26

En casa de Geloë

La figura que permanecía enmarcada en la cálida luz del vano de la puerta no se movió ni dijo nada al ver a los compañeros; éstos atravesaban el largo puente que llevaba desde la orilla del lago a los escalones que había frente a la casa. Simón siguió a Binabik, con la niña cuidadosamente sujeta, y no pudo acertar a responder por qué aquella mujer, Geloë, no tenía una entrada de una naturaleza más permanente, al menos algo que tuviese una barandilla de cuerda. Sus cansados pies encontraban dificultades para mantenerse en el estrecho puente.

«Supongo que no debe de recibir muchas visitas», pensó, y miró hacia el bosque, que se había oscurecido rápidamente.

El gnomo subió el primer escalón e hizo una reverencia, por lo que casi echó a Simón fuera del puente.

Valada Geloë —anunció—, Binbines Mintahoqis requiere vuestra ayuda. Traigo a unos viajeros.

La figura que se encontraba en el umbral retrocedió unos pasos y dejó libre la entrada.

—Ahórrame los modales nabbanos, Binabik —dijo con una ronca y musical voz, impregnada de un acento extraño, pero de mujer, sin lugar a dudas—. Te conozco. Qantaqa ha llegado hace una hora. —La loba, que permanecía al borde de la rampa, irguió las orejas—. Claro que sois bienvenidos. ¿Piensas que iba a rechazarte?

El gnomo entró en la casa. Simón, que estaba un escalón más abajo, habló:

—¿Dónde puedo dejar a la niña?

A continuación se introdujo en la habitación, que le dio la sensación de ser grande y tener un alto techo; estaba inundada de sombras danzantes provocadas por las llamas de muchas velas. Tras él entró Geloë.

La mujer iba vestida con una áspera ropa de color pardo, toscamente sujeta mediante un cinturón. Su altura estaba a medio camino entre la del gnomo y la de Simón; su rostro era ancho y moreno a causa de los rayos del sol, con arrugas en las esquinas de los ojos y en las comisuras de los labios. El oscuro cabello aparecía moteado aquí y allá con manchas grises, y lo llevaba corto, por lo que casi tenía el aspecto de un sacerdote. Pero fueron sus ojos los que fascinaron a Simón: redondos, con gruesas pestañas, y de un intenso color negro azabache. Eran unos ojos viejos y llenos de conocimiento, como si perteneciesen a algún antiguo pájaro, y en ellos residía un poder que lo dejó clavado en el suelo. La mujer parecía estar tomándole las medidas, volviéndolo del revés y agitándolo como si fuese un saco, y todo ello a la vez. Cuando al fin su mirada descendió hacia la niña, el muchacho se sintió tan hueco como una bota de vino vacía.

—La niña está herida. —No era una pregunta. Simón dejó que la mujer la tomase de entre sus brazos mientras Binabik se adelantaba.

—Ha sido atacada por unos perros —dijo el gnomo—. Perros con la marca del Pico de las Tormentas.

Si el hombrecillo había esperado ver en Geloë una mirada de sorpresa o de miedo, se llevó un chasco. La mujer se dirigió hacia un jergón de paja, donde dejó a Leleth.

—Buscad algo de comida si tenéis hambre —dijo la valada—. Ahora debo atender a la niña. ¿De dónde venís?

Binabik no esperó ni un segundo más para empezar a explicarle los acontecimientos más recientes y ella se puso a desnudar el inconsciente cuerpo de la niña; entonces hizo su aparición Malaquías, que se aproximó al jergón y observó cómo Geloë limpiaba las heridas de Leleth. Cuando Malaquías estuvo demasiado cerca y la molestó en sus movimientos, la valada tocó suavemente el hombro del muchacho con una mano morena por el sol. Mantuvo el contacto y lo miró con fijeza durante unos instantes, hasta que él desvió la vista, acobardado. Tras una pausa volvió a levantar los ojos y a mirar de nuevo a Geloë, y algo sucedió entre ellos antes de que el chico se diese la vuelta y se sentase contra la pared.

Binabik encendió la chimenea, ingeniosamente acondicionada en un profundo pozo excavado en el suelo. El humo, sorprendentemente escaso, se elevaba hasta el techo; Simón imaginó que debía de haber una chimenea escondida entre las sombras de arriba.

La cabaña en sí, que en realidad constaba de una gran habitación, le recordaba las estancias de Morgenes en muchos aspectos. Una infinidad de extraños objetos colgaban de las paredes revocadas con arcilla: ramas con hojas colocadas en cuidadosos haces, bolsas de flores secas derramando sus pétalos, y cañas y juncos, al igual que largas raíces que parecían provenir del lago. La luz procedente del fuego también iluminaba una multitud de pequeños cráneos de animales, destacando sus brillantes y pulidas superficies pero sin llegar a penetrar en la oscuridad de las cuencas de los ojos.

Había toda una pared que estaba dividida entre el techo y el suelo por una alta estantería de madera, la cual también aparecía cubierta de curiosos objetos como pellejos de animales y pequeños montones de ramas y huesos, piedras de todas las formas y colores hermosamente desgastadas por el agua, y una cuidadosamente dispuesta sucesión de rollos de pergaminos, con los mangos hacia el exterior, como si se tratase de un montón de leña. Todo aparecía tan lleno de cosas que a Simón le costó unos instantes darse cuenta de que no era una estantería sino una mesa; junto a los pergaminos reposaba un montón de vitela, y una pluma en un tintero hecho con el cráneo de un animal.

Qantaqa resoplaba en calma con el morro contra uno de los muslos. El muchacho le acarició el hocico. En su rostro y en sus orejas podían verse una infinidad de cortes y pequeñas heridas, pero su pelo había sido cuidadosamente limpiado de sangre seca. Simón se alejó de la mesa y se dirigió hacia la gran pared que daba al lago a través de las dos pequeñas ventanas. El sol había desaparecido y la luz de las velas se reflejaba sobre el agua en forma de dos largos e irregulares rectángulos. El chico vio su propia silueta en uno de ellos, como la pupila de un brillante ojo.

—He puesto a calentar algo de sopa —dijo Binabik, tras él, y le ofreció un tazón—. Yo también la necesitaba —sonrió—, al igual que tú y todos los demás. Espero no tener nunca más un día como éste.

Simón sopló sobre el líquido caliente y después sorbió un poco a través de los labios. Tenía un fuerte olor y resultaba un poco amargo, como sidra caliente.

—Está buena —dijo, y sorbió un poco más—. ¿De qué es?

—Tal vez sea mejor que no lo preguntes —sonrió Binabik con malicia.

Geloë levantó la mirada del jergón, ceñuda, y miró al hombrecillo con ojos penetrantes.

—Déjate de cuentos, gnomo; vas a hacer que el chico tenga dolor de estómago —rugió irritada—. Estragón, diente de león y musgo es lo que hay en la sopa.

Binabik pareció escarmentado.

—Os pido disculpas, valada.

—Está buena —intercedió el joven, preocupado por si la había ofendido, aunque sólo fuese como destinatario de la broma de Binabik—. Gracias por acogernos. Me llamo Simón.

—Ah —rezongó Geloë, y volvió a seguir con la limpieza de las heridas de Leleth.

Sin decir nada más, Simón acabó el caldo con tanta calma como pudo. El gnomo le cogió el tazón y lo volvió a llenar, y el chico lo volvió a terminar con tanta rapidez como el otro.

Binabik empezó a peinar el espeso pelo de Qantaqa con sus huesudos dedos, quitando los restos de hojas y ramas que encontraba y tirándolos al fuego. Geloë aplicaba un vendaje a Leleth en silencio mientras Malaquías observaba todo, con el lacio cabello negro colgando sobre el rostro. Simón encontró un lugar relativamente adecuado para estirarse apoyado contra la pared de la cabaña.

Una legión de grillos y otros cantores nocturnos llenaban los espacios vacíos de la noche mientras el muchacho caía en un profundo sueño, con su corazón latiendo a ritmo tranquilo.

flor.jpg

Todavía era de noche cuando se despertó. Agitó la cabeza algo estúpidamente, tratando de deshacerse de los restos de un sueño demasiado corto; le llevó unos instantes recordar dónde se encontraba.

Geloë y Binabik hablaban tranquilamente; la mujer estaba sentada sobre un alto taburete y el gnomo, a su vez, aparecía sentado con las piernas cruzadas a los pies de ella, como un estudiante. En el jergón que había tras ellos descansaba una oscura forma que Simón reconoció como Malaquías y Leleth durmiendo juntos.

—No importa si has sido o no inteligente, joven Binabik —decía la mujer—. Has tenido suerte, que es todavía mejor.

Simón decidió hacerles saber que se había despertado.

—¿Cómo está la niña? —preguntó, mientras se estiraba. Geloë lo miró con ojos sombríos.

—Muy mal. Se encuentra malherida y tiene fiebre. Los mastines… Bueno es una desgracia ser mordido por ellos. Comen carne podrida.

—La valada está haciendo todo lo posible, Simón —intervino Binabik.

El gnomo tenía algo en sus manos: una nueva bolsa que cosía mientras hablaba. El muchacho se preguntó dónde podría encontrar dardos nuevos. Ah, y una espada…, o un cuchillo, al menos. La gente que iba de aventuras siempre llevaba un cuchillo o tenía gran ingenio. O magia.

—¿Le has dicho…? —dudó Simón—. ¿Le has dicho lo del doctor Morgenes?

—Ya lo sabía —dijo Geloë, con la mirada puesta sobre él. Cuando habló lo hizo con deliberada fuerza—. Tú estabas con él, muchacho. Sé tu nombre, y sentí la marca de Morgenes cuando te toqué para coger a la pequeña de tus brazos.

Como para demostrarlo extendió una ancha mano, llena de durezas.

—¿Sabíais mi nombre?

—En cuanto a lo concerniente al doctor, sé muchas cosas. —Geloë se echó hacia adelante y removió la chimenea con un largo y ennegrecido atizador—. Hemos perdido a un gran hombre, un hombre al que nosotros no podemos permitirnos el lujo de perder.

Simón dudó, pero la curiosidad pudo más que él.

—¿Qué queréis decir? —El chico gateó por el suelo hasta sentarse cerca del gnomo—. ¿Qué significa nosotros?

Nosotros significa todos nosotros —respondió—. Nosotros abarca a todos los que no damos la bienvenida a la oscuridad.

—Le he relatado a Geloë todo lo que nos ha ocurrido, amigo Simón —explicó Binabik, con calma—. No es ningún secreto que tengo algunas explicaciones para ello.

La mujer torció el gesto y se apretó la ropa contra el cuerpo.

—Y yo no tengo ninguna más que añadir… todavía. De todas formas, está claro que los signos que he visto en el tiempo desde mi aislado lago, los gansos que vuelan hacia el norte y que deberían haber pasado hace un par de semanas y todas las cosas ocurridas me han provocado una gran preocupación. —Juntó las palmas de las manos, como en posición de rezo—. Todas esas cosas son reales y el cambio que auguran, por cierto, también es real. Terriblemente real.

La mujer dejó caer las manos sobre el regazo y los miró.

—Binabik está en lo cierto —dijo al final.

El gnomo asintió con gravedad, pero a Simón le pareció observar un brillo de satisfacción en sus ojos, como si le hubieran dirigido un gran cumplido.

—Esto es mucho más que la pelea entre un rey y su hermano —continuó Geloë—. Las luchas intestinas entre reyes pueden destrozar la tierra, arrancar árboles de cuajo y bañar los campos de sangre. —Una rama cayó en el fuego y alzó una cortina de chispas que sobresaltó a Simón—. Pero las guerras de los hombres no traen oscuras nubes del norte o envían hambrientos osos de regreso a sus guaridas en el mes de maya.

La valada se incorporó y alargó los brazos, cuyas amplias mangas colgaron como las alas de un pájaro.

—Mañana trataré de encontrar algunas respuestas que ofreceros. Ahora debéis dormir mientras podáis, pues me temo que la fiebre de la niña volverá a manifestarse con más fuerza durante la noche.

La mujer se dirigió hacia la pared del otro lado y empezó a bajar pequeñas jarras de un estante. Simón extendió su manto sobre el suelo, cerca del pozo de la chimenea.

—Tal vez sea mejor que no duermas tan cerca de las llamas —le advirtió Binabik—. Una chispa proveniente de ahí abajo podría prenderte fuego.

El muchacho lo miró, pero el gnomo no parecía bromear, así que recogió la capa y la colocó a algunos pies de distancia más atrás; después se tendió sobre ella y enrolló la capucha para utilizarla como almohada. A continuación dobló los extremos por encima de él y quedó completamente tapado. El hombrecillo buscó un lugar en una esquina y, después de unos momentos en los que trató de encontrar una buena posición, se durmió.

La canción de los grillos había tocado a su fin. Simón miró las sombras que parpadeaban en el techo y oyó el tranquilizador siseo del viento al atravesar por las ramas de los árboles del bosque y por encima de las aguas del lago.

flor.jpg

No había ningún candil encendido, y tampoco ningún fuego; sólo la pálida luz de la luna se filtraba a través de las altas ventanas, iluminando la atestada habitación con una especie de brillo helado. Simón miró a su alrededor las curiosas e irreconocibles siluetas que se apreciaban sobre la mesa y las gruesas e inertes masas de libros amontonados en pilas torcidas, que sobresalían del suelo como las lápidas de un cementerio. Sus ojos se sintieron atraídos por un libro en particular, que aparecía abierto y brillaba como la madera de un árbol recién astillado. En el centro de la página por la que se hallaba abierto había un rostro familiar: un hombre con ojos ardientes, cuya cabeza sostenía la cornamenta de un ciervo.

Simón miró la habitación y después volvió a dirigir su atención sobre el libro. Se encontraba en las estancias de Morgenes, claro. ¡Claro! ¿Dónde había pensado que estaba, si no?

Aun después de darse cuenta de ello, de que las siluetas se convirtiesen en las familiares formas de los frascos, botes y anaqueles del doctor, existía un sospechoso ruido en la puerta, como si alguien estuviese rascando sobre la hoja. El muchacho se asustó al oír el inesperado sonido. Franjas diagonales de luz provenientes de la luna creaban la impresión de que la habitación estaba inclinada. El ruido volvió a hacerse audible.

—¿… Simón…?

La voz sonaba en tono muy bajo, como si el que hablaba no quisiera ser escuchado, pero el chico la reconoció al instante.

—¡¿Doctor?!

Simón saltó y se dirigió hacia la puerta. ¿Por qué el anciano no había llamado? ¿Y por qué volvía tan tarde? Tal vez había realizado algún misterioso viaje y se había quedado sin poder entrar. ¡Claro, era eso! Suerte que él estaba allí para dejarlo entrar.

Simón trató de encontrar el picaporte.

—¿Qué habéis estado haciendo, doctor Morgenes? —susurró—. ¡Os he esperado durante tanto tiempo!

No hubo respuesta a su pregunta.

Mientras descorría el cerrojo de la ranura se vio inundado por una súbita sensación de desasosiego. Se detuvo con la puerta medio cerrada y se puso de puntillas para mirar a través de la rendija que había entre dos tablas.

—¿Doctor?

En el pasillo interior, bañado en la luz azulada de las lámparas, el anciano aparecía ante la puerta, encapuchado y cubierto por el manto. Su rostro estaba envuelto en sombras, pero no había equivocación posible en cuanto a su viejo manto, la escasa corpulencia o las guedejas de blanco cabello que asomaban por la capucha, teñidas de azul a causa de la luz. ¿Por qué no respondía? ¿Estaría herido? Creyó haber oído que el doctor decía algo y se inclinó hacia adelante.

—¿Qué?

Las palabras que llegaron hasta sus oídos estaban llenas de un doloroso acento.

—… Falso… mensajero… —fue todo lo que entendió.

La ronca voz parecía tener que esforzarse al hablar, y entonces la cara se irguió y cayó la capucha.

La cabeza sobre la que reposaba la fina mata de blanco cabello aparecía quemada y ennegrecida, como un muñón con vacíos agujeros como ojos; el delgado cuello sobre el que se sostenía era un bamboleante y quemado palo. Simón retrocedió sin ni siquiera poder liberar el grito que le subía por la garganta. Una fina línea roja se abría camino a través de la frente de la negra y pellejuda bola que era la cabeza; un momento después se abrió la boca, una raja de carne rosada.

… El… falso… mensajero… —dijo y cada palabra salió acompañada de una boqueada—. Ten… cuidado…

En aquel momento Simón gritó hasta que la sangre se arremolinó en sus oídos, porque la cosa quemada hablaba, sin ninguna duda, con la voz del doctor Morgenes.

flor.jpg

Su alocada cabeza necesitó un tiempo para calmarse. Se sentó y respiró con dificultad, mientras Binabik se situaba junto a él.

—No hay nada que temer aquí —dijo el gnomo, y después colocó la palma de su mano sobre la frente de Simón—. Estás helado.

Geloë se acercó desde al camastro, donde había vuelto a cubrir a Malaquías con la manta que éste había tirado al despertarse asustado por el grito del chico.

—¿Tenías sueños como éste cuando vivías en el castillo, muchacho? —preguntó la mujer, mirándolo severamente.

Simón se estremeció. Enfrentado a aquella poderosa mirada no sintió necesidad de decir nada excepto la verdad.

—No, hasta…, hasta los últimos meses antes…, antes…

—Antes de la muerte de Morgenes —dijo Geloë—. Binabik, a menos que el conocimiento me haya abandonado, no puedo creer que todo esto sea fruto de la casualidad, que pueda soñar con Morgenes en mi casa. No un sueño como éste.

El gnomo se pasó una mano por el revuelto cabello.

Valada Geloë, si vos no lo sabéis, ¿cómo puedo saberlo yo? ¡Hija de las Montañas! Siento que oigo los ruidos de la oscuridad, pero no puedo descubrir los peligros que nos rodean, aunque sé que existen. Los sueños de Simón que nos avisan sobre «falsos mensajeros»… son uno de los muchos misterios que nos inundan. ¿Por qué las nornas? ¿Y el rimmerio negro? ¿Y los asquerosos bukken?

Geloë miró a Simón y, suavemente aunque con vigor, lo arropó de nuevo en el manto.

—Intenta volver a dormir —dijo—. Nada que pueda hacerte daño entrará en la casa de la hechicera. —Se volvió a mirar a Binabik—. Creo, si el sueño que nos ha descrito es tan coherente como parece, que el muchacho nos será de mucha utilidad en nuestra búsqueda de respuestas.

Tendido sobre la espalda, Simón vio a la valada y al gnomo como negras formas enmarcadas en el brillante resplandor de las brasas de la hoguera. La figura más pequeña se inclinó sobre él.

—Simón —susurró Binabik—, ¿has tenido algún otro sueño que quieras explicar?

El joven movió la cabeza lentamente de lado a lado. No había nada, nada excepto sombras, y se sentía cansado de hablar. Todavía podía percibir el sabor del miedo que le había provocado la cosa quemada que apareció en la puerta; sólo quería rendirse en el pozo del olvido, dormir, dormir…

Pero no lo consiguió con facilidad. Aunque mantuvo los párpados cerrados, las imágenes del fuego y de la catástrofe se le hicieron visibles. Se movió y cambió de posición, pero sin encontrar ninguna que le permitiese descansar los músculos. Oyó hablar en voz baja al gnomo y a la hechicera en un tono que le recordó a las ratas escarbando en las paredes.

Al cabo de un rato incluso ese ruido cesó, y el ulular del viento volvió a hacerse audible; entonces abrió los ojos. Vio que Geloë se hallaba sentada sola ante el fuego, con los hombros encorvados, como un pájaro que se resguardase de la lluvia y con los ojos medio abiertos. Simón no pudo asegurar si dormía u observaba el lento arder del fuego.

Su último pensamiento, que se abrió paso lentamente desde lo más profundo de su ser, temblando como si se tratase de llamas bajo el mar, fue el de una alta colina, una colina coronada de piedras. Todo ello había ocurrido en un sueño, ¿no? Debería haberse acordado…, y se lo tendría que haber explicado a Binabik.

Un fuego ardió en la oscuridad de la cima de la colina, y oyó el crujir de ruedas de madera, las ruedas del sueño.

flor.jpg

Cuando la mañana llegó, el sol no vino con ella. Desde la ventana de la cabaña Simón vio las oscuras copas de los árboles en el extremo más alejado de la hondonada, pero el lago estaba revestido de un espeso manto de niebla. Incluso era difícil distinguir el agua que corría por debajo de la ventana. La niebla confería un aspecto borroso e insustancial a todas las cosas. Por encima de la oscura línea de árboles el cielo aparecía del todo gris.

Geloë se había llevado a Malaquías para recoger una clase de liquen de propiedades curativas, y había dejado a Binabik para atender a Leleth. El gnomo parecía albergar escasas esperanzas sobre el estado de la niña, pero cuando Simón miró el pálido rostro y los débiles movimientos del pequeño pecho, se preguntó qué diferencia observaba el hombrecillo que él no podía apreciar.

El muchacho volvió a encender el fuego con un montón de ramas secas que Geloë había amontonado ordenadamente en un rincón, y después ayudó a cambiar los vendajes de la niña.

Cuando Binabik apartó la sábana del cuerpo de Leleth y quitó los vendajes, Simón se estremeció, pero no por ello se apartó. Todo el torso de la pequeña aparecía ennegrecido de magulladuras y mordeduras de feo aspecto. La piel le había sido arrancada desde debajo del brazo izquierdo hasta la cadera, un desgarrón de casi un pie de largo. Cuando el hombrecillo acabó de limpiar la herida y la vendó de nuevo con anchas tiras de tejido, pequeñas manchas rosadas florecieron a través de las vendas.

—¿Tiene alguna posibilidad de conservar la vida? —preguntó Simón.

Binabik se encogió de hombros, con las manos ocupadas en los nudos.

—Geloë cree que sí —respondió—. Es una mujer severa y de mente clara, que no tiene a los seres humanos en más estima que a los animales, pero que no por ello deja de apreciarlos. Creo que no lucharía contra lo imposible.

—¿Es realmente una hechicera, como dijo?

El gnomo extendió la sábana por encima del cuerpo de la niña, dejando sólo su rostro al descubierto. La boca de Leleth estaba parcialmente abierta y Simón pudo observar que había perdido los dos dientes frontales. Sintió un repentino y amargo dolor por ella, perdida con su hermano en el salvaje bosque, capturada, atormentada y asustada. ¿Cómo podía nuestro Señor Jesuris amar un mundo como aquél?

—¿Una hechicera? —preguntó Binabik, y se incorporó. Afuera, Qantaqa daba los primeros pasos sobre el puente, así que Geloë y Malaquías no debían de andar muy lejos—. Una mujer sabia sí que es, y un ser de extraña fuerza. En tu lengua yo entiendo «hechicera» para designar a una persona mala, una que pertenece al diablo y que causa el mal a sus vecinos. Eso no es la valada. Sus vecinos son los pájaros y los habitantes del bosque, y ella los apacienta como a su grey. Hace muchos años vivía en Rimmersgardia, hace muchísimos años, y luego vino aquí. Es posible que la gente que antes vivía a su alrededor pensase alguna tontería de ese tipo…, tal vez a causa de ello se trasladó a este lago.

El gnomo se giró para dar la bienvenida a la impaciente Qantaqa y le acarició y rascó el largo pelo del lomo mientras ésta se retorcía de placer; después cogió un cazo y lo llenó de agua. Regresó y colgó el cazo en el gancho de una cadena, sobre el fuego.

—Dijiste que conocías a Malaquías del castillo, ¿verdad?

Simón observaba a Qantaqa. La loba había regresado junto al lago y permanecía metida en aguas poco profundas, con el hocico casi pegado a la superficie.

—¿Crees que quiere coger algún pez? —preguntó Simón, sonriendo.

Binabik también sonrió con paciencia y asintió.

—Puede hacerlo si quiere. ¿Qué hay de Malaquías?

—Ah, sí, lo conocí allí… un poco. Una vez lo cogí mientras me espiaba, aunque lo negó. ¿Te ha dicho algo? ¿Te ha explicado qué es lo que él y su hermana hacen en Aldheorte y dónde fueron capturados?

Qantaqa había atrapado un pez, una cosa brillante y de color plateado que se retorcía sin esperanza cuando la loba trepó a la orilla del lago, empapada.

—Hubiera tenido más suerte tratando de enseñar a cantar a una piedra. —Binabik encontró un tazón de hojas secas en uno de los estantes de Geloë y echó unas cuantas en el cazo con agua hirviendo. Al instante la habitación se llenó de cálidos y mentolados olores—. Cinco o seis palabras he escuchado de su boca desde que lo encontramos en lo alto de aquel árbol. Él te recuerda y algunas veces he observado que te mira. Creo que no es peligroso; de hecho, tengo una total seguridad al respecto, pero todavía es necesario que sea vigilado.

Antes de que pudiese responder algo, el muchacho oyó el corto ladrido de Qantaqa. Miró por la ventana a tiempo de ver al animal salir corriendo y desaparecer entre la niebla, después de haber abandonado a la orilla del lago al casi totalmente devorado pez. Pronto regresó, seguida por dos oscuras figuras que de forma gradual se convirtieron en Geloë y en el extraño Malaquías. Ambos venían charlando animadamente.

—¡Por Qinkipa! —gritó Binabik mientras removía el cazo del agua—. ¡Mira cómo habla ahora!

Mientras se restregaba los zapatos fuera, la mujer asomó la cabeza por la puerta.

—Hay niebla por todas partes —dijo—. Hoy el bosque está dormido.

Entró en la casa y se desprendió del manto, seguida de Malaquías, que otra vez parecía lleno de cautela, aunque sus mejillas estaban llenas de color.

Geloë se dirigió a su mesa y empezó a vaciar el contenido de un par de sacos. Hoy vestía como un hombre, con gruesos calzones de lana, un justillo y un par de usadas pero fuertes botas. Transmitía una sensación de tranquilidad, como un capitán que ha realizado todos los preparativos posibles y ahora sólo espera a que la batalla dé comienzo.

—¿Está lista el agua? —preguntó.

Binabik se inclinó sobre el cazo y olió el vapor.

—Parece que sí —contestó.

—Bien.

La mujer desató la pequeña bolsa de tela que llevaba colgada del cinturón y sacó un puñado de oscuro y verde musgo, todavía moteado con rastros de agua. Después de dejarlo caer ceremoniosamente en el cazo, lo removió con la cuchara de madera que el gnomo le tendió.

—Malaquías y yo hemos hablado —dijo, mirando el líquido—. Hemos hablado de muchas cosas. —Levantó la cabeza, pero el chico bajó la mirada y sus mejillas enrojecieron un poco más; después fue a sentarse junto a Leleth, en el jergón, a quien cogió de la mano y palpó la pálida y húmeda frente.

Geloë se encogió de hombros.

—Bueno, hablaremos cuando Malaquías esté preparado. Por el momento, tenemos trabajo que hacer.

Extrajo algo de musgo del interior del cazo mediante la cuchara, lo palpó con el dedo y cogió un tazón de una mesita de madera cercana para depositar toda la masa viscosa del cazo. Luego se llevó el humeante tazón junto al colchón.

Mientras Malaquías y la hechicera hacían cataplasmas con el musgo, Simón salió de la casa y se acercó al lago. El exterior de la cabaña de Geloë tenía un aspecto tan extraño a la luz del día como de noche: el techo de paja se elevaba por encima de la casa hasta converger en un punto, como un extraño sombrero, y la oscura madera de las paredes estaba cubierta de negros y azules grabados rúnicos. Caminó alrededor de la cabaña y se acercó a la orilla, donde vio que las letras desaparecían y volvían a aparecer según el ángulo de la luz que recibiesen. Ocultos en la espesa sombra de debajo de la casita, los pilares en los que se asentaba se hallaban cubiertos de una extraña especie de guijarros.

Qantaqa regresó a los restos de su pescado y pareció disgustarle perder los últimos trozos de carne que quedaban entre las espinas. Simón se sentó junto a ella, en una roca, y después se alejó un poco más en respuesta al gruñido amenazador de la loba. Arrojó piedras a la niebla y escuchó el chapoteo de éstas al entrar en contacto con el agua, hasta que Binabik se reunió con él.

—¿Te interrumpo? —le preguntó aquél.

El gnomo le alargó un pedazo de crujiente pan negro sobre el que había esparcido un aromático queso. Simón se lo comió con ansia, y después se sentaron y observaron unos cuantos pájaros que picoteaban en la arena de la orilla del lago.

Valada Geloë quisiera que te unieses a nosotros, que formases parte de lo que haremos esta tarde —dijo Binabik, rompiendo el silencio.

—¿De qué se trata?

—De buscar. De buscar respuesta.

—¿Buscar? ¿Cómo? ¿Es que vamos a ir a algún sitio?

El hombrecillo lo miró con gravedad.

—De alguna manera podría decirse que sí… No, bueno, no me mires así. Te lo explicaré —y arrojó una piedra al lago—. Hay una cosa que se hace en algunas ocasiones, cuando los caminos que llevan a los sitios se encuentran cerrados. Una cosa que pueden hacer los sabios. Mi maestro lo llamaba «andar el Sendero de los Sueños».

—¡Pero eso lo mató!

—¡No! Eso es… —La expresión del gnomo pareció preocupada mientras trataba de encontrar las palabras adecuadas—. Es decir, sí, murió mientras estaba en el sendero. Pero un hombre puede morir en cualquier camino. Eso no significa que todo el que camine sobre él vaya a morir. La gente es aplastada por carros a diario en tu calle Mayor, pero cientos de ellos caminan por ella sin que les ocurra nada.

—¿Qué es exactamente el Sendero de los Sueños? —preguntó Simón.

—Primero debo admitir —dijo Binabik con una triste sonrisa— que el camino de los sueños es más peligroso que la calle Mayor. Mi maestro me enseñó que es como un sendero de montaña más alto que cualquiera de los existentes. —El gnomo levantó la mano por encima de su cabeza—. Desde ese camino, aunque la ascensión implique una gran dificultad, puedes ver cosas que de otra forma no verías, cosas que son invisibles desde el sendero de lo cotidiano.

—¿Y la parte de los sueños?

—Se me enseñó que el sueño es un medio para subir a ese sendero, un camino que cualquier persona puede tomar. —El hombrecillo arrugó una ceja—. Pero cuando una persona alcanza el sendero mediante el sueño ordinario de la noche, no puede andar a lo largo de él: mira desde un único lugar, y luego debe regresar. Por ello, me explicó Ookequk, estas personas no se dan cuenta de lo que ven. A veces —hizo un gesto señalando hacia la niebla que colgaba entre los árboles y el lago— sólo ven neblina. El sabio, sin embargo, puede andar por el sendero, una vez que ha llegado a dominar el arte de escalar hasta él. Puede andar y puede mirar, ver las cosas como son y cómo cambian. —El gnomo se encogió de hombros—. Explicarlo no es fácil. El camino de los sueños es un lugar para ir y ver cosas que no se pueden ver con claridad desde donde estamos, bajo el sol. Geloë es una veterana en esa clase de viajes. Yo también tengo algo de experiencia, a pesar de no ser un maestro.

Simón continuó sentado mirando el agua durante un rato, mientras pensaba en las palabras de Binabik. La otra orilla del lago parecía invisible; se preguntó a qué distancia estaría de donde él se encontraba. Los recuerdos del día anterior estaban tan llenos de neblinas como el aire de la mañana.

«Ahora que pienso en ello —cayó en la cuenta—, ¿qué distancia habré recorrido? Un largo camino, más lejos de lo que nunca pensé que viajaría. Y todavía me quedan muchas leguas por delante, estoy seguro. ¿Vale la pena correr el riesgo para mejorar nuestras posibilidades de llegar vivos a Naglimund?».

¿Por qué le tenían que tocar decisiones de este tipo? Resultaba muy desagradable. Se preguntó con amargura por qué Dios lo había escogido para recibir tales tratos, si es que era verdad, como acostumbraba decir el padre Dreosan, que Él tenía sus ojos puestos sobre todos y cada uno de nosotros.

Pero tenía más cosas en las que pensar aparte de su rabia. Binabik y los otros parecían contar con él, y eso era algo a lo que Simón no estaba acostumbrado. Ahora esperaban cosas de él.

—Lo haré —dijo, al fin—. Pero dime una cosa: ¿qué es lo que en verdad le ocurrió a tu maestro? ¿Por qué murió? El gnomo asintió lentamente con la cabeza.

—Se me dijo que había dos maneras de que sucedieran las cosas en el sendero…, hay cosas que son peligrosas. La primera, y eso es algo que les suele ocurrir a los que no están preparados, es que si uno trata de caminar sin la visión apropiada, es posible pasar de largo por los lugares en que el camino de los sueños y la pista de la vida terrestre se separan. —El gnomo separó las palmas de sus manos—. En ese caso, el caminante no puede encontrar el sendero de regreso. Pero creo que Ookequk era demasiado sabio para caer en eso.

La posibilidad de perderse en aquellos reinos imaginarios preocupó al muchacho y aspiró una bocanada de aire húmedo.

—Entonces, ¿qué le ocurrió a Ook…, Ookequk?

—El otro peligro que él me enseñó —explicó Binabik mientras se ponía en pie— es que hay otras cosas, aparte de las de sesgo sabio y bueno, que vagan por el Sendero de los Sueños, y otros soñadores de una especie más peligrosa. Creo que él se llego a encontrar con uno de éstos.

El hombrecillo condujo a Simón hacia la cabaña por la pequeña rampa.

flor.jpg

Geloë destapó una ancha cazuela y metió dos dedos en el interior, para sacarlos cubiertos de una pasta de color verde oscuro todavía más viscosa y de un olor más extraño que las cataplasmas de musgo.

—Inclínate hacia adelante —le dijo a Simón, y dejó caer unas gotas sobre su frente, por encima de la nariz; luego hizo lo mismo con Binabik y finalmente con ella.

—¿Qué es? —preguntó el chico.

El muchacho sentía algo extraño en la piel, algo caliente y frío a la vez.

Geloë se sentó ante la hoguera hundida en el suelo y les hizo un gesto para que se uniesen a ella.

—Belladona, hierbamora y corteza de castaño para darle la consistencia adecuada…

Alineó al muchacho, al gnomo y a sí misma alrededor de la hoguera, en forma de triángulo, y puso la cazuela en el suelo.

La sensación que Simón percibía en la frente era de lo más curioso, pensó mientras observaba a la valada que tiraba ramitas verdes en el ruego. Blancas volutas de humo ascendieron hacia el techo e hicieron que el espacio que había entre ellos se convirtiese en una columna de niebla, a través de la cual refulgían sus ojos al reflejar el fuego.

—Ahora frotad esto con ambas manos —dijo la mujer, a la vez que extraía de la cazuela un vasito para cada uno de ellos—, y poneos una pequeña cantidad en los labios, pero no en la boca. Sólo una pizca…

Cuando hubo acabado todo, extendieron las manos y las unieron entre sí. Malaquías, que no había hablado desde que Simón y el gnomo habían regresado, los observaba desde el jergón, junto a la niña que yacía dormida. El extraño muchacho parecía tenso, pero la boca se mantenía recta, como si desease guardar escondido su nerviosismo. Simón extendió los brazos a ambos lados y agarró la pequeña y seca mano de Binabik a su izquierda y la áspera de Geloë a su derecha.

—Cogeos fuerte —dijo la hechicera—. No sucederá nada terrible si os soltáis, pero es mejor que nos mantengamos unidos.

Bajó la mirada y empezó a hablar en voz baja, con palabras inaudibles. Simón vio cómo se movían los labios de la mujer y los caídos párpados de sus grandes ojos; de nuevo pensó en cuánto se asemejaba a un pájaro, a un orgulloso pájaro. Continuó mirando a través de la columna de humo, y el hormigueo que sentía en las palmas de las manos, en la frente y en los labios empezó a molestarle.

La oscuridad se hizo repentinamente, como si una densa nube hubiera pasado ante el sol. Al instante siguiente no pudo ver nada excepto el humo y el brillante resplandor rojo del fuego que había bajo él; todo lo demás había desaparecido en los muros de oscuridad que surgieron a cada lado. Sentía pesadez en los ojos, y al mismo tiempo sintió como si alguien le hubiese hundido el rostro en la nieve. Tenía frío, mucho frío. Cayó de espaldas, quedó tumbado y la oscuridad se hizo a su alrededor.

Después de un tiempo, que Simón no podía imaginar cuan largo había sido, y durante el cual sólo recordaba que había seguido sintiendo el débil contacto de dos manos en las suyas —una sensación que proporcionaba gran seguridad—, la oscuridad comenzó a desvanecerse y a dar paso a una luz que parecía no tener procedencia, una luz que se alimentaba de sí misma. La claridad era desigual: algunas partes brillaban con la luminosidad solar reflejada sobre superficies pulidas; otros lugares se veían casi grises. Después, el campo luminoso se convirtió en una gran y deslumbrante montaña de hielo, una montaña de tal altura que la cima estaba oculta en las nubes que llenaban el oscuro cielo. Columnas de humo aparecían por entre las hendiduras de sus helados costados y emprendían el camino hacia el halo que envolvía las partes superiores.

Y entonces, de alguna forma, Simón se dio cuenta de que se encontraba en el interior de la gran montaña y volaba con tanta rapidez como una chispa a través de los túneles que conducían hacia el interior, oscuros túneles que, sin embargo, estaban formados por hielo brillante y claro. Una cantidad infinita de sombras recorría su camino a través de la niebla: sombras brillantes, de pálidos rostros, formas angulosas que recorrían los corredores como haces de brillantes lanzas o que atendían a los extraños fuegos azules y amarillos cuyo humo coronaba las alturas.

La chispa que era Simón todavía sentía dos firmes manos que le agarraban las suyas, o que más bien le decían que no estaba solo, ya que una chispa carece de manos de las que pueda ser cogida. Se encontró en una gran habitación, un gran agujero en el centro de la montaña. El techo estaba a tan gran altura del suelo de heladas baldosas que de él caía nieve en suaves copos, como ejércitos de diminutas mariposas blancas. En el centro de la inmensa cámara se abría un monstruoso pozo, cuya boca brillaba con una débil luz azul, y que parecía ser el lugar de procedencia de un horroroso y angustioso miedo. Algún tipo de calor emergía de sus insondables profundidades, pues en el aire, por encima de él, aparecía una columna de neblinas, una columna que brillaba con difusos colores, como un carámbano cuando atrapa la luz del sol.

Colgando en la niebla, por encima del pozo, aunque su forma no era del todo clara ni sus dimensiones podían ser del todo adivinadas, había algo inexplicable; una cosa compuesta por muchas otras cosas y formas, y todo tan translúcido como el cristal. Daba la impresión de estar formado —según podía entrever Simón a través de la niebla— por ángulos y confusas curvas, de sutil y pavorosa complejidad. De una manera que no acertaba a definir, tenía la impresión de que se trataba de un instrumento musical. Si era así, se trataba de un instrumento tan inmenso, tan extraño y tan espantoso que la chispa en que se había convertido el muchacho nunca podría escuchar su música y continuar vivo.

Frente al pozo, en un asiento anguloso de escarchada piedra negra, se sentaba una figura. Simón la veía con extrema claridad, como si repentinamente estuviese suspendido por encima del terrible y azulado pozo. La figura vestía unos ropajes blancos y plateados fantásticamente intrincados. Un pelo blanco caía por sus hombros para fundirse de forma casi imperceptible con los vestidos inmaculadamente blancos.

La pálida forma levantó la cabeza y el chico vio que el rostro era una masa de brillante luz. Algo después, cuando volvió a girarse, advirtió que tan sólo se trataba de una hermosa e inexpresiva escultura de un rostro de mujer…, de una máscara de plata.

El deslumbrante y exótico rostro se volvió hacia él, que se sintió empujado, alejado, desconectado bruscamente de la escena como un gatito al ser levantado de los dobleces del lecho.

Una visión cruzó ante Simón, que de algún modo formaba parte de la espiral de nieblas y de la severa figura blanca. Al principio sólo se trataba de otro pedazo de blanco alabastro, pero de manera gradual se fue convirtiendo en una forma angulosa entrecruzada por sombras negras; éstas se convertían en líneas, y las líneas, a su vez, conformaron símbolos, para finalmente convertirse todo en un libro que colgaba ante él. En la página por la que estaba abierto aparecían letras que Simón no pudo leer, runas retorcidas que primero parecieron moverse, aunque luego quedaron fijas y claras.

Transcurrió una cantidad de tiempo inconmensurable y las runas volvieron a brillar otra vez. Los caracteres se hicieron a un lado y se transformaron en negras siluetas, en tres formas estilizadas…, en tres espadas. Una tenía la empuñadura en forma de Árbol de Jesuris. La de otra parecía las vigas de un techo entrecruzadas en ángulo recto. La tercera poseía una extraña guarnición doble, y las piezas cruzadas conformaban, junto a la empuñadura, una especie de estrella de cinco puntas. En algún lugar de su interior, Simón reconoció esta última espada. En algún lugar de una memoria oscura como la noche, profunda como una cueva, apareció el recuerdo de aquella hoja.

Las espadas empezaron a desaparecer, una tras otra, y cuando lo hicieron por completo sólo quedó tras ellas una nada gris y blanquecina.

Simón tuvo la impresión de que caía hacia atrás, de que se alejaba de la montaña, de la cámara del pozo, del mismo sueño. Una parte de él agradeció la caída, horrorizada por los terribles y prohibidos lugares por los que había vagado su espíritu, pero la otra parte no quería alejarse de allí.

¡¿Dónde estaban las respuestas?! Toda su vida había sufrido una conmoción y había sido aplastada por el paso de una maldita, implacable y despiadada rueda, y en lo más profundo de su ser se encontraba desesperadamente airado. También asustado, atrapado en una pesadilla que parecía no tener fin. Pero lo que sentía ahora era cólera; en aquellos momentos era lo más fuerte dentro de sí.

Se resistió al tirón; luchó para mantener el sueño con armas que no entendía, para desenterrar el conocimiento que quería. Abarcó la claridad que disminuía a pasos agigantados y trató de modelarla, de transformarla en algo que le explicase el porqué de la muerte de Morgenes, por qué habían perecido Dochais y los monjes de la abadía de San Hoderund, por qué la pequeña Leleth permanecía tan cercana a la muerte en una cabaña en las profundidades del bosque. Luchó y odió. Y si una chispa puede llorar, lloró.

Poco a poco y con mucho dolor, la montaña de hielo volvió a recobrar la forma ante él. ¿Dónde estaba la verdad? ¡Quería respuestas! Mientras Simón luchaba, la montaña crecía cada vez más y se hacía más esbelta; de ella empezaron a brotar ramas de hielo que alcanzaban el cielo. Después éstas cayeron, y sólo quedó una lisa torre blanca, una torre que ya conocía. En la cima ardían fuegos. De repente oyó el sonido de una explosión, como el repicar de una monstruosa campana. La torre se tambaleó. La campana volvió a repicar. Supo que todo ello tenía una espantosa importancia, que guardaba algún fantasmal secreto. Podía casi sentir la respuesta…

—¡Pequeña mosca! has venido a nosotros.

Una horrible e inmensa oscuridad lo envolvió por completo, apartando de su vista la torre y enmudeciendo la campana. Sintió que el hálito de la vida se escapaba del interior de su sueño y que se veía cerrado por una extrema frialdad. Se vio perdido en el vacío, como una diminuta manchita en el fondo de un mar de insondables profundidades, apartado de la vida. Todo había desaparecido…, todo excepto el horrible y aplastante odio que se iba apoderando de él…, ahogándolo.

Y entonces, cuando había perdido toda esperanza, se vio liberado.

Se vio encumbrado, vertiginosamente alto por encima del mundo de Osten Ard, entre las garras de un gran búho gris, volando como el hijo del viento. La montaña de hielo desapareció de su visión, tragada en la inmensidad de la blanca llanura. Con una rapidez más allá de lo imaginable, el búho lo llevó lejos de todo aquello: sobrevolaron lagos, hielos y montañas, en dirección a la oscura línea del horizonte. Cuando todo empezaba a cobrar forma de nuevo, cuando la línea se convirtió en un bosque, sintió que empezaba a resbalar de las garras del ave. El pájaro lo cogió con más fuerza y viró hacia la tierra. El suelo pareció elevarse hacia ellos, y el búho desplegó sus alas. Planearon y giraron rápidamente a través de los campos nevados hacia la seguridad del bosque. Y entonces se encontraron bajo la protección de los árboles y a salvo.

flor.jpg

Simón gruñó y cayó hacia un lado. En el interior de su cabeza sentía el ruido de un martillo que golpeaba contra un yunque, como hacía Rubén el Oso durante los torneos. La lengua parecía haberle crecido hasta alcanzar el doble de su tamaño normal y el aire que respiraba tenía gusto metálico. Trató de acurrucarse y movió su pesada cabeza tan despacio como pudo.

Binabik estaba estirado a escasa distancia, con el rostro pálido; Qantaqa husmeaba junto a él y gemía. Al otro lado de la chimenea, el moreno Malaquías sacudía a Geloë, que permanecía con la boca abierta y los labios brillantes de saliva. Simón volvió a gruñir mientras sentía que la cabeza le palpitaba, colgando entre los hombros como un fruto demasiado maduro. Se arrastró hasta el gnomo. Éste respiraba; cuando el muchacho se inclinó sobre él, Binabik empezó a toser y a boquear en busca de aire. Finalmente abrió los ojos.

—¿Estamos… —carraspeó—, estamos… todos aquí?

Simón asintió y miró hacia donde se encontraba Geloë, todavía inmóvil a pesar de las atenciones de Malaquías.

—Un momento… —dijo, y poco a poco se puso en pie.

Salió de la cabaña tambaleándose y llevando en una mano una pequeña y vacía cazuela. Se sorprendió ligeramente al ver que, a pesar del manto de niebla, todavía estaban en plena tarde: el tiempo que había durado su caminar por los sueños le había parecido mucho más largo de lo que en realidad había sido. También tuvo la extraña sensación de que algo había cambiado fuera de la cabaña, pero sin poder asegurar en qué consistía la diferencia. El paisaje parecía más lejano. Decidió que debía de tratarse de algún efecto fruto de su experiencia. Después de llenar la cazuela con agua del lago y de quitarse la viscosa pasta verde de las manos regresó a la casa.

Binabik bebió sediento y después le hizo un gesto a Simón para que le llevase el cazo a Geloë. Malaquías observó, medio esperanzado y algo celoso, cómo el muchacho tomaba cuidadosamente la mandíbula de la hechicera y vertía un poco de agua en su boca abierta. La mujer tosió, después tragó, y Simón vertió un poco más de líquido.

Mientras le sostenía la cabeza, el joven fue consciente de que Geloë lo había salvado mientras caminaba por el sueño, aunque no sabía cómo, pero albergaba aquella sensación. Miraba a la mujer, que ahora respiraba de forma más regular, cuando recordó el búho gris que lo había agarrado cuando su ser daba las últimas boqueadas en el sueño y se lo había llevado lejos.

Simón supo que ni la hechicera ni el gnomo habían esperado que se diese aquella circunstancia; de hecho, era él el que los había puesto en peligro. Pero por una vez no se sintió avergonzado de sus actos. Hizo lo que debía hacer. Había huido de la rueda durante demasiado tiempo.

—¿Cómo está? —preguntó Binabik.

—Creo que se pondrá bien —replicó Simón, observando a la mujer—. Ella me salvó, ¿verdad?

El hombrecillo lo miró durante unos instantes; el cabello le caía en sudadas guedejas sobre su morena frente.

—Geloë es un poderoso aliado, pero incluso su fortaleza ha sido, en esta ocasión, llevada hasta el límite.

—¿Qué quieres decir? —inquirió el chico, dejando a Geloë en los brazos de Malaquías—. ¿Viste lo mismo que yo? ¿La montaña, y… la dama con la máscara y el libro?

—Me pregunto si todos nosotros vimos las mismas cosas de la misma manera, Simón —respondió Binabik, lentamente—. Pero creo que es importante que esperemos hasta que Geloë pueda compartir sus pensamientos con nosotros. Tal vez más tarde, cuando hayamos comido. Tengo un hambre terrible.

El muchacho sonrió tímidamente al gnomo y se volvió para encontrarse frente a los ojos de Malaquías. Éste empezó a apartar la mirada, pero luego pareció hallar una resolución interior y la mantuvo fija hasta que fue Simón el que empezó a sentirse incómodo.

—Daba la impresión de que toda la casa temblaba —dijo de pronto Malaquías, lo que sobresaltó a Simón. La voz del muchacho era aguda y algo ronca a la vez.

—¿Qué quieres decir? —preguntó el otro, fascinado tanto por el hecho de que el chico hablase como por lo que había dicho.

—La cabaña. Mientras los tres estuvisteis sentados ante el fuego, las paredes empezaron a…, a temblar: como si alguien la hubiese levantado desde fuera y luego la hubiese vuelto a dejar.

—Parece que tan sólo debía deberse a la forma en que nos movíamos mientras estábamos…, quiero decir… Oh, vaya, no lo sé. —Simón lo dejó estar, disgustado.

La verdad era que en aquellos instantes no tenía nada claro. Sentía el cerebro como si se lo hubiesen revuelto con un palo.

Malaquías apartó la mirada para dar un poco más de agua a Geloë. De repente empezaron a caer gotas de lluvia contra las ventanas; el cielo gris no podría contener durante mucho más tiempo su carga de tormenta.

flor.jpg

La hechicera tenía un aspecto severo. Habían apartado los tazones de sopa y se sentaron en el suelo, frente a frente: Simón, el gnomo y la señora de la casa. Malaquías, aunque obviamente interesado, permaneció junto a la cama, con la niña.

—He visto cosas malignas moviéndose —dijo Geloë, y sus ojos brillaron—. Cosas malignas que harán tambalear los cimientos del mundo que conocemos. —Había recobrado su fortaleza y algo más: aparecía solemne y grave, como un rey en un juicio—. Casi desearía que no hubiéramos recorrido el camino del sueño, pero es un deseo que no tiene sentido y que proviene de la parte de mi ser que quiera permanecer separada de todo. Veo acercarse días muy oscuros, y temo verme abocada a los eventos de tan malos augurios.

—¿Qué queréis decir? —preguntó Simón—. ¿Qué era todo aquello? ¿También visteis la montaña?

—El Pico de las Tormentas. —La voz de Binabik sonó con una extraña entonación plana, sin matices.

Geloë lo miró, asintió y volvió a mirar a Simón.

—Es cierto. Lo que vimos era Sturmrspeik, como lo llaman en Rimmersgardia, en donde es una leyenda; al menos eso creen los rimmerios. El Pico de las Tormentas. La montaña de las nornas.

—Nosotros, los qanuc —dijo el gnomo—, sabemos que el Pico de las Tormentas es real. Pero las nornas no habían interferido en los asuntos de Osten Ard desde hace muchísimo tiempo. ¿Por qué lo hacen ahora? Me da la impresión de que…, de que…

—De que se preparan para la guerra —acabó Geloë—. Estás en lo cierto, si podemos confiar en el sueño. Si hemos visto la verdad es algo que podría asegurar un ojo más avezado que el mío. Pero dijiste que los mastines que os habían perseguido llevaban la marca del Pico de las Tormentas; ésa resulta una evidencia real en el mundo de cada día. Me parece que podemos creer en esa parte del sueño, o al menos creo que debemos hacerlo.

—¿Preparando la guerra? —Simón ya se hallaba confuso—. ¿Contra quién? ¿Y quién era la mujer de la máscara plateada?

La hechicera lo miró con aire de cansancio.

—¿La máscara? No era una mujer. Se trata de una criatura de leyenda, o una criatura que está más allá del tiempo, como dice Binabik. Era Utuk’ku, la reina de las nornas.

El muchacho sintió que lo invadía una oleada de frío. Afuera, el viento cantaba una canción fría y solitaria.

—¿Pero quiénes son las nornas? Binabik me dijo que fueron sitha.

—El viejo conocimiento dice que una vez formaron parte de los sitha —respondió Geloë—, pero ahora son una tribu perdida, o renegada. Nunca fueron a Asu’a con el resto de su pueblo, sino que desaparecieron en el desconocido norte, en las tierras heladas más allá de Rimmersgardia y de sus montañas. Escogieron apartarse de los acontecimientos que ocurrían en Osten Ard, aunque parece que han cambiado de idea.

Simón vio que un gesto de profundo desagrado cruzó por el amargo rostro de la hechicera.

«¿Y esas nornas ayudan a Elías a atraparme? —se preguntó, sintiendo otra vez el miedo en su interior—. ¿Por qué estoy inmerso en esta pesadilla?».

Entonces, como si el miedo hubiese abierto una puerta en su mente, recordó algo. Desagradables formas acudían a la superficie desde lugares ocultos en su corazón, mientras el chico luchaba para mantener el aliento.

—¡Esas…, esa gente pálida, las nornas! ¡Yo ya las había visto antes!

—¡¿Qué?! —dijeron Geloë y el gnomo, al mismo tiempo.

Simón, asustado por la reacción de ambos, retrocedió.

—¿Cuándo? —preguntó la mujer.

—Fue…, si es que sucedió…, puede haberse tratado de un sueño…, la noche en que huí de Hayholt. Estaba en el cementerio, y me pareció oír que alguien me llamaba, una voz de mujer. Me asusté tanto que huí de allí y me dirigí a Thisterborg.

Hubo un movimiento en el jergón; era Malaquías, que cambiaba de posición a causa del nerviosismo. Simón no hizo caso y continuó.

—Había una hoguera en la cima de Thisterborg, entre las Piedras de la Cólera. ¿Las conocéis?

—Sí.

La respuesta de Geloë había sido seca, pero Simón apreció la existencia de algo más tras su contestación, aunque no entendió de qué se trataba.

—Bueno, pues tenía frío y estaba asustado, así que subí hasta arriba. Lo siento, pero estaba seguro de que se había tratado de un sueño. Quizá lo sea.

—Tal vez. Continúa.

—En la cumbre había unos hombres. Eran soldados, puedo asegurarlo porque llevaban armadura. —El chico sintió que le sudaban las palmas de las manos y se las frotó—. Uno de ellos era el rey Elías. Me asusté más, así que me escondí. Entonces…, entonces se oyó un terrible crujido, y una carreta negra apareció procedente del otro lado de la colina. —Todo parecía regresar a la memoria de Simón, o al menos parecía que todo…, pero todavía existían sombras vacías—. Esa gente de piel pálida…, nornas, eso es lo que eran…, llegó con el carro, unos cuantos, vestidos con ropajes negros.

Se hizo una larga pausa mientras luchaba por recordar. La lluvia tamborileaba sobre el tejado y era el único sonido que se oía.

—¿Y? —preguntó la valada, con suavidad.

—¡Elysia, Madre de Dios! —juró Simón, y empezó a llorar—. ¡No puedo acordarme! Le dieron algo que había en el carro. También sucedieron otras cosas, pero da la impresión de que todo está escondido en mi cabeza, bajo un manto. ¡Casi puedo tocarlo, pero no puedo decirlo con palabras! ¡Le dieron algo al rey! ¡Pensé que era un sueño!

Simón escondió el rostro entre las manos, tratando de exprimir los dolorosos pensamientos de su estremecida cabeza. Binabik le dio unas palmaditas en la rodilla.

—Tal vez eso pueda responder a la otra cuestión. Yo también me pregunté por qué se prepararían las nornas para pelear. Me cuestionaba si pelearían contra Elías, el Supremo Rey, por alguna vieja ofensa pendiente con la humanidad. Han concertado alguna clase de acuerdo. Tal vez fuera eso lo que vio Simón. ¿Pero cómo? ¿Cómo puede Elías llegar a un acuerdo con las sigilosas y sectarias nornas?

—Pryrates —y tan pronto como lo dijo, Simón sintió que era cierto—. Morgenes dijo que el sacerdote abría puertas, y que por ellas entraban cosas terribles. Pryrates también estaba en la colina.

La valada asintió con la cabeza.

—Tiene sentido. Una pregunta que debe ser respondida, pero que estoy segura de que va más allá de nuestros poderes, es cuál es el acuerdo. ¿Qué pueden haber ofrecido esos dos, Pryrates y el rey, a las nornas, a cambio de su ayuda?

Compartieron un largo silencio.

—¿Qué decía el libro? —preguntó Simón, de repente—. En el sueño. ¿Lo visteis, también?

Binabik se golpeó el pecho con la palma de la mano.

—Allí estaba. Las runas que vi eran de Rimmersgardia: «Du Svardenvyrd». En tu lengua significa: «El Hechizo de las Espadas».

—O «el Enigma de las Espadas» —añadió Geloë—. Es un libro famoso en los círculos del conocimiento, pero hace tiempo que se perdió. Yo nunca lo había visto. Se dice que lo escribió Nisses, un sacerdote que fue consejero del rey Hjeldin el Loco.

—¿La Torre de Hjeldin se llama así por él? —inquirió Simón.

—Sí. Es donde murieron tanto Hjeldin como Nisses.

El muchacho pensó.

—También he visto tres espadas.

El gnomo miró a Geloë.

—Sólo sombras yo vi —dijo—. Creí que tenían el aspecto de ser espadas.

La hechicera tampoco estaba segura. Simón describió las siluetas, pero no significaron nada para ella ni para Binabik.

—Así —intervino el hombrecillo—, ¿qué es lo que hemos aprendido del Sendero de los Sueños? ¿Que las nornas están ayudando a Elías? Eso ya lo imaginábamos. ¿Que ese extraño libro tiene algo que ver con todo esto… tal vez? Eso es algo nuevo. Echamos un vistazo al Pico de las Tormentas y a las salas de la reina de la montaña. Debemos de haber aprendido cosas que todavía no podemos entender, aunque creo que hay algo que no ha cambiado: tenemos que ir a Naglimund. Valada, vuestra casa nos protegerá durante un tiempo, pero si Josua vive necesitará saber estas cosas.

Binabik fue interrumpido por un inesperado cuarto personaje.

—Simón —habló Malaquías—, dijiste que alguien te llamó en el cementerio. Era mi voz la que oíste. Yo era quien te llamaba.

El muchacho sólo pudo parpadear.

Geloë sonrió.

—¡Al fin empieza a hablar uno de nuestros misterios! Continúa. Diles lo que debes decirles.

Malaquías se sonrojó.

—Yo…, mi nombre no es Malaquías. Me llamo… Marya.

—Pero Marya es un nombre de chica —empezó a decir Simón; después se interrumpió al ver la ancha sonrisa de la hechicera—. ¿Una chica? —barboteó, sintiéndose estúpido.

La hechicera se rió entre dientes.

—Resultaba obvio, debo decir… o debería haberlo sido, Tenía la ventaja de viajar con un gnomo y con un muchacho y bajo el manto de la confusión y de extraños acontecimientos, pero le dije que la farsa no podría continuar durante mucho tiempo.

—Al menos no durante todo el viaje a Naglimund, que es adonde debo ir. —Marya se frotó los ojos, llenos de cansancio—. Tengo que entregar un importante mensaje al príncipe Josua de su sobrina Miriamele. Por favor, no me preguntéis de qué se trata, porque no os lo diré.

—¿Y qué pasa con tu hermana? —inquirió Binabik—. No está en condiciones de viajar.

El gnomo miró atentamente a la joven, como tratando de descubrir la forma en que había sido engañado, pues ahora le parecía obvio que se trataba de una chica.

—No es mi hermana —respondió, con tristeza—. Leleth es la doncella de la princesa. Estábamos muy unidas y tuvo miedo de permanecer en el castillo sin mí; quería venir a toda costa. —Marya miró a la niña, que dormía—. Nunca debí traerla. Traté de hacerla subir a un árbol antes de que nos atacasen los perros. Si yo hubiera sido más fuerte…

—No está claro —interrumpió Geloë— que la pequeña pueda volver a viajar. No se ha alejado demasiado del Río de la muerte. Siento decirlo, pero es la verdad. Debéis dejarla conmigo.

Marya empezó a protestar, pero la hechicera hizo caso omiso de sus palabras.

Simón se inquietó al percibir un brillo de alivio en los ojos de la muchacha. Lo ponía furioso pensar que iba a abandonar a la niña herida, a pesar de lo importante que podía ser el mensaje.

—Bueno —dijo Binabik—, hay que pensar en dónde nos encontramos ahora. Todavía tenemos que llegar a Naglimund, de la que nos separan leguas de bosque y las escarpadas vertientes de Wealdhelm. Todo ello por no mencionar a nuestros perseguidores.

Geloë trató de pensar con claridad.

—Me parece —explicó— que debéis llegar a Da’ai Chikiza a través del bosque. Es un viejo asentamiento sitha, deshabitado desde hace tiempo, desde luego. Allí podéis encontrar la Escalera: es un viejo sendero que atraviesa las colinas y que data de la época en que los sitha viajaban regularmente desde allí a Asu’a…, bueno, Hayholt. Ahora no lo utiliza nadie, excepto los animales, pero será lo más fácil y más seguro que podáis hacer. Por la mañana os daré un mapa. Sí, Da’ai Chikiza… —Un profundo brillo asomó en sus amarillentos ojos, y asintió lentamente con la cabeza, como perdida en sus pensamientos. Poco después volvió a ser la mujer enérgica que los otros conocían—. Ahora debéis dormir. Todos debemos hacerlo. Los hechos ocurridos hoy me han dejado más floja que una rama de sauce.

Simón no opinaba así. Más bien creyó que la hechicera parecía tan fuerte como un roble, pero supuso que hasta un roble podía llegar a sufrir en una tormenta.

flor.jpg

Más tarde, mientras permanecía estirado y envuelto en su manto, con el cálido bulto de Qantaqa haciéndose notar contra sus piernas, Simón trató de alejar de su pensamiento las imágenes de la terrible montaña. Aquellas cosas eran demasiado vastas, demasiado oscuras. En lugar de ello, se preguntó qué pensaría Marya acerca de él. Geloë lo había llamado muchacho, un muchacho que no sabía reconocer a una chica. Aquello no era justo, porque ¿cuándo había tenido tiempo para pensar en ello?

¿Por qué lo había espiado en Hayholt? ¿En nombre de la princesa? Y si había sido Marya la que lo había llamado en el cementerio, ¿por qué lo había hecho? ¿Cómo sabía su nombre y por qué se había molestado en saberlo? No recordaba haberla visto nunca en el castillo, al menos no como la chica que ahora parecía ser.

Cuando se entregó en brazos del sueño, como un barquito abandonado en un negro océano, se sintió como si persiguiese una luz, un pedazo de luminosidad que estaba fuera de su alcance. En el exterior, la lluvia cubría el oscuro espejo del lago de Geloë.