24

Los mastines de Erkynlandia

Simón soñaba que paseaba por el Jardín de Pinos de Hayholt, situado justo a la salida del refectorio. Por encima de los árboles que se mecían por la brisa, colgaba el puente de piedra que conectaba la sala y la capilla. Aunque no sentía frío —la verdad es que no tenía conciencia de su cuerpo excepto para moverse de un lugar a otro—, la nieve caía en suaves copos a su alrededor. Las finas agujas de las ramas empezaron a combarse bajo los espesos mantos de nieve y todo aparecía en calma: el viento, la nieve, el mismo Simón, todos se movían en un mundo sin sonido y de lentos movimientos.

El viento sopló con más fuerza, y los árboles del resguardado jardín empezaron a inclinarse ante el paso de Simón, apartándose como las olas de un océano alrededor de una roca sumergida. La nieve caía ahora más densa, y el muchacho se adelantó por el pasillo formado por troncos cubiertos de blanco. A medida que se adentraba por él, los árboles se inclinaban hacia atrás ante el chico como soldados llenos de respeto.

El jardín nunca había sido tan grande, ¿no?

Simón sintió de repente que sus ojos miraban hacia adelante. Al final del nevado camino había un gran pilar blanco, que se elevaba muy por encima de su cabeza y penetraba en el oscuro cielo.

«Claro —pensó para sí en una semilógica de sueño—, es la Torre del Ángel Verde». Nunca antes había podido ir directamente desde el jardín hasta la base de la torre, pero las cosas habían cambiado desde que se había ido… Las cosas habían cambiado.

«Pero, si es la torre —pensó, mirando la inmensa forma—, ¿por qué tiene ramas? No es la torre…, o al menos ya no lo es… Es un árbol; un gran árbol blanco…».

Simón se sentó, con los ojos abiertos.

—¿Qué es un árbol? —preguntó Binabik, que se hallaba sentado cerca del muchacho, remendando la camisa de Simón con una aguja hecha de un hueso de pájaro. Acabó un momento más tarde y se la alargó al joven, que extendió un brazo lleno de pecas por debajo de la capa—. ¿Qué es un árbol? ¿Era un sueño bonito?

—Era sólo un sueño —dijo Simón, y calló un instante mientras se ponía la camisa por encima de la cabeza—. Soñé que la Torre del Ángel Verde se había convertido en un árbol. —Miró a Binabik lleno de perplejidad, pero éste se encogió de hombros.

—Un sueño —concedió el gnomo.

El chico bostezó y se estiró. No es que hubiera estado durmiendo con demasiada comodidad al amparo de la hendidura de aquel lado de la colina, pero era preferible a pasar la noche en la pradera, al descubierto. Pronto había captado aquella lógica, una vez que se pusieron en marcha.

El amanecer llegó mientras dormía, apenas visible tras la manta de nubes, como una mancha de luz gris y rosada que cruzó el cielo. Al mirar atrás desde la falda de la colina se hacía difícil decir dónde se separaba el cielo de la brumosa pradera. Aquella mañana el mundo parecía un oscuro y lóbrego lugar.

—He visto fuegos en la noche, mientras dormías —dijo el gnomo, interrumpiendo a Simón en sus ensoñaciones.

—¿Fuegos? ¿Dónde?

Binabik señaló con la mano izquierda al sur de la pradera.

—Por allí abajo. No te preocupes, creo que están muy lejos. Incluso cabe la posibilidad de que no tengan nada que ver con nosotros.

—Eso espero. —El joven entrecerró los ojos al mirar a lo lejos—. ¿Crees que pueden ser Isgrimnur y sus rimmerios?

—Lo dudo.

Simón se dio la vuelta para mirar al hombrecillo.

—¡Pero dijiste que lo conseguirías! Que sobrevivirían…

El gnomo le dirigió una mirada llena de exasperación.

—Si hubieras esperado lo habrías oído. Estoy seguro de que sobrevivieron, pero, ellos viajaban hacia el norte, y dudo que hayan decidido volver atrás. Esos fuegos se veían al sur, como…

—… Como si se acercasen desde Erkynlandia —acabó el chico.

—¡Sí! —exclamó Binabik, un poco enojado—. Pero puede que se trate de comerciantes o de peregrinos… —Miró a su alrededor—. ¿Adónde habrá ido Qantaqa ahora?

Simón hizo una mueca. Reconocía una maniobra de evasión en cuanto la veía.

—Muy bien. Puede tratarse de cualquier cosa…, pero fuiste el que ayer aconsejó que nos diéramos prisa. ¿Vamos a esperar para ver con nuestros propios ojos si se trata de comerciantes o… de «cavadores»? —La broma resultó macabra. La última palabra le trajo un regusto amargo a la boca.

—No ser estúpido es importante —gruñó Binabik, con disgusto—. Boghanik, los bukken, no hacen hogueras. Odian todo lo que brilla. Y no vamos a quedarnos a esperar a que los que han encendido las fogatas lleguen hasta aquí. Regresaremos al bosque, como ya te dije. —Hizo un gesto, señalando a su espalda—. Al otro lado de la colina lo podremos ver.

Los arbustos crujieron tras ellos, y gnomo y muchacho se sobresaltaron. Sólo se trataba de Qantaqa, que corría erráticamente la falda de la colina, husmeando el suelo. Cuando la loba alcanzó el campamento, estuvo tocando el brazo de su amo con el morro hasta que éste le acarició la cabeza.

—Qantaqa está de buen humor. —El gnomo sonrió, mostrando sus amarillos dientes—. Ya que contamos con la ventaja de un día nublado, que hará invisible el humo de cualquier fogata, creo que podremos preparar una comida decente antes de volver a ponernos en marcha. ¿Estás de acuerdo?

Simón trató de que su expresión mostrase seriedad.

Creo… que podré comer algo… si es que debo hacerlo —dijo—. Si de verdad crees que es importante…

Binabik lo miró, tratando de decidir si Simón aprobaba o no el desayuno, y el muchacho sintió unas inmensas ganas de reír.

«¿Por qué actúo como un cabezahueca? —se preguntó—. Corremos un terrible peligro y no parece que las cosas vayan a mejorar de inmediato».

La perpleja mirada del hombrecillo resultó más de lo que podía aguantar, y la risa lo desbordó.

«Bueno —se dijo—, una persona no puede estar preocupada durante todo el tiempo».

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Simón suspiró satisfecho, y permitió que Qantaqa se llevase los restos de carne de ardilla que había en sus dedos. Se maravilló de la delicadeza de la que hacía gala la loba con aquellas grandes mandíbulas y brillantes dientes.

La hoguera era pequeña, ya que su compañero no quería correr riesgos innecesarios. Una delgada columna de humo se elevaba sinuosamente y desaparecía en el viento que soplaba por la falda de la colina.

Binabik leía el manuscrito de Morgenes, que había desenvuelto con el permiso de Simón.

—Es mi esperanza que entiendas —dijo el gnomo sin levantar la vista— que no debes hacer lo mismo con ningún otro lobo que no sea mi amiga Qantaqa.

—Claro que no. Me asombra lo bien amaestrada que está.

—No amaestrada —dijo Binabik, con énfasis—. Tiene una deuda de honor conmigo, que incluye a aquellos que son mis amigos.

—¿Honor? —preguntó Simón, lentamente.

—Estoy seguro de que conoces el término, aunque deje mucho que desear en las tierras del sur. Honor. ¿No puedes imaginar que exista algo así entre un gnomo y una animal? —El hombrecillo levantó la vista y luego volvió a bajarla para seguir hojeando el manuscrito.

—Oh, es que no pienso en casi nada durante estos días —explicó el muchacho, sin darle importancia a la cosa y acariciando la poblada barbilla de Qantaqa—. Sólo trato de mantener la cabeza sobre los hombros y llegar a Naglimund.

—Eso sólo es una evasiva —murmuró Binabik, pero no siguió con el tema.

Durante unos instantes no se oyó ningún ruido en la colina, excepto el sonido de unas páginas al ser hojeadas. El sol matinal se elevaba en el cielo.

—Aquí —dijo el gnomo, al cabo de unos instantes—, ahora escucha. Ah, Hija de las Montañas, al leer sus palabras todavía echo más de menos a Morgenes. ¿Sabes algo de Nearulagh, Simón?

—Sí. Es donde el rey Juan derrotó a los nabbanos. En el castillo hay toda una puerta con grabados sobre eso.

—Estás en lo cierto. Aquí Morgenes escribe sobre la batalla de Nearulagh, donde Juan se encontró por primera vez con el famoso sir Camaris. ¿Puedo leértelo?

Simón eludió un ramalazo de celos. El doctor no había dicho en ningún momento que el manuscrito fuese sólo para él, recordó.

«… Después de que la decisión de Ardrivis —valiente, dicen unos; arrogante, según otros— de encontrarse con ese norteño rey insolente en la planicie de la Pradera Thrithing, ante el lago Myrme, fuese un desastre, Ardrivis condujo el grueso de sus fuerzas de regreso por el paso Onestrine, un estrecho camino entre los lagos de montaña Eadne y Clodu…»

—De lo que habla Morgenes —explicó Binabik— es de Ardrivis, el emperador de Nabban; no creía que el Preste Juan pudiese enfrentarse a él con fuerzas suficientes, tan lejos de Erkynlandia. Pero los isleños perdruinos, que siempre habían permanecido bajo la sombra de Nabban, llegaron a un acuerdo secreto con Juan y lo ayudaron a abastecer a sus tropas. El rey cortó las legiones de Ardrivis en pedazos cerca de la Pradera Thrithing, algo del todo insospechado por el orgulloso nabbano. ¿Lo entiendes?

—Creo que sí. —Simón no estaba del todo seguro, pero había oído tantas baladas sobre Nearulagh que la mayoría de los nombres le resultaban familiares—. Lee un poco más.

—Sí, lo haré. Deja que encuentre la parte que quería leerte… —Repasó la página—. ¡Ah!

«… Y cuando por fin el sol desapareció tras el monte Onestris, el último sol para ocho mil muertos y agonizantes guerreros, el joven Camaris —cuyo padre, Benidrivis-sá-Vinitta, había tomado el mando de las tropas del emperador a la muerte, de su hermano Ardrivis, tan sólo una hora antes— condujo la carga de cinco mil hombres de caballería, los restos de la Guardia Imperial, en busca de la venganza…».

—¿Binabik? —interrumpió Simón.

—¿Sí?

—¿Quién tomó el qué de quién?

El gnomo rió a carcajadas.

—Perdona. Hay un montón de nombres a los que atender, ¿verdad? Ardrivis fue el último emperador de Nabban, aunque su imperio no era más grande de lo que hoy en día es el ducado de Nabban. Ardrivis quiso pelear con el Preste Juan porque conocía sus deseos de unir Osten Ard y sabía que estallaría un conflicto. Bueno, de todas formas, no te aburriré con todo lo de esa pelea, pero ésta fue la última batalla, como ya sabes. Ardrivis, el emperador, fue muerto por una flecha, y su hermano, Benidrivis, se puso al mando del imperio… durante el resto del día, que acabó con la rendición de Nabban. Camaris era el hijo de Benidrivis, y era muy joven, tal vez tuviese quince años, y durante aquella tarde fue el último príncipe de Nabban, como a menudo se refieren a él las canciones… ¿Lo entiendes, ahora?

—Algo más. Es que con tanto nombre me he perdido un momento.

Binabik volvió a coger el pergamino y continuó leyendo:

«Con la llegada de Camaris al campo de batalla, Los cansados ejércitos de Erkynlandia se mostraron inquietos. Las tropas del joven príncipe no eran frescas, pero Camaris era un torbellino, una tormenta de muerte; y su espada Espina, que su tío agonizante le diera, era como un oscuro relámpago. Incluso en ese último instante, dicen los relatos, las fuerzas de Erkynlandia podían haber sido derrotadas, pero el Preste Juan se personó en el campo de batalla, con Clavo Brillante en el guantelete de su mano, y se abrió camino entre la guardia imperial nabbana hasta llegar frente al galante Camaris».

—Ésta es la parte que quiero que escuches atentamente —dijo el hombrecillo mientras pasaba la hoja para seguir leyendo en la siguiente.

—Eso está bien —respondió Simón—. ¿Lo partirá el Preste Juan por la mitad?

—¡No seas ridículo! —gruñó Binabik—. ¿Cómo se habrían convertido entonces, en los más famosos de los amigos? «¡Partirlo por la mitad!». —Binabik continuó.

«Las baladas dicen que pelearon durante todo el día y la noche, pero dudo mucho que así fuese. Lo cierto es que pelearon durante bastante tiempo, pero sin duda la penumbra y la oscuridad que había caído sobre el campamento hizo creer a algunos de los cansados observadores que aquellos dos grandes hombres habían peleado a lo largo de todo el día…».

—¡Qué gran pensamiento el de tu Morgenes! —rió Binabik.

«Sea cual fuere la verdad, estuvieron intercambiando mandobles y golpeando sus armaduras mientras caía el sol y los cuervos se alimentaban. Ninguno de los dos pudo obtener ventaja sobre el otro, aunque la guardia de Camaris ya había sido derrotada hacía rato por las tropas de Juan. Aun así, ningún erkyno se atrevió a interferir.

Parece que finalmente, y por casualidad, el caballo de Camaris metió el casco en un agujero, se rompió la pata y cayó con un gran relincho. En su caída atrapó al príncipe debajo. Juan podía haber acabado con todo allí mismo, y pocos le habrían recriminado algo, pero en lugar de ello —según juran todos los observadores— ayudó a incorporarse al caballero de Nabban, le volvió a entregar la espada y, cuando Camaris se recuperó, continuaron la lucha».

—¡Aedón! —exclamó Simón, impresionado.

Había escuchado la historia, claro, pero era algo muy diferente hacerlo con las inteligentes y claras palabras del doctor.

«La lucha continuó hasta que el Preste Juan —que al fin y al cabo era veinte años mayor que Camaris— empezó a cansarse, se tambaleó y cayó a los pies del príncipe de Nabban.

Camaris, conmovido por el poder y el honor de su oponente, no lo mató; en lugar de ello le puso a Espina en el cuello y lo instó a prometer que dejaría Nabban en paz. Juan, que no había esperado que le devolviesen el favor, miró a su alrededor, al campo de Nearulagh, vacío excepto por sus propias tropas, pensó durante unos instantes y a continuación dio una patada en la entrepierna a Camaris-sá-Vinitta».

—¡No! —dijo el joven, desconcertado.

Qantaqa levantó una soñolienta cabeza al oír la exclamación. Binabik sólo sonrió y continuó la lectura de los escritos de Morgenes.

«A continuación, Juan se levantó sobre el amargamente herido Camaris, y le dijo: “Aunque todavía os faltan por aprender varías lecciones, sois un valiente y noble caballero. Cuidaré de vuestro padre y vuestra familia, y me ocuparé de vuestro pueblo. Espero que a cambio de ello aprendáis la primera lección, la que os he enseñado hoy, y que es la siguiente: el honor es una cosa maravillosa, pero es un medio y no un fin. Un hombre que pasa hambre con honor no ayuda a su familia, un rey que cae con honor no salva su reino”.

Cuando Camaris se recuperó, sentía tanto respeto por su nuevo rey que fue el más fiel seguidor de Juan a partir de ese día…».

—¿Por qué me lees esto? —preguntó Simón.

El muchacho se sentía insultado por el regocijo que Binabik había mostrado mientras leía los trucos sucios del más grande héroe de su país… Aunque eran las palabras de Morgenes y, cuando pensaba en ellas, hacían que el rey Juan pareciese más una persona real que una de esas estatuas de mármol, cubiertas de polvo, que llenaban la catedral de San Sutrino.

—Me pareció interesante —sonrió el gnomo, con aire travieso—. No, ésa no era la razón —explicó con rapidez mientras Simón fruncía el entrecejo—. La verdad es que quería que comprendieses una cosa y pensé que Morgenes podría hacer que lo vieses mejor que yo. No querías abandonar a los rimmerios, y entiendo tus sentimientos; tal vez no haya sido la forma más honorable de actuar. Sin embargo, tampoco resultó muy honorable que yo dejase mis tareas incompletas en Yiqanuc; pero a veces debemos actuar en contra del honor, o, como podría decirse, en contra de lo obviamente honorable…, ¿comprendes?

—No demasiado. —El fruncimiento de Simón se convirtió en una afectada y burlona sonrisa.

—Ah. —El hombrecillo se encogió de hombros—. Ko muhuhok na mik aqa nop, decimos en Yiqanuc: «Cuando te cae en la cabeza, entonces te das cuenta de que es una piedra».

El muchacho pensó en ello mientras su compañero volvía a introducir en el saco sus útiles de cocina.

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Binabik tenía razón en cuanto a una cosa. Cuando llegaron a la cresta de la colina, no vieron nada a excepción de la gran masa oscura de Aldheorte, que se extendía sin límite ante ellos, como un océano negro y verde, congelado un momento antes de que sus olas se abatiesen contra la base de los montes. A pesar de ello, el Viejo Bosque tenía el aspecto de un mar al que la propia tierra podría romper y penetrar.

Simón se encontraba maravillado y le resultaba difícil respirar. Los árboles se extendían a lo lejos hasta que se los tragaba la niebla, como si el bosque pudiera atravesar las fronteras de la tierra.

El gnomo, que lo vio mirar, le dijo:

—De todas las ocasiones en que es importante que me escuches, ésta es una de ellas. Si nos perdemos el uno al otro ahí dentro, puede que no nos volvamos a encontrar.

—Ya estuve antes en el bosque, Binabik.

—Estuviste en el lindero, sólo en el lindero, amigo Simón. Ahora vamos a internarnos en él.

—¿A través del bosque?

—¡Ja! No, eso nos llevaría meses, tal vez un año, ¿quién sabe? Pero vamos a adentrarnos en él, así que esperemos ser huéspedes bien acogidos.

Mientras miraba hacia abajo, el muchacho sintió un hormigueo en la piel. Los oscuros y silenciosos árboles, los sombreados caminos que nunca habían escuchado el sonido de un paso: todas las historias de los habitantes de un pueblo y de un castillo se encontraban a las puertas de su imaginación, y parecían demasiado fáciles de recordar.

«Pero debo ir —se dijo—. Y, de todas formas, no creo que el bosque sea malvado. Sólo es viejo…, muy viejo; y no le gustan los extraños, o al menos eso es lo que creo, pero no es maligno».

—Vámonos —dijo con su voz más clara y fuerte, pero cuando Binabik empezó a caminar colina abajo ante él, Simón hizo el signo del Árbol sobre su pecho, para estar en el lado correcto de las cosas.

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Descendieron por el monte hasta llegar a la formación de colinas de hierba que se extendían hasta el límite de Aldheorte, cuando Qantaqa se detuvo repentinamente, con su velluda cabeza ladeada. El sol estaba alto, el mediodía ya había pasado y la mayor parte de las nieblas bajas habían desaparecido. Simón y el gnomo se dirigieron hacia donde estaba la loba, que se hallaba inmóvil como una estatua gris, y miraron alrededor. Ningún movimiento parecía perturbar la estática ondulación de la tierra en ninguna parte.

Qantaqa se quejó cuando la pareja se aproximaba y movió la cabeza hacia el otro lado, como escuchando. Binabik dejó el saco sobre el suelo, haciendo que sonasen débilmente los huesos y piedras del interior, y también ladeó la cabeza.

El hombrecillo abrió la boca para decir algo, con el cabello caído sobre sus ojos, pero antes de que dijese nada Simón también lo escuchó: un delgado y débil ruido, que aumentaba y descendía en intensidad como un vuelo de gansos que graznasen a leguas de distancia sobre sus cabezas, muy por encima de las nubes. Pero el sonido no parecía provenir del cielo; más bien daba la impresión de que llegaba rodando a través del largo corredor que existía entre el bosque y las colinas; si procedía del norte o del sur era algo que Simón no podía adivinar.

—¿Qué…? —empezó a preguntar.

Qantaqa volvió a emitir un sonido de queja y agitó la cabeza, como si no le gustase lo que oían sus orejas. El gnomo levantó una pequeña y morena mano y escuchó durante unos instantes más; después volvió a ponerse el bolso al hombro e hizo una seña con la cabeza para que Simón lo siguiese hacia la oscura línea frontal del bosque.

—Mastines, creo —dijo. La loba trotó a su alrededor en círculos, a veces acercándose a ellos y otras alejándose—. Creo que están lejos, todavía, al sur de las colinas, sobre la Marca Helada. Aunque cuanto antes entremos en el bosque, mejor…

—Tal vez —añadió Simón, caminando a paso rápido junto al hombrecillo, que casi corría—, pero ese ruido no se parece al de ningún mastín de los que he oído…

—Eso —gruñó Binabik— es mi pensamiento, también…, y es por ello por lo que debemos darnos toda la prisa que podamos.

Mientras pensaba en todo lo que había dicho Binabik, Simón sintió una fría mano que le agarraba las entrañas.

—Alto —exclamó, y se detuvo.

—¿Qué es lo que haces? —siseó el gnomo—. Todavía están lejos, pero…

—Llama a Qantaqa —dijo pacientemente Simón. Binabik lo miró durante un momento y luego llamó con un silbido al animal, que rápidamente trotó hacia ellos.

—Espero que me lo expliques pronto… —empezó a decir el gnomo, pero el muchacho señaló a la loba.

—Monta en ella. Vamos, rápido. Si necesitamos darnos prisa, yo puedo correr…, pero tus piernas son demasiado cortas.

—Simón —dijo Binabik, estrechando los ojos—, corrí por los delgados riscos de Mintahoq cuando sólo era un bebé…

—Pero estamos en terreno llano, y cuesta abajo. ¡Por favor, Binabik, dijiste que necesitábamos darnos prisa!

El hombrecillo lo miró, después se dio la vuelta y se dirigió hacia Qantaqa, que hundió el estómago en la espesa hierba. Binabik pasó la pierna por encima del amplio lomo y se colocó encima de la loba, sujeto del grueso pelo del cuello. Volvió a chasquear los labios y el animal se levantó, primero de las patas delanteras y luego de las traseras, con el gnomo balanceándose en su lomo.

Ummu, Qantaqa —dijo aquél, y la loba avanzó.

Simón alargó su paso para ir junto a ellos, Ahora no oían ningún otro sonido que el que ellos mismos ocasionaban a su paso, pero el recuerdo de los lejanos aullidos hizo que al chico se le erizase el vello de la nuca, y el oscuro rostro de Aldheorte le pareció cada vez más una sonrisa de bienvenida de un amigo. Binabik cabalgaba echado hacia adelante, sobre el cuello de Qantaqa, y durante largo tiempo no volvió a mirar a Simón.

Juntos descendieron por la larga vertiente. Al final, cuando el gris sol tapizaba con su luz las colinas que dejaban tras ellos, alcanzaron la primera hilera de árboles: un grupo de delgados abedules que parecían pálidas doncellas de servicio franqueando el paso a los visitantes hacia el interior de la casa de su viejo amo.

Aunque las colinas que dejaban atrás seguían iluminadas por la oblicua luz del sol, los compañeros se encontraron, de un momento a otro, pasando a través de una espesa penumbra, a medida que se adentraban en el bosque. El blando suelo amortiguaba sus pasos, y corrieron tan silenciosos como fantasmas a través de la espesura. Columnas de luz atravesaban el techo de ramas, y el polvo que levantaban a su paso pendía en el aire como brillantes chispas de luz entre las sombras.

Simón se cansó rápidamente, y el sudor corría por su rostro y su cuello como riachuelos de suciedad.

—Más lejos debemos ir —le dijo Binabik desde lo alto de su montura—. Pronto el camino estará demasiado enmarañado como para correr, y la luz será muy poca. Entonces descansaremos.

El muchacho no dijo nada, pero continuó hacia adelante, con la respiración ardiendo en el interior de los pulmones.

Cuando el chico bajó el ritmo y se limitó a medio correr, Binabik descendió de la grupa de la loba y fue a su lado. El sol se iba ocultando por encima de las copas de los árboles y el suelo del bosque cada vez se iba oscureciendo más, mientras las ramas superiores iban adquiriendo extrañas coloraciones, como las ventanas de la capilla de Hayholt. Más tarde, cuando el suelo desapareció casi de su vista, Simón tropezó en una piedra medio oculta; el gnomo lo sujetó del codo y pudo incorporarse.

—Ahora siéntate —le indicó.

Simón se dejó caer sin decir una palabra y sintió el suelo movedizo bajo su cuerpo. Un poco más tarde Qantaqa regresó. Después de husmear por toda la zona, se sentó y empezó a lamer la transpiración de la nuca del chico; a él le producía cosquillas, pero estaba demasiado cansado como para preocuparse por ello.

Binabik se sentó en cuclillas y examinó el lugar en que se habían detenido. Estaban a medio camino de una ligera pendiente, al fondo de la cual se veía el lecho de un arroyo con una oscura corriente de agua en el centro.

—Cuando vuelvas a recuperar el aliento —dijo—, creo que deberíamos ir justo hacia allí. —Con el dedo señaló un lugar un poco más arriba, donde se veía un gran roble que, con sus retorcidas raíces, evitaba la invasión por parte de otros árboles y creaba una especie de claro reducido a ambos lados de su inmenso y poderoso tronco.

Simón asintió, todavía tratando de respirar con normalidad. Al cabo de un rato se incorporó y se dirigió, junto con el hombrecillo, colina arriba, hacia el roble.

—¿Sabes dónde estamos? —preguntó mientras se dejaba caer para colocar su espalda contra una de las raíces medio enterradas.

—No —respondió Binabik—, pero mañana cuando salga el sol tendré tiempo para hacer ciertas cosas…, y entonces lo sabré. Ahora ayúdame a encontrar algunas piedras y ramas con las que podamos hacer un poco de fuego. Y después —el gnomo se incorporó y empezó a buscar madera seca— habrá una sorpresa que te gustará.

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Binabik había construido una especie de caja de piedras de tres lados alrededor de la hoguera para ocultar la luz, que todavía crepitaba con fuerza. El rojo resplandor conformaba extrañas sombras. Rebuscó en su bolso mientras Simón observaba cómo unas cuantas chispas ascendían en espiral.

Se prepararon una magra cena a base de pescado seco, pastelillos duros y agua. El muchacho sentía que su estómago no recibía lo que se merecía, pero era mejor estar allí estirado, calentando sus doloridas piernas, que seguir corriendo. No podía recordar cuándo había sido la última vez que había corrido tanto tiempo seguido.

—¡Ja! —exclamó Binabik, alegre, levantando de la bolsa su rostro teñido de rojo por la luz de la hoguera, con una sonrisa de triunfo.

—Una agradable sorpresa, dijiste. De las de la otra clase tengo más que suficiente para el resto de mi vida.

El gnomo sonrió mostrando los dientes, y su rostro redondeado pareció estirarse hacia las orejas.

—Muy bien, el decidirlo es asunto tuyo. Prueba esto —dijo, y le alargó una jarrita de cerámica.

—¿Qué es? —Simón lo puso cerca del fuego para observarlo. Parecía sólido, pero la jarra no tenía ningún tipo de marcas—. ¿Algún objeto de los gnomos?

—Ábrelo.

El joven pasó el dedo por la parte superior y se dio cuenta de que la jarra se hallaba sellada con algo parecido a la cera. Hizo un agujero a través de la tapa y luego se la llevó a la nariz para tratar de identificar su contenido. Un instante después metió los dedos, los sacó y se los llevó a la boca.

—¡Mermelada! —exclamó, alegre.

—Hecha de uvas, estoy seguro —dijo Binabik, contento de la respuesta de Simón—. Alguna encontré en la abadía, pero los últimos acontecimientos la habían apartado de mi mente.

Después de comer un poco le pasó el recipiente al hombrecillo, que también la encontró deliciosa. En poco tiempo acabaron con ella y dejaron la jarra para que la lamiese Qantaqa.

Simón se arrellanó en la capa junto a las cálidas piedras del fuego.

—¿Puedes cantar una canción, Binabik —preguntó—, o explicarme una historia?

El gnomo levantó la vista.

—No pienso en una historia, Simón, pues necesitamos dormir para levantarnos temprano. Tal vez una corta canción.

—Eso estará bien.

—Pero, después de volver a pensar —continuó Binabik, apretándose la capucha alrededor de las orejas—, me gustaría oírte cantar una canción. Una canción tranquila, claro.

«¿Yo? ¿Una canción?» pensó Simón. A través de una rendija abierta entre los árboles pudo ver el débil brillo de una estrella. Una estrella…

—Bueno, entonces —dijo—, ya que tú cantaste para mí sobre Sedda y la manta de estrellas…, supongo que puedo cantar lo que las sirvientas me enseñaron cuando era un niño. Espero acordarme de las palabras; es una canción muy graciosa.

En un profundo claro de Aldheorte,

Jack Mundwode convocó

a sus hombres de los bosques,

ofreció una corona y el reconocimiento del monte

al que pudiese cogerle una estrella.

Beornoth se presentó el primero, y gritó: «¡Treparé

hasta la copa del más alto de los árboles!,

y arrancaré esa estrella para la hermosa corona dorada

que pronto sólo a mí pertenecerá».

Así que se subió a un abedul y a la rama más elevada,

después a un alto y viejo tejo.

Pero por mucho que saltase y trepase,

a coger la estrella nunca llegó.

El próximo fue Osgal, que prometió

lanzar una flecha al cielo.

«Tocaré la estrella para que caiga a mis pies,

y la corona será mía para siempre…».

Veinte flechas lanzó. Ni una sola

a la burlona estrella alcanzó.

Cuando las flechas volvieron a caer Osgal se

escondió tras Jack, que río y le dio un empujón.

Ahora todos los hombres lo pretendieron, y pelearon y discutieron,

sin que ninguno de ellos alcanzase el éxito,

hasta que apareció la bella Hruse, que miró hacia

abajo, a los hombres, mientras se alisaba la ropa.

«Pequeña es la tarea que Jack Mundwode os pide

—dijo con brillo en los ojos—.

Pero como ninguno de vosotros tiene una corona dorada,

intentaré desatar el nudo de Mundwode».

Entonces cogió una red que había ordenado a los hombres traer

y la echó al lago.

El agua se revolvió y casi hizo desaparecer

el reflejo de la brillante estrella.

Después de un rato sonrió, y a Jack le dijo:

«¿Lo has visto?,

está allí, en mi red, atrapada y mojada,

si la quieres, recógela».

El viejo Jack rió y gritó a todos los que lo rodeaban:

«Ésta es la mujer que por esposa debo tornar.

Así como ha tomado mi corona y me ha traído una estrella,

así debo darle mi vida».

Sí, ella tomó la corona y le trajo una estrella,

así que Jack Mundwode la tomó por esposa…

Podía oír cómo Binabik se reía desde la oscuridad, tranquilo y alegre.

—Una canción para divertirse, Simón, gracias.

Pronto se apagaron las ascuas y el único sonido que quedó fue el andar del viento por entre los innumerables árboles.

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Antes de abrir los ojos percibió un extraño y monótono ruido, que subía y bajaba de intensidad cerca de donde él estaba estirado. Levantó la cabeza, torpe aún a causa del sueño, y vio a Binabik sentado con las piernas cruzadas ante el fuego. El sol no estaba muy alto, y el bosque a su alrededor aparecía envuelto en pálida niebla.

El gnomo había preparado cuidadosamente un círculo de plumas alrededor del fuego, plumas de muchos y diferentes pájaros, como si las hubiera recogido de los árboles cercanos. Se inclinaba hacia las llamas con los ojos cerrados y cantaba en su lengua nativa, que era el sonido que había despertado a Simón.

—… Tutusik-Ahyuq-Chuyuq-Qaqimak, Tutusik-Ahyuq-Chuyuq-Qaqimak —repetía constantemente.

La delgada espiral de humo de la hoguera empezó a agitarse como mecida por un fuerte viento, aunque las plumas permanecieron fijas en el suelo, inmóviles. Con los ojos todavía cerrados, el gnomo empezó a mover la palma de su mano en círculo por encima del fuego; la espiral se desplazó, como si hubiese sido empujada, y empezó a elevarse desde una esquina de la hoguera. Binabik abrió los ojos y durante un instante se quedó mirando el humo; después detuvo el movimiento circular de la mano. Un poco después el humo reanudó su movimiento normal.

Simón, que lo había observado todo con la respiración contenida, se atrevió a decir:

—¿Ahora ya sabes dónde estamos? —preguntó.

Binabik se dio la vuelta y sonrió, complacido.

—Buenos días. Sí, creo que puedo saberlo con cierta precisión. Tendremos pocos problemas, aunque caminaremos mucho, hasta llegar a casa de Geloë…

—¿Casa? —preguntó Simón—. ¿Una casa en Aldheorte? ¿Cómo es?

—Ay… —El gnomo estiró las piernas y se frotó las pantorrillas—. No es como ninguna casa que hayas… —Se detuvo y se quedó sentado mirando por encima del hombro del chico, como transfigurado.

El joven se giró alarmado, pero no vio nada.

—¿Qué ocurre?

—Calla… —Binabik continuó mirando—. Allá. ¿Lo oyes?

Lo percibió al cabo de nada: los distantes ladridos que habían escuchado en su viaje a través de las colinas, en dirección al bosque. Simón sintió que se le erizaba el vello.

—¡Otra vez los mastines…! —dijo—. Pero se oye como si todavía estuviesen lejos.

—Aún no lo entiendes. —El hombrecillo miró a la hoguera, después al cielo matinal, a través de las copas de los árboles—. Nos han sobrepasado. ¡Han corrido durante toda la noche! Ahora, a menos que mis oídos me jueguen una mala pasada, regresan y se dirigen hacia nosotros.

—¿De quién son los perros? —Simón sintió las palmas de las manos humedecidas por el sudor y se las frotó en el manto—. ¿Nos siguen a nosotros? No nos pueden cazar en el bosque, ¿verdad?

Binabik dispersó las plumas con una patada y empezó a empaquetar sus cosas en la bolsa.

—No lo sé —contestó—. No conozco la respuesta a ninguna de esas preguntas. Hay un poder en el bosque que puede despistar a los perros de caza…, a perros ordinarios. Es dudoso que algún barón local haya hecho correr a sus animales durante toda la noche sólo por deporte, y tampoco he oído de ningún tipo de perros que pudieran hacerlo.

El gnomo llamó a Qantaqa. Simón se sentó y se puso las botas a toda prisa. Se sentía cansado, y ahora supo que tendrían que volver a correr.

—Son de Elías, ¿verdad? —preguntó con una mueca, quejándose mientras metía el pie lleno de ampollas en la bota.

—Tal vez.

La loba se acercó y su amo le pasó la pierna por encima del lomo para subirse a ella.

—Pero ¿qué importancia puede tener para él el ayudante de un doctor? ¿Y dónde habrá encontrado el rey unos mastines que pueden correr desde la puesta del sol hasta el amanecer sin detenerse? —Binabik puso el bolso sobre el lomo de Qantaqa y alargó a Simón su bastón—. No lo pierdas, por favor. Desearía haber encontrado un caballo para ti.

Los compañeros empezaron a descender por la colina hacia el barranco y después torcieron para dirigirse más allá.

—¿Están cerca? —preguntó el muchacho—. ¿A qué distancia está… esa casa?

—Ni los mastines ni la casa están cerca —dijo Binabik—. Bien, correré junto a ti tan pronto como Qantaqa empiece a cansarse. ¡Kikkasut! —exclamó—. ¡Cómo desearía tener un caballo!

—Yo también —respondió Simón, respirando con dificultad.

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Caminaron durante toda la mañana a través del profundo bosque, en dirección este. Subían y bajaban rocosos valles y los ladridos parecían desaparecer por unos minutos, para volver a oírse con más intensidad que antes. Cumpliendo su palabra, Binabik descabalgó de la loba en cuanto Qantaqa empezó a dar muestras de cansancio y caminó junto a Simón; sus cortos pasos le hacían dar dos por cada uno del chico, y sus dientes se hacían visibles al respirar con dificultad.

Se detuvieron para beber agua y descansar con el sol en lo alto de la mañana. Simón arrancó tiras de ropa de sus dos paquetes para vendarse los talones llenos de ampollas, y después le alargó los paquetes a Binabik para que los metiera en la bolsa, pues ya no podía soportar que continuaran rozándole sus muslos mientras andaba o corría. Mientras apuraban las últimas gotas de la bolsa de agua y trataban de recuperar el aliento, se volvieron al hacerse audibles los ruidos de la persecución. Esta vez, el inconfundible ladrido de los mastines estaba mucho más cercano, e inmediatamente se pusieron en movimiento.

Al cabo de poco tiempo empezaron a subir por una larga pendiente. El terreno se hacía progresivamente más rocoso a medida que iban ascendiendo, e incluso las especies de árboles parecían cambiar. Al hacer eses remontando la colina, Simón experimentó un enfermizo sentimiento de derrota que se esparcía por todo su cuerpo como si se tratase de veneno. Binabik le había dicho que no llegarían a casa de Geloë antes del anochecer, si es que no habían perdido la carrera. El ruido de sus perseguidores se había hecho constante: unos excitados aullidos tan cercanos que Simón no podía encontrar respuesta, mientras se tambaleaba al subir la pendiente, a cómo conseguían respirar y ladrar al mismo tiempo mientras corrían tras ellos. ¿Qué clase de perros eran? El corazón del chico latía como el ala de un pájaro. Tanto él como el gnomo se enfrentarían sin mucha tardanza a sus perseguidores. El pensar en ello lo ponía enfermo.

Al fin pudo verse un delgado retazo de cielo a través de los troncos que había en el horizonte, en la cima de la pendiente. Atravesaron la última línea de árboles y Qantaqa, que corría por delante de ellos dos, se detuvo de forma precipitada y aulló, con un agudo y penetrante sonido proveniente de lo más profundo de su garganta.

—¡Simón! —gritó Binabik, y tirándose al suelo, atrapó las piernas del muchacho y lo hizo caer a su vez. Cuando el negro túnel en que se había convertido la visión del muchacho se volvió a ensanchar, advirtió que se encontraba estirado sobre los codos, en una escarpada roca, mientras abajo se extendía un profundo cañón que lo separaba del otro lado. Se desprendieron unos fragmentos de la piedra que había bajo su mano y cayeron por la pared cortada a pico, para desaparecer entre las verdes copas de los árboles que se alzaban en el fondo del barranco.

Los ladridos eran como el agudo toque de unas trompetas de guerra. Simón y el gnomo se alejaron del borde del precipicio, a unos pies de distancia, colina abajo, y permanecieron quietos.

—¡Mira! —siseó el joven, sin dar importancia a sus manos y barbilla ensangrentadas—. ¡Mira, Binabik!

Señaló hacia el fondo de la larga pendiente que acababan de subir, a través del manto de los árboles; atravesando los claros, a lo lejos, a una media legua de distancia, se veía una agitación de pequeñas formas blancas: los mastines.

Binabik cogió el bastón que le había dado a Simón y lo desenroscó hasta que quedó dividido en dos mitades. Extrajo los dardos y alargó la parte del cuchillo al muchacho.

—Rápido —dijo—. Corta la rama de un árbol. Venderemos caras nuestras vidas.

Las roncas voces de los perros subían colina arriba, una canción de acoso y de muerte.