El lago secreto
Cortó y astilló frenéticamente, dobló la rama hacia abajo con todo su peso, con el cuchillo en sus temblorosas manos. A Simón le costó un tiempo arrancar la rama que podía servirle —¡qué patética defensa iba a resultar!—, y cada segundo que pasaba acercaba más a los mastines. La parte que arrancó era casi tan larga como su brazo, y estaba anudada en uno de los extremos con otra rama que había caído.
El gnomo revolvía en el interior de su bolso y con una mano aguantaba a Qantaqa por el espeso pelo del cuello.
—¡Sujétala! —le dijo a Simón—. Si la dejamos ir ahora, atacará demasiado pronto. La echarían hacia abajo y la matarían al instante.
El chico pasó un brazo alrededor del ancho cuello de la loba y la encontró temblando, llena de excitación, y con el corazón latiendo bajo su brazo. Simón sintió que su propio corazón se aceleraba para ponerse al unísono con el del animal, ¡todo parecía tan irreal! Justo aquella mañana Binabik y él se habían sentado tranquilamente junto al fuego…
El grito de la jauría se hizo más intenso; aparecieron subiendo por la colina como termitas blancas saliendo de un nido. Qantaqa se echó hacia adelante e hizo caer al joven de rodillas.
—¡Hinik Aia! —gritó Binabik, y la golpeó en el morro con el tubo hueco.
Después cogió un trozo de cuerda que encontró en el fondo del bolso e hizo un nudo. Simón pensó que entendía cuál era la intención del gnomo, y miró por encima del borde del precipicio. Había demasiada distancia hasta el fondo, más del doble de la longitud de la cuerda. Entonces vio algo más, y sintió que la esperanza se volvía a abrir paso en su interior.
—¡Mira, Binabik! —señaló.
El hombrecillo, a pesar de la imposibilidad de deslizarse hasta abajo mediante la cuerda, la ataba alrededor de una roca a menos de una yarda del borde del cañón. Cuando acabó levantó la vista para mirar en la dirección señalada por Simón.
A menos de cien pasos de donde se encontraban, una gran encina vieja inclinada hacia abajo, con un extremo que se balanceaba sobre el cercano borde y una de sus ramas cayendo por la pared del precipicio a no mucha altura, iba a parar a una especie de repisa que sobresalía por encima de la pared del otro lado.
—¡Podemos cruzar por ahí! —dijo el muchacho, pero el gnomo movió la cabeza.
—Si podemos bajar por ahí con Qantaqa, ellos también podrán hacerlo, y eso no nos llevará a ninguna parte. —La repisa sobre la que se apoyaba el árbol en la otra pared apenas era más ancha de dos palmos—. Pero tal vez nos sea de alguna ayuda. —Binabik se puso en pie y tiró de la cuerda, comprobando que el nudo aguantaba—. Coge a Qantaqa y llévala por ahí, si puedes. No demasiado lejos, sólo unos diez codos o así. Mantenía sujeta hasta que yo os llame, ¿has entendido?
—Pero… —empezó a decir Simón, y miró hacia la pendiente.
Las blancas formas, tal vez una docena de ellas, casi habían llegado hasta donde ellos se encontraban. Cogió a Qantaqa, que no dejaba de ladrar, por el cuello y la llevó hacia la caída encina.
En el borde del cañón quedaba lo suficiente del árbol como para que hubiese espacio entre las retorcidas raíces y el extremo de la roca. No era fácil mantener el equilibrio allí colgado con la loba, que se estremecía y tiraba de Simón, gruñendo; el ruido casi fue totalmente tragado por los aullidos de los mastines que se aproximaban. El muchacho no podía conseguir que el animal subiese al tronco, y se dio la vuelta para mirar a Binabik, lleno de desesperación.
—¡Ummu! —dijo el gnomo, con voz ronca.
Un instante después Qantaqa saltaba sobre la encina, todavía gruñendo. Simón subió a horcajadas sobre el tronco, aunque la rama que había cortado y que mantenía en su cinturón representaba una molestia. Avanzó sobre sus caderas, cogido a la loba, hasta que se hubo alejado lo suficiente del borde del cañón. Justo entonces percibió el grito del gnomo, y Qantaqa se giró al oír la voz. Simón se agarró del cuello del animal con ambas manos mientras sus rodillas se apretaban contra el tronco. De repente sintió frío, mucho frío. Hundió el rostro en el peludo lomo de la loba, aspiró su espeso y salvaje olor y murmuró una oración.
—Elysia, madre de nuestro Redentor, ten misericordia y protégenos…
Binabik estaba a un paso del borde del cañón con un rollo de cuerda en las manos.
—¡Hinik, Qantaqa! —llamó, y entonces los mastines aparecieron ya fuera de los árboles, subiendo el trozo final.
Simón no podía verlos con claridad desde donde se hallaba sentado agarrando a la loba, que no dejaba de tirar para ir en busca del gnomo; sólo veía blancos lomos y orejas tiesas. Las bestias se movieron a toda prisa en dirección al hombrecillo, y en su carrera producían un sonido de cadenas arrastradas por el suelo.
«¿Qué está haciendo Binabik? —pensó Simón, a quien el miedo le hacía difícil seguir respirando—. ¿Por qué no corre, por qué no usa sus dardos o algo?».
Todo resultaba como la repetición de sus peores pesadillas, como Morgenes en llamas situado en medio de Simón y de la mortífera mano de Pryrates. No podía quedarse allí sentado observando cómo Binabik era asesinado. Cuando se levantó para ir hacia él, los perros saltaron hacia el gnomo.
Simón sólo pudo ver durante unos instantes los largos y pálidos hocicos, los ojos blancos, y apenas unas retorcidas lenguas rojas y gargantas del mismo color… Después Binabik saltó hacia atrás, hacia el fondo del cañón.
«¡No!», gritó el muchacho en silencio, horrorizado. Las cinco o seis criaturas más cercanas al gnomo lo siguieron hacia el fondo del precipicio, incapaces de detenerse, y cayeron por la grieta en un revoltijo de blancas piernas y colas. Desesperado, el chico vio al montón de perros golpearse contra las paredes del cañón a medida que caían y estrellarse contra los árboles del fondo, con una explosión de ramas rotas. Sintió otro grito que le subía por el pecho…
—¡Ahora, Simón! ¡Suéltala!
Con la boca abierta, miró hacia abajo y vio a Binabik apretado contra la pared de roca: estaba suspendido de la cuerda que lo sujetaba alrededor de la cintura a menos de doce pies por debajo de donde había saltado.
—¡Suéltala! —volvió a decir, y Simón dejó de sujetar el cuello de la loba con su brazo.
El resto de los perros estaban en el borde del precipicio, arriba, y no dejaban de husmear el terreno y mirar hacia abajo; ladraban de forma salvaje al hombrecillo que colgaba tan frustrantemente cerca de ellos.
Mientras Qantaqa regresaba por el ancho tronco de la encina, uno de los mastines blancos puso su mirada de diminutos ojos como cristales empañados sobre el árbol y Simón, dejó escapar un ronco gruñido y corrió en aquella dirección; los demás lo siguieron rápidamente.
Antes de que el aullante grupo llegase a la encina, la loba gris daba sus últimos pasos y alcanzaba el borde con un magnífico salto. El primer mastín estuvo sobre ella en un abrir y cerrar de ojos, y dos más lo hicieron inmediatamente. El aullido de guerra de Qantaqa resonó sordamente por encima de los ladridos y aullidos de los animales.
Simón, que se había quedado helado tras un momento de indecisión, empezó a avanzar, poco a poco, hacia el borde del precipicio. El tronco era lo suficientemente ancho como para que las piernas extendidas le doliesen, y pensó en ponerse de rodillas para gatear hacia adelante, sacrificando el estar bien sujeto a poder correr. Por primera vez dirigió su mirada al fondo del abismo. Las copas de los árboles parecían una abultada alfombra de color verde tendida muy a lo lejos, muy abajo. La distancia le provocaba mareos, pues había más trozo para saltar que desde el muro a la Torre del Ángel Verde. La cabeza le dio vueltas y apartó la mirada, decidiendo mantener las rodillas allí donde estaban. Cuando volvió a levantar la vista vio una forma blanca que pasaba del borde del cañón hasta el ancho tronco de la encina.
El mastín gruñía y se dirigía hacia él, con las patas sobre la corteza. Simón sólo dispuso de un instante para coger la rama que llevaba a la cintura antes de que el animal cruzase los doce pies que lo separaban de él y se lanzase hacia su cuello. Durante un instante la rama se quedó enganchada en el cinturón, pero había puesto el extremo más estrecho hacía abajo y ello le salvó la vida.
Cuando pudo liberar la cachiporra, el perro ya estaba sobre él. Unos colmillos amarillos brillaron cuando dirigió un mordisco a su rostro. El muchacho levantó la rama lo suficiente como para asestar un buen golpe, evitando la acometida del perro, cuyos dientes sólo mordieron el aire a una pulgada de su oreja izquierda y lo llenaron de saliva. El mastín tenía las patas sobre el pecho de Simón y el desagradable aliento a carroña de la bestia le hacía casi imposible respirar; el joven perdía el equilibrio y trató de levantar la cachiporra, pero ésta quedó trabada por las patas delanteras extendidas del animal. El muchacho se echó hacia atrás cuando vio que el morro de la bestia volvía a embestir hacia su rostro y trató de liberar la rama. Hubo un momento de resistencia y, entonces, una de las blancas patas del animal resbaló del hombro de Simón y el perro perdió el equilibrio. Agitó las patas y trastabilló, tratando de agarrarse a la corteza; después tropezó con la porra, que arrastró en su caída hacia el fondo del cañón.
Simón se estiró sobre el tronco, cabeza abajo, y se sujetó a él con las manos, tosiendo y tratando de apartar de sí el fétido aliento de aquella bestia. Levantó ligeramente la cabeza para ver que otro mastín había aparecido en el árbol, justo bajo sus raíces, con los lechosos ojos brillando como los de un pedigüeño ciego. La bestia le mostró los dientes, con una sonrisa de color rojo. Simón levantó sus vacías manos cuando el animal se acercó lentamente por el tronco, con unos fuertes músculos que se hacían visibles por debajo del corto pelo.
El mastín se giró para rascarse el flanco a causa de algo que le había picado; después volvió su fantasmal mirada otra vez sobre Simón. Dio otro paso, se tambaleó, volvió a dar otro paso incierto y de repente se dejó caer para resbalar por el tronco y perderse en el abismo.
—El dardo negro parece que es lo más rápido —dijo Binabik.
El hombrecillo estaba a pocas yardas colina abajo de la masa de secas raíces de la encina. Un instante después Qantaqa estaba a su lado, con el morro manchado de roja sangre. Simón los miró y poco a poco se dio cuenta de que habían sobrevivido.
—Ve despacio —le aconsejó el gnomo—. Te tiraré la cuerda. No tendría sentido perderte ahora, después de todo lo que hemos pasado…
La cuerda formó un arco en su caída y llegó hasta la rama en la que estaba Simón. Éste la agarró con manos temblorosas como si sufriera de parálisis.
Binabik dio la vuelta con su pie a un mastín muerto. Era uno de los que había matado con sus dardos. El algodón sobresalía de la regular piel blanca del cuello de la criatura como un diminuto champiñón.
—Mira esto —dijo.
Simón se agachó un poco más. No se parecía a ningún perro de caza de los que había visto. El delgado hocico y la mandíbula colgante le recordaban más a uno de los tiburones que los pescadores sacaban del Kynslagh que a ningún otro perro. Los opalescentes ojos blancos, ahora sin vida, parecían ser ventanas que mostrasen alguna enfermedad interior.
—Ahora mira allí —señaló Binabik.
En el pecho del animal, quemado y negro bajo los cortos pelos, se hallaba un fino triángulo de estrecha base. Era una marca realizada con fuego, como las que hacían los hombres de las Thrithings sobre los flancos de sus caballos mediante hierros candentes.
—El signo del Pico de las Tormentas —explicó el gnomo lentamente—. Es la marca de las nornas.
—¿Quiénes son…?
—Un pueblo extraño. Su país está más al norte todavía de Yiqanuc y de Rimmersgardia. Allí hay una gran montaña, muy alta y con la cima siempre llena de nieve y hielo, llamada Pico de las Tormentas por los rimmerios. Las nornas no viajan por las tierras de Osten Ard. Algunos dicen que son sitha, pero no sé si eso es cierto.
—¿Cómo puede ser? —preguntó Simón—. Mira el collar. Se inclinó hacia el suelo y arrancó el aro que rodeaba el rígido cuello del mastín muerto.
Binabik sonrió tímidamente.
—¡Qué vergüenza! ¡He pasado por alto el collar, blanco sobre blanco como es, yo, que desde pequeño me enseñaron a cazar en la nieve!
—Pero míralo —urgió Simón—. ¿Has visto la hebilla? Aquella pieza era ciertamente interesante; se trataba de una hebilla de plata a la que habían dado la forma de un dragón enroscado.
—Ése es el dragón de las jaurías de Elías —dijo Simón, con seguridad—. Lo sé porque a menudo he visitado a Tobas, el que cuida de los perros.
Binabik se agachó y miró el cuerpo del animal.
—Le creo. Y en cuanto a la marca del Pico de las Tormentas, sólo es necesario verla para darte cuenta de que estos mastines no han sido criados en tu Hayholt.
El gnomo se irguió y retrocedió un paso. Qantaqa se acercó para husmear el cuerpo y después se apartó rápidamente con un gruñido.
—Un misterio cuya solución deberá esperar —apuntó el gnomo—. Ahora hemos tenido suerte de poder conservar nuestras vidas y haber salido enteros. Debemos ponernos en marcha. No deseo encontrarme con el amo de estas bestias.
—¿Estamos cerca de la casa de Geloë?
—Creo que nos hemos desviado un poco de nuestro camino, pero podemos arreglarlo. Si nos marchamos ahora podremos evitar la oscuridad.
Simón miró el alargado morro y la mandíbula del perro, su cuerpo poderoso y su ojo velado.
—Eso espero —dijo.
No pudieron encontrar forma alguna de cruzar el cañón; de mala gana decidieron retroceder y descender la larga pendiente y buscar otra forma de descenso más fácil que dejarse caer por la escarpada roca. Simón se encontraba feliz por no haber tenido que bajar de allí; sentía las rodillas tan débiles como si tuviese fiebre. No tenía ganas de volver a mirar por las fauces del cañón y no ver nada ante él excepto la larga y profunda caída. Una cosa era escalar y trepar por las paredes y torres de Hayholt, con sus esquinas y rendijas, y otra descender por el tronco de un árbol suspendido como una frágil ramita sobre la nada.
En la base del promontorio, a la que llegaron una hora más tarde, giraron a la derecha y empezaron a dirigirse hacia el noroeste. No habían recorrido más de cinco estadios cuando oyeron un agudo y quejumbroso alarido que cortó el aire del atardecer. Ambos se detuvieron, y Qantaqa levantó las orejas y emitió un gruñido. El ruido volvió a repetirse.
—Parece el grito de un niño —dijo Simón, moviendo la cabeza para localizar la fuente del sonido.
—A veces los bosques gastan esas jugarretas —empezó a decir Binabik.
El fúnebre lamento se elevó otra vez. A continuación llegaron unos airados ladridos que conocían bien.
—¡Por los ojos de Qinkipa! —gritó el gnomo—. ¡¿Es que nos seguirán hasta Naglimund?! —Los ladridos volvieron a oírse, y él escuchó atentamente—. Parecen provenir de un solo perro. Tenemos un poco de suerte.
—Es como si viniesen de allí abajo. —El muchacho señaló hacia donde los árboles se hacían más densos, a cierta distancia—. Vamos a ver qué es.
—¡Simón! —La voz de Binabik estaba llena de sorpresa—. ¿Qué has dicho? ¡Estamos huyendo para salvar nuestras vidas!
—Dijiste que parecía haber sólo uno de ellos. Tenemos a Qantaqa. Alguien está siendo atacado. ¿Cómo podemos marcharnos sin hacer nada?
—Simón, no sabemos si se trata de una trampa… o de un animal.
—¿Y si no lo es? —preguntó el joven—. ¿Y si eso ha atrapado al hijo de algún leñador… o… alguna otra cosa?
—¿Al hijo de un leñador? ¿A esta distancia de la linde del bosque? —Binabik lo miró lleno de frustración. Simón le devolvió una mirada desafiante—. ¡Ja! —exclamó muy serio—. Está bien, hagamos lo que deseas.
El muchacho se dio la vuelta y empezó a correr hacia la espesura de los árboles.
—¡Mikmok hanno so gijiq, decimos en Yiqanuc! —gritó el gnomo—. ¡Si quieres llevar una comadreja hambrienta en el bolsillo, es asunto tuyo!
El chico no se volvió a mirarlo. El hombrecillo golpeó el suelo con el bastón y corrió hacia él.
Al cabo de cien pasos había alcanzado a Simón, y en los veinte siguientes abrió el bastón para buscar la bolsa de los dardos. Siseó una orden para hacer retroceder a Qantaqa y diestramente hizo una bola de algodón que puso alrededor de uno de los dardos, todo ello mientras corría.
—¿Puedes envenenarte si tropiezas y caes sobre uno de ellos? —preguntó Simón.
Binabik le lanzó una amarga y preocupada mirada mientras trataba de mantenerse corriendo.
Cuando llegaron al lugar del que provenían aquellos extraños sonidos, ante ellos apareció una escena de decepcionante inocencia: un perro se agazapaba ante un castaño, mirando hacia una oscura forma que había en una de las ramas superiores. Podía haberse tratado de uno de los mastines de Hayholt jugando con un gato refugiado en un árbol, pero tanto el perro como la presa eran bastante más grandes.
Estaban a menos de cien pasos cuando el animal se volvió hacia ellos; al verlos les mostró los dientes y emitió un áspero y sonoro ladrido. Volvió a mirar durante un momento a lo alto del árbol, después estiró las largas piernas y se lanzó hacia ellos. Binabik detuvo su paso y levantó el tubo hueco hasta sus labios. Qantaqa corrió tras él. El perro acortaba la distancia y el gnomo hinchó las mejillas y disparó. Si había acertado el dardo fue algo que la bestia no demostró, pues todavía corrió más deprisa, rugiendo; Qantaqa se abalanzó hacia adelante para salirle al paso. El mastín era aun más grande que los otros, tan grande o incluso un poco más que la loba.
Los dos animales no se anduvieron por las ramas y se lanzaron uno contra otro, con las mandíbulas preparadas para morder; un momento después caían revueltos al suelo entre ladridos y gruñidos, como una bola de pelo gris y blanco. Binabik maldecía junto a Simón y se le cayó la bolsa de cuero en sus prisas por preparar otro dardo. Las agujas de marfil se diseminaron por entre las hojas y el musgo, a sus pies.
Los aullidos de los combatientes elevaron su volumen. La gran cabeza blanca del mastín arremetió una y otra vez, como una víbora. La última ocasión en que la vio llevaba sangre sobre su pálido hocico. Simón y el gnomo corrían hacia ellos cuando éste lanzó de pronto un grito ahogado.
—¡Qantaqa! —gritó, y corrió hacia adelante.
El muchacho apenas tuvo tiempo de ver el cuchillo con mango de hueso en manos de Binabik, y un momento después, de forma increíble, el gnomo se abalanzó entre los animales y hundió la afilada hoja, la volvió a elevar y volvió a hundirla. Simón, que temía por la vida de sus dos compañeros, recogió el tubo hueco de donde Binabik lo había dejado caer y se acercó a la pelea. Llegó a tiempo para ver aparecer al hombrecillo tirando de la gruesa masa gris de pelo perteneciente a Qantaqa. Los dos animales quedaron separados y en ambos había sangre. La loba caminaba con lentitud, cojeando de una pierna. El mastín blanco permaneció echado, en silencio.
El gnomo se agachó y, poniendo su brazo alrededor del cuello de Qantaqa, apretó su frente contra la del animal. Simón, emocionado, se alejó de ellos para acercarse al árbol.
La primera sorpresa que se llevó fue encontrar dos figuras sobre las ramas del castaño; un joven de grandes ojos que tenía en su regazo a un ser más pequeño y silencioso. La segunda sorpresa consistió en que Simón conocía a una de las figuras, concretamente a la que más abultaba.
—¡Eres tú! —Miró hacia arriba, asombrado, al rostro colorado y lleno de pavor—. ¡Tú! ¡Mal…, Malaquías!
El muchacho no dijo nada; siguió mirando hacia abajo con ojos asustados, balanceando al pequeño ser que reposaba en su regazo. Durante unos momentos el bosque permaneció en silencio e inmóvil, como si el sol del atardecer hubiera sido detenido en su camino por encima de los árboles. Entonces el estrépito de un cuerno rompió la calma.
—¡Deprisa! —gritó Simón a Malaquías—. ¡Baja! ¡Vamos, baja! Binabik y la renqueante Qantaqa se aproximaron a ellos.
—Es el cuerno de un cazador, estoy seguro —dijo Binabik.
Malaquías, como si lo hubiese comprendido al fin, empezó a moverse por la larga rama con su pequeño compañero en brazos. Cuando alcanzaron la parte superior del tronco pareció dudar durante un instante; después alargó el bulto a Simón. Se trataba de una niña de cabello oscuro, de no más de diez años. La criatura permanecía inmóvil, con los ojos cerrados sobre un rostro demasiado pálido; cuando la cogió el muchacho, sintió un desagradable olor proveniente de la áspera ropa. Un momento después bajó Malaquías de la rama, tropezó y cayó, aunque se incorporó casi de inmediato.
—¿Y ahora, qué? —preguntó Simón, tratando de acunar a la niña contra el pecho. El cuerno volvió a hacerse audible en alguna parte del borde del cañón que habían dejado atrás, y ahora también percibieron el excitado aullar de más mastines.
—No podemos luchar contra hombres y perros a la vez —dijo el gnomo, con el rostro cansado—. No podemos correr más que los caballos. Debemos escondernos.
—¿Cómo? —inquirió el chico—. Los perros nos olfatearán.
Binabik se inclinó sobre la pata herida de Qantaqa, la tomó en su manita y la dobló hacia adelante y hacia atrás. La loba se resistió un poco, pero después se sentó, respirando con dificultad, mientras el hombrecillo acababa con sus manipulaciones.
—Es una lesión dolorosa, pero no está rota —le explicó a Simón, y después se volvió para hablar con el animal.
A Malaquías se le hizo imposible mantener la mirada frente a Simón.
—Chok, Qantaqa, mi valiente amiga —dijo el gnomo—, ¡ummu chok Geloë!
La loba respiró profundamente, después se incorporó y se dirigió hacia el noroeste, alejándose del clamor que se elevaba tras ellos. Desapareció de la vista, entre los árboles, en cuestión de escasos momentos, arrastrando la ensangrentada pata delantera.
—Espero —explicó Binabik— que la confusión de olores que hay aquí —señaló el árbol, y luego al gran perro tendido cerca de él— los despiste y sigan el rastro de Qantaqa. Creo que no podrán atraparla, incluso coja. Es demasiado lista.
Simón miró a su alrededor.
—¿Y si nos escondemos allí? —preguntó, y señaló una hendidura que había en la falda de la colina; estaba formada por un gran rectángulo de piedra que se había desprendido y caído hacía atrás y constituía una gran grieta.
—No sabemos la dirección que tomarán —respondió Binabik—. Si llegan desde la colina será bueno para nosotros. Si lo hacen desde más atrás, pasarían justo junto al agujero. Es demasiado arriesgado.
A Simón le costaba trabajo pensar. El estruendo de los mastines acercándose lo llenaba de pánico. ¿Tendría razón el gnomo? ¿Los perseguirían hasta llegar a Naglimund? Tampoco es que pudieran seguir corriendo durante mucho más tiempo, cansados y maltrechos como estaban.
—¡Allí! —exclamó de repente.
Sobre el suelo del bosque, a escasa distancia de donde se encontraban, reposaba una mole de piedra tres veces más alta que un hombre. Los árboles crecían cerca de su base y la rodeaban como niños pequeños ayudando al anciano abuelo a sentarse a la mesa.
—¡Si podemos trepar hasta allí arriba —dijo Simón—, estaremos por encima incluso de los que vayan a caballo!
—Sí. —Binabik asintió con la cabeza—. Eso es, eso es. Simón. Venga, vamos a subir.
El hombrecillo le hizo una seña al silencioso Malaquías. El muchacho se acomodó lo mejor que pudo a la niña contra el cuerpo y corrió tras ellos.
El gnomo trepó un tramo y se agarró a la rama de un árbol cercano mientras se daba la vuelta.
—Dadme a la pequeña.
Así lo hizo Simón; extendió los brazos todo lo que pudo y después se volvió para ayudar a Malaquías, que buscaba un lugar donde poner el primer pie, y lo empujó por el codo hacia arriba. El joven rechazó aquel gesto de ayuda y trepó cuidadosamente.
Simón fue el último en hacerlo. Cuando llegó al primer reborde recogió la rígida figura de la niña y la depositó sobre su hombro; después volvió a iniciar su ascenso hasta la cima redondeada de la roca. Se estiró con los otros entre las ramas y hojas que allí había, oculto tras una pantalla de árboles. El corazón le latía apresuradamente de cansancio y miedo. Tenía la impresión de que había estado corriendo y ocultándose desde siempre.
Mientras trataban de buscar una posición cómoda para los cuatro, se elevó el ladrido de los perros hasta conformar un agudo aullido; un momento después el suelo se llenó de agitadas formas blancas.
Simón dejó que Malaquías cogiese a la niña y poco a poco se movió hasta unirse a Binabik, junto al borde de la roca.
A través de una rendija del follaje vieron lo que ocurría abajo.
Había canes por todas partes, husmeando y ladrando; al menos una veintena de ellos corrían excitados arriba y abajo, entre el cuerpo de su compañero, el árbol y la base de la gran roca. Incluso pareció que uno miraba directamente a Simón y a Binabik, con unos vacíos y brillantes ojos blancos y mostrando unas fieras fauces rojas. Poco después se alejó y volvió con sus compañeros.
El sonido del cuerno se hizo más cercano. Un minuto después apareció una hilera de caballos, abriéndose paso entre la espesa vegetación de la falda de la colina. Ahora los perros tenían una cuarta esquina que recorrer en su circuito, y lo hacían ladrando entre las grises piernas del caballo que iba al frente; éste caminaba con tanta tranquilidad como si las bestias fuesen mariposas. Las monturas que iban tras el primero no se mostraron tan tranquilas y una de ellas dio un respingo; su amo la sacó de la fila y la espoleó por la vertiente hasta que se detuvo cerca de la roca en la que permanecían escondidos los cuatro fugitivos.
El jinete era joven y barbilampiño; poseía una mandíbula angulosa y pelo rizado de color castaño, el mismo color de su montura. Vestía una capa azul y negra por encima de la plateada armadura, con el emblema de tres flores amarillas en diagonal desde el hombro a la cintura. Tenía una expresión amarga en el rostro.
—Otro que está muerto —dijo—. ¿Qué tenéis que decir de esto, Jegger? —Su voz adoptó un tono de sarcasmo—. Oh, perdonadme, maestro Ingen, quise decir.
Simón estaba sorprendido de la claridad con la que oía las palabras del hombre, como si hablase con los fugitivos ocultos, y retuvo el aliento.
El individuo de la armadura miraba a alguien que estaba fuera de su campo de visión, y su perfil le resultó muy familiar. Simón estaba seguro de que lo había visto antes, seguramente en Hayholt. Lo cierto era que por su acento tenía todo el aspecto de ser un erkyno.
—No tiene importancia la forma en que me llaméis —contestó otra voz, profunda, monótona y fría—. Vos no hicisteis a Ingen Jegger maestro de esta cacería. Estáis aquí por… mera cortesía, Heahferth, ya que éstas son vuestras tierras.
El muchacho supo entonces que el primer hombre era el barón Heahferth, un sujeto habitual en la corte de Elías y amigo del conde Fengbald. El que había hablado después hizo que su gris montura apareciese en la rendija a través de la que Simón y Binabik miraban. Unos agitados perros blancos se movían por entre los cascos del caballo.
El hombre llamado Ingen iba vestido completamente de negro, y tanto su capa como las calzas y la camisa eran del mismo tono triste y deslustrado. Al principio tuvieron la impresión de que llevaba una barba blanca, pero después se dieron cuenta de que los pelos de su rostro eran de un amarillo tan pálido y descolorido como sus ojos, que debían de haber sido azules.
Simón observó el frío rostro enmarcado en la negra cofia, el fuerte y musculoso cuerpo, y sintió un miedo diferente del que había experimentado durante aquel peligroso día. ¿Quién era aquel hombre? Tenía el aspecto de ser rimmerio, su nombre también lo era, pero hablaba de una forma extraña, con un ligero y extraño acento que el chico nunca había oído con anterioridad.
—Mis tierras acaban en el límite del bosque —dijo Heahferth, y volvió a su lugar con su montura.
Media docena de hombres con armadura ligera aparecieron en el claro y detuvieron sus caballos, a la espera.
—Y donde acaban mis tierras —continuó— también lo hace mi paciencia. Esto es una farsa. Un montón de perros muertos esparcidos como paja…
—… Y dos prisioneros escapados —acabó de decir Ingen.
—¡Prisioneros! —se mofó Heahferth—. ¡Un muchachito y una niña! ¿Es que creéis que ésos son los traidores que Elías está tan ansioso por atrapar? ¿Creéis que ellos dos —movió la cabeza para señalar el cuerpo del gran mastín muerto— hicieron eso?
—Los perros han estado siguiendo algo. —Ingen Jegger observó al animal muerto—. Mirad, mirad las heridas. Ni un oso ni un lobo han podido hacerlo. Es nuestra presa, y todavía sigue corriendo. Y ahora, gracias a vuestra estupidez, nuestros prisioneros también continúan huyendo.
—¿Cómo os atrevéis? —dijo el barón, alzando la voz—. ¿Cómo os atrevéis? Con sólo dar una orden puedo hacer que os llenen de flechas como un erizo.
Ingen levantó lentamente la mirada del cuerpo del mastín.
—Pero no lo haréis —respondió con calma.
El caballo de Heahferth volvió a piafar y, cuando éste lo hubo dominado, los dos hombres se miraron fijamente durante unos instantes.
—Oh…, entonces, muy bien —concluyó el barón. Su voz adoptó un tono diferente mientras apartaba la mirada del hombre vestido de negro y la dirigía hacia los árboles—. ¿Qué hacemos ahora?
—Los perros han descubierto un rastro —dijo Ingen—. Haremos lo que tenemos que hacer. Continuar.
El hombre de negro levantó el cuerno que colgaba en uno de sus costados y sopló una vez. Los animales, que habían estado pululando por el borde del claro, levantaron la cabeza y se dirigieron a toda prisa en la dirección en la que había desaparecido Qantaqa; Ingen Jegger lanzó a su alto caballo gris tras ellos sin decir palabra.
El barón Heahferth, maldiciendo, hizo una seña a sus hombres para que lo siguieran.
En cuestión de segundos el bosque se vació y se llenó de silencio una vez más, pero Binabik los mantuvo ocultos durante un tiempo adicional antes de dejar que sus compañeros descendiesen de la peña. Una vez sobre el suelo, examinó rápidamente a la niña: le abrió los ojos con un delicado y huesudo dedo y se acercó a ella para comprobar la respiración.
—Muy mal ella está. ¿Cómo se llama, Malaquías?
—Leleth —respondió el chico, mirando el pálido rostro—. Es mi hermana.
—Nuestra única esperanza es llevarla rápidamente a casa de Geloë —dijo Binabik—. Y también espero que Qantaqa extravíe a esos hombres para que podamos llegar sanos y salvos.
—¡¿Qué haces aquí, Malaquías?! —inquirió Simón—. ¿Cómo has huido de Heahferth?
El muchacho no respondió, y cuando el otro volvió a repetir las preguntas torció la cabeza y desvió la mirada.
—Las preguntas, para después —intervino el gnomo—. Rapidez es lo que necesitamos ahora. ¿Puedes cargar con la niña, Simón?
Emprendieron su camino a través del denso bosque en dirección noroeste. El sol, que descendía, parecía bailar a través de las ramas.
El chico le preguntó a Binabik sobre el hombre llamado Ingen y su extraña manera de hablar.
—Es un rimmerio negro, creo —respondió aquél—. Son una gente muy extraña, a los que rara vez se ve fuera de los asentamientos más norteños, donde a veces van a comerciar. No hablan la lengua de Rimmersgardia. Se dice que viven en los márgenes de las tierras pertenecientes a las nornas.
—¡Otra vez ellas…! —gruñó Simón, agachándose por debajo de una rama que llegó hasta él con fuerza tras el paso descuidado de Malaquías. El muchacho se volvió para mirar a Binabik—. ¡¿Qué es lo que ocurre?! ¿Por qué se preocupa esa gente por nosotros?
—Son tiempos peligrosos, amigo Simón —contestó el hombrecillo—. Atravesamos una época peligrosa.
Pasaron algunas horas, y las sombras del atardecer se alargaron. Los pedazos de cielo que se veían brillar a través de las copas de los árboles se fueron tornando de color rosado. Los tres fugitivos siguieron andando.
El terreno era llano, aunque de vez en cuando encontraban algún corto descenso. En las ramas superiores las ardillas y los arrendajos seguían con sus interminables conversaciones; los grillos emitían su monótono canto desde abajo de las hojas caídas.
En una ocasión Simón vio un gran búho gris deslizándose rápidamente como un fantasma a través de las retorcidas ramas superiores. Más tarde avistó otro, tan parecido al primero que podían haber sido gemelos.
Binabik observaba el cielo, cuando pasaban a través de claros, y rectificaba la dirección desviándose un poco hacia el este; al cabo de poco tiempo llegaron a un pequeño riachuelo que corría a través de miles de pequeños espigones de ramas caídas. Durante un trecho caminaron siguiendo la corriente por la orilla llena de altas y espesas hierbas; cuando un árbol les impedía el paso, lo rodeaban y continuaban por la superficie de las piedras que salpicaban la corriente.
El cauce del riachuelo se hizo más amplio cuando se unió a otro, y al poco tiempo Binabik levantó la mano para señalar una parada. Acababan de rodear un recodo y allí el río caía repentinamente, formando una pequeña cascada sobre una serie de bloques de piedra.
Permanecieron en el borde de la gran cavidad que allí se formaba y que iba a dar a un montículo de árboles, el cual conducía a un ancho y oscuro lago.
El sol se había puesto; en la penumbra poblada de insectos el agua tenía un color púrpura y daba la impresión de gran profundidad. Había retorcidas ramas que se introducían en el agua como serpientes. Cerca del lago existía una atmósfera de quietud, de secretos sólo susurrados a los incontables árboles.
En el lado más alejado, oscura y difícil de ver en la negrura envolvente, se erguía sobre el agua una alta cabaña de techo de paja, de tal manera que daba la impresión de mantenerse flotando en el aire, aunque un momento después Simón vio que se elevaba por encima de la superficie del lago sobre pilares. Una tenue luz brillaba en las dos pequeñas ventanas.
—La casa de Geloë —dijo Binabik, y empezaron a descender por la alameda.
Sin que su aleteo produjera ningún tipo de ruido, una forma gris se abalanzó sobre ellos desde lo alto de los árboles y describió dos círculos por encima del lago; después desapareció en la oscuridad que se extendía alrededor de la cabaña.
Durante un instante Simón pensó que el búho había entrado en la casita, pero le pesaban los párpados a causa del cansancio y ni pudo verlo con claridad. La canción de los grillos se elevó a medida que los viajeros se adentraban en las sombras. Una forma en movimiento se dirigía hacia ellos bordeando el lago.
—¡Qantaqa! —rió Binabik, y corrió para encontrarse con ella.