Tambores de hielo
La soleada mañana del vigésimo cuarto día del mes de maya acariciaba todo Hernysadharc, haciendo que el disco dorado que había en la torre más alta de Taig se convirtiese en un círculo de brillantes llamas. El cielo era azul como un plato esmaltado, como si Brynioch de los Cielos hubiera echado a las nubes con su fuerte bastón de avellano, permitiéndoles permanecer únicamente sobre las más elevadas cimas de Grianspog.
El repentino retorno de la primavera tenía que haber alegrado el corazón de Maegwin. Por todo Hernystir las últimas lluvias y las crueles heladas habían extendido un manto de pesar sobre la tierra y el pueblo de su padre, Lluth. Las flores se habían helado en el suelo, antes de nacer. Las manzanas habían caído de los árboles, pequeñas y ácidas. Las ovejas y vacas, que pastaban en empapados prados, regresaron con ojos atemorizados, espantadas por el granizo y las fuertes ráfagas de viento.
Un mirlo, esperando con insolencia hasta el último momento, se apartó del camino de Maegwin para ir a parar a una de las desnudas ramas de cerezo, en donde se puso a trinar alborotado. Maegwin no le prestó ninguna atención, pero se recogió el largo vestido y caminó más deprisa hacia el salón de su padre.
La muchacha desoyó la voz que la llamó por primera vez pues no tenía ganas de que nadie la perturbase en su paseo. Finalmente y de mala gana, se volvió para ver a su hermanastro Gwythinn, que corría hacia ella. Se detuvo y lo esperó, con los brazos cruzados.
La blanca túnica de Gwythinn aparecía desordenada y su collar dorado resbalaba por la espalda, como si fuese un niño y no un hombre en edad de convertirse en guerrero. El muchacho llegó a su lado y respiró pesadamente; ella emitió un sonido de desagrado y empezó a ordenarle las ropas. El príncipe compuso una mueca, pero esperó pacientemente mientras la joven volvía a colocar el collar. Su larga melena castaña se había deshecho de la cinta roja que la mantenía sujeta en una cola. Cuando la muchacha lo rodeó para volverle a arreglar el cabello, sus miradas se encontraron y sus ojos estuvieron a la misma altura, aunque Gwythinn no era un hombre bajo. Maegwin frunció el entrecejo.
—¡Por la Grey de Bagba, Gwythinn, mirare! Debes arreglarte mejor. ¡Algún día serás el rey!
—¿Y qué tiene que ver eso con la forma en que llevo el cabello? Además, ya iba bien arreglado cuando empecé a correr, pero tuve que hacerlo con rapidez para atraparte, con esas piernas tan largas que tienes.
Maegwin enrojeció y desvió la mirada. Su altura era un detalle que no pasaba inadvertido, a pesar de que ella trataba de no darle importancia.
—Bueno, ahora ya me has cogido. ¿Vas a la sala?
—Así es. —Una severa expresión se apoderó del rostro del chico, y se acarició el largo bigote—. Tengo que decirle algunas cosas a nuestro padre.
—Yo también —asintió ella, volviendo a caminar.
Sus pasos y altura eran parejos y el color de su cabello tan parecido que cualquiera habría dicho que eran gemelos, pero Maegwin era cinco años mayor e hija de diferente madre.
—Nuestra mejor lechona, Aeghonwye, murió la pasada noche. ¡Una más, Gwythinn! ¿Qué es lo que sucede? ¿Se trata de otra plaga, como en Abaingeat?
—Si se trata de una plaga —dijo su hermano con severidad, y llevando la mano a la empuñadura de su espada—, ya sé quién la trajo. Ese hombre es una enfermedad con patas. —Golpeó el pomo y escupió—. ¡Sólo pido que diga algo inconveniente! ¡Por Brynioch! ¡Cómo me gustaría cruzar mi acero con él!
Maegwin entrecerró los ojos.
—No seas loco —murmuró de mal humor—. Guthwulf ha matado a cien hombres. Y, por extraño que parezca, es un huésped en Taig.
—¡Un huésped que insulta a mi padre! —rugió Gwythinn, desembarazándose de la mano de la joven que lo cogía suavemente por el codo—. ¡Un huésped que nos trae las amenazas de un Supremo Rey asfixiado en su propio pobre reinado; un rey que se pavonea, hace tonterías y tira las monedas de oro como si fuesen piedras, y que luego se vuelve hacia Hernystir y pide que lo ayudemos! —Su voz iba elevándose de tono, y su hermana dirigió una mirada a su alrededor, preocupada de que alguien pudiese escucharlo. No había nadie a la vista excepto las pálidas sombras de los guardias de la puerta a unos cien pasos—. ¿Dónde estaba el rey Elías cuando perdimos el control del camino hacia Naarved y Elvritshalla? ¿Y cuándo se enterarán los dioses de las desgracias que han caído sobre la ruta de la Marca Helada? —El rostro del príncipe volvió a enrojecer; miró a su lado, pero ya no encontró a su hermana Maegwin.
Se dio la vuelta y la vio, con los brazos cruzados, a diez pasos de distancia, a su espalda.
—¿Has acabado, Gwythinn? —preguntó la muchacha.
Él asintió, pero su boca aparecía tensa.
—Bien. La diferencia entre nuestro padre y tú, compañero, es mayor que los treinta y tantos años que os separan. Durante todo ese tiempo ha aprendido a hablar y a mantener sus pensamientos ocultos. Es por ello, gracias a él, por lo que algún día serás el rey Gwythinn, y no sólo el duque de Hernystir.
El chico la miró fijamente durante un momento.
—Ya sé —dijo— que te gustaría que fuese como Eolair, que no hace más que reverencias y zalamerías a los perros de Erkynlandia. Ya sé que para ti Eolair es el sol y la luna, sin saber lo que él piensa de ti, como hija de rey que eres, pero yo no soy hombre de esa clase. ¡Somos hernystiros y no nos arrastramos ante nadie!
Maegwin palideció, herida por la referencia a sus sentimientos por el conde de Nad Mullach, acerca de los cuales su hermano tenía toda la razón. La deferencia que él le mostraba era tan sólo la debida a una soltera y desgarbada princesa. Pero las lágrimas no llegaron a asomar en sus ojos; en lugar de ello miró a Gwythinn, cuyo hermoso rostro reflejaba la frustración, el orgullo y, no en menor medida, su amor por su pueblo y su tierra, y volvió a ver en él al hermanito que había llevado en hombros, y al que de vez en cuando había hecho llorar.
—¿Por qué nos peleamos, Gwythinn? —preguntó en tono de queja—. ¿Qué es lo que ha hecho que esa sombra se interponga entre nosotros?
El muchacho bajó la mirada hasta posarla sobre la punta de sus botas, avergonzado, y extendió la mano.
—Amigos y aliados —dijo—. Vamos, entremos y veamos a nuestro padre antes de que el conde de Utanyeat llegue para despedirse.
Las ventanas de la gran sala de Taig estaban completamente abiertas, los rayos de sol que entraban por ellas aparecían inundados de brillantes moras de polvo levantadas por los apresurados pasos de los cortesanos. Las gruesas paredes de madera, cortadas de robles de Circoille, encajaban de forma tan perfecta que ni un solo rayo penetraba por ellas. Entre las vigas del techo colgaban mil grabados pintados con los dioses de los hernystiros, héroes y monstruos, todos esparcidos por el techo mientras la luz reflejaba cálidamente sus rasgos de pulida madera.
En un extremo de la sala, con la luz del sol inundando el lugar, el rey Lluth ubh-Llythinn se hallaba sentado en su gran trono de madera de roble, bajo la cabeza de ciervo grabada que pendía por encima del respaldo del asiento, con una cornamenta real fijada a una cabeza grabada. El rey comía un tazón de gachas y miel con una cuchara de madera, mientras Inahwen, su joven esposa, se hallaba sentada junto a él, en una silla más baja, dando delicadas puntadas en el dobladillo de uno de los mantos de Lluth.
Cuando los centinelas golpearon por dos veces sus escudos con la punta de las lanzas para señalar la llegada de Gwythinn —la nobleza de menor rango, como el conde Eolair, sólo era merecedora de un golpe, mientras que el rey recibía tres y Maegwin ninguno—, Lluth levantó la vista y sonrió, dejando el tazón en el brazo del trono y pasando la manga por su gris bigote. Inahwen observó el gesto y dirigió a Maegwin una desesperada mirada de complicidad femenina, que la muchacha tomó un poco mal. Ella nunca se había acostumbrado a que la madre de Gwythinn, Fiathna, tomase el puesto de la suya (su madre, Penemhwye, había muerto cuando ella tenía cuatro años), pero al menos Fiathna era de la edad de Lluth, ¡y no una chiquilla como Inahwen! No obstante, la joven y rubia mujer tenía buen corazón, aunque tal vez fuese un poco corta de entendimiento. Inahwen no tenía la culpa de ser una tercera mujer.
—¡Gwythinn! —dijo Lluth, incorporándose y cepillándose los restos de la comida del regazo de su túnica amarilla—. ¿No te parece que tenemos mucha suerte al ser visitados por el sol? —El rey señaló hacia las ventanas con la mano, tan contento como un niño con zapatos nuevos—. Es algo que necesitábamos, ¿verdad? Tal vez nos ayude a calmar a nuestros huéspedes de Erkynlandia. —Compuso una mueca de preocupación, con sus inteligentes facciones contraídas y las cejas arqueadas por encima de la gruesa y torcida nariz, rota en su juventud—. ¿No crees?
—No, no lo creo así, padre —respondió el joven, acercándose mientras el rey volvía a tomar asiento en el trono astado—. Y espero que la respuesta que les deis hoy los haga volver de peor humor. —Gwythinn cogió un taburete y se sentó a los pies del monarca, justo bajo la tarima—. Uno de los soldados de Guthwulf se enzarzó en una pelea con el viejo Craobhan, ayer por la noche. Tuve que perder mucho tiempo tratando de convencer a Craobhan para que no ensartase la espalda del bastardo con una flecha.
En el rostro de Lluth apareció una mirada de preocupación que luego se borró, escondida bajo la sonriente máscara que tan bien conocía Maegwin.
«Ay, padre —pensó—, incluso tú encuentras difícil hacer que la música siga oyéndose mientras esas criaturas aúllan alrededor de Taig». La muchacha se adelantó y se sentó en la tarima, junto al taburete de Gwythinn.
—Es cierto —sonrió el soberano, con tristeza— que el rey Elías podría escoger con más cuidado a sus diplomáticos. Pero dentro de una hora se habrán ido, y la paz volverá a reinar en Hernysadharc.
Lluth chasqueó los dedos, y un sirviente se acercó para llevarse el tazón de gachas. Inahwen observó críticamente cómo se alejaba.
—Vaya —comentó en tono de reproche—, no os lo habéis acabado. ¿Qué voy a hacer con tu padre? —añadió, dirigiéndose en aquella ocasión con la mirada a Maegwin, y sonriendo como si también la muchacha fuese un soldado en la constante batalla para hacer que Lluth acabase las comidas.
Maegwin, todavía un poco confusa sobre la forma en que debía tratar a una madre que tenía un año menos que ella misma, rompió el silencio con impaciencia.
—Aeghonwye murió, padre. Era la mejor cerda que teníamos y con ella ya suman diez este mes. Algunas de las restantes están adelgazando mucho.
El rey se encogió de hombros.
—Este maldito tiempo… Si Elías pudiera mantener este sol de primavera sobre nosotros, le entregaría cualquier impuesto que pidiese. —Se agachó para acariciar el brazo de su hija, pero no lo suficiente como para llegar a conseguirlo—. Todo lo que podemos hacer es amontonar más esteras en el establo para mantener alejado el frío. Aparte de eso, estamos en las piadosas manos de Brynioch y Mircha.
Sonó otro entrechocar de lanza contra escudo, y apareció el chambelán, frotándose nerviosamente las manos.
—Alteza —dijo—, el conde de Utanyeat pide ser recibido por vos.
Lluth sonrió.
—Nuestros huéspedes han decidido despedirse antes de subir a sus caballos. ¡Claro! Por favor, haced pasa a Guthwulf de inmediato.
Pero el huésped, seguido por algunos de los hombres de la guardia, desarmados, ya había sobrepasado al anciano sirviente.
El conde se dejó caer sobre una rodilla a unos cinco pasos de distancia de la tarima.
—Majestad…, ah, y también el príncipe. Soy afortunado. —No existía traza de burla en la voz, pero sus ojos verdes parecían refulgir—. Y la princesa Maegwin —una sonrisa—, la Rosa de Hernysadharc.
La joven hizo un esfuerzo para mantener la compostura.
—Señor, sólo hay una Rosa de Hernysadharc —replicó— y, ya que era la madre de vuestro rey Elías, me sorprende que se haya borrado de vuestra mente.
Guthwulf asintió con gravedad.
—Desde luego, señora, sólo trataba de haceros un cumplido; pero he notado que llamáis a Elías mi rey. ¿Acaso no es también rey vuestro bajo la Suprema Tutela?
Gwythinn se movió en el taburete y se giró para ver la reacción de su padre; la funda de su espada golpeó contra la tarima.
—Claro, claro. —Lluth movió la mano con calma, como si la tuviese metida en agua—. Ya hemos hablado de ello y no veo la necesidad de volver sobre el tema. Reconozco la deuda de mi casa para con el rey Juan. Siempre he hecho honor a ella, tanto en tiempos de paz como durante la guerra.
—Sí. —El conde de Utanyeat se incorporó, con polvo en las rodillas de sus calzas—. ¿Pero qué ocurre con la deuda de vuestra casa hacia el rey Elías? Ha mostrado una gran tolerancia…
Inahwen se puso en pie, y la ropa que cosía cayó al suelo.
—Debéis excusarme —dijo jadeante, y recogió la prenda—, pero hay asuntos domésticos que debo atender.
El monarca le concedió su permiso y la mujer caminó con paso rápido pero lleno de cautela entre los hombres de la guardia de Guthwulf y salió por la puerta entreabierta tan ágil como un gamo.
Lluth exhaló un suspiro; Maegwin lo miró, observando las siempre sorprendentes arrugas de la edad que marcaban el rostro de su padre.
«Está cansado, y ella, Inahwen, asustada —pensó—. Me pregunto cómo estoy yo. No lo sé con seguridad…, pero lo cierto es que me encuentro exhausta».
Mientras el rey miraba al mensajero de Elías, la habitación pareció oscurecer. Durante unos instantes, Maegwin temió que las nubes tapasen el sol y que el invierno regresase; después se dio cuenta de que sólo se trataba de su propia aprensión, de la extraña sensación de que allí había en tela de juicio algo más que la tranquilidad de su padre.
—Guthwulf —empezó a decir el monarca, y su voz sonó cansada, como si sostuviese un gran peso—, no penséis en provocarme en el día de hoy…, pero tampoco penséis que podéis intimidarme. El rey no ha mostrado ninguna tolerancia sobre los problemas por los que atraviesa Hernystir. Hemos sufrido un largo período de sequía, y ahora las lluvias, que tanto hemos agradecido a los dioses, se han convertido en una maldición. ¿Con qué máximo castigo puede amenazarme Elías que exceda el que me supone ver a mi pueblo asustado y a nuestro ganado morir de hambre? No creo que se pueda pagar diezmo mayor.
El conde de Utanyeat se mantuvo silencioso durante un momento, y su vacía expresión fue endureciéndose de forma progresiva hasta convertirse en algo que a Maegwin le pareció una sarcástica sonrisa.
—¿Que no hay castigo más grande? —dijo el conde, saboreando cada palabra como si tuviera buen gusto—. ¿El diezmo mayor?
Guthwulf lanzó un escupitajo de zumo de citril sobre el suelo, ante el trono del rey. Algunos de los súbditos de Lluth gritaron llenos de horror; el arpista, que había estado tocando tranquilamente en una esquina, dejó caer su instrumento, el cual produjo un discordante sonido al chocar contra el suelo.
—¡Perro!— gritó Gwythinn, y se enderezó, tirando el taburete sobre el que había estado sentado.
Un momento después su espada brilló al ser desenvainada y alcanzó el cuello del conde. Éste tan sólo lo miró, con la barbilla un poco echada hacia atrás.
—¡Gwythinn! —rugió Lluth—. ¡Enváinala, maldito seas, enváinala!
Guthwulf frunció los labios.
—Dejadlo. ¡Vamos, adelante, cachorro, mata al Heraldo del Supremo Rey, que está desarmado!
Se produjo un sonido de pasos junto a la puerta cuando algunos de los hombres del conde, una vez recuperados de la sorpresa, se echaron hacia adelante. Éste levantó la mano.
—¡No! ¡Aunque este cachorro me rebane el gaznate de oreja a oreja, ninguno de vosotros osará devolver el golpe! Saldréis y montaréis en vuestros caballos para regresar a Erkynlandia. Al rey Elías todo esto le parecerá… muy interesante.
Sus hombres, confundidos, permanecieron en el mismo lugar como espantapájaros con armadura.
—Déjalo ir, Gwythinn —dijo Lluth, con fría cólera en la voz.
El príncipe, con la cara arrebolada, miró al erkyno durante unos instantes y después bajó la espada. Guthwulf se pasó un dedo por el diminuto corte que apareció en la garganta y miró su propia sangre con frialdad. Maegwin se dio cuenta de que había contenido la respiración; al ver la mancha escarlata en la punta de los dedos del conde, volvió a liberarla.
—Viviréis para decírselo vos mismo a Elías, Utanyeat. —Sólo un ligero temblor alteraba la serena voz del rey—. Espero que también le informéis del mortal insulto que habéis dirigido a la Casa de Hern, un insulto por el que seríais merecedor de la muerte si no fuese porque sois el emisario de Elías y el Heraldo del Rey. Marchaos.
El erkyno se dio la vuelta y caminó hacia sus hombres, con una salvaje expresión en el rostro. Cuando llegó hasta ellos se giró sobre los talones y miró a Lluth a través de la gran sala.
—Recordad que no podéis imaginar diezmo más grande que pagar, si algún día oís arder las vigas del Taig y llorar a vuestros hijos —acabó y salió a grandes zancadas por la puerta.
Maegwin, con manos temblorosas, se agachó y recogió un trozo de la destrozada arpa, con cuya cuerda se envolvió la mano. Levantó la cabeza para mirar a su padre y a su hermano; lo que vio la hizo volver a fijar la vista en el fragmento de madera que tenía entre las manos, y apretó la cuerda con más fuerza hasta que se hundió en su carne.
Dejando escapar una imprecación wranana, Tiamak miró desconsoladamente la jaula de cañas. Era su tercera trampa, y todavía no había podido coger ni un cangrejo. La cabeza de pescado que había puesto como cebo había desaparecido, claro, sin dejar huella.
Echó una mirada a la fangosa agua, y tuvo la sospecha de que los cangrejos siempre iban un paso delante de él, eso si no esperaban que dejase caer otra jaula con una cabeza de pescado más. Se imaginaba a toda una colonia de ellos mirando hacia arriba con expresiones de júbilo para luego empezar a sacar la cabeza a través de las rejas con un palo o cualquier otro tipo de herramienta que les debía de proporcionar alguna especie de deidad crustácea.
¿Podrían los cangrejos adorarlo como una especie de ángel proveedor, se preguntó, o lo veían con la cínica indiferencia de una banda de saqueadores que le toma las medidas a un borracho antes de aligerarle la bolsa?
Estaba seguro de que se trataba de la segunda opción. Volvió a poner cebo en la jaula cuidadosamente trenzada y, con un suave suspiro, la dejó caer en el agua; luego fue soltando cabo mientras se hundía.
El sol acababa de ponerse por el horizonte y bañaba el cielo por encima de la ciénaga con sombras anaranjadas y rojas. Tiamak dirigió su barcaza a través de los canales de Wran —sólo distinguibles de la tierra por la falta de vegetación— y se le ocurrió pensar que la mala suerte que había tenido aquel día sólo era el presagio de cosas peores. Aquella mañana ya había roto su tazón favorito, por el que había pasado dos días escribiendo el árbol genealógico de Roahog, el alfarero, como pago; por la tarde había partido una plumilla y derramado un gran vaso de tinta de moras sobre el manuscrito, arruinando casi por completo una página. Y ahora, a menos que los cangrejos decidieran organizar una fiesta en los entresijos de su última trampa, iba a tener bien poca cosa para comer esa noche. Se estaba cansando de tanta sopa de raíces y galletas de arroz.
Se aproximó a la última boya, una entrelazada pelota de juncos, y ofreció una silenciosa oración a Él, Quien Siempre Pisa sobre Arena, para que los pequeños andarines iniciaran su camino hacia la jaula de abajo. A causa de su extraña educación, que incluía un año viviendo en Perdruin —algo que nunca se había oído de un hombre de Wran—, Tiamak no creía realmente en Quien Siempre Pisa sobre Arena, aunque todavía sentía algo de cariño por Él, como podría sentirlo por un senil abuelo que se cayese a menudo por la casa, pero que tiempo atrás le hubiese traído nueces y juguetes. Además, rezar nunca hacía daño, aunque no creyeses en el destinatario de las oraciones. Rezar ayudaba casi siempre a recomponer la mente, y, sobre todo, impresionaba a los demás.
La trampa fue apareciendo lentamente y, por un instante, el corazón de Tiamak se agitó en el pecho, como si buscase amordazar los expectantes sonidos del estómago. Pero la sensación de resistencia fue corta, probablemente alguna raíz que se hubiera enganchado y luego soltado, y la jaula apareció bamboleante en la oscura superficie del agua. Algo se movía en su interior; la subió, tratando de verlo con la ayuda de la última claridad del día. Dos diminutos ojos lo miraban desorbitados, ojos que con toda posibilidad debían de pertenecer a cangrejo que desaparecería en la palma de su mano si cerraba los dedos.
Tiamak gruñó. Ya se imaginaba lo ocurrido: el mayor de los quimeristas crustáceos había provocado al más pequeño para que probase la trampa; el jovencito quedó atrapado en el interior, llorando, mientras sus hermanos reían y movían las pinzas. Entonces apareció la enorme sombra de Tiamak e izó la jaula; los hermanos cangrejos se miraron desolados los unos a los otros, preguntándose cómo iban a explicarle a mamá la desaparición del pequeñín.
Aun así, pensó Tiamak, considerando la sensación de vacío que sentía en el estómago, y aunque aquello tan pequeño era todo lo que había conseguido por hoy…, quedaría muy bien en la sopa.
Volvió a mirar la jaula y la elevó, removiendo al prisionero y dejándolo sobre la palma de su mano. ¿Para qué engañarse? Había resultado un día desastroso, y eso era todo.
El pequeño cangrejo cayó dejando oír un «paf» al volver a saltar al agua. Tiamak no se molestó ni en volver a hundir la jaula.
Mientras subía por la larga escala desde el bote amarrado hasta la casita sostenida por un baniano, Tiamak prometió conformarse con la sopa y una galleta. La gula era un obstáculo, se recordó, un impedimento entre el alma y los reinos de la verdad. Dejó la escalera cuando llegó al porche y pensó en Ella, Que Dio a Luz a la Humanidad, quien ni siquiera tenía un bonito tazón de sopa de raíces, sino que había subsistido con rocas, polvo y agua sucia hasta que se combinaron en su estómago para parir una carnada de hombres de arcilla, los primeros humanos.
Aquello hacía que la sopa resultara un auténtico banquete, ¿verdad? Además, tenía mucho trabajo pendiente; por ejemplo, arreglar o volver a escribir el manuscrito emborronado. Entre los miembros de su tribu, Tiamak era considerado como un extraño, pero en alguna parte del mundo habría alguien que leería su revisión de Remedios de los sanadores Wrananos y se daría cuenta de que en las marismas también había mentes sabias. Pero, ay, un cangrejo le hubiera sabido mejor; eso y una jarra de cerveza de helecho.
Mientras Tiamak se lavaba las manos en el barreño de agua que había preparado fuera antes de marcharse, agachado, pues no tenía sitio para sentarse entre su obsesionantemente recortada y pulida mesa de trabajo y el jarro del agua, oyó como si rascasen en el techo. Escuchó atentamente mientras se secaba las manos con el cinturón de tela. Volvió a oírlo; un susurro seco, como si su estropeada pluma estuviese escribiendo por el tejado.
Sólo le llevó un momento salir por la ventana y trepar, una mano tras otra, hasta llegar al tejado. Se agarró a una de las largas y retorcidas ramas del baniano y ascendió hacia una pequeña caja de corteza de árbol, por encima del tejado en Forma de pico, como una casa de muñecas cargada sobre la espalda de la madre. Introdujo la cabeza por uno de los extremos de la caja abierta.
Allí estaba. Se trataba de un gorrión gris, que picoteaba con energía las semillas que había esparcidas por el suelo. Tiamak alargó una mano para cogerlo; después, con tanto cuidado como pudo, descendió por el tejado y se introdujo en la casa por la ventana.
Depositó al gorrión en la jaula para cangrejos que mantenía colgando del techo para ocasiones como aquélla, y encendió un fuego. Las llamas empezaron a aparecer en la chimenea de piedra y, entonces sacó al pájaro de la jaula. Tenía los ojos brillantes cuando el humo de la chimenea empezó a ascender hacia el agujero que había practicado en el techo.
El ave parecía haber perdido una o dos plumas de la cola y presentaba un ala un poco dañada, como si hubiera tenido alguna refriega en su vuelo desde Erkynlandia. Sabía que provenía de allí porque era el único gorrión que había criado. Sus otros pájaros eran palomas de las marismas, pero Morgenes insistió en los gorriones por alguna razón; que hombre más raro era.
Después de colocar un cazo con agua sobre el fuego de la chimenea, Tiamak hizo lo que pudo por mejorar el mal aspecto del ala plateada; luego puso unas pocas semillas más y un cuenco de corteza con algo de agua. Estuvo tentado de esperar hasta después de comer para leer el mensaje, de posponer el placer de lejanas noticias tanto como le fuese posible, pero, tal y como le había resultado el resto del día, tanta paciencia era mucho esperar de sí mismo. Metió algo de harina de arroz en el mortero, añadió pimienta y agua, lo mezcló todo y con ello formó una pasta que puso a dorar sobre una piedra caliente, cerca de la chimenea.
El pedazo de pergamino que había sido doblado alrededor de la pata del gorrión estaba algo roto en los bordes y los caracteres aparecían un poco borrosos, como si se hubiesen mojado; pero estaba acostumbrado a aquel tipo de cosas y pronto pudo entender el mensaje. La anotación que revelaba la fecha en que había sido escrito le sorprendió; la gris avecilla había necesitado casi un mes para llegar a Wran. El mensaje aun le sorprendió más, pero no se trataba de la clase de impresión que había esperado.
Fue con una sensación de intenso frío en el estómago que sobrepasaba a cualesquiera de sus otras sensaciones como se acercó a la ventana y miró a través de las retorcidas ramas del baniano hacia las estrellas. Observó el cielo del norte, y durante unos momentos casi creyó sentir que un frío y cortante viento soplaba a través de la cálida atmósfera de Wran. Estuvo largo tiempo ante la ventana antes de darse cuenta, por el olor, de que su cena se quemaba.
El conde Eolair volvió a sentarse en la acolchada silla y levantó la mirada hacia el techo que aparecía recubierto con pinturas de motivos religiosos: curación de los dolores de la lavandera por parte de Jesuris, martirio de Sutrino en el circo del emperador Crexis y otras situaciones. Los colores parecían irse desvaneciendo, y muchas de las pinturas estaban oscurecidas por el polvo, como si éste las envolviera en un fino velo. Pero todavía formaban un conjunto impresionante, aunque se tratase de una de las más pequeñas antecámaras de Sancellan Aedonitis.
«Un millón de toneladas de piedra arenisca, mármol y oro —pensó Eolair—, y todo para erigir un monumento a alguien a quien nadie nunca ha visto».
Súbitamente se vio invadido por una oleada de nostalgia por su hogar, como le venía ocurriendo durante la última semana. Qué no daría por regresar a su humilde morada en Nad Mullach, rodeado de sus sobrinos y sobrinas, y de los pequeños monumentos de su propio pueblo y de sus dioses; o a la Taig de Hernysadharc, donde permanecía un poco de su secreto corazón, en lugar de estar allí rodeado por la piedra devoradora de tierra, en Nabban. Pero el viento de la guerra flotaba en la atmósfera y él no podía encerrarse en sí mismo cuando su rey le había pedido ayuda. A pesar de todo, estaba cansado de viajar. ¡Qué maravilloso sería volver a sentir la hierba de Hernystir bajo los cascos de su caballo!
—¡Conde Eolair! Perdonadme, por favor, por haberos hecho esperar. —El padre Dinivan, el joven secretario del lector, estaba en la puerta con las manos en el interior de las mangas de su hábito—. Hoy hemos tenido un día muy atareado, y eso que todavía no hemos acabado la mañana. Pero —rió—, ésa es una excusa muy pobre. ¡Por favor, pasad a mis aposentos!
Eolair lo siguió fuera de la antecámara, con pasos silenciosos sobre las antiguas y gruesas alfombras.
—Bueno —dijo Dinivan, sonriendo y calentando sus manos frente a la chimenea—. ¿Está mejor así? Es una vergüenza, pero no podemos mantener caliente la más grande mansión del Señor. Los techos son demasiado altos y hemos tenido una primavera muy fría.
El conde sonrió.
—Eso es cierto, aunque nosotros no nos hemos dado demasiada cuenta. En Hernystir dormimos con las ventanas abiertas, excepto en lo más crudo del invierno. Somos gente que vive de puertas afuera.
Dinivan enarcó las cejas.
—Y nosotros, los nabbanos, somos blandengues sureños, ¿verdad?
—¡No he dicho eso! —rió Eolair—. Una cosa sois vosotros los sureños: maestros en el arte del buen hablar.
El secretario se sentó en una silla de respaldo duro.
—Ah, pero Su Santidad el lector, que es erkyno de origen, como bien sabéis, puede darnos mil vueltas. Es un hombre sabio y sutil.
—Lo sé. Y es acerca de él de quien quiero hablaros, padre.
—Llamadme Dinivan, por favor. Ah, ése es siempre el destino del secretario de un gran hombre: ser buscado por su proximidad al personaje más que por su propia personalidad. —Compuso una mueca burlona.
Eolair volvió a sentir aprecio por el sacerdote.
—Ése, sin duda, es vuestro destino, Dinivan. Ahora, escuchad, por favor. Supongo que sabéis por qué me ha enviado aquí mi señor…
—Tendría que ser un auténtico tonto para ignorarlo. Éstos son tiempos que hacen que las lenguas se agiten como las colas de los perros. Vuestro señor se dirige a Leobardis para saber si pueden llegar a un acuerdo y hacer causa común.
—Cierto.
El conde se alejó unos pasos de la chimenea para colocar una silla cerca de la de su interlocutor.
—Mantenemos un equilibrio muy delicado: mi señor Lluth, vuestro lector Ranessin, Elías, el Supremo Rey, el duque Leobardis…
—Y el príncipe Josua, si es que vive —añadió Dinivan, y su cara mostró un gesto de preocupación—. Sí, un delicado equilibrio. Y vos sabéis que el lector no puede hacer nada que lo rompa.
Eolair asintió lentamente.
—Lo sé.
—En ese caso, ¿por qué os habéis dirigido a mí? —preguntó el sacerdote amablemente.
—No estoy del todo seguro. Sólo esto puedo deciros: parece que se está preparando algún tipo de lucha, como ocurre a menudo, pero yo temo que esta vez se trate de algo más profundo. Debéis de creer que soy un loco, pero temo que está terminando una era y tengo miedo de lo que traerá la que está por llegar.
El secretario del lector se quedó mirándolo. Por unos momentos pareció que su rostro envejecía, como si reflejase los pesares con los que cargaba.
—Sólo os diré que comparto vuestros temores, conde Eolair —dijo, al final—. Pero no puedo hablar en nombre del lector, excepto para decir lo que ya dije antes: es un hombre sabio y sutil. —Hizo la señal del Árbol sobre su pecho—. Para vuestro consuelo os puedo comunicar lo siguiente: Leobardis todavía no ha decidido a quién dará su apoyo. Aunque el Supremo Rey lo agasaja y amenaza, alternativamente, el duque todavía se resiste.
—Bien, ésas son buenas noticias. —Eolair sonrió con cautela—. Esta mañana he visto al duque y me ha parecido muy distante, como si temiese ser visto escuchándome con demasiada atención.
—Tiene muchos elementos que sopesar, al igual que mi señor —replicó el sacerdote—. Pero sabed lo siguiente, lo cual es un secreto: esta mañana llevé al barón Devasalles a ver al lector Ranessin. El barón está a punto de llevar a cabo una embajada de mucha importancia para Leobardis y mi señor, y que tiene mucho que ver con el partido que tomará Nabban en caso de estallar un conflicto. No puedo deciros más, pero espero que al menos sea algo.
—Es más que nada —respondió el conde—. Os agradezco vuestra confianza, Dinivan.
En algún lugar de Sancellan Aedonitis repicó una campana, lenta y profunda.
—La Campana Partida señala que hemos llegado al mediodía —dijo el padre Dinivan—. Vamos. Busquemos algo para comer y una jarra de cerveza, y hablaremos de cosas más placenteras. —Una sonrisa le cruzó el rostro, devolviéndole la juventud—. ¿Sabéis que una vez viajé por Hernystir? Vuestro país es muy hermoso, Eolair.
—A pesar de no tener edificios de piedra —añadió el conde, dando palmadas a las paredes de la habitación del secretario.
—Y ése es uno de sus encantos —sonrió el sacerdote, conduciendo a Eolair fuera de la estancia.
La barba del viejo era blanca y lo suficientemente larga como para que pudiera sujetarla por el interior del cinturón mientras andaba, lo que, hasta aquella mañana, había hecho durante varios días. El cabello no era más oscuro que la barba. Incluso su chaqueta provista de capucha y los pantalones estaban hechos de grueso pellejo de lobo blanco. La piel de la criatura había sido cuidadosamente desollada; con las patas delanteras cruzadas sobre el pecho y la cabeza sin mandíbulas, clavada a un capelo de hierro que le llegaba hasta las cejas. Si no hubiera sido por los trocitos de cristal rojo que llenaban las vacías cuencas de los ojos del lobo y por los fieros ojos del viejo que había bajo aquéllas, podía haber pasado por otro pedazo de bosque cubierto de nieve entre el lago Drorshull y las colinas.
El quejido del viento sobre la copa de los árboles aumentó de volumen, y un montón de nieve cayó desde las ramas de un alto pino sobre el hombre que se agazapaba debajo. Se sacudió impaciente, como un animal, y a su alrededor se formó una fina niebla que acabó de momento con la débil luz del sol y la convirtió en una cortina de diminutos arcos iris. El viento continuó su quejumbrosa canción, y el anciano vestido de blanco se agarró a algo que había a su lado y que a primera vista no parecía ser sino otro montón de blancura, una piedra o el tronco de un árbol. Lo levantó, quitó la nieve de encima y apartó la tela que lo cubría lo suficiente como para poder echar una ojeada al interior.
Silbó y esperó; luego frunció el entrecejo como si algo le molestase. Dejó caer el objeto, se puso en pie y desabrochó el cinturón de blanca piel de reno que llevaba escondido alrededor de su cintura. Después de retirar la capucha del magro y curtido rostro, se deshizo del traje de piel de lobo. La camisa sin mangas que llevaba debajo era del mismo color que la chaqueta, y la piel de sus nervudos brazos no era mucho más oscura. En la muñeca derecha, por encima del guante que llevaba puesto, se veía dibujada con tintas brillantes la cabeza de una serpiente, copiada en azul, negro y rojo directamente sobre la piel. El cuerpo de la culebra rodeaba el brazo del hombre, subiendo por él en espiral y desapareciendo en el hombro, bajo la camisa, para reaparecer sinuosamente por el brazo izquierdo y terminar en una retorcida cola en la muñeca. La vivacidad de los colores contrastaba con el apagado bosque invernal, así como con los ropajes blancos y la piel del hombre. A corta distancia parecía ser una especie de serpiente voladora, partida en el aire y sufriendo su agonía a dos codos de la helada tierra.
El anciano no prestó ninguna atención a la carne de gallina de su brazo hasta que hubo terminado de doblar la chaqueta. Después extrajo una bolsa de cuero de un zurrón que llevaba debajo de la camisa, sacó de ella una cierta cantidad de grasa amarilla y la frotó con energía sobre su piel; así consiguió que la serpiente brillara como si acabase de llegar de alguna húmeda selva sureña. Cuando acabó, volvió a sentarse en cuclillas para esperar. Tenía hambre, pero había terminado sus últimas raciones de viaje la noche pasada. Aquello no tenía demasiada importancia, ya que pronto llegarían los que esperaba, y entonces se acabaría su falta de alimentos.
Con la barbilla caída, ojos de cobalto ardiendo bajo las heladas cejas, Jarnauga observó el terreno que se extendía hacia el sur. Era un hombre muy viejo, y los rigores del tiempo y de los elementos lo habían endurecido. Sólo miraba hacia adelante, esperando la hora que se acercaba en que la Muerte lo llamaría para conducirlo a su oscura y tranquila mansión. El silencio y la soledad no entrañaban terror; habían sido la urdimbre y la trama de su larga vida. Sólo quería acabar la tarea que le había sido encomendada: llevar la antorcha para que otros pudieran usarla en la oscuridad; después abandonaría la vida y el cuerpo tan fácilmente como se desprendía de la nieve que se posaba sobre sus desnudos hombros.
Pensar en las solemnes mansiones que lo esperaban al final de su camino le hizo recordar su querido Tungoldyr, que había dejado hacía quince días. A punto de partir y mientras lo contemplaba, el pequeño pueblo en el que había pasado la mayor parte de sus noventa años aparecía extendido ante él, tan vacío como el legendario Huelheim que lo aguardaba cuando su tarea fuese completada. Todos los demás habitantes de Tungoldyr habían huido meses antes; sólo Jarnauga permaneció en el poblado llamado Puerta de la Luna, situado sobre las altas montañas Himilfell, pero a la sombra del distante Sturmrspeik, el Pico de las Tormentas. El invierno se había hecho tan frío que ni siquiera los rimmerios de Tungoldyr recordaban otro igual. La canción nocturna del viento había cambiado para ceder su lugar a algo parecido a un aullido y llantos, hasta que los hombres empezaron a volverse locos y fueron encontrados por las mañanas riéndose sin sentido, con sus familias muertas alrededor.
Sólo Jarnauga permaneció en su casita mientras la niebla del hielo se hacía tan espesa como la lana en los pasos de montaña y en las estrechas callejuelas del pueblo. Los tejados de Tungoldyr parecían flotar como los barcos en los que los espíritus de los guerreros navegaban hacia las nubes. Nadie, excepto él, se había quedado para ver los parpadeantes fuegos del Pico de las Tormentas, que cada vez se iban haciendo más y más brillantes; para oír los sonidos de la vasta y ronca música que penetraba a través del estruendo del trueno que se desencadenaba por las montañas y valles de la provincia más norteña de Rimmersgardia.
Pero, ahora, incluso él —su momento llegaba por fin, como vio a través de ciertos signos y mensajes— había dejado Tungoldyr abandonado en la oscuridad y el frío. Jarnauga, que a pesar de lo que ocurriera nunca volvería a ver el sol reflejado en las casas de madera o a escuchar el canto de los riachuelos de montaña que— pasaban junto a la puerta de su casa, descendió hacia el gran Gratuvask.
Tampoco volvería a estar en el porche durante las despejadas y oscuras noches de primavera, ni vería las luces del cielo, las brillantes luces norteñas que había observado desde su juventud, ni los enfermizos e insanos brillos que ahora se destacaban en el oscuro rostro del Pico de las Tormentas. Aquellas cosas habían desaparecido para él. El camino que tenía por delante era liso, pero había poca alegría en él.
Sin embargo, no todo estaba claro, ni siquiera ahora. Existía el preocupante sueño, el sueño del libro negro y de las tres espadas. Durante dos semanas, había estado penetrando en él mientras dormía, pero su significado continuaba ocultándose a sus intentos por desentrañarlo.
Sus pensamientos se vieron interrumpidos por un movimiento proveniente del sur, lejos, en la linde de los árboles que salpicaban las estribaciones occidentales de las colinas Wealdhelm. Dirigió una breve mirada hacia el lugar; luego asintió con lentos movimientos de cabeza y se incorporó.
Mientras volvía a colocarse el manto por encima de los hombros, el viento cambió de dirección; un instante después el apagado murmullo de un trueno descendió desde el norte. Volvió a repetirse, como si fuese el gruñido de un animal que se despierta de un largo sueño. Como un pequeño eco, pero procedente de otra dirección, el ruido de cascos de caballo iba aumentando de un murmullo hasta convertirse en un sonido que rivalizaba con el trueno.
Jarnauga recogió su jaula de pájaros y empezó a andar para salir al paso de los jinetes. Los sonidos fueron aumentando de intensidad a la par —el trueno que retumbaba desde el norte y el apagado repicar de cascos que se aproximaba desde el sur—, hasta que llenaron el blanco bosque con su frío retumbar, como música producida por tambores de hielo.