Cazadores y cazados
El estruendo del río llenaba, sus oídos. Durante una décima de segundo Simón tuvo la impresión de que el agua era lo único que se movía, y de que los arqueros que había en la otra orilla, Marya y él mismo, todos habían quedado congelados en la inmovilidad a causa del impacto de la flecha que se alojaba en la espalda de Binabik. Hasta que otro dardo pasó ante el pálido rostro de la muchacha y fue a estrellarse ruidosamente contra una rota cornisa de brillante piedra, las cosas no volvieron a adquirir un movimiento frenético.
Sólo medio consciente de la carrera que habían emprendido los arqueros a través del río, Simón cubrió la distancia que lo separaba de la joven y del gnomo con tres pasos. Se agachó para mirar a Binabik y una extraña y aislada parte de su cerebro reparó en que los pantalones de muchacho que vestía Marya aparecían desgarrados a la altura de las rodillas. En ese momento sintió que una flecha perforaba su camisa e iba a alojarse bajo su brazo. Al principio creyó que no lo había alcanzado, pero luego sintió una oleada de dolor que le iba subiendo por la caja torácica.
Más dardos volaban a su alrededor, iban a parar contra las baldosas del suelo y rebotaban sobre ellas como piedras en el agua. Simón cogió al ahora silencioso gnomo en sus brazos, sintiendo la horrible y rígida caña de la flecha entre los dedos. Se dio la vuelta, interponiendo su espada entre el hombrecillo y los arqueros —¡Binabik estaba tan pálido…!, ¡debía de estar muerto!—, y entonces se levantó. El dolor que sentía en las costillas lo volvía a quemar y se tambaleó, inseguro. Marya lo agarró del codo.
—¡Por la Sangre de Löken! —chilló Ingen; su lejana voz apenas era un murmullo en los oídos de Simón—. ¡Los vais a matar, idiotas! ¡Os dije que los mantuvierais quietos allí! ¿Dónde está el barón Heahferth?
Qantaqa corrió para unirse a ellos; la joven trató de alejar a la loba y tanto ella como Simón subieron las escalera; que conducían a Da’ai Chikiza. Un último dardo emplumado se estrelló contra el escalón que acababan de dejar, antes de que el aire volviera a quedar vacío y en calma.
—¡Heahferth está aquí, rimmerio! —gritó una voz en medio del clamor de los hombres armados.
Simón miró hacia atrás desde el escalón superior y sintió que el corazón se le paraba.
Una docena de hombres con uniforme de campaña llegaban corriendo y sobrepasaban a Ingen y sus arqueros para dirigirse hacia la Puerta de los Ciervos, el puente que él y sus compañeros habían pasado justo antes de desembarcar. El mismo barón cabalgaba tras ellos sobre su rojo caballo, sosteniendo una larga lanza por encima de la cabeza. No podían correr más que los soldados, pero, aunque así fuese, el caballo del barón los alcanzaría en un abrir y cerrar de ojos.
—¡Corre, Simón! —exclamó Marya, tirando del brazo del muchacho—. Debemos escondernos en la ciudad.
El chico sabía que no había esperanza, pues antes de que pudieran alcanzar el primer escondite los soldados estarían sobre ellos.
—¡Heahferth! —se oyó gritar a Ingen Jegger tras ellos, con una voz débil y monótona que se alzó por encima del estruendo del río—. ¡No podéis! ¡No seáis loco, erkyno, vuestro caballo…!
El resto de la frase se perdió entre el murmullo del agua; si Heahferth lo oyó, no pareció hacerle mucho caso. Un instante después el ruido metálico de las armaduras de los soldados que corrían por el puente fue enmudecido por el de los cascos del caballo del barón.
El estrépito de la persecución iba en aumento. Simón tropezó con una baldosa desenganchada del suelo y dio un traspié.
«Una lanza en la espalda… —pensó para sí, a media caída, y—: ¿Cómo ha podido suceder todo esto?». Entonces cayó sobre un hombro y rodó para proteger el cuerpo del gnomo.
Permaneció estirado sobre la espalda mirando los pedazos de cielo que se mostraban a través de las oscuras copas de los árboles. El no tan insustancial peso de Binabik le aprisionaba el pecho. Marya tiraba de la camisa del muchacho, tratando de conseguir que éste se incorporase. Simón quería decirle que ahora ya no tenía importancia, que ya no valía la pena, pero mientras se incorporaba con la ayuda del codo, levantando el cuerpo del gnomo con el otro brazo, vio las extrañas cosas que sucedían abajo.
En medio del largo y arqueado puente, Heahferth y sus hombres se habían detenido —no, eso no resultaba del todo correcto, se balanceaban—; los soldados se agarraban a los bajos pasamanos y el barón se encaramaba sobre su caballo. Sus rasgos no resultaban del todo nítidos a esa distancia, pero sus movimientos eran los de un hombre que se despierta sobresaltado. Un instante después, por alguna razón que Simón no llegó a descubrir, el caballo se encabritó y se lanzó hacia adelante; los hombres lo siguieron, corriendo todavía más deprisa que antes. A continuación —apenas un instante después del extraño movimiento—, el chico oyó un gran crujido, como si un gigante hubiese arrancado un árbol de raíz para utilizarlo como mondadientes. El puente pareció hundirse por la mitad.
Ante los sorprendidos y fascinados ojos de Simón y de Marya, la estilizada Puerta de los Ciervos se vino abajo, primero en su parte central; grandes piedras se desprendieron para caer formando grandes remolinos en el agua. Durante unos instantes dio la impresión de que Heahferth y sus soldados conseguirían alcanzar la orilla; entonces, como una sábana que se extendiera sobre la cama, el arco de piedra se plegó sobre sí mismo y envió una retorcida masa de brazos, piernas, pálidos rostros y un animal debatiéndose por encima de los destrozados bloques de cuarzo transparente a desaparecer entre masas de agua verde y blanca espuma. Instantes después la cabeza del caballo del barón volvió a emerger algunas anas corriente abajo, con el cuello erguido sobre la superficie; después volvió a ser tragada por la rápida corriente.
Simón dirigió la mirada a la base del puente. Los dos arqueros aparecían arrodillados, mirando el torrente; la negra figura de Ingen permanecía tras ellos, observando a los muchachos. Daba la impresión de que sus pálidos ojos apenas se encontraban a escasas pulgadas…
—¡Levántate! —gritó Marya, tirando del pelo a Simón.
El muchacho liberó su mirada de la de Ingen Jegger con lo que le pareció casi un tirón palpable, como una cuerda que se destensase. Se incorporó, balanceando su pequeña carga, y se volvieron para dirigirse hacia las altas sombras de Da’ai Chikiza.
A Simón le dolieron los brazos al cabo de cien pasos, y sentía como si un cuchillo le fuese penetrando por el costado; luchó para andar a la altura de la muchacha mientras seguían a la loba a través de las ruinas de la ciudad sitha. Era como correr a través de una gruta llena de árboles y carámbanos, un bosque de reflejos verticales y de oscura y mohosa podredumbre. Por todas partes se veían azulejos partidos, y rotas y grandes telarañas cruzaban a través de hermosas y desmenuzadas arcadas. El chico se sintió como si hubiese sido tragado por algún increíble ogro con las entrañas de cuarzo, jade y nácar. Los sonidos provenientes del río les llegaban apagados; el de su propia y trabajosa respiración competía con el arrastrar de sus pies.
Al cabo de un rato pareció que alcanzaban las afueras de la ciudad: los altos árboles, abetos, cedros y pinos gigantescos, aparecían muy apretados, y los suelos de baldosas que habían encontrado por todas partes se convertían ahora en caminitos que serpenteaban a los pies de los gigantes del bosque. Simón dejó de correr. Su visión estaba oscurecida en los bordes. Se quedó quieto y sintió que la tierra daba vueltas a su alrededor. Marya lo cogió de la mano y lo condujo hasta una piedra invadida por la hiedra que el muchacho, con la vista parcialmente recuperada, reconoció como un pozo. Depositó suavemente a Binabik sobre el paquete que había llevado Marya, acomodándolo en la áspera ropa, y después se apoyó sobre el borde del pozo para tratar de recuperar el aliento. El costado continuaba palpitándole.
La joven se agachó junto al hombrecillo y apartó el hocico de la loba, que parecía llamar a su amo mediante suaves golpes. Qantaqa reculó un paso, emitiendo una especie de gemido de incomprensión; después se echó en el suelo con el hocico reclinado entre las patas.
Simón notó que sus ojos se llenaban de cálidas lágrimas.
—No está muerto.
El chico miró a Marya y después al pálido rostro de Binabik.
—¿Qué? —preguntó—. ¿Qué quieres decir?
—Que no está muerto —repitió la muchacha sin alzar la mirada.
Simón se arrodilló junto a ella. Tenía razón. El pecho del gnomo se movía casi imperceptiblemente y una especie de espuma sanguinolenta aparecía de forma intermitente, cayendo por su labio inferior.
—¡Jesuris Aedón! —Posó la mano sobre la frente del hombrecillo—. Tenemos que extraerle la flecha.
Marya lo miró.
—¿Estás loco? ¡Si lo hacemos, la vida se le escapará! ¡No tendrá ninguna oportunidad!
—No. —El joven movió la cabeza—. El doctor me lo dijo. Estoy seguro de que lo hizo, pero, de todas formas, no sé si podré conseguirlo. Ayúdame a quitarle la chaqueta.
Después de intentar quitarle la ropa con infinito cuidado, llegaron a la conclusión de que era imposible hacerlo sin antes extraerle la flecha. Simón maldijo. Necesitaba algo con que cortar la chaqueta, algo afilado. Cogió el bolso por una correa y empezó a rebuscar en el interior. Incluso en medio del dolor y el pesar que sentía se consideró gratificado al descubrir la Flecha Blanca, todavía envuelta en la tela. La extrajo y empezó a deshacer el nudo.
—¿Qué haces? —preguntó Marya—. ¿Es que no hemos tenido suficientes flechas?
—Necesito algo afilado con que cortar —gruñó—. Es una lástima haber perdido parte de los útiles de Binabik…, la parte en la que tenía un cuchillo.
—¿Es esto lo que buscas?
La muchacha metió la mano en la camisa y extrajo un pequeño cuchillo con una funda de piel, que colgaba de un cordel alrededor de su cuello.
—Geloë me dijo que debía llevarlo —explicó, quitándoselo y alargando el objeto a Simón—. Pero no es de mucha ayuda contra arqueros.
—Y los arqueros tampoco son lo suficientemente hábiles como para mantener los puentes en pie, gracias a Dios.
El chico empezó a cortar la engrasada piel de la chaqueta.
—¿Crees que eso es todo lo que ha ocurrido? —preguntó Marya al cabo de unos instantes.
—¿A qué te refieres? —jadeó él.
Era un trabajo difícil, pero había empezado a cortar la prenda desde abajo y la herida de la flecha se mostró, revelando una fea masa de sangre coagulada. Simón siguió empujando la hoja hacia el cuello de la chaqueta.
—Que el puente… se cayó solo. —La joven miró hacia la luz que se filtraba a través del verdor de los árboles—. Tal vez los sitha estuvieran enfadados por lo que estaba ocurriendo en su ciudad.
Simón apretó los dientes y cortó el último trozo de ropa.
—Los sitha que están vivos ya no habitan aquí, y si es cierto que no mueren, tal y como me explicó el doctor, quiere decir que no hay ningún tipo de espíritus que haga que se caigan los puentes. —Removió las partes cortadas de la chaqueta e hizo un gesto de dolor. La espalda del gnomo estaba cubierta de sangre seca—. Ya oíste cómo el rimmerio gritaba a Heahferth; no quería que pasase con el caballo sobre el puente. ¡Y ahora déjame pensar, maldita sea!
Marya alzó la mano como para golpearlo; el chico levantó la mirada y sus ojos se encontraron. En ese instante se dio cuenta de que la muchacha había llorado.
—¡Te he dado mi cuchillo! —exclamó.
Simón agitó la cabeza, confuso.
—Es que puede que… ese demonio de Ingen haya encontrado otro lugar por donde cruzar. Todavía le quedan dos arqueros, y quién sabe qué habrá sido de los mastines…, y…, y este hombrecillo es mi amigo —dijo, y se volvió hacia el ensangrentado gnomo.
Marya guardó silencio durante algunos instantes.
—Lo sé —añadió finalmente.
La flecha había penetrado por un costado, a un palmo de distancia de la columna vertebral. El muchacho ladeó cuidadosamente el cuerpo y pudo deslizar su mano por debajo. Sus dedos encontraron la afilada cabeza de la saeta sobresaliendo justo por debajo del brazo de Binabik, cerca de las costillas.
—¡Demonios! ¡Lo ha atravesado por completo! —Simón trató de pensar frenéticamente—. Un momento…, un momento.
—Rompe la punta —sugirió ella, ahora con la voz más tranquila—. Después podrás extraerla con más facilidad, si es que estás seguro de que debes hacerlo.
—¡Pues claro que sí! —El joven se sentía algo mareado—. Claro que sí.
Le costó un poco cortar la flecha a la altura de la punta, pues el cuchillo no parecía estar muy afilado. Cuando acabó, Marya lo ayudó a volver a colocar a Binabik en la posición en que la saeta podía ser más fácilmente extraída. Después, tras elevar una silenciosa plegaria a Aedón, la sacó a través de la herida producida por su entrada. Un montón de sangre acompañó la extracción. Simón se quedó mirando el odiado objeto durante unos instantes y después lo arrojó lejos. Qantaqa levantó su cabezota para observar el vuelo de la flecha, emitió un gruñido y volvió a dejarse caer.
Vendaron a Binabik con la tela en la que había permanecido envuelta la Flecha Blanca, junto con unas cuantas tiras de su arruinada chaqueta. Después Simón cogió al gnomo, que seguía respirando con dificultad, y lo apretó contra sí.
—Geloë dijo que teníamos que remontar la Escalera. No sé dónde puede estar, pero será mejor continuar hacia las colinas —dijo.
Marya asintió.
Los destellos del sol que perforaban las altas copas de los árboles les anunciaron que casi era mediodía al dejar el pozo. Caminaron con rapidez a través de las afueras de la decadente ciudad, y una hora después el terreno empezaba a subir bajo sus cansados pies. El gnomo volvió a convertirse en una pesada carga. Simón era demasiado orgulloso como para decir algo, pero sudaba profusamente y su espalda, así como los brazos, empezaban a dolerle tanto como su herido costado. Marya sugirió que hiciese unos agujeros en las bolsas para meter las piernas de Binabik y así poder llevarlo más fácilmente. Después de pensarlo, el muchacho descartó la idea. Primero, porque significaría demasiado movimiento para el herido e inconsciente hombrecillo; y, segundo, porque tendrían que abandonar algo de equipaje, y la mayor parte de él era comida.
Cuando la suave pendiente empezó a cambiar para convertirse en duras vertientes llenas de maleza y cardos, Simón hizo una seña a Marya para indicarle que se detuviesen a descansar. El joven depositó al gnomo en el suelo y permaneció en pie, con las manos en las caderas y jadeando mientras trataba de recuperar el aliento.
—Debemos…, debemos… Yo…, yo tengo que… descansar —dijo entrecortadamente.
La muchacha miró su enrojecido rostro con simpatía.
—No puedes cargar con él hasta la cima de las colinas, Simón —dijo con amabilidad—. Parece que más adelante el camino se vuelve todavía más escarpado. Necesitarás las manos para trepar.
—Es… mi amigo —respondió él con sequedad—. Puedo… hacerlo.
—No, no podrás. —Marya movió la cabeza—. Si no utilizamos la bolsa para llevarlo, entonces… —Hundió los hombros, y se sentó sobre una roca—. No sé lo que debemos hacer, pero hay que hacer algo —acabó de decir.
Simón se sentó junto a ella. Qantaqa había desaparecido colina arriba, saltando con agilidad por donde a ellos les tomaría largos minutos continuar.
De repente, se le ocurrió una idea.
—¡Qantaqa! —llamó, incorporándose y dejando caer el bolso en el suelo—. ¡Qantaqa! ¡Ven aquí!
Trabajaron enfebrecidos, con el mudo y compartido pensamiento de la figura de Ingen Jegger pendiendo sobre ellos. Simón y Marya envolvieron de pies a cabeza a Binabik en el manto de la muchacha; después lo pusieron boca abajo sobre el lomo de Qantaqa y lo sujetaron al saco con las últimas tiras de tela. El chico recordó la posición de su involuntaria cabalgada hacia el campamento del duque Isgrimnur, pero sabía que si el grueso manto estaba entre las costillas de Binabik y el lomo de la loba, el hombrecillo podría respirar. También sabía que no era una posición correcta para un herido y, probablemente, moribundo gnomo, pero ¿qué más podía hacer? Marya tenía razón; necesitaría las manos para subir la pendiente de la colina.
Una vez que Qantaqa dejó de mostrarse nerviosa, permaneció quieta mientras los jóvenes empezaron a trabajar sobre el arnés. De vez en cuando giraba la cabeza para olfatear el rostro de Binabik, que pendía en uno de sus costados. Cuando los muchachos empezaron a ascender la pendiente, la loba dio sus primeros pasos con mucho cuidado, como si fuese consciente de la importancia que tenía para su silenciosa carga que ella mantuviese un paso uniforme.
Ahora iban más rápidos; andaban sobre piedras y viejos troncos de los que saltaba parte de la corteza bajo su peso. La brillante bola del sol, envuelta en nubes, que se colaba a través de las ramas, ya se dirigía hacia su morada occidental. La cola gris y blanca de la loba flotaba como si fuese una voluta de humo ante los ojos de los chicos, inundados por el sudor. Simón se preguntó dónde se hallarían cuando oscureciera, y qué hallarían ellos en esa misma oscuridad.
El camino se había hecho muy escarpado y ambos, Simón y Marya, se llenaron de arañazos producidos por la densidad de la maleza. Al final llegaron tambaleantes a un claro, libre de arbustos, que había en la vertiente de la colina. Se sentaron agradecidos en el polvoriento camino. Qantaqa los miró como si no le importase continuar por la estrecha pista llena de hierbas, pero en vez de seguir se echó junto a ellos, con la lengua colgando fuera de la boca. Simón desató al gnomo del improvisado arnés. El estado del hombrecillo parecía no haber experimentado ningún cambio y su respiración continuaba siendo muy débil. El muchacho escanció un poco de agua de la bota en la boca de su amigo y luego se la pasó a Marya. Cuando ella hubo acabado de beber, Simón formó un cuenco con sus manos, que la joven llenó de agua, y se dirigió a Qantaqa. Después bebió él algunos tragos directamente de la bota de piel.
—¿Crees que esto es la Escalera? —preguntó Marya mientras pasaba una mano por su negro cabello humedecido.
Simón sonrió débilmente. ¡Qué muchacha, se arreglaba el cabello hasta en medio del bosque! Marya tenía el rostro arrebolado, y el chico advirtió que aquello hacía desaparecer las pecas del puente de su nariz.
—Más parece ser una pista de ciervos o algo parecido —respondió, desviando su atención hacia donde continuaba el sendero por el flanco de la colina—. Creo que la Escalera es una cosa sitha, según dijo Geloë, pero opino que deberíamos seguir por aquí, al menos durante un tiempo.
«La verdad es que no está muy delgada —pensó—. Más bien es lo que se llama delicada». Simón recordó cómo la muchacha se levantaba para apartar las ramas que molestaban su paso por el río y sus rudas canciones fluviales. No, tal vez «delicada» tampoco fuese la palabra.
—Prosigamos —dijo ella, rompiendo los pensamientos del chico—. Tengo hambre, pero preferiría no estar al descubierto cuando se ponga el sol.
La muchacha se puso en pie y empezó a recoger las tiras de tela para volver a colocar a Binabik en su montura; ésta aprovechaba sus últimos instantes de libertad para rascarse detrás de la oreja.
—Me gustas, Marya —se descolgó Simón, y luego quiso darse la vuelta y correr, hacer algo.
En lugar de eso se quedó valientemente donde estaba, y un instante después la joven lo miró, con una sonrisa en los labios, ¡y con el aspecto de ser ella la que se encontraba turbada!
—Me alegro —fue todo lo que respondió.
Luego empezó a andar por la pista de ciervos para dejar que Simón, con manos torpes, colocase a Binabik sobre Qantaqa. De repente, mientras acababa de dar la última lazada bajo el velludo vientre de la paciente loba, el chico dirigió una mirada al pálido rostro del gnomo, tan rígido como si estuviera muerto, y se sintió enfadado consigo mismo.
«¡Qué cabezahueca que estás hecho! —pensó—. Uno de tus mejores amigos se está muriendo, estás perdido en medio de la nada, te persiguen hombres armados y tal vez cosas peores, y aquí estás: ¡tonteando con una escuálida sirvienta! ¡Eres un idiota!».
No dijo nada cuando alcanzó a Marya, pero la expresión de su rostro debió indicarle algo, pues la muchacha lo miró con ojos pensativos y empezó a andar con grandes zancadas sin decir ni una palabra.
El sol se había hundido tras las cimas de las colinas cuando el camino de ciervos empezó a ensancharse. Un cuarto de legua después se convirtió en una ancha y llana pista que parecía haber sido utilizada en alguna ocasión como camino de carros, aunque hacía ya mucho tiempo que debía de haber sido abandonada a la acción de los arbustos. Otras pequeñas pistas se abrían a los lados, y más bien parecían grietas abiertas en un terreno lleno de maleza y árboles. Llegaron a un lugar donde aquellos caminitos se unían al suyo, y a unas cien anas se encontraron andando de nuevo sobre viejas baldosas. Poco después llegaron a la Escalera.
El ancho y adoquinado camino cortaba en perpendicular el sendero que ellos habían seguido y subía serpenteando por la escarpada colina en lo que parecía una difícil travesía. Altas hierbas se abrían paso entre las rotas baldosas grises y blancas, y en algunos lugares habían crecido altos árboles justo en medio del camino; éstos arrancaban las baldosas a medida que sus troncos iban aumentando de dimensiones, así que cada uno de ellos aparecía rodeado por pequeños montones de adoquines desenterrados.
—Y éste nos llevará a Naglimund —dijo Simón, más para sí mismo que para la muchacha.
Eran las primeras palabras que pronunciaba tras el largo período en que había permanecido en silencio.
Marya estuvo a punto de contestar algo cuando sus ojos se vieron atraídos por algo que había en la cima de la colina. Trató de vislumbrar lo que era, pero el brillo había desaparecido.
—Simón, creo que he visto brillar algo allí arriba —señaló la cresta de la colina, a algo más de una legua por encima de ellos.
—¿Qué era? —preguntó él.
La joven se encogió de hombros.
—Tal vez una armadura, si es que el sol puede producir reflejos a estas alturas del día —se respondió para sí Simón—, o tal vez las murallas de Naglimund, o…, o quién sabe… —El muchacho volvió a mirar hacia arriba, entrecerrando los ojos—. No podemos apartarnos del camino —añadió, al cabo de un instante—. No hasta haber recorrido un poco más de terreno y mientras haya luz. No me lo perdonaré nunca si no llevamos a Binabik a Naglimund, sobre todo si…, si…
—Ya lo sé, Simón, pero no creo que podamos llegar hasta la cima antes de que anochezca. —Marya dio una patada a una piedra, que rodó hasta quedar frenada por un matorral que había junto a las baldosas. Hizo un gesto de amargura—. Tengo más ampollas en un pie de las que he tenido en total durante toda mi vida. Y tampoco creo que a Binabik le convenga ir sobre el lomo de la loba durante toda la noche —miró a Simón a los ojos—, es que para entonces todavía vive. Has hecho todo lo humanamente posible, Simón. No es culpa tuya.
—¡Ya lo sé! —replicó él con amargura—. Sigamos andando. Podemos continuar hablando mientras nos movemos.
Reemprendieron la marcha y no pasó mucho tiempo antes de que las sabias palabras de Marya se hicieran obvias. También Simón estaba tan maltrecho y lleno de ampollas que deseaba tenderse en el suelo y llorar. Se trataba de un Simón diferente: el que había vivido su vida de chico de castillo en el laberíntico Hayholt se habría tendido en una piedra y habría pedido comida y poder dormir. Ahora era alguien diferente: estaba herido, pero había cosas que eran más importantes, aunque tampoco podía ser beneficioso seguir tal y como se encontraban.
Incluso Qantaqa empezó a sentir molestias en una de las patas. Simón estaba dispuesto a ceder cuando Marya vislumbró otra luz en la colina. En aquella ocasión no se trataba de un reflejo del sol, ya que la penumbra descendía sobre las pendientes.
—¡Antorchas! —rugió Simón—. ¡Jesuris! ¡¿Por qué tiene que ocurrir ahora, justo ahora que estábamos a punto de llegar?!
—Quizá precisamente por eso. Ese monstruo de Ingen debe de haberse dirigido a lo alto de la Escalera para esperarnos. ¡Tenemos que apartarnos del camino! —dijo Marya.
Con el corazón destrozado los muchachos abandonaron la pavimentada Escalera y se dirigieron a un barranco que continuaba a lo ancho de la colina. Corrieron a toda prisa, tropezando a causa de lo poco que podían ver con el sol ya al otro lado de los montes, hasta que encontraron un pequeño claro, no más ancho que la altura de Simón, protegido por un grupo de jóvenes abetos.
Cuando miró por última vez antes de esconderse en el abrigo de la espesura. Simón vio el brillo de algunas antorchas más en la cima de la colina.
—¡Ojalá ardan en el Infierno esos bastardos! —rugió jadeante, y se agachó para desatar a Binabik del lomo de Qantaqa—. ¡Aedón! ¡Jesuris Aedón! ¡Cómo desearía tener una espada o un arco!
—¿Vas a desmontar a Binabik? —susurró Marya—. ¿Y si tenemos que volver a correr?
—Entonces cargaré con él. Además, si debemos correr, más vale que nos entreguemos ahora. Yo creo que no podría dar ni quince pasos más. ¿Y tú?
La muchacha movió tristemente la cabeza de lado a lado.
Bebieron por turnos de la bota de agua mientras Simón masajeaba las muñecas y los tobillos del gnomo, tratando de hacer que la sangre circulase por sus frías extremidades. El hombrecillo parecía respirar mejor, pero el chico no tenía muchas esperanzas de que eso durase. Una pequeña capa de saliva entremezclada con sangre aparecía y desaparecía por entre los labios del gnomo cada vez que respiraba, y, cuando Simón le levantó los párpados para mirarle los ojos, como había visto hacer al doctor Morgenes con una pálida sirvienta, el blanco de los globos oculares parecía más bien gris.
Mientras Marya trataba de encontrar algo para comer en las bolsas, Simón intentó levantar una de las patas de Qantaqa para ver por qué cojeaba. La loba dejó de jadear para mostrarle los dientes y gruñir de manera harto convincente. Cuando trató de seguir con su investigación, el animal le golpeó la mano y cerró sus mandíbulas a apenas una pulgada de los dedos del joven. Este casi había olvidado que era una loba, y se había acostumbrado a tratarla como si fuese uno de los perros de Tobas. Simón le agradeció a Qantaqa que se lo recordase con tanta suavidad. La dejó sola mientras se lamía las heridas con la lengua.
La luz se iba debilitando, y empezaron a aparecer las primeras estrellas en la espesa oscuridad que se extendía sobre sus cabezas. El muchacho masticaba un trozo de una dura galleta que Marya había encontrado para él, y deseó tener una manzana o cualquier cosa que tuviese zumo, cuando un ruido lejano empezó a elevarse por encima de la canción de los primeros grillos. Ambos se miraron, y después, como una confirmación que realmente no necesitaban, dirigieron sus ojos a Qantaqa. Las orejas de la loba se habían erguido y sus ojos estaban alerta.
No había necesidad de nombrar a las criaturas que producían los lejanos aullidos. A ambos les resultaba familiar el sonido de los mastines de caza ladrando a pleno pulmón.
—¿Qué vamos…? —empezó a preguntar Marya, pero Simón movió la cabeza.
Golpeó el tronco de un árbol con su puño, lleno de frustración, y con mirada ausente vio manar la sangre de sus pálidos nudillos. En unos minutos estuvieron rodeados por una completa oscuridad.
—No hay nada que podamos hacer —siseó—. Si corremos, haremos que tengan que seguir más de una pista.
El muchacho deseaba volver a golpear su puño contra algo, romper lo que fuera. Simón, estúpido, estúpido, toda esta maldita aventura, ¿para acabar así?
Se sentó lleno de rabia. Marya se acercó a él y le levantó el brazo para descansar su cabeza sobre el hombro del chico.
—Tengo frío —fue todo lo que dijo.
Simón apoyó la cabeza sobre la de la joven, y lágrimas de miedo y frustración llenaron sus ojos mientras escuchaba los ruidos provenientes de la cima de la colina. Ahora creyó oír voces de hombres que gritaban entre el ruido de los aullidos. ¡Lo que hubiera dado por una espada! A pesar de que no estaba familiarizado en absoluto con su uso, cuando menos les habría causado algún daño antes de ser atrapado.
Con mucho cuidado levantó la cabeza de Marya de su hombro y se inclinó hacia adelante. Como recordaba, el bolso de piel de Binabik estaba en el fondo del fardo. Introdujo la mano en él y empezó a rebuscar con los dedos, a tientas, en la oscuridad del pequeño claro.
—¿Qué es lo que haces? —preguntó la muchacha.
Finalmente encontró lo que buscaba y cerró la mano sobre ello. Algunos de los sonidos llegaban ahora desde la parte norte de la colina, casi al mismo nivel de la vertiente. La trampa se iba cerrando.
—Sujeta a Qantaqa —dijo Simón.
El muchacho se incorporó y gateó una corta distancia, registrando los arbustos hasta que encontró una rama partida de buen tamaño, una rama gruesa, más gruesa que su brazo. La trajo hasta el claro y sobre ella dejó caer la bolsa de polvo de Binabik, como nieve sobre un tronco.
—Hago una antorcha —respondió, y sacó los pedernales del gnomo.
—¿No los atraerá justamente hasta nosotros? —preguntó la joven, con una nota de curiosidad en la voz.
—No la voy a encender hasta que sea necesario —replicó Simón—, pero al menos tendremos algo…, algo con que luchar.
El rostro de Marya estaba en las sombras, pero el chico sentía sus ojos sobre él. La muchacha sabía exactamente el bien que les reportaría un gesto de aquel tipo. Simón esperó —y la esperanza era muy fuerte— que ella pudiera entender por qué era algo necesario.
El feroz aullido de los perros se acercaba cada vez más. El joven oía el ruido que producían los arbustos al ser abatidos y apartados, así como las voces de los cazadores. Los crujidos de las ramas aumentaron de volumen y se acercaban a ellos con sorprendente rapidez; le pareció que no se debían a los perros. Simón golpeó piedra contra piedra con el corazón en un hilo. Debía de tratarse de hombres a caballo. El polvo chispeó pero no llegó a prender. Los matorrales crujían como si fuesen aplastados por las ruedas de un carro.
«¡Prende, maldita sea, prende!».
Algo resultó aplastado en la espesura que había justo por encima del lugar en que se escondían. La mano de Marya se agarró a su brazo con tanta fuerza que le hizo daño.
—¡Simón! —gritó la muchacha.
En ese momento el palo chisporroteó y se encendió; una flamígera oleada de color anaranjado apareció en el borde de la rama. Simón se levantó llevándola con el brazo extendido y las llamas crepitando. Algo se abrió camino por entre los árboles. Qantaqa se liberó de Marya y aulló.
«¡Pesadilla!».
Eso fue todo lo que Simón pensó cuando levantó la antorcha; las llamas iluminaron la cosa que permanecía entre los árboles, que se asustó y retrocedió.
Se trataba de un gigante.
En el horroroso y paralizador instante que siguió, la mente del chico luchó para comprender lo que veía, la cosa que se elevaba ante él que se movía a la luz de la antorcha. Al principio pensó que se trataba de alguna clase de oso, pues estaba cubierta por un pálido y lanudo pelo. Pero no, las piernas eran demasiado largas, y los brazos y negras manos resultaban demasiado humanas. La punta de la peluda cabeza se elevaba tres codos por encima de Simón cuando la cosa se inclinó, doblando la cintura, para mirar con unos ojos incrustados en un rostro pellejudo y de apariencia humana.
Los ladridos se oían provenientes de todas partes, como si se tratase de la fantasmal música producida por un coro de demonios. La bestia extendió un largo brazo acabado en una garra, sujetó a Simón por el hombro e hizo que se tambalease hasta casi conseguir que la antorcha cayese de su mano. El resplandor iluminó brevemente a Marya que, con los ojos desorbitados de terror, se agachaba sobre el cuerpo de Binabik, tratando de apartarlo del paso.
El gigante abrió la boca y tronó —pues ésa era la única palabra posible para describir el rugido que emitió— para volver a abalanzarse sobre Simón. Éste saltó y tropezó con algo, pero, antes de que la cosa pudiese avanzar hacia él, el rugido que salió de su pecho se convirtió en un aullido de dolor. Tambaleante, se inclinó hacia adelante.
Qantaqa lo había mordido por detrás de una velluda rodilla, y era como una gris sombra tratando de volver a saltar sobre las piernas del gigante. La bestia rugió y trató de desembarazarse de la loba. Al segundo intento la atrapó con su gran manaza; Qantaqa dio varios tumbos entre los arbustos.
El gigante volvió a dirigir su atención sobre Simón, pero cuando éste levantaba desesperado la antorcha ante él, viendo la parpadeante luz reflejada en aquellos brillantes ojos negros, una masa de formas llego a través de los matorrales, aullando como el viento al pasar entre mil altos torreones. Hervían alrededor del monstruo como un océano de cólera. Eran perros, perros que aparecían por todas partes, lanzándose y mordiendo a la criatura que rugía con su voz de trueno. Movió los brazos como un molinete y cuerpos rotos cruzaron los aires; uno de ellos golpeó a Simón, que cayó al suelo, y la antorcha escapó de sus manos. Por cada mastín que el gigante hacía caer, cinco más ocupaban su lugar.
El muchacho se arrastró en busca de la antorcha, con la mente llena de insanas y enfebrecidas imágenes, y de repente la luz se hizo en todo el lugar. La vasta forma de la bestia reculó por el claro, rugiendo, y entonces aparecieron los hombres a caballo y la gente que gritaba. Una oscura sombra cayó sobre Simón, apartando la antorcha una vez más.
Un caballo se detuvo a escasos centímetros y su jinete se mantuvo en la silla con una larga lanza que brillaba aquí y allá a la luz de las llamas. Un momento después la lanza se convirtió en un gran clavo negro que sobresalía del pecho del asediado gigante, quien daba los últimos rugidos y se derrumbaba bajo un convulsionado manto de mastines.
El jinete desmontó. Hombres con antorchas corrieron junto a él para apartar a los perros; la luz reveló las facciones del individuo y Simón se incorporó sobre una rodilla.
—¡Josua! —exclamó, y cayó de bruces.
La última visión que tuvo fue la del rostro del príncipe, iluminado por la luz amarillenta del fuego, cuyos ojos aparecían muy abiertos y llenos de sorpresa.
El tiempo transcurrió a través de instantes llenos de oscuridad y vigilia. Simón montaba un caballo por delante de un silencioso hombre que olía a cuero y sudor. El brazo del sujeto lo cogía con fuerza por la cintura mientras serpenteaban por la Escalera.
Los cascos del caballo repicaron sobre las piedras, y se encontró observando el vaivén de la cola del animal, que se agitaba ante él. Había antorchas por todas partes.
Simón buscaba a Marya y a Binabik, a todos los demás… ¿Dónde estaban?
Una especie de túnel se había formado a su alrededor, y las paredes de piedra reproducían el palpitar de su corazón. No, no eran latidos: eran cascos de caballo. El paso subterráneo parecía extenderse hacia el infinito.
Una gran puerta de madera empotrada en la piedra se alzaba ante ellos. Se abrió lentamente, y la iluminación proveniente de las antorchas se esparció hacia el exterior como el agua al abrir las compuertas de una presa. Las formas de muchos hombres aparecieron a la luz de la entrada.
Ahora descendían por una larga pendiente, ya a cielo abierto, con los caballos en fila india, como una brillante serpiente de fuego que se extendía por el camino tan lejos como alcanzaba a ver. Todo lo que había a su alrededor era un campo de tierra yerma, sólo interrumpido por desnudas barras de hierro.
Abajo se veían los muros delimitados por la luz de más antorchas y los centinelas en sus puestos, observando a la procesión que descendía de las colinas. Las paredes de piedra se encontraban ante ellos, ahora al mismo nivel y luego ya por encima de sus cabezas, como si siguieran un camino que condujera a las profundidades de la tierra. El cielo nocturno estaba oscuro como el interior de un barril, pero moteado de estrellas.
Con la cabeza fluctuando de un lado a otro, Simón se encontró deslizándose de nuevo hacia el sueño o hacia el interior del oscuro cielo: era difícil asegurar de cuál de las dos cosas se trataba.
«Naglimund», pensó, cuando la luz de las antorchas se reflejó en su rostro, y los hombres gritaron y cantaron desde los muros. Entonces se apartó de la luz y la oscuridad lo envolvió como un manto de polvo de ébano.