano—. Espero que te parezca cómoda. No es gran cosa, pero ¡Dios mío, qué tonto soy! Has dormido en el bosque, ¿no es así? —El sacerdote sonrió otra vez—. Seguro que debe de ser mejor que el bosque, ¿verdad?

Simón puso los pies sobre el frío suelo, aliviado al ver que llevaba unos pantalones puestos, pero un poco incómodo al darse cuenta de que no eran los suyos.

—¿Dónde están mis amigos? —Sus pensamientos se vieron oscurecidos por una sombra—. ¿Binabik… ha muerto?

Strangyeard frunció los labios, como si el joven hubiese pronunciado una blasfemia.

—¿Muerto? Por Jesuris, no, aunque la verdad es que no se encuentra bien, nada bien.

—¿Puedo verlo? —Simón caminó por las baldosas en busca de sus botas—. ¿Dónde está? ¿Y cómo se encuentra Marya?

—¿Marya? —La expresión del sacerdote era de perplejidad, mientras el muchacho gateaba por el suelo—. ¡Ah!, tu otra compañera está bien. Creo que podrás verla, no lo dudo.

Las botas se hallaban bajo la mesa. Cuando Simón las alcanzó, el padre Strangyeard se levantó y cogió una limpia y blanca camisa del respaldo de la silla.

—Aquí —indicó—. Veo que tienes prisa. ¿Qué quieres hacer primero, ver a tu amigo o comer algo?

El chico ya se abrochaba la camisa.

—Primero, Binabik y Marya, después comeré —gruñó, concentrado—. Y también quiero ver a Qantaqa.

—Han sido tiempos difíciles estos últimos —dijo el padre, en tono conciliador—, pero nunca comimos lobos en Naglimund. Imagino que la cuentas entre tus amigos.

Simón levantó la mirada y vio que el hombre del parche en el ojo le estaba gastando una broma.

—Sí —respondió, sintiéndose tímido—. Una amiga.

—Entonces, vayamos —concluyó el sacerdote, incorporándose—. Se me ha encargado de tu comodidad, así que cuanto antes hayas comido, antes habré acabado con mi labor.

Strangyeard abrió la puerta, lo que provocó la irrupción de otra oleada de luz y ruido.

Simón bizqueó al ser expuesto a tan potente luminosidad y mirar hacia las altas murallas del bastión y a la vasta extensión púrpura y marrón de las Wealdhelm, por encima de ellos, que empequeñecían a los centinelas vestidos de gris. Una concentración de edificios de angulosas piedras se elevaba en el centro del bastión, pero emplazados sin la excéntrica belleza de Hayholt, con su contraste de estilos y eras. Las oscuras areniscas, las pequeñas ventanas y las pesadas puertas daban la impresión de haber sido construidas con un solo propósito: mantener algo fuera de ellas.

A un tiro de piedra de distancia, en medio del ajetreado patio de armas, un grupo de hombres que aparecían despojados de sus camisas amontonaban leños en una pila ya tan alta como sus propias cabezas.

—Así que eso era lo que hacían las hachas… —dijo Simón, observando los reflejos de las afiladas hojas al descender sobre los troncos—. ¿Qué hacen?

El padre Strangyeard se volvió para seguir la mirada del chico.

—Ah, ah. Construyen una pira. Van a quemar al Hunc…, al gigante.

—¿Al gigante? —La imagen regresó a él como una fiebre: recordó el rostro pellejudo, el rugido, los brazos de increíble largura que se acercaban a él—. ¿No murió?

—Oh, sí, está bien muerto.

El sacerdote empezó a caminar hacia el edificio principal. El muchacho se quedó atrás, echando un último vistazo a la creciente pila de leña.

—Mira, Simón, algunos de los hombres de Josua quieren hacer de ello un espectáculo; cortarle la cabeza y colgarla sobre la puerta, ese tipo de cosas, ¿entiendes? El príncipe no quiere nada de eso. Dice que era un ser diabólico pero no un animal. ¿Sabías que visten una especie de ropas? También llevan a sus crías con ellos, y salen en defensa de los suyos. Bueno, Josua dice que no le cortará la cabeza a ningún enemigo sólo por divertimiento. Ordenó que lo quemasen. —Strangyeard le tiró de la oreja—. Así que lo quemarán.

—¿Esta noche?

Simón tuvo que esforzarse por mantenerse a la altura del sacerdote, que andaba con zancadas largas.

—En cuanto acaben con la pira. El príncipe Josua no quiere que la cosa dure más de lo que ha de durar. Estoy seguro de que le hubiera dado igual enterrarlo en las montañas, pero la gente quiere verlo morir. —El padre hizo rápidamente la señal del Árbol sobre su pecho—. Es el tercero que baja del norte en lo que llevamos de mes. Uno de los otros mató al hermano del obispo. Es algo de lo más extraño.

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Binabik se encontraba en una pequeña habitación, junto a la capilla, que se erigía en el patio central de los edificios principales. Tenía un pálido aspecto y parecía más pequeño, como si algún tipo de sustancia se hubiese vaciado en su interior, pero su sonrisa era alegre.

—Amigo Simón —dijo, tratando de sentarse.

El pequeño torso moreno aparecía cubierto de vendajes hasta la clavícula. El joven se resistió al deseo de lanzarse hacia el hombrecillo y abrazarlo, pues no quería que se abrieran sus heridas. En lugar de hacerlo se sentó en el borde del jergón y cogió una de las cálidas manos de Binabik.

—Pensé que te perdíamos —le explicó, sintiendo la lengua espesa.

—Como yo mismo creí cuando me alcanzó la flecha —añadió el gnomo con un triste oscilar de cabeza—. Pero, al parecer, el dardo no atravesó ningún órgano vital. Me han cuidado bien, y, aparte del dolor que me provoca el moverme, me encuentro casi recuperado. —El hombrecillo se volvió hacia el sacerdote—. Hoy estuve paseando por el patio.

—Bien, muy bien —sonrió con aire ausente el padre Strangyeard, jugueteando con la cinta que sostenía el parche sobre su ojo—. Bueno, tengo que irme. Estoy seguro de que habrá muchas cosas sobre las que deseéis hablar. —El sacerdote se dirigió a la puerta—. Por favor, Simón, utiliza mi habitación durante tanto tiempo como desees. Yo comparto las estancias del padre Eglaf. Produce un ruido terrible al dormir, pero ha demostrado ser un buen hombre al acogerme.

El muchacho se lo agradeció. Después de expresar sus votos por la pronta recuperación de Binabik, el padre salió de la habitación.

—Es un hombre muy bueno, Simón —explicó Binabik mientras oían desaparecer los pasos del sacerdote por el corredor—. Es el encargado de los archivos del castillo. Ya hemos mantenido algunas conversaciones muy interesantes.

—Es un poco extraño, ¿no? Algo… distraído.

El gnomo rió; después hizo un gesto de dolor y tosió. Su amigo se inclinó sobre él, preocupado, pero el hombrecillo lo rechazó con un movimiento de su mano.

—Es sólo un momento —dijo. Continuó una vez recuperado el aliento—. Simón, algunos hombres, cuyas mentes están llenas de pensamientos, se olvidan de hablar o de actuar como seres normales.

El chico asintió y paseó su mirada por la habitación. Se parecía mucho a la de Strangyeard: sobria, pequeña, con las paredes encaladas. En lugar de montones de pergaminos y libros, en la mesa sólo había un ejemplar del Libro de Aedón, con una cinta roja que sobresalía indicando el lugar en que el lector había detenido su consulta.

—¿Sabes dónde está Marya? —preguntó.

—No. —Binabik pareció ponerse extremadamente serio. Simón se preguntó por qué—. Espero que haya podido entregarle el mensaje a Josua. Tal vez la volvió a mandar de regreso hacia donde se encuentre la princesa, para que le transmita su respuesta.

—¡No! —exclamó Simón, a quien la idea no le hacía ninguna gracia—. ¿Cómo puede haber sucedido todo con tanta rapidez?

—¿Rapidez? —sonrió el hombrecillo—. Ésta es la mañana del segundo día que estamos en Naglimund.

El joven estaba sorprendido.

—¡¿Cómo puede ser?! ¡Pero si acabo de levantarme!

Binabik movió la cabeza y se metió entre las sábanas.

—No es así, Simón. Dormiste durante la mayor parte del día de ayer, te despertaste para beber agua y volviste a dormir. Supongo que la última parte del viaje te debilitó, además de la fiebre que te atacó cuando caíste al río.

—¡Jesuris! —Se sintió como si hubiese sido traicionado por su propio cuerpo—. ¿Y han vuelto a enviar lejos a Marya?

El gnomo levantó una mano de debajo de las sábanas para tratar de aplacar el humor del chico.

—Desconozco si así ha ocurrido. Eso es sólo lo que creo. Puede que esté por aquí, en alguna parte; tal vez se aloje con alguna de las mujeres, o en las estancias de la servidumbre. Por lo que sé, se trata de una sirvienta.

Simón se puso colorado, Binabik retiró la mano que el muchacho había liberado presa de la agitación.

—Sé paciente, Simón, amigo —dijo—. Has realizado un trabajo de héroe al llegar tan lejos. ¿Quién sabe lo que puede ocurrir a partir de ahora?

—Supongo que… tienes razón… —Respiró profundamente.

—Y además, me has salvado la vida —puntualizó el gnomo.

—¿Importa eso? —Simón dio palmadas con aire distraído sobre la manirá y se levantó—. Tú has salvado la mía en un montón de ocasiones. Los amigos son los amigos.

Binabik sonrió, pero sus ojos mostraban cansancio.

—Los amigos son los amigos —estuvo de acuerdo—. Hablando de ello, tendría que volver a dormir. Habrá importantes cosas que hacer en los días que se aproximan. ¿Te ocuparás de Qantaqa y de cómo la tratan? Se suponía que Strangyeard iba a hacerlo por mí, pero me temo que se le haya olvidado con lo atareado que está.

—Así es —contestó Simón, abriendo la puerta—. ¿Sabes dónde está?

—Strangyeard dijo… que en los establos… —respondió Binabik, bostezando.

El muchacho salió de la habitación.

Cuando pisó el patio de armas se detuvo para observar a la gente que por allí pasaba: cortesanos, sirvientes y clérigos. Ninguno de ellos le hizo el menor caso y Simón se sintió sorprendido por partida doble.

En primer lugar, no tenía idea de dónde se encontraban los establos. Y en segundo lugar, tenía hambre, mucha hambre. El padre Strangyeard le había dicho algo de que había sido encargado de proporcionarle alimento, pero había desaparecido. ¡Era como un pájaro bobo!

De repente vio un rostro familiar al otro lado del patio. Ya había avanzado varios pasos antes de poder recordar el nombre que acompañaba a aquel rostro.

—¡Sangfugol! —llamó.

El arpista se detuvo y miró a su alrededor, para ver quién lo llamaba. Vio a Simón que corría hacia él y con una mano resguardó sus ojos de la luz del sol, mirando perplejo hasta que el joven se detuvo ante él.

—¿Sí? —preguntó.

Iba vestido con un rico justillo y su oscuro cabello colgaba graciosamente por detrás de un sombrero adornado con plumas. Incluso vistiendo ropas limpias, Simón se sintió como un desharrapado en presencia del músico, que permanecía ante él con una cortés sonrisa.

—¿Tienes algún mensaje para mí? —inquirió Sangfugol.

—Soy Simón. Probablemente no me recuerdes… Hablamos en la fiesta del funeral, en Hayholt.

El arpista lo miró durante largos instantes, con el entrecejo levemente fruncido; luego se le iluminó el rostro.

—¡Simón! ¡Ajá, claro! El chico del aguamanil, que era tan bien hablado. Te pido mil excusas por no haberte reconocido. Has crecido mucho.

—¿De veras?

El músico sonrió mostrando los dientes.

—¡Pues claro! Cuando nos conocimos no tenías esa pelusilla en el rostro. —Se adelantó para sostener con su mano la barbilla de Simón—. O al menos no la recuerdo…

—¿Pelusilla?

Sorprendido, el muchacho levantó la mano y se tocó la mejilla. Parecía que tenía pelo…, pero suave, como el vello de sus brazos. Sangfugol hizo un mohín con los labios y rió.

—¿Cómo has podido no darte cuenta? Cuando me salieron los primeros pelos de hombre, no podía apartarme del espejo de mi madre, y a diario veía los progresos —dijo y levantó una mano hacia su rasurada barbilla—. Ahora me la afeito de mala gana cada mañana, para así mantener mi piel suave para las damas.

Simón se sintió enrojecer. ¡Debía de parecer un patán!

—He estado lejos de espejos durante un tiempo.

—Huummm. —El arpista lo miró de arriba abajo—. También estás más alto, si no me traiciona la memoria. ¿Qué es lo que te ha traído a Naglimund? No es que no pueda suponerlo. Aquí hay muchos que han huido de Hayholt, y mi señor el príncipe Josua no es el único.

—Lo sé —respondió Simón. Sintió la necesidad de decir algo que le proporcionase una posición equiparable a la del joven tan bien vestido—. Yo lo ayudé a escapar.

El hombre enarcó una ceja.

—¿En serio? ¡Bueno, en verdad que ésta parece ser una historia interesante! ¿Ya has comido? ¿O preferirías algo de vino? Ya sé que es una hora temprana, pero, para ser sincero, todavía no me he acostado…

—Lo de la comida será estupendo —dijo el chico—, pero primero debo hacer algo. ¿Puedes mostrarme dónde están los establos?

Sangfugol sonrió.

—¿Qué ocurre, joven héroe? ¿Vas a cabalgar hasta Erchester para traernos la cabeza de Pryrates en un saco?

Simón volvió a ponerse colorado, aunque no sin placer en esta ocasión.

Ven —concluyó el arpista—. Primero los establos y luego la comida.

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El hombre de rostro agrio que aparecía algo doblado y moviendo heno con una horca le dirigió una mirada sospechosa cuando Simón le preguntó sobre el paradero de Qantaqa.

—Está aquí, ¿qué quieres de ella? —interrogó el individuo, moviendo la cabeza—. Es repugnante. No está bien haberla dejado aquí. Yo no quería, pero el príncipe lo ordenó. Casi me arrancó la mano, la bestia.

—Bien, entonces —dijo Simón—, tenéis que alegraros al deshaceros de ella. Llevadme a donde esté.

—Es un animal del demonio, te lo digo de verdad —añadió el hombre.

Siguieron caminando por el interior de los oscuros establos hasta llegar a la puerta trasera, que iba a desembocar a un patio lleno de barro a la sombra de la muralla.

—A veces traen las vacas aquí antes de llevarlas al matadero —explicó el hombre, señalando un pozo cuadrado—. No sé por qué el príncipe quiso que viviese, para preocupación del viejo Lucuman. Tendría que haber clavado una lanza en ese maldito demonio, como hizo con el gigante.

Simón le dirigió una mirada de disgusto al hombre encorvado y se acercó al borde del pozo. Una cuerda atada a una argolla que había en el suelo se hundía en el foso. La cuerda estaba atada al cuello de la loba, que permanecía tendida en el fondo.

El muchacho se irritó.

—¡¿Qué le habéis hecho?! —gritó, dirigiéndose al encargado de los establos.

Sangfugol, que se abría paso por el barrizal con más lentitud, llegó por fin junto a Simón.

Las sospechas del viejo se convirtieron en mal humor.

—No he hecho nada —dijo, con resentimiento—. Es un auténtico demonio: aúlla y aúlla como un diablo. Además, trató de morderme.

—Yo también lo habría hecho —lo cortó Simón—. Es más, todavía tengo ganas de hacerlo. Sacadla de ahí.

—¿Cómo? —preguntó, intranquilo—. ¿Tirando de la cuerda? Es demasiado pesado.

Pesada, idiota. —El chico estaba lleno de rabia al ver el estado en que se encontraba la loba, su compañera durante incontables millas, la cual aparecía en el fondo de un oscuro y asqueroso agujero. Se inclinó sobre el borde.

—¡Qantaqa! —llamó—. ¡Eh, Qantaqa!

El animal enderezó las orejas, como para apartarse una mosca, pero no abrió los ojos. Simón buscó alrededor del patio hasta que vio lo que necesitaba: un madero tan grande como el pecho de un hombre. Lo llevó hasta el pozo ante la mirada perpleja del arpista y del viejo de los establos.

—Mira —le dijo a la loba.

Hizo rodar el madero por encima del borde y lo dejó caer por él. Fue a parar a apenas un codo de las patas de Qantaqa, que levantó un poco la cabeza para mirar, aunque luego volvió a bajarla.

—Ten cuidado, por favor —aconsejó Sangfugol.

—Tiene suerte de que la bestia esté descansando —añadió el otro hombre, mordisqueando la uña de su pulgar—. Si lo hubiese oído ya estaría aullando.

Simón dejó colgando los pies sobre el borde del agujero y se tiró. Fue a caer en el resbaladizo y blando lodo de abajo.

—Pero ¿qué es lo que haces? —gritó el músico— ¿Te has vuelto loco?

El joven se agachó junto a la loba, y lentamente adelantó una mano. El animal le gruñó, y él apartó los dedos. El hocico lleno de lodo de Qantaqa lo husmeó brevemente, después extrajo su larga lengua y le lamió el dorso de la mano. Simón se puso a rascarla entre las orejas, y observó si presentaba alguna herida o fractura. No descubrió ninguna de las dos cosas. Se volvió y apoyó la base del tronco sobre el suelo y la pared del pozo; después regresó junto al animal. Lo rodeó con los brazos y lo obligó a levantarse.

—¿Verdad que está loco? —susurró el hombre de mirada agria al arpista.

—Cierra la boca —gruñó Simón, al ver sus limpias botas y ropas ya manchadas de barro—. Coged la cuerda y tirad cuando os lo diga. Sangfugol, córtale la cabeza si pierde el tiempo.

—Ya voy —dijo el viejo, de mala gana, pero cogiendo la cuerda.

Al principio Qantaqa se resistió, pero Simón la persuadió para que apoyase sus patas delanteras sobre el tronco. El muchacho empujó los cuartos traseros de la loba con el hombro.

—¿Preparado? ¡Tira! —gritó.

La cuerda adquirió tirantez. La loba volvió a resistirse al principio, tirando del hombre de arriba y dejando caer su considerable peso sobre Simón, cuyos pies resbalaban en el barrizal. Justo cuando empezó a pensar que lo aplastaría y moriría bajo su cuerpo, Qantaqa se dejó llevar por el tirón de la cuerda. Simón resbaló al no encontrar resistencia, pero estaba lleno de satisfacción al ver subir al animal por el madero. Hubo un sonido de voces sorprendidas y consternación provenientes del encargado de los establos y de Sangfugol cuando la cabeza de ojos amarillentos asomó por el borde superior del agujero.

El chico también utilizó el madero para subir. El hombre de los establos estaba acobardado y lleno de terror ante la loba, que lo miró siniestramente. Sangfugol, con aspecto de estar algo más que alarmado, se apartaba de ella moviéndose hacia atrás, sobre sus cuartos traseros, sin preocuparse demasiado por el estado en que estaban quedando sus finos ropajes.

Simón rió y ayudó a incorporarse al arpista.

—Ven —dijo—. Llevaremos a Qantaqa junto a su amo y amigo, a quien conocerás. Y luego…, oye, ¿no habíamos hablado de una comida?

Sangfugol asintió con la cabeza lentamente.

—Ahora que he visto a Simón, Compañero de Lobos, algunas de las demás cosas resultan más fáciles de creer. De cualquier modo, volvamos al tema de la comida.

Qantaqa miró una vez al postrado encargado de los establos, lo que provocó en él un último gemido de pavor. El muchacho desató la cuerda de la argolla y atravesaron el establo, dejando tras ellos cuatro pares de huellas llenas de barro.

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Mientras Binabik y Qantaqa se encontraban de nuevo, una reunión moderada por Simón para preservar al todavía débil gnomo de la peligrosa exuberancia de su montura, Sangfugol se dirigió a las cocinas. Regresó al cabo de un rato con una jarra de cerveza, una buena cantidad de cordero, queso y pan, envueltos en una tela; él todavía seguía —lo que sorprendió al chico— con la misma ropa llena de manchas de barro.

—Las almenas del sur, adonde nos encaminamos, son un lugar muy polvoriento —explicó el arpista—. Estaría loco sí me cambiase para arruinar otro vestido.

Se dirigieron a la puerta principal del bastión y de allí a la empinada escalera que conducía a las almenas. Simón hizo un comentario sobre el gran número de gente que cruzaba el patio de armas, y sobre las tiendas que se veían en los espacios descubiertos.

—Muchos de ellos vienen en busca de refugio —aclaró Sangfugol—. La mayoría proceden de la Marca Helada y del valle del río Vadoverde. Otros llegaron de Utanyeat, en la creencia de que la mano del conde Guthwulf se les hacía demasiado pesada. Pero en su mayor parte se trata de gente que ha sido expulsada de sus tierras por las condiciones climatológicas o por bandidos. U otras cosas, como los Hunën.

El músico señaló, mientras cruzaban el patio, hacia la pira ya completa. Los hombres que cargaban la leña habían desaparecido; el montón de maderas permanecía tan mudo y significativo como una iglesia destruida.

Una vez en las almenas se sentaron sobre piedras ásperas y desgastadas. El sol aparecía alto en el cielo, atravesando unas cuantas nubes. Simón deseó tener un sombrero.

—Parece que tú o algún otro hayáis traído el buen tiempo. —Sangfugol se desabrochó el traje a causa del calor—. Ha sido el mes de maya más extraño que recuerdo. Ha habido tempestades de nieve en la Marca Helada, lluvias y frío en Utanyeat…, ¡y granizo! Granizó hace un par de semanas: caían piedras tan grandes como huevos de pájaros.

El arpista empezó a desenvolver la comida mientras el muchacho admiraba la vista. Desde su atalaya, en lo alto de los muros del bastión interior, Naglimund se extendía a sus pies como una manta.

El castillo estaba enclavado en una escabrosa depresión de las colinas Wealdhelm, como en la palma de una mano. Bajo las almenas occidentales, a través de donde ellos se hallaban sentados, se extendían las amplias murallas exteriores del castillo; más allá de éstas, las tortuosas calles del pueblo de Naglimund descendían hasta los muros de la propia ciudad. En el exterior había una casi ilimitada extensión de tierra rocosa y bajas colinas.

Al otro lado, entre las murallas orientales y el rígido muro de las Wealdhelm, discurría un largo y retorcido camino que descendía desde la cresta de las colinas. Salpicando las vertientes, a ambos lados de la pista, se veían un millar de puntos negros que brillaban a causa de la luz solar.

—¿Qué es eso? —señaló Simón.

Sangfugol entrecerró los ojos, mientras masticaba.

—¿Te refieres a los clavos?

—¿Qué clavos? Te pregunto sobre esas púas de la falda de la colina.

El arpista asintió.

—Los clavos. ¿Qué crees que significa Naglimund? Vosotros, la gente de Hayholt, habéis olvidado vuestra antigua lengua erkyna. «Fuerte de Clavos», eso es lo que significa. El duque Aeswides los clavó cuando construyó Naglimund.

—¿Eso cuándo fue? ¿Y para qué sirven?

Simón se quedó mirándolos y dejó que el viento se llevase las migas de su regazo y las hiciera caer sobre el bastión exterior.

—Tiempo atrás los rimmerios llegaron al sur, eso es todo lo que sé —respondió Sangfugol—. El duque consiguió el hierro de los norteños, todas esas barras. Los dverningos les dieron forma —añadió significativamente, pero el nombre no le dijo nada especial al muchacho.

—¿Por qué? Es como un jardín de hierro.

—Para mantener alejados a los sitha —declaró el músico—. Aeswides les tenía terror, ya que, en realidad, éstas eran sus tierras. Una de sus grandes ciudades, cuyo nombre he olvidado, estaba al otro lado de las colmas.

Da’ai Chikiza —dijo Simón, lentamente, con la mirada puesta sobre la espesura de deslustrado metal.

—Eso es —asintió el arpista—. Y se dice que los sitha no soportan el hierro. Los pone enfermos, incluso llega a matarlos. Así que Aeswides rodeó su castillo con esos «clavos», que acostumbran estar alrededor de todo el bastión, pero los quitaron cuando los sitha se fueron, ya que resultaban una molestia para los carros que llegaban los días de mercado, por ejemplo. Así que cuando el rey Juan dio este lugar a Josua, sospecho que para mantener a los hermanos tan separados como fuese posible, mi señor los desenterró todos excepto los de las pendientes. Creo que le resultaban graciosos. Le gustan mucho las cosas antiguas al príncipe, mi señor.

Mientras compartían la jarra de cerveza, Simón le relató una versión de lo que le había sucedido desde que se vieran por última vez; dejó sin mencionar algunas de las cosas para las que no tenía una explicación que dar a las preguntas que con toda seguridad le haría el arpista. Sangfugol se mostró impresionado, pero lo que más le afectó fue la historia del rescate de Josua y la horrible muerte de Morgenes.

—Ah, ese villano de Elías… —dijo, al final, y Simón se sorprendió al ver una mirada de cólera oscureciendo como una tormenta el rostro del músico—. El rey Juan debería haber estrangulado a ese monstruo cuando nació, o si no, al menos, hacerlo general de sus ejércitos y mandarlo a hostigar a las tribus de las Thrithings. ¡Cualquier cosa antes que dejarlo instalarse en el Trono del Dragón y ser una plaga para todos nosotros!

—Pero allí sigue estando —añadió Simón, mientras masticaba—. ¿Crees que nos atacará aquí, en Naglimund?

—Sólo Dios y el Diablo lo saben —Sangfugol sonrió con amargura—, y el Diablo lleva las apuestas. Todavía no debe de haberse enterado de que Josua está aquí, aunque esta situación no puede durar mucho más. Este bastión es fuerte y poderoso. Tenemos que agradecérselo al hace tanto tiempo muerto Aeswides; pero da lo mismo: fuerte o no, no puedo imaginar a Elías permaneciendo quieto mientras Josua se va haciendo poderoso aquí, en el norte.

—Pero yo creía que Josua no quería ser rey —dijo el muchacho.

—Y no lo desea. Pero Elías no es de la clase de gente que pueda entenderlo así. Los hombres ambiciosos siempre piensan que los demás son de su misma condición. También tiene a Pryrates, que vierte envenenados consejos en sus oídos.

—Pero ¿Josua y el rey no eran enemigos desde hace años? ¿Antes de que apareciese Pryrates?

Sangfugol asintió.

—No ha dejado de existir una cierta animosidad entre ellos. Una vez se quisieron como hermanos, más que la mayoría de los hermanos, o así me han explicado los viejos criados del príncipe. Pero todo ocurrió cuando murió Hylissa.

—¿Hylissa? —preguntó Simón.

—La esposa nabbana de Elías. Josua la traía hacia donde estaba el rey, que todavía era príncipe, y por aquel entonces se hallaba guerreando en las Thrithings. La partida fue atacada por jinetes thrithingos. Josua perdió la mano derecha al tratar de defender a Hylissa, pero no sirvió de nada, pues los jinetes eran muy numerosos.

El chico dejó escapar un suspiro.

—¡Así que eso es lo que pasó!

—Fue la muerte de todo amor que pudiera haber existido entre ellos…, al menos eso dice la gente.

Después de pensar durante unos instantes en las palabras de Sangfugol, Simón se levantó y se estiró; la herida que tenía junto a sus costillas le envió una punzada de dolor.

—¿Qué hará ahora el príncipe Josua? —preguntó.

El músico se rascó el brazo y miró hacia el patio de armas.

—No puedo ni imaginármelo —respondió—. Es un hombre cauteloso, y de lentas decisiones; de cualquier modo, no suelen llamarme para que acuda a discutir las estrategias —sonrió—. Corre el rumor de que están al llegar importantes emisarios y de que en el plazo de una semana Josua convocará una Raed.

—¿Una qué?

—Una Raed. Se trata de un viejo término erkyno que significa consejo, más o menos. Las gentes de estos lugares tienen una tendencia a permanecer fieles a las viejas costumbres. En el campo, lejos del castillo, la mayoría de ellos todavía usan la vieja lengua. Un hombre de Hayholt como tú necesitaría un intérprete, con toda probabilidad.

Simón no quería que lo distrajesen con una conversación sobre costumbres campesinas.

—¿Has hablado de una…, una Raed? ¿Es una especie de consejo de… guerra?

—En estos tiempos que corren —replicó el músico, y su rostro volvió a ensombrecerse—, cualquier consejo que tenga lugar en Naglimund puede convertirse en un consejo de guerra.

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Caminaron por las almenas.

—Estoy sorprendido —dijo Sangfugol— de que con todos los servicios que has rendido a mi señor, todavía no te haya llamado para una audiencia.

—Me acabo de levantar de la cama esta mañana —declaró Simón—. Además, quizá no sepa que soy yo… Estaba muy oscuro el claro, y con el gigante y todo eso…

—Supongo que tienes razón —contestó el arpista, cogiéndose el sombrero, que ponía todo de su parte para salir volando con el viento.

«Espero —pensó el muchacho— que si Marya le entregó el mensaje de la princesa, al menos le mencionaría a sus compañeros. Nunca he creído que fuese la clase de chica que se olvida de los demás».

Pensó que tenía que ser realista. ¿Qué muchacha, súbitamente salvada de los peligros de la tierra salvaje, no preferiría pasar su tiempo con la amable gente del castillo en lugar de hacerlo con un desgarbado pinche de cocina?

—¿No habrás visto, por casualidad, a Marya, la joven que vino con nosotros? —preguntó.

Sangfugol movió la cabeza negativamente.

—Hay montones de gente que cruza las puertas a diario, y no me refiero solamente a los que huyen de granjas y pueblos alejados. Los exploradores del príncipe Gwythinn de Hernystir llegaron ayer por la noche, con los caballos llenos de espuma sudorosa. La compañía del príncipe llegará esta noche. Lord Ethelferth de Tinsett ha permanecido aquí durante una semana con doscientos hombres. Justo antes, el barón Ordmaer trajo a cien ciudadanos de Utersall. Otros lores llegan con sus asambleas. Se está preparando una cacería, Simón; aunque sólo Aedón sabe quién caza a quién.

Llegaron a la torre del nordeste. Sangfugol saludó a un joven soldado que hacía guardia. Por detrás de los hombros uniformados de gris del hombre, se elevaba la mole de las Wealdhelm, y las impresionantes colinas parecían estar al alcance de la mano.

—Tan ocupado como está —dijo el arpista, de repente—, no es de extrañar que todavía no te haya recibido. ¿Te importaría que le hiciese un comentario sobre ti? Voy a estar en su presencia durante la cena.

—Es cierto que me gustaría verlo, sí. Estuve… muy preocupado por su salud. Y mi maestro hizo un gran sacrificio para que Josua pudiera regresar aquí, a su hogar.

Simón se sorprendió al darse cuenta del leve tono de amargura que reflejaba su voz. No quería darle aquel sentido, pero había sido él quien lo había hecho, y había sido él y nadie más quien había encontrado a Josua, atado y colgado, como un faisán en el dintel de la puerta de un campesino.

El tono del comentario no había pasado inadvertido a los oídos de Sangfugol, y la mirada que le dirigió estaba llena de simpatía y diversión.

—Entiendo. De cualquier modo, te aconsejo que no te presentes ante mi señor con ese humor. Es un hombre orgulloso y complicado, Simón, pero estoy seguro de que no te habrá olvidado. Las cosas, como sabes, se han puesto difíciles en estos lugares, casi tan difíciles como tu propio viaje.

El muchacho levantó la barbilla y miró hacia las colinas, al extraño resplandor de los árboles batidos por el viento.

—Lo sé —dijo—. Si pudiera verme, sería un honor para mí. Si no pudiera…, bueno, pues no pasaría nada.

El arpista sonrió con pereza, y un poco divertido.

—Un bonito discurso. Ahora vayámonos, deja que te enseñe los clavos de Naglimund.

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A plena luz del día resultaba una vista impresionante. El campo de brillantes postes, que daba comienzo a algunas anas de distancia de la zanja enclavada bajo la muralla oriental del castillo, se extendía vertiente arriba y hacia la lejanía durante quizás un cuarto de legua, hasta llegar al pie de las colinas. Aparecían alineados en filas simétricas, como una legión de lanceros que hubieran sido enterrados allí, dejando que sólo sus armas sobresaliesen por encima del suelo para mostrar lo concienzudo de su guardia. El camino que serpenteaba desde una caverna, en el lado oriental de los montes, cruzaba las hileras con tanta sinuosidad como el rastro de una serpiente. Finalmente se detenía ante la pesada puerta oriental de Naglimund.

—¿Y…, no me acuerdo del nombre…, hizo todo eso porque lo asustaban los sithas? —preguntó Simón, aturdido ante la extraña y oscura plantación que se extendía ante él—. ¿Por qué no se limitó a colocarlos sobre las murallas?

—Se llamaba Aeswides, duque Aeswides. Era el gobernador nabbano de este lugar, y establecía un precedente al construir este castillo en tierras sitha. Y sobre el porqué de no colocarlos sobre las murallas, bueno, supongo que temía que los sitha pudieran encontrar algún medio para pasar a través de un simple muro, o por debajo, tal vez. De esta manera, tendrían que atravesarlos. ¡No has visto ni la mitad, Simón; esas cosas rodeaban el castillo por todas partes! —Sangfugol acompañó sus palabras con un gesto que abarcaba toda la construcción.

—¿Qué hicieron los sitha? —inquirió el chico—. ¿Trataron de atacar?

—Por lo que he oído, parece que no. Pero si quieres saberlo con seguridad será mejor que se lo preguntes al anciano padre Strangyeard. Es el bibliotecario e historiador del lugar.

Simón sonrió.

—Ya lo conozco.

—Un anciano interesante, ¿verdad? Una vez me dijo que cuando Aeswides construyó todo esto, los sitha lo llamaron…, lo llamaron…, ¡maldita sea! Tendría que saber esas viejas historias, siendo un trovador. Bueno, el nombre que le dieron quería decir algo así como «Trampa que atrapa al cazador»…, como si Aeswides se hubiese atrapado a sí mismo en el interior, o algo así; como si hubiese construido su propia trampa.

—¿Y fue así? ¿Qué ocurrió?

Sangfugol movió la cabeza para negar, y casi perdió el sombrero.

—Maldita sea si lo sé. Lo más seguro es que envejeciese y muriese aquí. No creo que los sitha le prestasen demasiada atención.

Les llevó una hora completar el circuito. Hacía tiempo ya que habían vaciado la jarra de cerveza que Sangfugol había traído para acompañar la comida, pero el arpista había cogido una bota de vino, por si acaso, lo que les evitó una caminata con la garganta seca. Reían; el músico le enseñaba a Simón una canción verde sobre una mujer nabbana, perteneciente a la nobleza, cuando llegaron a la puerta principal y a las ventosas escaleras que conducían al suelo.

Al emerger por la puerta se encontraron rodeados por una multitud de trabajadores y soldados; la mayor parte de estos últimos se hallaban de permiso, a juzgar por el desorden que mostraban sus uniformes, todos gritaban y se empujaban. Pronto se encontró Simón aplastado entre un hombre gordo y un barbudo guardia.

—¿Qué sucede? —le preguntó a Sangfugol, que había sido arrastrado a alguna distancia a causa del movimiento de la multitud.

—No estoy seguro —gritó al responder—. Tal vez esté llegando Gwythinn de Hernysadharc.

El gordo volvió su enrojecido rostro hacia Simón.

—No, no es eso —dijo, con júbilo. El aliento le olía a cebollas y cerveza—. Es el gigante, el que mató el príncipe —señaló hacia la pira, que permanecía vacía a un extremo del patio de armas.

—Pero no lo veo —declaró el muchacho.

—Han ido a buscarlo —contestó el hombre—. He venido con los otros para no perdérmelo. ¡El hijo de mi hermana es uno de los batidores que ayudó a atrapar a la bestia maligna! —añadió con orgullo.

Otra oleada de ruido atravesó la multitud. Alguien de la primera fila vio algo y el comentario rápidamente pasó a los de atrás. Los cuellos se estiraron, y los niños fueron levantados hasta los hombros de pacientes madres de sucio rostro.

Simón miró a su alrededor, pero Sangfugol parecía haber desaparecido. Se mantuvo de puntillas, y vio que sólo algunos más en la multitud eran tan altos como él. Más allá de la pira distinguió las brillantes sedas de una tienda o una marquesina, ante la cual podían observarse los brillantes colores de los vestidos de algunos cortesanos del castillo, sentados en taburetes y hablando entre sí, moviendo las mangas al hacer gestos, como ramas llenas de brillantes pájaros. Se fijó en los rostros en busca del de Marya; tal vez ya hubiera encontrado una dama noble a la que servir, pues no era nada seguro para ella volver junto a la princesa en Hayholt o donde estuviese. Ninguno de los rostros resultó ser el suyo, y, antes de que pudiera buscarla por entre la gente allí congregada, apareció, bajo una de las puertas arqueadas de la muralla interior, una hilera de soldados con armadura.

Ahora la multitud murmuraba llena de ansiedad, porque a la primera media docena de soldados seguía un tiro de caballos que arrastraba un alto carruaje de madera. Simón sintió un vacío en el estómago, pero trató de deshacerse de él. ¿Es que iba a ponerse enfermo cada vez que oyese crujir un carro?

Cuando las ruedas se detuvieron y los soldados se repartieron alrededor del vehículo para descargar la descolorida cosa que sobresalía, el muchacho llegó a ver un cabello negro como ala de cuervo y una blanca piel justo donde estaban los nobles, más allá de la pira de maderas; cuando pudo mirar mejor, esperando que fuese Marya, los alegres cortesanos le volvieron a tapar y se quedó sin ver nada.

Fueron necesarios ocho fornidos guardias para levantar el poste del que colgaba el cuerpo del gigante, como si fuese un ciervo cazado en el coso del rey, y tuvieron que moverlo del carro al suelo antes de poder sostener el poste sobre los hombros, de forma cómoda. La criatura había sido atada por las rodillas y los codos; unas inmensas manos colgaban en el aire cuando la espalda estuvo paralela al suelo. La muchedumbre, que se echaba hacia adelante para no perder un solo detalle, empezó a retroceder en medio de exclamaciones de miedo y disgusto.

La cosa tenía ahora un aspecto más humano, pensó Simón, que cuando se le había echado encima, en el bosque de la Escalera. Con la piel del rostro ahora fláccida a causa de la muerte, y sin el amenazante rugido, el gigante mantenía en la cara la expresión de perplejidad de un hombre al que le han comunicado noticias incomprensibles. Como había dicho Strangyeard, llevaba una especie de prenda de áspero tejido alrededor del cuerpo. Un cinturón de piedras de un color rojizo colgaba arrastrando por el suelo del patio del castillo.

El gordo que estaba junto a Simón, que había exhortado a los soldados a darse más prisa, se volvió con ojos llenos de alborozo hacia él.

—¿Sabes lo que llevaba alrededor del cuello? —gritó.

El chico, apretado por ambos lados, se limitó a encogerse de hombros.

—¡Calaveras! —dijo el hombre, tan satisfecho como si se las hubiera dado él mismo al gigante muerto—. Las llevaba como si fuesen un collar. El príncipe les ha proporcionado un entierro aedonita, aunque nadie sabe a quién pertenecían —acabó y volvió a dirigir su atención al espectáculo.

Algunos soldados habían trepado a la pira y ayudaban a los portadores a poner a la gran criatura en el lugar que le estaba destinado. Cuando la dejaron encima del montón de madera, boca arriba, levantaron el poste con los brazos y piernas cruzadas y lo alzaron como pudieron. Cuando el último hombre saltó al suelo, el gigantesco cuerpo pareció querer caer hacia adelante y el súbito movimiento provocó el grito de una mujer. Algunos niños empezaron a llorar. Un oficial de gris uniforme gritó una orden y uno de los soldados se adelantó y lanzó una antorcha entre los montones de paja seca que había en la base de la pira. Las llamas, extrañamente incoloras a la luz del sol del atardecer, empezaron a doblarse entre la paja, hasta alcanzar la madera. Se levantaron grandes humaredas alrededor del cuerpo del gigante, y una ráfaga de viento movió su velluda piel como si se tratase de seca hierba de verano.

«¡Allí!». Simón la había vuelto a ver, ¡al otro lado de la pira! Trató de abrirse paso, pero recibió un fuerte codazo en las costillas de alguien que pretendía mantener su lugar de observación. Se detuvo, frustrado, y miró hacia el lugar en el que creyó haberla visto.

Volvió a mirar y se dio cuenta de que no era Marya. Aquella mujer de cabello negro, envuelta en una sombría y exquisitamente bordada capa verde, tendría unos veinte años más. Era ciertamente hermosa, pues tenía una piel marfileña y grandes ojos.

Mientras Simón la miraba, la mujer observaba cómo el gigante iba quemándose: su cabello empezaba a ensortijarse y a ennegrecer a medida que el fuego escalaba la pira de troncos. El humo se elevó como una cortina, impidiendo que el chico pudiera seguir mirándola.

Se preguntó de quién se trataría, y por qué —mientras todos los habitantes de Naglimund allí concentrados gritaban y agitaban los brazos ante la pira de humo— daba la impresión de mirar el resplandor de las llamas con ojos tan tristes y furiosos.