Las torres de gasa
Trató de no hacer caso de la mano que se apoyaba en su hombro, pero no pudo. Abrió los ojos y vio que la habitación todavía permanecía a oscuras; las ventanas eran visibles únicamente por la escasa luz de las estrellas que entraba a través de ellas.
—Déjame dormir —se quejó—. ¡Es muy pronto!
—¡Levántate, muchacho! —dijo una voz ronca.
Era Geloë, cuya ropa aparecía desordenada sobre el cuerpo.
—No podemos perder tiempo.
Simón bizqueó con los ojos medio cerrados y miró más allá de la mujer arrodillada para ver a Binabik empaquetando sus cosas.
—¿Qué sucede? —preguntó, pero el gnomo parecía demasiado atareado como para responder.
—He salido ahí fuera —explicó Geloë—. El lago ha sido descubierto. Y me inclino a pensar que se trata de los hombres que iban tras vosotros.
Simón se incorporó rápidamente y buscó sus botas, todo parecía irreal entre aquella oscuridad; sin embargo, oía el acelerado latido de su corazón.
—¡Jesuris! —exclamó—. ¿Qué vamos a hacer? ¿Nos atacarán?
—No lo sé —respondió la mujer, y se alejó para despertar a Malaquías… No, a Marya, se corrigió Simón—. Hay dos campamentos, uno en el extremo del lago, junto a la ensenada, y el otro no muy lejos de aquí. Puede que sepan de quién es esta casa y están decidiendo qué hacer o puede que la cabaña todavía no haya sido descubierta. Deben de haber llegado después de que apagamos las velas.
Al muchacho se le ocurrió una pregunta, que emergió repentinamente de su interior.
—¿Cómo sabéis que están afuera, en el otro extremo del lago? —Miró por la ventana. El agua volvía a estar cubierta de niebla, y no había señal alguna de hogueras—. Está muy oscuro —acabó por decir, y se volvió hacia Geloë.
La verdad era que no iba vestida como si hubiese estado de exploración por el bosque. ¡Iba descalza!
Pero al mismo tiempo que la miraba y observaba su manto desarreglado y los restos de humedad que se percibían tanto en su rostro como en el cabello, Simón recordó las grandes alas del búho que voló ante ellos, cuando llegaron al lago. Todavía sentía las fuertes garras que lo habían salvado cuando aquellas odiosas cosas del Sendero de los Sueños empezaban a apoderarse de su vida.
—Supongo que eso no tiene importancia —contestó él mismo—. Lo único que importa es que sabemos que están ahí fuera.
A pesar de la escasa luz de la luna que llegaba hasta el interior, el joven vio la sonrisa de la hechicera.
—Estás en lo cierto, Simón —murmuró en voz baja; después fue a ayudar a empaquetar a Binabik, que llenaba dos bolsas más, una para cada chico.
—Escucha —dijo Geloë cuando Simón, ya vestido, se acercó a ellos—. Está claro que debéis partir ahora, antes del amanecer —miró las estrellas—, que no tardará en llegar. La cuestión es cómo.
—Todo lo que podemos esperar conseguir —murmuró Binabik— es deslizamos junto a ellos por el bosque, moviéndonos con mucho sigilo, ya que, ciertamente, no podemos volar.
El gnomo sonrió, con algo de amargura. Marya, envuelta en un manto que le había proporcionado la valada, observó la sonrisa del hombrecillo con curiosidad.
—No —dijo Geloë, con seriedad—, pero también dudo que podáis pasar entre ellos con esos terribles mastines que poseen. Tal vez no podáis volar, pero podéis flotar. Tengo un bote amarrado detrás de la casa. No es muy grande, pero sí lo suficiente para vosotros, incluida Qantaqa, si no se mueve demasiado —añadió, y acarició con cariño las orejas de la loba, que agachó la cabeza para recibir la caricia.
—¿Y eso de qué servirá? —preguntó Binabik—. ¿Debemos remar hasta el centro del lago para que luego, a la luz del día, sólo tengan que nadar y cogernos? —dijo, mientras acababa de empaquetar la última bolsa. Alargó una a Simón y luego la otra a la muchacha.
—Existe una corriente interior —respondió Geloë—. Es muy pequeña y no demasiado rápida; ni siquiera es como la que seguisteis para llegar hasta aquí. Con cuatro remos podéis salir fácilmente del lago y seguirla. —Su apenas perceptible fruncimiento del entrecejo se debía más a sus pensamientos que a la preocupación—. Por desgracia, la corriente pasa junto a uno de los campamentos. Bueno, eso no va a ser de mucha ayuda, pero debéis remar con mucho sigilo. Tal vez incluso pueda seros de utilidad en vuestra huida. A un hombre tan lerdo como vuestro barón Heahferth, y creedme, he tenido tratos con él y con otros de su calaña, no se le ocurriría que sus víctimas puedan pasar tan cerca de él.
—Heahferth no es quien me preocupa —replicó Binabik—. El que realmente está al mando de la partida es el rimmerio negro, Ingen Jegger.
—Puede que ni siquiera necesite dormir —añadió Simón, a quien no le gustaba nada recordarlo.
Geloë torció el gesto.
—No temáis. O al menos no dejéis que el miedo se apodere de vosotros. Puede suceder que algo les distraiga…, nunca se sabe. —La Valada se incorporó—. Ven, muchacho —le dijo a Simón—, eres fuerte y me ayudarás a soltar el bote y traerlo en silencio hasta el puente que hay frente a la casa.
—¿Lo ves? —siseó la hechicera, señalando la oscura sombra que se balanceaba en el lago de marfil, cerca de la esquina más alejada de la casa elevada.
Simón, con el agua hasta las rodillas, asintió con la cabeza.
—Ve poco a poco —dijo la mujer; algo innecesario, pensó Simón.
Mientras cruzaba por el agua, con la cabeza a la altura de las tablas de madera del suelo de la cabaña, el muchacho decidió que no se había equivocado la última tarde, cuando le dio la impresión de que las cosas parecían haber cambiado alrededor de la casita. Por ejemplo, aquel árbol de allí, con la mitad de las raíces en el interior del agua. Ya lo había visto el primer día de su llegada, pero entonces —¡estaba seguro, por Jesuris!— se encontraba al otro lado de la cabaña, cerca de la puerta. ¿Cómo podía moverse un árbol?
Encontró la amarra del bote y la siguió, palpando, hasta llegar al lugar en que estaba anudada a una especie de aro que colgaba del suelo de tablas. Se agachó en una posición dolorosa para tratar de deshacer el nudo y arrugó la nariz al sentir un olor apestoso. ¿Se trataba del lago o de la parte baja de la casa? Junto al olor de madera mojada y humedad, existía uno de otro tipo, extraño y animal, cálido y oscuro, pero no desagradable. Mientras bizqueaba en la oscuridad tratando de ver algo, las sombras se iluminaron un poco y pudo encontrarlo. El placer que sintió ante ello y la rapidez con que pudo desanudar el bote se vieron rápidamente contrarrestados por la comprensión de que aquello significaba que pronto amanecería y de que, en realidad, la oscuridad era una aliada. Después de desatar el cabo, empezó a retroceder, arrastrando el bote. Apenas podía distinguir la confusa forma de Geloë esperándolo junto a la gran tabla que descendía desde la puerta de la choza; se dirigió hacia ella con tanta rapidez como pudo…, hasta que tropezó.
Cayó sobre una rodilla con un chapoteo y emitiendo un grito ahogado, aunque pudo incorporarse casi de inmediato. ¿Con qué había tropezado? Tenía la sensación de que se trataba de una rama. Trató de pasar por encima de ello, y tuvo que ahogar la necesidad de gritar que volvió a sentir. Aunque la cosa permanecía inmóvil y sólida, parecía tener la escamosa consistencia de uno de los lucios del foso de Hayholt o de uno de los lagartos que Morgenes tenía disecados en sus estantes. Cuando las ondas producidas en el agua se calmaron, y oyó la voz susurrante pero firme de Geloë preguntándole si se había hecho daño, Simón miró hacia abajo.
A pesar de que el agua casi aparecía opaca y oscura, el muchacho estaba seguro de distinguir la forma de una extraña rama, o más bien de una gran rama de algún tipo. Luego vio que la cosa con la que había tropezado reposaba en el suelo, por debajo de la superficie del agua, y se unía a otras dos ramas escamosas: todas ellas parecían estar conectadas con la base de uno de los dos pilares sobre los que la casa se sostenía por encima del lago.
Simón pasó cuidadosamente por encima de todo aquello caminando con gran precaución a través del agua y en dirección a la sombra de Geloë, cuando de repente se dio cuenta de que las raíces de árbol —o ramas, o lo que fuese— en realidad parecían… una especie de monstruoso pie. Una garra, la garra de un pájaro. ¡Qué idea más tonta! Una casa no tiene patas de pájaro, a menos que se levante y… ande.
El joven permaneció en silencio mientras la hechicera amarraba el bote a la base de la tabla.
Todo y todos estaban listos en el interior del pequeño bote. Binabik estaba situado en la proa, Marya en el medio y Simón en la popa, con una nerviosa Qantaqa entre las rodillas. La loba se sentía muy incómoda; se había quejado y resistido cuando el gnomo le ordenó subir al esquife. El malestar que mostraba el rostro del hombrecillo era incluso apreciable en la oscuridad que precedía al amanecer.
La luna ya estaba sobre la bóveda de color azul oscuro que se abría por la parte occidental del cielo. Geloë les alargó los remos y volvió sobre el pequeño atracadero.
—Una vez que hayáis recorrido a salvo el lago y remontado un poco la corriente, creo que lo mejor será que llevéis el bote con vosotros, a través del bosque, hasta Aelfwent. No es un esquife muy pesado y tampoco necesitaréis cargar con él largo trecho. El río fluye en la dirección adecuada, y tiene que llevaros hasta Da’ai Chikiza.
Binabik sacó su remo y alejó el bote del embarcadero. La hechicera permaneció con los pies metidos en el agua hasta los tobillos mientras los empujaba desde la orilla.
—Recordad —siseó—, que tenéis que introducir los remos de canto en el agua. Vuestra protección es el silencio.
Simón alzó la mano.
—Adiós, valada Geloë.
—Adiós, joven peregrino. —La voz de la mujer se oía débilmente, a menos de tres codos de distancia—. Que tengáis buena suerte. ¡No temáis! Cuidaré de la niña.
Los viajeros se fueron alejando poco a poco, hasta que Geloë se convirtió en una sombra junto a uno de los pilotes de la casa.
La proa del esquife se abrió paso a través de la superficie del agua como la cuchilla de un barbero en la seda. A un gesto de Binabik agacharon las cabezas, y el gnomo guió silenciosamente el esquife hacia el centro del nebuloso lago. Simón se apretaba contra el grueso pelo del lomo de Qantaqa y sentía el pulso de su nerviosa respiración. Observó los diminutos anillos de ondas que se formaban en la superficie del lago tras el paso del bote; al principio pensó que debían de ser peces, que subían a la superficie en busca de mariposas y mosquitos. Después notó una gota húmeda que lo salpicaba en la nuca. Volvía a llover.
Se aproximaron al centro del lago, a través de grupos de jacintos que aparecían esparcidos sobre el agua ante ellos, como si caminasen por el sendero de un héroe que regresara al hogar. La atmósfera empezó a clarear. Más bien daba la impresión de que una capa de oscuridad hubiera sido rasgada en el cielo, el primero de muchos velos. La línea de los árboles que había permanecido oculta en el horizonte se convirtió en una hilera de ya distinguibles copas que se perfilaban contra el firmamento, cada vez más claro. El agua parecía cristal negro a su alrededor, pero ahora se podían apreciar algunos detalles de la orilla; por ejemplo, las apenas perceptibles raíces de los árboles, que parecían retorcidas piernas de mendigos; el débil brillo de los bloques de granito que se esparcían alrededor del lago secreto como un teatro a la espera de los actores; todo se iba metamorfoseando lentamente de oscuras y grises formas para convertirse en nítidos objetos a la luz del día.
Qantaqa se agachó, sorprendida, cuando Marya se echó hacia adelante para mirar por encima de la regala del bote. La muchacha empezó a decir algo, pero lo pensó mejor y señaló con el dedo hacia la derecha.
Simón miró en aquella dirección y entonces lo vio; había una extraña forma en la desordenada pero a la vez simétrica linde del bosque, una forma como cuadrada y abultada, de un color diferente del de las oscuras ramas que la rodeaban. Se trataba de una tienda azulada.
Después vieron algunas más, un grupo de tres o cuatro que se alineaban tras la primera. Simón frunció el entrecejo y luego sonrió desdeñoso. Qué típico era del barón Heahferth —al menos por lo que había oído en el castillo— cargar con aquel tipo de lujos para entrar en el salvaje bosque.
Justo un poco más allá de las diseminadas tiendas, la orilla del lago parecía hacerse más profunda a lo largo de unas cuantas anas[7]. Después volvía a aparecer, dejando un espacio oscuro en el medio como si le hubieran dado un mordisco. Las ramas de los árboles colgaban sobre el lago y resultaba imposible ver si se trataba de la ensenada de la que les había hablado la hechicera, aunque Simón estaba seguro de ello.
—«¡Justo donde dijo Geloë! —pensó—. Posee una vista muy aguda, muy aguda, pero eso no resulta sorprendente, ¿verdad?».
El muchacho señaló hacia la abertura en el borde del lago y Binabik asintió; él también la había visto.
Se acercaron al silencioso campamento y el gnomo tuvo que remar con más brío para mantenerlos en el rumbo correcto; Simón comprendió que empezaban a sentir el tirón de la corriente. Con mucho cuidado levantó su remo para introducirlo en el agua. Binabik, que había observado el movimiento por el rabillo del ojo, se volvió y movió la cabeza, como diciendo «todavía no»; el chico detuvo el remo justo por encima del agua llena de anillos provocados por la lluvia.
Entonces vio al centinela y avisó con un gesto a los otros. El gnomo levantó cuidadosamente el remo del agua y todos se echaron en el bote, con la esperanza de no ser vistos. Aunque el soldado se le ocurriese mirar al lago, con un poco de suerte podrían pasar inadvertidos, o al menos sólo vería un tronco flotando sobre el agua. Aunque eso suponía esperar demasiado, Simón se sintió seguro. No podía imaginarse que el hombre no los viese si se daba la vuelta, a tan poca distancia como se encontraban.
La velocidad del pequeño esquife iba reduciéndose y la oscura grieta en la línea de la orilla se fue acercando a ellos. Se trataba de la corriente interior de la ensenada; Simón vio el agua agitada que pasaba por encima de las redondeadas formas de piedra a algunas yardas canal arriba. El bote casi se había detenido por completo; de hecho, la proa empezaba a virar, rechazada por la corriente. Tendrían que remar rápidamente o serían empujados hacia la orilla, justo al lado de las tiendas.
Entonces, a causa de algo que le había llamado la atención al otro lado del campamento, el centinela se dio la vuelta y le dirigió una mirada al lago.
En un instante, incluso antes de que pudieran sentirse invadidos por el miedo, una oscura sombra cayó de los árboles que había por encima del campamento y se abalanzó sobre el guardia. Serpenteaba entre las ramas como una grande y abultada hoja y se hundió en el cuello del hombre, pero esa hoja tenía garras; cuando las sintió en el cuerpo, el vigilante de la armadura dio un grito de horror, dejó caer la lanza y trató de librarse de lo que fuese que lo agarraba. La sombra gris revoloteó, con las alas extendidas, y quedó suspendida justo encima de su cabeza, más allá del alcance de sus manos. El hombre volvió a gritar, agarrándose el cuello, y revolvió entre las hojas y el musgo del suelo en busca de la lanza.
—¡Ahora! —siseó Binabik—. ¡Remad!
Tanto él como Marya y Simón hundieron las palas de madera en el agua y empujaron con desesperación. Las primeras paladas parecieron quedarse enganchadas y el agua los salpicaba mientras el bote era zarandeado. Después empezaron a avanzar con más facilidad, y en pocos instantes remaban contra la fuerte corriente, deslizándose bajo las protectoras ramas que pendían sobre la ensenada.
Simón miró hacia atrás y vio al centinela, con la cabeza descubierta, que manoteaba arriba y abajo, tratando de terminar con la criatura que pendía sobre su cabeza. Unos cuantos hombres aparecían sentados sobre sus camastros riendo mientras observaban a su camarada, que había dejado caer la lanza y ahora tiraba piedras al peligroso pájaro. El búho esquivó los proyectiles con facilidad; cuando el muchacho apartó la cortina de hojas para echar una mirada, el bote viró y se introdujo entre los sombreados árboles.
Remaban con fuerza contra la potencia de la corriente —sorprendentemente potente, ya que en la superficie no parecía moverse— y Simón rió triunfante.
Avanzaron durante largo tiempo contra corriente. Aunque hubieran sentido la necesidad de hablar, les habría resultado muy difícil, ya que remar era un trabajo extenuante. Más tarde, casi una hora después, encontraron un brazo de río oculto por una pantalla de juncos, donde se detuvieron y descansaron.
El sol no había acabado de hacer acto de presencia y tan sólo era una especie de neblina brillante tras un dosel de nubes. Una película de niebla inundaba el bosque y el río, y los alrededores parecían el paisaje de un sueño. En alguna parte, corriente arriba, el río pasaba sobre algún obstáculo; el tranquilo susurro del agua en movimiento parecía aumentar con tonos que indicaban que ésta saltaba y volvía a caer sobre ella misma.
Simón, que respiraba con dificultad, observó a la muchacha mientras ésta se hallaba estirada sobre el borde del bote, con la mejilla descansando sobre el antebrazo. Se le hacía difícil comprender cómo la había confundido con un chico. Lo que le habían parecido rasgos como de zorro, de una finura inusual en un muchacho, lo veía ahora como delicadeza. Marya aparecía ruborizada a causa del esfuerzo. El joven miró la rubicunda mejilla de la muchacha, sobre la suave pero bien definida protuberancia de su clavícula, donde aparecía abierta la camisa de muchacho que vestía.
«No está muy rellena…, no como Hepzibah —dijo en silencio—. ¡Ja! ¡Me gustaría ver a Hepzibah hacerse pasar por un chico! Pero Marya es bonita aun siendo delgada, y su cabello es tan negro…».
Los ojos de la joven se agitaron en el sueño. Continuaba respirando profundamente. Simón palmeó la ancha cabeza de Qantaqa, con aire ausente.
—Está bien hecha, ¿verdad? —preguntó alegremente Binabik. El chico lo miró, sobresaltado.
—¿Qué?
El gnomo se encogió de hombros.
—Perdona. ¿Tal vez decías «él» en Erkynlandia, o «ello»? De todas formas estarás de acuerdo en que Geloë ha hecho un buen trabajo.
—Binabik —dijo Simón, mientras el rubor empezaba a desaparecer de su rostro—, no tengo ni idea de lo que me estás diciendo.
El hombrecillo golpeó el borde del bote suavemente con la palma de la mano.
—¡Del hermoso trabajo que ha conseguido Geloë con sólo corteza y madera, y tan ligero! Creo que no tendremos demasiados problemas para cargarla por tierra hasta Aelfwent.
—El bote… —murmuró el muchacho, asintiendo como un tonto—. El barco. Sí, está bien hecho.
Marya se sentó.
—¿Vamos a tratar de cruzar hasta el otro río ahora? —preguntó.
Cuando se volvió para mirar la franja de bosque que se veía a través de los juncos, Simón observó las ojeras que había bajo sus ojos, y su mirada de agotamiento. El joven todavía se encontraba molesto con ella por haberla visto sentirse aliviada cuando Geloë insistió en quedarse a la niña, pero también le agradó ver que parecía preocupada, que no era la clase de chica que ríe y bromea todo el rato.
«Claro que no lo es —pensó un momento después—. De hecho, no creo que la haya visto sonreír todavía. Y no sólo porque lo que ha ocurrido da miedo, pues tampoco yo estoy todo el tiempo con el entrecejo fruncido y preocupado».
—Tal vez sea buena idea —añadió Binabik, respondiendo a la pregunta de Marya—. Creo que ese ruido que se oye y que viene de más arriba es un grupo de rocas que hay en medio de la corriente. Si ése es el caso, tendremos pocas oportunidades de vadearlo con el bote. Tal vez Simón quiera ir a comprobarlo.
—¿Cuántos años tienes? —preguntó éste a Marya.
Binabik, sorprendido, se volvió y lo miró. Marya frunció los labios y miró fijamente a Simón.
—Tengo… —empezó a decir y se detuvo—. Cumpliré dieciséis en octundre.
—Entonces, tienes quince —dijo el chico, un poco pagado de sí mismo.
—¿Y tú? —lo retó ella.
El muchacho se sintió ofendido.
—¡Quince!
Binabik tosió.
—Estoy de acuerdo en que los camaradas de a bordo deben conocerse unos a otros, pero… tal vez lo podáis dejar para más tarde. Simón, ¿quieres ir a ver si realmente hay esas rocas corriente arriba?
Estaba a punto de acceder cuando de repente no quiso. ¿Acaso él era el chico de los recados? ¿Era un muchacho para ir a descubrir cosas para los adultos? ¿Quién había tomado la decisión de ir y rescatar a aquella estúpida chica del árbol?
—Ya que necesitamos cruzar hasta no-se-dónde, ¿por qué preocuparnos? —preguntó—. Hagámoslo y ya está.
El gnomo lo miró y asintió con la cabeza.
—Muy bien. Creo que a mi amiga Qantaqa le hará bien estirar las piernas; además —se volvió a Marya—, los lobos no son muy marineros.
Ahora fue la joven la que miró fijamente a Binabik, como si fuese más extraño que Simón. Después dejó escapar una carcajada.
—¡Eso es verdad! —exclamó, y volvió a reír.
Resultó que el bote era en verdad muy ligero, pero aun así encontraron algunas dificultades para cargarlo a través de las ramas y enredaderas. Lo sostuvieron a una altura en la que tanto Binabik como la muchacha pudieran llevarlo boca abajo, de manera que el afilado ángulo de la popa se apoyase sobre el esternón de Simón. Éste no podía verse los pies mientras andaba, con el resultado de que no hacía más que tropezar con los matorrales. La lluvia los mojaba a través de la red de ramas y hojas; con las manos ocupadas, el chico ni siquiera podía apartarse las gotas que le caían en los ojos. No podía decirse que estuviera de muy buen humor.
—¿A qué distancia está, Binabik? —preguntó, sin poder contenerse más—. Se me está partiendo el pecho por culpa de este maldito bote.
—No está muy lejos, espero —gritó el gnomo, y su voz formó un extraño eco al contestar desde debajo de la bóveda del barco—. Geloë dijo que esa corriente y el Aelfwent corrían paralelos durante mucha distancia; sólo se separaban durante un cuarto de legua. Pronto llegaremos.
—Será mejor que así sea concluyó Simón, con un tinte de seriedad en la voz.
Delante de él iba Marya; ésta hizo un ruido que Simón estaba seguro de que era de disgusto, de enfado con él, probablemente. El chico frunció el entrecejo de forma horrible, con el rojo cabello revuelto y mojado cayéndole sobre la frente.
Finalmente oyeron otro sonido por encima del suave tamborileo producido por las gotas de lluvia al caer sobre las hojas, un sonido que a Simón le hizo pensar en una habitación llena de gente murmurando. Qantaqa se adelantó y avanzó con estrépito entre los matorrales.
—¡Ja! —gruñó Binabik, dejando sobre el suelo la parte del bote que sostenía—. ¿Lo ves? ¡Lo hemos encontrado! ¡T’si Suhyasei!
—Creía que se llamaba Aelfwent. —Marya se frotó el hombro sobre el que había descansado el bote—. ¿O es lo que siempre dicen los gnomos cuando encuentran un río?
Binabik sonrió.
—No. Se trata del nombre sitha. Puede decirse que éste es un río sitha, ya que ellos lo utilizaban para navegar hacia Da’ai Chikiza, cuando era su ciudad. Deberías saberlo, pues Aelfwent significa «río sitha» en la antigua lengua de Erkynlandia.
—Entonces…, ¿qué es lo que has dicho? —preguntó de nuevo la joven.
—¿T’si Suhyasei? —repitió el hombrecillo—. Es difícil explicarlo con exactitud. Quiere decir algo como «la sangre de ella es fría».
—¿De «ella»? —inquirió Simón, mientras se quitaba el barro de las botas con un palo—. ¿Qué quiere decir «ella» esta vez?
—La selva, el bosque —replicó Binabik—. Vamos, puedes limpiarte todo ese barro en el agua.
Cargaron con el esquife por la orilla, a través de la espesura de arbustos que les golpeaban el rostro y el cuerpo, hasta encontrar el río ante ellos. Era una amplia y extensa corriente, mucho más grande que el riachuelo que acababan de dejar. Depositaron el bote en la pendiente formada por el paso del agua; Simón, el más alto de ellos, tuvo que arrodillarse en los bajíos del río para sostener el barco e introducirlo en el agua, y sus botas quedaron en verdad limpias de barro. Sostuvo el bamboleante barquito mientras Marya y el gnomo subían a bordo en primer lugar a la loba, que parecía dudar y no cooperó demasiado, para después subir ellos. El muchacho se incorporó el último y ocupó su lugar en la popa.
—Tu posición, Simón —dijo Binabik con gravedad—, requiere de una gran responsabilidad. No necesitaremos remar demasiado en una corriente con tanta fuerza como ésta, pero tú debes dirigir el bote y avisar cuando veas rocas por delante para que podamos ayudarse a evitarlas.
—Puedo hacerlo —respondió el chico con rapidez.
El gnomo asintió y soltó la gran rama a la que se había cogido; se separaron de la orilla y fueron arrastrados por el Aelfwent.
Al principio le resultó un poco difícil, según vio Simón. Algunas de las rocas que tenían que evitar apenas eran visibles por encima de la cristalina superficie del agua; más bien solían estar justo debajo y sólo eran reconocibles por los saltos que daba el agua por encima de ellas. La primera que no vio hizo un ruido horrible al rascar contra la quilla, y durante unos instantes temieron lo peor, pero el barquito se apartó de la piedra sumergida como un cordero al ver unas tijeras grandes. A Simón le fue resultando más fácil a medida que iban pasando los minutos; en algunos lugares el esquife parecía casi rozar el borde del agua, tan ligero como una pluma sobre el ondulado lomo del río.
Cuando dejaron atrás la parte más rocosa y llegaron a una zona de aguas más tranquilas, el muchacho sintió que el corazón se le tranquilizaba. Las juguetonas manos del río agarraban los remos. El recuerdo de sus escaladas por entre las almenas de Hayholt acudió a la memoria de Simón, adonde subía tan sólo con la ayuda de su propia pericia y desde donde veía los ordenados campos que se extendían hasta el horizonte. También recordó cuando se hacía un ovillo en la Torre del Ángel Verde y miraba hacia los amontonados tejados de las casas de Erchester y al ancho mundo, mientras el viento le acariciaba el rostro. Ahora, sobre la popa del barquito, navegaba como el viento de primavera soplaba por entre las copas de los árboles. Levantó el remo en el aire…, ahora era una espada.
Jesuris era marinero, se puso a cantar de repente; las palabras acudían a sus labios como una imparable corriente de agua. Se trataba de una tonada que alguien le había cantado cuando era muy pequeño.
Jesuris era marinero,
navegó por el océano
y recibió la Palabra de Dios,
para hasta Nabban ir navegando.
Binabik y Marya se volvieron para mirarlo; Simón sonrió.
Tiyagaris era soldado,
navegó por el océano
y recibió la Palabra de la Justicia
para hasta Nabban ir navegando…
El rey Juan era gobernante,
navegó por el océano
y recibió la palabra de Aedón
para hasta Nabban ir navegando…
Simón detuvo su canto.
—¿Por qué has parado? —preguntó el gnomo.
Marya lo miraba con ojos inquisidores.
—Es que es todo lo que sé —respondió el chico, bajando el remo y dejándolo sobre la estela del barquito—. No sé ni de dónde es. Creo que me la cantaba una de las doncellas cuando era pequeño.
Binabik sonrió.
—Es una bonita canción para navegar por el río, creo, aunque algunos de los detalles no son muy correctos, históricamente hablando. ¿Estás seguro de que no te acuerdas de nada más?
—Seguro.
Su falta de memoria lo turbó un poco. Una hora escasa sobre el río había cambiado su humor por completo. Se sentía en un barco de pescadores y había disfrutado con ello…, pero ahora ya no había nada de eso, sólo el bosque que pasaba ante ellos, y el notar el paso del delicado esquife a través de él, tan sensible y con las mismas reacciones que un potro.
—No sé canciones marineras —dijo el gnomo, contento por el cambio de humor de Simón—. En el alto Qanuc los ríos son de hielo, y sólo los utilizan los niños para juegos de deslizamiento. Tal vez pueda cantar algo acerca del poderoso Chukku y sus aventuras…
—Yo sí sé una canción de río —intervino Marya, mientras se mesaba el cabello—. Las calles de Meremund están llenas de canciones de marineros.
—¿Meremund? —preguntó Simón—. ¿Cómo puede una muchacha de castillo haber ido alguna vez a Meremund?
—¿Y dónde crees tú que la princesa y toda su corte vivían antes de venir a Hayholt? ¿En el salvaje Nascadu? —rugió la joven—. En Meremund, claro. Es la más hermosa ciudad del mundo, en donde se encuentran el océano y el gran río Gleniwent. Tú no la conoces, no has estado allí. —Le dirigió una fea mueca—. Muchacho de castillo.
—Entonces, ¡cántala! —exclamó Binabik, moviendo las manos—. ¡El río quiere oírla y el bosque también!
—Espero acordarme —contestó Marya, dirigiendo una mirada de reojo a Simón, que se la devolvió con arrogancia.
La actitud de la muchacha le había alterado el humor.
—Se trata de una canción de marineros de río —continuó ella.
Marya se aclaró la garganta y empezó a cantar —al principio un poco insegura, aunque se le pasó rápidamente— con una dulce y profunda voz.
… Los que navegan por el Gran Lago
os hablarán de su misterio,
se jactarán de todas esas batallas
y de toda esa sangrienta historia.
Pero hablad con cualquier rata de río,
que navegue por el Gleniwent,
y os dirá que Dios hizo los océanos,
pero que el río es lo único que cuenta.
Ah, el océano es una pregunta,
pero el río es una respuesta,
con su alegre y divertido retozar,
tan sutil como cualquier bailarín.
Dejad que el Infierno se lleve a los gandules,
porque este viejo barco no los llevará.
Y si perdemos a uno o dos tripulantes,
por ellos beberemos en Meremund…
Unos cuantos hombres parten a navegar,
y nunca volverán a ser vistos,
pero cada noche, nosotros, ratas de río,
nos encontramos en la taberna.
Muchos dicen que bebemos un poco
y caemos rendidos como niños,
pero si el río es tu dama
así es como por las noches duermes.
Ah, el océano es una pregunta,
pero el río es una respuesta,
con su alegre y divertido retozar,
tan sutil como cualquier bailarín.
Dejad que el Infierno se lleve a los gandules,
porque este viejo barco no los llevará.
Y si perdemos a uno o dos tripulantes,
por ellos beberemos en Meremund…
¡En Meremund! ¡En Meremund!
¡Por ellos beberemos en Meremund!
¡Y si no logramos verlos flotar,
guardaré un penique para enterrarlos…!
La segunda vez que Marya llegó a la parte del estribillo, Simón y Binabik ya lo sabían como para unirse a ella. Qantaqa movió las orejas cuando rieron y gritaron al descender por el rápido Aelfwent.
Ah, el océano es una pregunta, pero el río es una respuesta…, cantaba Simón a pleno pulmón cuando la proa del barco se hundió en una depresión de las aguas y cabeceó: volvían a encontrarse sobre rocas. Cuando por fin lograron abrirse camino entre las piedras y evitarlas hasta alcanzar un remanso, todos se encontraban demasiado cansados como para seguir cantando. Sin embargo, Simón todavía reía y, cuando volvieron a abrirse las grises nubes por encima del arbolado techo del bosque para dejar caer más agua, el muchacho irguió el rostro y atrapó gotas de lluvia con la lengua.
—Llueve —dijo Binabik, con las cejas arqueadas bajo la mata de revuelto pelo que le cubría la frente—. Creo que vamos a mojarnos. Un breve instante de silencio fue perforado por la risa del gnomo.
Cuando la luz que se filtraba a través del dosel de árboles empezó a hacerse más débil, dirigieron el bote hacia la orilla y acamparon. Después de que Binabik encendiese una hoguera con la ayuda de sus polvos amarillos, para contrarrestar la acción de la lluvia sobre la madera, el gnomo sacó un paquete de verdura y frutas de uno de los bolsos que le había proporcionado Geloë. Qantaqa, dedicada a sus propios asuntos, husmeaba entre los matorrales y regresaba de vez en cuando con el pelo mojado y con rastros de sangre en el hocico. Simón miró a Marya, que jugueteaba con un hueso de melocotón en la boca, con aire meditabundo, para observar su reacción ante la evidencia de la brutal naturaleza de la loba; pero si la muchacha lo vio no mostró signos de malestar.
«Debe de haber trabajado en las cocinas de la princesa —se atrevió a adivinar—. Pero seguro que si tuviera uno de los lagartos disecados de Morgenes, saltaría, apuesto lo que sea».
El pensar en el trabajo de la muchacha en las cocinas del castillo lo llevó a preguntarse qué hacía al servicio de la princesa y, ya que pensaba en ello, ¿por qué había estado espiándolo? Cuando trató de hacerle preguntas al respecto, la muchacha sólo movió la cabeza, alegando que no podía decir nada acerca de su señora o de los servicios que ella prestaba hasta que el mensaje hubiera sido entregado en Naglimund.
—Espero que me perdones por preguntar —dijo Binabik mientras separaba los cacharros de la cena y cogía su bastón para convertirlo en una flauta—, pero ¿cuáles son tus planes si Josua no está en Naglimund para recibir el mensaje?
La mirada de Marya se llenó de preocupación, pero siguió sin querer decir nada más. Simón estuvo tentado de preguntarle al hombrecillo sobre sus planes, sobre Da’ai Chikiza y la Escalera, pero el gnomo estaba ya tocando la flauta con aire ausente. La noche extendió un manto de oscuridad sobre el gran Aldheorte, excepto sobre su pequeña hoguera. Los jóvenes escucharon la música del gnomo, que resbalaba y producía hermosos ecos en las mojadas copas de los árboles.
Al día siguiente volvieron al río poco después de la salida del sol. Los movimientos del agua les resultaron ya familiares. Había ratos ociosos en los que tenían la impresión de que el barco era una roca sobre la que estaban sentados mientras un vasto mar de árboles circulaba ante ellos; después volvían a los peligrosos y excitantes rápidos que agitaban la frágil embarcación como si se tratase de un pez cogido en un anzuelo. La lluvia desapareció al mediodía y cedió el puesto a un sol que brilló a través de las ramas, llenando el río y el suelo del bosque de manchas de luz.
El buen tiempo que hacía —inusualmente ventoso para estar a últimos de maya aunque Simón seguía recordando la montaña de hielo de su sueño compartido— los animó. Flotando a través del túnel que formaban las abovedadas ramas de los árboles —roto aquí y allá por majestuosas manchas de luz que atravesaban los espacios abiertos entre las retorcidas ramas, para convertir al río en un brillante espejo de pulida y dorada agua—, volvieron a sentir ganas de conversar.
Simón, un poco reticente al principio, habló de la gente que había conocido en el castillo: de Raquel; de Tobas, el encargado de los perros, que se embadurnaba la nariz con grasa de antorcha para resultar más familiar a los canes; de Peter Tazón-Dorado; del gigantesco Rubén, y del resto. Binabik habló sobre todo de sus viajes, de sus viajes de juventud, del salobre país Wran y de las extenuantes y exóticas extensiones al oeste de su hogar, Mintahoq. Incluso Marya, a pesar de su inicial reticencia y de la larga lista de cosas sobre las que se negaba a hablar, hizo sonreír a Simón y al gnomo con sus imitaciones de discusiones entre marineros fluviales y marinos, y con sus observaciones acerca de la dudosa nobleza que rodeaba a la princesa en Meremund y en Hayholt.
Sólo al segundo día de navegación hablaron sobre cosas que preocupaban a los tres compañeros.
—Binabik —preguntó Simón, cuando comían al mediodía en un trozo de bosque iluminado por la luz del sol—, ¿crees que hemos dejado a esos hombres atrás? ¿Puede que haya otros que también nos busquen?
El gnomo desprendió una pepita de manzana de su barbilla.
—No sé nada con seguridad, amigo Simón, como ya he dicho. Estoy seguro de que no nos vieron y de que no habrá una persecución inmediata, pero como desconozco la razón por la que nos persiguen, tampoco puedo saber si nos encontrarán. ¿Saben que nos dirigimos a Naglimund? Eso no es demasiado difícil de suponer. Pero tres cosas hay que nos favorecen.
—¿Qué cosas? —preguntó Marya, con algo de preocupación reflejada en el rostro.
—Primero, en el bosque es más fácil esconderse que buscar. —Levantó un huesudo dedo—. Segundo, hemos tomado un camino que no es el normal para ir a Naglimund, y que es desconocido desde hace cientos de años. —Otro dedo—. Y por último, para descubrir la dirección en que nos dirigimos, esos hombres tendrían que oírselo decir a Geloë. —Su tercer dedo se hizo más firme—. Y eso, creo, es algo que no ocurrirá.
Simón se sentía preocupado secretamente sobre ese punto.
—¿No podrían hacerle daño? Eran hombres que llevaban espadas y lanzas, Binabik. Los búhos no los mantendrán alejados para siempre si lo que creen es que estamos con ella.
El gnomo asintió con gravedad y jugueteó con sus cortos deditos.
—No creas que no me preocupa, Simón. ¡Hija de las Montañas, ya lo creo! Pero sabes poco acerca de Geloë. Pensar en ella como en una mujer sabia pueblerina es cometer un error, un error del que Heahferth y sus hombres se arrepentirán si no la tratan con respeto. Durante mucho tiempo la valada Geloë caminó por Osten Ard: mucho tiempo ha permanecido en el bosque, y muchos, muchísimos años, entre los rimmerios. Incluso antes de eso, vino desde el sur para llegar a Nabban, y de sus anteriores viajes nadie sabe nada. Podemos confiar en que se cuidará mucho mejor que yo o, como tristemente hemos podido comprobar, mejor que el doctor Morgenes. —Binabik cogió otra manzana, la última que quedaba en la bolsa—. Pero ya nos hemos preocupado demasiado. Nos espera el río y nuestros corazones deben sentirse ligeros para poder viajar con más rapidez.
Al final de la tarde, cuando las sombras de los árboles empezaron a doblegarse y alcanzaron una mayor extensión a través del río, Simón aprendió más sobre los misterios del Aelfwent.
Estaba rebuscando en su bolsa un poco de tela con la que envolver sus manos para proteger las ampollas que el duro remar le había ocasionado, cuando encontró algo que parecía justo lo que buscaba y lo sacó. Era la Flecha Blanca, todavía envuelta en el retal de su camisa. Le resultó sorprendente encontrarla, así de repente, en sus manos, como si fuese una pluma que pudiera echar a volar con un poco de viento. Con mucho cuidado la desenvolvió.
—Mira —le dijo a Marya, pasando junto a Qantaqa para mostrársela en su envoltorio de blanco tejido—. Es una Flecha Blanca sitha. Salvé la vida de un sitha y me la dio. —Reconsideró un poco lo que acababa de decir—. Mejor dicho, me la disparó.
Era un hermoso objeto que parecía brillar incluso a la escasa luz del atardecer, como si fuese el luminoso cuello de un cisne. Marya la miró y levantó un dedo para tocarla.
—Es muy hermosa —respondió la muchacha, pero en el tono de su voz no apareció ni pizca de la admiración que Simón esperaba encontrar.
—¡Pues claro que es hermosa! Es sagrada. Significa que hay una deuda pendiente. Pregúntale a Binabik: él te lo dirá.
—Simón está en lo cierto —explicó el gnomo desde la proa del bote—. Eso ocurrió justo antes de conocernos.
Marya continuó mirando la flecha con indiferencia, como si su mente estuviese en otra parte.
—Es un objeto muy bonito —añadió, con un poco más de convicción en la voz que antes—. Tienes mucha suerte, Simón.
El chico no supo por qué, pero aquello lo puso furioso. ¿Es que no se daba cuenta de lo que había pasado? ¡Cementerios, sithas atrapados, mastines, la enemistad del Supremo Rey! ¿Quién era ella para contestarle como lo hacían las sirvientas, con ese aire ausente, cuando él se había lastimado en una rodilla?
—Claro —dijo, y sujetó la flecha ante él de forma que ésta atrapó un rayo de sol—, claro. Para toda la suerte que me ha reportado hasta ahora: he sido atacado, golpeado, cazado y he pasado hambre; más valiera que nunca la hubiese tenido.
Simón observó el arma, deslizando su mirada por los grabados que podían haber sido la historia de su vida desde que había dejado Hayholt, de tan complicados y carentes de sentido que le resultaban.
—Quizá sea mejor que la tire —agregó. Nunca lo haría, desde luego, pero se sentía satisfecho al fingir que podía hacerlo—. ¿Qué beneficio me ha reportado…?
El grito de aviso de Binabik se oyó en medio de la frase, pero cuando Simón trató de reaccionar ya era demasiado tarde. El esquife chocó contra una roca escondida casi con un impacto directo; el barquito escoró y la popa golpeó en el agua con un chasquido seco. La flecha voló de la mano del muchacho para cruzar el aire y caer al río, entre un montón de piedras. Cuando la popa se apoyó de nuevo sobre la superficie del agua, Simón se volvió para buscarla; poco después chocaban contra otra roca sumergida y el chico cayó. El barquito escoró demasiado y Simón resbaló…
El agua estaba muy fría. Durante unos instantes el joven pensó que había caído en algún agujero que lo había conducido a un mundo de absoluta oscuridad. Después boqueó, al volver a la superficie, sintiéndose arrastrado por la turbulenta corriente. Chocó contra una roca, fue arrastrado de ella y volvió a sumergirse, con el agua que se le introducía a través de la nariz y la boca. Luchó, volvió a sacar la cabeza y se tensó mientras la corriente lo zarandeaba y lo llevaba de una roca a otra. Sintió viento en el rostro y respiró, y casi enseguida comenzó a toser, aunque algo del maravilloso aire había encontrado el camino hacia sus pulmones a punto de estallar. Entonces, de repente, dejó de haber roca: y se encontró flotando tranquilamente, mientras pataleaba para mantenerse por encima del nivel de las aguas. Para su sorpresa, el barco se hallaba detrás de él, todavía tratando de evitar las últimas rocas. Binabik y Marya remaban con energía, con los ojos muy abiertos a causa del miedo, pero Simón vio que la distancia iba aumentando entre ellos. Se deslizaba corriente abajo, y cuando giró la cabeza hacia ambas orillas vio que éstas se encontraban muy lejos de su alcance. Volvió a boquear en busca de aire.
—¡Simón! —chilló Binabik—. ¡Nada hacia nosotros! ¡No podemos remar más rápido!
El muchacho se debatió en el agua y trató de regresar y nadar hacia ellos, pero el río tiraba de él con miles de dedos invisibles. Chapoteó, tratando de dar a sus manos la forma de los remos tal y como Raquel —¿o había sido Morgenes?— le había enseñado mientras lo sujetaba en los bajíos de Kynslagh, pero el esfuerzo le pareció cómico en comparación con la todopoderosa fuerza de la corriente. Pronto se cansó; ni siquiera podía sentirse las piernas. No sentía nada excepto un frío vacío, cuando trataba de moverlas. El agua lo cubrió por encima de los ojos y dio una extraña forma a las ramas de los árboles cuando Simón se hundió.
Algo se sumergió en el agua, junto a su mano, y el chico volvió a hacer un esfuerzo para ganar la superficie por última vez. Era el remo de Marya. Al tener más altura que Binabik, había tomado el lugar de éste y extendido el remo en dirección al lugar en que Simón había desaparecido bajo las aguas. Qantaqa estaba tras ella, ladrando y estirada hacia adelante, casi en una réplica de la postura de la muchacha; el bote se estaba ladeando peligrosamente a causa de todo el peso que soportaba en la proa.
El joven envió una orden a donde habían estado sus piernas, diciéndoles que diesen patadas si podían oírlo, y sacó la mano. Apenas sintió el remo cuando dobló los torpes dedos alrededor de la madera, pero estaba allí justo donde debía estar.
Después de que lo alzasen por la borda —un trabajo casi imposible dado que pesaba más que cualquiera de ellos, excepto la loba—, tosió y expulsó grandes cantidades de agua de río; permaneció respirando con dificultad y estremeciéndose, hecho un ovillo en el fondo del bote, mientras la muchacha y el gnomo buscaban un lugar donde desembarcar.
Simón recuperó suficiente fuerza como para arrastrarse fuera de la barca sobre unas temblorosas piernas. Una vez en tierra, cayó de rodillas y extendió unas agradecidas manos sobre el blanco suelo del bosque. Binabik saltó del bote y recogió algo que había entre el empapado y deshecho montón que había sido la camisa de Simón.
—Mira lo que se había enganchado en tus ropas —dijo, con una extraña mirada en el rostro. Se trataba de la Flecha Blanca—. Vamos a hacer una fogata para ti, pobre Simón. Tal vez hayas aprendido una lección, una cruel pero seria lección, sobre el hablar mal de un regalo sitha mientras navegas por un río sitha.
Ni siquiera con la fuerza suficiente como para sentirse avergonzado mientras Binabik lo ayudaba a quitarse las ropas y envolverse en el manto, el muchacho se durmió frente al fuego. Sus sueños fueron extrañamente oscuros, llenos de cosas que lo cogían y lo ahogaban.
A la mañana siguiente el cielo amaneció nublado. Simón se sentía enfermo. Después de masticar y tragar un par de tiras de tasajo —haciendo caso omiso de las protestas de su estómago revuelto— volvió a subir al bote, esta vez dejando que Marya se colocase en la popa mientras él yacía acurrucado en el centro, con el cálido contacto de Qantaqa contra el cuerpo. Dormitó durante todo aquel largo día en el río. La masa borrosa y verde que era a sus ojos el bosque le provocaba vértigo. Le pareció que tenía fiebre: se sentía como si fuese una patata sobre brasas. Tanto Binabik como Marya comprobaron solícitamente la progresión de la temperatura de Simón. Cuando se despertó del soñoliento y pesado estado en que había caído, sus compañeros almorzaban, y los encontró inclinados sobre él, con la fría palma de Marya sobre su frente. Su pensamiento fue: «¡Qué padres tan extraños tengo!».
Se detuvieron para pasar la noche en cuanto el crepúsculo empezó a hacerse patente entre los árboles. Simón, envuelto en la capa como un niño pequeño, se sentó junto al fuego, dejando sus brazos al descubierto lo suficiente como para beber la sopa que había preparado el gnomo, un caldo de carne de buey seca, nabos y cebollas.
—Mañana debemos levantarnos en cuanto salga el sol —dijo Binabik, lanzando el extremo de un nabo a la loba, que lo olisqueó con indiferencia—. Estamos cerca de Da’ai Chikiza, pero no tendría sentido llegar de noche, pues no podríamos ver nada. Como tendremos una larga ascensión desde allí hasta la Escalera será mejor que la hagamos a pleno día.
Simón observó semidormido al gnomo mientras éste sacaba el manuscrito de Morgenes de uno de los bolsos y lo desenrollaba; luego se acercó al débil fuego del campamento para tratar de leerlo; daba la impresión de ser un monje pequeño que estuviese recitando oraciones de su Libro de Aedón. El viento sopló y agitó las ramas por encima de sus cabezas, haciendo caer algunas gotas de agua que permanecían en las hojas, restos de la lluvia de la tarde. Mezclado con el apagado rumor del río estaba el insistente croar de las pequeñas ranas.
A Simón le costó un rato darse cuenta de que la suave presión que sentía sobre su hombro no era sólo otro mensaje de su cuerpo maltratado. Con mucho esfuerzo sacó la barbilla por encima del manto que lo envolvía, liberando una mano para ahuyentar a Qantaqa, y vio que era la cabeza de Marya la que reposaba sobre su hombro, y no la de la loba, con la boca ligeramente abierta y respirando rítmicamente, dormida.
Binabik levantó la mirada de los manuscritos.
—Hoy ha sido un día de duro trabajo —sonrió—. Mucho remar. Si no te molesta, déjala descansar un poco —añadió, y volvió a mirar los escritos.
Marya se acurrucó a su lado y murmuró algo en sueños. El joven agarró la capa que Geloë le había proporcionado a la muchacha y la arropó un poco más; al tocarle la mejilla la chica dijo algo, levantó una mano y dio unas palmaditas torpes sobre el pecho de Simón; después se apretó un poco más contra él.
El sonido de la respiración de la muchacha, tan cercano al oído de Simón, se abrió paso por entre los ruidos provenientes del río y del bosque. El chico se estremeció, y sintió que le pesaban los ojos, le pesaban tanto…, pero el corazón le latía alocado; y era el sonido de su propia sangre alterada lo que lo condujo por un camino hacia la oscuridad total.
Inmersos en la gris y difusa luz de un amanecer lluvioso, con los ojos todavía legañosos y los cuerpos aún no desentumecidos a causa de madrugar, vieron el primer puente.
Simón volvía a estar en la popa. A pesar de la desorientación que sintió al embarcar y volver al río en la semioscuridad, se sentía mejor que el día anterior; todavía estaba un poco mareado, pero parecía mejorar. Cuando llegaron a un recodo del río, por el que discurrían en calma y sin preocuparse, el muchacho vio ante él una extraña forma arqueada que atravesaba la corriente. Se frotó los ojos para liberarse de la modorra que lo embargaba y vio que la cosa más que caer parecía colgar sobre el agua.
—Binabik —preguntó, echándose hacia adelante—. ¿Es un…?
—Un puente, sí —replicó alegremente el gnomo—. La Puerta de las Grullas, creo que debe de ser.
La corriente del río se hizo más fuerte y tuvieron que remar para contrarrestar el tirón. El puente se extendía desde los crecidos arbustos de la orilla para conformar un delgado y esbelto arco que iba a parar entre los árboles de la otra ribera. Trabajado en pálida y translúcida piedra verde, parecía tan delicado como espuma de mar congelada. Aunque había estado completamente grabado con intrincados trabajos, ahora la mayor parte de su superficie aparecía escondida bajo una capa de musgo y de enredaderas. Los lugares que se mostraban desnudos se veían desgastados; los rizos, arabescos y ángulos estaban suavizados, redondeados por la acción de la lluvia y el viento. Pendiendo del punto central del arco, justo por encima de sus cabezas cuando pasaron bajo la hermosa forma, había un pájaro de verde y translúcida piedra, con las alas extendidas.
Pasaron bajo la estructura en escasos momentos, y pronto estuvieron al otro lado. El bosque parecía respirar allí antigüedad, como si a través de una puerta hubieran viajado hacia el pasado.
—Hace mucho tiempo que los caminos fluviales han sido tragados por Aldheorte —dijo Binabik, mientras se daban la vuelta para observar el puente, que cada vez se alejaba más de ellos—, tal vez todas las demás obras de los sitha desaparezcan algún día.
—¿Cómo podía la gente atravesar el río sobre esa cosa? —preguntó Marya—. Tiene un aspecto… tan frágil.
—Más frágil de lo que era, eso es cierto —respondió el gnomo dirigiendo una última mirada al puente—. Pero los sitha nunca construyeron…, nunca construyeron para obtener sólo belleza. Sus trabajos son resistentes. ¿No es verdad que la torre más alta de Osten Ard, construida por ellos, todavía se yergue en Hayholt?
La joven asintió con la cabeza, meditando sobre ello. Simón metió la mano en el agua.
Todavía atravesaron once puentes más, o «puertas», como los llamaba Binabik, ya que durante mil años o más habían señalado la entrada del río en Da’ai Chikiza. Cada puerta llevaba el nombre de un animal, explicó el gnomo, y correspondía a una fase lunar. Una tras otra, pasaron bajo zorros, gallos, liebres y palomas, cada una de ellas de diferente forma, realizadas en piedra de luna o en brillante lapislázuli, pero todas con la marca inconfundible de las mismas sublimes y reverentes manos.
Para entonces el sol ya había emprendido su camino por encima de las nubes hacia su posición de mediodía, y ellos se deslizaban bajo la Puerta de los Ruiseñores. En el extremo más alejado de la estructura, en cuyos altivos grabados todavía brillaban restos de oro, el río empezaba a virar en dirección oeste, hacia los invisibles flancos orientales de las colinas Wealdhelm. En aquella parte no había rocas ni rápidos y la corriente se movía con velocidad, aunque de forma uniforme. Simón estaba a punto de hacerle una pregunta a Marya cuando Binabik levantó una mano.
Al doblar un recodo del río apareció ante sus ojos un bosque de delicadas y hermosas torres, situado como una pieza de rompecabezas en el interior de otro bosque mayor. La ciudad sitha, flanqueando el río en ambas orillas, parecía crecer del mismo suelo. Daba la impresión de ser el propio sueño de los árboles hecho realidad en piedra: cientos de formas verdes, blancas y de color azul cielo, una inmensidad de piedras coronadas por agujas, de caminos de gasa como puentes de telaraña, de agujas llenas de filigranas y minaretes que se entremezclaban con las altas copas de los árboles para atrapar el sol en sus rostros como flores de hielo. El pasado del mundo se extendía ante sus ojos, angustioso y desgarrador, cortándoles la respiración. Era lo más hermoso que Simón había visto en su vida.
A medida que se adentraban en la ciudad, con el río abriéndose camino entre las estilizadas columnas, se hizo patente que el bosque se había enseñoreado de Da’ai Chikiza. Las torres de mosaico, llenas de grietas, aparecían ocupadas por enredaderas y retorcidas ramas. En muchos sitios, donde una vez se habían erigido muros y puertas de algún material perecedero, se veían los restos de piedra que se mantenían en un precario equilibrio, sin sostén, como blanquecinos esqueletos de increíbles criaturas marinas. La vegetación lo invadía todo, colgaba por las delicadas paredes y cubría las torres de hojas enramadas.
Simón pensó que de algún modo todo aquello le confería aun más belleza como si el bosque, sin darse un respiro y sintiendo la ciudad inacabada, la hubiese terminado de construir.
La tranquila voz de Binabik rompió el silencio con un tono solemne, como requería el momento; los ecos pronto desaparecieron en el verdor que lo inundaba todo.
—Árbol del Viento Cantor, la llamaron: Da’ai Chikiza. Podéis imaginar que hace mucho tiempo estaba llena de música y de vida. Todas las ventanas aparecían iluminadas por lámparas, y brillantes embarcaciones navegaban por el río. —El gnomo giró la cabeza para mirarlos mientras pasaban bajo el último puente de piedra, estrecho como el cañón de una pluma, y lleno de delicadas imágenes de ciervos asustados—. Árbol del Viento Cantor —repitió, distante como un hombre perdido en sus recuerdos.
Simón, sin decir una palabra, dirigió el barquito hacia un lugar en el que se veían unas escaleras de piedra que finalizaban en una plataforma, casi al nivel de la superficie del ancho río. Cuando se detuvieron, se quedaron mirando en silencio las paredes llenas de parras y los corredores inundados por los líquenes. La atmósfera de la ciudad en ruinas estaba cargada de tranquila resonancia, como una cuerda fuera del mástil del instrumento. Incluso Qantaqa parecía confusa, con la cola baja y husmeando el aire. Entonces sus orejas se irguieron y emitió un débil quejido.
El siseo era casi imperceptible. La línea de una sombra cruzó ante el rostro de Simón y fue a estrellarse contra una de las paredes, produciendo un sonido metálico. Un montón de diminutas porciones de piedra verde saltaron en todas direcciones. El muchacho se giró para mirar hacia atrás.
A menos de cien anas de distancia, separada de los compañeros sólo por el río, había una figura vestida de negro con un arco en las manos tan alto como ella misma. Una docena, más o menos, de otras formas con capas azules y negras subía por el camino que había junto a la figura de negro. Una de estas últimas llevaba una antorcha. La primera se llevó una mano a la boca, mostrando durante un instante una pálida barba.
—¡No tenéis adonde escapar! —La voz de Ingen Jegger llegó lejana por encima de los sonidos del río—. ¡Rendíos, en nombre del rey!
—¡El bote! —gritó Binabik.
Cuando se dirigían hacia las escaleras, el oscuro Ingen le alargó algo al portador de la antorcha: encendió fuego en un extremo. Un momento más tarde colocó el objeto en el arco. Cuando los compañeros alcanzaron el último escalón, un rayo llameante cruzó por encima del río y explotó en el interior del bote. La flecha incendió el barquito casi de inmediato, y el gnomo apenas tuvo tiempo para sacar una de las bolsas de la canoa antes de que las llamas lo obligasen a retirarse. Momentáneamente protegidos tras el fuego, Simón y Marya pudieron volver a ascender las escaleras, con Binabik a corta distancia de ellos. Arriba, Qantaqa corría agitada de lado a lado aullando.
—¡Corred! —exclamó el hombrecillo.
Al otro lado del río dos arqueros se unieron a Ingen. El muchacho se dirigía hacia el refugio de la torre más cercana, cuando oyó el desagradable silbar de otra flecha y vio que se estrellaba junto a los mosaicos que había a unos treinta codos por delante de él. Dos saetas más alcanzaron las paredes de la torre que tan lejana le parecía. Simón oyó un grito de dolor, y la aterrorizada llamada de Marya.
—¡Simón!
Se giró y vio a Binabik tendido en el suelo, como un pequeño bulto, a los pies de la muchacha. En alguna parte, una loba aullaba.